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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

MERKEL SE CONFIESA EN DAVOS

EUROPA Posted on Lun, febrero 10, 2020 23:52:29

Ha sido Davos, donde se reúne anualmente lo más florido del capitalismo internacional, el lugar escogido por la canciller Merkel -seguramente a punto de abandonar el gobierno- para confesarse y lanzar un discurso de autodefensa: “Dicen que soy muy mala, porque establezco condiciones muy duras, pero Portugal, Irlanda, Grecia… están ahora en condiciones más competitivas” declaró.

Dijo bien la canciller, estos países, y también el nuestro, se han hecho más competitivos, que no más productivos. Estos países salieron de la crisis aumentando su competitividad, pero no su productividad, que incluso puede haberse reducido. La recuperación económica se consiguió no a través de agrandar la tarta global, sino robando un trozo de pastel al vecino, trozo de pastel que es posible que se les hubiera robado a ellos antes. Sin incrementar la productividad, la mayor competitividad solo se gana haciendo que los de al lado sean menos competitivos. El único camino es modificando la relación real de intercambio, bien cambiando la cotización de las divisas, bien los precios relativos entre los países.

Merkel, confesándose en Davos, me recuerda esa coplilla del siglo XVIII de Juan de Iriarte: “El señor Don Juan de Robres, con caridad sin igual, hizo este santo hospital y primero hizo los pobres”.

Alemania y el resto de países ricos del Norte son los Juan de Robres de Europa. Desde la creación del euro en el año 2000, gracias a la imposibilidad de que sus monedas se revaluasen, fueron ganando competitividad hasta que acumularon un superávit exterior desmedido. En 2007 la balanza por cuenta corriente de Alemania presentaba un saldo positivo del 6,8% de su PIB. La de Luxemburgo, el 10%; Holanda el 7,4% y Austria el 4,2%. Pero estos superávits tuvieron su reflejo inverso en la pérdida de competitividad y, por lo tanto, en las cuentas exteriores de los países del Sur, que no podían devaluar la moneda. En 2007 el déficit por cuenta corriente de Grecia fue del 15,6%, el de España, 9,65 y el de Portugal, 6,5%.

Tales desequilibrios solo fueron posibles, en primer lugar, porque todos los Estados miembros poseían la misma moneda. De lo contrario, la variación en las cotizaciones de las diversas divisas habría corregido la relación real de intercambio, y por lo tanto la desviación en la competitividad de los diferentes países. En segundo lugar, por el considerable montante de capital que de las naciones excedentarias se trasladó a las deficitarias para financiarlas. Las primeras se convirtieron en grandes acreedores y las segundas se vieron forzadas a adquirir ingentes deudas.

De estos polvos vinieron los lodos de la recesión, cuyo coste hicieron recaer los países del Norte, con la finalidad de salvar a sus bancos, exclusivamente sobre los deudores. Fueron Alemania y sus países satélites los que crearon a los pobres porque forzaron a los Estados del Sur a incrementar su competitividad y a cerrar la brecha del sector exterior, lo que era totalmente necesario, pero no l hacerlo mediante una devaluación interna que condenó a enormes sacrificios a sus poblaciones.

Ciertamente podría haber habido otras opciones. La primera y más evidente, la devaluación de las monedas. Bien es verdad que eso solo hubiese sido posible de no haberse creado la Unión Monetaria. Claro que, si el euro no se hubiera implantado tampoco hubieran sido necesarias las correcciones, porque los desequilibrios jamás se hubieran producido, al menos no con la misma intensidad. La segunda es que aun cuando se hubiese constituido la Eurozona, esta se hubiese asentado en una unión política con integración también en materia presupuestaria y fiscal, de manera que existiesen mecanismos redistributivos que corrigiesen automáticamente los desequilibrios. La tercera consistía en que los ajustes se hubiesen aplicado también -y quizás con mayor intensidad- en los países superavitarios, practicando en ellos una política fiscal expansiva que hubiese hecho mucho menos necesarios, al menos no con esa dureza, los ajustes aplicados a los deudores.

Habrá quien piense que las dos primeras opciones mencionadas son quiméricas porque la UM, nos guste o no, se había constituido y, además, de acuerdo con un determinado diseño y modelo por imperfecto que fuera, y resultaba ilusoria la vuelta atrás o la modificación del proyecto, al menos a corto plazo. Es cierto que de nada vale llorar ahora por la leche derramada. Es verdad que las dos primeras opciones eran ya imposibles de aplicar. Si las he citado es porque conviene tenerlas en cuenta de cara a conocer dónde se situaba y se sitúa el origen del problema y qué países son los beneficiarios. Las dos opciones primeras -que no se podían emplear-  conceden toda su fuerza a la tercera, porque con cumplida razón deberían haber sido sobre los países acreedores -que eran los verdaderamente favorecidos- sobre los que debería haber recaído en mayor medida el ajuste.

Nada de eso ocurrió. A los países del Sur se les obligó a corregir sus déficits exteriores. Los del Norte, sin embargo, lejos de aminorar sus superávits, los incrementaron. El de Alemania en los últimos años rondó el 8%, y el de Holanda el 10%. El coste recayó exclusivamente sobre los primeros, que aún continúan pagando las consecuencias. Han incrementado el endeudamiento público de forma considerable, mantienen altas tasas de desempleo y sus poblaciones han sufrido recortes sustanciales de sus derechos laborales y sociales. Alemania, por el contrario, ha visto descender el stock de deuda pública y sus tasas de paro se han situado en mínimos. Aun cuando todos los países miembros tienen la misma moneda, la prima de riesgo indica que a Alemania le resulta más barato financiarse que a los otros países.

El diseño sobre el que se ha construido la UM y consecuentemente la política seguida han beneficiado de forma considerable al país germánico y al resto de los países del Norte, a costa de los sacrificios que han tenido que sufrir los países del Sur. No tiene sentido que Merkel señale “a la disposición de ayudar de Alemania y de los países más ricos del euro” como causa de la recuperación de los países del Sur. Lo cierto es que a quienes se ha ayudado de verdad con los rescates ha sido a los bancos del Norte. Evitar la quiebra de estos era la finalidad última de los préstamos (que no subvenciones) concedidos por las instituciones europeas a los países deudores. Préstamos que, por otra parte, eran financiados por todos los países miembros (no solo los ricos) en la misma proporción a sus respectivos PIB.

Merkel se refirió a los conflictos comerciales como si estos no tuviesen nada que ver con ella, cuando es su superávit exterior la causa mayor de los desajustes del comercio internacional. La corrección del déficit de los países del Sur, sin que al mismo tiempo eliminasen los del Norte su superávit, ha conducido a que la Eurozona en su conjunto mantenga un saldo positivo en su balanza por cuenta corriente del 4%, cantidad suficientemente elevada para crear graves problemas en el orden internacional y provocar en buena medida las guerras comerciales de las que se queja Merkel.

La política proteccionista no se canaliza exclusivamente mediante los aranceles y los contingentes; el tipo de cambio tiene un papel protagonista. Alemania y Holanda, por ejemplo, gracias a la UM, mantienen una cotización de sus monedas muy alejada de lo que sería su relación real de intercambio fuera de la moneda única. De ahí sus enormes superávits, origen en una proporción importante de los enfrentamientos comerciales que difícilmente cesarán sin que aquellos se corrijan.

republica.com 7-2-2020



LOS IMPUESTOS, DOS Y DOS SON CUATRO

HACIENDA PÚBLICA Posted on Dom, febrero 02, 2020 23:43:26

Es curiosa la relación que los partidos políticos mantienen con los impuestos. Todos, absolutamente todos, mienten. Los de derechas se esfuerzan por prometer reducciones fiscales al tiempo que nos aseguran que no van a verse perjudicados ni el Estado social ni las prestaciones y los servicios públicos. Los de izquierdas elaboran un programa de gastos que parece la carta a los reyes magos, mientras aseveran que no va a ser necesario elevar los impuestos; como mucho, plantean subidas tangenciales o proyectan crear nuevas figuras tributarias que no afectan al núcleo duro del sistema fiscal, cuya viabilidad resulta cuestionable y sus efectos, totalmente desconocidos.

Nadie se atreve a reconocer abiertamente que, dado el nivel  alcanzado por el endeudamiento público, no se pueden reducir los impuestos sin bajar al mismo tiempo el gasto público, y no se puede incrementar el gasto sin subir, como contrapartida, los tributos. Ningún partido se aventura a manifestar sin tapujos que los impuestos son imprescindibles para mantener el Estado social: pensiones, sanidad, educación, seguro de desempleo, dependencia, etc. Pero, es más, son necesarios también para hacer viable sin más el Estado a secas: justicia, orden público, infraestructuras, defensa, diplomacia, I+D, etc.

Como las mentiras hay que disfrazarlas, la izquierda, para hacer creíble la financiación de sus promesas, se saca de la manga ciertos gravámenes que en teoría no van dirigidos al grueso de la población -o al menos sus efectos no se conocen claramente-, con lo que pueden parecer inocuos para la mayoría de los votantes, pero que les va a resultar muy difícil implantar y, desde luego, en ningún caso se podrá obtener de ellos los recursos necesarios para sostener aquello que se proyecta. La derecha, a su vez, continúa agitando, aunque no lo designe con ese nombre, ese espantapájaros de la curva de Laffer, que asegura que se recauda más bajando los impuestos. Habrá que preguntarles por qué no conceden el mismo poder taumatúrgico al incremento del gasto social.

Ni la bajada de impuestos ni la subida del gasto incentivan sin más la actividad, si se hace manteniendo constante el déficit público. Los que opinan lo contrario olvidan el coste de oportunidad, es decir, que el efecto expansivo de la primera medida quedará compensado, más o menos, por el efecto contractivo de la medida alternativa que necesariamente se adopta como contrapartida para mantener la estabilidad presupuestaria.

Sin trucos y sin engaños, habría que preguntar a la sociedad qué nivel de gasto público desea, que es lo mismo que interrogarla acerca de qué carga fiscal está dispuesta a soportar. Los medios de comunicación y bastantes periodistas se entretienen en un juego bastante tonto, dividir el año en dos partes. En la primera, según dicen, se habría trabajado para el Estado; tan solo en la segunda lo habría hecho el contribuyente para su propio beneficio. Aparte de que suelen hacer bastante mal los cálculos, el simulacro al desnudo no tiene ningún significado, si no se le compara con la relación entre el número de bienes privados y la cantidad de bienes públicos que consumimos, e incluso con los bienes que, aun siendo privados, no existirían sin los bienes públicos.

