No me he prodigado en tratar en mis artículos el tema de la corrupción. Pienso que está sobredimensionado en la prensa, quizás por culpa de los propios políticos que ven en él un medio fácil de cargar contra el adversario, sin que de verdad les importe combatirla. Una gran parte de la sociedad es proclive a la carnaza. Hoy, sin embargo, voy hacer una excepción, pero acentuando la gran hipocresía que muchas veces se esconde tras la materia.
El Partido Popular ha pretendido justificar sus malos resultados en Cataluña por las filtraciones a la prensa de las nuevas declaraciones de Bárcenas. En realidad, hasta ahora nada nuevo. Dudo mucho, no obstante, que en esta ocasión hayan tenido un papel clave en el resultado estas informaciones interesadas. En otros momentos sí; por ejemplo, en la moción de censura, ya que fue la coartada de la que se valió Sánchez para dar el paso que hacía mucho tiempo acariciaba, pero que no se había atrevido a realizar, el de conseguir el gobierno pactando con los partidos que acababan de consumar un golpe contra el Estado.
Los resultados del PP en Cataluña y en el País Vasco nunca han sido muy brillantes. Tanto CiU como PNV aglutinaban buena parte del voto conservador. Lo novedoso es que el independentismo se ha hecho con el voto que tradicionalmente se considera de izquierdas. En esta ocasión, el PP en Cataluña ha sufrido la erosión de Vox, que se ha apoderado del votante más radicalmente españolista y que ansiaba una reacción más tajante frente al extremismo independentista. En todo ello no creo que haya influido demasiado el caso Bárcenas.
Tampoco se explica la reacción del líder del PP al pretender desentenderse de los errores y corrupciones del pasado que afectan a su partido. Más sorprendente aún ha sido la solución adoptada de abandonar Génova. Encarnar en la sede las corrupciones que haya podido cometer el partido o alguno de sus miembros responde a una concepción cuasi mágica similar a la adoptada por algunas culturas antiguas que sacrificaban un macho cabrío o un animal similar en la creencia de que con él se quemaban las culpas de la tribu o del pueblo. Existe una clara contradicción en la dirección de los populares cuando por una parte reivindican todo lo bueno que según ellos ha hecho el PP y, por otra, contemplan sus errores y corrupciones como si no fuesen con ellos.
Bien es verdad que esta forma de actuar no es única ni exclusiva del PP. Todas las formaciones políticas actúan de la misma manera. Sánchez se desentendió totalmente de los ERE de Andalucía, por señalar tan solo el último y más importante escándalo. ¿Y qué decir de las formaciones independentistas? Parece como si Pujol y el tres por ciento no tuviesen nada que ver con ellos. La historia de los partidos es una, y hay que asumir el lote completo, con lo bueno y con lo malo. En la vida política al igual que en la sociedad cada generación depende de la anterior. Pero es que, además, en los momentos actuales la gran mayoría de los políticos deben casi todo al partido. Podríamos decir que toda su vida personal, profesional y económica está unida a la formación a la que pertenecen. Todo lo han recibido de ella, y casi ninguno habría llegado a lo que es sin el partido. Difícilmente pueden renegar de toda su historia.
Pero dicho esto, hay que añadir que nada del pasado, en lo que no estén directamente implicados, puede representar una carga tan pesada que les invalide para actuar políticamente en el presente, entre otras razones porque nos quedaríamos sin política, la corrupción ha estado presente casi desde el principio de la democracia. De antes es mejor no hablar. Quizás no pueda ser de otra manera porque la vida pública se inserta en la sociedad, y sería una ingenuidad pensar que la corrupción está ausente de ella. Existe una cierta hipocresía social. Practicamos un comportamiento asimétrico respecto del gasto y del ingreso. Nos rasgamos las vestiduras ante la malversación de fondos públicos, pero contemplamos con cierta benevolencia el delito fiscal, como si no dañasen de la misma forma -y seguramente en mayor medida este último- a la Hacienda Pública.
La corrupción desde la perspectiva ex post, una vez cometida, debería permanecer básicamente en el ámbito penal, en el campo de la justicia, a la que se debe exigir que actúe con el mayor rigor sobre los responsables. En España no parece que los tribunales hayan sido renuentes en este cometido, teniendo en cuenta el número de asuntos que han sido investigados y aireados por la prensa. En todo caso, ha habido demasiados castigos de telediario sin que después hayan podido sustanciarse penalmente. La lentitud de la justicia, en buena parte no por culpa de ella, sino por la carencia de medios con que la han dotado todos los gobiernos, ha ocasionado que en multitud de ocasiones lo que debería permanecer en el ámbito penal se trasladase a la lucha política, convirtiendo los casos de corrupción en armas arrojadizas de unos contra otros.
