Hay quienes afirman que la dicotomía izquierda-derecha ha perdido su razón de ser. Recuerdo que Aranguren en el capítulo IX de su obra “Ética y política” contestaba con una metáfora a los que ya entonces (1966) hablaban de la superación de tal alternativa. Refería que, ante la opinión extendida de que no existía el diablo, algún autor católico realizó con agudeza la siguiente reflexión: “La última astucia del diablo es divulgar la noticia de su muerte”. Pues bien, añadía Aranguren, la última astucia de la derecha es propagar la noticia de que la antítesis entre derecha-izquierda ha desaparecido. Es evidente que en 1966 la aseveración de Aranguren era totalmente certera en todos los aspectos. ¿Pero qué sucede en los momentos actuales?
Soy un convencido de que también ahora la diferencia entre izquierdas y derechas mantiene todo su sentido en el ámbito ideológico. Pero una cosa es la teoría y otra, su concreción en la práctica. La pertenencia a la Unión Monetaria impone límites muy severos a los Estados a la hora de conformar su política económica. Los gobiernos pierden en buena medida su soberanía, que se traspasa al Banco Central Europeo y a los llamados mercados, mercados que tienen poco de racionales, pero que están prestos a castigar cualquier desviación que consideren contraria a sus intereses. Los partidos políticos, se denominen como se denominen, tienen que converger en sus actuaciones. La política es más que nunca el arte de lo posible, y la pericia y competencia de los gobernantes se hacen más importantes que la propia ideología.
No sería malo que en estas circunstancias los futuros votantes abandonasen el fundamentalismo de siglas y, tanto los que se creen de derechas como los que se autocalifican de izquierdas, tuviesen en cuenta la solvencia de los que se presentan a las elecciones. Tenemos un buen ejemplo en el Gobierno Zapatero. Los destrozos económicos y sociales causados por su ineptitud y la de sus ministros no pueden ser compensados con su teórico marchamo de izquierdas, por otra parte bastante discutible. No es el momento de hacer un relato completo de su desastrosa gestión y de cómo esta, junto a la de Aznar, estuvo en el origen de la mayor crisis económica que ha padecido España en sus últimos cincuenta años. Me referiré tan solo a un hecho poco comentado y que adquiere actualidad en los momentos presentes en los que la cotización del oro vuelve a estar por las nubes.
Pedro Solbes, en el periodo del 2005 al 2007, cuando ya se estaba gestando la crisis -y se supone que con el permiso de Zapatero- decidió vender más del 45% de las reservas de oro (7,7 millones de onzas) al grito de que ya no era una inversión rentable. En esos años la cotización de la onza no alcanzaba los 500 euros, con lo que el precio obtenido, aun cuando no se conoce a ciencia cierta, hay que suponer que se situó alrededor de los 3.500 millones de euros. Cuatro años después la cotización se había incrementado un 125%. Hoy, el oro vendido tendría un valor aproximado de 9.765 millones de euros. Un espléndido negocio y una magnífica profecía.
Bien es verdad que en esto el Gobierno español no estuvo solo. Las instituciones europeas le animaron a hacerlo. En 1999, los bancos centrales europeos firmaron un acuerdo, renovado en 2004, comprometiéndose a desprenderse progresivamente de las reservas de oro. Era fruto del triunfalismo y la miopía que presidieron la creación del euro. Pensaban que la moneda única era garantía suficiente de estabilidad. Pocos años después se comprobó lo equivocados que estaban. Por otra parte, el convencimiento no debía de ser muy general, puesto que,según parece, los únicos países que acometieron ventas en cantidades significativas fueron España, Grecia y Portugal.
Alemania, por el contrario, en 2013, en plena crisis, repatrió 36.000 millones de dólares en lingotes de oro que tenía en otras plazas (Nueva York, París y Londres). La razón verdadera (aun cuando las autoridades alemanas nunca la reconocieron y adujeron otros motivos) era la desconfianza frente al euro y la conveniencia de armarse financieramente por lo que pudiera ocurrir. El hecho es que, en estos momentos, el país germánico ocupa el segundo lugar detrás de EE.UU. en reservas de oro, seguido del Fondo Monetario Internacional, Italia y Francia. Mientras que España se sitúa en el puesto 19, con una cifra escasa de 9,1 millones de onzas.
