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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

SÍ, HUBO GOLPE DE ESTADO

CATALUÑA Posted on Lun, octubre 21, 2019 23:52:31

La figura del golpe de Estado no se encuentra en el Código Penal (al menos en el nuestro). No es un concepto jurídico. Pertenece a la teoría política. En ese sentido, no tienen razón los que mantienen que después de la sentencia del Tribunal Supremo no se debe hablar de golpe de Estado. La denominación política aplicada a los acontecimientos ocurridos en Cataluña no depende de su tipificación penal. Sea cual sea esta, los hechos se ajustan como anillo al dedo a lo que la teoría define como golpe de Estado. Se puede estar o no de acuerdo con la sentencia, pero ello es totalmente independiente de que, con toda propiedad, se pueda seguir calificando de golpe de Estado lo que ha ocurrido en Cataluña y se pueda continuar llamando golpistas a los partidos secesionistas.

Por otra parte, el hecho de que la sentencia haya optado por la tipificación de sedición, en lugar de rebelión, no lava al Gobierno de Pedro Sánchez de la infamia de presionar a la Abogacía del Estado para que cambiase su postura en el proceso. Es más, habría que preguntarse hasta qué punto la inferencia no ha sido la contraria. Es decir, si el cambio de opinión de la Abogacía del Estado no ha colaborado a que la sentencia se haya decantado por la sedición y no por la rebelión. En cualquier caso, el giro de la Abogacía seguro que ha facilitado al Tribunal Supremo pronunciarse tal como lo ha hecho, lo que hubiera resultado más difícil de justificar si las tres acusaciones hubiesen mantenido la misma calificación.

No se puede negar -a no ser con mala intención- que la división de poderes se da en el sistema democrático español al menos con la misma solidez que en los demás países europeos. Prueba de ello se encuentra en el gran número de políticos que se hallan procesados o en la cárcel; muchos después de ocupar puestos muy relevantes en el organigrama de aquellos partidos que se han turnado en el gobierno durante treinta años. Incluso el cuñado del rey permanece en prisión. Pero una cosa es que el poder judicial sea independiente del gobierno y de los poderes fácticos y otra muy distinta que no se produzca ninguna influencia. Pecaríamos de inocentes si no aceptásemos que esta se da en todos los países y, por supuesto, también en el nuestro.

No es preciso ser especialmente desconfiado para sospechar que en esta ocasión alguna presión ha habido para que el Tribunal Supremo haya optado por la sedición en lugar de la rebelión. No digo que fuese determinante, pero sí que ha coadyuvado junto con el hecho de que los magistrados se marcasen desde el principio el objetivo de que la sentencia se dictase por unanimidad. Y tras esa finalidad hay que reconocer el gran esfuerzo que ha realizado el Tribunal, o al menos el ponente, para después de aceptar unos supuestos irreprochables, llegar a unas conclusiones que no parece que sean las que de ellos se derivan, sino las que estaban dispuestos a consensuar todos los magistrados, un mínimo común múltiplo. Quizás tengan razón los que afirman que la unanimidad termina siendo la dictadura de la minoría.

La sentencia acepta las premisas de la Fiscalía según las cuales la violencia que exige el artículo 472 del Código Penal no tiene que ser forzosamente física, sino que puede ser también compulsiva, equivalente a la intimidación grave. La violencia psíquica, por tanto, no puede descartarse como elemento integrante del delito de rebelión. Los magistrados argumentan profusamente, desbaratando la tesis de casi todos los que defendían que no se había producido este delito, puesto que todos ellos se basaban en que no se había utilizado la violencia física.

El Tribunal, desde el punto de vista jurídico, fundamenta consistentemente esta interpretación, pero es que desde el mismo sentido común resulta difícil mantener otra tesis, cuando el artículo 473.2 considera agravante el hecho de portar armas, por lo que hay que suponer que el artículo 472 incluye también en el delito de rebelión otro tipo de violencia distinta de la militar o de la armada. Es más, desde el campo de la Psicología parece bastante claro que la intimidación o la amenaza puede ser tanta o más coactiva que la mera fuerza física. Incluso el empleo de las armas puede surtir efecto con la simple amenaza, sin necesidad de utilizarlas.

La sentencia recoge también la tesis del ministerio fiscal de que la violencia ha estado presente en los acontecimientos de Cataluña. Literalmente afirma: “La existencia de hechos violentos a lo largo del proceso de secesión ha quedado suficientemente acreditada”. Y, a continuación, pasa a analizar los principales acontecimientos en los que se ha producido esta violencia, en concreto, el 20 de septiembre y el 1 de octubre de 2017. No obstante según el Tribunal, y no puede sorprender a nadie, no basta la presencia de violencia para proclamar que los hechos integran un delito de rebelión. Los magistrados mantienen que se precisa que la violencia sea “instrumental, funcional y preordenada”. Hasta aquí todo puede ser perfectamente coherente. Parece una obviedad afirmar que en el delito de rebelión la violencia tiene que configurarse como instrumento y estar ordenada hacia alguna de las finalidades que marca el artículo 472, pero es que al menos las especificadas en los puntos 1 y 5 parecen adecuarse perfectamente a la perseguida por los procesados. Evidentemente es esto lo que otorga gravedad a esa violencia y la distingue de cualquier otra algarada por muy amenazadora que sea.

Sin embargo, llama la atención lo que a partir de este momento se afirma en la sentencia. Comienzan los esfuerzos para retorcer los hechos y los razonamientos hasta llegar a la conclusión que se desea. No puede por menos que extrañar que se afirme que “los actos paradigmáticos de violencia del 20 de septiembre y del 1 de octubre se tratarían de actos de culminación de un proceso, no de actos instrumentales para hacer realidad lo que ya era una realidad”. No parece que con la violencia del 20 de septiembre y del 1 de octubre se culmine nada, sino que constituye más bien un medio, un instrumento para conseguir la única finalidad perseguida a lo largo de todo el tiempo, la separación de Cataluña del resto de España. Esta es la causa final que informa todo el proceso desde 2012. Todos los actos y pasos dados, unos violentos y otros no, son medios e instrumentos para obtener la finalidad última, la independencia proclamada unilateralmente y sin someterse a los mecanismos constitucionales. Ello no implica que algunos de estos medios, a su vez, no constituyan un fin intermedio para otros actos, pero todos reciben su sentido último de la causa final. Es difícil creer que la violencia ocasionada a lo largo de esos cinco años se ordene a una finalidad distinta de la secesión.

Concretamente, la violencia desplegada por el independentismo el 1 de octubre iba dirigida a la celebración de un referéndum, referéndum que era condición necesaria y suficiente para la proclamación unilateral de la independencia. Aún más, las leyes de desconexión establecían entre ambos (referéndum y secesión) una conexión ineluctable, puesto que obligaban a que si el resultado del referéndum era positivo el Parlamento “debía” (no “podía”) declarar la independencia en 48 horas.

Afirmar, tal como hace la sentencia, que la finalidad de los independentistas era tan solo forzar al Gobierno central a la negociación es una aseveración gratuita y totalmente contradictoria con los hechos y con las manifestaciones de los propios golpistas, que no solo se ratifican en la finalidad de la secesión, sino que mantienen que lo volverán a hacer. Los magistrados basan el argumento, por ejemplo, en el testimonio del señor Vila, pero no parece que este exconsejero sea el más representativo de todos los condenados. La negativa del Gobierno a permitir la independencia estuvo clara desde 2012, y no podía ser de otra manera puesto que no lo permite la Constitución. Los golpistas plantearon siempre la negociación como sí o sí y, de acuerdo con ello, el 20 de septiembre, el 1 de octubre y los días posteriores estaban ya en otro escenario diferente del de la negociación, el de la vía unilateral.

Mantener que todo fue un engaño a la población por parte de los dirigentes y que estos últimos no se lo creían es un juicio de valor sin soporte fáctico y difícil de aceptar, como también es un juicio de valor y muy osado el mantener a posteriori que la secesión no tenía ninguna posibilidad de triunfar. Los rebeldes disponían de todo el poder que concede controlar la Comunidad más fuerte de España, que cuenta con un ejército de 17.000 hombres armados, y nadie podía anticipar cuál sería el comportamiento de los mossos. Los sediciosos habían dedicado años a crear las estructuras de Estado. ¿Qué habría pasado si hubiesen logrado una respuesta internacional distinta y hubiesen consolidado su propia hacienda pública? Ellos mismos ponen el ejemplo de Eslovenia.

Que la secesión fracasase no es señal de que no se cometiese el delito de rebeldía. La misma sentencia reconoce que este delito pertenece, según la doctrina penal, a los delitos de consumación anticipada, es decir, que no se precisa esperar a que triunfe para considerar que el delito se ha consumado. Que el Estado no perdiese nunca el control de la situación o que los responsables se asustasen ante el 155 no quiere decir que la independencia no se declarase públicamente y que el presidente de la Generalitat, ante el requerimiento del presidente del Gobierno central se negase siempre a manifestar lo contrario. Desde luego, no quiere decir que todo fuese una ensoñación o una quimera.

