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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

LA EUTANASIA, EL TRONO Y EL ALTAR (II)

JUSTICIA Posted on Mar, enero 12, 2021 20:11:16

Los detractores del proyecto de la ley orgánica reguladora de la eutanasia comienzan su alegato haciendo un canto a la vida, proclamando que es el mayor bien que tiene el hombre, juicio muy respetable pero que está lejos de ser universal. A lo largo de la historia del pensamiento, casi desde el inicio, las posiciones se han situado en uno u otro bando y no han faltado opiniones que sustentaran los juicios más negativos y nihilistas acerca del sentido de la vida. Ya Teognis de Megara en el siglo VI antes de Cristo sostenía: “De todos los bienes, el más deseable para los habitantes de la tierra es no haber nacido, no haber visto nunca los deslumbrantes rayos del sol; o bien, si han nacido, franquear lo antes posible la puerta del Hades, descansar profundamente sepultados en la tierra”. Opinión que tiene cierto parecido a la expresada por Segismundo en “La vida es sueño”, de nuestro dramaturgo Calderón de la Barca: “El delito mayor del hombre es haber nacido”.

Durante la Edad Media y casi hasta la Ilustración el mensaje en el mundo occidental es casi unívoco, el establecido por el pensamiento cristiano: la vida es un don de dios y solo Dios puede disponer de ella. Quizás sea Balmes quien lo formule de forma más clara: “El hombre con el suicidio perturba el orden moral. Destruye una cosa sobre la que no tiene dominio. Somos usufructuarios de la vida. No propietarios. Es un crimen contra Dios». Como se puede observar, los argumentos no son muy diferentes de los empleados actualmente.

No todas las religiones, sin embargo, han mantenido este planteamiento. En otras latitudes, lejos de Occidente, el budismo y el taoísmo tienen una concepción distinta de la vida individual -que es de la que aquí estamos hablando-, del principium individuaciones, haciéndole responsable de todos los males.  No es muy diferente la postura de Schopenhauer cuando mantiene que «la vida es sufrimiento» y «el suicidio, lejos de ser una negación de la voluntad, es una de sus más fuertes afirmaciones». A partir de Schopenhauer se abre toda una línea de pensamiento radicalmente pesimista, casi nihilista, acerca de la vida. Nietzsche proclama que la vida es la muerte y la muerte es la vida. y Camus comienza su ensayo “El hombre rebelde” anunciando que solo hay un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio.

Hay que añadir además que muchos de los que proclaman que la vida es el bien supremo lo desmienten en la práctica cuando, por ejemplo, saludan como héroes y dignos de admiración a aquellos que han dado la vida por la patria. Muchos comportamientos aceptados y a veces aplaudidos demuestran a menudo que no se terminan de creer en serio que la vida individual se encuentra en la cúspide de la tabla de valores. El médico que en una epidemia sabe con seguridad que va a contagiarse de una enfermedad mortal y sin embargo cumple con lo que cree que es su obligación. Nuestros clásicos supeditan la vida al honor. Pedro Crespo, el protagonista del alcalde de Zalamea, exclama: “Al rey la vida y la hacienda se han de dar, pero el honor es patrimonio del alma y el alma solo es de Dios”. La misma Iglesia se contradice al calificar de mártires a los que han preferido morir antes que apostatar de su religión, o eleva a los altares como santas a jóvenes que optaron por perder la vida antes que la virginidad.

Hay diversos tipos de suicidios que son aceptados por las respectivas sociedades: rituales como el harakiri, de protesta como la auto inmolación de los bonzos o la de Mohamed Bouazizi, detonante de la revolución tunecina y con ella de la primavera árabe. Y más recientemente el farmacéutico griego Dimitris Christoulas, de 77 años de edad, que se suicidó en la plaza Sintagma de Atenas para mostrar su rechazo e indignación por la política económica y social practicada por el gobierno griego, forzado por Alemania y las autoridades europeas.

A no ser por los condicionamientos religiosos, no parece que debieran existir muchas dudas acerca del derecho que toda persona tiene a decidir sobre su propia vida. Nada mas íntimo y personal que la existencia de cada uno y, por lo tanto, la prerrogativa que le corresponde de elegir en cada momento si quiere o no quiere seguir viviendo y, en el caso de que la respuesta sea negativa, pedir la colaboración, si fuese necesario, de quien esté dispuesto a prestársela. En todo ello no parece que tenga cabida el Estado, como no sea para garantizar la voluntariedad, tal como hace en otras muchas facetas sociales.

No obstante, si bien el actual Código Penal no castiga a aquellos que intentan quitarse la vida, sí lo hace a los que inducen o cooperan con actos necesarios al suicidio de una persona; con penas que van de 2 a 10 años, aunque estas pueden rebajarse en uno o dos grados en el caso de que “la víctima sufriera enfermedad grave que condujese necesariamente a la muerte o que produjese serios padecimientos difíciles de soportar”. Sin embargo, la realidad se impone y es de sobra conocido que, en España, al igual que en otros países, se vienen realizando eutanasias clandestinas. De una encuesta de la OCU del año 2000 se desprende que un médico de cada diez reconoce haber ayudado a sus pacientes a morir.

La ley que está a punto de aprobarse viene a solucionar en parte estas normas tan poco razonables del Código Penal, legalizando, con ciertas condiciones, tanto el suicidio asistido como la eutanasia, cuando un paciente la demanda por enfermedad grave e incurable, origen de un sufrimiento intolerable, es decir, se encuentra en esa situación a la que se refería Heródoto “cuando la vida resulta una carga tan pesada, la muerte se convierte para el hombre en un refugio”.

En su epístola 70 a Lucilio, Séneca afirma lapidariamente que lo bueno no es vivir, sino vivir bien. Por eso el sabio debe vivir lo que deba, no lo que pueda. El bien vivir se corresponde con el bien morir. Ambos son cara y cruz de la misma moneda. No se trata de morir más tarde o más temprano, sino del bien o mal morir. El bien morir consiste en rehuir el peligro del mal vivir. Séneca va más allá y proclama que quienes sostienen que hay que aguardar siempre el momento natural de la muerte no comprenden que ello es cerrar el camino de la libertad. Hay un solo modo de entrar en la vida, pero muchos de salir de ella. Por tanto, “si te place, vive, si no, libre eres de regresar al lugar del que viniste”. Ciertamente el suicidio no puede ser un acto de frivolidad. Así lo entiende Séneca, sino una decisión seria, meditada y libremente tomada.

Eso es lo que parece estar en la mente de Dostoievski cuando hace que Iván Karamazov prometa no atentar contra su vida antes de los treinta años. Se da este tiempo para comprobar si la copa amarga o no. “Aunque hubiese perdido la fe en la vida, aunque dudase de la mujer amada y del orden universal y aunque estuviese convencido de que este mundo es un caos infernal y maldito seguiría apurando la copa hasta cumplir los 30 años”. Iván, que se declara firme partidario de la vida, que se confiesa dominado por un insaciable deseo de vivir, ese afán de vivir a toda costa que es el rasgo característico, según dice, de los Karamazov; que ama la vida por encima de su sentido y de la lógica, a pesar de ello, ese vitalista declarado hasta el absurdo se da un plazo, sí, hasta los treinta años, pero a partir de entonces se deja las manos libres para, en el caso de que la copa amargue, tirarla al suelo.