La pregunta que se debería hacer es qué parte de la producción debe destinarse a bienes públicos y qué parte a bienes privados. Es verdad que la respuesta no es sencilla. En primer lugar, porque no será homogénea, ya que depende del puesto social que ocupe cada uno, y por lo tanto de la mayor o menor necesidad que tenga de de la acción del Estado y de en qué medida soporte la carga fiscal. En segundo lugar, porque existe una gran falsedad en los planteamientos, ya que nadie quiere reconocer que los impuestos son necesarios y ningún político se atreve a hablar claramente sobre ellos a los ciudadanos. Proclaman únicamente aquellas cosas que la mayoría de la población quiere escuchar.

En cierto modo la presión fiscal de un país mide la parte de la producción (PIB) que es absorbida por el Estado o, lo que es lo mismo, la parte que se traduce en bienes públicos. Existe, sin embargo, una cierta inexactitud en lo que acabamos de afirmar porque muchos de estos recursos retornan a la sociedad en forma de transferencias, prestaciones, subvenciones, etc. (Ahora bien, en un sentido forzado podríamos decir que también son bienes públicos). La presión fiscal de un país es un indicador bastante representativo del grado de estatificación de una economía. Y ahí tenemos que reconocer que España está a la cola de todas las naciones con las que podemos compararnos.

En el 2018, según Eurostat, la presión fiscal española fue del 35,4%, mientras que la media de la Eurozona se situó en el 41,7%, y la de la Unión Europea en el 40,3%. España es el octavo país con menor presión fiscal de la Eurozona. Pero, además, es significativo considerar las características de los países que tienen valores inferiores al nuestro: Eslovaquia (34,3%), Chipre (33,8%), Estonia (33%), Malta (32,7%), Letonia (31,4%), Lituania (31,5%), Irlanda (23%) Este último país, convertido claramente con permiso de la UE en un paraíso fiscal. Por el contrario, estamos tremendamente alejados de los otros tres grandes Estados de la Eurozona. Francia nos aventaja en 13 puntos, Italia y Alemania en siete. Pero es que países como Polonia, Portugal, Grecia, Hungría o Eslovenia tienen una presión fiscal mayor a la nuestra.

Se mire como se mire, ostentamos una presión fiscal exigua, incapaz de sustentar un Estado social mínimamente aceptable y causa de que estemos también a la cabeza en los índices de desigualdad en la Unión Europea. Desde el mundo empresarial y desde los bastiones de las fuerzas conservadoras, con el fin de ocultar la situación raquítica de nuestro sistema impositivo, descalifican el concepto de presión fiscal y pretenden sustituirlo por otros más acordes con sus intereses, pero de casi nula significación económica. Quieren ignorar que todos los organismos internacionales a la hora de hacer comparaciones entre países emplean la presión fiscal.

Con la finalidad de argumentar que en nuestro país se pagan muchos impuestos, el concepto más usado por ciertos sectores para sustituir el de presión fiscal es lo que denominan “esfuerzo fiscal”. Si la presión fiscal se define por el cociente entre recaudación tributaria y renta nacional, el esfuerzo fiscal se establece como la razón entre la presión fiscal y la renta per cápita. Detrás de este concepto se encuentra el supuesto gratuito de que las sociedades, cuanto más pobres son, menor debe ser su proporción de bienes públicos. La realidad es diferente porque, en todo caso, si debe haber alguna inferencia es justamente la contraria. Cuanto más pobre sea una sociedad más necesita de instrumentos que reduzcan la desigualdad. En realidad, lo que mide el esfuerzo fiscal es el grado de pobreza de las naciones. Al tener el índice, la variable renta nacional al cuadrado en el denominador, cuanto más pequeña sea esta, mayor será el esfuerzo fiscal.

Hace algunos meses el Instituto de Estudios Económicos (IEE), apéndice de la CEOE, presentó un informe en el que creaba un concepto nuevo al que denominaba “presión fiscal normativa”, y en el que se sostenía que en España este índice era superior en ocho puntos a la media de la UE, titular que se trasladó a todos los medios y a la opinión pública mediante rueda de prensa. Se pretendía con ello introducir la confusión necesaria para ocultar o invalidar el hecho de que la presión fiscal española está muy alejada de las que mantienen los países de nuestro entorno. Se construyó una nueva variable que en realidad ni el mismo IEE conoce en qué consiste, pero que introduce la duda acerca del nivel del gravamen en España.

El informe presentado por el IEE comienza descalificando el concepto de presión fiscal y para ello sus autores manejan todos los tópicos clásicos. En primer lugar, se recurre, aunque sin nombrarlo, al esfuerzo fiscal, al considerar que los países con menor renta  per cápita deben tener también una presión más baja, falacia comentada más arriba. En segundo lugar, acuden a la economía sumergida. Mantienen que en nuestro país es muy elevada, lo que origina que la presión sea mayor sobre los que pagan impuestos. Está por ver que el fraude sea mayor en España que en otros Estados. Pero, en cualquier caso, la presión fiscal hace referencia a todo un país y no a unos contribuyentes en particular. Es una media. No mide la equidad del sistema fiscal ni su progresividad ni el reparto de la carga. Mide tan solo la suficiencia, es decir, la capacidad del sistema para hacer frente al suministro de bienes y servicios públicos. En tercer lugar, el informe cae en el tópico, también ya señalado, de creer que una bajada de impuestos ahora incrementará la recaudación a medio plazo.

El informe no deja nada claro a qué llama presión fiscal normativa. Tan solo remite al índice de competitividad fiscal, elaborado por la Tax Foundation de EE.UU. Tal índice, al margen de que se pueda pensar que las cuarenta variables elegidas para conformarlo sean más o menos acertadas, que el método es o no es adecuado, que incluso es posible que toda su elaboración contenga un sesgo ideológico; puede tener un sentido. Nada que ver, no obstante, con la presión fiscal, ya sea normativa o sin normativa. Lo que pretende medir es cómo un sistema fiscal concreto influye en la competitividad y distorsiona o no la neutralidad del mercado.

Un sistema fiscal antes que competitivo y neutral debe cumplir dos finalidades que son prioritarias: la suficiencia y la equidad (progresividad). La presión fiscal mide la primera de ellas. Para dar un juicio sobre la equidad y sobre la progresividad se precisa examinar la configuración de las distintas figuras tributarias y la relación y proporción entre ellas. La competitividad viene a ser una propiedad secundaria y subordinada a las dos anteriores, que solo adquiere un cierto significado con la globalización o en integraciones como la UE, en la que se acepta la libre circulación de capitales sin ninguna armonización fiscal.

Es cierto que en las circunstancias actuales los impuestos pueden utilizarse al igual que la legislación laboral o social, para ganar competitividad en los mercados internacionales, competitividad no basada en el incremento de la productividad, sino en empobrecer al vecino robándole un trozo de tarta. Es previsible que el vecino reaccione con idénticas medidas, de modo que se establezca una carrera competitiva en la que nadie terminará ganando y cuyo resultado generará sistemas fiscales raquíticos y regresivos, y la desaparición del Estado social tal como ahora lo conocemos. Es curiosa la manera en que todo el mundo condena la guerra comercial basada en aranceles y, sin embargo, se acepta con normalidad el dumping social y fiscal. En todo caso la reducida presión fiscal española está indicando que tal vez seamos nosotros los que estamos incurriendo en una competencia desleal hacia los otros países europeos.

Republica.com 31-1-2020



LOS IMPUESTOS, DOS Y DOS SON CUATRO

HACIENDA PÚBLICA Posted on Lun, enero 27, 2020 23:56:30

Es curiosa la relación que los partidos políticos mantienen con los impuestos. Todos, absolutamente todos, mienten. Los de derechas se esfuerzan por prometer reducciones fiscales al tiempo que nos aseguran que no van a verse perjudicados ni el Estado social ni las prestaciones y los servicios públicos. Los de izquierdas elaboran un programa de gastos que parece la carta a los reyes magos, mientras aseveran que no va a ser necesario elevar los impuestos; como mucho, plantean subidas tangenciales o proyectan crear nuevas figuras tributarias que no afectan al núcleo duro del sistema fiscal, cuya viabilidad resulta cuestionable y sus efectos, totalmente desconocidos.

Nadie se atreve a reconocer abiertamente que, dado el nivel  alcanzado por el endeudamiento público, no se pueden reducir los impuestos sin bajar al mismo tiempo el gasto público, y no se puede incrementar el gasto sin subir, como contrapartida, los tributos. Ningún partido se aventura a manifestar sin tapujos que los impuestos son imprescindibles para mantener el Estado social: pensiones, sanidad, educación, seguro de desempleo, dependencia, etc. Pero, es más, son necesarios también para hacer viable sin más el Estado a secas: justicia, orden público, infraestructuras, defensa, diplomacia, I+D, etc.

Como las mentiras hay que disfrazarlas, la izquierda, para hacer creíble la financiación de sus promesas, se saca de la manga ciertos gravámenes que en teoría no van dirigidos al grueso de la población -o al menos sus efectos no se conocen claramente-, con lo que pueden parecer inocuos para la mayoría de los votantes, pero que les va a resultar muy difícil implantar y, desde luego, en ningún caso se podrá obtener de ellos los recursos necesarios para sostener aquello que se proyecta. La derecha, a su vez, continúa agitando, aunque no lo designe con ese nombre, ese espantapájaros de la curva de Laffer, que asegura que se recauda más bajando los impuestos. Habrá que preguntarles por qué no conceden el mismo poder taumatúrgico al incremento del gasto social.

Ni la bajada de impuestos ni la subida del gasto incentivan sin más la actividad, si se hace manteniendo constante el déficit público. Los que opinan lo contrario olvidan el coste de oportunidad, es decir, que el efecto expansivo de la primera medida quedará compensado, más o menos, por el efecto contractivo de la medida alternativa que necesariamente se adopta como contrapartida para mantener la estabilidad presupuestaria.

Sin trucos y sin engaños, habría que preguntar a la sociedad qué nivel de gasto público desea, que es lo mismo que interrogarla acerca de qué carga fiscal está dispuesta a soportar. Los medios de comunicación y bastantes periodistas se entretienen en un juego bastante tonto, dividir el año en dos partes. En la primera, según dicen, se habría trabajado para el Estado; tan solo en la segunda lo habría hecho el contribuyente para su propio beneficio. Aparte de que suelen hacer bastante mal los cálculos, el simulacro al desnudo no tiene ningún significado, si no se le compara con la relación entre el número de bienes privados y la cantidad de bienes públicos que consumimos, e incluso con los bienes que, aun siendo privados, no existirían sin los bienes públicos.