En fin, los magistrados, después de descartar el delito de rebelión, se ven obligados a hacer auténticas piruetas y cabriolas jurídicas e intelectuales para amoldar los hechos al delito de sedición. Se esfuerzan para convertir un delito contra la Constitución en un delito contra el orden público. Cosas de la unanimidad.

republica.com 18-10-2019



El Banco de España, la AIReF y las pensiones

HACIENDA PÚBLICA Posted on Lun, octubre 14, 2019 23:44:40

Es obvio que el nombre de banco emisor predicado de los bancos centrales obedece a su facultad en exclusiva de emitir dinero. Pero no es menos cierto que en el caso del Banco de España (BE) y de otros muchos bancos centrales ese nombre podría hacer referencia también al papel que asumen de ser el principal centro de emisión de cultura económica neoliberal. No se precisa que sea una opinión oficial de la entidad ni un acuerdo de su Consejo, basta con que uno de sus altos cargos dé una conferencia para que toda la prensa titule “El Banco de España afirma…”, como si constituyese un oráculo infalible, cuando la realidad es que nuestro banco emisor ha fallado más que una escopeta de repetición, y ha permitido no se sabe cuántas crisis bancarias sin enterarse de lo que estaba ocurriendo.

No es extraño por tanto que cada poco tiempo lancen un mensaje derrotista sobre el sistema público de pensiones. Constituye este una diana muy propicia para centrar los ataques del neoliberalismo económico. Primero, porque es uno de los capítulos más importantes del gasto público; segundo, porque aparece como claro competidor de los fondos privados de pensiones. En esta ocasión ha sido el director general de economía y de estadística del banco emisor en unas jornadas organizadas por el BBVA, lugar sin duda muy a propósito y donde jugaba en campo propio.

Esta intervención ha coincidido en el tiempo con las manifestaciones realizadas por José Luis Escribá, presidente de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), en un acto organizado por Servimedia bajo el título de “La sostenibilidad del sistema de pensiones”. Como se ve, los órganos “independientes” compiten por hacer declaraciones acerca de asuntos políticos, que nunca deberían ser independientes, sino dependientes de las decisiones del Parlamento y en consecuencia, de la soberanía popular. El problema es que esta ha quedado muy mermada y perjudicada con la Unión Monetaria.

La Unión Europea se ha esforzado en mantener la política monetaria al albur de las decisiones políticas, de ahí el carácter de independencia que ha pretendido dar a los bancos centrales y en especial al Banco Central Europeo. Pero no contentas con ello, y a pesar de que las políticas fiscales quedan relegadas a los Estados nacionales, las autoridades comunitarias, cuando han podido, han presionado a cada país para que se crease una institución dedicada a las finanzas públicas y con la teórica característica de independencia, es decir, al margen de las decisiones políticas.

En esta ocasión el BE, como siempre, ha tirado por elevación. Tras pronosticar que si no se mantienen las reformas de 2011 y 2013 y se pretende actualizar anualmente las pensiones por el IPC, el gasto en este capítulo se incrementaría de aquí a 2030 en 2 puntos del PIB y, si extrapolamos hasta 2050 el incremento en lugar de 2 sería de 3 puntos, lo que según el alto funcionario del BE sería inasumible. Es curiosa la facilidad con la que se califica de inasumible todo lo que hace referencia a las pensiones. Nadie dice que el gasto en educación, en defensa, en intereses de la deuda, en sanidad, en esa maraña cada vez más densa de subvenciones y en otras muchas partidas, no es asumible.

El ser o no asumible (no las pensiones, sino todo el gasto público) depende del montante de impuestos que seamos capaces de soportar, pero conviene no olvidar que la presión fiscal en España es seis puntos inferior a la media de Europa. Y seis puntos también en porcentaje del PIB separan el nivel de nuestro gasto público del de la media de la Unión Europea. Catorce puntos del de Francia y nueve puntos del de Italia. ¿De verdad sería inasumibles dentro de treinta años dedicar tres puntos más del PIB a gasto público? Lo que ciertamente resultaría socialmente inasumible sería reducir la cuantía de las pensiones en un 30 o un 40%, resultado forzoso de no actualizarlas por el IPC. Se condenaría a la pobreza más severa a una gran parte de la población, y precisamente aquella que se encuentra en una situación de máxima vulnerabilidad por encontrarse al final de su vida.

El presidente de la AIReF ha estado más moderado y mucho más acertado, quizás porque este organismo no pretende ser tan independiente como quiere serlo el BE y, además, se encuentra adscrito al Ministerio de Hacienda. Ha comenzado por reconocer el descalabro social que significaría mantener la actualización del 0.25% que fija la última ley de pensiones aprobada, e intenta buscar soluciones alternativas. No obstante, comete algunos errores como el de colocar parte de la solución en el retraso de la edad de jubilación y en la inmigración. Ello podría ser correcto si nuestra tasa de paro tuviese un nivel adecuado, pero mientras la oferta de trabajo sea muy inferior a la demanda, lo único que conseguiríamos sería incrementar el desempleo, es decir, aliviar un problema para agravar otro. La emigración se puede defender desde distintos puntos de vista, pero, hoy por hoy, no puede justificarse en la necesidad de importar mano de obra si luego no sabemos dónde colocarla.

Escribá acierta al sostener que la respuesta a los déficits que se puedan producir en el sistema de Seguridad Social remiten al presupuesto del Estado. Es el Estado con todos sus ingresos el que tiene que garantizar las pensiones y su adecuada actualización. Así lo dispone la Constitución. El error cometido hasta ahora parte de esa disociación espuria que hizo el Pacto de Toledo entre Estado y Seguridad Social. Es por eso por lo que tampoco parece apropiado el método que propone el presidente de la AIReF de trasladar al presupuesto del Estado las pensiones no contributivas, las bonificaciones sociales por creación de empleo y los gastos de funcionamiento de la Seguridad Social. Sin duda sería una solución a corto plazo, pero nadie asegura que antes o después no estuviésemos en las mismas y, sobre todo, continuaría la confusión de presentar las pensiones contributivas como si el Estado no tuviese nada que ver con ellas.

El planteamiento debe ser más directo, considerar las cotizaciones sociales como un impuesto más (así lo considera la Contabilidad Nacional) y hacer que el presupuesto del Estado asuma tanto el déficit como el superávit de la Seguridad Social. En realidad, se trata de cambiar los que en estos momentos aparecen como préstamos por aportaciones a fondo perdido. En los momentos actuales, y lo mismo ocurrió a mediados de los noventa, el déficit de la Seguridad Social se enjuga con un préstamo del Estado y, viceversa, cuando el sistema ha tenido superávit el excedente se ha prestado al Estado, comprando deuda pública (es la tan cacareada hucha). Ninguna de las dos cosas tiene sentido si se supone, tal como hay que suponer, que la Seguridad Social pertenece al Estado.

Se dirá, y con cierta razón, que de esta manera no se ha solucionado el problema, sino que simplemente se ha trasladado al presupuesto del Estado, pero lo que sí ocurre es que se le da una dimensión mucho más general. No existe un problema especifico de las pensiones; y, de existir alguno, es el de toda la economía del bienestar y de la capacidad para financiarla. La cuestión radica, por una parte, en la decisión política acerca de la presión fiscal necesaria y, por otra, en algo a lo que se suele dar muy poca importancia, la productividad de la economía. De ella depende en parte la suficiencia del sistema fiscal y sobre todo la capacidad económica de la totalidad de la sociedad porque, dependiendo de la productividad, cien trabajadores pueden producir igual que quinientos o mil. Pero de la productividad hablaremos otro día.

republica.com 11-10-2019



DE DRAGHI AL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS

EUROPA Posted on Mié, octubre 09, 2019 19:14:15

Ha sido necesario esperar casi treinta años para que el presidente del Banco Central Europeo (BCE) reconozca la cojera que desde el inicio afecta a la Unión Monetaria (UM). Al final de su mandato, Draghi ha manifestado abiertamente lo que de forma más encubierta venía insinuando en los últimos tiempos: “Una diferencia clave de la Eurozona con otras uniones monetarias avanzadas es la falta de un instrumento fiscal que actúe de manera anticíclica en el plano federal. “No hay política monetaria que no cuente con una política fiscal» (ver mi artículo de la semana pasada).

El presidente del BCE no solo manifiesta que sería preciso que países como Alemania u Holanda, que tienen margen presupuestario o financiero, realizasen una política fiscal expansiva, sino que la propia UM debería dotarse de un instrumento con una dimensión creíble para poder realizar en el plano europeo una política anticíclica y que, al mismo tiempo, compensase los desequilibrios que la UM puede producir entre los diferentes países.