La ley que se va a aprobar si peca de algo es de exagerado puritanismo, requiriendo todo tipo de garantías de que la resolución se toma con toda seriedad y conocimiento. El procedimiento es en exceso complejo y largo. Carecen de razón los que quieren hacer ver que se va a aplicar solo a unos pobres ancianitos un poco gagás y sin capacidad de decisión. El peligro más bien se encuentra en lo contrario, en que, con tantas garantías, en muchos casos, cuando se apruebe la eutanasia esta no sea ya necesaria porque el paciente haya muerto; y no digamos si la comisión creada al efecto llega a una conclusión negativa y el enfermo se ve obligado a recurrir a un contencioso administrativo.

No deja de resultar paradójico que los que se oponen a ley de eutanasia pertenezcan principalmente a organizaciones políticas que ponen el grito en el cielo ante toda intervención estatal y defiendan ardorosamente la iniciativa privada y la autonomía y libertad individual frente a la injerencia de los poderes públicos, sobre todo si se trata de materia económica. Sin embargo, les parece muy bien que el Estado se inmiscuya en los actos más personales de los individuos, bien sean los de la alcoba o los de aquellos en los que una persona decide libremente sobre su vida y su muerte.

Las únicas motivaciones para ello parecen ser religiosas y el deseo de que el Estado imponga coactivamente los preceptos morales de una determinada confesión. Preceptos que pueden ser honorables para los creyentes, pero no hay por qué implantarlos como obligación al resto de la sociedad. Existe la sospecha de que la jerarquía eclesiástica duda de que sus fieles adopten de manera voluntaria tales mandamientos y de que, por lo tanto, precise recurrir al brazo secular para imponerlos. Será quizás por eso por lo que el arzobispo de Oviedo declara que la ley no tiene demanda social. Quizás lo que quiere decir es que le gustaría que no hubiese demanda social, porque los datos afirman otra cosa. En las encuestas realizadas por las distintas empresas tanto en 2017, como en 2018 y 2019, los españoles que están a favor de que se regule la eutanasia superaban el 80%.

Los argumentos de los detractores son en realidad muy pobres, lo que no es de extrañar pues se mueven en el ámbito de la fe y no en el de la razón. Ha sido también el arzobispo de Oviedo el que ha afirmado que “leyes como estas suponen jugar a ser dios”. Es un argumento empleado frecuentemente por teólogos y por la iglesia. Algo parecido afirmaba la Humanae Vitae respecto del control de la natalidad. Lo cierto es que si el hombre no hubiese jugado a ser Dios y a cambiar la naturaleza estaríamos aún en la Edad de Piedra.

Sánchez Albornoz en su obra “España un enigma histórico” capitulo 17, relata un hecho que es bien significativo de lo que afirmamos. Felipe IV. que proyectaba hacer navegable el Manzanares y el Tajo, nombró una comisión de teólogos para que se pronunciasen al efecto. El dictamen fue negativo. Los expertos concluyeron que si Dios hubiese querido que ambos ríos fuesen navegables con un simple “fiat” lo hubiese realizado, y que sería atentatorio contra la Providencia mejorar lo que ella por motivos inescrutable, había querido que quedase imperfecto. Nadie tenía derecho a contradecir las leyes de la naturaleza ni usurpar la voluntad de Dios. Para algunos, los años y los siglos no han pasado.

republica.com 8-1-2021



LA EUTANASIA, EL TRONO Y EL ALTAR (I)

JUSTICIA Posted on Mar, enero 12, 2021 20:03:24

El pleno del Congreso ha aprobado la ley orgánica reguladora de la eutanasia y el suicidio asistido. No constituye la finalidad de este artículo analizar su contenido ni señalar los puntos fuertes ni las lagunas o defectos del texto. Su pretensión consiste simplemente en tratar un tema más general, pero que está en el origen de la disputa que ha rodeado esta ley y de la estrategia totalmente equivocada seguida por Vox y PP. Ambos partidos han renunciado a la discusión parlamentaria de la ley, y a introducir mejoras en el texto, para quedarse paralizados en un negar la mayor, en una enmienda a la totalidad, siendo lo más grave que su oposición no se basa en nada racional desde el punto de vista del sentido común ni desde la consideración de las materias que debe prohibir y penalizar un Estado. En este tema, como en otros muchos, ambos partidos están presos de la identificación incorrecta entre el trono y el altar.

La paz constantiniana, por una parte y, por otra, la obra literaria y pastoral de san Agustín un siglo más tarde, constituyen los cimientos de un edificio que, al menos en el mundo occidental, llega casi a nuestros días: la identificación ideológica entre el corpus civium y el corpus fidelium, subsumidos ambos en la societas christiana, que se organiza y fundamenta desde arriba. El poder, todo el poder, tanto el eclesiástico como el político, tiene el mismo origen, Dios. De estos supuestos se deriva la conclusión de que el poder secular adquiere obligaciones claras de cara a la salvaguarda de la fe. Ya el propio obispo de Hipona se pronunciaba a favor de que el brazo secular persiguiese a los disidentes, donatistas y pelagianos, antecedente ideológico del que bastantes siglos después sería el tristemente famoso Tribunal de la Inquisición.

El maridaje entre poder político y religioso rindió durante mucho tiempo beneficios a ambos. El primero se legitimaba, ya que el refrendo eclesial hacía visible ante la sociedad el origen divino del poder. Quizás su exponente más claro sería la consagración de Carlomagno como Imperator Romanorum por el papa León XIII en la Navidad del año 800. A cambio, la jerarquía eclesiástica obtenía cargos y prebendas temporales y, lo que es más importante, se garantizaba que su ortodoxia se impondría como pensamiento único en la sociedad, incluso por la fuerza de las armas si fuese necesario.

A lo largo de toda la Edad Media, el equilibrio entre las dos caras de este poder bifronte se reveló bastante inestable. En ocasiones, era la Iglesia la que apelaba al carácter mediático de todo poder secular. El poder, sí, provenía de Dios, pero no directamente a los reyes o a los príncipes, sino a través de la Iglesia, por lo que la supremacía de esta resultaba probada. La excomunión del monarca rebelde constituía su principal arma, porque implicaba eximir a los súbditos del deber de obediencia. A su vez, el poder civil no se resignaba a inhibirse en los asuntos religiosos: nombramientos de obispos, abades y demás beneficios canónicos, tanto más cuanto que la mayoría de ellos actuaban también como señores feudales, e incluso en los temas doctrinales contraponiendo el poder de los concilios al de los papas.

Al margen de luchas y controversias por las cuotas de poder, lo que todos admitían era la identificación entre la sociedad civil y la comunidad de fieles, y la supeditación de la primera a la segunda. Teocracia o cesaropapismo no modificaban sustancialmente la realidad. En cualquier caso, la razón estaba supeditada a la fe y la filosofía se definía como ancilla theologiae. Tan solo con el Renacimiento se inició el cambio de estos esquemas sociales. El último intento de imperio universal cristiano fue el del primero de los Austrias y sus sueños terminaron en Yuste, tras constatar que la división del cristianismo se extendía por toda Europa. Los tiempos ya estaban cambiando.

Sin embargo, la reforma protestante no significó la secularización de la sociedad. Desquebrajó, eso sí, el pensamiento único que hasta entonces había representado la doctrina eclesiástica; pero para sustituirlo no por el imperio de la razón, sino por la fe y las conciencias individuales; y si bien rompió la universalitas christiana, de ningún modo separó el ámbito civil del religioso. Lutero se arrojó muy pronto a los brazos de los príncipes alemanes, abandonando a su suerte a los campesinos sublevados. El principio establecido en la dieta de Augsburgo, cuius regio, eius religio, significaba trasladar el cesaropapismo imperial al ámbito de cada nación o Estado y abrir la compuerta para que las guerras de religión asolasen Europa durante siglos.