La pregunta que se debería hacer es qué parte de la producción debe destinarse a bienes públicos y qué parte a bienes privados. Es verdad que la respuesta no es sencilla. En primer lugar, porque no será homogénea, ya que depende del puesto social que ocupe cada uno, y por lo tanto de la mayor o menor necesidad que tenga de de la acción del Estado y de en qué medida soporte la carga fiscal. En segundo lugar, porque existe una gran falsedad en los planteamientos, ya que nadie quiere reconocer que los impuestos son necesarios y ningún político se atreve a hablar claramente sobre ellos a los ciudadanos. Proclaman únicamente aquellas cosas que la mayoría de la población quiere escuchar.

En cierto modo la presión fiscal de un país mide la parte de la producción (PIB) que es absorbida por el Estado o, lo que es lo mismo, la parte que se traduce en bienes públicos. Existe, sin embargo, una cierta inexactitud en lo que acabamos de afirmar porque muchos de estos recursos retornan a la sociedad en forma de transferencias, prestaciones, subvenciones, etc. (Ahora bien, en un sentido forzado podríamos decir que también son bienes públicos). La presión fiscal de un país es un indicador bastante representativo del grado de estatificación de una economía. Y ahí tenemos que reconocer que España está a la cola de todas las naciones con las que podemos compararnos.

En el 2018, según Eurostat, la presión fiscal española fue del 35,4%, mientras que la media de la Eurozona se situó en el 41,7%, y la de la Unión Europea en el 40,3%. España es el octavo país con menor presión fiscal de la Eurozona. Pero, además, es significativo considerar las características de los países que tienen valores inferiores al nuestro: Eslovaquia (34,3%), Chipre (33,8%), Estonia (33%), Malta (32,7%), Letonia (31,4%), Lituania (31,5%), Irlanda (23%) Este último país, convertido claramente con permiso de la UE en un paraíso fiscal. Por el contrario, estamos tremendamente alejados de los otros tres grandes Estados de la Eurozona. Francia nos aventaja en 13 puntos, Italia y Alemania en siete. Pero es que países como Polonia, Portugal, Grecia, Hungría o Eslovenia tienen una presión fiscal mayor a la nuestra.

Se mire como se mire, ostentamos una presión fiscal exigua, incapaz de sustentar un Estado social mínimamente aceptable y causa de que estemos también a la cabeza en los índices de desigualdad en la Unión Europea. Desde el mundo empresarial y desde los bastiones de las fuerzas conservadoras, con el fin de ocultar la situación raquítica de nuestro sistema impositivo, descalifican el concepto de presión fiscal y pretenden sustituirlo por otros más acordes con sus intereses, pero de casi nula significación económica. Quieren ignorar que todos los organismos internacionales a la hora de hacer comparaciones entre países emplean la presión fiscal.

Con la finalidad de argumentar que en nuestro país se pagan muchos impuestos, el concepto más usado por ciertos sectores para sustituir el de presión fiscal es lo que denominan “esfuerzo fiscal”. Si la presión fiscal se define por el cociente entre recaudación tributaria y renta nacional, el esfuerzo fiscal se establece como la razón entre la presión fiscal y la renta per cápita. Detrás de este concepto se encuentra el supuesto gratuito de que las sociedades, cuanto más pobres son, menor debe ser su proporción de bienes públicos. La realidad es diferente porque, en todo caso, si debe haber alguna inferencia es justamente la contraria. Cuanto más pobre sea una sociedad más necesita de instrumentos que reduzcan la desigualdad. En realidad, lo que mide el esfuerzo fiscal es el grado de pobreza de las naciones. Al tener el índice, la variable renta nacional al cuadrado en el denominador, cuanto más pequeña sea esta, mayor será el esfuerzo fiscal.

Hace algunos meses el Instituto de Estudios Económicos (IEE), apéndice de la CEOE, presentó un informe en el que creaba un concepto nuevo al que denominaba “presión fiscal normativa”, y en el que se sostenía que en España este índice era superior en ocho puntos a la media de la UE, titular que se trasladó a todos los medios y a la opinión pública mediante rueda de prensa. Se pretendía con ello introducir la confusión necesaria para ocultar o invalidar el hecho de que la presión fiscal española está muy alejada de las que mantienen los países de nuestro entorno. Se construyó una nueva variable que en realidad ni el mismo IEE conoce en qué consiste, pero que introduce la duda acerca del nivel del gravamen en España.

El informe presentado por el IEE comienza descalificando el concepto de presión fiscal y para ello sus autores manejan todos los tópicos clásicos. En primer lugar, se recurre, aunque sin nombrarlo, al esfuerzo fiscal, al considerar que los países con menor renta  per cápita deben tener también una presión más baja, falacia comentada más arriba. En segundo lugar, acuden a la economía sumergida. Mantienen que en nuestro país es muy elevada, lo que origina que la presión sea mayor sobre los que pagan impuestos. Está por ver que el fraude sea mayor en España que en otros Estados. Pero, en cualquier caso, la presión fiscal hace referencia a todo un país y no a unos contribuyentes en particular. Es una media. No mide la equidad del sistema fiscal ni su progresividad ni el reparto de la carga. Mide tan solo la suficiencia, es decir, la capacidad del sistema para hacer frente al suministro de bienes y servicios públicos. En tercer lugar, el informe cae en el tópico, también ya señalado, de creer que una bajada de impuestos ahora incrementará la recaudación a medio plazo.

El informe no deja nada claro a qué llama presión fiscal normativa. Tan solo remite al índice de competitividad fiscal, elaborado por la Tax Foundation de EE.UU. Tal índice, al margen de que se pueda pensar que las cuarenta variables elegidas para conformarlo sean más o menos acertadas, que el método es o no es adecuado, que incluso es posible que toda su elaboración contenga un sesgo ideológico; puede tener un sentido. Nada que ver, no obstante, con la presión fiscal, ya sea normativa o sin normativa. Lo que pretende medir es cómo un sistema fiscal concreto influye en la competitividad y distorsiona o no la neutralidad del mercado.

Un sistema fiscal antes que competitivo y neutral debe cumplir dos finalidades que son prioritarias: la suficiencia y la equidad (progresividad). La presión fiscal mide la primera de ellas. Para dar un juicio sobre la equidad y sobre la progresividad se precisa examinar la configuración de las distintas figuras tributarias y la relación y proporción entre ellas. La competitividad viene a ser una propiedad secundaria y subordinada a las dos anteriores, que solo adquiere un cierto significado con la globalización o en integraciones como la UE, en la que se acepta la libre circulación de capitales sin ninguna armonización fiscal.

Es cierto que en las circunstancias actuales los impuestos pueden utilizarse al igual que la legislación laboral o social, para ganar competitividad en los mercados internacionales, competitividad no basada en el incremento de la productividad, sino en empobrecer al vecino robándole un trozo de tarta. Es previsible que el vecino reaccione con idénticas medidas, de modo que se establezca una carrera competitiva en la que nadie terminará ganando y cuyo resultado generará sistemas fiscales raquíticos y regresivos, y la desaparición del Estado social tal como ahora lo conocemos. Es curiosa la manera en que todo el mundo condena la guerra comercial basada en aranceles y, sin embargo, se acepta con normalidad el dumping social y fiscal. En todo caso la reducida presión fiscal española está indicando que tal vez seamos nosotros los que estamos incurriendo en una competencia desleal hacia los otros países europeos.

Republica.com 24-1-2020



PEDRO SÁNCHEZ, CUATRO AÑOS DESPUÉS (II)

PSOE Posted on Dom, enero 19, 2020 00:04:15

En el artículo de la semana pasada mantenía (con algunos ejemplos como el de la judicialización de la política) que una de las peores consecuencias de los pactos que Sánchez ha firmado con los secesionistas de todos los pelajes radica en haber accedido a utilizar su propio lenguaje, lenguaje que tiene muy poco de inocente. Detrás de él hay todo un discurso y una concepción política claramente contraria a la Constitución, y me atrevo a decir que también al Estado de derecho. El nacionalismo ha desplegado una gran habilidad para utilizar palabras con un doble sentido que, si aparentemente parecen inocuas, no lo son. Cuando el Gobierno de la nación usa el lenguaje de los golpistas -incluso de los defensores de los terroristas-, los está blanqueando, legitimando, incluso internacionalmente. Termina siendo presa, además, de la ambigüedad de su discurso y sus planteamientos.

Sánchez habla ya sin ningún pudor de conflicto político. Expresión que los independentistas catalanes han copiado de ETA, y que tiene unas connotaciones  difícilmente aceptables. El mismo Sánchez hace solo algunos meses negaba que se diese un conflicto político y, en su lugar, hablaba de un conflicto de convivencia entre catalanes; pero ya sabemos que Sánchez puede cambiar de discurso en veinticuatro horas. Lo que sí se puede sostener es que en Cataluña hay un problema (no conflicto) político. Pero, como acertadamente sostuvo Ortega en las Cortes españolas con motivo del debate del estatuto de autonomía de Cataluña, no todos los problemas tienen que tener solución, y eso parece que es lo que ocurre con el catalán, que solo se puede conllevar. Bien es verdad que, como el mismo Ortega defendía, la “conllevanza” no solo implica “que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles”. Y yo me atrevería a decir que unos catalanes tienen que conllevarse con los otros. Sería bueno que todos los que piensan que el problema nacionalista (problema eterno, lo llamaba Unamuno) puede solucionarse a base de concesiones, leyesen el memorable discurso de Ortega en aquella ocasión. Aun cuando fue pronunciado hace noventa años, sigue siendo perfectamente aplicable en la actualidad.

Para los sediciosos, la expresión conflicto político tiene varias derivaciones que Sánchez está asimilando una tras otra. La primera es que con ella se pretende indicar que no es un conflicto judicial, de lo que ya hablamos la semana pasada. La segunda es que lo plantean como un conflicto entre España y Cataluña. Pero ellos no son Cataluña; y, además, Cataluña, les guste o no, también forma parte de España. El único conflicto posible es de orden público. Una parte de Cataluña se subleva contra todo el Estado y, por lo tanto, también contra Cataluña, y pretende imponer por la fuerza y no mediante la ley sus pretensiones. La tercera derivada es que aprovechan para plantear todo en términos de bilateralidad.

Los catalanes -incluso muchos de los no nacionalistas- han reclamado siempre la bilateralidad, como una forma de especificidad, de salirse del común de confesores, del resto de las Autonomías. Invocan con frecuencia lo que llaman sus hechos diferenciales y algunos, como los del PSC, que si en teoría no son nacionalistas siempre han estado próximos, reclaman el federalismo asimétrico. Sánchez en el debate de investidura enumeró todos los estatutos de autonomía que recogían la bilateralidad. Constituye uno de los efectos negativos del nacionalismo, que todas las regiones quieren alcanzar sus mismos privilegios y así terminan copiando sus mismos defectos y desviaciones.