Draghi, en su despedida, afirmó tajantemente que el BCE ha hecho su trabajo; lo cual es cierto. Ha sido la política monetaria, junto con las políticas deflacionistas adoptadas por los países del Sur, las que por el momento han salvado al euro, cuando muchos creíamos que la UM estaba condenada a desaparecer. Paul Krugman, uno de los economistas que había negado con más fuerza la viabilidad de la moneda única y había pronosticado su ruptura a corto plazo, reconoció su error situando el origen de su confusión en que no podía imaginar que los ciudadanos de las sociedades europeas pudiesen soportar semejantes recortes y políticas deflacionistas como las aplicadas en el sur de Europa en esos años.

No obstante, ante los signos de desaceleración presentes ya en toda Europa, es forzoso preguntarse qué ocurriría si se produjese una crisis como la del 2008. No resulta creíble que esta vez la solución pudiese provenir de los mismos factores. La política monetaria no puede dar más de sí y es muy dudoso que sea capaz de continuar asumiendo el papel de parachoques de la crisis. Pero más difícil es aún que se pueda someter a las sociedades de los países del Sur a otra devaluación interior como la que padecieron en la crisis pasada.

Mientras tanto, los países del Norte no han cedido casi en nada. La UM continúa con los mismos defectos con los que nació. Aquellos que ingenuamente e imbuidos de un espíritu evangélico defendían “hagamos la Unión Monetaria y el resto se nos dará por añadidura” tendrán que reconocer que, de añadidos, poco. De hecho, en muchos casos se ha ido para atrás. Cuando se firmó el tratado de Maastricht el presupuesto comunitario ascendía a un escaso 1,24% del PIB global; treinta años después es tan solo del 1,20%. Tras el fracaso del Sistema Monetario Europeo, los mandatarios europeos mantuvieron bobaliconamente que la moneda única haría imposible la divergencia de las tasas de inflación y la disparidad de los tipos de interés. La falsedad del planteamiento apareció relativamente pronto. Desde la constitución de la UM en 1999 y hasta 2008 los precios se incrementaron en Grecia, España, Irlanda y Portugal alrededor de 17 puntos más que en Alemania, y en julio de 2012 las primas de riesgo de España y de Italia rondaban los 600 puntos.

Si hoy las tasas de inflación convergen no es porque la UM haga imposible la divergencia, sino por la brutal devaluación interna a la que se ha sometido a ciertas sociedades, y si en los momentos actuales las primas de riesgo se mueven en unos niveles relativamente modestos no se debe a que el euro haya forzado la confluencia de los tipos de interés, sino a que el BCE echó un pulso a los mercados. En realidad, el mismo concepto de prima de riesgo -por reducida que esta sea- resulta contradictorio con una unión monetaria y es bastante representativo de los fallos que rodean al euro. Sin que exista riesgo de cambio, ya que todos los países utilizan una misma moneda, no parece que haya razón para que los intereses que se pagan por la deuda soberana sean diferentes, a no ser que haya dudas acerca de la permanencia de la Unión y se esté considerando la distinta solvencia de los Estados.

Desde Maastricht, la situación, lejos de mejorar, ha empeorado. Entonces la UE comprendía 12 países, hoy son 28. Aun cuando en el momento presente solo 19 pertenezcan a la Eurozona, el resto potencialmente están llamados a integrarse. La heterogeneidad entre los Estados se ha hecho mucho más acentuada. Las diferencias en renta per cápita, salarios, costes laborales etc. son notables y los sistemas fiscales, muy diferentes. Todo ello sin que se haya dado un paso real hacia la integración fiscal y presupuestaria. Los países del Norte se han opuesto a todo avance o han descafeinado las posibles medidas, prescindiendo de cualquier aspecto que pueda representar una redistribución de recursos entre los Estados, o la mutualización del riesgo. Por supuesto, resulta imposible hablar de un presupuesto comunitario verdaderamente significativo, pero es que ni elementos muy básicos como el de un fondo europeo de garantía de depósitos o un seguro de desempleo comunitario tienen viso alguno de poder ser aprobados.

Como cabría esperar, la integración política aparece como una utopía imposible de alcanzarse, pero por eso la UE se queda en tierra de nadie, «es» pero «no es», mantiene un equilibrio radicalmente inestable. Es terreno abonado para todo tipo de contradicciones e incompatible con el Estado Social. Se ha convertido en una trampa para la izquierda. Por ello resulta paradójico que, desde nuestro país, y especialmente desde la izquierda, por una parte, se ansíe y se defienda la integración política de Europa, que tal como se ha dicho es una quimera y, por otra, de forma un tanto frívola, se haya construido interiormente un escenario en el que se dispara todo tipo de fuerzas centrífugas.

Si la UM es una trampa que rompe el equilibrio entre política y economía, el Estado de las Autonomías se ha transformado en el germen de una dinámica en la que se van a repetir los mismos errores y surgirán idénticos problemas a los de la Eurozona, pero en este caso a escala regional, lo que es mucho más grave. Desaparece la igualdad en derechos y obligaciones de los ciudadanos. Se pretende deteriorar gravemente la política redistributiva del Estado entre territorios y se cae progresivamente en un dumping fiscal extremadamente peligroso entre regiones de un mismo país.

La verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero. Y no deja de ser verdad porque lo defienda la extrema derecha o se oponga a lo políticamente correcto y a lo que se estipuló en la Carta Magna. Pienso que el mayor error que se cometió al redactar la Constitución fue crear el Estado de las Autonomías. Es posible que, en esto como en tantas otras cosas, no existiesen en aquel momento muchas alternativas. Se pretendió solucionar dos problemas y, por el contrario, se crearon quince más, y los dos que se querían arreglar se han agravado hasta extremos que eran difícilmente imaginables.

El error parte de creer que los nacionalismos pueden satisfacerse con cesiones. Cada logro alcanzado, lejos de conformarles, les proporciona una nueva plataforma para nuevas reivindicaciones en un proceso que no tiene fin, si no es con la independencia. En cualquier caso, lo que se produce es una situación privilegiada en aquellas Comunidades que cuentan con partidos nacionalistas y que adquiere especial gravedad al tratarse de los territorios más ricos.

El nacionalismo termina contaminando a todas las regiones. El ejemplo de las ventajas conseguidas por los partidos nacionalistas propicia que en casi todas las Comunidades hayan surgido formaciones políticas regionales. Incluso, las fuerzas centrífugas están actuando en algunos de los partidos que se llaman nacionales. No existen dudas en el caso de Podemos, en el que la disgregación por territorios es un hecho, hasta el extremo de poner en peligro la propia supervivencia del partido. El fenómeno, aunque con menos fuerza, también sucede en el PSOE, especialmente con el sanchismo. El PSC juega por su cuenta, y las agrupaciones de Baleares, País Vasco y Navarra siguen su ejemplo.

En la Unión Europea los intereses nacionales priman sobre las posiciones ideológicas. En España vamos camino de ello, solo que aplicado a las Comunidades Autónomas. Con el tiempo, pero ya está empezando a suceder, el enfrentamiento clásico entre izquierdas y derechas va a dejar el espacio a la contienda en clave territorial. El hecho es evidente en Cataluña y en el País Vasco. Solo así se explica que dos fuerzas claramente de derechas (como el PNV y los herederos de los convergentes, como quieran que se llamen), se alíen con partidos que se proclaman de extrema izquierda. Pero dentro de poco es posible que esta anomalía política se extrapole a todas las Comunidades. Unir políticamente distintos estados es una tarea ardua y quizás quimérica. Lo estamos comprobando en Europa. Por el contrario, disgregar y romper una unidad política puede ser más fácil de lo que pensamos. Es seguro que no uniremos Europa, pero es posible que troceemos España.

republica.com 4-11-2019



UNA EXPANSIÓN CUANTITATIVA NUEVA Y DIFERENTE

EUROPA Posted on Mar, octubre 01, 2019 18:26:37

Quienes en los años setenta preparaban oposiciones para ingresar en el Banco de España lo primero que debían aprender eran las funciones encomendadas a un banco central, entre las que se encontraba el ser prestamista en última instancia, lo que implicaba no solo ser el banco de banqueros, sino también el banco del Tesoro Público. En la instrumentación, por tanto, de la política monetaria se asumía que el sector público, junto con el sector exterior, constituían factores autónomos de liquidez, cuyas variaciones, a efectos de controlar la masa monetaria, debían ser compensadas por el banco central aumentando o reduciendo el crédito al sistema bancario.

A partir de los años ochenta el panorama fue cambiando en casi todos los países. La monetización del déficit comenzó a considerarse tabú, un peligro para la economía, bien por sus efectos inflacionarios, bien porque se podía producir el llamado credit out, expulsión del sector privado del crédito. La ortodoxia se asentó por un lado en la defensa a ultranza de la autonomía de los bancos centrales y por el otro circunscribiendo la financiación del déficit público exclusivamente a la emisión de deuda.