Habría que esperar a la Ilustración, para que, ya desde pensadores católicos como Locke o agnósticos como Hume, se pusieran las bases del Estado moderno y se estableciera el divorcio entre sociedad política y comunidad de creyentes. Era preciso primero secularizar el poder y negar su origen divino. La soberanía radica en el pueblo, y la existencia del Estado y del gobierno viene exigida únicamente por la necesidad que tienen los hombres de organizar su convivencia.

El Estado moderno resulta radicalmente incompatible con el Estado confesional. Sociedad política y confesión religiosa pertenecen a mundos distintos, la primera pertenece al ámbito de lo público, de lo coactivo. Nadie puede desentenderse de las leyes civiles y a todos obligan por igual; por lo que estas deberán tender al mínimo, únicamente aquellas imprescindibles para la convivencia. Las confesiones religiosas, por el contrario, pertenecen al ámbito de lo privado (lo que no quiere decir individual), al ámbito de la voluntariedad; no se obliga a nadie a pertenecer a una determinada iglesia, ni a seguir su doctrina y mandamientos, a no ser que la iglesia pretenda utilizar al poder secular para imponer de forma obligatoria sus creencias.

Las iglesias pretenden estar en posesión de la verdad. Se afirma que la verdad no tiene por qué identificarse con la decisión de la mayoría, lo cual es cierto. Pero es que el Estado moderno no sabe de verdades sino de opiniones, de la opinión de la mayoría. Su papel no es proclamar la verdad, es mucho más humilde: pretende tan solo establecer unas reglas de juego y garantizar que se cumplan, con la finalidad de conseguir la convivencia pacífica entre los ciudadanos, ciudadanos que poseen cada uno de ellos verdades diferentes.

No se puede negar que concretamente en nuestro país el liberalismo y más tarde todos los movimientos progresistas se han caracterizado por un marcado contenido anticlerical, pero tal sentimiento ha venido generado en buena medida por la resistencia católica a perder su preponderancia pública. La Iglesia nunca se ha resignado a dejar de imponer desde el Estado su moral y su doctrina a creyentes y no creyentes. A lo largo del siglo XIX se situó siempre al lado del absolutismo y de la reacción y aún están cercanos los cuarenta años de nacional catolicismo durante los cuales el trono y el altar se ayuntaron hasta tal extremo que resultaba casi imposible distinguir dónde empezaba uno y terminaba el otro. Ha habido, es cierto, otra Iglesia, al margen de la oficial, la más auténtica, que ha defendido la separación del poder y la autonomía religiosa, pero esta, a la hora de la verdad, nunca ha contado ni cuenta.

Desde la Transición el Estado se ha ido liberando de bastantes tabús eclesiásticos. Sin embargo, en la práctica subsisten aún muchos vestigios de la antigua unión entre Iglesia y Estado, y los intentos nunca abandonados por la jerarquía eclesiástica de convertir sus preceptos morales en ley general y obligatoria, impuesta coactivamente por el Estado. Suplantar, en definitiva, la voluntad mayoritaria de una sociedad democrática, expresada por sus mecanismos constitucionales, por el código de conducta interna de una confesión organizada –hay que decirlo– de forma autocrática y carente de cualquier mecanismo democrático. En ese objetivo pretende contar, y casi siempre lo consigue con la complicidad de algunos partidos políticos que se convierten en correa de transmisión de sus planteamientos.

Esto es lo que ha ocurrido con la ley sobre la eutanasia, que la polémica, el enfrentamiento, se han planteado no en clave política sino en términos morales correspondientes a una determinada religión, religión que quizás sea la mayoritaria en la sociedad -aunque sobre esto habría mucho que decir, puesto que la filiación es más nominal que real. Prueba palpable de ello es que la jerarquía desconfía de que se cumplan sus preceptos. De ahí el interés de que el poder secular los imponga coactivamente.

Todo el respeto para los que voluntariamente acepten tal moral y tales principios, pero lo que no pueden pretender es usar el Estado para aplicarlos obligatoriamente mediante el Código Penal. Afirmar que el Estado no es confesional pero la sociedad sí constituye una falacia. La sociedad siempre es plural, heterogénea, informe, sin límites, portadora de antinomias y contradicciones, como totalidad únicamente se manifiesta mediante el juego de las mayorías y minorías en el Estado. Esa pluralidad ideológica se hace presente desde siempre en el sentido que se da a la vida, y obliga a considerar la decisión de vivir o no vivir como opción personalísima perteneciente al ámbito intimo del individuo, sin que en ningún momento pueda el Estado coaccionarle. Pero de eso hablaremos la próxima semana.

republica.com 1-1-2021



EL RÉGIMEN DEL 78

APUNTES POLÍTICOS Posted on Mié, diciembre 30, 2020 23:57:16

A ciertas fuerzas políticas todo se les va en afirmar que hay que terminar con el régimen del 78. No sé muy bien qué es eso del régimen del 78. Sin embargo, sí sé lo que es la Constitución del 78. Muy similar a las de las otras naciones europeas. Para elaborarla, en buena medida se copió de estas últimas, constituciones basadas en la idea de un Estado social y democrático de derecho. Ligadas, de alguna manera, al pensamiento socialdemócrata, puesto que después de la Segunda Guerra Mundial, y en bastantes países, incluso los partidos conservadores terminaron por aceptar muchos de los principios de la socialdemocracia.

El Estado social es la continuación y culminación de los otros dos atributos del Estado moderno, democrático y de derecho. Si es cierto que, tal como afirma Ruggiero, en la Revolución Francesa se dieron tres revoluciones en potencia -la liberal, la democrática y la de carácter social-, no es menos verdad que entre las tres hay una relación determinista y que, en un orden lógico y consecuente, cada una de ellas exige e implica la posterior. Quedarse en una de las fases sin dar un salto a la siguiente significa no solo no avanzar, sino retroceder; constituye una involución al despotismo, porque ninguna de esas facetas es estable sin el complemento de las restantes. Algo que deberían tener en cuenta no solo las fuerzas de derechas que desprecian el Estado social, sino también las que se proclaman de izquierdas, pero no tienen ningún reparo en violar la ley, burlarse del derecho y exigir que se desjudicialice la política.

El Estado de derecho parte de Montesquieu. Podríamos resumir su contenido en tres requisitos principales: a) Reconocimiento y tutela de derechos civiles y libertades públicas; un ámbito de intimidad privada y autonomía para las personas. b) División de los distintos poderes de manera que, contrapesándose, se impida cualquier tipo de absolutismo. c) Sometimiento de todos, y en especial de los distintos poderes, al imperio de la ley y del derecho.

A su vez, el calificativo de democrático predicado del Estado se inserta en la tradición de Rousseau e implica la participación de todos los ciudadanos en los asuntos públicos. Es un paso más en la evolución del Estado moderno, con respecto al simple Estado de derecho; añade al status libertatis el status activae civitatis. Se pretende pasar de una concepción heterónoma a otra autónoma, donde el gobierno no venga impuesto desde el exterior, sino que sea autogobierno, en el que los ciudadanos se den sus propias leyes.