En cualquier caso, por mucho que los estatutos de autonomía recojan la bilateralidad, en ninguna Comunidad como en Cataluña se establece una mesa de diálogo, de tú a tú, de igual a igual, entre los dos gobiernos a los máximos niveles. Esta mesa se sitúa fuera de toda la estructura y organización del Estado y de la Comunidad Autónoma, suspendida en el aire, con la finalidad de que, como afirman los sediciosos, sus acuerdos no se puedan recurrir ante los tribunales (desjudicializar la política), por encontrarse en el limbo jurídico y administrativo. En ninguna Comunidad como en Cataluña se alterna el lugar de la reunión entre gobiernos (Madrid-Barcelona) para dejar constancia de forma muy expresiva de que la negociación se hace de igual a igual. Y con ninguna Comunidad Autónoma como con Cataluña se constituye una mesa de negociación en la que se pueden tratar todos los temas, aun los ilegales y los que vayan contra la Constitución.

En el acuerdo firmado por Pedro Sánchez se asume el lenguaje de los secesionistas al eludir la palabra Constitución, sustituyéndola por esa expresión tan ambigua de “los mecanismos previstos o que puedan preverse en el marco del sistema jurídico-político”. Los sanchistas se defienden asegurando que en esa fórmula está contenido el reconocimiento a la Constitución, pero habrá que preguntar, entonces, la razón por la que no se la cita expresamente. La respuesta resulta sencilla y lo han manifestado los mismos secesionistas. Ellos interpretan la afirmación remitiéndose a un supuesto derecho internacional inexistente y por relación a unos etéreos derechos humanos con exégesis propia y singular, que se colocan frente a la Constitución y a la legislación española.

El acuerdo contempla también someter a referéndum en Cataluña (aun cuando lo llame consulta) el resultado de la mesa. El actual secretario de Organización del PSOE se refirió a esta anormalidad alegando que la población tiene que opinar para superar el conflicto enquistado y recomponer la Comunidad de Cataluña. No parece que haya nada parecido en nuestra Constitución y en nuestras normas jurídicas que estipule que la población de Cataluña, al margen de los ciudadanos del resto de España, tenga que opinar acerca de las conclusiones aprobadas en una mesa inexistente jurídica y administrativamente hablando.

Es cierto que los estatutos de autonomía se someten a votación de los ciudadanos de la respectiva Comunidad, pero la mesa bilateral que se propone no tiene nada que ver con las reformas estatutarias. Primero, porque no sigue el camino procedimental de ellas. Se deja al margen tanto al parlamento catalán, como a las cortes españolas. Segundo, porque los golpistas han afirmado una y otra vez que ya no están en clave autonómica y estatutaria. Tercero, después del chasco del anterior estatuto, no creo que quede mucho margen para modificaciones estatutarias, a no ser que se pretenda repetir la actuación de Zapatero y cambiar la Constitución por la puerta de atrás disfrazada de reforma del estatuto de autonomía.

El 8 de abril de 2014, el soberanismo trajo a las Cortes la petición, más bien exigencia, de que el Congreso delegase en el Parlament la competencia para convocar en Cataluña un referéndum no vinculante acerca de su autodeterminación. La propuesta fue rechazada con los votos del PP, del PSOE, de UPD, y de alguno del grupo mixto. En total, 299 frente a los 47 a favor, de los nacionalistas y de IU. El resultado contrasta con lo que hemos presenciado estos días de atrás en el Parlamento. La diferencia es que entonces Pérez Rubalcaba lideraba el grupo socialista, y hoy la Secretaría General del PSOE está ocupada por Pedro Sánchez. El requerimiento de los proponentes fue claro y muy expresivo de cómo iban a concebir el diálogo a partir de entonces: “Es un proceso sin retorno”. Es decir, la alternativa es sí o sí. Si no nos lo dan, nos lo tomaremos. Lo que no estaba previsto es que en esa tarea fuesen a tener la ayuda del presidente del Gobierno de España, y por supuesto del vicepresidente segundo.

Lo más impúdico de la posición adoptada por Sánchez es que todas sus concesiones no han tenido ni una sola contrapartida de parte de los golpistas. No han renunciado a la unilateralidad, o lo que es lo mismo, amenazan con repetir el golpe de Estado. No han cedido ni un ápice. Más bien, todo lo contrario. Se han crecido y piensan que todas las bazas están en su mano. Tanto Bildu como Esquerra en el debate de investidura han actuado con total chulería sin ocultar lo más mínimo sus planteamientos.

No se lo han puesto fácil a Sánchez. Daba vergüenza ajena. Él, tan prepotente habitualmente, se ha empequeñecido ante las intervenciones y exabruptos de los golpistas y batasunos. Ha tenido que escuchar de Montse Bassa que le importaba un comino la gobernabilidad de España. Tanto EH Bildu como Esquerra Republicana le han dejado claro quién manda. Mertxe Aizpurua se lo advirtió de forma bastante elocuente: “Sin nuestros votos y sin atender la demanda de nuestras naciones no habrá gobierno progresista”. Nadie le contestó que era su presencia la que impedía precisamente cualquier gobierno de corte progresista. A su vez, Rufián también le previno que sin mesa de diálogo no habrá legislatura.

Uno de los efectos más perniciosos del sometimiento de Sánchez a los golpistas es la repercusión muy negativa que va a tener en el exterior. Es difícil que los jueces y los políticos europeos se crean que en España se ha producido un golpe de Estado cuando el presidente del Gobierno funda en los golpistas su nuevo gobierno y plantea la necesidad de desjudicializar la política, como primera medid cambia de fiscal general para conseguirlo. No deja de resultar irónico que Borrell tras la moción de censura criticase al gobierno de Rajoy por no haber sabido contrarrestar el relato de los golpistas en el extranjero y prometía solemnemente que el nuevo gobierno sabría corregir esta omisión. Está claro que lo ha conseguido, ya no es una omisión, sino una postura activa. Pedro Sánchez se está convirtiendo en el portavoz del pensamiento independentista.

En el debate de investidura Sánchez centró toda su argumentación en dos ideas. La primera, agrupar a todos los que no le apoyan, en lo que llama mayoría de bloqueo. Es realmente irónico escuchar al señor del “no es no”, eslogan con el que ganó las primarias, atribuir a los demás lo que él llevaba haciendo desde el 2015, porque en realidad el bloqueo ha existido desde esa fecha y ha sido él quien de una u otra forma ha estado bloqueando el funcionamiento normal del sistema político hasta que se ha hecho con el gobierno.

La segunda ha consistido en repetir una y otra vez que este es el gobierno que han elegido los españoles, lo que es totalmente falso. En el sistema político español, los ciudadanos no eligen al gobierno ni a su presidente, sino a los diputados y son estos los que eligen al presidente del gobierno. A Pedro Sánchez, por lo tanto, quienes le han elegido son los golpistas de Esquerra, los postetarras de Bildu, los nacionalistas del PNV; algunos regionalistas que se han lanzado a imitar a los nacionalistas y que están dispuestos a vender su voto al mejor postor; Podemos, que hace tiempo que perdió el norte; y los propios diputados socialistas que habían hecho la campaña electoral con un discurso radicalmente diferente al que ahora se ven obligados a asumir.

Teniendo en cuenta esto último no es extraño que Inés Arrimadas se haya acordado de Sodoma y Gomorra y haya pedido no treinta justos como Abraham, sino uno solo que impidiese que el gobierno de España quedase rehén de los golpistas y de los defensores de ETA. La demanda de Arrimadas tenía su fundamento en el hecho de que en 2016 los órganos del partido socialista echaron a Sánchez de la Secretaría General ante la sospecha de que intentaba hacer lo que ahora por fin ha consumado. El requerimiento de Arrimadas, sin embargo, tenía desde el principio poco futuro considerando la purga a la que Sánchez ha sometido al grupo parlamentario socialista, precisamente en previsión de que cuando diese el salto al gobierno  Frankenstein no hubiese nadie dispuesto a oponerse. Lo que sí parece cierto es que -quieran o no- quedarán marcados por haber colaborado en esa ignominia que tuvo ya su antecedente en la moción de censura.

Hay quienes en arranque de optimismo anuncian que este gobierno durará muy poco porque, según dicen, en seguida surgirán los enfrentamientos y discrepancias. Creo que quienes así piensan se equivocan; quizás no conocen a Pedro Sánchez. Carmen Calvo lo ha dicho con total rotundidad: esta legislatura durará cuatro años, y es que una vez que ha sido investido, Sánchez tiene la sartén por el mango y el mango también, tal como se decía en aquella famosa adaptación del “Tartufo” de Llovet-Marsillach, que se puso en escena en la época franquista y en la que se criticaba a los ejecutivos del OPUS. Una vez en la presidencia del gobierno no hay nada ni nadie que le pueda obligar a marcharse. La moción de censura es constructiva y pase lo que pase es quimérico pensar que pueda prosperar una alternativa a Sánchez. Y este no va a estar dispuesto en ninguna circunstancia a la dimisión ni a disolver las Cortes. Con acuerdos y sin acuerdos, con presupuestos o sin presupuestos, nada le va a hacer que abandone la Moncloa. Durante cuatro años ha sido capaz de pasar por todo con tal de llegar a la presidencia del gobierno, tanto o más fácil le será ahora mantenerse. 

republica.com 17- 1- 2020



PEDRO SÁNCHEZ, CUATRO AÑOS DESPUÉS (I)

PSOE Posted on Dom, enero 12, 2020 23:01:21

Le ha costado cuatro años, pero lo ha conseguido. En diciembre de 2015 nadie podía imaginarlo, ni tampoco hasta dónde íbamos a llegar en los desatinos. Era difícil, por no decir imposible, prever entonces la aberración que se iba a consumar en el Congreso el día 7 de enero de este año. Solo se le pudo pasar por la cabeza a Sánchez. Bueno, tal vez también a alguien más, al artífice, al ideólogo, a Iceta. Sánchez puede ser un inmoral, que lo es, pero de ninguna manera es tan listo. Iceta, por el contrario, es un Rasputín, curtido en no se sabe cuántos aquelarres políticos, que han constituido su única profesión y universidad, y dispuesto siempre a la intriga y a moverse entre dos aguas, como buen militante del PSC.

