Pocos Estados, por no decir ninguno, niegan su función social. Todos los gobiernos declaran que en su política este objetivo ocupa un lugar importante. Cada año, gobierne quien gobierne, hay que escuchar que los presupuestos de ese ejercicio son los más sociales de la historia. No obstante, creo que hay dos formas de ejercer la política social: una, mediante ocurrencias; la segunda, a través del desarrollo del Estado social.

El Estado social requiere un diseño coherente constituido por instrumentos sólidos, columnas en las que fundamentar un tejido de protección que cubra todas las contingencias. Debe ser un puzle bien trabado que no admita lagunas, pero tampoco repeticiones. Buen ejemplo de ello es el dibujado en la Constitución española: educación, sanidad, pleno empleo, seguro de desempleo, pensiones, apoyo a la familia, protección a la dependencia, vivienda, etc. El mapa es completo y no necesita añadidos, que en buena medida serían duplicidades. Se precisa, eso sí, que las dotaciones sean adecuadas y suficientes para cerrar por completo el círculo.

Hay otra forma de enfrentar la política social. Es la que hemos llamado “de ocurrencias”. Es aquella que aunque incluso se profese en teoría el Estado social, se le dota escasamente, y que se pretende solucionar este grave defecto mediante la concesión un tanto anárquica de prestaciones puntuales dirigidas en muchas ocasiones más que a solucionar un problema a generar réditos electorales. El resultado no puede ser más que caótico, en el que se mantienen lagunas, pero también duplicidades. Las subvenciones y las prestaciones se superponen despilfarrando los recursos sin aplicar ningún análisis de coste de oportunidad. Se beneficia a unos y se perjudica a otros.

En España, con el Estado de las Autonomías, la tendencia al desorden y a la repetición se incrementa de manera significativa. Buen ejemplo de lo que se afirma ha sido recientemente la creación del ingreso mínimo vital, que se ha superpuesto a las ayudas autonómicas, con lo que su concesión ha sido totalmente desigual permitiendo enormes vacíos, pero también duplicidades. Este sistema de adición sin orden ni coherencia sobrepasa con frecuencia el ámbito de la protección social para instalarse en casi todo el ámbito del gasto público.

El desorden que puede imperar, a la hora de presupuestar, en los gastos públicos propiamente dichos se multiplica al infinito cuando se trata de otro tipo de gastos que a menudo no tenemos por tales, me refiero a los gastos fiscales. Bajo este nombre se recoge todo tipo de exenciones, bonificaciones, deducciones etc. que, aunque se presenten como minoración de los ingresos, tienen el mismo efecto que los gastos públicos y suelen obedecer a parecidas razones.

A pesar de esa homogeneidad, resulta curioso comprobar las distintas posiciones que se mantienen respecto a estos dos tipos de gastos según la ideología que se profesa. Desde las filas conservadoras y neoliberales, se suele anatematizar el gasto público. En general, siempre está mal visto. Pero esa agresividad desaparece cuando se trata de gastos fiscales. El déficit público y la estabilidad presupuestaria que se utilizan como argumentos para denigrar cualquier incremento en los gastos del Estado, en absoluto se consideran a la hora de establecer los gastos fiscales.

Existe, sin embargo, una diferencia importante que consiste en que mientras el gasto público propiamente dicho -al menos el que combaten los liberales- suele ser gasto social y beneficia en mayor medida a las clases de rentas bajas, los gastos fiscales se orientan principalmente a favor de las clases altas. Al configurarse como minoración de impuestos, tienen un carácter inverso a estos. Serán tanto más regresivos cuanto más progresivos sean los tributos que aminoran. Aun las deducciones o bonificaciones aparentemente más sociales terminan beneficiando en mayor medida a los que tienen mayores rentas.

Los defensores de los gastos fiscales los justifican a menudo en la conveniencia de incentivar la actividad económica o determinadas variables y sectores -curiosamente en este campo todos se vuelven keynesianos- y, sin embargo, su capacidad para estimular es muy reducida, sobre todo cuando se trata de influir en macromagnitudes tales como el ahorro y la inversión. El único resultado que se logra es el de trasladar los recursos, según las ventajas fiscales, de una a otra forma de ahorro o de una a otra inversión, pero sin modificar significativamente las cantidades globales destinadas a estas magnitudes. En épocas de recesión económica, determinadas medidas, si son limitadas en el tiempo, pueden tener el efecto de anticipar decisiones. Pero, desde luego, esa eficacia se pierde cuando se consolidan y los agentes económicos cuentan con ellas.