El diseño de la Unión Monetaria se elaboró sobre estos principios. Los tratados estipulan, en primer lugar, que ni el Banco Central Europeo (BCE) ni los bancos centrales nacionales pueden solicitar o recibir instrucciones de las autoridades comunitarias y tampoco de los gobiernos de los países miembros y, en segundo lugar, la prohibición de los descubiertos o la concesión de cualquier otro tipo de crédito por el BCE y los bancos centrales nacionales a las instituciones europeas y a los gobiernos de los Estados miembros.

Una característica de la Eurozona es la separación entre política monetaria y fiscal. La política monetaria se encomienda al BCE mientras que la política fiscal permanece en los Estados nacionales. Esta disociación y la ausencia de una hacienda pública europea consistente se encuentran en el origen de la mayoría de las contradicciones y problemas del euro. En la Unión Europea no existe una unión fiscal y presupuestaria que pueda compensar los desequilibrios y desigualdades que produce la moneda única.

No obstante, se impone a los Estados miembros una serie de limitaciones acerca del nivel de déficit y de deuda pública en los que pueden incurrir. Al margen de que tales prohibiciones se encuentren en los tratados, son los mercados los que, al no tener los países moneda propia, antes o después los fuerzan a ello. De hecho, así ocurrió en 2008, cuando los mercados pusieron en aprietos a muchos gobiernos que, tras incrementar sus déficits públicos, se vieron en graves dificultades para financiarlos. A algunos les resultó imposible y tuvieron que ser rescatados por las instituciones europeas. En otros casos, como en los de Italia y España, ante los niveles desorbitados que alcanzaron sus primas de riesgo, necesitaron que el BCE acudiera en su ayuda comprando bonos en el mercado abierto, con lo que mostraba a los inversores que estaba dispuesto a intervenir todo lo que fuese necesario para defender al euro.

No hay duda de que la actuación del BCE fue una pieza esencial en la recuperación económica y en la corrección -eso sí, provisional- de los problemas que asediaban al euro en la pasada crisis. Para ello, como el mismo Draghi afirmó, se sirvió de todos los medios, acudiendo incluso a los instrumentos que se han dado en llamar no convencionales y que ya estaban siendo empleados por otros bancos centrales, en concreto el del Japón y la Reserva Federal de EE. UU.

Desde 2015, el BCE adoptó la llamada expansión cuantitativa, conocida por sus siglas en ingles QE, quantitative easing, que consiste básicamente en que el BCE compra títulos (en particular deuda pública) en el mercado a las entidades financieras, regando de esta manera con dinero la economía. Se supone que los bancos incrementan sus créditos a los particulares y a las empresas, lo que se traducirá en aumento de la demanda y por ende del crecimiento económico. Sin embargo, no han faltado detractores a esta forma de actuar del BCE. Desde Alemania, Holanda, Austria etc. se consideraba que la QE constituía una forma encubierta, aunque indirecta, de financiar a los Estados, al comprar sus títulos en el mercado.

La política monetaria es de lo poco que ha funcionado en la UM y ha sacado a la Eurozona de la encrucijada y de la trampa sin aparente salida en la que se encontraba. Pero ello no es óbice para reconocer que se han generado también efectos negativos. Ha incrementado la desigualdad. Al elevar el precio de los activos financieros, se ha beneficiado a sus tenedores, que principalmente y en una proporción muy elevada se identifican con los acaudalados. Así mismo, se corre el riesgo de que los bajos tipos de interés mantengan empresas zombis o que la facilidad crediticia genere burbujas y bolsas de insolventes.

Pero sobre todo es que la política monetaria tiene unos claros límites si no va acompañada de la política fiscal. Ambas se complementan. Una política fiscal expansiva tiene el peligro de fracasar si no se financia mediante la emisión de dinero. De lo contrario, sus efectos pueden verse malogrados porque la emisión de deuda drenaría fondos del sector privado, produciendo en este un efecto contractivo, a no ser que la iniciativa privada esté debilitada y el sector privado no se muestre dispuesto a invertir.

A su vez, una política monetaria en ausencia de una política fiscal presenta claras limitaciones para expandir la economía. Hace ya muchos años que Keynes lo puso de manifiesto: “es posible llevar el caballo al abrevadero, pero no se le puede obligar a beber”. Se puede inundar de dinero a la banca, pero de nada sirve si no existe demanda de crédito. Es lo que se ha denominado “trampa de liquidez”. En este caso únicamente la actuación del sector público puede incentivar la demanda.

Todo indica que la política monetaria ha dado ya todo lo que podía dar de sí. Los tipos de interés están a niveles sorprendentemente bajos, en algunos casos negativos. Los bancos no saben qué hacer con la liquidez y, a pesar de ello, la tasa de inflación no remonta, y no se acerca ni de lejos al 2% que tiene establecido como objetivo el BCE. Sería preciso, tal como ha insinuado Draghi, que la política fiscal tomase el relevo, pero ello parece vedado en la UM, porque en determinados países la situación financiera no deja margen para instrumentarla, y aquellos que tienen capacidad, como Alemania, y Holanda se niegan a ponerla en práctica.

Todas estas circunstancias crean una situación crítica de cara a la recesión que parece anunciarse. De ahí que ciertos autores y políticos se pregunten si la nueva QE que se proyecta no debería tener unas características distintas de la antigua; si no tendría que instrumentarse vertiendo directamente el dinero sobre los particulares en lugar de sobre los bancos. Las ventajas serían evidentes. Incrementaría la igualdad, ya que los recursos irían orientados a los ciudadanos más necesitados y, por la misma razón, el impacto sobre la actividad económica sería más inmediato, teniendo en cuenta que los receptores de los recursos tendrían una propensión al consumo mucho más elevada.

La propuesta es menos novedosa de lo que parece. Se trata de aunar la política monetaria y la política fiscal. Consistiría en realidad en instrumentar a nivel europeo una serie de programas de gasto público, tanto de infraestructuras como de prestaciones sociales a los más perjudicados por la crisis, financiados con la creación de dinero y no con impuestos. Ciertamente, esta inyección de efectivo tendría una dificultad evidente para la vuelta atrás en el momento en que el BCE decidiese drenar liquidez del sistema, pero en la actualidad esta institución cuenta con tal nivel de activos en su balance, proveniente de la primera expansión cuantitativa, que le bastaría y sobraría para instrumentar, si fuera necesaria, una política restrictiva.

La idea es sugerente, pero un tanto alambicada y desde luego ingenua. Alambicada, porque, ante la carencia en la Unión de un verdadero presupuesto y de tributos con suficiencia recaudatoria que pudiesen servir para instrumentar una política fiscal expansiva, se propone la acción del BCE financiando toda una serie de gastos públicos mediante la expansión monetaria. Ingenua, porque supone que los que se niegan a toda expansión fiscal en el ámbito nacional y se oponen radicalmente a todo incremento del presupuesto comunitario o a cualquier procedimiento con vistas a mutualizar el riesgo iban a permitir la monetización de un volumen sustancial de gasto público y, además, en el plano supranacional y europeo.

republica.com 27-9-2019



EL PROBLEMA ES USTED, SEÑOR SÁNCHEZ

PARTIDOS POLÍTICOS Posted on Lun, septiembre 23, 2019 12:58:41

Algunos no lo saben, pero existe una asignatura que se llama Derecho Constitucional Comparado y que recoge los distintos modelos de organización política acuñados a lo largo de la historia en diferentes países. Todos ellos tienen sus propias reglas, lógica, y consistencia interna. Al elaborar su constitución, cada Estado se ha inclinado por uno u otro sistema. Así ha ocurrido con nuestra carta magna, aprobada en 1978, que tiene sin duda sus defectos, defectos que pueden corregirse, pero, eso sí, manteniendo siempre su coherencia. En los momentos actuales, época de irreverencia, carente de todo respeto, son muchos periodistas y políticos los que se creen capacitados para aconsejar cualquier cambio, mezclando normalmente churras con merinas, trasladando elementos propios de sistemas presidenciales y mayoritarios a los proporcionales y parlamentarios.

Pero ha sido el propio presidente del Gobierno el que desde la misma tribuna del Congreso de los Diputados ha propuesto la modificación del artículo 99. Todo ello tendente a que alguien, sin tener el suficiente respaldo de las Cámaras, pueda llegar a la Moncloa; dicho en román paladino, que Pedro Sánchez con 123 diputados pudiera gobernar como si tuviera mayoría absoluta. Ciertamente, Sánchez nunca hubiera planteado tal modificación en 2015 o en 2016, cuando era el PP con Rajoy el partido más votado. Pero ya se sabe, en Pedro Sánchez nada es permanente, todo depende de cuáles sean sus intereses. Siempre tiene, si le conviene, otros principios disponibles.

Es cierto que la actividad política está casi bloqueada desde 2015, pero en modo alguno tiene la culpa de ello la Constitución ni el artículo 99, sino la clase política, que no se ha acostumbrado a la nueva estructura del arco parlamentario y son incapaces de entenderse. No obstante, la pieza sustancial de esa desarmonía y que se encuentra siempre en el centro del tablero es Pedro Sánchez y su ambición política. Fue el gran obstáculo en 2015 y en 2016, cerrando cualquier posible solución que no pasase por su investidura como presidente del gobierno, hasta el extremo de que tuvo que ser cesado de secretario general de su partido para que se deshiciese el bucle que había generado en la política española.

