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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

CORONAVIRUS: EL ESTADO ESTÁ DESNUDO

AUTONOMÍAS Posted on Lun, abril 13, 2020 21:38:29

La del coronavirus, como toda crisis, dejará tras de sí secuelas y también enseñanzas. Pondrá al descubierto facetas de la realidad que quizás intuíamos, pero que no teníamos valor para confesarnos. Una está ya emergiendo. El Estado está desnudo. Nos estamos quedando sin Estado, se nos va de las manos. En los momentos de crisis es cuando se pone a prueba el músculo de la sociedad, de esa sociedad organizada políticamente que es el Estado. Ya en 2008 intuimos que este fallaba y era incapaz de dar solución a muchos de los problemas que se presentaban. Desde entonces, los indicios de su anemia se vienen repitiendo y esta crisis nos los está confirmando.

Habrá quien diga que lo que hace aguas no es el Estado, sino el Gobierno, los políticos. Acudir a los defectos de los políticos para explicar las cosas que van mal es siempre socorrido. El Gobierno de Zapatero en 2008 dejó muy claro que no era el más indicado para enfrentar aquella crisis, ni por supuesto el de Sánchez lo es para afrontar la de ahora. Todos los días lo comprobamos. Pero ahí no acaba todo.

Montesquieu, al describir su sistema político, lo justificaba de la siguiente manera: No se puede confiar en que los gobernantes sean buenos; si lo son mejor, qué mejor. Pero es preciso construir un sistema en el que los poderes públicos se controlen mutuamente, de modo que, aunque quieran, no puedan apartarse de las reglas y de la ley. Creo que esta aseveración continua siendo perfectamente válida en nuestros días. Nos quedaríamos en la superficie si detrás de la ineptitud de los respectivos gobiernos no vislumbrásemos un problema de mayor calado. Es más, ¿el mismo hecho de que personas tan incompetentes y mediocres hayan llegado a la cima del poder no se debe en parte a las profundas brechas que presenta nuestra organización política? En el caso del actual Gobierno la respuesta resulta incuestionable. Solo hay que examinar todos los factores que han hecho posible que Pedro Sánchez ocupe la Moncloa.

El tema es de suma envergadura y también de enorme gravedad. Se enmarca en un proceso en el que el Estado ha ido perdiendo competencias por arriba hacia la Unión Europea y por abajo hacia los entes territoriales, y en ambos casos las cesiones no han sido satisfactorias; los resultados, nefastos. Hemos ido destruyendo el Estado sin que nada ni nadie fuese capaz de sustituirlo. Ahora bien, un problema tan complejo no se puede abarcar en un artículo de un diario, por mucha amplitud que tuviese. Me limitaré por tanto a resaltar, y de forma somera, algunos hechos que se han puesto de manifiesto en esta crisis, de los que muy posiblemente casi todos nos hayamos percatado.

Las sociedades cuando atraviesan por situaciones críticas, como en las guerras, para ganar en eficacia no tienen más remedio que prescindir de grados de libertad y configurarse políticamente alrededor de un mando único y fuerte. Nuestra Constitución, a pesar de los defectos que acumula en lo tocante al ámbito territorial, reconoce tres estados de anormalidad política, estado de alarma, de excepción y de sitio, en los que los ciudadanos pierden progresivamente algunos de sus derechos y los órganos territoriales se ven forzados a devolver al gobierno central parte de sus competencias.

En los momentos actuales, todo el mundo habla de que estamos en una guerra e incluso se emplea continuamente un lenguaje bélico, por lo que no tiene nada de extraña la declaración, al menos del estado de alarma, y que el gobierno central haya asumido el control y la dirección en todo lo referente a la crisis. Es más, a la vista de lo que ha ocurrido después, no hay demasiadas dudas de que la declaración se pospuso indebidamente. Se estuvo mareando la perdiz con la coordinación, el buen talante y lo bien que se llevaban todos, gobierno central y autonómicos, pero, por lo que se ve, tal comportamiento resulto totalmente ineficaz.

El estado de alarma debería haberse declarado mucho antes, porque una crisis como esta no se podía gestionar desde 17 Comunidades Autónomas cada una de ellas actuando por su cuenta. Ello no quiere decir que hubiese habido que adelantar también el confinamiento, al menos con idéntico rigor con el que se ha establecido. Si se han unido ambas realidades es porque la primera se decretó con mucho retraso. Lo normal es que con anterioridad al aislamiento se hubieran planificado todas las actuaciones de forma centralizada y se hubiese efectuado el aprovisionamiento de todo el material y de los equipos que previsiblemente se iban a necesitar. Desde luego, la situación que se avecinaba no era para que cada administración actuase por su cuenta.

Poca duda cabe de que el motivo del retraso hay que buscarlo en la pretensión del Gobierno de no enemistarse con sus socios, los secesionistas catalanes y vascos. No obstante, a pesar de la dilación, reaccionaron indignados afirmando que se trataba de un 155 encubierto. Pero, mirando una vez más al fondo de la cuestión y prescindiendo de la bondad o maldad de los políticos, la causa última se encuentra en la debilidad de un Estado que permite que su Gobierno pueda deber la investidura y el mantenerse en el poder a un partido que está claramente a favor de dar un golpe contra el propio Estado.

En la moción de censura de 2018, Aitor Esteban inició su intervención mofándose del gran Estado español cuyo Gobierno estaba pendiente de los cinco diputados del PNV. El comentario era tremendamente humillante, pero cierto. Y no solo era respecto de los cinco diputados del PNV, sino también de los diputados del PDC y de los de Esquerra, que acababan de sublevarse en Cataluña. Además, esta situación insólita se volvió a repetir en enero de este año cuando Pedro Sánchez fue elegido presidente del gobierno con los votos de los independentistas y los golpistas. Habrá quien afirme que la responsabilidad es de Pedro Sánchez, que ha aceptado gobernar de esa manera. No diré que no, sin duda su culpabilidad es grande. Pero retornando a lo que se decía al principio del artículo sobre Montesquieu, el origen hay que situarlo en la indigencia política de un Estado cuya estructura legal lo permite.

Tal vez el descubrimiento más relevante, pero también el más lamentable, se haya producido después de decretar el estado de alarma, pues al anunciar que se centralizaba todo el poder en el Gobierno, y más concretamente en el Ministerio de Sanidad, nos hemos quedado absurdamente sorprendidos (absurdamente, porque debíamos de haber sido conscientes de ello antes) al constatar que el Ministerio de Sanidad no existía, que el rey estaba desnudo. Después de transferir Aznar, hace 25 años, toda la sanidad a las Comunidades Autónomas, el Ministerio es un cascarón sin contenido y, lo que es peor, sin instrumentos ni estructura para asumir el papel que en este momento se le asigna. Al mismo tiempo, el ministro de Sanidad, al que se nombra general con mando en plaza, es un profesor de Filosofía del PSC, amigo de ICETA, al que se había colocado en ese ministerio sin competencias únicamente para que estuviese en el Gobierno y pudiese participar en la famosa mesa de diálogo con la Generalitat.

Los errores, las ineptitudes, los fallos, se han multiplicado por doquier, sobre todo en algo tan básico y al mismo tiempo tan necesario como la adquisición y el aprovisionamiento del material sanitario. Se han sucedido anécdotas propias de un vodevil, pero que se convertían inmediatamente en trágicas por los desenlaces lúgubres o las situaciones dramáticas que las rodean. Cuando pase todo y se haga balance, se conocerá en qué grado de desconcierto nos hemos movido.

Al final, el resultado ha sido que en gran medida cada Comunidad ha debido apañarse por sí misma, lo que nos puede dar idea de las consecuencias. Diecisiete pequeñas Comunidades (en este orden todas son pequeñas) compitiendo incluso entre sí y contra su propio Gobierno en un mercado totalmente tensionado, en el que también participan las primeras potencias mundiales. Además, se ha perdido un tiempo precioso porque el mercado se va enrareciendo cada vez más, especialmente ahora que entra en liza EE. UU.

La carencia de medios, de estructura y de experiencia práctica en el Ministerio ha forzado a que cada Comunidad haga la guerra por su cuenta, no solo en materia de aprovisionamiento, sino en casi todos los aspectos, creándose una situación un poco caótica. Incluso hemos escuchado al ministro de Sanidad pedir la solidaridad de unas Comunidades respecto a otras, en lugar de usar la autoridad y el mando único del que estaba investido para distribuir adecuadamente el material.

No deja de ser significativo que haya sido el ejército la institución que se ha comportado sin fisuras, vertebrando todo el territorio nacional, dando una inmensa sensación de eficacia, y no es por casualidad que, como es sabido, esta área estatal haya permanecido al margen de cualquier transferencia a las Comunidades Autónomas. Incluso el mismo Torra, después de que en un principio la Generalitat hubiera rechazado con petulancia y desdén la colaboración del ejército, se ha tragado su orgullo y le ha tenido que pedir ayuda para desinfectar todas las residencias de mayores en Cataluña. ¿Qué dice ahora ese portento de alcaldesa que hay en Barcelona, cuando hará unos dos años, al acercarse unos militares a saludarla cortésmente, les espetó con su mala educación que no eran bien venidos?

El hecho de que en esta crisis destaque el buen papel que está haciendo el ejército nos remite a otra crisis, la del golpe de Estado perpetrado en Cataluña, y a otra institución, la de la justicia, que hoy por hoy tampoco está transferida a las Autonomías. En esa crisis también se mostraron las profundas carencias y goteras de nuestro Estado, creándose las situaciones más esperpénticas. Continúan gobernando en Cataluña los mismos partidos que emplearon el enorme poder que les concedía el control de la Generalitat para dar un golpe de Estado del que no se retractan. Todo lo contrario, afirman rotundamente que volverán a intentarlo. Y si no lo hacen, es precisamente por miedo a la justicia.

No es el diálogo de Sánchez el que tiene paralizados sus propósitos, sino el Tribunal Supremo. Incluso en plena pandemia cuando desde la Generalitat una vez más se pretende dar un trato privilegiado a los golpistas permitiéndoles pasar el confinamiento en sus casas, la simple advertencia del alto tribunal ha frenado en seco sus intenciones. Podríamos preguntarnos qué hubiera pasado con el golpe de Estado en Cataluña si la competencia de justicia, al igual que la de prisiones, estuviese transferida, según llevan reclaman los independentistas.

Desde las instancias sanchistas, para disculpar la nefasta gestión que está haciendo el Gobierno, sitúan el origen de los problemas en los supuestos recortes de Rajoy. No seré yo el que niegue la insuficiencia del gasto en sanidad. Solo hay que constatar las largas listas de espera, en mayor o menor medida, en todos los hospitales y Autonomías, pero esta limitación presupuestaria no es privativa de la sanidad, sino que afecta a la mayoría de los capítulos del gasto. No podría ser de otra manera cuando en España, la presión fiscal es seis puntos inferior a la media europea e inferior en cinco puntos el porcentaje del gasto público sobre el PIB.

El reducido tamaño del sector público, dividido además en diecisiete Comunidades Autónomas, es una señal más de la precariedad de nuestro Estado. Pero estas carencias se remontan bastante más allá del Gobierno de Rajoy. Hunden sus raíces al menos en la firma del Tratado de Maastricht, en los criterios de convergencia y en la política de austeridad implantada en toda la Unión Europea. Ciertamente la crisis del 2008 y la pertenencia a la Unión Monetaria obligaron a precarizar aun más el sector público. Pero la culpa no fue en exclusiva de Rajoy, ni siquiera le corresponde la mayor parte. En 2011 la diferencia de presión fiscal con la media europea era de ocho puntos. Mayor responsabilidad tuvieron Aznar y Zapatero, en cuyos gobiernos hay que situar el origen. En economía, los efectos se dilatan mucho respecto a las causas.

