Nos vamos acostumbrando a los trucos y fullerías de Sánchez. Últimamente, como si de un prestidigitador se tratase, ha sacado un conejo de la chistera. Lo ha denominado descentralización. La primera argucia consiste en el nombre, no sé si por ignorancia o por estratagema hablan de descentralización cuando en realidad quieren decir deslocalización. Descentralizar es acercar las decisiones y la gestión de los servicios públicos a los administrados mediante su atribución a entidades más próximas a ellos.
En España, la Administración pública está compuesta, simplificando, de tres niveles, que además son estratos políticos diferentes: Administración central, Comunidades Autónomas y Corporaciones locales. Descentralizar es transferir competencias de un órgano superior a otro inferior, por ejemplo, de las Autonomías a los Ayuntamientos o de la Administración Central a las Comunidades Autónomas o a las Corporaciones locales. España es uno de los países más descentralizados de Europa. En la Transición comenzó con el Estado de las Autonomías un proceso de centrifugación de competencias que parece no tener fin.
Competencias del Estado (Administración Central), por ejemplo, la sanidad o la educación, se han transferido a las Autonomías, en la creencia de que de esta manera se acercaban a los ciudadanos las decisiones y la gestión de los servicios públicos o de los actos administrativos. Se puede estar a favor o en contra de la descentralización. Yo estoy más bien en contra, al menos con la intensidad y el modo en el que se ha llevado a cabo en España (ello puede ser materia de otro artículo), pero lo cierto es que resulta perfectamente legítimo mantener en este tema posturas diversas.
Cosa distinta es lo que predica ahora Sánchez. No es descentralización. La descentralización, es decir, las transferencias de competencias, la viene realizando hace tiempo a la chita callando hacia Cataluña y el País Vasco. Lo que pregona en este momento es la deslocalización, o sea, cambiar el emplazamiento territorial de una entidad o institución, pero sin que haya transferencia de competencias de ningún tipo. Trasladar la sede del Ministerio de Sanidad o la del Ministerio de Educación a Albacete o a Teruel, por ejemplo, no significa que la Administración esté más cerca de los administrados; en todo caso, de los habitantes de Albacete o Teruel, porque presiento que la gran mayoría del resto de los españoles la sentirán más lejos o, en el mejor de los casos, el desplazamiento les será indiferente.
Habrá quien diga que no tienen por qué ser ministerios (ya que su traslado parece a las claras bastante absurdo), sino organismos o agencias. Pero para el caso es lo mismo. Escojamos el organismo Puertos del Estado, que es el elegido para que se instale en Valencia, por quien ha lanzado, por encargo de Sánchez, la primera piedra, Ximo Puig. Es claro que no se trata de transferir la gestión de cada puerto a la correspondiente Comunidad Autónoma. Los puertos, al igual que los aeropuertos, tienen incidencia no solo en la región donde están situados, sino en toda España, de ahí que hoy por hoy la gestión de todos los puertos permanezca centralizada en la Administración Central, y concretamente en el organismo autónomo Puertos del Estado.
Es este organismo el que se pretende deslocalizar, es decir, trasladar su domicilio de Madrid a Valencia. No parece que por este procedimiento se acerque la Administración a los usuarios. Dudo que se sienta así en Algeciras, que tiene por cierto el mayor puerto de España, o en otras muchas ciudades con puertos como Gijón o Huelva. A la mayoría de ellos les resulta más fácil conectar con Madrid que con Valencia, y no digamos si se trata de otros organismos con competencias para todo el país a los que se pretende trasladar a Soria, Albacete o Jaén.
Lo que ha hecho que desde hace siglos la villa de Madrid haya sido capital de España (art. 5 de la Constitución) es su situación geográfica, equidistante de casi todos los territorios, allí donde se cruzan los caminos -que canta Sabina-, lo que ha originado que sus habitantes sean en buena medida oriundos de todas las partes de España, y carentes por tanto de toda veleidad nacionalista. Trasladar algún organismo fuera de Madrid, como se hizo en tiempos de Zapatero y Montilla, seguramente no sería práctico, y es posible que terminase al igual que en el caso anterior mal, pero tendría efectos reducidos desde el punto de vista global; ahora bien, si lo que se pretende es una deslocalización generalizada de la Administración central, las consecuencias serían caóticas, dañarían gravemente la operatividad de las instituciones y dificultarían de forma considerable las gestiones de los ciudadanos.