El paréntesis duró poco porque, tras retornar a la Secretaría general del PSOE por ese procedimiento caudillista que son las primarias, y apoyándose en el “no es no”, aprovechó la primera ocasión que se le presentó para alcanzar la presidencia del gobierno, aunque fuese mediante ese gobierno Frankenstein que su partido no solo había rechazado rotundamente, sino que había considerado una locura, porque locura era pretender gobernar con 88 diputados y con los votos y el apoyo de los que acababan de dar un golpe de Estado y continuaban en la misma estrategia y persiguiendo el mismo objetivo.

Pues esa locura se llevó a cabo a través de una moción de censura de la que paradójicamente fue muñidor Podemos. Seguro que a estas alturas esta formación política se arrepiente amargamente de ello. A Pablo Iglesias le ha ocurrido lo mismo que a la rana de la fábula. Esta no tuvo en cuenta que estaba en la naturaleza del escorpión comportarse como tal. Pues bien, Pablo Iglesias debería haber previsto que se encuentra en la naturaleza de Pedro Sánchez actuar como un depredador político, que no le iba agradecer que le hubiese dado el gobierno y que solo consideraría a Podemos en tanto en cuanto le resultase útil como instrumento para sus fines.

No obstante, Pedro Sánchez fue consciente desde el principio de la anormalidad que representaba un gobierno asentado sobre un partido con 88 diputados y sobre un amasijo de fuerzas políticas de lo más heterogéneo y con finalidades antagónicas e incluso algunas de ellas anticonstitucionales. Por eso asumió el poder como una larga campaña electoral, seguro de que se vería forzado más pronto que tarde a convocar elecciones. Poco importaba el gobierno real de la nación, lo relevante para él era la rentabilidad política y electoral que se pudiese obtener en ese periodo de tiempo. De ahí la utilización abusiva del decreto ley, y las múltiples concesiones a los independentistas con la finalidad, estas últimas, de alargar lo más posible una situación irregular que lógicamente era inestable y se sabía precaria.

Las cesiones de Pedro Sánchez a los secesionistas no pudieron evitar que el gobierno Frankenstein mostrase sus contradicciones, y después de gobernar durante un año con los presupuestos de Rajoy resultó imposible aprobar unos nuevos presupuestos. Los independentistas enseñaron pronto su verdadera faz y fue preciso convocar unas nuevas elecciones. Bien es verdad que para entonces Sánchez ya había utilizado su estancia en el gobierno para hacer la correspondiente propaganda, lo que le sirvió para pasar en los comicios, de 88 diputados a 123, a costa de Podemos que perdió más votos que los que ganó el PSOE. No nos puede extrañar que, tras las elecciones de abril y ya con más diputados, Sánchez pretendiera renovar el gobierno Frankenstein, ya que para ello contaba con los nacionalistas e independentistas -al menos con los más pragmáticos- y esperaba que Podemos siguiese aceptando la condición de tontos útiles. Pero por lo mismo, también, es harto comprensible que Podemos, escamado de la etapa anterior, no estuviese dispuesto a jugar con las mismas reglas y pretendiese formar parte de un gobierno de coalición.

A pesar de tener tan solo 123 diputados (la misma cifra que tenía Rajoy cuando hubo que convocar nuevas elecciones en 2016 y la misma que alcanzó Pérez Rubalcaba en 2011 y que le hizo dimitir de secretario general del PSOE), en ningún momento Pedro Sánchez ha estado dispuesto a compartir el poder. Por esa razón, más allá de pedir la abstención, no ha querido hacer ninguna oferta seria a Ciudadanos ni al PP, tal como la hecha por Rajoy en 2015, y a la que Sánchez contestó con el “no es no”. Y es por la misma razón que ha pretendido que Podemos le concediese su apoyo, con la añagaza de un programa que, como todo el mundo sabe, después se cumple o no.

Descartó desde el principio un gobierno de coalición. En esa línea fue haciendo proposiciones, a cada cual más pintorescas, bajo el nombre un tanto ignoto de “gobierno de colaboración”, desde colocar en el gobierno a independientes hasta ofrecer cargos en la Administración o en las empresas públicas (cuando lo lógico es que sean ocupados por funcionarios) a miembros de Podemos. No tuvo más remedio que aceptar sentarse a la mesa para discutir un gobierno de coalición cuando Iglesias le descolocó excluyéndose del futuro gobierno, accediendo así al veto utilizado por Sánchez como excusa. Pero toda la negociación fue una farsa puesto que Sánchez y los sanchistas hicieron todo lo posible para abortarla. Tras una serie de reuniones en las que se mareó la perdiz, presentaron una oferta (la única) ridícula y humillante (véase mi artículo del 1 de agosto pasado) y además con plazo de caducidad. Lo que se buscaba es que se rechazase, para descartar así con ese pretexto definitivamente el gobierno de coalición.

Tras la investidura fallida, dadas las buenas expectativas electorales que le pronosticaban las encuestas y las reticencias de Podemos a pactar sin gobierno de coalición, Pedro Sánchez ha jugado claramente a unas nuevas elecciones, por eso en estos dos meses no ha hecho absolutamente nada para formar gobierno, excepto teatro, responsabilizando a los demás de la previsible disolución de las Cortes. Los ha empleado en construir el relato, presentándose como el único que puede ofrecer estabilidad, pero lo cierto es que la inestabilidad que sufre desde 2015 la política española solo tiene un culpable, Pedro Sánchez y sus ansias de llegar y mantenerse en la presidencia del gobierno sin importar los medios a emplear y con quiénes haya que pactar.

No es que desde abril haya estado perdiendo el tiempo condenando a la política española a la inacción, tal como afirman ciertos comentaristas de derechas. Es que España lleva cuatro años de parálisis política, funcionando a retazos y en provisionalidad. Desde el “no es no”, Sánchez ha estado en el origen del circo. Por eso, la mayor hipocresía es pretender presentarse en las próximas elecciones como garante de la estabilidad, habiendo sido el principal elemento desestabilizador. Para que la política española se estabilizase se precisaría la dimisión de Pedro Sánchez y el nombramiento de otro candidato por el PSOE, pero dado el control que las primarias le han dado sobre el partido y la transformación a que ha sometido a este, la hipótesis de la dimisión es un puro espejismo.

republica.com 20-9-2019



EL GOBIERNO PROGRESISTA QUE QUIEREN LOS ESPAÑOLES

PSOE Posted on Lun, septiembre 16, 2019 10:55:25

Al grito de «Dios lo quiere» se inició la primera cruzada, y con ella los múltiples excesos y barbaridades cometidos por los países católicos en el intento de conquistar lo que llamaban Santos Lugares. El “Dios lo quiere” los acompañó en todas las contiendas. En general, es una constante en todas las religiones hacer a Dios portador de la ley; poner en su boca lo que se desea que el pueblo acepte. En ocasiones, el resultado ha sido positivo. Se trataba de convertir las reglas necesarias para la convivencia en preceptos divinos para que así la conformidad fuese más fácil y generalizada. En otros casos, los efectos han sido extremadamente perniciosos al justificar las mayores atrocidades en nombre de Dios.

En nuestras sociedades secularizadas se ha producido una traslación. El Dios lo quiere se convierte en el pueblo lo quiere, la sociedad lo quiere, la nación lo quiere, Cataluña lo quiere. Todos los nacionalismos se arrogan ser ellos solos, y solo ellos, los representantes de todo el pueblo. Ya Pujol hace treinta y cinco años en la plaza de Sant Jaume se envolvió en la señera para identificarse con Cataluña y escapar así de la acción de los tribunales. Convirtió la actuación de la justicia por una vulgar estafa, la de Banca Catalana, en un ataque del Estado a Cataluña.

Esta postura se ha venido repitiendo durante todos estos años en Cataluña. Se puede cometer todo tipo de tropelías siempre que el objetivo sea la independencia. Esta es la diferencia fundamental de la corrupción en esta Comunidad con la que se produce en el resto de España. En cualquier otro sitio la desviación de caudales públicos no admite justificación, es condenada siempre por la opinión pública, aun cuando el que la cometa no se haya lucrado personalmente y lo defraudado sea para el propio partido o para propagar una determinada ideología. En Cataluña no. Se justifica hasta el propio enriquecimiento, con tal de que vaya unido a la propagación del independentismo. En los últimos años vemos cómo los golpistas, para justificarse, manifiestan que sus acciones, a pesar de que hayan violado la Constitución, el Estatuto y la ley, y hayan malversado fondos públicos, obedecen a un mandato superior el del pueblo de Cataluña. El pueblo lo quiere.

