Hace quince días terminaba mi artículo semanal haciendo referencia a la inflación y a cómo esta se ha disparado en los últimos meses, y sobre todo -y esto es lo más peligroso- a la diferencia que se está produciendo frente a otros países europeos. En marzo, según Eurostat, el índice de precios armonizados en España fue del 9,8%, 2,3 puntos por encima de la media europea. Solo Lituania, Estonia, Letonia y los Países Bajos han acusado una tasa de inflación superior. Sin embargo, países como Francia, Italia, Portugal, Alemania, etc., que son los más significativos para España, presentan subidas de precios bastante más reducidas que la de nuestro país.
Si nos remontamos en el tiempo comprobaremos que ha habido una constante en la economía española, la inflación ha venido siendo superior a la de otros países. La devaluación de la moneda ha tenido que ser frecuente. Era la forma de retornar a una situación de equilibrio en el comercio exterior, que había quedado dañado por la pérdida de competitividad al encarecerse los productos nacionales frente a los extranjeros. Bien es verdad que durante toda la etapa franquista e incluso posteriormente hasta 1986, fecha en la que entramos en la Unión Europea, el Gobierno contaba con la ayuda de medidas proteccionistas, capacidad de poner contingentes y aranceles a las importaciones y subvenciones, y bonificaciones a las exportaciones.
Para un país, mantener un diferencial de inflación con otros países competidores es siempre un problema, pero este se va agudizando a medida que el Gobierno pierde mecanismos de ajuste. En régimen de libre cambio las dificultades aumentan. A su vez, en un sistema de tipos de cambio fijo, el hecho de que el Ejecutivo cuente con medidas de control de cambios no le libra de la devaluación de la moneda, pero sí podrá retrasarla hasta el momento que considere más oportuno. La cosa cambia si hay libre circulación de capitales. En el extremo se sitúa la pertenencia a una unión monetaria, situación en la que no cabe la devaluación de la moneda. En este caso la diferencia en la tasa de inflación, y la consiguiente pérdida de competitividad, introduce a la economía en una encrucijada escabrosa, de difícil salida y en todo caso con resultados sociales muy negativos.
Es curiosa la postura de los políticos españoles. La gran mayoría estuvieron a favor en su día de la Unión Monetaria, y continúan defendiéndola, pero después pretende actuar como si no existiese y no quieren ver que pertenecer a ella modifica sustancialmente determinadas situaciones o problemas, y sobre todo las posibles soluciones. El dato de inflación de marzo es en sí mismo malo, pero su gravedad se hace mucho mayor al ser bastante superior que el de nuestros posibles competidores y además estar en la Moneda Única.
Es cierto que la diferencia de precios entre los Estados hasta estos momentos no es grande, pero no es menos cierto que, teniendo su origen en una misma causa, la subida del coste de la energía, no hay ninguna razón para estas divergencias. Es más, considerando que la dependencia energética de España con Rusia es de las menores, no tendría por qué ser el país más castigado. Las señales de alarma deberían haber sonado ya, y con fuerza. Sin embargo, no ha sido así, ni el Gobierno parece darle demasiada importancia. Por eso quizás sea muy conveniente echar la vista atrás y analizar las dos últimas ocasiones en que el diferencial de inflación fue lo suficientemente grande como para crear graves dificultades a la economía española.
La primera de estas dos veces sucedió al principio de los años noventa. Aún no existía el euro, pero los países se disponían a crearlo. Entre los criterios de convergencia establecidos por el Tratado de Maastricht y que tenían como finalidad esta preparación, se encontraba mantener fijo el tipo de cambio dentro del Sistema Monetario Europeo (SME), con una pequeña fluctuación del 2,5% hacia arriba y hacia abajo. En el fondo era un ensayo de la futura Unión Monetaria. Es bien conocido cómo el ensayo terminó en un fracaso estrepitoso. Después de un tiempo, la divergencia en la evolución de los precios en los distintos Estados originó que los tipos de cambio reales no coincidiesen con los nominales, lo que lanzó a los mercados a especular contra algunas de las divisas, especulación que ni todos los países juntos lograron sofocar. De manera que se vieron en la obligación de ampliar las bandas de fluctuación al +-10%, lo que era dejar las monedas casi en libre flotación en la práctica.
España se integró en el SME en 1989, al mismo tiempo que se adoptaba la libre circulación de capitales. Hubo quienes mantuvieron que nos incorporamos a un tipo de cambio más alto que el que correspondía. El caso es que, en 1992, cuando estallaron las turbulencias y los ataques de los mercados, la economía española se encontraba en una situación particularmente crítica. La cotización en marcos de la peseta era la misma que en 1987. Pero desde ese año los precios habían crecido en España 22 puntos más que en Alemania, es decir, el país había perdido competitividad vía precios en un 22%. Esa menor competitividad se trasladó de inmediato a la balanza de pagos. El déficit por cuenta corriente ascendió al 3,7%, lo suficientemente alto para que los inversores pensasen que el tipo de cambio de la peseta no era el adecuado, forzando cuatro devaluaciones, tres con Solchaga y una con Solbes (de 1992 a 1995).