El Estado social constituye el último paso, al menos por ahora, en ese proceso de configuración del Estado moderno. Parte de la consideración de que los aspectos económicos condicionan el ejercicio de los derechos civiles y políticos y de que el hombre, para poder realizarse como hombre, necesita disponer de un mínimo nivel económico; en definitiva, de que no se puede hablar de auténtica libertad si no están cubiertas las necesidades vitales más elementales. Si el Estado de derecho pretendía proporcionar seguridad jurídica, el Estado social intenta garantizar la seguridad económica y social.

El Estado social se basa también en el presupuesto de que la estructura económica no solo puede ser un impedimento para el Estado de derecho, sino también para el Estado democrático. Asumen el principio de Marx de que la desigualdad en el dinero origina también la desigualdad en el poder, y que los que concentran las riquezas tienen tales medios e instrumentos que pueden interferir en el juego democrático, desnaturalizándolo y convirtiéndolo en una envoltura puramente formal, sin ningún contenido. Si el Estado quiere ser verdaderamente un Estado de derecho y democrático, no tiene más remedio que ser también social, renegar del laissez faire e intervenir en el ámbito económico. Primero, para garantizar los derechos sociales y económicos, sin los cuales los derechos políticos y civiles serían para la gran mayoría de los ciudadanos letra muerta. Segundo, para establecer un contrapeso al poder económico, de manera que este no pueda manipular a su antojo el juego democrático, y garantizar así, aunque sea mínimamente, la objetividad del propio Estado.

Hay que afirmar, no obstante, que el avance hacia el socialismo (Estado social), solo se puede hacer desde el derecho y la democracia, trascendiéndolos, pero nunca anulándolos o destruyéndolos. Liberalismo, democracia y socialismo se complementan. La eliminación de uno cualquiera de estos términos adulterará los otros hasta corromperlos. Los derechos civiles y políticos sin una participación activa de los ciudadanos en los asuntos públicos se convierten, en el mejor de los casos, en despotismo ilustrado. La democracia formal, sin unas dosis mínimas de igualdad y de control democrático del poder económico, deviene en dictadura de la clase dominante. El socialismo, sin democracia y libertad, termina en tiranía de la burocracia y de los aparatos políticos.

Será principalmente a partir de la Segunda Guerra Mundial cuando esta concepción del Estado vaya calando en todos los países, y se incorpore su espíritu y su eficacia a las distintas Constituciones. De este modo, las naciones que entonces tienen que redactar una Constitución lo hacen desde esta nueva perspectiva: la Constitución francesa de 1946, la italiana de 1947 y la alemana de Bonn de 1948.

La Constitución española de 1978 quizás por ser una de las últimas en redactarse es también una de las que mejor recogen las virtualidades del Estado social. De manera explícita, asume tal calificación al afirmar en su artículo 1. 1º que «España se constituye en un Estado social y democrático de derecho», con lo que hace suyas las tres tradiciones derivadas de la Revolución francesa que, como ya dijimos, se complementan y se necesitan mutuamente.

Este mismo contenido viene expresado con claridad porque nuestra Carta Magna no se conforma con la mera igualdad formal de todos los ciudadanos ante la ley (art.14), sino que da un paso más e impone a los poderes públicos (a los poderes públicos, no al vecino de al lado, como piensan algunos) la obligación de promover las condiciones para que la igualdad y la libertad sean reales y efectivas, removiendo todo tipo de obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar así la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social (art.9.2).

Si bien se acepta la libertad de empresa y la economía de mercado, de forma inmediata se subordina ésta a las exigencias de la economía general y, en su caso, a la planificación (art.38). La aceptación del Estado como social implica asumir que la economía no es un sistema espontáneo, perfecto y autorregulado, sino que necesita de la constante intervención, control y dirección estatales. Consiste, en definitiva, en aceptar el especial protagonismo del Estado en el proceso económico. Son, por consiguiente, los poderes públicos los responsables del desarrollo económico (art.130) y de la planificación (art.131), pudiendo contar para ello con todo tipo de instrumentos, incluyendo la intervención directa como empresario e incluso la reserva de sectores, o recursos, cuando así lo exija el interés general (art.128.2). La propiedad privada y la libertad de empresa tienen su contrapartida y limitación en la utilidad pública y el interés social.

Esta concepción política genera su consecuencia más inmediata en que nuestra ley fundamental no solo tutela derechos civiles, sino también, y con la misma relevancia, económicos. En primer lugar, el derecho a un puesto de trabajo (art.35) que, para convertirse en efectivo, va acompañado del mandato a los poderes públicos de realizar una política de pleno empleo, porque de lo contrario, el ejercicio del derecho por una parte de la población lleva implícita la negación del mismo para el resto.

En segundo lugar, los derechos derivados de la protección social – lo que se ha dado en llamar en otras latitudes el «Welfare State» o economía del bienestar- de los que el Estado es garante: seguridad social pública, prestación por desempleo (art.41); pensiones adecuadas y periódicamente actualizables (art.50); sanidad pública (art.43); educación (art.27); vivienda digna y adecuada, impidiendo los poderes públicos la especulación del suelo (art.47) y toda una larga lista de previsiones recogidas en el capítulo III del Título I del  texto constitucional. Nuestra Constitución, al igual que buen número de las europeas, está lejos, por tanto, de conformar un escenario liberal-burgués al estilo de las del siglo XIX, con el que algunos pretenden identificarla para denigrarla a continuación y justificar la ofensiva que mantienen frente a ella.

Hasta los años ochenta esas constituciones propiciaron los niveles de mayor igualdad conocidos en Europa. La participación en la renta total del decil más alto, que con anterioridad a 1940 alcanzaba por término medio en los países europeos alrededor del 50%, desciende hasta el 30% en 1980, para subir de nuevo a partir de ese año por encima del 35%. Algo parecido se observa si utilizamos la evolución de la participación del percentil superior. En este caso los porcentajes adquieren los valores del 20 o 25%, con anterioridad al año 1940; descienden hasta el 5%, en el periodo 1940-1980, para subir a partir de este último año al 15% actual.

La menor desigualdad y el reparto más equitativo de la renta que se dan en el periodo 1940 a 1980 están, al menos en parte, relacionados con determinadas políticas que estaban enunciadas en el Estado Social previsto en estas constituciones. Entre otras, una política fiscal fuertemente progresiva, con los tipos marginales más elevados del impuesto de la renta y sucesiones del orden del 70 u 80%; un fuerte sector público empresarial, política en la destaco Francia, o la cogestión en las compañías privadas con participación de los agentes sociales en los consejos de administración, practicada especialmente por Alemania.

Si a partir de los años ochenta se produjo un cambio, un fuerte retroceso en los derechos sociales y las cotas de igualdad de los países europeos, no se debió a la modificación de las constituciones, que permanecieron en lo sustancial sin variaciones, sino a que el discurso del neoliberalismo económico fue ganando posiciones hasta hacerse casi hegemónico. Es ese pensamiento que pretende ser único el que ha impuesto la globalización y que se ha adueñado del proyecto de la Unión Europea, el que ha originado esa involución social en la que nos encontramos, y que hace casi imposible que funcione el Estado social y que las Constituciones se cumplan.