Los gastos fiscales presentan importantes desventajas con respecto a una actuación decidida del Estado, a través de las distintas partidas de gasto público. En primer lugar, al no estar explicitados en el presupuesto, los gastos fiscales tienden a consolidarse en mayor medida que las partidas de gastos propiamente dichas, cuya conveniencia en teoría se plantea en cada presupuesto. Por el contrario, los beneficios fiscales se cuestionan en contadas ocasiones, excepto para incrementarlos. Una vez consolidados, pierden la poca eficacia que pudieran haber tenido los primeros años de su implantación.

En segundo lugar, al estar difuminados como una reducción de los ingresos, pasan desapercibidos sin sufrir para su concesión los rígidos controles de otros tipos de gastos y, lo que es más importante, en muchos casos se desconoce una cuantificación adecuada de su coste. Es materia propicia para sufrir un cierto espejismo. Todo el mundo considera los teóricos beneficios que se pueden obtener, pero no se contraponen al coste de oportunidad que comportan ni a los resultados que se producirían si se dedicasen esos recursos a otros objetivos.

En tercer lugar y este es uno de sus mayores defectos, son de muy difícil control e incrementan las vías de fraude. Los requisitos que se imponen a cada una de las exenciones, deducciones o bonificaciones en aras de conseguir el objetivo para el que se han aprobado resultan en muchos casos imposibles de comprobar, sobre todo cuando, como ocurre en la mayoría de los sistemas fiscales modernos, las medidas afectan a un gran número de contribuyentes. La generalizada evasión que posibilitan hace que se incremente y multiplique gratuitamente el coste de las medidas.

Al lado de los beneficios fiscales concedidos por el Estado se superponen los de las Comunidades Autónomas. Sus gobiernos son tanto o más dados a las ocurrencias que el gobierno central y tienen propensión a la misma demagogia. Si examinamos, por ejemplo, en el impuesto sobre la renta las distintas deducciones autonómicas de las diecisiete Comunidades, veremos que conforman un catálogo de lo más abigarrado y heterogéneo. Por lo visto, las necesidades y los objetivos son muy dispares según la opinión de cada gobierno. Ni siquiera existe uniformidad cuando pertenecen al mismo partido. En esto como en casi todo, la existencia de las Comunidades Autónomas termina construyendo un escenario caótico. Las ocurrencias se multiplican por diecisiete.

La descentralización fiscal aplicada en España es una de las más altas de Europa. La transferencia a las Autonomías de la capacidad normativa en materia tributaria ha replicado el modelo existente en la Unión Europea entre los Estados con el mismo resultado perverso, solo que la competencia fiscal entre regiones tiene consecuencias más graves que entre países. De todas formas, no deja de ser irónico que la autonomía normativa tan reclamada por los nacionalistas se haya vuelto en su contra.  He ahí al gran político Rufián rugiendo contra la heterogeneidad y reclamando la armonización. Vivir para ver.

Los gastos fiscales, al menos en España, se han convertido en la carcoma del sistema tributario, de manera que algunos gravámenes esenciales han quedado casi vacíos de contenido. Es lo que ha ocurrido con el impuesto de sociedades, cuya recaudación ha disminuido sustancialmente y el tipo efectivo de algunas empresas se ha reducido de forma escandalosa. Tan es así que el Gobierno ha fijado un tipo mínimo del 15%, aunque calculado sobre la base imponible, con lo que pretende conseguir que la carga fiscal ascienda por lo menos a un nivel que no sea indecoroso. Bien es verdad que el método empleado es un tanto chapucero y muy poco ortodoxo. Lo lógico sería que se eliminase la causa que origina la separación entre el tipo efectivo y el nominal, es decir, que se redujesen los gastos fiscales.

Sería de desear que esa seudocomisión de expertos nombrados por la Ministra de Hacienda a mayor gloria del sanchismo tuviese en cuenta que podar los diferentes impuestos de gastos fiscales representaría uno de los procedimientos más adecuados para incrementar la suficiencia y progresividad del sistema fiscal, al tiempo que se simplificarían de forma real y no ficticia los impuestos. Se acrecentaría, además, la transparencia, y se acercaría los tipos efectivos a los nominales. Se destruiría así cierta demagogia que tiende a magnificar el nivel de la imposición, en especial para ciertas rentas que logran a través de deducciones y exenciones un gravamen mucho menor que el que indican los tipos nominales.

republica.com 20-1-2022