En diciembre de 2015 Sánchez no tenía a favor prácticamente nada. Había perdido las elecciones y, además, con unos resultados peores que los obtenidos por Almunia y Pérez Rubalcaba en sus respectivos comicios, tras los cuales ambos habían dimitido. Cabría suponer que Pedro Sánchez les imitaría. Nada de eso pasó por su mente, más bien acariciaba la idea de ser presidente de gobierno. Comenzó por negar cualquier diálogo o negociación con Rajoy, con lo que aparentemente quedaba bloqueado el camino hacia la formación de todo gobierno, ya que en aquellos momentos nadie contemplaba como viable un acuerdo con los nacionalistas catalanes, que estaban ya en un proceso claro de rebeldía. Sánchez, como más tarde se ha comprobado, no era de la misma opinión y continuó pensando de manera similar tras los comicios de 2016, en los que consiguió peores resultados y quedó aún a una mayor distancia del PP.

Los botafumeiros de Sánchez repetían a diario que este nunca pactaría con los secesionistas. Está claro, a la vista de los acontecimientos posteriores, que se equivocaban (o bien querían equivocarse). Sánchez, aparentemente, no disponía de ninguna baza, excepto la falta absoluta de escrúpulos y su capacidad para colocar su ambición y su yo por encima de cualquier otra consideración. Era capaz de pactar con el diablo si era preciso para obtener su objetivo.

Ha tardado cuatro años, pero finalmente lo ha logrado. Para ello ha tenido primero que desvertebrar totalmente su partido estableciendo, ayudado por ese mal invento de las primarias, un sistema caudillista en el que han desaparecido todos los contrapoderes. Ha montado una Comisión Ejecutiva, un Comité Federal y un grupo parlamentario a su conveniencia con personas de su total confianza. De ahí que haya conseguido que el tradicional pensamiento del PSOE en materia territorial haya dado un giro radical. Se ha echado en manos del PSC, lo que provocó que él y el PSOE en su conjunto hayan mantenido una postura confusa ante el secesionismo, una actitud ambigua que se proyectó en el 1 de octubre y en la misma activación del art. 155 de la Constitución. En esta ocasión condicionó su aprobación poniendo limitaciones tanto en su contenido como en su duración.

No tuvo ningún inconveniente en llegar a la presidencia del gobierno mediante la farsa de una moción de censura ganada con la complicidad de los nacionalistas catalanes, que para entonces eran ya golpistas. No puso ningún obstáculo en establecer una negociación humillante, de igual a igual con el gobierno de la Generalitat cediendo en casi todas sus pretensiones. No le importó incluso presionar a la Abogacía del Estado para que modificase su calificación en el proceso del 1 de octubre. Como el nacionalismo no tiene límite, llegó cierto momento en que Sánchez creyó que le era imposible aceptar todas sus reivindicaciones, no tanto por considerarlas inmorales o injustas, sino porque podían ser perjudiciales para sus intereses, que entonces pasaban más por convocar unas nuevas elecciones. Creía que los resultados le darían un mayor margen de maniobra.

El desenlace no fue el esperado ni en los primeros comicios (18 de abril) ni en los segundos (14 de noviembre), a pesar de que durante su estancia en la Moncloa supo utilizar partidistamente todos los engranajes de poder, y a pesar también de que durante este tiempo Sánchez cambió, sin el menor pudor, de discurso y de planteamientos todas las veces que consideró conveniente, diciendo digo donde antes decía diego. Al final ha elegido de nuevo el gobierno Frankenstein como la forma que mejor le garantiza su continuidad en la Moncloa. Este Gobierno será ahora más  Frankenstein que nunca. Son diez las formaciones políticas implicadas, siete de ellas nacionalistas o regionalistas (eso, si consideramos a Podemos como partido nacional, que es mucho considerar pues en su interior conviven por lo menos tres o cuatro organizaciones distintas). Ciertamente, el aglutinante de este Gobierno no tiene nada que ver con la homogeneidad ideológica, sino con los intereses partidistas y provincianos de cada una de las formaciones. Cada uno extiende la mano para recibir el peaje, que Pedro Sánchez pagará con el dinero de todos.

Especial gravedad tienen los acuerdos con Bildu, PNV y Esquerra Republicana de Cataluña, porque los peajes, aparte de ser crematísticos, van a afectar a la estructura territorial y a la soberanía nacional. Las tres formaciones políticas se han mostrado muy satisfechas por el acuerdo. Esquerra y Bildu han declarado que se trata de una gran oportunidad. Si para ellos significa una gran oportunidad, echémonos a temblar el resto de los españoles. Pero quien ha mostrado más alegría quizás haya sido Andoni Ortuzar, quien ha llegado a decir que el nuevo gobierno era un regalo de reyes para todos los españoles. Hay que pensar que para quien es en realidad un gran obsequio es para el nacionalismo vasco; se les ha concedido todo lo que habían pedido en la carta a los reyes magos, es decir, todo eso que llaman “la agenda vasca”.

El PNV nunca da puntada sin hilo, y en esta ocasión son muchas las puntadas y muchos los hilos. Solo había que ver la cara de satisfacción de Andoni Ortuzar en la rueda de prensa. Con tal de lograr los seis votos que le podían hacer presidente, Sánchez les ha concedido todas sus reivindicaciones, incluso para el gobierno de una Comunidad vecina, como Navarra, dando a entender que es algo más que vecina, y todo ello con la pasividad de la señora Chivite y del resto del Gobierno navarro.

Lo malo de este acuerdo, al igual que del firmado con Esquerra, es que quien va a ser presidente del gobierno español asume un discurso muy querido por el nacionalismo, pero nunca aceptado hasta ahora por el gobierno central, tales como el compromiso “de cambiar la estructura del Estado al reconocimiento de las entidades territoriales acordando en su caso las modificaciones legales necesarias a fin de encontrar una solución tanto al contencioso de Cataluña como en la negociación y acuerdo del nuevo estatuto de la CAV, atendiendo a los sentimientos nacionales de pertenencia”. En román paladino, la concesión del carácter de nación (no solo cultural, sino también político) a Cataluña y al País Vasco.

En la misma línea aparece, tanto en el acuerdo con el PNV como en el acuerdo con Esquerra, el tópico tan querido por los nacionalistas de eliminar lo que llaman judicialización de la política. Negar en cualquier área social toda posibilidad a la actuación judicial es tolerar la anarquía, el desorden y la delincuencia, que es por ejemplo lo que se ha instalado desde hace tiempo en la política catalana. Precisamente el Estado de las Autonomías blinda a las Comunidades de tal manera que el Gobierno central carece de instrumentos adecuados ante las ilegalidades -incluyendo la rebelión frente al Estado- que los gobiernos y demás instituciones autonómicas puedan cometer, a no ser la compra de la paz con nuevas concesiones, que parece que es el camino que propugnan el PSC y Sánchez. Cuando una Autonomía aprueba acuerdos o leyes que son anticonstitucionales, pocas opciones le quedan al gobierno central como no sea acudir al Tribunal Constitucional, y cuando los políticos autonómicos cometen delitos tipificados en el Código Penal los tribunales no tienen más remedio que actuar. Impedir u obstaculizar en este caso la acción de la Fiscalía constituye cuando menos una prevaricación.

El peligro no está tanto en la judicialización de la política como en la politización de la justicia, y hacia ello se está escorando Pedro Sánchez. En función de sus intereses, que no son otros más que permanecer en la Moncloa, ha pretendido manipular a la Abogacía del Estado y a la Fiscalía. A esta última institución le ha resultado imposible controlarla hasta ahora; sin embargo, ha entrado a saco en la primera hasta sumirla en el mayor desprestigio. Primero fue la negativa de la ministra de Justicia a defender al juez Llarena cuando fue acusado por los fugados golpistas en un tribunal de Bélgica. En ese momento pretendió escudarse en un informe de la Abogacía del Estado. Después, fue el vergonzoso cambio de criterio en la tipificación penal de los hechos llevados a cabo por los acusados en el proceso del 1 de octubre. Cambio que se produjo por presiones del Gobierno, hasta el extremo de cesar al abogado del Estado responsable cuando este se negó a firmar un informe que no había hecho.

Más tarde, un acontecimiento, casi un vodevil. Pedro Sánchez pretendía la investidura. Con la intención de presionar a los otros partidos mediante los gobiernos de las Comunidades Autónomas, la doctora ministra de Hacienda tuvo la ingeniosa idea de encargar un informe a la Abogacía del Estado en el que se defendiese que un gobierno en funciones no tiene competencias para transferir las entregas a cuenta y devolver la liquidación del IVA a las Autonomías. La investidura no se llevó a cabo. Se disolvieron las Cortes y entramos en campaña electoral. Los intereses de Pedro Sánchez también cambiaron. Ahora quería presentarse ante la ciudadanía como pródigo y generoso, con lo que de nuevo se acudió a la Abogacía del Estado para que dijese lo contrario de lo que había sostenido antes, es decir, que un gobierno en funciones sí podía instrumentar las susodichas transferencias. El nuevo informe no tuvo más remedio que firmarlo la abogada general del Estado.

Por último, ha llegado la traca final. Lo nunca visto. Una vez más se demostraba que Pedro Sánchez se podía superar a sí mismo. Que estaba dispuesto a pasar por todo con tal de conseguir la investidura. Pedro Sánchez ha consentido que la postura a tomar por la Abogacía del Estado de cara a la situación en la que queda Junqueras después de la sentencia del Tribunal de Luxemburgo entrase públicamente en la balanza, como una mercancía más, de una negociación política y no demasiado limpia para su investidura. El tema ha sido tan vergonzoso que el informe de la Abogacía del Estado (órgano acusador) le ha sido presentado a Junqueras (delincuente) para su visto bueno antes de mandarlo al Tribunal Supremo.

Algunos periodistas y tertulianos, con tono docto, han querido ilustrar al personal manifestando que la Abogacía General del Estado es una subsecretaría del Ministerio de Justicia y, por lo tanto, tiene que obedecer al Gobierno. Lo primero es cierto; lo segundo, no. Al menos no en todos los sentidos. Toda la Administración depende del Gobierno, pero la ley y el ordenamiento jurídico están por encima de ambos. Es a ese ordenamiento jurídico al que de forma prioritaria los abogados del Estado, al igual que el resto de la Administración, deben supeditarse, máxime en un tema tan sensible como la posición que como acusadores en nombre del Estado mantienen ante los tribunales. ¿Alguien podría imaginar las consecuencias de que el Gobierno pudiese dar órdenes a los inspectores fiscales señalando los contribuyentes concretos que deben inspeccionar y a quién deben sancionar y a quién no?