España constituye sin duda un caso especial, puesto que nuestra Constitución se aprobó mucho más tarde (1978) que las similares de otros países, y apenas hubo tiempo para que sus principios y estipulaciones surtieran efectos antes de que se produjera la involución en la economía internacional. Quizás por ello haya adquirido fuerza un fenómeno casi desconocido en otras latitudes. Los indignados, los descontentos con la situación social y económica y parte de la izquierda han atribuido la causa del retroceso a la Constitución, haciendo de su modificación la solución de todos sus males. Sitúan la diana en lugar equivocado. Miran hacia el interior, cuando debían emplazar el objetivo en el exterior, en la regresión que se ha adueñado del pensamiento económico internacional, lo que se ha denominado neoliberalismo económico, que ha llevado a la globalización y que se ha impuesto por ejemplo en el proyecto de la Unión Europea. Este movimiento en lugar de tener su origen en la Constitución del 78 la contradice y hace inviable el Estado social establecido en ella y en la mayoría de las constituciones de Europa.

Me malicio, sin embargo, que en España esta ofensiva contra la Constitución y contra lo que llaman el régimen del 78, en buena parte no es inocente, hay grupos y fuerzas sociales y políticas que lo utilizan como excusa para avanzar en su auténtico objetivo: la destrucción del Estado. Lo que molesta a Bildu, a Esquerra, al PDC, a la CUP, a JUNTS per Cat, incluso al PNV, no es esta Constitución, lo que les encrespa es cualquier constitución que no reconozca la república independiente de Cataluña o la del País Vasco. Si la monarquía les incomoda, es por ser española, y si arremeten contra el rey no es por ser rey, sino por ser jefe del Estado español. Es muy posible que estuviesen encantados si la monarquía fuese vasca o catalana. No en balde, en España el nacionalismo comparte origen con el carlismo y con el catolicismo más reaccionario.

Lo que resulta menos comprensible es el comportamiento de las formaciones políticas de ámbito estatal que apoyan, defienden y asumen como propio el discurso de los partidos independentistas. Solo los intereses personales y de secta podrían tal vez explicarlo. No digo yo que la Constitución sea perfecta, pero tiene una gran virtud, que fue fruto del consenso. No es una Constitución de parte, como las del siglo XIX, y que dura lo que esa parte permanece en el gobierno. Es de todos porque no es de nadie y a nadie deja satisfecho. Dudo que hoy pueda existir un consenso equivalente para realizar cualquier cambio en profundidad. Abrir ese melón es lanzarnos al descontrol y a la anarquía, pero quizás es eso lo que pretenden los detractores de la Constitución. No, quizás no sean las reglas de juego las que haya que cambiar, sino los jugadores.

republica.com 25-12- 2020                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                          



LA MUY VOLUBLE ORTODOXIA ECONÓMICA

EUROPA Posted on Jue, diciembre 24, 2020 19:26:35

La teoría económica, tras cualquier proposición, suele emplear la expresión “ceteris paribus”, que viene a significar que tal cosa sucederá siempre que permanezcan constantes todas las demás variables. Es una forma de guardarse las espaldas. Lo cierto es que casi nunca las otras variables permanecen estables, pero eso no importa porque el economista de “pro” continúa actuando como si no hubiese introducido la cláusula, o bien como si nada hubiese cambiado. He aquí una de las razones por las que muchas veces en Economía se afirma una cosa y la contraria.

Existe aún otro motivo para las enormes discrepancias que se suelen dar en esta disciplina, y es que las teorías tienen consecuencias prácticas y diferentes según la posición social en la que cada uno se encuentra. Las afirmaciones no suelen ser desinteresadas, y todo depende del sitio donde cada cual esté situado o del bando al que pertenezca. Es más, la ortodoxia se desplaza sin el menor pudor de unas a otras posiciones.

Los que llevamos bastantes años en el estudio de esta materia, recordamos cómo hace treinta o treinta y cinco años, incluso más, la doctrina oficial pasaba por condenar toda posible monetización del déficit. Durante muchos años financiar el déficit público con la emisión de dinero era tabú y herejía. Aquí en nuestro país el Banco de España se presentaba como el cancerbero de la ortodoxia, pero coincidía al cien por cien con el diseño seguido en la Unión Europea y con los principios sobre los que se estaba asentando la creación del Banco Central Europeo (BCE); en general, concordaba con las tesis de todos los bancos centrales. Se defendía que una postura expansiva de la política monetaria conducía automáticamente a un proceso inflacionario.

Solo algunos nos atrevimos a adentrarnos mínimamente en planteamientos que casi todo el mundo consideraba heterodoxos, y mantuvimos que la creación de dinero no tenía por qué ser inflacionaria, ya que actúa sobre el PIB nominal, es decir, sobre sus dos componentes, PIB real y precios, sin que esté determinado a priori en qué proporción. Es posible que en muchas ocasiones no se traduzca en inflación, sino en crecimiento de la economía. Señalábamos también que una política monetaria en exceso restrictiva, tal como se venía aplicando primero en el proceso de convergencia y más tarde en el plan de estabilización, podía dañar gravemente la economía.

En los momentos actuales, el panorama ha cambiado por completo. Todos los bancos centrales han adoptado políticas monetarias enormemente flexibles a las que se ha denominado “de expansión cuantitativa” (QE, por sus siglas en inglés), con las que monetizan los déficits públicos de sus respectivos países. Como se puede apreciar, el dogma ha virado de un extremo al otro. El BCE bajo la presidencia de Draghi se vio obligado a dar un giro radical para que la Unión Monetaria no hiciese aguas. Aunque es verdad que el BCE no inyecta directamente el efectivo a los tesoros de los países miembros, sí los financia mediante la compra de deuda pública en el mercado secundario y el descuento de los títulos de los bancos.

El BCE, nada más comenzar la crisis del Covid, cuando los distintos gobiernos y la propia Comisión estaban discutiendo si eran galgos o podencos, puso sobre la mesa 750.000 millones de euros, cantidad que meses después aumentó en otros 600.000 millones, orientados a comprar títulos públicos y privados. La pasada semana ha añadido otros 500.000, con lo que su potencial de fuego se eleva en estos momentos a 1.850.000 millones de euros. Es más, ha anunciado que continuará con esta política al menos hasta marzo de 2022 y que, si fuera necesario, incrementaría la cantidad hasta 2.5 billones de euros. No es extraño que por primera vez el Tesoro español haya podido introducir en el mercado bonos a diez años a interés negativo. Y todo ello sin que aparezca la menor señal de inflación. El incremento de los precios está muy lejos de alcanzar el objetivo del 2%.

Considerando estas cifras, uno se pregunta qué sentido tiene el tan cacareado y alabado plan de recuperación (los 750.000 millones), al menos en la parte –su gran mayoría- que se va a ofrecer como endeudamiento. No parece que las condiciones de estos préstamos puedan ser mucho mejores que las que ofrece ahora el mercado, gracias al BCE. Pero, sobre todo, es que los del fondo de recuperación van a ser préstamos finalistas, con lo que los distintos parlamentos nacionales no van a contar con autonomía para decidir a qué finalidades se orienta el endeudamiento, ni siquiera si van a ser convenientes y rentables.

La versatilidad de la ortodoxia ha ido más allá porque hasta hace pocos años no solo se condenaba la monetización del déficit, sino el déficit en sí mismo. La doctrina oficial y el pensamiento único hablaban del crowding out, traducido al español, efecto desplazamiento. Es decir, que, según esta teoría, el déficit público, aun cuando se financiase en el mercado, desplazaba al sector privado de la obtención de los recursos que precisaba para sus inversiones, lo que perjudicaba gravemente la actividad económica.