Desconfío de las comisiones de investigación creadas en el Congreso. Nunca han servido para descubrir nada. Las conclusiones no obedecen a lo que se haya podido poner en claro a lo largo de sus sesiones, sino a las conveniencias e intereses de quien posee la mayoría. Raramente los casos pasados de corrupción se contemplan como fuente de enseñanza para adoptar las reformas y los medios necesarios a fin de evitar que se puedan cometer errores y delitos similares.
Aceptar la historia, sacar de ella las conclusiones adecuadas, no implica vivir de la herencia. Es absurdo que los políticos actuales se apropien como méritos los éxitos que se suponen realizados por su partido. De la misma manera tampoco es lógico que se les pretenda hacer responsables de las irregularidades o delitos cometidos en el pasado. Son las dos caras de la misma moneda. Incluso en el caso de los partidos independentistas catalanes lo que les invalida e ilegitima no es tanto el haber propiciado un golpe de Estado, con la consiguiente malversación de fondos públicos, sino el hecho de mantenerse en él y afirmar que volverán a repetirlo.
Existe una cierta deformación en el comportamiento electoral y político de la sociedad española, mucho más dependiente de las siglas y de la historia de las formaciones políticas que de sus actuaciones presentes. Es un proceder conservador, renuente al cambio e identitario. A los políticos actuales hay que juzgarles por sus actos, por sus políticas y, en materia de corrupción, por las medidas que proponen o adoptan para evitarla. Y ahí es donde casi todos los partidos hacen aguas. No parece que haya intención seria por parte de las formaciones políticas de crear las condiciones que dificulten y hagan casi imposible la corrupción, comenzando por fortalecer y potenciar la independencia de la justicia.
Los partidos han venido desfigurando los mandatos constitucionales acerca de cómo elegir los miembros de determinados órganos, por ejemplo, del Consejo General del Poder Judicial. La Constitución, al fijar el porcentaje de 3/5, pretendía conseguir un consenso suficiente entre los diputados que garantizase que, aparte de la cualificación técnica, los seleccionados poseyesen la neutralidad necesaria sin sesgos partidistas. Las formaciones políticas han distorsionado esta previsión convirtiendo los nombramientos en un intercambio de cromos. Yo voto a los tuyos, si tú votas a los míos, de manera que se consigue el efecto totalmente contrario al querido constitucionalmente, los elegidos son a menudo los más politizados y unidos de una u otra forma a los partidos políticos.
En estos momentos, tanto el PSOE como el PP, tras muchos dimes y diretes, han optado por adentrarse por esta vía. Curiosamente todos los partidos, aun los más críticos con el sistema, Podemos, Vox, Esquerra, PNV, etc., han reclamado su cuota y no es que quizás, aceptado este juego, no tuviesen derecho a ella, sino que parece una cierta contradicción que los que se quejan de la politización de la justicia se introduzcan por un camino que la incrementa. Desde luego, sería paradójico que un partido como Esquerra, que manifiesta estar dispuesto a repetir un golpe de Estado, pueda intervenir en la designación de los miembros del poder judicial.
En el tema de la corrupción ha tenido especial gravedad la proyección de esta forma de nombramiento en los consejeros del Tribunal de Cuentas. Al menos desde la aprobación de su ley de funcionamiento, el PSOE y el PP se han repartido por igual, 6 y 6, la designación de los consejeros, de manera que este organismo ha quedado prácticamente inutilizado e incapacitado para acometer cualquier problema de corrupción relevante, puesto que una parte frena a la otra cuando le interesa, y viceversa.
Tampoco los partidos políticos han estado demasiado prestos a perfeccionar normas, procedimientos administrativos, e instrumentos y órganos de control, tendentes a minimizar el riesgo de la corrupción. Más bien, cuando gobiernan en el Estado, en las Comunidades Autónomas o en los Ayuntamientos, con la excusa de conseguir una gestión ágil, han procurado por todos los medios librarse lo más posible de las ataduras administrativas.
Centrándonos en el presente, el Real Decreto-ley 36/2020 para la ejecución del plan de recuperación, es un buen ejemplo de lo anterior. Constituye un catálogo de todos los instrumentos posibles tendentes a desregularizar la gestión y generar los agujeros necesarios que permitan evitar los controles y condicionantes que deben regir la administración de los fondos públicos. Estos se van a conceder con total discrecionalidad, cuando no arbitrariedad. En el menos malo de los casos, va a crear una red clientelar para afianzar el poder del Gobierno; en el peor, dará lugar a todo tipo de corruptelas y a malversación de fondos públicos.
Desde el punto de vista político, esto es lo que nos debería estar inquietando y también lo que debería atraer principalmente la atención de los medios, cómo evitar la corrupción futura. La pasada ya no tiene remedio, dejémosla en manos de los tribunales, pero eso sí, sin que antes hayamos pretendido meter nuestras manos en ellos.
republica.com 5-3-2021