A Sánchez, de tanto tratar con los independentistas, se le ha pegado algo de esta actitud cuasi mágica. Y él y sus mariachis para presionar a los otros partidos de cara a la investidura no dejan de repetir que el Gobierno de Pedro Sánchez es el que «los españoles quieren». Postura de una gran jactancia, y que de ninguna manera se deduce de los resultados de las elecciones generales. Los colectivos no votan, votan y manifiestan sus preferencias las personas, preferencias muy diferentes y a menudo antagónicas, tanto más en los momentos actuales en los que se ha roto el bipartidismo y existe mayor pluralidad en el espectro político.

A tenor del resultado de las elecciones generales, Pedro Sánchez podría afirmar con cierta razón que ese gobierno, el que formaría en solitario, lo quieren el 26,68% de los españoles que acudieron a las urnas, que son los que les han votado. Ir más allá es presunción e impostura, porque en el otro extremo se encuentran Ciudadanos y el PP, que han obtenido el voto del 32,56%, y no creo que estos votantes quieran precisamente el Gobierno de Sánchez. Si el gobierno fuese de coalición con Podemos podría dar un paso más y afirmar que es el gobierno que en principio quieren el 42,99% de votantes, aunque no convendría olvidar que a Ciudadanos, PP y Vox les ha votado el 42,82, lo que indica hasta qué punto se encuentra dividida la sociedad, hasta qué extremo está fragmentado el «querer de los españoles».

Paradójicamente, el desempate en los momentos actuales está en manos de los golpistas y separatistas y la victoria es de quien esté dispuesto a aceptar su apoyo. Ello fue lo que ocasionó que Pedro Sánchez con 88 diputados se hiciese con el gobierno y expulsase a Rajoy, que contaba con 133. Y eso es también lo que hace que ahora Pedro Sánchez acaricie la investidura, siempre, claro está, con permiso de Podemos. Ese gobierno progresista del que habla Sánchez no se puede decir que sea el que quieren los españoles (solo algunos españoles), pero parece que sí es el que quieren los independentistas, a juzgar por las manifestaciones de Rufián y de Ortuzar. Nadie se muestra más interesado que ellos en que gobierne Sánchez. Por algo será.

Pero precisamente este interés mostrado por los que han dado un golpe de Estado o los que defienden abiertamente el derecho de secesión en España es el que debería poner en guardia y hacer recelar no ya a ese 42,88%, que ha votado a los tres partidos de derecha o centro derecha, sino incluso a algunos de entre ese 42,99% que ha votado al PSOE o a Podemos. ¿Dónde se encuentran todos esos miembros del Comité Ejecutivo Federal del PSOE que condenaban incluso sentarse a negociar con los partidos que defendiesen el derecho a decidir?

El gobierno que propone Sánchez tampoco es progresista. A tenor de las 370 medidas publicadas, yo diría que es más bien populista. El documento es una carta a los Reyes Magos. Es un conglomerado de todas las peticiones presentadas por las distintas asociaciones afines y que han desfilado por la Moncloa. No mantiene una estructura coherente ni fija prioridades. Se puede dar la misma importancia a la reforma laboral o al problema de las pensiones que a las carencias de los bomberos forestales o la subvención a las mujeres para que emprendan carreras técnicas o de ciencias.

El documento no presenta ningún cálculo del coste de las medidas y, en consecuencia, no dice cómo las van a financiar. El capítulo dedicado a los impuestos es pobrísimo, huye de tocar los grandes tributos en los que se basan la progresividad y la suficiencia del sistema -lo que sería impopular- y cifra todo el incremento de los ingresos en la creación de una serie de gravámenes hasta ahora desconocidos y sobre los que existen muchas dudas acerca de su viabilidad, efectos y capacidad recaudatoria, desde luego totalmente insuficiente para financiar el país de las maravillas que describe el documento. Pero eso le preocupa poco a Sánchez, le da lo mismo. Las medidas no están pensadas para ponerlas en práctica. Solo sirven para el postureo, la publicidad y la propaganda de cara a unas nuevas elecciones que es en lo que realmente está interesado. ¿Cómo si no puede decirle a Podemos que no quiere su voto gratis para la investidura, sino un pacto de adhesión incondicional y sin la menor crítica para toda la legislatura?

republica.com 13-9-2019



LA POLÍTICA MERCANTILISTA DE ALEMANIA Y LA EVENTUAL RECESIÓN ECONÓMICA

EUROPA Posted on Lun, septiembre 09, 2019 23:12:44

Hace unos días se publicaron los datos de la contabilidad nacional de Alemania relativos al segundo trimestre del año. La tasa negativa de su PIB (-0,1) ha hecho saltar la alarma en toda la Eurozona. Con unas u otras palabras la prensa venía a titular más o menos del mismo modo «peligro de recesión en la locomotora europea”, lo que se certificaría, desde el punto de vista doctrinal, si la tasa del tercer trimestre fuese también negativa. La intranquilidad puede estar tanto o más justificada cuanto que la Eurozona en su conjunto tiene un precario crecimiento (0,2%), Italia hace ya tiempo que está estancada y Francia se encuentra al borde de la recesión.

La preocupación ha cundido dentro de la propia Alemania. Representantes de la patronal, líderes notables del SPD y directores de relevantes institutos de economía sugieren que ha llegado el momento de que se abandone, o al menos se flexibilice, la política de austeridad. En realidad, es un mensaje que Draghi ha venido repitiendo, aunque de forma un tanto velada, tal como se suelen expresar los banqueros centrales. El BCE y también la mayoría de los bancos centrales piensan que la política monetaria ha dado de sí ya todo lo que podía dar, llegando incluso a tipos de interés negativo. Es el momento de los gobiernos, ha afirmado Draghi recurrentemente. En román paladino, de las políticas fiscales expansivas.

Bien es verdad que no todos los países tienen capacidad para aplicar estas políticas. A los países del Sur, con un fuerte endeudamiento, les resulta imposible asumir esta tarea sin riesgo de ser desestabilizados por los mercados, tanto más cuanto que carecen de moneda propia y la Eurozona está muy lejos de ser una zona monetaria óptima. Sin embargo, este no es el caso de Alemania y de otros países del Norte, con finanzas saneadas y fuertes superávits en sus balanzas por cuenta corriente. En una década el endeudamiento público del país germánico ha pasado del 81% de su PIB al 60%, y los tipos de interés de sus bonos en estos momentos son negativos, es decir, que cobraría intereses a los acreedores por los capitales que le prestasen para acometer nuevas inversiones. En estas circunstancias y cuando hay peligro de una recesión no puede extrañarnos que haya quienes aboguen por abandonar el dogma del déficit cero.

Es necesario, sin embargo, señalar que se escuchan también otras muchas voces, quizás en mayor número y de más importancia, entre ellas las del partido de la propia Merkel y representantes del Bundesbank, que no quieren oír hablar de flexibilizar la política fiscal. Están sumamente orgullosos de la estrategia seguida e impuesta al resto de la Eurozona. Piensan que un relajamiento por parte de Alemania sería copiado inmediatamente por el resto de los Estados. Argumentan que no se puede incrementar la carga sobre las generaciones futuras. No consideran que determinadas inversiones tendrían una rentabilidad a medio y a largo plazo que compensaría con creces la carga de la deuda, sobre todo si esta se emite a tipos negativos.

Estas dos posturas defienden frente al futuro políticas contrapuestas; sin embargo, sustentan un mismo relato acerca de los acontecimientos pasados. Según dicho relato, Alemania y los Estados del Norte fueron hormigas y los del Sur, cigarras. Los primeros fueron previsores y practicaron una política de austeridad correcta; los segundos vivieron durante años por encima de sus posibilidades. Los primeros gastaban menos de lo que producían y por ello acumularon un abultado superávit exterior; los segundos consumieron en mayor cuantía que su producción y por ello incurrieron en déficit de balanza de pagos y endeudamiento frente al exterior.

Alemania y sus satélites impusieron su tesis a los países que tenían dificultades con el lema «solidaridad a cambio de ajustes», de modo que los Estados que presentaban déficits cuantiosos en sus balanzas de pago, ante la imposibilidad de devaluar una moneda que no tenían, se vieron obligados a una deflación interior. Recobraron la competitividad mediante una bajada considerable de precios y salarios que corrigió la brecha exterior. Se superó la recesión y se ha entrado en un proceso de creación de empleo.

Según este relato, la política seguida ha sido, al final exitosa, y toda la Eurozona ha gozado de una etapa, la última, de crecimiento basado en el sector exterior y las exportaciones. La zona euro a lo largo de los seis o siete últimos años ha presentado un superávit de la balanza por cuenta corriente de alrededor del 3%. Pero una política que basa todo su crecimiento en las exportaciones y en el sector exterior tiene por fuerza que resentirse al estallar una guerra comercial. Los enfrentamientos entre China y EE.UU. están dañando a Europa de forma notable. El cuantioso superávit alemán entre exportaciones e importaciones lleva dos años reduciéndose, y el del conjunto de la Eurozona ha descendido un 30%.