Hay quien se preguntará por qué cuatro devaluaciones. La respuesta es sencilla, pero un poco indignante. La razón se encuentra en la cerrazón de un gobierno empeñado en tener un tipo de cambio más alto del que le correspondía y en pretender forzar a los mercados a aceptarlo. Estos no se conformaron hasta que creyeron que la cotización de la peseta era la apropiada. Al final se logró el equilibrio y la economía remontó la crisis, pero eso no significa que no quedase huella. La pérdida de competitividad durante estos años provocó un alto coste en la actividad económica. Aun cuando la competitividad se recobró por las cuatro devaluaciones, el daño estructural estaba hecho y habría de arrastrarse hacia el futuro.
Las cuatro devaluaciones, no obstante, crearon el equilibrio necesario para que Aznar se adentrase en un periodo de bonanza que sirvió de pórtico a nuestro ingreso en la Unión Monetaria en 1999. Durante los años que siguieron, tanto Aznar como Zapatero se vanagloriaron de la buena marcha de la economía, pero era una falsa prosperidad basada en el desequilibrio y en el crédito. En 2008 apareció su verdadera faz. Desde la constitución de la Unión Monetaria en 1999 hasta el 2008 los precios se incrementaron en la Eurozona un 22%, pero en los distintos países miembros siguieron una tendencia desigual. Mientras que en Alemania crecían un 17,42%, en España, Grecia, Irlanda y Portugal lo hicieron en un 34,28%, 35,55%, 35,72%, 30,33%, respectivamente. Era la trastienda de la crisis en Europa.
Concretamente, los precios de los productos españoles se encarecieron con respecto a los alemanes en un 17%, con la consiguiente pérdida de competitividad, y el incremento del déficit en el sector exterior. Este fue aumentando a lo largo de todos esos años hasta que en 2007 se produce un máximo, la balanza por cuenta corriente alcanzó un saldo negativo del 9,8%, cuyo correlato fue un fuerte endeudamiento en el extranjero. El crecimiento en este periodo fue en buena parte a crédito. Los acreedores extranjeros concedieron los préstamos hasta extremos poco prudentes basándose en que la moneda era la misma y por lo tanto no existía riesgo de cambio.
Como ocurre siempre en estos casos, todo resulta muy bonito hasta que estalla, surge el miedo, el capital huye y todos pretenden recuperar los préstamos, la crisis aparece y la economía se hunde. Pero en esta ocasión, a diferencia del año 1992, no fue posible recurrir a la devaluación de la moneda, ya que estábamos en la Unión Monetaria. La salida se hizo mucho más difícil. El problema no fue exclusivo de España; de hecho, países como Portugal, Grecia e Italia, de una manera u otra, sufrieron parecidos apuros.
No es preciso relatar las dificultades de todo tipo que todos estos países tuvieron que padecer. Son de sobra conocidas. La economía española, en concreto, para remontar la crisis, corregir los altos niveles de desempleo y recobrar la perdida de la competitividad, al no poder devaluar se vio sometida a una depreciación interna de precios y salarios con muy graves costes laborales y sociales. Cinco o seis años duró el ajuste hasta que la economía comenzó a recobrarse. De hecho, aún la recuperación no era completa cuando tuvimos que enfrentarnos con la crisis de la pandemia, crisis que no tiene nada que ver con las dos anteriores. Su causa no es económica, sino sanitaria, con sus consecuentes decisiones administrativas.
La crisis del 2008 pasó, pero eso no quiere decir que no dejase su huella y sus efectos negativos. Concretamente, el alto nivel de endeudamiento público. En el 2007 el sector público tuvo un superávit del 1,9%, y el stock de deuda pública alcanzaba un moderado 36% del PIB. Si el enorme crecimiento de la deuda en manos extranjeras estuvo en el origen de la crisis, no fue la pública, sino el endeudamiento privado, a pesar de que nadie le hubiese hablado de él a Zapatero, de lo que se quejó amargamente con posteridad. Durante la crisis, el sector público se vio en la tesitura de tener que asumir parte de ese endeudamiento privado insolvente, con lo que al final de la recesión el stock de deuda pública superó el 90% del PIB. No solo es esta carga la que se ha trasladado al futuro, sino que las dos crisis citadas, las de 1992 y 2007, han tenido mucho que ver en la configuración de nuestro actual sistema productivo, en nuestra tasa crónica de mayor desempleo y en la baja productividad actual.
Las equivocaciones pueden cometerse, pero repetirlas resulta mucho menos disculpable. Los últimos treinta años nos han enseñado las negativas consecuencias, cercanas a la catástrofe que tiene para nuestra economía dentro de la Unión Monetaria mantener un importante diferencial de inflación con otros países europeos. No sé si la sociedad española podría soportar otra crisis como la del 2007, tanto más cuanto que nos sorprendería en condiciones mucho peores que las de entonces. Una deuda pública que es del 123% del PIB, en lugar del 36%, y que deja un sector público agónico para cualquier alegría, una productividad negativa, una tasa de paro mucho mayor que entonces y un balance del BCE suficientemente engordado, para que se despierten las presiones de los halcones del Norte. En fin, alguien, ahora, tendría que gritar: “La inflación, estúpidos, la inflación”.
republica.com 21-4-2022