Desde estas mismas páginas, hace dos semanas, describía yo esa operación execrable que iniciaron los secesionistas –y que ha copiado el Gobierno- a la que unos y otros han designado con el nombre de desjudicialización de la política y que, como afirmaba entonces, es lisa y llanamente politización de la justicia. Hay un aspecto en esa operación al que no se ha dado demasiada importancia. Me refiero a las escasas líneas que el acuerdo de PSOE-Podemos dedica a lo que llaman modernización del acceso a la carrera judicial. En principio, fuera de contexto parece algo inocente, pero se convierte en explosivo cuando se relaciona con la ofensiva iniciada por el Gobierno contra los tribunales y se consideran las insinuaciones e incógnitas que abre de cara al futuro.
El párrafo comienza por manifestar la intención de inspirarse en los mejores elementos de los sistemas europeos. Cae así en el vicio muy extendido en nuestro país de creer que todo lo que viene de allende los Pirineos es mejor que lo nuestro. Hay en ello un cierto complejo de inferioridad un poco necio y bastante paleto, que minusvalora todo lo español en beneficio de lo extranjero. También puede haber un planteamiento oportunista implícito. Dada la marcada heterogeneidad que existe entre todos los países, permite un gran margen para escoger entre ellos lo que se desea, justificándolo en la realidad exterior, pero sin considerar los muchos elementos en los que el país seleccionado se diferencia del nuestro.
El documento continúa pronosticando lo peor: “Crear nuevos mecanismos de acceso a la carrera judicial que garanticen la igualdad de oportunidades con independencia del sexo y de la situación económica de los aspirantes”. Saltan todas las señales de alarma cuando se intuye que lo que se pretende es modificar el sistema actual; y es que no hay procedimiento más objetivo y menos discrecional que el sistema de oposiciones para garantizar el mérito y la capacidad, no solo de los jueces, sino de todos los funcionarios públicos.
Un destacado administrativista escribió que las oposiciones han sido el único elemento democrático que permaneció durante el franquismo. Al menos en el tardo franquismo la inamovilidad en el empleo de los cuerpos superiores fue un factor que incidió positivamente en la neutralidad de la Administración, y permitió ocupar puestos relativamente relevantes a funcionarios con ideología alejada e incluso opuesta a la del régimen.
En 1976, recién muerto Franco fui testigo directo de la diferencia que había entre una Administración basada en las oposiciones como la española, a otras Administraciones en las que el acceso se fundamenta en procedimientos más arbitrarios como las que mantenía, al menos entonces, la mayoría de los países latinoamericanos. Trabajaba en el Servicio de Estudios del Banco de España y tuve que participar durante seis meses en el FMI en un curso de análisis monetario y política financiera, y en el que el resto de los asistentes (excepto uno que también era español) eran latinoamericanos.
Como yo adoptase en público, con frecuencia, posturas críticas sobre las ideas y teorías que desde el FMI se vertían en el curso, aquellos de los participantes que habían adquirido más confianza conmigo se acercaban asustados a recomendarme más prudencia, pues temían que desde el Fondo escribiesen quejándose a las autoridades de mi país, y que estas me expulsasen de la Administración. Comprendí entonces la libertad que concedía haber ganado el puesto de trabajo por oposición, y al mismo tiempo la garantía de objetividad que otorgaba a los ciudadanos este sistema de acceso a la función pública. Ha sido una creencia que me ha acompañado a lo largo de toda mi vida profesional y que he podido corroborar en otros muchos momentos.
Si se trata de “garantizar la igualdad de oportunidades en cuanto al sexo y la igualdad económica”, que es lo que parece preocuparles a los firmantes del acuerdo, pocos sistemas lo cumplen mejor que el de oposiciones. Ha sido uno de los mecanismos más eficaces de movilidad social, permitiendo el acceso a puestos socialmente elevados a personas de extracción humilde. Y en cuanto al género, actualmente ingresan más mujeres que hombres en la función pública. En la Administración no ha sido necesario establecer ninguna regla de paridad para que el número de puestos de relevancia ocupados por mujeres sea mayor o al menos igual que los que mantienen los hombres.
Fui de aquellos que, en los primeros años de la Transición, consciente de los defectos que a pesar de todo tenía nuestra Administración, temía que los cuerpos superiores y especiales, los asignados a una determinada función, terminasen por patrimonializarla. No ocurrió nada de eso. Los funcionarios actuaron con toda profesionalidad y disciplina. El verdadero peligro, por el contrario, se encuentraba en que los políticos sean los que pretendan patrimonializar la Administración. El riesgo se fue haciendo tanto más real según se fueron constituyendo las Comunidades Autónomas, ya que, al surgir las Administraciones ex novo, el factor de pertenecer a un determinado partido o profesar la misma línea ideológica pesaba más que el mérito y la capacidad.
Dado que se ha venido produciendo un deslizamiento hacia arriba de niveles, los secretarios de Estado actuales equivalen a los directores generales de antes, y las hoy direcciones generales son las subdirecciones, cuando no las jefaturas de servicio, de los 25 o 30 años atrás. Ello debería conducir a la obligación de que al menos de director general hacia abajo todos los puestos tuviesen que cubrirse por funcionarios. En principio así está estipulado, pero como quien hace la ley hace la trampa, en el caso de los directores generales se prevé la excepción; eso sí, debidamente justificada, pero el papel lo aguanta todo, de manera que lo que teóricamente es una excepción se convierte muchas veces en la regla. Cada nuevo gobierno tiene la tentación de considerar la Administración como su propio cortijo y de realizar todo tipo de cambios. Especial importancia adquieren en esta dinámica las empresas públicas, en la mayoría de ellas han desaparecido los funcionarios y casi todos los trabajadores se han reclutado a dedo por los respectivos gobiernos, que han aprovechado estas instituciones para colocar a los afines y a los escogidos.