Pero acudamos una vez más a Montesquieu y, prescindiendo de los respectivos gobiernos, hemos de considerar que el origen último de esta depauperación de nuestro Estado se encuentra en el hecho de haber renunciado a múltiples competencias (principalmente el control de nuestra moneda) para entregarlas a instituciones con profundos déficits democráticos y carentes de toda visión social y de cohesión al menos entre regiones. Algo de esto he tratado en el artículo de la semana anterior y más profusamente en mi libro “Contra el euro”, en Editorial Península. En cualquier caso, esta problemática supera con mucho el alcance de este artículo. Si me he referido a ella es porque sus consecuencias se están haciendo presentes también en la crisis actual y se harán aun más visibles en la recesión económica que se avecina.

republica.com 10-4-2020



EL CORONAVIRUS: LA UNIÓN EUROPEA ENSEÑA DE NUEVO SUS VERGÜENZAS

EUROPA Posted on Mié, abril 08, 2020 21:24:14

El pasado 26 de marzo se cumplieron 25 años del Tratado de Schengen, por el que la mayoría de los países de la Unión Europea se comprometían a eliminar los controles para la circulación de ciudadanos en las fronteras interiores. Curiosamente, el mismo día, 26 de marzo pasado, se celebraba por videoconferencia el Consejo de jefes de Estado y de Gobierno de la Unión para discutir y aprobar las medidas necesarias para enfrentarse a la crisis del coronavirus.

La coincidencia es significativa y en cierta medida irónica, puesto que la reunión se llevaba a cabo unos cuantos días después de que los dos socios principales de la Unión, Alemania y Francia, tras haber aparecido los primeros signos de la epidemia, prohibiesen en sus países la exportación de todo el material sanitario preciso para combatirla, sin que importase lo más mínimo lo del mercado único y el libre comercio. Con el mismo espíritu comunitario, más de doce de los países representados en la videoconferencia, entre ellos España, se habían apresurado a cerrar por propia iniciativa sus fronteras, sin que mediase ningún acuerdo colectivo. La Comisión se ha tenido que quejar amargamente de lo bien que había funcionado la acción conjunta, en un sálvese el que pueda, y de cómo esta actitud anárquica e individualista estaba dificultando gravemente el transporte intercomunitario, incluso el de material sanitario.

Estos prolegómenos no presagiaban nada bueno acerca de los resultados de la videoconferencia, tanto más cuanto que venía precedida también de un estrepitoso fracaso del Eurogrupo que, reunido días antes, había cerrado su deliberación sin acuerdo y dejando cualquier decisión en manos del Consejo de jefes de Estado y de Gobierno. Echó balones fuera. El Consejo, a su vez, ha hecho lo mismo, no llegar a compromiso alguno y despejar la pelota hacia los ministros de Finanzas, emplazándoles a que dentro de quince días presenten las medidas adecuadas. Todo esto es un juego de niños, o más bien de trileros, en el que no se sabe muy bien si se engañan ellos mismos o si intentan engañar a los demás.

Desde que en noviembre de 1993 se firmó el tratado de Maastricht y se diseñó lo que sería la Moneda Única, se ha venido escuchando la misma monserga. Frente a las críticas de los que afirmábamos que era una monstruosidad económica y social construir una unión monetaria sin integración fiscal y presupuestaria, objetaban que todo llegaría, que lo importante era ir dando pasos, pero los pasos no han existido y de darse algunos han sido siempre en la misma dirección. En integración fiscal y presupuestaria no se ha avanzado nada, todo lo contrario. Actualmente, el presupuesto comunitario asciende al 1,2% del PIB, inferior al porcentaje de entonces (1,24%) que, como no podía ser de otra manera, en aquel momento considerábamos ridículo, y nos aseguraban que poco a poco se incrementaría. La ampliación de la UE a los países del Este ha liquidado cualquier esperanza de progreso en este sentido y despejado toda duda acerca de que pudieran potenciarse los mecanismos redistributivos totalmente necesarios en una unión monetaria.

A lo largo de todos estos años, incluso antes de que naciese el euro (por ejemplo, con el Sistema Monetario Europeo), han ido aflorando las fuertes contradicciones del proyecto y las subsiguientes crisis a las que ha dado lugar. A todas ellas se les ha dado respuesta a base de parches, con lo que las desigualdades entre países se han agudizado y los desequilibrios permanecen. En esta ocasión, Europa se enfrenta a la crisis del coronavirus sin haber solucionado las secuelas de la recesión anterior de 2008, y con la división abierta entre Norte y Sur. Los países acreedores no solo continúan negándose a establecer cualquier instrumento que tenga una función redistributiva y compense las desigualdades y desequilibrios creados por la Unión Monetaria, sino que también rechazan cualquier forma de mutualización del riesgo.

Con motivo de la actual crisis y con anterioridad al citado día 26 de marzo, nueve de los 27 países de la Eurozona: Francia, Italia, España, Bélgica, Portugal, Grecia, Irlanda, Eslovenia y Luxemburgo, remitieron una carta al presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, en la que retomaban un viejo proyecto nunca llevado a cabo y al que Alemania siempre se había opuesto, el de los eurobonos, bautizados ahora como coronabonos. Los firmantes aportan el 57% del PIB de la Eurozona. Constituyen, por tanto, una mayoría lo suficientemente representativa para ser tenida en cuenta. La Unión Monetaria, sin embargo, se implantó según las solas conveniencias de Alemania y sus adláteres. Todos los acuerdos tienen que ser tomados por unanimidad, con lo que resulta muy difícil, casi imposible, introducir cualquier modificación de lo pactado en el inicio, que resulta ser radicalmente insuficiente para conseguir que las diferencias entre países no se incrementen. Los intereses de los países del Norte se encuentran suficientemente blindados.

Una vez más, como era de esperar, se han opuesto radicalmente a los eurobonos. En esta ocasión, el Norte cuenta con un refuerzo de envergadura, Mark Rutte, primer ministro de Holanda y un fanático, extraña mezcla de liberal y furioso nacionalista, que en estas materias actúa como perro de presa de la Merkel y se coloca al frente de los halcones. “No puedo imaginar –ha dicho- ninguna circunstancia en la que Holanda aceptaría los eurobonos. El motivo es que es algo que va contra el diseño de la Unión Monetaria y del propio euro. Y nosotros no somos los únicos: muchos países están contra los eurobonos».

La oposición de Alemania, aunque planteada quizás con menos agresividad, no es menor. Su ministro de Economía ha calificado al proyecto de zombi, y parece ser que la canciller comunicó esta misma idea al primer ministro italiano, Conte, en un intento de convencerle para que aceptase el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE). “Si lo que estás esperando son lo coronavirus, no van a llegar nunca. Mi Parlamento no lo aceptaría. Estáis generando expectativas que no se van a cumplir”. Desde luego, entre las expectativas que no se van a cumplir está también el Plan Marshall pregonado por Sánchez, que más que un plan parece el sueño de una noche de verano. Si Alemania, Holanda, Austria, Finlandia, etc., están en contra de cualquier mutualización del riesgo, con más motivo lo estarán de todo aquello que suponga transferencias de recursos a fondo perdido como el seguro del desempleo comunitario que plantea Pedro Sánchez.

En cierto modo, en la videoconferencia del día 26 se repitió la escena de 2012, en la que Monti y Rajoy, secundados por Hollande, amenazaron con vetar la resolución del Consejo si la Unión Europea no absorbía el coste de las crisis de las entidades financieras. Merkel no tuvo más remedio que recular y aceptar, aunque echando balones hacia delante de manera que se descafeinase la propuesta. Surgió así la Unión Bancaria. Monti, Rajoy y Hollande han desaparecido y ya hemos visto a lo que ha quedado reducida hasta ahora la Unión Bancaria. Ni siquiera se ha mutualizado el fondo de garantía de depósitos. Bueno, en cualquier caso, Conte no es Monti, Sánchez no es Rajoy, y Macron, aparte de no ser Hollande, en esta ocasión parece que ni está ni se le espera. Y, además, entonces no estaba al frente de Holanda un hooligan como Rutte. Así que me temo que ahora, ni siquiera aparentemente, los países del Norte van a ceder ni un ápice.

Lo más que pueden esperar España e Italia es el recurso al MEDE, y eso tan solo después de haber agotado todas las posibilidades para financiarse por sus propios medios. Sin embargo, el primer ministro italiano no quiere ni oír hablar de ello, por las resonancias que guarda con los rescates de la pasada crisis y con las condiciones draconianas que se impusieron a los países que se decía rescatar. Sánchez está más dispuesto a aceptarlos, con tal de que los préstamos se concedan sin condiciones, pero esto no parece adecuarse a las exigencias de Rutte. El MEDE es el MEDE, ha manifestado, tal como está en las normas y no hay por qué cambiarlas.

El ministro de economía holandés criticó a España y al resto de los países del Sur por no haber aprovechado estos últimos años de crecimiento para ordenar las finanzas públicas. Con ello indicó de forma clara su mentalidad calvinista y puritana que mide todo en términos de culpa-penitencia. Si los países del Sur tienen dificultades es por haber actuado indebidamente. La hormiga y la cigarra. Que no vengan ahora las cigarras a pedirnos dinero. Es la misma postura que los independentistas catalanes mantienen con el resto de España.

Lo más preocupante, sin embargo, es que este discurso termina por calar en una parte de la opinión pública española y no es infrecuente encontrar en la prensa, artículos y reportajes que se muestran comprensivos para con los motivos de las naciones acreedoras, y atribuyen el problema al dispendio de las deudoras. Es más, parece que las propias autoridades de los Estados del Sur, para defender sus peticiones actuales, afirman que en la crisis del coronavirus no hay culpables, con lo que implícitamente están aceptando que sí los hubo en 2008, y que estos se concretaban en los despilfarros de los países del Sur.

Centrándonos en España. Culpables ciertamente los hubo, pero por parte de todos. Culpables fueron los banqueros españoles que dieron créditos a quienes no podían pagarlos y los clientes que no calcularon bien su solvencia y la viabilidad de la devolución. Por supuesto, el Gobierno y el Banco de España que no hicieron nada para impedirlo. Pero también fueron culpables los banqueros de los países acreedores que concedían créditos sin límite a las entidades financieras españolas sin calcular el riesgo, las autoridades de esos países que fallaron en la supervisión, al igual que las instituciones europeas que no dijeron nada de los desequilibrios que se iban generando hasta que estos explotaron. Pero, sobre todo, la culpabilidad hay que hacerla recaer en el diseño y en los parámetros con los que se creó la Unión Monetaria. Ni las entidades financieras españolas se hubieran endeudado hasta ese límite ni las extranjeras hubieran concedido préstamos por esa cuantía, en caso de tener cada Estado su propia moneda y de existir, por tanto, riesgo de cambio.

El problema radica en que, a pesar de ser todos culpables, el coste de la crisis recayó exclusivamente en los erarios de los países del Sur, que tuvieron que rescatar a sus bancos, aun cuando en último término estaban rescatando también a los bancos del Norte que eran acreedores de los nacionales. En 2008 el stock de deuda pública en España ascendía al 39,7% del PIB, mientras que en Alemania y Holanda se elevaba al 65,5% y 54,75 respectivamente. En 2019, por el contrario, el saldo de España alcanza el 96,7%, en contraste con el de Alemania que es del 59,2% y el de Holanda que es del 48,9%. El brutal incremento del endeudamiento público español no se debe en absoluto a los dispendios de nuestra Administración, ni la reducción del stock de deuda pública de Alemania y de Holanda se debe a su correcta política fiscal, sino a la existencia de una unión monetaria que, en ausencia de compensación fiscal y presupuestaria, castiga duramente a los países deudores y beneficia a los acreedores.

Cuando el halcón holandés reprocha a España no haber realizado ningún ajuste en sus finanzas públicas, habría que recordarle que en 2007 el sector público de nuestro país presentaba un superávit del 1,9% y que, si en el 2009 este saldo positivo se había transformado en un déficit del 11,3%, no se debió a los dispendios de nuestras administraciones, sino a la crisis y a la existencia del euro. En los años siguientes, España, al igual que otras naciones del Sur, se sometió a un ajuste durísimo, reduciendo intensamente este saldo negativo del 11,3% al 2% actual, y lo que aun fue más doloroso, pero también más necesario, la devaluación interior que tuvo que aplicarse para conseguir que el saldo de la balanza de pagos por cuenta corriente pasase de un déficit del 9,4% en 2007 a un superávit del 2,4% en 2019.

Muy al contrario, Alemania y Holanda, después de la crisis de 2008, no han hecho el menor esfuerzo para corregir su desmedido superávit en la balanza por cuenta corriente, que en la actualidad asciende al 7% y al 9%, respectivamente. Lo que generó los problemas financieros y la crisis de 2008 fueron los desequilibrios exteriores de ambos signos (véase mi libro “La trastienda de la crisis”, en editorial Península). No hay déficit sin superávit, y viceversa. Y tan responsables son los países acreedores como los deudores. Es evidente que la Unión Monetaria tal como está configurada incrementa las desigualdades. Genera empleo en el Norte a costa de destruir puestos de trabajo en el Sur. Esto es lo que en cierta forma indican los saldos positivos y negativos en los sectores exteriores. En la actualidad la tasa de desempleo en Alemania y Holanda se sitúa en el 3,2 y 3,5%, respectivamente, mientras que España aún se mantiene en el 13,9% después de alcanzar el 24,8% en 2012.