Plantear la solución de la España vaciada a base de desperdigar organismos oficiales o es una ingenuidad poco creíble o un ardid para ocultar las verdaderas razones. Ciertamente el problema existe, en España y en otros muchos países, y no es sencillo de resolver en este mundo globalizado y donde el capital puede moverse libremente. De cualquier modo, el principal papel del Estado tiene que venir de proveer a todas las poblaciones de los servicios necesarios, función que difícilmente realizarán las empresas privadas si no les resulta rentable. Es posible que si en el pasado Telefónica no hubiese sido estatal aún hoy muchos pueblos estarían esperando la línea fija de teléfono. Los problemas que actualmente tienen muchos lugares alejados con los servicios bancarios no se daban cuando existía la Caja Postal de Ahorros, pues en cada uno de ellos, por pequeños que fuesen, se encontraba un cartero que actuaba también como delegado de dicha caja.
Situar en algunas de estas ciudades un organismo público no parece demasiado viable ni puede ser la solución. Pero en todo caso ¿no sería más lógico que la deslocalización, de haberla, se produjese en los organismos de ámbito autonómico? Y no sería también más justo que el estado en lugar de conceder desgravaciones fiscales a las sociedades para que vuelvan a Cataluña, las diesen para que algunas empresas se sitúen en lugares de la llamada España vaciada.
Pero no caigamos en la trampa. Todo este canto de la descentralización, de la dispersión territorial de los organismos del Estado, no es más que un pretexto, una carta que Sánchez se saca de la manga y que en el fondo no piensa llevar a cabo más allá de algún traslado esporádico, reclamado por sus socios vascos y catalanes, o como premio a Ximo Puig por haber pasado de crítico a ser uno de los baluartes más fuertes del sanchismo. Pero más allá de eso no hay nada real, sino una cortina de humo con la que intentar tapar al resto de territorios, comenzando por sus propias federaciones, las cesiones que este Gobierno está haciendo a los independentistas, premiándoles en detrimento de los otros españoles.
El miedo de Sánchez, y supongo que compartido por muchos de los barones del PSOE, es que la reacción de Madrid en los pasados comicios se contagie al resto de las Autonomías (excepto a Cataluña y al País Vasco), y que sus habitantes no puedan por menos que ver con gran suspicacia los contubernios que el Gobierno mantiene con los soberanistas, incluso con los golpistas, y los beneficios y privilegios que estos obtienen en detrimento del resto de España y como pago a mantener a Sánchez en el poder.
Es verdad que las características de Madrid son distintas de las del resto de territorios. En general, nunca las cosas son iguales, de modo que, ciertamente, lo que ocurrió en Madrid no es exportable cien por cien a otras Comunidades; pero en todas ellas es lógico que en mayor o menor medida surja el escándalo y la repugnancia a que España esté gobernada por los que se sitúan en contra del Estado y están dispuestos a romperlo en la primera ocasión que se presente.
La táctica de Sánchez consiste en sacar del ángulo de los focos a Cataluña y al País Vasco y colocar en su lugar a Madrid, e intentar de esta manera que los habitantes de otras Comunidades perciban a la capital de España como enemiga y crean que es esta la que les esquilma. Sin embargo, le va a resultar difícil mantener esta impostura siendo esta Comunidad la que más contribuye y con mucho a la solidaridad, a gran distancia de Cataluña cuya renta per cápita está cercana a la de Madrid, y no digamos del País Vasco y Navarra que, a pesar de ser las dos regiones con mayor renta per cápita de España, lejos de ser contribuyentes, son perceptores netos.
Los barones del PSOE se han dividido en dos grupos, El primero compuesto entre otros por Valencia, Baleares y Navarra, que están totalmente al lado de Sánchez y han optado por seguir la línea de Cataluña y Euskadi, por eso resulta tan cínico el comentario de Ximo Puig acerca de que en Madrid se está construyendo un procés silencioso, cuando él sí que está introduciendo a Valencia por la vereda del nacionalismo.
El segundo grupo, el mayoritario, es el de aquellos que no se atreven a rebelarse, pero no pueden por menos que contemplar con miedo las próximas elecciones autonómicas, en la creencia de que los electores de sus Comunidades pueden verse tentados a dar una patada a Sánchez en sus posaderas, al igual que se la dieron a Gabilondo.
republica.com 21-10-2020