Si las oposiciones, al menos en la Administración Central, garantizan a los funcionarios la seguridad en el empleo, no aseguran, sin embargo, la inamovilidad del puesto de trabajo, porque la forma de proveerlos en muchos casos es la de libre designación, que comporta también la libre remoción. Ello concede al poder político una posibilidad cierta de presión, pues a menudo el cambio de puesto de trabajo repercute de modo apreciable en las retribuciones. Buen ejemplo de ello es lo ocurrido con Pedro Sánchez y los abogados del Estado.
Periódicamente surgen voces que ponen en duda el valor de las oposiciones. Lo consideran un mecanismo obsoleto y antiguo, y dirigen la mirada a aquellos métodos a través de los que el sector privado capta a su personal, que con frecuencia están condicionados por la recomendación y el tráfico de influencias. En uno de los gobiernos de Zapatero, Jordi Sevilla, que era el de las grandes ideas, el de enseñar la economía en dos días y el del tipo único en el impuesto sobre la renta, fue ministro de las administraciones públicas. Sus ocurrencias se centraron en convertir toda la Administración en agencias y en cambiar el sistema de acceso a la función pública, criticando el sistema de oposiciones y sustituyéndolo por la entrevista, y la valoración de méritos entre otros criterios; en definitiva, los procedimientos del sector privado, todos ellos de difícil cuantificación y valoración y que permiten la discrecionalidad cuando no la arbitrariedad. Menos mal que no supo, o no le dio tiempo, llevar a cabo sus propósitos.
El hecho de que el sistema de oposiciones sea el método mejor para garantizar la objetividad y la neutralidad en el ingreso de los empleados públicos no quiere decir que no haya que modificar el diseño de algunas de sus pruebas, eliminando todo elemento de irracionalidad que pueda dañar la eficacia en la selección y proporcionar flancos fáciles a la crítica. Me refiero, por ejemplo, a la costumbre seguida por algunos tribunales, especialmente en el ámbito del Derecho (abogados del Estado, registradores, jueces, fiscales, etc.) y copiada por algunos de otros cuerpos de exigir en los exámenes orales una exposición literal de los temas a modo de papagayo, hasta el extremo de que de forma coloquial se designa “cantar”. Quizás la mejor comparación que nos ilustra sobre esta exigencia, al menos a aquellos que estudiamos en el franquismo, es la obligación que en muchos casos se nos imponía de aprender de corrido los treinta y tres reyes godos.
Me viene a la memoria una escena de una película española “La casa de la Troya”. Comedia divertida de tema estudiantil, basada en una novela del mismo título. El episodio en cuestión narra el primer día de clase, en el que el catedrático (interpretado por José Isbert) presenta el manual de la signatura, al tiempo que alecciona a los alumnos: “Tengan en cuenta que entre quien se aprenda el libro de memoria y otro que no sepa nada, apruebo al segundo y suspendo al primero. El segundo algún día puede llegar a saber la asignatura, el primero está ya incapacitado para aprenderla”.
Si es importante defender el sistema de oposiciones en el acceso general a la función pública, se hace imprescindible cuando de lo que se trata es de la carrera judicial. Garantizar la objetividad y desechar toda posibilidad de discrecionalidad en la incorporación de jueces y fiscales constituye una condición para poder hablar de Estado de derecho. Pero precisamente por eso la tentación de intervenir por parte del poder político es más fuerte. Se trata de un control desde el origen, asegurándose la ideología y las preferencias políticas de los aspirantes. Para ese objetivo se precisa establecer sistemas de selección con un fuerte componente de discrecionalidad, cuando no de arbitrariedad, permitiendo mayores grados de libertad a los seleccionadores.
El PSOE en el pasado -año 1985- estableció un sistema de acceso a la judicatura paralelo al sistema de oposiciones, tercer turno (uno de cada tres), cuarto turno (uno de cada cuatro) y quinto turno (uno de cada cinco) en el que se reservaban las plazas para juristas de reconocido prestigio y una serie de años de antigüedad en la profesión. Requisitos todos ellos muy vagos y flexibles, susceptibles de ser juzgados de manera distinta y en los que las decisiones tomadas son difíciles de rebatir o impugnar. La medida se intentó justificar por la insuficiencia en aquel momento del número de jueces y la incapacidad de las oposiciones para solventar esta carencia. Es posible que detrás de esta pretensión se encontrase también, aun cuando no se confesase, la desconfianza que en aquel momento inspiraba al Gobierno la Administración de justicia, en buena medida proveniente del franquismo.
Hoy, desde luego, no se puede alegar ninguna de esas razones. El franquismo queda muy lejos, y ha pasado suficiente tiempo para que se haya podido cubrir por oposición el número necesario de jueces. En este momento no hay ninguna otra razón que una tendencia autocrática que pretende prescindir de la división de poderes y que considera a los tribunales obstáculo para sus fines. Es la concepción que se desprende de la estructura de Estado diseñada por las leyes anticonstitucionales aprobadas por los sediciosos en Cataluña, concepción que ha terminado por ser asumida por Podemos y por el PSOE de Pedro Sánchez.
Republica.com 14-2-2020