El primer ministro holandés, para ensalzar la utilidad de los programas del MEDE, recordó la según él exitosa experiencia de países como Portugal, Irlanda o España. Exitosa es posible que sí, pero ¿a qué precio? Ni las sociedades de estos países ni por supuesto la de Grecia, ni incluso las de Italia o de Francia (que está para pocas bromas con los chalecos amarillos), van a estar dispuestas a soportar ajustes del calado de los que se aplicaron entonces. Es casi seguro que, como afirma el ministro alemán de Economía, la creación de los eurobonos sea un muerto viviente, pero Merkel y Rutte deberían preguntarse si la aplicación del MEDE con condiciones, tal como quieren, no es una bomba que puede hacer saltar por los aires la Unión Monetaria.

Una vez más, es el BCE la única institución que emite alguna señal de esperanza. A pesar del estreno un poco desastroso de su presidenta declarando que “no estamos aquí para cerrar diferenciales” (en referencia a las primas de riesgo), lo cierto es que se han movilizado 750.000 millones de euros para poder intervenir en el mercado secundario comprando activos y sin la condición territorial con la que actuaban antes. Es más, ha vuelto a intimidar con el programa de compras ilimitadas de deuda pública (OMT), instrumento que Draghi utilizó para amenazar, pero que nunca uso. De momento, el BCE está conteniendo a los mercados e impidiendo que las primas de riesgo se disparen. ¿Será capaz de conseguirlo cuando los déficits públicos hagan su aparición con toda su crudeza? ¿Le dejarán hacerlo los halcones del Norte?

republica.com 3-4-2020



COVID 19 Y EL MERCADO DEL ALQUILER

ECONOMÍA DEL BIENESTAR Posted on Mié, abril 01, 2020 17:19:22

Múltiples han sido las filtraciones acerca de las disputas y enfrentamientos acaecidos en los Consejos de Ministros de los días 14 y 17 de marzo pasados. Todas coinciden a la hora de señalar cuáles fueron las discrepancias: el papel que Pablo Iglesias pretendía ocupar en el gabinete de crisis y la extensión a los alquileres de las mismas medidas que se van a aplicar a las hipotecas. La controversia por los alquileres parece continuar, y es que da la impresión de que al final a la vicepresidenta Calviño le terminan metiendo todos los goles.

Sorprende la fijación que estos muchachos de Podemos tienen con los alquileres y la manía que profesan a los arrendadores. Acaso se deba a que muchos de ellos o sus parejas se dieron a conocer y comenzaron su carrera política obstaculizando los desahucios. Se podría entender quizás su animadversión a los bancos, aunque incluso en este caso habría que basar el hecho en la ignorancia. Muchas veces, cuando se emprenden acciones contra las entidades financieras no se daña a los banqueros (consejeros y ejecutivos, que continúan cobrando esos sueldos desproporcionados e insultantes) ni a los accionistas (bien sean grandes o pequeños), sino a los clientes, ya sean deudores (hipotecarios o no) o depositantes. En otra ocasión hablaremos de los bancos y de las demagogias a ellos asociadas. Retornemos ahora a los alquileres. Da la impresión de que se quiere aprovechar la crisis del coronavirus para volver a las obsesiones de siempre y tratar de conseguir lo que hasta ahora no había sido posible.

Hay quienes citan reiteradamente el art. 47 de la Constitución que estipula que “Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada”, y es que, después de atacar con dureza a lo que llaman el régimen del 78, han descubierto la virtualidad social que tiene nuestra carta magna. Algunos veníamos repitiéndolo desde hace muchos años; manteniendo incluso que al ser una de las últimas que se habían redactado era también una de las más completas de Europa en materia social. Solo que, precisamente por eso, llegamos tarde y en aquel momento todos los países iban ya de retirada. Para nosotros esa vía se encontraba casi inédita y no habíamos comenzado a recorrerla. No es la Constitución lo que hay que cambiar, sino las políticas. La gran cuestión, sin embargo, es si con una economía globalizada y con los parámetros que rigen la Unión Europea y la Eurozona determinadas políticas son factibles o, al menos, hasta qué medida.

Por otra parte, por poca idea que se posea de constitucionalismo, es sabido, que el derecho reconocido en el artículo 47 de la Constitución no es exigible ni individual ni directamente ante los tribunales. Su virtualidad radica, al igual que la del resto de los contemplados en el capítulo tercero, en ser principio rector de la política social y económica, y en tener que informar, tal como indica el punto 3 del art. 53 de nuestra Constitución la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos. Pues bien, si no puede ser un derecho exigible ante los tribunales, malamente puede configurarse como una exigencia frente a terceros, mediante la apropiación de la vivienda; bien sea a través de la ocupación por la fuerza, bien manteniendo la posesión sin cumplir los requisitos contractuales acordados.

Son los poderes públicos, los obligados a proporcionar a aquellos españoles que no puedan obtenerla por sus medios, esa vivienda digna y adecuada que determina la Constitución, y a repercutir este coste social entre todos los contribuyentes según su capacidad económica, es decir, mediante impuestos. No parece muy equitativo, más bien una pura lotería,  que tenga que ser el arrendador respectivo quien tenga que asumir la carga social destinada a paliar el deterioro en la posición social o económica de su inquilino. Es como si el médico o el maestro debieran atender gratuitamente y a su costa (y no a la del Estado) a las familias en riesgo de exclusión social, o los tenderos y comerciantes de todo tipo hubieran de suministrar todos sus productos sin contrapartida a las familias socialmente vulnerables.

Por supuesto que individualmente cada uno puede manifestar su solidaridad como estime conveniente. Me parecen bien las caridades, siempre que su práctica sea voluntaria (aunque pienso que a menudo subyace en ellas más trampas de las que se cree). Lo que no es adecuado es imponerlas obligatoriamente; en especial si se debe a la ineptitud de los poderes públicos, que ocultan mediante estas cargas su incapacidad para cumplir los deberes que les imponen la Constitución y las prescripciones del Estado social.

El problema es ciertamente de justicia: distribuir adecuadamente el coste de la política social de forma generalizada en función de la capacidad económica de cada ciudadano. Pero es también una cuestión de eficacia conseguir los objetivos propuestos. Social puede ser el Estado; por el contrario, el mercado no lo es nunca y el resultado puede ser nefasto cuando se pretende hacerlo social a la fuerza. El mercado del alquiler, como cualquier otro, se rige por las leyes de la oferta y la demanda. Si se quieren precios más asequibles y mejores condiciones para los arrendatarios, el camino tiene que ser ampliar la oferta, nunca medidas que puedan restringirla (ver también mis artículos del 20-9-2018 y del 21-3-2019 en este mismo medio).

El mercado español es un mercado muy atomizado. A pesar de la campaña desatada de forma un tanto demagógica en contra de las sociedades de inversión inmobiliaria (las llamadas socimis), su peso en el mercado es muy reducido, escasamente del 2 al 4%. El resto, es decir por encima del 96%, está en manos de pequeños propietarios o familias, la mayoría de clase media, que redondean sus sueldos o pensiones con estos ingresos. Este colectivo se caracteriza por una mentalidad muy conservadora que no quiere riesgo, que en buena medida ha canalizado su inversión al mercado inmobiliario porque lo considera mucho más seguro que el de los activos financieros y cuyos miembros están dispuestos a salirse de él en cuanto vislumbren que el riesgo aumenta.

Una gran parte de ellos consideran que padecen ya indefensión y que se encuentran en una posición de inferioridad frente al arrendatario, que puede impunemente dejar de pagar el alquiler. Su única arma es el desahucio. Desahucio que suele dilatarse en el tiempo y que, cuando al final se logra, el piso suele presentar grandes desperfectos, a lo que hay que añadir a menudo considerables deudas en suministros. Y, desde luego, en raras ocasiones se recuperan las rentas dejadas de ingresar. Campañas como las de estigmatización de los desahucios y la previsible aprobación de medidas a favor de los arrendatarios y en contra de los arrendadores incrementan su intranquilidad y sus dudas acerca de si van a verse inmersos en líos judiciales y en escándalos públicos, que es lo último que desean.

Todas estas políticas y actuaciones encaminadas teóricamente a defender a los inquilinos lo que están provocando o pueden provocar es una reducción de la oferta, con la consiguiente elevación del precio o, lo que es aun peor, que los arrendadores adopten medidas muy selectivas a la hora de alquilar. Se expulsará así del mercado a los más vulnerables (emigrantes, parados y precarios con riesgo de desempleo, familias con hijos pequeños o con ancianos, etc.), precisamente a los que se dice querer proteger. Este colectivo, ante la duda de los posibles arrendadores acerca de si van a poder hacer frente al pago de la renta y la sospecha de que en caso de conflicto va a ser mucho más arduo el desalojo, tendrá enormes dificultades para encontrar quien esté dispuesto a alquilarles el piso. El resultado será el contrario al que se pretendía conseguir. Bien es verdad que al populismo, se denomine de derechas o de izquierdas, no le interesa excesivamente el resultado, sino la demagogia, el electoralismo, el postureo y quizás pasar por progresista.

Desde el Estado social, desde el pensamiento socialdemócrata (pensamiento, no partidos), la estrategia debe ser muy otra. El Estado debe actuar en el mercado, pero sin distorsionar sus leyes y sin provocar, por tanto, el efecto contrario al que se persigue. Se trata de aumentar la oferta de pisos en alquiler, y abaratar de esta manera el precio y mejorar las condiciones. Todas las ayudas públicas deberían concentrarse en el alquiler y no en la compra. Es absurdo que estemos hablando de colectivos vulnerables y en situación de marginación social y pretendamos al mismo tiempo subvencionar la compra de las viviendas.

El sistema de protección pública ha fracasado entre otras cosas por basarlo en la propiedad de la vivienda. Las personas realmente necesitadas no disponen de capacidad económica para adquirir los pisos por subvencionados que estén. Por otra parte, las condiciones económicas y sociales de una persona o de una familia suelen variar a lo largo de su existencia, de manera que la necesidad de ayuda no tiene por qué ser uniforme ni constante. El sistema de protección pública al alquiler tiene la ventaja de ahorrar recursos para poder cubrir muchas más necesidades, e incluso evitar que nadie obtenga pingues ganancias vendiendo el piso cuando su situación social ha cambiado.

En nuestro país se ha venido protegiendo de una manera absurda la propiedad en lugar del alquiler, quizás como herencia del régimen franquista que en su versión populista destruyó el mercado del alquiler congelando el precio. Desde la Transición, la política de apoyo a este derecho social se ha fundamentado básicamente en la deducción fiscal en el IRPF a la adquisición de la primera vivienda, deducción de la que no se benefician precisamente las clases más bajas y que, además, constituye un instrumento generalizado de evasión fiscal. Curiosamente, no se ha escuchado a ninguna de esas voces que se autodenominan progresistas plantear su supresión y canalizar los recursos al mercado del alquiler. La explicación se encuentra posiblemente en que tal medida sería muy poco popular y supondría costes electorales evidentes.

Todo lo anterior, unido tal vez a una política paternalista mal entendida que ha protegido en exceso al arrendatario frente al arrendador, explica que en España el porcentaje de viviendas en alquiler llegue apenas al 22%. Mientras que la media de la Eurozona se sitúa en el 33%; en Francia el 35%; Reino Unido el 36% y Alemania el 48%. Solo los países que provienen del Este -y por lo tanto de un sistema de propiedad diferente- tienen un porcentaje inferior al nuestro. En España el mercado, como se ve, es muy estrecho y en consecuencia cualquier variación en la oferta va a influir de manera significativa en el precio.

