Existe una cerrazón casi generalizada tanto en la izquierda como en la derecha en materia impositiva. Ante las bajadas y subidas impositivas se adoptan posturas bastante cerriles e irracionales, sin la menor distinción ni análisis. Todo entra en un totum revolutum. Afecta a los políticos, a los periodistas e incluso a algunos economistas que hacen aseveraciones de forma radical sin la menor consideración de las circunstancias y de los instrumentos.
El discurso del Partido Popular y sus aledaños, aledaños que a menudo llegan hasta el PSOE, es mostrenco, todo se soluciona bajando impuestos. Desde el partido socialista se llegó a decir en el pasado que bajar impuestos es de izquierdas. Podemos, por el contrario, mantiene que toda bajada impositiva es anatema, pero me temo que lo afirma sin demasiado estudio ni discriminación. En ese cruce de dogmatismos se pueden producir situaciones un tanto extravagantes como la ocurrida con la bonificación de 20 céntimos por litro de carburante.
El Gobierno se ha negado a instrumentarlo mediante una bajada de impuestos como hubiera sido lo más natural, y ha preferido un sistema totalmente rebuscado. Ha montado la de San Quintín, complicándolo todo. No hay duda de que en el descalabro ha debido de influir su inexperiencia administrativa y su incompetencia en la gestión. Los problemas para las gasolineras han sido muchos y considerables, y absurdamente se ha cargado de nuevo a la Agencia Tributaria con tareas que no son suyas.
Cuesta entender cuál ha sido la razón del Ejecutivo para haber actuado de esta manera tan alambicada. Tal vez un asunto de dogmatismo, el principio de que por razones ecológicas no se pueden reducir nunca los impuestos a la energía. Se trata, por tanto, de hacer pasar de una forma un tanto ingenua una reducción de impuestos por una subvención. Quizás pueda haber otra explicación, el interés político de hacer que aparezca explícitamente que se trata de una ayuda del Gobierno. ¡Qué buenas son las madres ursulinas que nos llevan de excursión!
Claro que desde el otro lado se han escuchado versiones de lo más peregrino a la hora de defender que las actuaciones deberían haberse instrumentado por medio de una bajada de impuestos en lugar de por una bonificación en el precio. Un agudo periodista de esos que están en todas las tertulias, mantenía que era mejor haber empleado la reducción fiscal, ya que, al contrario del gasto, esta no incrementa la deuda pública. Es difícil saber dónde se escuchan más disparates si en el mundo político o en el de la prensa. Bueno, tampoco algunos economistas se quedan a la zaga.
Ni la bajada de impuestos puede ser un tabú ni puede convertirse en la piedra filosofal. Aunque parezca una perogrullada, hay impuestos e impuestos, lo mismo que hay gastos y gastos, y circunstancias y circunstancias, por lo que no valen las generalizaciones. A todo el que propusiera una reducción tributaria o un incremento del gasto público -que como hemos visto en algunos casos son la cara y la cruz de la misma moneda- tendría que preguntársele cuál va ser la contrapartida, contrapartida que, en los momentos actuales, dado el nivel de endeudamiento público, no puede ser distinta que otra variación en los tributos o en el gasto.
Para el pensamiento conservador toda reducción de la carga fiscal es positiva, sobre todo si estamos en crisis porque, según dicen, aumenta la demanda, y por lo tanto la actividad. Pero, si de lo que se trata es de incrementar la demanda, se pueden buscar formas mucho más eficaces. Gran parte del gasto público tiene una propensión al consumo mucho mayor que la mayoría de las reducciones de tributos. Por ejemplo, las pensiones.
Con las pensiones ocurre algo muy llamativo. Los mismos que piden continuas bajadas de impuestos y que están en contra de toda subida fiscal, critican y reniegan de la actualización de las pensiones por el IPC. Sin embargo, no actualizar las pensiones constituye un tributo y uno de los peores, puesto que incide en su totalidad sobre los estratos sociales más bajos de la población. En contra de lo que se dice ahora, no hay pensiones altas. La pensión máxima está plafonada desde principios de los ochenta. Si hay jubilados con rentas elevadas no son precisamente a causa de las pensiones, sino por otros ingresos, por lo general de tipo financiero que, curiosamente, hay cierta renuencia a gravar y a los que en el IRPF se da un trato privilegiado.
La no actualización de las pensiones por la inflación constituye un verdadero impuesto. La subida de precios reduce la cuantía real de las prestaciones e incrementa, y en mayor medida, la recaudación tributaria. Una vez más, los gastos y los ingresos tienden a confundirse. Así ocurre con las pensiones, reducir el gasto, disminuir las prestaciones reales (que a eso se reduce la no actualización) es equivalente a imponer un gravamen.
Los defensores de reducir la fiscalidad recurren a la tan careada curva de Laffer con la finalidad de convencernos del milagro de los panes y los peces: minorando los tributos se recauda más. Su nombre proviene de su creador, Arthur Laffer, un oscuro profesor en la Universidad de Stanford en California, y que habría pasado sin pena ni gloria por la economía, si no hubiese sido por haberse topado accidentalmente en un restaurante chino con Jack Kemp, director de la campaña electoral de Ronald Reagan. El entonces candidato había prometido la cuadratura del círculo, bajar los impuestos, reducir el déficit e incrementar sustancialmente el gasto militar. Kemp creyó encontrar en la curva del ignorado profesor un instrumento idóneo para justificar lo que resultaba difícilmente creíble.