Hasta aquí el relato común, que es el que domina en Alemania, el que mantienen las instituciones europeas y que es mayoritario en la opinión pública de Europa, incluso en los países del Sur. Pero a partir de este momento, tal como hemos visto, las posiciones se dividen en dos: los que ante las dificultades que se avecinan piden que se abandone la política de austeridad y los que, quitando importancia a los últimos datos y a la amenaza de recesión, consideran que los posibles problemas pueden solucionarse sin cambiar esa política que consideran casi sagrada.

Existe, no obstante, otro relato, otra narración, otra forma de contar la historia (véase mi libro “Contra el euro”, de Editorial Península). Desde la creación de la Unión Monetaria hasta el comienzo de la crisis, en los países del Sur se fueron generando déficits exteriores cada vez más abultados, al final, insostenibles. Estos déficits eran la contrapartida de los superávits también desproporcionados de los países del Norte, y unos y otros solo fueron posibles al menos en esa cuantía por la existencia del euro. De no haber contado todos los países con la misma moneda las modificaciones en el tipo de cambio hubieran corregido los desajustes en unos y otros, mucho antes de llegar al nivel que alcanzaron. En realidad, hubiera pasado lo mismo que ocurrió en 1993 con el Sistema Monetario Europeo, que los mercados financieros habrían puesto a cada moneda en su sitio. Las de los países del Norte se habrían revalorizado y las del Sur, depreciado. La próspera situación económica de Alemania y demás países del Norte no ha obedecido a la aplicación de una política económica virtuosa, sino a que trasladaron sus problemas a los países del Sur, ya que el euro les permitía mantener una relación de intercambio beneficiosa y condenaba a los otros Estados a una que les perjudicaba.

Del lema «solidaridad y ajustes» solo se cumplió la segunda parte. La solidaridad brilló por su ausencia. No hubo, por supuesto, transferencias de recursos de unos Estados a otros mediante una integración fiscal, las exigidas por cualquier unión monetaria, o las que se dan entre las regiones de un Estado. Todas las llamadas ayudas adoptaron la forma de préstamos, no concedidos gratuitamente sino a un buen precio y además financiados por todos los miembros por igual, en porcentaje a su PIB. Lo que sí hubo fue ajustes. Los países acreedores sometieron a los deudores a fuertes devaluaciones interiores, obligándoles a pagar un alto precio social, con fuertes sacrificios de la mayoría de los ciudadanos, especialmente de los trabajadores de las clases bajas.

Lo que Merkel y otros países superavitarios no calcularon es que su superávit comercial solo podría mantenerse con el déficit de las otras naciones. Así que cuando exportaron a los países del Sur su política de austeridad y les obligaron a corregir su déficit exterior, se estaban condenando a sí mismos a moderar su superávit, a no ser que encontrasen compradores fuera de la Eurozona. Que fue lo que en realidad ocurrió. Si los países deficitarios equilibraron sus balanzas de pago llegando incluso algunos a ser excedentarios, los del Norte mantuvieron o incrementaron su superávit. En el 2016, el superávit de la balanza por cuenta corriente de Alemania era del 8,7%; de Holanda el 8,1; de Dinamarca el 7,9; de Austria el 2,6 y la Eurozona en su conjunto el 3,5%.

La globalización y la multilateralidad en las relaciones comerciales han originado que los efectos de esta política mercantilista se hayan extendido fuera de Europa. Los superávits de Alemania y de la Eurozona en su conjunto tienen que tener su correspondencia en los déficits de otros países, entre los que se encuentra en un puesto destacado EE.UU. La balanza de pagos por cuenta corriente del gigante americano viene presentando saldo negativo desde hace por lo menos tres décadas, y alcanzando cuantías realmente importantes en todo el primer decenio del presente siglo. Situación que, si en un principio se pudo mantener gracias al papel de moneda de reserva atribuido al dólar, resulta insostenible cuando se prolonga en el tiempo. Antes o después, los problemas tenían que aparecer. Así fue en 2008 en la crisis pasada, y hay peligro de que vuelva a suceder en el futuro.

Trump es criticable por muchos motivos, pero en este tema tiene un punto de razón cuando pretende defenderse de una guerra comercial desatada por China y Alemania hace ya muchos años. La primera, con una férrea intervención del Estado en la economía, incluido el manejo del tipo de cambio; la segunda, emboscándose tras la Unión Monetaria, alejándose de la relación real de intercambio, ya que la cotización del marco, si hubiese permanecido, estaría muy por encima de la fijada para el euro.

No es que los nubarrones que están apareciendo en la economía europea provengan del exterior, de la lucha comercial entre China y EE.UU. Es más bien al revés, que la política mercantilista y de austeridad adoptada por Alemania e impuesta al resto de la Eurozona se encuentra detrás de esta contienda y está siendo un factor de distorsión del comercio internacional. Que Alemania y otros países del Norte de Europa abandonen el dogma del déficit cero y giren hacia una política fiscal expansiva es por supuesto una necesidad para evitar la recesión en la Eurozona, pero también para la salud y el buen funcionamiento de la economía mundial.

republica.com 5-9-2019



DE LA BAJADA DE IMPUESTOS A «MADRID NOS ROBA»

HACIENDA PÚBLICA Posted on Mar, septiembre 03, 2019 18:57:44

En el artículo de la semana pasada, entre otros, señalaba cómo la Unión Monetaria impone una serie de limitaciones a los gobiernos, dejándoles poco margen para que la orientación de sus políticas económicas diverja. La distinción entre izquierda y derecha se diluye. Quizás sea en el campo de la política fiscal y tributaria donde aparentemente las diferencias podrían ser mayores, al menos en el relato. El nombramiento de la presidenta de la Comunidad de Madrid, y su anunciada bajada de impuestos, ha hecho surgir opiniones muy encontradas y discursos muy diversos, dando la impresión de que existen en la política planteamientos antitéticos.

Para comenzar, habrá que afirmar que en esta materia se da una gran confusión, mezclada con un cúmulo de intereses. La mayoría de los tertulianos y creadores de opinión son favorables a la bajada de impuestos. Es probable que casi todos ellos estén pensando en su propio bolsillo, y para justificar su posición hacen afirmaciones de lo más peregrinas. No hace mucho escuché por radio a un líder actual de las ondas hacer una entrevista al secretario general de uno de los principales sindicatos. Se refería este último a la existencia de más de seis puntos de diferencia entre la presión fiscal española y la media de la Unión Europea. El periodista, supongo que llevado por sus prejuicios en esta materia, le objetó que había otra forma de elevar la presión fiscal diferente a subir los impuestos, la de potenciar la actividad económica, y mostraba con ello el desconocimiento que tiene acerca de este concepto.

La presión fiscal se define como una fracción cuyo numerador es la recaudación impositiva y el denominador la producción o la renta. Potenciar la actividad económica con toda seguridad incrementa la recaudación fiscal, es decir el numerador, pero debido precisamente a que se ha aumentado el producto y la renta, es decir el denominador, con lo que la presión fiscal se mantendrá más o menos estable. Para elevar esta última variable solo existen dos caminos, subir los impuestos o combatir el fraude fiscal. En ambos casos se trata de drenar recursos al sector privado para trasladarlos al público. Hay una socialización, aunque parcial, de la economía. Bien es verdad que esa socialización es relativa. Buena parte de lo que se detrae al sector privado en forma de impuestos retorna a la sociedad, primero, en forma de trasferencias y prestaciones sociales y, segundo, en forma de bienes y servicios públicos; aunque en ambos casos, seguramente, no a los mismos ciudadanos a los que se les ha gravado, o por lo menos no en la misma medida, y tal vez sea esto último lo lo que molesta a los extractos más favorecidos de la sociedad. La socialización es también relativa porque, en la actualidad, muchos de los bienes y servicios públicos son gestionados a través de empresas privadas.

Hay quienes mantienen un discurso demagógico. Con la intención de proclamar la fuerte presión fiscal que según ellos soportamos, dividen el año en dos mitades. Solo en una de ellas trabajamos para nosotros; en la otra, para Hacienda. Olvidan hasta qué punto toda nuestra vida precisa del espacio y el contexto que el Estado crea y de los bienes y servicios que proporciona. Es más, estos últimos resultan tanto más necesarios que los privados, que en muchos casos sin el concurso de los públicos serían inviables.

Todo esto se encuentra en el orden del discurso, de la teoría, de la ideología, pero, ¿qué ocurre en la práctica? La realidad es que las políticas fiscales aplicadas por Aznar y Zapatero, por ejemplo, apenas presentan diferencias, como no sea que la de este ha sido incluso más regresiva que la de aquel: eliminación del impuesto sobre el patrimonio; sucesivas rebajas en el IRPF, que no solo redujeron la recaudación sino que hicieron al impuesto más regresivo; o las múltiples modificaciones en el impuesto de sociedades, casi hasta vaciarlo de contenido para las grandes corporaciones. En el extremo, llegaron incluso a hablar de tipo único en el IRPF, algo a lo que no se ha atrevido ningún partido de derechas, y cuya aplicación –por supuesto– resulta inviable. Paradójicamente, los gobiernos de Rajoy tuvieron que instrumentar una política fiscal mucho más dura, seguramente no por convicción sino por necesidad debido a la crisis económica. Es muy probable que la derecha mediática y económica no se lo haya perdonado nunca y una de las razones por las que ha sido tan criticado por los suyos.