Es más, el Gobierno alemán en agosto de 2011 pretendió que España e Italia, acuciadas entonces por el problema de la deuda y por los mercados, vendiesen parte de sus reservas en oro. Menos mal que en aquellas fechas Zapatero había anunciado ya la convocatoria de elecciones anticipadas (28 de julio) y no estaba por tanto en disposición de acometer una operación de esa envergadura, y el gobierno siguiente -parece que con más cordura- supo resistir las presiones que venían de Europa.
Ahora, las grandes incertidumbres que planean sobre la economía internacional han conducido a que los bancos centrales (principalmente de países emergentes) como los de Rusia, China, Turquía, Kazajistán, India, etc. se hayan apresurado a comprar oro como factor de seguridad. Es significativo que entre los compradores figuren países de la Unión Europea tales como Polonia y Hungría.
«El oro ya no es una inversión rentable y España no presenta la misma necesidad de divisas, dada la fortaleza del euro». Esta afirmación de Pedro Solbes en su intervención en el Senado el 6 de junio de 2007 para acallar las críticas surgidas por la venta de oro que había realizado el Gobierno quedará marcada en la historia entre las más desafortunadas y ridículas, solo comparable con la de su antecesor Carlos Solchaga en 1992, cuando tras dos devaluaciones de la peseta, el 17 de septiembre (5%) y el 21 de noviembre (6%), solemnemente afirmó: “No habrá una nueva devaluación, el nuevo tipo de cambio es estable y duradero”. No hubo que esperar mucho tiempo (13 de mayo de 1993) para que los mercados forzasen una tercera devaluación (8%), que no fue la última pues el 6 de marzo de 1995 hubo una cuarta devaluación (7%), aunque para entonces ya estaba en el gobierno Pedro Solbes (ver mi libro «Contra el euro» de la editorial Península).
Aunque alejadas en el tiempo, las dos frases lapidarias tienen el mismo origen, una falta de realismo y una fe ciega en la Unión Europea. Solchaga nos introdujo en el Sistema Monetario Europeo antes de lo pactado y contra viento y marea quiso mantener para la peseta un tipo cambio a todas luces irreal, consiguiendo únicamente incrementar el déficit y el endeudamiento exterior a niveles poco sostenibles. Contra su voluntad, los mercados forzaron cuatro devaluaciones de la peseta y, contra las previsiones de las lumbreras europeas, pusieron patas arriba el Sistema Monetario Europeo. El resultado: adentrar a nuestro país en una recesión a la que tuvo que hacer frente Solbes (1993-1996), que contó a su favor con las cuatro devaluaciones que ayudaron a salir de la crisis, y a las que lógicamente no pudo recurrir en 2007.
Solbes al llegar de nuevo, años más tarde (2004), al Ministerio de Economía debería haber tenido en cuenta la experiencia anterior y a dónde conduce un tipo de cambio fijo y, por lo tanto y con más razón, una unión monetaria. Si en 1992 un 3% de déficit exterior con el correspondiente endeudamiento originó la desconfianza de los mercados, un 6%, que era el nivel existente a su llegada al Ministerio, hubiese sido suficiente para ponerle en guardia y para hacerle pensar que un 10%, nivel que alcanzó en su mandato, desencadenaría el desastre, como así ocurrió.
No obstante, persistió todos esos años en la creencia ingenua en el euro y en la aquiescencia bobalicona del discurso que venía de Bruselas. Solo así se entiende que se desprendiese de nuestras reservas de oro a las puertas de la crisis y que negase esta cuando era ya evidente. Ahora que aparecen de nuevo los nubarrones económicos, hay que echarse a temblar porque si estas torpezas y desaciertos se cometieron en la época de los maestros, ¿que podrá ocurrir en tiempos de los becarios?
republica.com 22-9-2019