Una vez más, algunos nos atrevimos a disentir, aunque con prudencia y matizando situaciones. Pensábamos que, en momentos de debilidad económica, malamente se podía desplazar al sector privado, cuando en realidad no había sector privado que desplazar, no existía apenas la iniciativa privada. Pero es que, además, si el sector público sustituye al sector privado a la hora de acometer determinadas actuaciones lo lógico es que lo sustituya también en la financiación. No existe ninguna constatación de que el gasto privado sea siempre más productivo que el público.

De nuevo la doctrina oficial ha cambiado por completo de posición. Hoy, todos los estamentos, desde los organismos internacionales hasta los servicios de estudios, pasando por las organizaciones empresariales y demás agentes sociales, piden a los estados que gasten, que rieguen la economía con dinero público, sin importar cuál sea el déficit o el endeudamiento de las administraciones públicas o, lo que me temo que es peor, sin analizar con demasiado detenimiento la rentabilidad económica y social del gasto o de la inversión.

La verdad es que no ha sido la única vez en la que la ortodoxia ha apostado por aumentar el gasto o reducir los impuestos y, como consecuencia, por incrementar el déficit y el endeudamiento públicos. Recuerdo que contemplé con asombro cómo, en 2008, al aparecer la crisis, todos, incluidos organismos internacionales, hasta entonces en posturas abiertamente liberales, se hicieron keynesianos. Es cierto que el paréntesis duró bien poco. En 2010 ya se estaban reclamando -más que reclamando, imponiendo- la estabilidad fiscal y presupuestaria, con duros ajustes y reformas. Hay que reconocer que los planes fiscales expansivos realizados en los dos años anteriores no habían servido para mucho en orden a incentivar la economía. Buen ejemplo de ello fue el plan E, un procedimiento perfecto para tirar dinero a la papelera. Algunos lo cifran en 50.000 millones de euros.

Según los últimos datos del Banco de España, el endeudamiento público en nuestro país a finales del mes de septiembre de 2020 se situó en un 114,1% del PIB, habiendo tomado como valor de esta última variable la media de los alcanzados en los cuatro trimestres de 2019. Es de suponer que el porcentaje del endeudamiento alcanzará un valor mayor cuando se utilice el PIB de 2020, que con toda seguridad será sustancialmente menor que el de 2019. El stock de deuda pública se ha incrementado, por tanto, en los tres primeros trimestres del presente año en 18,6 puntos del PIB. Aun cuando nos movemos en términos de caja y no de contabilidad nacional, este porcentaje puede ser una buena aproximación de a cuánto se elevaba el déficit de las administraciones públicas a finales de septiembre, y no resulta muy arriesgado vaticinar que al final del año se situará por encima del 20%, si no se realizan ingeniarías financieras.

¿A qué nivel se situará el endeudamiento público en los años 2021 y 2022? No cometemos ninguna exageración si hablamos del 125 o 130% del PIB. Y ello solo como consecuencia de la acumulación de los déficits públicos de estos ejercicios. A ellos habría que añadir para estos años y para los siguientes los 140.000 millones de euros (tal como se distribuyan temporalmente) que según dicen provendrán de Europa. No deja de ser sorprendente la percepción que de estos futuros recursos tienen todos. Aquellos que han venido anatematizando el déficit y el endeudamiento público, los que ponían el grito en el cielo ante cualquier incremento de gasto público, ahora se muestran encantados, y no les importa que el estado tenga que endeudarse. Tienen la percepción equivocada de que esos recursos son gratuitos y que no hay que devolverlos, cuando lo cierto es que de esos 140.000 millones de euros solo alrededor de 33.000 millones lo son a fondo perdido. El resto habrá que pagarlo de una o de otra forma. (Ver mis artículos en estas páginas digitales del 30 de julio y del 24 de septiembre del presente año). Es cierto que, en este cambio tan brusco de postura, por ejemplo, el de los empresarios, también puede influir que en esta ocasión esperan ser los principales beneficiarios del gasto.

Ante esta mudanza tan rotunda de la política oficial, algunos, otra vez desde la heterodoxia, no podemos por menos que gritar que ni tanto ni tan calvo. Ante discursos fuertemente triunfalistas que hablan de lo importantes que son los fondos europeos y de lo mucho que se puede hacer con ellos, hay que recordar el cuento de la lechera y más concretamente las medidas tomadas por Zapatero en los años 2008-2009. Orientadas, tal como se decía entonces, a reactivar la economía, pero que no tuvieron ningún resultado salvo los de incrementar el endeudamiento público y hacer más difíciles los ajustes de 2010 y años posteriores.

Los miedos se incrementan y los recelos de que el dinero se despilfarre se intensifican al leer o escuchar los objetivos a los que en teoría se van a dedicar estos recursos: investigación e innovación, lucha contra el cambio climático, protección de la biodiversidad e igualdad de género, modernización y digitalización del ecosistema de nuestras empresas, cambiar el sistema productivo y otros más de las mismas características,  todos ellos muy vagos y genéricos y sin que aparezca una conexión clara con la reactivación de la economía y con la creación de empleo. ¿Vendrá después el llorar y el crujir de dientes?

El nivel de deuda pública en el que vamos a situarnos es sin duda muy alarmante, solo sostenible si el BCE permanece en la política expansiva que está aplicando. ¿Pero hasta cuándo va a querer o poder mantenerla? El balance de esta institución supera ya los siete billones de euros y es muy posible que llegue a los ocho el próximo año. Multiplicará así por cuatro la cifra (dos billones) que tenía con anterioridad a la crisis de 2008. La situación presenta una evidente inestabilidad a medio plazo, tanto más cuanto que el problema puede afectar no solo a España, ya que el stock de deuda pública de Grecia, Portugal, Italia, Francia, Chipre y hasta Bélgica, también se sitúan ya por encima del 100% de sus respectivos PIB.

No obstante, todos estos países no se encuentran en la misma situación. Se está produciendo un nuevo giro en la ortodoxia económica. Son bastantes quienes en los bancos centrales comienzan a pensar algo que algunos veníamos hace tiempo defendiendo: que el problema no está tanto en el endeudamiento público como en el exterior (conjunto de público y privado). Lo que importa no es tanto el déficit público como el déficit por cuenta corriente de la balanza de pagos o, dicho de otro modo, desde el punto de vista macroeconómico el endeudamiento público no es peligroso siempre que haya sido adquirido por los nacionales.

Está claro que este planteamiento da un respiro a la estrategia del BCE, porque la Eurozona en su conjunto presenta superávit en el saldo de su balanza de pagos. El problema es que la posición entre los distintos estados miembros es muy diferente. Ese superávit exterior de la Eurozona en su conjunto obedece al enorme saldo positivo de Alemania y Holanda. Lo que crea una nueva situación de inestabilidad y una pregunta angustiosa para nosotros: ¿cuál va ser en los próximos años el saldo de nuestra balanza por cuenta de renta? No podemos olvidar que fue el desequilibrio exterior el que nos precipitó a la crisis pasada. A la hora de destinar los fondos de recuperación, lejos de movernos por rutas imperiales, ¿no deberíamos analizar qué impacto va a tener cada una de las partidas en la balanza de pagos?

republica.com 18-12- 2020.