Los que hemos trabajado muchos años en la Administración sabemos que las presiones políticas existen y que afectan -qué duda cabe- a los abogados del Estado, pero pienso que en temas menores y siempre con límites. Conocemos que los abogados del Estado, como buenos abogados, son especialistas en hacer cuando quieren informes ambiguos en los que no se sabe si van o vienen. Pero siempre dentro de un orden y sin traspasar determinadas líneas rojas. Ahora bien, en este caso se han traspasado las líneas de todos los colores. Difícil encontrar un informe tan alambicado, contradictorio y confuso como el presentado por la Abogacía del Estado al Supremo, y es que se ha querido servir a muchos señores. Solo comparable, por cierto, con el comunicado emitido por la asociación de abogados del Estado. Es totalmente imposible saber lo que querían decir. En algún artículo he señalado el papelón que estaba haciendo la abogada general del Estado. Hoy tengo que preguntarme, con tristeza, acerca del papelón que ha hecho la asociación profesional de abogados del Estado que, se quiera o no, va a terminar salpicando a todo el colectivo.

Intento gravísimo de politizar la justicia se encuentra también en ese punto del acuerdo firmado entre el PSOE y Podemos en el que proyectan que el acceso a la carrera judicial se realice por la puerta de atrás por el método de la selección a dedo. Pero este tema merece que le dediquemos un artículo completo otra semana.

El otro día en el debate, Sánchez repitió continuamente que el PSOE ha ganado las elecciones. Eso no significa nada en un sistema parlamentario en el que lo que cuentan son las alianzas. No las había ganado en el 2016 y, sin embargo, llegó a presidente de gobierno. Lo que a Sánchez le ha permitido estar este pasado año en la Moncloa y lo que le va a permitir ahora formar gobierno es el hecho de ser capaz de doblegarse y humillarse ante los independentistas, ante los que han dado un golpe de Estado, y aún permanecen en él cómodamente. La hégira de Pedro Sánchez demuestra sobradamente que Maquiavelo tenía razón y que en política -al menos a corto plazo- no gana el más honesto y sincero ni el más consecuente, ni siquiera el más inteligente y preparado, sino el más mendaz, tramposo y carente de escrúpulos, triunfa el que carece de todo principio, el que está dispuesto a resistir (manual de resistencia), el que se pega a los sillones y si es preciso se arrodilla para conseguir sus propósitos.

republica.com 10-1-2020



ESTRAGOS DE LA GLOBALIZACIÓN

GLOBALIZACIÓN Posted on Dom, enero 12, 2020 22:49:19

En algún artículo anterior me he referido al libro de Piketty, “El capitalismo del siglo XXI”, con la intención de alabar lo que considero su principal mérito, el esfuerzo extraordinario realizado para recopilar y estructurar una cantidad ingente de información, remontándose largamente en el tiempo. Hace escasas fechas se ha publicado en España su nueva obra, “Capital e ideología”, un grueso volumen de 1.300 páginas. Y, en la creencia de que puede ser tan útil como el anterior, me he apresurado a adquirirlo. Hasta ahora no he tenido tiempo de adentrarme en él seriamente. Tan solo he podido leer la introducción, pero me ha resultado ya sumamente ilustrativa, porque viene a confirmar con muchos más datos de los que yo poseía una de las tesis que he mantenido en mi libro “La trastienda de la crisis” de Editorial Península.

Afirmaba yo entonces en la página 169 del citado libro que los últimos setenta y cinco años se dividen en dos etapas bastante bien definidas: “Desde la órbita neoliberal, o más bien neocon, se pretende distorsionar la historia considerando como un periodo único y homogéneo los años que trascurren desde la conferencia de Bretton Woods hasta el momento presente. Nos quieren hacer creer que toda esa etapa es uniforme y que está regida por las reglas del liberalismo económico, y a esa política atribuyen los logros económicos y la prosperidad acaecida a lo largo de este tiempo. La realidad es muy otra. Las economías de la mayoría de los países occidentales se adecuaron por lo menos hasta medidos de los setenta al sistema que se denominaba de economía mixta, próximo a la ideología socialdemócrata en lo político y al Keynesianismo en lo económico. Solo a partir de finales de la década de los setenta y principio de los ochenta comienza a imponerse de manera desigual la ideología neoliberal, que va ganando adeptos progresivamente hasta que en los noventa se puede empezar ya a hablar de globalización al compás de que la libre circulación de capitales vaya adoptándose en casi todos los países desarrollados. Son estos 16 o 17 últimos años cuando llega a su auge el proceso liberalizador”.

Es en esa segunda etapa cuando se produce la inestabilidad financiera, se incrementa la desigualdad, se reducen las tasas de crecimiento y aumenta la de desempleo, incluso se acentúan gravemente los desequilibrios en las balanzas por cuenta corriente, causantes, junto con la libre circulación de capitales, de las crisis financieras y, concretando aún más, de la gran recesión del 2008.

Todos los datos indican el incremento de la desigualdad en todos los países a partir de 1980. Piketty utiliza como medida la proporción de la renta nacional destinada a retribuir el decil (10%) de ciudadanos de mayores ingresos y compara su evolución a lo largo del tiempo desde 1980 hasta 2018. Pues bien, en Estados Unidos este porcentaje pasa del 35 al 48%, en Europa del 28 al 34%, en Rusia del 26 al 46%, en China del 27 al 41 y en India del 35 al 55%. Las cifras serían más escandalosas si considerásemos el 1% o incluso el 0,1% de mayor renta. En concreto, de 1980 a 2018, el percentil de mayores ingresos absorbe el 27% del incremento de la renta mundial, que contrasta con el 13% que recibe el 50% de los ciudadanos de menores rentas.

Los defensores de la desigualdad la justifican al considerarla una condición necesaria para la generación de riqueza y el crecimiento económico. Los datos no avalan desde luego esta tesis. A ello me refiero en la obra anteriormente citada, mostrando cómo en casi todos los países de la OCDE, las tasas de crecimiento, con abstracción de los ciclos económicos, se han ido reduciendo a medida que avanzaba la globalización. Y lo mismo ha ocurrido con el empleo, las tasas de paro se han ido incrementando progresivamente. Piketty llega a la misma conclusión comparando los países y comprobando que no son los que presentan una desigualdad mayor los que más crecen.

El incremento de la desigualdad ha sido una consecuencia lógica del libre comercio y de la libre circulación de capitales. En los momentos actuales, los mercados, incluyendo el financiero, han adquirido la condición de globales -o al menos internacionales-, mientras que el poder político democrático ha quedado recluido en el ámbito del Estado-Nación. Es esta desproporción la que imposibilita, o al menos coloca enormes obstáculos al mantenimiento del Estado social, al verse el poder político cada vez más impotente para controlar a las fuerzas económicas. A pesar de que continúe habiendo partidos que se llamen socialistas, la socialdemocracia como tal está muerta.

Dos son las vías por las que la globalización actúa acentuando la desigualdad. En primer lugar, en el sistema de producción, a través del mercado laboral, que se desregulariza y por lo tanto se pierde ese carácter tuitivo del Derecho del trabajo. El capital y las empresas tienen la capacidad de chantajear al poder político y conseguir que las condiciones de trabajo vayan empeorando y los gastos laborales en términos reales crezcan menos que la productividad, con lo que el reparto de la renta se inclina a favor del excedente empresarial y en contra de los trabajadores y del Estado. Eso es lo que se observa al contemplar para la mayoría de los países europeos y para EE.UU. la evolución de los costes unitarios laborales en términos reales (deflactados). En todos los casos se constata que, por término medio, se han ido reduciendo, de modo que los beneficios empresariales se han apropiado de parte del incremento de la productividad que correspondería a los trabajadores. El problema se agudiza cuando como en los momentos actuales la productividad en la mayoría de los países europeos se encuentra próxima a cero, porque entonces los salarios reales (deflactados) pueden llegar a ser negativos.

La globalización incrementa la desigualdad no solo en el momento de la distribución de la renta, sino también por una segunda vía: debilitando y anulando los mecanismos redistributivos del Estado, en concreto el sistema fiscal y, como consecuencia, la amplitud y la cuantía de la protección y los servicios sociales. Desde 1980, los sistemas tributarios se han hecho mucho más regresivos en todos los países, incrementándose los impuestos indirectos y reduciendo al menos la progresividad de los impuestos directos. Especialmente los impuestos sobre la renta tanto de personas físicas como jurídicas, el de sucesiones y el de patrimonio han sufrido una fuerte ofensiva.

Pikkety ofrece también ejemplos muy ilustrativos: el tipo marginal máximo del impuesto sobre la renta en EE.UU. pasa del 81% en 1980 al 39% en la actualidad; en el Reino Unido, del 89 al 46%; del 58 al 50% en Alemania; del 60 al 57% en Francia y del 65 al 45% en España. ¿Qué diría hoy la prensa de un partido que propusiese el 65% como tipo marginal máximo en el impuesto sobre la renta? Como contraste, en nuestro país los tipos del IVA, un tributo indirecto, han pasado desde su creación, 12 y 6%, al momento actual con un 21 y 10%. El impuesto de sucesiones, por el contrario, casi ha desaparecido, siendo, sin embargo, esta figura vital para impedir la acumulación de la riqueza. Alguien tan poco sospechoso como Alexis de Tocqueville señalaba la importancia que las leyes sobre la herencia tienen a la hora de hacer una sociedad más igualitaria y justa. El impuesto de patrimonio, a su vez, fue suspendido –oh, paradoja- por un gobierno socialista y aunque tiempo después se elimino la suspensión, el restablecimiento se hizo en condiciones mucho más restrictivas, de manera que su eficacia ha quedado reducida enormemente.

La globalización no solo ha minorado las tasas de crecimiento y aumentado la desigualdad, sino que ha acentuado la inestabilidad financiera y multiplicado considerablemente el número y la gravedad de las crisis económicas. Estas se hacen mucho más frecuentes en la segunda etapa que en la primera, en la que casi no existieron. La adopción del libre cambio y de la libre circulación de capitales ha generado graves desequilibrios en las balanzas por cuenta corriente de los países, déficits en unos y superávits en otros. Ciertamente esos desequilibrios solo pueden subsistir gracias a las ingentes transferencias de recursos de los países excedentarios a los deficitarios, orientados a financiar los saldos negativos, pero que están prestos a huir tan pronto como intuye que puede haber dificultades.