Se podría pensar que en Europa la falta de armonización fiscal origina políticas fiscales muy heterogéneas, lo cual en principio puede ser cierto, pero ello obedece más a diferencias entre los países que al signo político de los gobiernos. Países como Luxemburgo, Irlanda, Holanda y, últimamente, Portugal actúan a menudo, ante la pasividad de la Unión Europea, como paraísos fiscales ejerciendo el dumping fiscal. Pero precisamente esa competencia desleal va conformando una especie de armonización fiscal automática, solo que a la baja, porque todos los países terminan rebajando impuestos para no perder competitividad. Si se examina con detenimiento la evolución de los sistemas fiscales de los Estados se observa como todos ellos, en mayor o menor medida, han ido derivando hacia estructuras más regresivas. Incremento de los impuestos indirectos y reducción de los directos; disminución del gravamen sobre el capital y del impuesto de sociedades; exenciones y rebajas, cuando no eliminación, de los impuestos de sucesiones y patrimonio; y minoración tanto de los tramos como de los tipos marginales altos de la tarifa del impuesto sobre la renta, con lo que este tributo ha perdido progresividad poco a poco.

En el caso español existe un agravante, el Estado de las Autonomías y la creciente asunción por estas de la llamada responsabilidad fiscal y de la autonomía normativa. Especialmente desafortunada fue la cesión de los impuestos de patrimonio y de sucesiones y donaciones. El modelo europeo se repite con todos sus defectos, pero a una escala geográfica mucho más pequeña con lo que los resultados son aun más negativos. Las distintas Comunidades Autónomas entran en competencia acerca de quién baja más los tributos y todas –quieran o no quieran– no tienen más remedio que reducirlos.

La promesa de la nueva presidenta de la Comunidad de Madrid de bajar los impuestos en esta autonomía, ha hecho que desde el resto de las Comunidades Autónomas, especialmente desde las gobernadas por el PSOE, hayan surgido voces indignadas y muy críticas. Tanto Ximo Puig desde Valencia como Adrián Barbón desde Asturias han gritado que en España no tiene sentido que haya paraísos fiscales ni competencia tributaria entre autonomías. No corresponde al espíritu de la Constitución, afirma el asturiano.

Sin duda todas estas críticas tienen razón. No tiene sentido ni quizás esté en el espíritu de la Constitución, pero por desgracia sí está en la letra y en la ley. El Estado de las Autonomías, al menos como se ha ido concretando pacto tras pacto y normativa tras normativa, genera contradicciones sin cuento y no es la menor la de las discrepancias fiscales que se producen entre los territorios, estableciéndose entre ellos una competencia desleal. Pero habría que preguntar a los que ahora se quejan si están dispuestos a dar marcha atrás en el proceso y a renunciar, por ejemplo, a la capacidad normativa de las Comunidades Autónomas.

Menos razón tiene el vicepresidente de la Comunidad de Madrid. Aguado califica de infierno fiscal al resto de las autonomías y afirma que la fiscalidad baja o moderada ha funcionado, ha generado crecimiento económico y puestos de trabajo. Con carácter general tal afirmación es falsa. El argumento de que la reducción de impuestos reactiva la economía no tiene demasiada consistencia, ya que olvida el descenso en el gasto público que es preciso acometer como contrapartida y que a su vez deprimirá la actividad económica, incluso en mayor medida que lo que puede haberla incentivado la bajada tributaria. Desde Keynes se sabe que el aumento del gasto público tiene más potencialidad para reactivar la economía que la minoración de impuestos, ya que los receptores en el primer caso tienen una propensión a consumir mayor que en el segundo, y por lo tanto incentivarán la demanda en un porcentaje superior.

Esto es con carácter general, pero cuando se produce el dumping fiscal los efectos pueden ser diferentes. El primer país o Comunidad Autónoma que se adelanta en disminuir la imposición puede obtener beneficios adicionales al robar a los otros países o autonomías un trozo de la tarta. Por ejemplo, las exenciones o desgravaciones en los impuestos de patrimonio y sucesiones en una Comunidad Autónoma pueden incrementar la recaudación de esta autonomía, principalmente vía impuesto sobre la renta, ya que determinados contribuyentes, en particular los de patrimonio e ingresos altos, trasladarán, si les es posible, su residencia a ella. Ahora bien, es de prever que esos beneficios serán transitorios puesto que lógicamente el resto de las autonomías reaccionarán adoptando medidas similares. El resultado será una menor recaudación generalizada y mayor regresividad en el sistema fiscal.

Lo que no tiene razón de ser son los reproches surgidos desde Cataluña; curiosamente desde uno de los principales, si no el principal, periódico de la región, La Vanguardia, caracterizado por su conservadurismo y tendencia liberal, amante siempre de la bajada de impuestos. Basa su perorata en que Madrid goza de una situación privilegiada, lo cual es cierto, pero no por la capitalidad sino por la concentración de poder económico; algo similar a lo que ocurre en Cataluña, o al menos ocurría hasta que el «procés» expulsó a muchas empresas hacia otras regiones de España. Precisamente estas situaciones privilegiadas, concretadas en última instancia en una renta per cápita superior a la de la mayoría de las comunidades, debe compensarse mediante el sistema de financiación autonómica con transferencias a las regiones menos favorecidas. Así ocurre en el caso de Madrid, pero en mucha menor medida en el de Cataluña, hecho que quedó complemente de manifiesto con la publicación de las deseadas balanzas fiscales, tan reclamadas por el nacionalismo y olvidadas en cuanto que se vio que los resultados no eran favorables para sus argumentos. Los resultados no podían ser distintos, puesto que el actual sistema de financiación, del que tanto reniega ahora el nacionalismo, se elaboró en tiempos de Zapatero y el tripartito, a conveniencia de Cataluña.

Si los catalanes son de los españoles que pagan más impuestos y la Generalitat la institución autonómica más endeudada, no es porque el sistema de financiación autonómica les perjudique; todo lo contrario. Tampoco es porque los catalanes disfruten de mejores servicios públicos (no parece que sea así), y mucho menos porque el gobierno de la Generalitat sea de izquierdas. Lo llevo escribiendo desde hace muchos años, el partido más de derechas desde la óptica social y económica ha sido siempre CiU. Solo se necesita repasar las actas del Congreso de los Diputados y constatar cuales han sido todas sus proposiciones. La razón de los mayores impuestos y del fuerte endeudamiento es otra: la desviación de recursos a finalidades espurias, irregulares o partidistas, cuando no delictivas.

Es curioso que La Vanguardia, entre los reproches comentados, haya introducido la corrupción de la Comunidad de Madrid, pues esta, grave como todas las corrupciones, ha sido coyuntural y obedece a una determinada época. La de Cataluña, sin embargo, es estructural. El tres por ciento ha estado presente desde el inicio, enraizado completamente en todo el tejido económico, público o privado. Ha contado con el silencio cómplice de toda la sociedad. Todos lo sabían y todos callaban, desde la prensa hasta la oposición, pasando por los empresarios y todo tipo de organizaciones y asociaciones. Del tres por ciento o similar se han nutrido las cuentas privadas en Andorra o en otros paraísos fiscales de los dirigentes del nacionalismo, pero también la financiación de CiU, e incluso se han costeado aquellas actuaciones tendentes a fomentar el independentismo que no podían hacerse a las claras.

Los recursos de la Generalitat se han destinado asimismo a lo que Pujol llamaba «crear país», es decir, a propagar el nacionalismo dentro y fuera de Cataluña, mediante la creación de chiringuitos, la subvención de las actividades más variopintas, y de ayudas a los medios de comunicación públicos y privados. El mayor gasto de la Generalitat se explica también porque paga los sueldos más altos de las Administraciones españolas, comenzando por el presidente, cuya remuneración es la más elevada de todas las Comunidades Autónomas, incluso mayor que la del presidente del Gobierno, y siguiendo por los propios ex presidentes que gozan de prebendas que no tienen comparación en ninguna otra Autonomía. Hay que suponer que los sueldos de los funcionarios, al menos de los altos, gozan de la misma ventaja comparativa. Ello se percibe a menudo con suma claridad cuando se comparan ciertos colectivos como el de la policía o el de los funcionarios de prisiones.

La Vanguardia, en la línea del victimismo nacionalista, insinúa que la Comunidad de Madrid pide al resto de los españoles que financien las rebajas fiscales de los madrileños. Es el «Madrid nos roba” de siempre, pero aquí los únicos que roban es un grupo de catalanes a otros catalanes y quizás a todos los españoles. Eso sí, con la complicidad de ciertos medios y empresas que son partícipes a título lucrativo.

republica.com 29-8-2019



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