Una política socialdemócrata tiene que ser realista. Dada la desigualdad económica actual (otra cosa es que se pretenda corregir de cara al futuro), no todo el mundo puede ser dueño de su vivienda y mucho menos desde los primeros años de su vida laboral. Ni todo el mundo puede alquilar un chalet en Galapagar (lo digo sin ningún reproche) ni un piso de 100 metros en el centro de Madrid. A la hora de diseñar las soluciones habitacionales (como ahora se dice), hay que considerar la capacidad económica de los demandantes del alquiler, tanto más si, como afirma el ministro de la Seguridad Social, queremos basar nuestras pensiones en la llegada de los emigrantes. No entendí en su día por qué la prensa se metió tanto con María Antonia Trujillo cuando siendo ministra planteó su plan de soluciones habitacionales. Jamás he participado de la idea de que cualquier empleo es mejor que ninguno. Sin embargo, es posible que esto aplicado a la vivienda sí sea cierto. Por lo menos de forma provisional, cualquier vivienda es mejor que quedarse en la calle.

Es difícil entender la razón por la que el tema de los alquileres se mezcla en las discusiones acerca de las medidas económicas contra la crisis del Covid 19. La finalidad, desde luego, no puede ser ser suspender los desahucios, porque como es lógico están paralizados forzosamente como tantas otras actuaciones judiciales mientras dure el estado de alarma. Y cuesta creer que los que se llaman progresistas den barra libre para despedir, aunque sea de forma temporal, a todas las empresas (pequeñas, medianas y grandes, multinacionales, del Ibex o del Eurostoxx), y quieran hacer recaer el coste de los despidos al menos parcialmente sobre pequeños propietarios que poseen uno o dos pisos arrendados.

Antes de que una empresa quiebre por supuesto que hay que dejar que regularice su plantilla, poniendo, eso sí, en funcionamiento de forma generalizada el seguro de desempleo. Pero en momentos como estos de grave crisis, ¿hay que permitírselo también a aquellas empresas (grandes o pequeñas) cuyo único perjuicio en caso de no acudir al expediente de regulación de empleo sería obtener unos menores beneficios?

En estos días de aflicción generalizada, los medios de comunicación airean con buenas dosis de moralina las donaciones de ciertas compañías. Quizás sean los años los que me hacen desconfiar del altruismo de las empresas, va contra su propia naturaleza, esa no es su finalidad. Al igual que desconfío del izquierdismo del Gobierno cuando sus miembros hacen homilías en lugar de adoptar medidas. ¿No sería preferible que las empresas hicieran esfuerzos para no hacer recortes de plantilla y el Gobierno, en lugar de preocuparse tanto de los alquileres, luz, agua, etc., autorizase únicamente los expedientes de regulación de empleo de aquellas empresas cuya viabilidad está en peligro de no formalizarse el despido? ¿Dónde ha quedado la derogación tan prometida de la reforma laboral? El Gobierno tendría que preguntarse si el mejor escudo social no es minimizar los despidos y, en los casos en que estos sean imprescindibles, aplicar de forma generosa el seguro de desempleo.

Republica.com 27-3-2020



EL CORONAVIRUS, TORRA Y LAGARDE

GLOBALIZACIÓN Posted on Jue, marzo 26, 2020 00:37:09

Creo que fue San Ignacio quien dijo aquello de que en tiempo de tribulación no hacer mudanza. Pues bien, en tiempos como estos, de epidemia y de histeria generalizada, resulta difícil escribir artículos. Solo hay un tema posible, que domina toda la actualidad. Tratar cualquier otro tiene el peligro de hacernos caer en el ostracismo y en la inoperancia. Ni siquiera Torra logró -a pesar de agitar una y otra vez el cadáver del procés- hacerse un hueco en la actualidad a base de reclamar que se convocara por videoconferencia la mesa de diálogo. Nadie le hizo caso. Tan es así que se avino a participar en la reunión de presidentes de Comunidades Autónomas, lo cual es insólito y quizás expresivo de que en Cataluña los virus son los únicos que no tienen hechos diferenciales.

A pesar de todo, el presidente de la Generalitat no podía soportar pasar desapercibido. Es por ello por lo que se vio obligado a tirar por elevación y, en cuanto supo que el presidente del Gobierno iba a comunicar el estado de alarma en toda España, le faltó tiempo para decretar la confinación de Cataluña. Torra consiguió su sueño, al menos por un día; eso sí, verbalmente, flatus vocis, puro postureo: la independencia de Cataluña. Confinarla, aislada de los malvados españoles, y se supone que también del resto del mundo. De pronto reparó en un pequeño detalle, no tenía competencias, muy a pesar suyo, ni en los puertos ni en los aeropuertos ni en Renfe. Así que, muy digno él, no tuvo más remedio que pedir al gobierno central su colaboración. De gobierno a gobierno, por supuesto, como a él le gusta. Bilateralmente.

Pasó por alto un tema mayor. Según la Constitución Española, la libre circulación por el territorio español (y Cataluña lo es) constituye un derecho fundamental de todos los españoles, y solo puede ser limitado por el gobierno central tras decretar alguno de los estados bien de alarma, excepción o sitio. Y el consejero de Gobernación no tuvo más remedio que reconocer que no tiene competencias para ordenar a los mozos el cierre de carreteras de forma generalizada y que estaba esperando la autorización del gobierno central.

A Torra, tal como ha demostrado múltiples veces, le importa muy poco la Constitución, pero sí montar escándalos, quejarse y hacerse la víctima. La declaración del estado de alarma le ha dado buena ocasión para ello; lo ha calificado de confiscación de competencias y de aplicación encubierta del artículo 155. Pero no se trata de ninguna aplicación encubierta, sino a las claras de otro artículo de la constitución, el 116.2, articulo que quizás se debería haber utilizado ya en el referéndum del 1 de octubre. Todos estos artículos y algunos más existen en nuestra Carta Magna entre otros motivos para recordar a los nacionalistas que las Autonomías no son estados soberanos.

Torra ha procurado que le siguiese en sus planteamientos Urkullu, quien se ha visto obligado en cierta medida a respaldarle, aunque solo sea porque, para independentistas, los vascos, y no podía quedarse atrás. Bien es cierto que se ha separado del presidente de la Generalitat en cuanto que este asumió una postura de cuasi rebeldía. Rebeldía que, como siempre, quedará restringida al ámbito verbal y al postureo, sin que sea previsible que en ningún caso dé lugar a posibles acciones punibles. Urkullu, como en los juicios, simplemente protestó para que constase en acta, pero nada más, aceptó el veredicto. Torra, sin embargo y como de costumbre, está haciendo el ridículo (esto sí que está configurándose como un hecho diferencial), y ha sido el único presidente autonómico en negarse a firmar el comunicado con el resto.

De Puigdemont y Ponsatí, mejor ni hablar. De nuevo, el nacionalismo catalán muestra la faz más sectaria. Todo carece de importancia, excepto el proceso hacia la independencia. Ya ocurrió con los atentados terroristas en Barcelona cuando en las declaraciones e inquietudes de ciertos prohombres nacionalistas las víctimas estaban ausentes, su única preocupación era mostrar al mundo que Cataluña era un Estado y que podía funcionar solo (véase mi artículo de 31 de agosto de 2017); y, si nos remontamos en la historia, el comportamiento no debió de ser muy diferente en la guerra civil. Basta leer a Azaña en La velada en Benicarló.

Es muy pronto para sacar conclusiones generales de esta pandemia y su desarrollo en nuestro país. Hay aún mucho ruido en la información y en las noticias. No obstante, sí parece claro que, a pesar de la imagen de coordinación y entendimiento que se ha querido dar al principio entre el Ministerio y los consejeros de Sanidad de las Autonomías, se han producido comportamientos diversos y disfuncionalidades, que hubiesen aconsejado implantar el estado de alarma desde el inicio, fuesen cuales fuesen las medidas a adoptar y la progresividad en su entrada en vigor. Es una prueba más de que, a la hora de la verdad, cuando existe un problema realmente serio se precisa un poder central fuerte capaz de controlar y dirigir la situación, y que las Comunidades Autónomas constituyen más un estorbo que un instrumento positivo.

Se atribuye al torero Manuel García Escudero, apodado “el espartero”,  la célebre frase de “Más cornadas da el hambre”. Cuando la emergencia sanitaria termine diluyéndose, comprobaremos si las consecuencias económicas van a ser más letales que la propia epidemia. Y es que, con la globalización, cualquier acontecimiento negativo, sea cisne negro o no, puede desencadenar una crisis de enormes dimensiones. Sistémica la llaman. Más bien debería denominarse anárquica, al no tener la economía ni control ni dirección. Es lo que ocurre con el neoliberalismo económico, cuando la libertad se lleva al máximo y nadie dirige el proceso lo que sobreviene es el caos.

La globalización no solo facilita la extensión de epidemias como esta, sino que multiplica sus consecuencias económicas negativas. Todo se cortocircuita. Los gobiernos, en cierta forma, se sienten impotentes al enfrentarse con mercados integrados de proporciones mucho más elevadas que sus propias naciones. ¡Ay de aquellos que pretendan solucionar la crisis con ocurrencias! El remedio suele ser bastante peor que la enfermedad. Lo presenciamos en tiempos de Zapatero.

Estos días se escuchan con estupor las afirmaciones de unos y de otros. Los sindicatos, como es lógico, mantienen que los trabajadores no pueden ser de nuevo los paganos de esta crisis; otros piensan lo mismo de las empresas; los de más allá reivindican que el coste no recaiga en los autónomos; los comentaristas y periodistas se preocupan de los contribuyentes, puesto que ellos mismos lo son, y hasta la OCU se asoma a la terraza para salir en defensa de los consumidores. Pero cuanto más estire todo el mundo de la manta, mayor puede hacerse el agujero.

Por mucho que nos pese, estamos insertos en una economía capitalista globalizada, integrados en la Unión Europea y, lo que es más limitativo, pertenecemos a la Eurozona, es decir, carecemos de moneda propia. Por si todo esto fuese poco, se mantienen lacras de la regresión pasada que condicionan fuertemente cualquier otra crisis futura, un stock de endeudamiento público cercano al 100% del PIB, la segunda tasa más elevada de desempleo de la Eurozona y una productividad cuyo incremento está próximo a cero. Todos estos hechos son suficientemente relevantes como para que tanto el Gobierno como los partidos de la oposición anden con sumo cuidado con las medidas que acometen o proponen. Uno tiene la impresión de que en materia económica unos y otros levitan en una nube de ilusión. Las alegrías en este ámbito terminan pagándose muy caras, no todo es posible, y es una ingenuidad o pura demagogia simular que no va a existir coste para nadie.

Sin duda, la parte más importante de la ecuación se encuentra en Europa y no son muy buenas noticias las que provienen de allí. En concreto, del BCE. La comparecencia de su nueva presidenta, Lagarde, no solo fue decepcionante, sino incomprensible. “No estamos aquí para cerrar diferenciales” (se refería a diferenciales en los tipos de interés de la deuda pública). Todas las bolsas europeas cayeron en picado, y no era para menos. La frase era demoledora, casi letal. Era una invitación a los mercados a que jugasen al tiro al blanco contra aquellos países miembros que creyesen menos solventes.

La actitud adoptada por Cristine Lagarde es la antítesis de su antecesor, Draghi, quien en plena crisis del euro y cuando las primas de riesgo de España e Italia alcanzaban cuantías insoportables prometió “hacer lo que fuese necesario”…“, “y créame que será suficiente”. Los mercados entendieron la amenaza, especialmente cuando iba unida a la creación de un nuevo instrumento (la OMT), mediante el que el BCE podía adquirir bonos soberanos. Los tipos de interés de los principales países comenzaron a converger y a reducirse el diferencial que mantenían con el alemán, como es natural cuando todos están referenciados a la misma moneda. En principio, en una unión monetaria no tendrían por qué existir primas de riesgo, puesto que no existe el riesgo de la variación del tipo de cambio. Cuando se da, es porque los mercados no terminan de confiar en que la unión permanezca o que ningún país tenga que abandonarla. Es esa confianza la que debe proporcionar el BCE. Que el máximo responsable de este organismo afirme que no está para cerrar diferenciales resulta asombroso, entre otros motivos porque esos diferenciales hacen imposible la aplicación de una política monetaria única.  

     Hay quien ha querido interpretar la postura de Lagarde como un órdago a los gobiernos y a la Comisión para que actúen y apliquen una política fiscal expansiva de cara a contener la crisis. Es cierto que la política monetaria tiene ya muy poco recorrido. Draghi venía avisándolo desde hace tiempo, así como también de la necesidad de que la política fiscal tomase el relevo. El problema es, sin embargo, que después de la situación creada por la crisis anterior no todos los países miembros pueden aplicarla, y mucho menos si el BCE no los respalda en los mercados.