Como era de esperar, la curva estuvo muy lejos de funcionar. El primero que se dio cuenta de ello fue David A. Stockman, director de la Oficina del Presupuesto. Las reducciones fiscales sin recorte en las partidas presupuestarias acarreaban inevitablemente un crecimiento explosivo del déficit. Stockman discrepó abiertamente de la política de Reagan y presentó la dimisión, explicándola en un libro de sumo interés que constituye el mejor alegato contra la curva de Laffer, “El triunfo de la política” enEditorial Grijalbo”. El nuevo presidente, que había hecho campaña en contra del 2 % que alcanzaba el déficit público en tiempos de Carter, lo incrementó de tal manera que en 1986 alcanzaba el 6 % del PIB. Pero lo que también aumentó sustancialmente fue la desigualdad social. Ese es el efecto más probable de la bajada indiscriminada de impuestos y sobre todo cuando la reducción se realiza en los directos.
Además, en las circunstancias actuales, teniendo en cuenta la descontrolada inflación, resulta muy discutible que lo que haya que perseguir sea el incremento de la demanda. El problema número uno y el mayor peligro radica en la subida de los precios y especialmente en su diferencia con la de otros países. Parece que estamos en presencia de una inflación de costes y además importada a través de la energía desde el exterior que posteriormente se ha trasladado al resto de los sectores económicos y corre el peligro de hacerse crónica.
En este escenario no sería ningún disparate que el Gobierno redujese consistentemente los múltiples gravámenes sobre los distintos tipos de energía, al menos para que en esos productos la fiscalidad no se convierta, tal como está ocurriendo, en un elemento adicional de inflación. Si de lo que se trata es de combatir mediante la fiscalidad el incremento de los precios, los impuestos indicados son los indirectos. Bien es verdad que dado el alto porcentaje de endeudamiento no parece que esta bajada debería financiarse vía déficit, sino elevando los impuestos directos.
Es mucho el margen que existe para hacerlo después de todas las medidas regresivas acometidas a lo largo de los treinta últimos años. El Gobierno no ha estado dispuesto nunca a acometer una reforma en profundidad, ni el informe de los llamados técnicos da mucha esperanza para ello. Ni siquiera plantean algo elemental como volver a hacer del IRPF un impuesto global en el que rentas de trabajo y de capital se incluyan dentro de una misma tarifa. Sánchez se escuda tras la afirmación de que no es el momento. Para él nunca ha sido el momento. Sin embargo, una crisis económica no tiene por qué ser un obstáculo, ya que precisamente en ella se necesita más redistribuir los costes y los beneficios.
Lo que sí es cierto es que no hay tiempo. Entre la elaboración y la tramitación se necesitarían cerca de dos años. Podemos, una vez más, se ha dejado tomar el pelo por Sánchez, si es que de verdad querían modificar la fiscalidad. Es claro, también, que la reforma fiscal en profundidad no nos puede servir para financiar la bajada de impuestos indirectos necesarios para contener la inflación. Pero sí hay medidas parciales que se pueden adoptar. La primera no deflactar bajo ningún punto la tarifa del IRPF.
La inflación actúa doblemente sobre el IRPF. La primera, como en todos los tributos, aumentando la base imponible; la segunda es acentuando la progresividad del gravamen. Se produce de forma automática una subida de la tarifa. No es, desde luego, la mejor forma de modificarla. Todos los contribuyentes se van a ver perjudicados, pero no todos en la misma medida. Va a recaer principalmente sobre las rentas altas. Las rentas bajas lo acusarán mucho menos. La clase más deprimida no se verá afectada en absoluto porque está exenta del IRPF, y el quebranto en el resto de las clases bajas y medias (algunos se colocan en las medias cuando pertenecen a las altas y bastante altas) será mucho menor que el beneficio obtenido si se les bajasen los impuestos indirectos. En economía siempre hay que elegir.
En las peticiones de Feijóo a Sánchez hay una parte perfectamente asumible, la reducción de los impuestos indirectos y más concretamente los energéticos. Una segunda parte rechazable, la deflactación de la tarifa del IRPF, que solo serviría para incrementar la desigualdad, aunque paradójicamente la no deflactación sí podría servir de argumento para acometer la primera ya que proporciona la financiación necesaria.
Bien sé que desde las filas conservadoras se argumentará inmediatamente que la financiación tendría que provenir de la reducción del gasto. Hay gastos que precisarían incrementarse, como la sanidad o la justicia, y no digo yo que no haya gastos que deberían desaparecer, pero este expurgue de los improductivos o inútiles no es una tarea fácil, tanto más cuanto que nos movemos en un Estado de las Autonomías, en el que, como su nombre indica, cada administración campa por sus respetos y todas están empeñadas en su clientelismo, en mantener sus chiringuitos y capillitas, lo que por desgracia va a ser imposible de revertir, por lo menos a corto plazo. La desaparición de los gastos del Estado que normalmente se citan como escandalosos, podría ser muy positivo desde la óptica de la ejemplaridad y de la honestidad política, pero que nadie piense en ello como la solución a las finanzas públicas y a la contención del déficit.
Como colofón se me ocurre una boutade, pero que puede ser útil para entender la conexión y ambivalencia que se da entre los ingresos y los gastos públicos. Un área donde podrían confluir la izquierda y la derecha, los que quieren subir los impuestos y los que quieren reducir el gasto público, es en la eliminación de gran parte de los gastos fiscales. Nuestros impuestos están preñados de deducciones, exenciones, bonificaciones, etc., que vacían de contenido los tributos, y por lo tanto su supresión implicaría una subida consistente de los impuestos, pero también una eliminación de gastos públicos, pues en el fondo lo son, aunque se apelliden fiscales y se instrumenten como minoración de los tributos. De lo que no estoy nada seguro es de que se pusiesen de acuerdo sobre cuáles eliminar.
republico.com 14-4-2022