Al grito de «Dios lo quiere» se inició la primera cruzada, y con ella los múltiples excesos y barbaridades cometidos por los países católicos en el intento de conquistar lo que llamaban Santos Lugares. El “Dios lo quiere” los acompañó en todas las contiendas. En general, es una constante en todas las religiones hacer a Dios portador de la ley; poner en su boca lo que se desea que el pueblo acepte. En ocasiones, el resultado ha sido positivo. Se trataba de convertir las reglas necesarias para la convivencia en preceptos divinos para que así la conformidad fuese más fácil y generalizada. En otros casos, los efectos han sido extremadamente perniciosos al justificar las mayores atrocidades en nombre de Dios.

En nuestras sociedades secularizadas se ha producido una traslación. El Dios lo quiere se convierte en el pueblo lo quiere, la sociedad lo quiere, la nación lo quiere, Cataluña lo quiere. Todos los nacionalismos se arrogan ser ellos solos, y solo ellos, los representantes de todo el pueblo. Ya Pujol hace treinta y cinco años en la plaza de Sant Jaume se envolvió en la señera para identificarse con Cataluña y escapar así de la acción de los tribunales. Convirtió la actuación de la justicia por una vulgar estafa, la de Banca Catalana, en un ataque del Estado a Cataluña.

Esta postura se ha venido repitiendo durante todos estos años en Cataluña. Se puede cometer todo tipo de tropelías siempre que el objetivo sea la independencia. Esta es la diferencia fundamental de la corrupción en esta Comunidad con la que se produce en el resto de España. En cualquier otro sitio la desviación de caudales públicos no admite justificación, es condenada siempre por la opinión pública, aun cuando el que la cometa no se haya lucrado personalmente y lo defraudado sea para el propio partido o para propagar una determinada ideología. En Cataluña no. Se justifica hasta el propio enriquecimiento, con tal de que vaya unido a la propagación del independentismo. En los últimos años vemos cómo los golpistas, para justificarse, manifiestan que sus acciones, a pesar de que hayan violado la Constitución, el Estatuto y la ley, y hayan malversado fondos públicos, obedecen a un mandato superior el del pueblo de Cataluña. El pueblo lo quiere.

A Sánchez, de tanto tratar con los independentistas, se le ha pegado algo de esta actitud cuasi mágica. Y él y sus mariachis para presionar a los otros partidos de cara a la investidura no dejan de repetir que el Gobierno de Pedro Sánchez es el que «los españoles quieren». Postura de una gran jactancia, y que de ninguna manera se deduce de los resultados de las elecciones generales. Los colectivos no votan, votan y manifiestan sus preferencias las personas, preferencias muy diferentes y a menudo antagónicas, tanto más en los momentos actuales en los que se ha roto el bipartidismo y existe mayor pluralidad en el espectro político.

A tenor del resultado de las elecciones generales, Pedro Sánchez podría afirmar con cierta razón que ese gobierno, el que formaría en solitario, lo quieren el 26,68% de los españoles que acudieron a las urnas, que son los que les han votado. Ir más allá es presunción e impostura, porque en el otro extremo se encuentran Ciudadanos y el PP, que han obtenido el voto del 32,56%, y no creo que estos votantes quieran precisamente el Gobierno de Sánchez. Si el gobierno fuese de coalición con Podemos podría dar un paso más y afirmar que es el gobierno que en principio quieren el 42,99% de votantes, aunque no convendría olvidar que a Ciudadanos, PP y Vox les ha votado el 42,82, lo que indica hasta qué punto se encuentra dividida la sociedad, hasta qué extremo está fragmentado el «querer de los españoles».

Paradójicamente, el desempate en los momentos actuales está en manos de los golpistas y separatistas y la victoria es de quien esté dispuesto a aceptar su apoyo. Ello fue lo que ocasionó que Pedro Sánchez con 88 diputados se hiciese con el gobierno y expulsase a Rajoy, que contaba con 133. Y eso es también lo que hace que ahora Pedro Sánchez acaricie la investidura, siempre, claro está, con permiso de Podemos. Ese gobierno progresista del que habla Sánchez no se puede decir que sea el que quieren los españoles (solo algunos españoles), pero parece que sí es el que quieren los independentistas, a juzgar por las manifestaciones de Rufián y de Ortuzar. Nadie se muestra más interesado que ellos en que gobierne Sánchez. Por algo será.

Pero precisamente este interés mostrado por los que han dado un golpe de Estado o los que defienden abiertamente el derecho de secesión en España es el que debería poner en guardia y hacer recelar no ya a ese 42,88%, que ha votado a los tres partidos de derecha o centro derecha, sino incluso a algunos de entre ese 42,99% que ha votado al PSOE o a Podemos. ¿Dónde se encuentran todos esos miembros del Comité Ejecutivo Federal del PSOE que condenaban incluso sentarse a negociar con los partidos que defendiesen el derecho a decidir?

El gobierno que propone Sánchez tampoco es progresista. A tenor de las 370 medidas publicadas, yo diría que es más bien populista. El documento es una carta a los Reyes Magos. Es un conglomerado de todas las peticiones presentadas por las distintas asociaciones afines y que han desfilado por la Moncloa. No mantiene una estructura coherente ni fija prioridades. Se puede dar la misma importancia a la reforma laboral o al problema de las pensiones que a las carencias de los bomberos forestales o la subvención a las mujeres para que emprendan carreras técnicas o de ciencias.

El documento no presenta ningún cálculo del coste de las medidas y, en consecuencia, no dice cómo las van a financiar. El capítulo dedicado a los impuestos es pobrísimo, huye de tocar los grandes tributos en los que se basan la progresividad y la suficiencia del sistema -lo que sería impopular- y cifra todo el incremento de los ingresos en la creación de una serie de gravámenes hasta ahora desconocidos y sobre los que existen muchas dudas acerca de su viabilidad, efectos y capacidad recaudatoria, desde luego totalmente insuficiente para financiar el país de las maravillas que describe el documento. Pero eso le preocupa poco a Sánchez, le da lo mismo. Las medidas no están pensadas para ponerlas en práctica. Solo sirven para el postureo, la publicidad y la propaganda de cara a unas nuevas elecciones que es en lo que realmente está interesado. ¿Cómo si no puede decirle a Podemos que no quiere su voto gratis para la investidura, sino un pacto de adhesión incondicional y sin la menor crítica para toda la legislatura?

republica.com 13-9-2019