Alemania ha decidido reaccionar y ha prometido créditos ilimitados a todos sus empresas y trabajadores. Pero la situación de Alemania es totalmente distinta a la de, por ejemplo, España. De 2010 a 2019 el stock de endeudamiento público en el país germánico ha pasado del 82,4% al 59,2%, mientras que, en España, por el contrario, la evolución ha sido del 60,5% al 96,7%. La tasa de desempleo en España es del 13,9%, mientras que en Alemania se sitúa en un reducido 3,2%. Es bastante indiscutible que las secuelas de la moneda única, al no existir mecanismos redistributivos, se han repartido de manera muy diversa, en forma de beneficios en algunos países y de pérdidas en otros.

En situaciones como esta, países tales como Grecia, España, Portugal, Italia, Francia y algunos más, no están en condiciones de defenderse por sí mismos. Necesitan la ayuda de la Unión Europea. La respuesta hasta ahora ha sido raquítica, 7.500 millones de euros, pero, además, que salen del mismo presupuesto comunitario, sin añadir un euro más y quitándolos de otros destinos. Por otra parte, el hecho de permitir que los gastos que tengan que hacer los países debidos a la epidemia no contabilicen en el déficit a efectos de los compromisos comunitarios no soluciona nada, porque el verdadero problema no radica ya tanto en las imposiciones de Bruselas, sino en lo que permitan las condiciones reales de la economía, y la reacción de los mercados.

Republica.20-3-2020



POSTUREO FISCAL

HACIENDA PÚBLICA Posted on Mié, marzo 11, 2020 18:59:54

El Consejo de Ministros en su sesión del 18 de febrero pasado aprobó dos proyectos de ley para presentar en las Cortes con la creación de otras tantas figuras tributarias, las llamadas tasa Google y tasa Tobin. Llevan casi dos años mareando la perdiz con ellas, y se exponen junto con los llamados impuestos ecológicos como los comodines para cuadrar las cuentas públicas que se están disparando. Da la impresión de que se pretende eludir así la imprescindible reforma fiscal. Los partidos socialdemócratas cuando no quieren o no pueden aplicar su ideología se convierten en populistas y recurren a recetas mágicas para dar la impresión -solo la impresión- de ser progresistas.

La ministra de Hacienda y parlanchina portavoz del Gobierno, látigo y verdugo de los abogados del Estado que no se prestan a sus chanchullos, y que mezcla la palabrería con la incompetencia, justificó los proyectos de ley aprobados por la necesidad de adaptar los ingresos públicos a los nuevos tiempos. El problema es que los nuevos tiempos de la economía no parecen proclives a los ingresos públicos, especialmente si se les quiere dar una proyección socialdemócrata.

Habrá que comenzar por afirmar que las dos figuras tributarias incluidas en los decretos leyes se denominan -siguiendo una mala traducción de la palabra inglesa “tax”- tasas, cuando no lo son. En inglés, tax es equivalente a impuesto. En castellano el término tasa tiene una compresión reducida, exige siempre una contrapartida, la percepción directa de un servicio. Aquí, en uno y en otro caso, estamos hablando de impuestos en sentido estricto y, además, conviene señalarlo desde el principio, que se trata de dos gravámenes indirectos, con lo que su progresividad deja mucho que desear.

Los dos impuestos proyectados incurren en el mismo defecto, que por otra parte parece ser bastante común en la legislación fiscal de los últimos tiempos y que indica la impericia que se ha adueñado de los responsables de la elaboración de las normas tributarias. Me refiero a lo que se ha venido a llamar “error de salto”, es decir, cuando se produce la entrada en vigor de un gravamen de forma brusca a partir de una cierta cantidad de ingresos, ventas, etc., o bien se aplica una tarifa de forma discontinua. Recientemente son sobradas las situaciones en las que se produce tamaño error, con resultados un tanto injustos y contradictorios. Por citar un ejemplo, serán cuantiosos los contribuyentes con algún familiar dependiente a su cargo y que hayan visto cómo una mínima subida en la pensión de este les hace perder una deducción fiscal de una cuantía mucho mayor.

El impuesto sobre determinados servicios digitales (tasa Google) afecta a empresas con ingresos anuales en todo el mundo, superiores a 750 millones de euros, y a 3 millones en España. Se puede dar, por tanto, la incongruencia de que un incremento de las ventas de una empresa se traduzca en menores beneficios porque tenga que hacer frente al gravamen al que antes no estaba sujeta. Bien es verdad que en este caso el problema es tanto más teórico que real, ya que el tributo va afectar a muy pocas empresas, por lo que será muy difícil el traslado de un grupo a otro. La situación es distinta en cuanto al impuesto sobre las transacciones financieras.

La tasa Google es un tributo que en cierta medida surge de las condiciones impuestas por la globalización, pero, paradójicamente, la propia globalización es la que hace que resulte muy difícil de aplicar. Son las nuevas tecnologías y la mundialización de la economía las que crean enormes corporaciones que realizan su actividad en el mundo digital y les permiten eludir los impuestos en aquellos países en los que prestan sus servicios. Parecería lógico, en consecuencia, establecer un gravamen específico para ellas. No obstante, en su implantación van a surgir múltiples problemas, problemas derivados precisamente de la propia globalización y de la correlación de fuerzas que establece.

En primer lugar, es un tributo ignoto y que está por estrenar en casi en todos los países, lo que crea incertidumbres acerca de cuáles puedan ser sus efectos. Existe la duda de saber quiénes terminarán soportando definitivamente el impuesto y en qué proporción repercutirá sobre los consumidores de las empresas que utilicen o se anuncien en las tecnológicas. Se desconoce también cuál pueda ser el resultado recaudatorio. La prueba de este desconocimiento se encuentra en el hecho de que el Gobierno español estima ahora la recaudación en 968 millones de euros, cuando en el anterior proyecto se cifraba en 1.200 millones. Bien es verdad que esta última cifra puede que estuviese hinchada a propósito, pero nadie asegura que no lo esté también la actual.

Del mismo modo surge la pregunta de hasta qué punto la introducción del impuesto en solitario por un país no dañará su economía frente a las de los otros. Parece obvio que, en un contexto de libre circulación de capitales como en el que nos movemos, este impuesto debería establecerse al unísono en todos los Estados. En 2015 la OCDE comenzó a estudiar su posible implantación y en 2018 trasladó un informe sobre ello al G8. No obstaqnte, como en otros muchos temas, la cuestión sigue pendiente y ni siquiera está claro que se introduzca en la UE de forma inmediata, aun cuando la Comisión ha elaborado un proyecto de directiva, pero que se encuentra más bien olvidado.

Las empresas afectadas -Amazon, Apple, Facebook y Google- tienen la nacionalidad americana, lo que ha provocado la intervención del Gobierno estadounidense. Trump ha amenazado a Francia con incrementar un 25% los aranceles en sus artículos, si continúa manteniendo el impuesto. La coacción ha sido tan seria que el gallito Macron no ha tenido más remedio que suspender su vigencia hasta diciembre en la creencia de que en el próximo año se llegue a imponer con carácter general en la OCDE, o al menos en la UE, o en todo caso que se pueda negociar con EE. UU su reactivación.

Más inexplicable es el caso de España que, consciente de todo ello, el Gobierno pretende aprobar el gravamen para dejarlo inmediatamente en suspenso. Se asemeja a la declaración de independencia de Puigdemont. La docta ministra de Hacienda y su apéndice la de Economía dicen que simplemente se retrasa su ingreso a final de año (su periodicidad es trimestral). Suponen (que es mucho suponer) que para esa fecha el problema a nivel internacional estará solucionado. Pero resulta que aun cuando la UE o la OCDE terminasen aprobando el impuesto, lo que es harto improbable, el diseño con toda seguridad tendría diferencias con el que ahora se discuta en las Cortes, lo que precisaría modificar y aprobar un nuevo proyecto de ley. La tramitación en este momento del impuesto es, por tanto, bastante inútil. Solo puede tener una finalidad, el postureo y transmitir a la opinión pública la idea de que está prevista la necesaria financiación del presupuesto, de manera que no haga falta plantearse la verdadera cuestión, la de una reforma fiscal profunda y progresiva, con la suficiencia precisa para sostener el Estado social. Todo muy populista.

El otro impuesto que el Consejo de Ministros aprobó en el paquete es el de transacciones financieras, que grava con el 0,2% todas las operaciones de compraventa de acciones españolas con una capitalización superior a mil millones de euros. Será liquidado por el intermediario financiero sin tener en cuenta la residencia de aquellas (personas o entidades) que intervienen en la operación. Se anuncia como tasa Tobin, pero su identificación con ella solo es aparente y su finalidad desde luego, muy distinta.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     

James Tobin, profesor de Economía en Yale, premio Nobel en 1981, propuso gravar las transacciones realizadas en los mercados de divisas con un impuesto universal y de reducida cuantía. Esta figura tributaria sería denominada posteriormente tasa Tobin en consideración a quien la ideó. Pretendía defender a los Estados de lo que se llama dinero caliente, es decir, de las operaciones realizadas con finalidad especulativa a muy corto plazo. Los recursos salen a la misma velocidad que entran originando que los bancos centrales pierdan el control de la política monetaria y obligándoles a elevar fuertemente el tipo de interés con consecuencias desastrosas para la actividad económica.

Tobin se confiesa keynesiano y afirma que la idea de gravar la especulación la tomó de Keynes, quien en el capítulo XII de su Teoría general propone la creación de un impuesto sobre todas las transacciones financieras con la finalidad de vincular los inversores a sus acciones de una forma duradera. La razón de la tasa Tobin es idéntica. Al tratarse de un impuesto de cuantía reducida, apenas resulta gravoso para aquellas operaciones realizadas como inversión a largo plazo y con soporte en la economía real, pero será prohibitivo para las realizadas a un plazo muy breve y con carácter especulativo. La finalidad recaudatoria quedaba ajena.

La propuesta del profesor de Yale se realiza en los primeros años setenta. El presidente Nixon había denunciado la convertibilidad del dólar por oro, con lo que desaparecía el sistema monetario internacional creado en Bretton Woods, y los cambios entre divisas entraron en libre flotación. La preocupación del entonces futuro premio Nobel era la de dotar a los Estados de un instrumento que les permitiese ir adoptando la liberalización en los mercados, sin que la especulación contra su divisa pudiera ponerles contra las cuerdas.

La aceptación de la movilidad total del capital, con la consiguiente renuncia de los gobiernos a cualquier medida de control de cambios -por suave que sea y aunque afecte exclusivamente a los movimientos de capital a corto plazo-, conduce a transformar los mercados financieros en casinos donde la mayoría de las operaciones no obedecen a transacción real alguna de mercancías o servicios, sino a meras apuestas especulativas realizadas casi en su totalidad a plazos inferiores a una semana. El dinero va y viene, sin comprar ni vender nada, pero en ese movimiento continuo pone contra las cuerdas a gobiernos y arrasa países.

Tobin diseñó el impuesto como un mecanismo de control de capitales, de regulación de los mercados. No es, por ello, extraño que los movimientos antiglobalización erigiesen este impuesto como una de sus principales reivindicaciones, al tiempo que para defenderlo se creaba una organización internacional (ATTAC) con implantación en bastantes países. Aunque bien es verdad que poco a poco y con el tiempo la naturaleza de esta figura tributaria se ha ido desvirtuando y colocando en el centro la función recaudatoria, ausente en la razón de ser del impuesto primigenio. Unos lo contemplan como la fuente de recursos que remedie la pobreza del Tercer Mundo; otros, más nacionalistas y partidarios de la renta mínima garantizada, le imputan la facultad de financiarla. Pero parece que todos olvidan su finalidad principal, la de servir como control de cambios, o al menos olvidan que esta finalidad es en cierto modo incompatible con las anteriores. La tasa tendrá tanto más éxito cuanto menos recaude, señal de que habría evitado en tal caso erradicar todas aquellas operaciones financieras de finalidad meramente especulativa.