Elegí el título “La trastienda de la crisis” para el libro con anterioridad citado en la creencia precisamente de que en el origen de la fuerte recesión de 2008 se encuentran los serios desequilibrios originados desde 1980 hasta 2007 en las balanzas por cuenta corriente de casi todos los países. Tal como aparece en los gráficos mostrados en el libro, en 1980 los déficits y los superávits son de escasa cuantía, casi inexistentes, pero van incrementándose progresivamente en el tiempo hasta el año 2007, en el que llegan a niveles desproporcionados e insostenibles. Los países se escinden en dos grupos opuestos, los acreedores y los deudores, prefigurados respectivamente, en China y en EE.UU., en el ámbito mundial, y en Alemania y los países europeos del Sur en la Eurozona. Antes o después, los desequilibrios acumulados y los flujos anárquicos de capitales que de ellos se derivaron tenían que originar la crisis. Y eso fue lo que ocurrió en 2008.

Hay que temer, por desgracia, que mientras la globalización continúe y se mantengan el libre cambio y la libre circulación de capitales aparezcan o se mantengan desequilibrios en las balanzas de pago y que la recesión pasada o alguna parecida se repitan.

republica.com 3-1-2020



ACOGERSE A SAGRADO

CATALUÑA Posted on Jue, enero 02, 2020 20:26:25

El asilo en sagrado era una costumbre, casi una ley, en vigor principalmente durante la Edad Media, por la que cualquier delincuente se podía acoger a la protección de una iglesia para librarse de la persecución de la justicia. Nuestros clásicos se refieren con frecuencia a ella. Así, por ejemplo, Quevedo en su Buscón hace decir al protagonista: “Nos acogimos a la Iglesia Mayor a que nos amparase del rigor de la justicia”.

Hoy en día todo se moderniza, y parece que el lugar preferido de asilo es Europa. No, no me refiero a los refugiados políticos que provienen de Asia y de África, de conflictos creados a menudo por los propios europeos o norteamericanos. Ellos suelen tener bastantes dificultades para entrar. Estoy pensando en los golpistas españoles que se han acogido a sagrado, pero no en una iglesia, sino en algunos países europeos y últimamente también en el Europarlamento. Bueno, al menos ahora este órgano servirá para algo, aunque no sea precisamente para algo provechoso. Hay antecedentes. El sur de Francia fue el lugar de refugio del terrorismo etarra. El santuario se le denominaba. Costó años de negociación lograr que entendiesen que España era ya un Estado de derecho y una democracia similar a la de cualquier otro país de la Unión Europea.

Acabar con el santuario francés, allá por el año 1984, costó más que argumentos y palabras. Francia exigió contrapartidas por su colaboración. De una de ellas fui testigo de excepción. Se estaba informatizando en España todo el sistema presupuestario y contable del sector público estatal, y la compra de todos los equipos hubo que adjudicársela a una empresa francesa cuando la licitación estaba ya casi terminada en sentido contrario.

Los defraudadores fiscales y evasores de capitales han tenido siempre y continúan teniendo algunos países europeos para acogerse a sagrado y huir así de las haciendas públicas de sus respectivos países. Ahora, por lo pronto, Bélgica, Reino Unido y Alemania se han convertido en refugio de los golpistas fugados de España. El tema resulta tanto más chusco cuanto que todos estos países son miembros de la Unión Europea (Reino Unido aún lo es), y se supone que debe regir entre ellos si no la unión, que siempre brilla por su ausencia, como mínimo la colaboración y confianza. Y es que en esta materia como en casi todas, la tan ensalzada Unión Europea hace aguas y muestra sus contradicciones. Un país de la Unión se convierte en refugio de los delincuentes de otro. Ha quedado muy clara la inoperancia de ese instrumento denominado euroorden. A esa inutilidad me referí, con ocasión de la decisión de la Audiencia Territorial de Schleswig-Holstein, en un artículo publicado en este diario el 12 de abril del 2018 con el título de “¿Sirve para algo la euroorden?”.

Ahora ha sido el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) el que en una sentencia en procedimiento prejudicial y en respuesta a una consulta del Tribunal Supremo de España ha convertido, se supone que de forma indirecta y no querida, al Parlamento Europeo en refugio de delincuentes. No seré yo el que tenga la osadía de juzgar la sentencia, pero sí conviene señalar algunos hechos y elementos cuando menos extraños. Lo primero es que un tribunal que juzga asuntos tan importantes como este y que afectan a toda Europa, en teoría compuesto por numerosos miembros, no admita votos particulares y que además siga en casi todos los casos las conclusiones y el dictamen de un solo abogado.

Algo que extraña también es que el TJUE considere un requisito sin demasiada importancia la aceptación y promesa de cumplir la Constitución de un Estado miembro. La sorpresa proviene de que quienes representan a España, Polonia o Italia en el Parlamento Europeo no tengan que comprometerse a cumplir la Constitución de sus respectivos países, y puedan ser eurodiputados sin hacerlo. Claro que hay que reconocer que en esto el Tribunal Europeo no se aparta mucho de la opinión de nuestro Tribunal Constitucional que con su tolerancia para con la famosa fórmula de “por imperativo legal” ha consentido que el juramento o la promesa a la Constitución en el Parlamento haya devenido una verbena.

Los expertos en estas lides afirman que, en este caso, el Tribunal de Luxemburgo ha cambiado radicalmente la doctrina que hasta ahora había sobre la materia, consistente en que, por lo que hace referencia al procedimiento electoral, prima la legislación del país miembro. Incluso esta era la opinión del propio Tribunal en su pronunciamiento del 1 de julio y, teniendo en cuenta que el artículo 8, párrafo primero, del Acta electoral de la UE establece que: «Salvo lo dispuesto en la presente Acta, el procedimiento electoral se regirá, en cada Estado miembro, por las disposiciones nacionales», no nos puede extrañar que haya quienes se pregunten si más que una interpretación de la norma, que es su función, no ha cambiado la norma misma, asumiendo funciones legislativas que desde luego no le corresponden.

De lo que no cabe ninguna duda es de que una vez más la UE es víctima de su asimetría. Es esa asimetría la que origina todos los problemas. Se crea la libre circulación de capitales sin establecer entre los países miembros la armonización fiscal y laboral que impida el chantaje del capital a los gobiernos. Se unifica la moneda sin la existencia de una unión presupuestaria y fiscal que compense los desequilibrios entre Estados que la unión monetaria origina.

Y ahora, por lo que se ve también en el tema judicial, ¿dónde está la asimetría? En la uniformidad que parece defender el tribunal de Luxemburgo y en el despiporre de las euroórdenes. No habría habido ningún problema en dejar que Junqueras se desplazase al Parlamento Europeo si su sede hubiera estado en España, o los países de la Unión estuviesen obligados a devolver los delincuentes de otros países. De hecho, con anterioridad, cuando fue elegido diputado nacional, el Tribunal Supremo le permitió asistir al Congreso custodiado por la policía para que pudiese tomar posesión de su escaño, cumplir los requisitos adecuados y volver a prisión. El resultado habría sido muy distinto si se le hubiese dejado asistir al Parlamento Europeo. No es preciso ser mal pensado para suponer que, dada la enorme eficacia de las euroórdenes, hubiera sido imposible hacerle retornar a España, y se hubiese puesto en peligro todo el proceso judicial que estaba a punto de culminar.

No se puede actuar en ciertos temas como si fuésemos un Estado y en otros como naciones separadas, si no enfrentadas, sí refractarias. El resultado es que vamos a tener unos golpistas sentados en el Parlamento Europeo. Es lo único que le faltaba a Europa para caer en el mayor desprestigio. En un momento en el que se critican -y quizás con razón- los privilegios de los políticos, no puede por menos que chocar la inmunidad de los parlamentarios europeos. Tanto más cuando les exonera de delitos cometidos en su propio país con anterioridad a ser elegidos para el cargo y sin que tengan nada que ver con su función. Algo vetusto y ciertamente injusto.

Pero hay que reconocer que en este caso el problema no está tanto en Europa como en España. ¿Cómo vamos a pedir que en Europa se trate a los golpistas catalanes como delincuentes si están negociando con el Gobierno, y el Gobierno se empeña en exculparlos? Tras la sentencia, la ínclita Carmen Calvo repite por doquier la consigna del Gobierno: lo de Cataluña es un problema (a veces dicen conflicto) político. Así dicho, es una obviedad, la política comprende todo. Lo que pasa es que los sanchistas le dan una connotación distinta. Pretenden señalar que no es un problema penal.

Pero penal lo es, y me atrevo a decir que antes que nada, porque lo que caracteriza desde 2012 lo que se llama el problema catalán es que el Gobierno de la Generalitat, apoyado por los partidos que le respaldan, se ha rebelado contra el Estado, la Constitución y el propio Estatuto de Cataluña y ha saltado por encima de todas las leyes. Penal lo es en cuanto que estos partidos continúan afirmando que piensan repetirlo y que no renuncian a la vía unilateral, dicho de otra forma, a la rebelión.

A los sanchistas les estorba la vía penal porque, si no, cómo justificar que están pactando con unos golpistas y cómo llamarlos así si son sus socios. La vicepresidenta y la portavoz del Gobierno han dicho a dúo que esta sentencia es una herencia de Rajoy. Lo que no se entiende muy bien, aun cuando estemos dispuestos a echar la culpa de todo al anterior presidente del Gobierno. Solo es comprensible desde la creencia sanchista de que el Gobierno puede instrumentar a la justicia. De quién depende el fiscal general del Estado, se preguntaba en sentido retórico Pedro Sánchez cuando estaba en plena campaña electoral. Igual debe pensar ERC, ya que le exige que dé alguna señal de que el poder judicial va a prestarse a sus deseos.

Es difícil que Europa crea que de verdad son golpistas cuando en España hacemos cosas tan raras como negociar con ellos la investidura del presidente del Gobierno de la nación o como que nuestras leyes permitan que un prófugo de los tribunales pueda presentarse a todo tipo de elecciones sin previamente comparecer ante la justicia o pisar suelo español, o como que, a diferencia de otros países no se pueda juzgar a un delincuente en rebeldía.

Se entiende mal que, a lo largo de años, por complacer a los nacionalistas, hayamos cercenado el Código Penal de aquellas figuras delictivas que podían molestarles, pero que quizás eran imprescindibles para defender la Constitución y el Estado. Difícilmente se comprende no ya que, a diferencia de Francia o Alemania, hayamos aprobado una Constitución no militante, que permite que haya partidos separatistas, sino que incluso aceptemos que se presenten a las elecciones con el programa de rebelarse contra las leyes en cuanto puedan.

En cierto aspecto es explicable que, por ejemplo, la Audiencia Territorial de Schleswig-Holstein no pudiese concebir que un gobierno de una Comunidad Autónoma se hubiese sublevado contra la Constitución española. En sus esquemas no entra ni por lo más remoto que el gobierno de Baviera pueda rebelarse contra la República Federal de Alemania. Lo más que logra imaginar a efectos de comparación es un conjunto de manifestaciones ecologistas en contra de la ampliación de un aeropuerto en Fráncfort.