EN POLÍTICA, VIVA LA BAGATELA

APUNTES POLÍTICOS Posted on Mié, diciembre 16, 2020 18:18:12

Existe un interrogante, y es si los políticos son los plebeyos y contagian a toda la sociedad o si es la sociedad actual la que está encanallada y escoge a los políticos de acuerdo con su naturaleza. Lo que es cierto es que la mediocridad se ha ido adueñando del mundo político. Solo hay que ver los currículos. Lastra, la del currículo brillante, dice que escucha a sus mayores, pero parece que con poco éxito. Añade que ahora le toca a una nueva generación regir el país y el PSOE. Lo dice de tal modo que da la impresión de que les hubiera correspondido en una tómbola. Ciertamente, a algunos les ha tocado la lotería. De no haber entrado en política, el presidente del gobierno estaría llevando el maletín de cualquier catedrático, y algunos ministros no habrían llegado en la administración ni a jefes de servicio.

Zapatero, siguiendo las huellas de Lastra, afirma que el poder se ejerce generacionalmente.  Difícil de entender. Yo creía que el poder se ejercía bien o mal, despótica o democráticamente, justa o arbitrariamente y de mil formas más, pero generacionalmente es la primera vez que lo oigo. Para aclararlo, y creyendo ser profundo, añadió “cada tiempo tiene su afán”. El afán de Zapatero consistió en dejar al partido socialista y al país hechos unos zorros. De aquellos polvos vienen estos lodos. A esto debe de referirse con lo de generacionalmente, porque en cuanto alcanzó la Secretaría general se empleó a fondo en purgar su formación política de todo aquel que hubiese significado algo en el pasado. Quien es insustancial aguanta mal la proximidad de la competencia.

Ese cambio generacional del que Zapatero se jacta, y que en realidad ha afectado a casi toda la clase política, debería llamarse más bien proceso de degeneración. La moneda mala expulsa a la buena, afirmamos los economistas enunciando la ley de Gresham. De forma similar, la regla se cumple en el terreno social, los políticos malos expulsan a los buenos. Una nueva clase política caracterizada por su insignificancia y simpleza se ha adueñado del poder en casi todos los partidos. Zangolotinos que casi han pasado del bachiller al juego político, sin actividad intermedia, se han licenciado en politiqueos y doctorado en escaramuzas y batallas internas.

Esta nueva clase política, la mayoría de de sus miembros sin oficio ni beneficio, necesita que los partidos se conviertan en agencias de colocación. Hay que pagar a las huestes y a los mercenarios. Ayuntamientos, Diputaciones, Comunidades Autónomas, y por supuesto la Administración central y todos sus apéndices, constituyen plataformas adecuadas, siempre que se sustituya a los empleados públicos por el personal que llaman de confianza o, lo que es lo mismo, se cambien el mérito y la capacidad, definidos en la Constitución, por la dedocracia.

El envilecimiento político se transforma en decadencia administrativa. Los gabinetes y el número de asesores se multiplican, se crean ministerios, secretarías de Estado, secretarías generales, etc., sin apenas competencias. Los nombramientos, tanto en la Administración como en las empresas públicas, poco tienen que ver con la capacidad, la profesionalidad o el trabajo bien hecho. Tampoco creo que tengan que ver mucho con la ideología. Lo definitivo es la pertenencia a un partido político o, mejor dicho, a una familia política. Se pagan ante todo las fidelidades. Incluso, a veces, según cuál sea el cargo a ocupar, no se necesita ser militante, ni siquiera simpatizante, sino solo pertenecer al círculo de amistades del ministro o del secretario de Estado de turno, y, eso sí, ofrecer certeza de que se va a mantener lealtad absoluta, casi vasallaje, a quien te ha elegido. Hay algo de cooptación, de feudalismo. Lo primordial son las relaciones personales. La mediocridad existente en la política se traslada a la Administración.

También el avance tecnológico ha propiciado la plebeyez y la nimiedad en el discurso político y social. Las redes sociales han facilitado el acceso generalizado a la comunicación; todos pueden opinar sobre cualquier tema, tanto los listos como los tontos, tanto los ilustrados como los iletrados, tanto los conocedores de la materia como los que se inventan la respuesta y mienten. La información adquiere un volumen ciclópeo, imposible de abarcar, imposible de discriminar. Todo debe explicarse en 280 caracteres. Impracticable cualquier análisis, cualquier argumentación. Solo caben el eslogan, la consigna, el insulto, la bagatela, incluso el rebuzno. Todo ello constituye no solo el cultivo adecuado para que triunfe la rusticidad o la grosería, sino también para hacer pasar por verdades las mentiras.

Las redes sociales debilitan a los medios de comunicación, que a su vez quedan también inmersos en un mar de ramplonería. Presa cada uno de ellos de su filiación política, condicionan la verdad a los intereses de la militancia que han adoptado. Las posiciones están trazadas de antemano. No se precisa, por tanto, ni erudición ni discernimiento, basta con repetir los mantras. Han ganado protagonismo las tertulias, de las que han desaparecido los expertos y los técnicos para dejar espacio tan solo a los periodistas, especialistas en hablar de todo y no saber de casi nada.

Es el tiempo de la chabacanería y de la vulgaridad. Este Gobierno, para justificar su mediocridad e insignificancia, pretende el igualitarismo, que no la igualdad. Intenta desterrar del sistema educativo todo incentivo de superación, permitiendo que se pase de curso sea cual sea el número de suspensos. No hace falta mucha imaginación para ser consciente de a qué escenario nos conduce tamaña medida. Homogeneizar por abajo. El esfuerzo, el estudio, el trabajo, carecerán de razón de ser, si al final todo el mundo va a ser igual. ¿Para qué estudiar una carrera? Viva la bagatela.

Nivelar en el saber a la cota más baja propicia la desigualdad real. Los miembros de clases económicas altas no precisan de la cultura para mantener un puesto de preeminencia en la sociedad. Sin embargo, sobresalir en los estudios es casi la única vía de movilidad social de los que pertenecen a los estratos económicos más humildes. Prescindir de la educación como mecanismo de diferenciación social es consolidar otras vías más injustas o espurias, como son las diferencias económicas o el trapicheo político.

Un administrativista afirmó, y creo que con razón, que la única institución democrática de la dictadura franquista fue el sistema de oposiciones. Sin embargo, a una mayoría de los políticos no parece que les gusten. En general, no les gustan los funcionarios. Quizás porque ellos no han sido capaces de sacar ninguna oposición, o tal vez porque constituyen procedimientos objetivos y reglados y prefieren la arbitrariedad y la dedocracia. El acuerdo de gobierno entre el PSOE y Podemos dedica unas líneas a lo que titula modernización del acceso a la carrera judicial. Se comprometen a “crear nuevos mecanismos de acceso a la carrera judicial que garanticen la igualdad de oportunidades con independencia del sexo y de la situación económica de los aspirantes”.

¿Nuevos mecanismos? Saltan todas las señales de alarma cuando se intuye que lo que se pretende es modificar el sistema actual; y es que no hay procedimiento más objetivo y menos discrecional que el sistema de oposiciones para garantizar el mérito y la capacidad, no solo de los jueces, sino de todos los funcionarios públicos. Si es importante defender el sistema de oposiciones en el acceso general a la función pública, se hace imprescindible cuando de lo que se trata es de la carrera judicial. Garantizar la objetividad y desechar toda posibilidad de discrecionalidad en la incorporación de jueces y fiscales constituye una condición para poder hablar de Estado de derecho.