El Gobierno español ha diseñado el impuesto centrándose exclusivamente en su función recaudatoria, a pesar de que esta tiene una virtualidad más bien reducida, y ha abandonado por completo cualquier aspecto de control, lo cual hasta cierto punto es obligado al haber renunciado España a su propia moneda. El proyecto que se pretende aprobar deja al margen del gravamen todas aquellas operaciones que se pueden orientar principalmente a la especulación. En primer lugar, la compraventa de empresas nacionales cuyo valor de capitalización está por debajo de los 1.000 millones de euros, normalmente con menor liquidez y por ello más volátiles; en segundo lugar, las realizadas en los mercados extranjeros, bien con acciones de empresas foráneas o nacionales; en tercer lugar, las operaciones efectuadas con derivados en las que el apalancamiento es mucho mayor; y en cuarto lugar, parece ser que también las operaciones intradía (al liquidarse el saldo al final de la sesión), y en las que precisamente la especulación es mayor. Desaparece de esta manera toda la posible razón del tributo y desde luego su carácter progresivo, quedando convertido en un impuesto indirecto de efectos económicos dudosos y se supone que de recaudación más bien raquítica. Además, está por ver la viabilidad de que un país pueda mantenerlo en solitario.

Si lo que se quiere es gravar el capital, hay muchas maneras mejores y más eficaces de hacerlo que con este impuesto. Para que cumpliese su verdadera función, la de control, el gravamen debería implantarse en toda la Eurozona. Sería un mecanismo de defensa frente a los flujos descontrolados de capitales con el exterior.

El Gobierno, al apoyar estos dos impuestos, se ha dejado llevar únicamente por motivos demagógicos, de propaganda populista. Suena bien eso de gravar a las grandes corporaciones y a la bolsa, aunque después no conozcamos cuál es el resultado. Nunca se sabe dónde terminan los impuestos indirectos. Una vez más, Pedro Sánchez y sus mariachis juegan a las apariencias, al postureo. Y, sobre todo, se niegan a enfrentarse a la verdadera reforma: Renta, Sociedades, Patrimonio y Sucesiones.

Republica.com 6-3-2020



ORTEGA Y GASSET EN LA MESA DE DIÁLOGO DE SÁNCHEZ

Uncategorised Posted on Mar, marzo 03, 2020 23:34:45

Entre los factores más odiosos del sanchismo ocupa un lugar destacado esa continua pretensión de que la historia comienza con ellos; hasta ahora, por lo visto, no se había hecho nada que mereciese la pena. El discurso que Pedro Sánchez está elaborando acerca de Cataluña es vomitivo, una mezcla empalagosa de  buenismo y de embustes que tan solo procura ocultar esa enorme vergüenza que supone estar obligado a postrarse ante los golpistas para mantenerse en el gobierno. Expresiones como conflicto político, reencuentro, desjudicialización de la política, diálogo, etc., son todas ellas manifestación de la deshonra a la que ha llegado el Gobierno de España, de cómo pretende partir de cero y borrar cinco siglos de historia.

El aburrimiento y el asco que produce el comportamiento de este Gobierno con respecto a Cataluña es de tal calibre que cuesta hasta comentarlo. Tal vez la mejor forma de mostrar su oportunismo, levedad y vileza es compararlo con la intervención de Ortega y Gasset, hace cerca de 90 años, en las Cortes Españolas, con motivo del debate del Estatuto de Autonomía de Cataluña. Prestemos pues estas páginas al catedrático de Metafísica y filósofo del perspectivismo. Dada su extensión, no podemos transcribirla por completo, aun cuando sería de sumo interés hacerlo. Contentémonos con aquellas partes que, aunque de forma parcial y subjetiva, he considerado más importantes:

 “…Se nos ha dicho: «Hay que resolver el problema catalán y hay que resolverlo de una vez para siempre, de raíz. La República fracasaría si no lograse resolver este conflicto que la monarquía no acertó a solventar…

… ¿Qué es eso de proponernos conminativamente que resolvamos de una vez para siempre y de raíz un problema, sin parar en las mientes de si ese problema, él por sí mismo, es soluble, soluble en esa forma radical y fulminante? ¿Qué diríamos de quien nos obligase sin remisión a resolver de golpe el problema de la cuadratura del círculo? Sencillamente diríamos que, con otras palabras, nos había invitado al suicidio. Pues bien, señores; yo sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo con ello, no sólo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles…

…el problema catalán es un caso corriente de lo que se llama nacionalismo particularista. No temáis, señores de Cataluña, que en esta palabra haya nada enojoso para vosotros, aunque hay, y no poco, doloroso para todos.  ¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras éstos anhelan lo contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destino que es una gran nación, esos otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos dentro de sí mismos. Y no se diga que es, en pequeño, un sentimiento igual al que inspiran los grandes nacionalismos, los de las grandes naciones; no; es un sentimiento de signo contrario. Sería completamente falso afirmar que los españoles hemos vivido animados por el afán positivo de no querer ser franceses, de no querer ser ingleses. No; no existía en nosotros ese sentimiento negativo, precisamente porque estábamos poseídos por el formidable afán de ser españoles, de formar una gran nación y disolvernos en ella. Por eso, de la pluralidad de pueblos dispersos que había en la Península, se ha formado esta España compacta. En cambio, el pueblo particularista parte, desde luego, de un sentimiento defensivo, de una extraña y terrible hiperestesia frente a todo contacto y toda fusión; es un anhelo de vivir aparte. Por eso el nacionalismo particularista podría llamarse, más expresivamente, apartismo o, en buen castellano, señerismo…

…Por eso la historia de pueblos como Cataluña e Irlanda es un quejido casi incesante; porque la evolución universal, salvo breves períodos de dispersión, consiste en un gigantesco movimiento e impulso hacia unificaciones cada vez mayores. De aquí que ese pueblo que quiere ser precisamente lo que no puede ser, pequeña isla de humanidad arisca, reclusa en sí misma; ese pueblo que está aquejado por tan terrible destino, claro es que vive, casi siempre, preocupado y como obseso por el problema de su soberanía, es decir, de quien le manda o con quien manda él conjuntamente. Y así, por cualquier fecha que cortemos la historia de los catalanes encontraremos a éstos, con gran probabilidad, enzarzados con alguien, y si no consigo mismos, enzarzados sobre cuestiones de soberanía, sea cual sea la forma que de la idea de soberanía se tenga en aquella época: sea el poder que se atribuye a una persona a la cual se llama soberano, como en la Edad Media y en el siglo XVII, o sea, como en nuestro tiempo, la soberanía popular. Pasan los climas históricos, se suceden las civilizaciones y ese sentimiento dilacerante, doloroso, permanece idéntico en lo esencial. Comprenderéis que un pueblo que es problema para sí mismo tiene que ser, a veces, fatigoso para los demás y, así, no es extraño que si nos asomamos por cualquier trozo a la historia de Cataluña asistiremos, tal vez, a escenas sorprendentes, como aquella acontecida a mediados del siglo XV: representantes de Cataluña vagan como espectros por las Cortes de España y de Europa buscando algún rey que quiera ser su soberano; pero ninguno de estos reyes acepta alegremente la oferta, porque saben muy bien lo difícil que es la soberanía en Cataluña. Comprenderéis, pues, que, si esto ha sido un siglo y otro y siempre, se trata de una realidad profunda, dolorosa y respetable; y cuando oigáis que el problema catalán es en su raíz, en su raíz –conste esta repetición mía–, cuando oigáis que el problema catalán es en su raíz ficticio, pensad que eso sí que es una ficción…

…Afirmar que hay en Cataluña una tendencia sentimental a vivir aparte, ¿qué quiere decir, traducido prácticamente al orden concretísimo de la política? ¿Quiere decir, por lo pronto, que todos los catalanes sientan esa tendencia? De ninguna manera. Muchos catalanes sienten y han sentido siempre la tendencia opuesta; de aquí esa disociación perdurable de la vida catalana a que yo antes me refería. Muchos, muchos catalanes quieren vivir con España…

…Pero los que ahora me interesan más son los otros, todos esos otros catalanes que son sinceramente catalanistas, que, en efecto, sienten ese vago anhelo de que Cataluña sea Cataluña. Mas no confundamos las cosas; no confundamos ese sentimiento, que como tal es vago y de una intensidad variadísima, con una precisa voluntad política… No, muchos catalanistas no quieren vivir aparte de España, es decir, que, aun sintiéndose muy catalanes, no aceptan la política nacionalista, ni siquiera el Estatuto, que acaso han votado. Porque esto es lo lamentable de los nacionalismos; ellos son un sentimiento, pero siempre hay alguien que se encarga de traducir ese sentimiento en concretísimas fórmulas políticas: las que a ellos, a un grupo exaltado, les parecen mejores. Los demás coinciden con ellos, por lo menos parcialmente, en el sentimiento, pero no coinciden en las fórmulas políticas; lo que pasa es que no se atreven a decirlo, que no osan manifestar su discrepancia, porque no hay nada más fácil, faltando, claro está a la veracidad, que esos exacerbados les tachen entonces de anticatalanes…

…Pero una vez hechas estas distinciones, que eran de importancia, reconozcamos que hay de sobra catalanes que, en efecto, quieren vivir aparte de España. Ellos son los que nos presentan el problema; ellos constituyen el llamado problema catalán, del cual yo he dicho que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar. Y ello es bien evidente; porque frente a ese sentimiento de una Cataluña que no se siente española, existe el otro sentimiento de todos los demás españoles que sienten a Cataluña como un ingrediente y trozo esencial de España, de esa gran unidad histórica, de esa radical comunidad de destino, de esfuerzos, de penas, de ilusiones, de intereses, de esplendor y de miseria, a la cual tienen puesta todos esos españoles inexorablemente su emoción y su voluntad. Si el sentimiento de los unos es respetable, no lo es menos el de los otros, y como son dos tendencias perfectamente antagónicas, no comprendo que nadie, en sus cabales, logre creer que problema de tal condición puede ser resuelto de una vez para siempre. Pretenderlo sería la mayor insensatez, sería llevarlo al extremo del paroxismo, sería como multiplicarlo por su propia cifra; sería, en suma, hacerlo más insoluble que nunca…

…Yo creo, pues, que debemos renunciar a la pretensión de curar radicalmente lo incurable. Recuerdo que un poeta romántico decía con sustancial paradoja: «Cuando alguien es una pura herida, curarle es matarle.» Pues esto acontece con el problema catalán…

…soberanía es la facultad de las últimas decisiones, el poder que crea y anula todos los otros poderes, cualesquiera sean ellos, soberanía, pues significa la voluntad última de una colectividad. Convivir en soberanía implica la voluntad radical y sin reservas de formar una comunidad de destino histórico, la inquebrantable resolución de decidir juntos en última instancia todo lo que se decida. Y si hay algunos en Cataluña, o hay muchos, que quieren desjuntarse de España, que quieren escindir la soberanía, que pretenden desgarrar esa raíz de nuestro añejo convivir, es mucho más numeroso el bloque de los españoles resueltos a continuar reunidos con los catalanes en todas las horas sagradas de esencial decisión. Por eso es absolutamente necesario que quede deslindado de este proyecto de Estatuto todo cuanto signifique, cuanto pueda parecer amenaza de la soberanía unida, o que deje infectada su raíz. Por este camino iríamos derechos y rápidos a una catástrofe nacional. Yo recuerdo que una de las pocas veces que en mis discursos anteriores aludí al tema catalán fue para decir a los representantes de esta región: «No nos presentéis vuestro afán en términos de soberanía, porque entonces no nos entenderemos. Presentadlo, planteadlo en términos de autonomía». Y conste que autonomía significa, en la terminología juridicopolítica, la cesión de poderes; en principio, no importa cuáles ni cuántos, con tal que quede sentado de la manera más clara e inequívoca que ninguno de esos poderes es espontáneo, nacido de sí mismo, que es, en suma, soberano, sino que el Estado lo otorga y el Estado lo retrae y a él reviene. Esto es autonomía. Y en ese plano, reducido así el problema, podemos entendernos muy bien, y entendernos –me importa subrayar esto– progresivamente, porque esto es lo que más conviene hallar: una solución relativa y además progresiva…

…nos parece un error que, en uno de los artículos del título primero, se deslice el término de «ciudadanía catalana». La ciudadanía es el concepto jurídico que liga más inmediata y estrechamente al individuo con el Estado, como tal; es su pertenencia directa al Estado, su participación inmediata en él. Hasta ahora se conocen varios términos, cada uno de los cuales adscribe al individuo a la esfera de un Poder determinado; la ciudadanía que le hace perteneciente al Estado, la provincialidad que le inscribe en la provincia, la vecindad que le incluye en el Municipio. Es necesario, a mi modo de ver, que inventen los juristas otro término, que podamos intercalar entre el Poder supremo del Estado y el Poder que le sigue –en la vieja jerarquía– de la provincialidad; pero es menester también que amputemos en esa línea del proyecto de Estatuto esa extraña ciudadanía catalana, que daría a algunos individuos de España dos ciudadanías, que les haría en materia delicadísima, coleccionistas.