Cómo entender que después de la sublevación de una Comunidad continúan gobernando los mismos que se han sublevado y que además muy posiblemente serán árbitros de la gobernación del Estado. No, definitivamente no, no es fácil que en Europa nos entiendan.

republica.com 27- 12- 2019



A LOS ENFERMOS CATALANES LES ROBAN LOS ENFERMOS DEL RESTO DE ESPAÑA

CATALUÑA Posted on Lun, diciembre 23, 2019 19:39:18

El nacionalismo corrompe cualquier ideología, la deforma, la desnaturaliza y la convierte a veces en todo lo contrario. El secretario general de la UGT, para justificar su peregrinaje a la cárcel de Lledoners, ha declarado que no se entiende un gobierno de progreso sin la izquierda catalana. Lo de Progreso es un término bastante ambiguo. Deriva del latín progressus, del verbo progredi, que significa “caminar adelante”. Luego, todo depende de donde se ponga el adelante y el detrás, y ciertamente las opiniones son diversas. El nacionalismo siempre es retroceso, retorno a la tribu. Lo de izquierda catalana también es equívoco, incluso puede haber una contradictio in terminis, de forma especial en los que oficialmente se han apropiado del calificativo de izquierdas. Casi todos ellos están contaminados por el nacionalismo.

El actual Síndic de Greuges (defensor del pueblo catalán), Rafael Ribó, es un buen ejemplo de que lo que ha dado de sí la izquierda catalana. Aparentemente se trata de un prócer de izquierdas, de la gauche divine. Secretario general del PSUC y más tarde presidente de Iniciativa per Catalunya Verds (ICV). Los que desde Izquierda Unida (IU) sufrimos las veleidades de esta última formación política sabemos hasta qué punto en la época de Ribó estaba trufada de nacionalismo y conocemos bien las posturas ambiguas que mantenía en materia social y económica.

En el reparto de tareas del grupo parlamentario de IU, los temas fiscales y presupuestarios recayeron entonces en el diputado Ramón Espasa de ICV y médico de profesión. Es curiosa la atracción que la Hacienda Pública ejerce sobre los doctores en medicina. Lo cierto es que desde la presidencia de IU costaba un gran esfuerzo vencer el pasteleo y el pactismo al que en esta materia se inclinaba el grupo parlamentario, arrastrado por su responsable en esa área.

Desde que fue nombrado, el actual Síndic de Greuges no ha dejado de ser un instrumento a favor, primero del nacionalismo, después del independentismo, un altavoz más en el ámbito internacional, orientado a denigrar el sistema político estatal. “El Estado español oprime a los catalanes”. Pero la dificultad de mantener este mensaje con credibilidad le ha hecho retornar al clásico “España nos roba”, aunque en una versión más moderna: “Los enfermos españoles (se entiende del resto de España) roban a los enfermos de Cataluña”.

Si la sanidad catalana funciona mal, si sus cifras están entre las peores de España, si las listas de espera son de las más abultadas entre las de todas las Comunidades, si en Cataluña en los últimos años se han perdido un millón de camas, si han desaparecido 800 médicos de asistencia primaria; en suma, si el funcionamiento de la sanidad en Cataluña es muy deficiente, la razón no se encuentra en los recortes que Mas realizó, sin que se hayan corregido hasta la fecha, ni en que el gasto en sanidad sea del 4,8% de su valor añadido mientras la media en España se sitúa en el 5,5%, ni en la incompetencia de la Generalitat, ni en que el modelo seguido fuese el de concesión a las entidades privadas, ni en que Cataluña lleve varios años sin presupuestos, ni en el 3%, ni en el gasto desproporcionado de las mal llamadas embajadas catalanas, ni en que los sueldos de los altos cargos -incluyendo al presidente de la Comunidad y al Síndic de Greuges- carezca de parangón en ninguna otra Administración, ni en que los distintos gobiernos independentistas hayan desviado recursos de la sanidad a otras finalidades, incluso ilegales, ni en que sea la Comunidad con menor gasto sanitario por habitante, sino en el hecho de que a Cataluña van a tratarse los enfermos de otras Autonomías.

El señor Ribó muestra en primer lugar una gran ignorancia y, lo que es peor, no siente ninguna vergüenza de ella, cuando ante la pregunta del periodista de la SER acerca de la desproporción de las listas de espera en Cataluña con respecto a las del resto de España contesta: «Yo no sé si es la lista de espera más larga, depende de cómo lo enfoquemos, lo que le puedo garantizar es que uno de los déficits que tiene la sanidad pública en Cataluña es que tiene un sobrecoste por la gente que viene a Cataluña a intervenirse. ¿Por qué? Porque ha habido un modelo excelente que, si no lo mimamos, se nos puede ir al garete».

Lo primero que sorprende es que confiese con todo el descaro su ignorancia de la dimensión de las listas de espera, un tema que debería entrar dentro de sus preocupaciones prioritarias, porque pocas cosas importan más a los ciudadanos que el correcto funcionamiento de la sanidad. Pero su ignorancia va mas allá demostrando un desconocimiento total del funcionamiento del sistema nacional de salud y de los mecanismos que el sistema tiene para compensar los distintos servicios en materia sanitaria que unas Comunidades se prestan a otras. Parece ignorar también que, como han puesto de manifiesto los mismos sindicatos médicos, se estima en un escaso 1% el número de los pacientes que piden ser atendidos fuera de su Comunidad.

Dada la trayectoria del síndico, cabe la sospecha de que tales afirmaciones no obedecen tanto a la ignorancia como a prejuicios xenófobos. Que sus palabras son fruto inconsciente de su ideología supremacista. Desde su cargo, el contubernio con los independentistas y con el procés ha sido total, al tiempo que se despreocupaba de menudencias como esa de saber si las listas de espera son largas o no.

La tarea del defensor del pueblo es atender las quejas que los ciudadanos realizan con respecto a los errores o defectos de funcionamiento de la Administración. Teniendo en cuenta que el Estado de las Autonomías ha multiplicado este organismo por 15, habría que suponer que el cometido de cada uno de ellos se orienta a la Administración en la que está incardinado. Es decir, que la tarea del Síndic de Greuges debe circunscribirse a canalizar las protestas de los catalanes frente a la Generalitat. Mientras que las dirigidas a la Administración central por los españoles, sean catalanes o no, son competencia del Defensor del Pueblo estatal.

Pues bien, parece ser que Rafael Ribó ha entendido su papel de otra manera y, ante el defectuoso funcionamiento de los servicios sanitarios en Cataluña, en lugar de canalizar las quejas de los ciudadanos a la Administración (esto es, a la Generalitat), defiende a la Generalitat cantando las excelencias de la sanidad pública en esta Comunidad y responsabilizando de cualquier defecto a los intrusos extranjeros de otras Autonomías. Marcando diferencias. Todo ello, muy de izquierdas.

Según parece, a los catalanes, a la hora de manifestar sus reclamaciones en aquellos casos en los que sufren un defectuoso funcionamiento de los servicios públicos de la Generalitat, no les sirve de nada acudir al Síndic de Greuges y eso a pesar de que dicen que el número de empleados, muchos de ellos nombrados a dedo, son numerosos y los sueldos, abultados, comenzando por el del Síndic. Pero el Síndic no tiene ningún interés en censurar o denunciar a la Administración catalana. No tiene tiempo de ocuparse de tales naderías. Su destino es más alto, librar a Cataluña de la opresión de los extranjeros. Bien es verdad que gracias a ello continua en el puesto tras 15 años.

Así, se puede dedicar, amparado en su cargo y con fondos públicos, a recorrer el mundo censurando al Tribunal Supremo con la acusación de venalidad por las sentencias emitidas en el caso del procés. Con una gran osadía y desconocimiento del Derecho Penal, se atreve a llevar la contraria a siete magistrados que están en lo más alto de su carrera técnica y profesional. Claro que él no habla, aunque debería, como un profesional o un técnico, sino como un militante -y bastante sectario, por cierto- del procés. En ese campo no valen razones o argumentos, solo fe y tergiversar los hechos. Desde ese mismo pedestal se pronunció en contra del Tribunal Constitucional, declarando ilegal la aplicación del art. 155 de la Constitución.

Porque no actúa como un técnico ni como un profesional, sino como militante, emite -totalmente al margen de sus competencias- un informe arbitrario y parcial al dictado del Presidente de la Generalitat acerca de la actuación de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado (no de la Autonomía) en los acontecimientos del 1 de octubre, tendente a denigrar al Estado español. De alguna forma, los independentistas lo consideran y él lo acepta, con una cierta usurpación de funciones, el tribunal supremo de la República Catalana. Quizás la única autoridad judicial (aun cuando no sea un órgano jurisdiccional) que los golpistas admiten y que les sirve de estratagema en su intento de eludir el poder judicial. Por eso Torra cuando se vio acorralado por la Junta Electoral Central con el mandato de que debía quitar los lazos amarillos de los edificios oficiales, recurrió como coartada al Síndic de Greuges para dar a entender que él solo obedecía a una institución catalana.

Ciertamente el actual Síndic de Greuges está muy ocupado para dedicarse a esas pequeñas cosas que constituyen su responsabilidad y su cometido. Bien es verdad que sí parece que tuvo tiempo en 2015 para viajar a Berlín, gratis total, al final de la Champions, en un jet privado invitado por el empresario Jordi Soler, uno de los implicados en el 3%. Hay que decir, no obstante, en su descargo que jugaba el Barcelona y ya se sabe que este equipo es más que un club y, por lo tanto, se puede entender que el viaje era un servicio más a la causa del procés.

En fin, no sé si es a esta izquierda a la que se refería el secretario general de la UGT. En Cataluña, sin duda, hay otra izquierda, la de los trabajadores, obreros, empleados, pertenecientes a las clases modestas, muchos de ellos o sus padres emigrantes hace años desde otras partes de España buscando trabajo y una vida mejor. Pero en buena medida esa clase ha quedado secuestrada por la izquierda caviar, que ha ocupado las cúpulas de las formaciones políticas de izquierdas. A esa izquierda de trabajadores se le ha hecho creer que el origen de sus problemas se encuentra fuera de Cataluña en un Estado español que oprime a los catalanes. Se le ha inculcado que la lucha, la contienda, no tiene que plantearse en términos de clases o de grupos sociales, sino de territorios. Izquierda y nacionalismo, contradictio in terminis.

republica.com 20-12-2019



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