Por fortuna, ahorra mi esfuerzo, en el punto más grave que sobre esta materia trae el dictamen, el espléndido discurso de maestro de Derecho que ayer hizo el señor Sánchez Román. Me refiero al punto en el cual el Estatuto de Cataluña tiene que ser reformado, de suerte tal que no se sabe bien si esta ley y poder que las Cortes ahora otorguen podrá nunca volver a su mano, pues parece, por el equívoco de la expresión de este artículo, que su reforma sólo puede proceder del deseo por parte del pueblo catalán. A nuestro juicio, es menester que se exprese de manera muy clara no sólo que esto no es así, sino que es preciso completarlo añadiendo a esa incoación, por parte de Cataluña, del proceso de revisión y reforma del Estatuto, otro procedimiento que nazca del Gobierno y de las Cortes. Parece justo que sea así…

…Y si no fuera porque en uno de sus lados sería petulancia, terminaría diciéndoos, señores diputados, que reflexionéis un poco sobre lo que os he dicho y olvidéis que yo os lo he dicho…”.  

Hasta aquí las palabras de Ortega. Cuan de importante sería que todas ellas se pronunciasen de nuevo en las Cortes españolas. Sonarían como latigazos que pondrían en ridículo esa payasada de la mesa bautizada por Sánchez de diálogo, mesa como mínimo “alegal” y “aconstitucional”, pues se ha establecido de forma querida y consciente al margen de todo ordenamiento jurídico y de la estructura política, con la intención de que sus sesiones y acuerdos, si los hubiese, no pudieran ser recurridos ante el Tribunal Constitucional. No es cierto, por tanto, que con esta mesa -tal como afirman algunos comentaristas- los independentistas catalanes vuelvan a las instituciones. Desde el punto de vista institucional, esta mesa no existe. Se podría decir que se ha creado en el aire, es tan solo un contubernio. Ver a un gobierno central embarrado en tales aquelarres es patético, pero también trágico.

republica.com 28-2-2020



EL SALARIO MÍNIMO Y EL EMPLEO

Uncategorised Posted on Mié, febrero 26, 2020 17:47:59

Existe una aberración sustancial en lo que hoy se autodenomina izquierda -bien lo sea o bien simplemente lo parezca: partidos políticos, sindicatos y hasta organizaciones de la sociedad civil -como se dice ahora-, aunque en realidad estas últimas no son nada diferente de los partidos y sindicatos. El error, de considerables proporciones, consiste en que razonan como si no existiesen la globalización, la Unión Europea (UE) y la moneda única. Se ha dado un proceso muy curioso. La izquierda europea, salvo raras excepciones, prestó oídos sordos a todas aquellas voces que avisaban de que el proyecto de la UE tal como se estaba diseñando iba cercenando posibilidades a una eventual aplicación de una política socialdemócrata, y que esas posibilidades, por pequeñas que fuesen, desaparecían con la moneda única.

La paradoja se produce cuando una vez constituida la Unión Monetaria (UM) se niegan a aceptar las limitaciones y actúan (o al menos prometen actuar) como si aquella no existiese. Ni siquiera la crisis del euro y la grave situación por la que han atravesado algunos países les han abierto los ojos. Ciertamente que en aquel momento muchos se asustaron, pero, una vez que se produjo el ajuste, han tendido a pensar que todo obedecía a la maldad de la derecha, han supuesto que ya había pasado todo y que incluso se puede recuperar la totalidad de lo perdido. Desde luego, lo que de ningún modo contemplan es que la tragedia pueda volver a repetirse. Todas estas consideraciones vienen a cuento de la polémica suscitada acerca del salario mínimo interprofesional (SMI) y su influencia y repercusión en el empleo. Es absurdo plantear el problema como si no estuviésemos en la UE y como si nuestra moneda no fuese el euro.

Tengo que empezar reconociendo con humildad que soy incapaz de pronunciarme, ya que me faltan datos, en una u otra dirección. Desconozco a cuántos trabajadores puede afectar, qué sectores y en qué medida están implicados y, en último término, cuáles son sus características. Todas esas informaciones son necesarias y necesario es, además, analizar cuál es la situación de la economía en este momento. Pero precisamente por eso no me parece que nadie pueda tomar sobre el tema una decisión en función del puro voluntarismo o de prejuicios ideológicos. Se precisa además diferenciar las distintas hipótesis y circunstancias.

Veamos tan solo cómo el resultado es discordante según las situaciones en las que nos movamos. El crecimiento de la productividad en los puestos de trabajo afectados por el incremento salarial simplifica mucho el problema. En este caso, la subida del salario puede ser encajado por el excedente empresarial, sin que los empresarios estén obligados a cancelar, por considerarlos no rentables, determinados puestos de trabajo. Aun más, es muy posible que en esta hipótesis el empleo, lejos de reducirse, aumente, porque aumenten la demanda y la actividad económica. La razón de esta última afirmación se encuentra en que la propensión al consumo suele ser más elevada en los trabajadores (especialmente los de sueldos bajos) que en los empresarios, y no hay nada que garantice que el ahorro de estos últimos se vaya a trasformar en inversión.

Como complemento a lo dicho, conviene precisar que cuando hablamos de productividad no lo estamos haciendo en términos cuantitativos, sino de valor. Poco importa que un número n de trabajadores hayan incrementado las piezas o los kilos producidos en un 10%, si al mismo tiempo los precios de esa mercancía se han reducido en ese mismo 10%. Y viceversa, puede ser que la productividad se eleve en un 10%, sin que la cantidad producida se haya acrecentado, porque los precios hayan subido ese mismo 10%.

Las cosas cambian radicalmente cuando en los sectores o en los puestos de trabajo afectados por el SMI el incremento de la productividad es cero o próximo a cero, o incluso cuando está por debajo del aumento salarial que se quiere aprobar. En esta situación comienzan a surgir las dudas y resulta imprescindible distinguir varios escenarios. Simplifiquemos.

Escenario primero. Economía semicerrada, o en la que al menos el gobierno tiene suficiente control sobre exportaciones e importaciones. Supongamos que se producen solo dos artículos. Artículo A, fabricado por trabajadores de alta cualificación y por lo tanto de elevada retribución, y un producto B de muy baja productividad, empleos basura y salarios mínimos. En estas condiciones, el gobierno, dentro de su política social, podría decidir elevar el SMI sin que se produjese un impacto negativo sobre el empleo. El incremento salarial se trasladaría al precio del producto B, y el efecto más probable sería una redistribución de la renta, un incremento de los ingresos de los trabajadores de B, y un descenso de los ingresos reales de los trabajadores de A, puesto que el precio de B habría aumentado.

Escenario segundo. Una economía totalmente abierta que practica el libre cambio, pero el gobierno mantiene el control de la moneda. Supongamos al igual que en el ejemplo anterior dos productos, A y B, con las mismas características. En este caso la solución resulta más alambicada. El gobierno podría subir el SMI sin repercusión en el desempleo, siempre que se produjese la depreciación de la moneda. De esa manera, el precio del producto B en moneda nacional podría elevarse sin que afectase al precio exterior y, por lo tanto, sin que influyese en las exportaciones ni en la competencia de las importaciones. El resultado sería el mismo que en el caso anterior, las rentas de los trabajadores del producto B se incrementarían (por el aumento del salario mínimo) y las del A se reducirían por la subida en moneda nacional del precio de B.

Tercer escenario. Una economía totalmente abierta y sin moneda propia. Es la situación que en estos momentos tienen todos los países miembros de la UM. Al igual que en los ejemplos anteriores, sobrentendamos dos artículos, el A y el B, también con características similares a las que poseen en las hipótesis primera y segunda. En esta situación, por poco abierto que sea el mercado del producto B, habrá muy pocas posibilidades de que la subida de los salarios de los trabajadores de este producto se traslade al precio, con lo que resultará bastante probable que los empresarios consideren que no es rentable mantener los puestos de trabajo, produciéndose por tanto un efecto negativo sobre el empleo. Esto será tanto más fácil en cuanto que los puestos de trabajo afectados sean más precarios y temporales y donde, por tanto, el despido resulte más viable.

El problema, como se ve, es complejo, y no se puede hacer un juicio general que sirva para todas las circunstancias. Son muchas las variables en juego y sin tenerlas en cuenta no tiene sentido adherirse a una u otra tesis de forma puramente dogmática. Tampoco las estadísticas de empleo y paro pueden inclinar la balanza hacia una u otra conclusión, ya que en ellas confluyen otros muchos factores y resultará muy difícil aislar exclusivamente el efecto de la subida del SMI.

Lo que sí parece poder concluirse es que la asunción del libre comercio y la pertenencia a la UM dificultan enormemente la subida del SMI sin que afecte negativamente al empleo, a no ser que el incremento salarial esté en consonancia con la evolución de la productividad.

Para situar el problema dentro de la UE, conviene señalar la enorme disparidad que se da entre sus miembros respecto a la cuantía del SMI. Entre Luxemburgo (doce pagas de 2.142 euros mensuales) y Bulgaria (312 euros con la misma cadencia) el abanico es muy amplio. España, con 1.108 euros, está situada más bien entre los países de cuantía más elevada, solo superada, aparte de por Luxemburgo, por Irlanda (1.707), Países Bajos (1.654), Bélgica (1.594), Alemania (1.584) y Francia (1.584). No deja de ser curioso que los dos países con un SMI más elevado sean paraísos fiscales. Se nota que la actividad de evasión fiscal conlleva una alta productividad.

Por debajo de España se encuentran el resto de los países miembros: Eslovenia (941), Malta (777), Grecia (758), Portugal (741), Polonia (611), Lituania (607), Estonia (580), República Checa (575), Croacia (545), Hungría (487), Rumania (466), Letonia (430) y Bulgaria (312). Y de alguna manera también se sitúan detrás Italia, Austria, Chipre, Suecia, Dinamarca y Finlandia, puesto que no tienen establecido salario mínimo.

En un mercado único en el que además la mayoría de los países miembros tienen la misma moneda, ¿cómo mantener esta inmensa disparidad sin que se produzcan graves distorsiones? Entre economías en que las estructuras productivas no son comparables, (los productos, en una buena medida, de diferente tecnología y la mano de obra de cualificación diversa), la distancia en los niveles salariales tal vez no cree demasiadas complicaciones, pero el panorama cambia cuando nos movemos en países con producciones similares, susceptibles de hacerse la competencia. Entonces esa disparidad salarial puede originar un sinfín de problemas.

Aunque a algunos les cueste admitirlo, la UE se mueve en terrenos pantanosos. En un principio, cuando el número de países era reducido y sus características homogéneas, podía pensarse que el proyecto era viable, pero según se ha ido ampliando el número de miembros han ido surgiendo las contradicciones, convirtiéndose estas en insolubles con la ampliación al Este.

La pretensión de la nueva presidenta de la Comisión acerca de una cierta armonización del SMI entre los países miembros no va a ser sencilla, dada la gran diversidad existente. Bien es cierto que no se pretende hacerla en euros sino en porcentaje (60%) sobre el salario medio, con lo que la heterogeneidad permanece. Aún más, es posible que se creen problemas adicionales desde el momento en que la estructura salarial puede ser distinta en cada país y por lo tanto los efectos de adecuar el salario mínimo al 60% del salario medio puede ser también muy diferente en cada uno de ellos. En cualquier caso, quizás la propuesta de la señora Ursula von der Leyen no tenga demasiada relevancia porque, como tantas otras en la UE, solo servirá como propaganda y nunca se aprobará. Aun estamos esperando el fondo de garantía de depósitos o el seguro de desempleo europeos.

En el caso de España, desde 2016 el salario mínimo interprofesional ha sufrido un incremento del 45%. Es una subida en cuatro años lo suficientemente elevada para que no sea descabellado pensar que en una economía sometida a la libre circulación de mercancías y en la que el gobierno no controla la moneda, determinados sectores y productos puedan tener graves dificultades para asumirla y que se produzca, en consecuencia, un efecto negativo sobre el empleo.

Una política social auténticamente progresista antes de proponer la subida del SMI en un determinado porcentaje debería tener en cuenta todas las circunstancias, en especial la pertenencia a la UM y la estructura productiva de la economía en cuestión, es decir, las características de los puestos de trabajo a los que va a afectar la medida. De acuerdo con todo ello tiene que analizar el efecto neto que se va a producir sobre los trabajadores. Por lo menos se deberá adoptar la decisión siendo conscientes de cuáles van a ser las consecuencias. Quizás desde una óptica socialdemócrata sea lícito creer que determinados puestos laborales, dada su baja productividad, no deberían existir. Pero entonces hay que decirlo claramente, aceptar el impacto negativo sobre las cifras de empleo, y sobre todo asumir y tener previsto un incremento en el seguro de desempleo que compense a los trabajadores que pierdan el puesto de trabajo.

Desde planteamientos populistas el panorama cambia de forma radical. Las decisiones se adoptan únicamente desde una perspectiva electoral. Poco importan los resultados reales. Se atiende únicamente a las apariencias, y a cómo se pueden vender a la sociedad. Desde esa óptica interesan escasamente los análisis, el contexto y las condiciones económicas. Da igual estar o no estar en la UE. Es indiferente contar o no contar con moneda propia. Lo único que vale es el postureo. He ahí la diferencia entre la autentica socialdemocracia y el populismo.

republica.com 21- 2-2020



EL ACESO A LA JUDICATURA Y A LA FUNCIÓN PÚBLICA

JUSTICIA Posted on Mar, febrero 18, 2020 23:05:55

Desde estas mismas páginas, hace dos semanas, describía yo esa operación execrable que iniciaron los secesionistas –y que ha copiado el Gobierno- a la que unos y otros han designado con el nombre de desjudicialización de la política y que, como afirmaba entonces, es lisa y llanamente politización de la justicia. Hay un aspecto en esa operación al que no se ha dado demasiada importancia. Me refiero a las escasas líneas que el acuerdo de PSOE-Podemos dedica a lo que llaman modernización del acceso a la carrera judicial. En principio, fuera de contexto parece algo inocente, pero se convierte en explosivo cuando se relaciona con la ofensiva iniciada por el Gobierno contra los tribunales y se consideran las insinuaciones e incógnitas que abre de cara al futuro.

El párrafo comienza por manifestar la intención de inspirarse en los mejores elementos de los sistemas europeos. Cae así en el vicio muy extendido en nuestro país de creer que todo lo que viene de allende los Pirineos es mejor que lo nuestro. Hay en ello un cierto complejo de inferioridad un poco necio y bastante paleto, que minusvalora todo lo español en beneficio de lo extranjero. También puede haber un planteamiento oportunista implícito. Dada la marcada heterogeneidad que existe entre todos los países, permite un gran margen para escoger entre ellos lo que se desea, justificándolo en la realidad exterior, pero sin considerar los muchos elementos en los que el país seleccionado se diferencia del nuestro.

El documento continúa pronosticando lo peor: “Crear nuevos mecanismos de acceso a la carrera judicial que garanticen la igualdad de oportunidades con independencia del sexo y de la situación económica de los aspirantes”. Saltan todas las señales de alarma cuando se intuye que lo que se pretende es modificar el sistema actual; y es que no hay procedimiento más objetivo y menos discrecional que el sistema de oposiciones para garantizar el mérito y la capacidad, no solo de los jueces, sino de todos los funcionarios públicos.

Un destacado administrativista escribió que las oposiciones han sido el único elemento democrático que permaneció durante el franquismo. Al menos en el tardo franquismo la inamovilidad en el empleo de los cuerpos superiores fue un factor que incidió positivamente en la neutralidad de la Administración, y permitió ocupar puestos relativamente relevantes a funcionarios con ideología alejada e incluso opuesta a la del régimen.

En 1976, recién muerto Franco fui testigo directo de la diferencia que había entre una Administración basada en las oposiciones como la española, a otras Administraciones en las que el acceso se fundamenta en procedimientos más arbitrarios como las que mantenía, al menos entonces, la mayoría de los países latinoamericanos. Trabajaba en el Servicio de Estudios del Banco de España y tuve que participar durante seis meses en el FMI en un curso de análisis monetario y política financiera, y en el que el resto de los asistentes (excepto uno que también era español) eran latinoamericanos.

Como yo adoptase en público, con frecuencia, posturas críticas sobre las ideas y teorías que desde el FMI se vertían en el curso, aquellos de los participantes que habían adquirido más confianza conmigo se acercaban asustados a recomendarme más prudencia, pues temían que desde el Fondo escribiesen quejándose a las autoridades de mi país, y que estas me expulsasen de la Administración. Comprendí entonces la libertad que concedía haber ganado el puesto de trabajo por oposición, y al mismo tiempo la garantía de objetividad que otorgaba a los ciudadanos este sistema de acceso a la función pública. Ha sido una creencia que me ha acompañado a lo largo de toda mi vida profesional y que he podido corroborar en otros muchos momentos.

Si se trata de “garantizar la igualdad de oportunidades en cuanto al sexo y la igualdad económica”, que es lo que parece preocuparles a los firmantes del acuerdo, pocos sistemas lo cumplen mejor que el de oposiciones. Ha sido uno de los mecanismos más eficaces de movilidad social, permitiendo el acceso a puestos socialmente elevados a personas de extracción humilde. Y en cuanto al género, actualmente ingresan más mujeres que hombres en la función pública. En la Administración no ha sido necesario establecer ninguna regla de paridad para que el número de puestos de relevancia ocupados por mujeres sea mayor o al menos igual que los que mantienen los hombres.

Fui de aquellos que, en los primeros años de la Transición, consciente de los defectos que a pesar de todo tenía nuestra Administración, temía que los cuerpos superiores y especiales, los asignados a una determinada función, terminasen por patrimonializarla. No ocurrió nada de eso. Los funcionarios actuaron con toda profesionalidad y disciplina. El verdadero peligro, por el contrario, se encuentraba en que los políticos sean los que pretendan patrimonializar la Administración. El riesgo se fue haciendo tanto más real según se fueron constituyendo las Comunidades Autónomas, ya que, al surgir las Administraciones ex novo, el factor de pertenecer a un determinado partido o profesar la misma línea ideológica pesaba más que el mérito y la capacidad.

Dado que se ha venido produciendo un deslizamiento hacia arriba de niveles, los secretarios de Estado actuales equivalen a los directores generales de antes, y las hoy direcciones generales son las subdirecciones, cuando no las jefaturas de servicio, de los 25 o 30 años atrás. Ello debería conducir a la obligación de que al menos de director general hacia abajo todos los puestos tuviesen que cubrirse por funcionarios. En principio así está estipulado, pero como quien hace la ley hace la trampa, en el caso de los directores generales se prevé la excepción; eso sí, debidamente justificada, pero el papel lo aguanta todo, de manera que lo que teóricamente es una excepción se convierte muchas veces en la regla. Cada nuevo gobierno tiene la tentación de considerar la Administración como su propio cortijo y de realizar todo tipo de cambios. Especial importancia adquieren en esta dinámica las empresas públicas, en  la mayoría de ellas han desaparecido los funcionarios y casi todos los trabajadores se han reclutado a dedo por los respectivos gobiernos, que han aprovechado estas instituciones para colocar a los afines y a los escogidos.

Si las oposiciones, al menos en la Administración Central, garantizan a los funcionarios la seguridad en el empleo, no aseguran, sin embargo, la inamovilidad del puesto de trabajo, porque la forma de proveerlos en muchos casos es la de libre designación, que comporta también la libre remoción. Ello concede al poder político una posibilidad cierta de presión, pues a menudo el cambio de puesto de trabajo repercute de modo apreciable en las retribuciones. Buen ejemplo de ello es lo ocurrido con Pedro Sánchez y los abogados del Estado.

Periódicamente surgen voces que ponen en duda el valor de las oposiciones. Lo consideran un mecanismo obsoleto y antiguo, y dirigen la mirada a aquellos métodos a través de los que el sector privado capta a su personal, que con frecuencia están condicionados por la recomendación y el tráfico de influencias. En uno de los gobiernos de Zapatero, Jordi Sevilla, que era el de las grandes ideas, el de enseñar la economía en dos días y el del tipo único en el impuesto sobre la renta, fue ministro de las administraciones públicas. Sus ocurrencias se centraron en convertir toda la Administración en agencias y en cambiar el sistema de acceso a la función pública, criticando el sistema de oposiciones y sustituyéndolo por la entrevista, y la valoración de méritos entre otros criterios; en definitiva, los procedimientos del sector privado, todos ellos de difícil cuantificación y valoración y que permiten la discrecionalidad cuando no la arbitrariedad. Menos mal que no supo, o no le dio tiempo, llevar a cabo sus propósitos.

El hecho de que el sistema de oposiciones sea el método mejor para garantizar la objetividad y la neutralidad en el ingreso de los empleados públicos no quiere decir que no haya que modificar el diseño de algunas de sus pruebas, eliminando todo elemento de irracionalidad que pueda dañar la eficacia en la selección y proporcionar flancos fáciles a la crítica. Me refiero, por ejemplo, a la costumbre seguida por algunos tribunales, especialmente en el ámbito del Derecho (abogados del Estado, registradores, jueces, fiscales, etc.) y copiada por algunos de otros cuerpos de exigir en los exámenes orales una exposición literal de los temas a modo de papagayo, hasta el extremo de que de forma coloquial se designa “cantar”. Quizás la mejor comparación que nos ilustra sobre esta exigencia, al menos a aquellos que estudiamos en el franquismo, es la obligación que en muchos casos se nos imponía de aprender de corrido los treinta y tres reyes godos.

Me viene a la memoria una escena de una película española “La casa de la Troya”. Comedia divertida de tema estudiantil, basada en una novela del mismo título. El episodio en cuestión narra el primer día de clase, en el que el catedrático (interpretado por José Isbert) presenta el manual de la signatura, al tiempo que alecciona a los alumnos: “Tengan en cuenta que entre quien se aprenda el libro de memoria y otro que no sepa nada, apruebo al segundo y suspendo al primero. El segundo algún día puede llegar a saber la asignatura, el primero está ya incapacitado para aprenderla”.

Si es importante defender el sistema de oposiciones en el acceso general a la función pública, se hace imprescindible cuando de lo que se trata es de la carrera judicial. Garantizar la objetividad y desechar toda posibilidad de discrecionalidad en la incorporación de jueces y fiscales constituye una condición para poder hablar de Estado de derecho. Pero precisamente por eso la tentación de intervenir por parte del poder político es más fuerte. Se trata de un control desde el origen, asegurándose la ideología y las preferencias políticas de los aspirantes. Para ese objetivo se precisa establecer sistemas de selección con un fuerte componente de discrecionalidad, cuando no de arbitrariedad, permitiendo mayores grados de libertad a los seleccionadores.

El PSOE en el pasado -año 1985- estableció un sistema de acceso a la judicatura paralelo al sistema de oposiciones, tercer turno (uno de cada tres), cuarto turno (uno de cada cuatro) y quinto turno (uno de cada cinco) en el que se reservaban las plazas para juristas de reconocido prestigio y una serie de años de antigüedad en la profesión. Requisitos todos ellos muy vagos y flexibles, susceptibles de ser juzgados de manera distinta y en los que las decisiones tomadas son difíciles de rebatir o impugnar. La medida se intentó justificar por la insuficiencia en aquel momento del número de jueces y la incapacidad de las oposiciones para solventar esta carencia. Es posible que detrás de esta pretensión se encontrase también, aun cuando no se confesase, la desconfianza que en aquel momento inspiraba al Gobierno la Administración de justicia, en buena medida proveniente del franquismo.

Hoy, desde luego, no se puede alegar ninguna de esas razones. El franquismo queda muy lejos, y ha pasado suficiente tiempo para que se haya podido cubrir por oposición el número necesario de jueces. En este momento no hay ninguna otra razón que una tendencia autocrática que pretende prescindir de la división de poderes y que considera a los tribunales obstáculo para sus fines. Es la concepción que se desprende de la estructura de Estado diseñada por las leyes anticonstitucionales aprobadas por los sediciosos en Cataluña, concepción que ha terminado por ser asumida por Podemos y por el PSOE de Pedro Sánchez.

Republica.com 14-2-2020



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