Cuatro formaciones políticas -Más País, Junts per Catalunya, Ciudadanos y Teruel Existe (si acaso a estos últimos se les puede llamar formación política)- presentaron una enmienda a la ley de presupuestos por la que se pretendía incorporar sin oposición a los cuerpos superiores del Ministerio de Hacienda (A1) a los cerca de diez mil miembros de los cuerpos intermedios (técnicos, A2). La enmienda no ha prosperado por la cuasi sublevación de los funcionarios pertenecientes a los cuerpos altos (A1), y sobre todo porque se abría un melón en extremo peligroso, ya que todos los funcionarios de grado intermedio de la Administración central, y me imagino que también de las Administraciones autonómicas, habrían exigido de inmediato seguir el mismo camino. Pero el hecho es revelador, no obstante, del desconocimiento que los señores diputados tienen de la Administración y, sobre todo, del desprecio que profesan al mérito y a la capacidad. Resulta especialmente sorprendente lo referente a la formación de Ciudadanos, que tiene de portavoz parlamentario a un abogado del Estado. Bien es verdad que de Ciudadanos ya no nos extraña nada.  Viva la bagatela.

republica.com 11-12-2020



UN PRESUPUESTO FRANKENSTEIN

HACIENDA PÚBLICA Posted on Mié, diciembre 09, 2020 21:16:23

“Operari sequitur esse”, el obrar sigue al ser, decían los escolásticos. Un gobierno Frankenstein solo podía parir un presupuesto Frankenstein. No sé, por tanto, a qué ha venido tanto revuelo acerca de si Sánchez había o no pactado con Bildu. Unos rompiéndose las vestiduras, otros negándolo o incluso escribiendo una carta a la militancia para justificarse. Muy propio de Pedro Sánchez eso de recurrir a la militancia. Lo cierto es que nos podíamos haber ahorrado el blablablá y la charlatanería, porque el pacto no se sustancia ahora, sino que existe desde mucho más atrás. Por supuesto desde el voto de investidura, pero incluso antes, en la moción de censura. Aunque si nos referimos a él como simple proyecto tendríamos que remontarnos al 2016, cuando Sánchez se enfrentó al Comité Federal de su partido porque no le dejaba intentar la formación de lo que Rubalcaba había denominado un gobierno Frankenstein. (Permítanme que haga propaganda de mi libro “Una historia insólita. El gobierno Frankenstein” de la editorial el viejo topo).

Hay que rechazar esa versión de que Pedro Sánchez se vio obligado a seguir este camino por la traición de sus compañeros (“idus de marzo”). Es posible que en el origen de este relato se encuentre la necesidad de justificar cierta complicidad. La historia real es otra. El Comité Federal forzó su dimisión para evitar que llevase a cabo su proyecto, contrario a lo aprobado por el propio Comité Federal y que no era otro que el que acometió tras su regreso al ganar de nuevo las primarias. Tal vez muchos de los militantes que votaron a Sánchez en esta segunda ocasión no fueran conscientes de que estaban dando su asentimiento a la nación de naciones y al posible gobierno Frankenstein. Espero que en la actualidad se haya disipado cualquier duda que pudiesen tener al respecto.

Es posible que en aquel momento ni siquiera Sánchez tuviese totalmente perfilado su proyecto, ni se percatase de toda su amplitud. Su motivación se encontraba tan solo en que sabía que era la única forma de llegar entonces a ser presidente del gobierno. Hoy, el plan está mucho más maduro. Ha llegado a la conclusión de que en un espacio político tan sumamente dividido como el actual y en el que la proliferación de partidos de corte territorial es cada vez mayor, hacerse con la adhesión de todos las fuerzas soberanistas, aun cuando hayan dado un golpe de Estado o sean los herederos de ETA, le garantiza para mucho tiempo poder continuar en el colchón de la Moncloa. Ciertamente que ello tiene su contrapartida, contrapartida que parece no importarle demasiado: entrar en un proceso indefinido de cesiones que se hace más presente en momentos como este en el que se quiere aprobar unos presupuestos generales.

Todos pretenden cobrar, todos presentan su factura, desde las migajas más insignificantes de “Teruel también existe”, a las más consistentes y graves de los independentistas vacos y catalanes, con consecuencias nocivas y que ahondan el proceso de desintegración del Estado. El presupuesto se convierte así en un pastiche, en un collage hecho de remiendos, de cada una de las peticiones de las distintas formaciones políticas.

Muchas de estas cesiones se refieren a privilegios económicos, distribución desigual de los créditos presupuestarios entre territorios, que generan evidentes discriminaciones. No obstante, la gravedad mayor de este escenario se encuentra en las cesiones que no tienen nada que ver con los presupuestos en sí mismos, sino con determinadas medidas que se adoptan con ocasión de su aprobación y que van a incrementar el proceso de desintegración del Estado. Aún más, es posible que algunas de ellas permanezcan ocultas y no aparezcan hasta más tarde, tal como ocurrió con los pactos de la moción de censura, en teoría, inexistentes, pero cuyas mercedes no tardaron en hacerse presentes.

Hay otras, sin embargo, que se exhiben a bombo y platillo porque el partido implicado necesita vender la mercancía. Así ha ocurrido con Esquerra Republicana. El motivo, que hay próximamente elecciones en Cataluña y precisa justificarse ante su clientela y convencer a sus votantes de que el pacto con el sanchismo no les convierte en  botiflers, sino que es beneficioso para Cataluña y para el independentismo. Rufián se ha vanagloriado de conseguir que desaparezca lo que ha llamado el 155 financiero. Se trata de que se acabe el control teórico que el Ministerio de Hacienda mantiene sobre las cuentas de la Generalitat de cara a garantizar que los recursos se dedican a su finalidad y no a otras de carácter ilegal.

Esta limitación tenía su origen en el hecho de que especialmente durante los últimos años la Generalitat ha desviado cuantiosos fondos de sus objetivos, a financiar el procés y a promocionar el soberanismo, lo que le ha obligado, por una parte, a elevar los impuestos y, por otra, a endeudarse cuantiosamente. El control, desde que Sánchez ganó la moción de censura, era ya casi simbólico, aunque, no obstante, el independentismo lo consideraba una humillación. En realidad, el Gobern continúa financiando con dinero público toda clase de gastos destinados al objetivo de la independencia, incluso a preparar un nuevo golpe mejor organizado y que evite el fracaso. Los independentistas no han abdicado de conseguir sus objetivos, aunque sea por procedimientos totalmente ilegales, incluso delictivos.

Rufián públicamente se jactó también, aunque explicado de forma chapucera, de otro acuerdo, se refería a la necesidad de armonización fiscal entre las distintas Comunidades de España. La medida era un tanto sorprendente, no por el contenido, sino por quien la proponía. Desde hace más de treinta años en distintos artículos (por citar tan solo el último, el titulado “Susana tiene razón”, del 23 de marzo de 2017 en este mismo digital) he venido defendiendo la necesidad de armonización fiscal. Primero en la Unión Europea. Su ausencia origina una competencia desleal entre los distintos países, en una carrera por ver quién reduce más los impuestos (es lo que se llama dumping fiscal), de manera que la presión fiscal termina descendiendo generalizadamente y las posibilidades de realizar una política social, también.

Segundo, dentro de España entre las Autonomías. Si la diferencia de legislaciones fiscales entre países genera graves problemas dentro de la Unión Europa, cuánto más entre las Comunidades de un mismo Estado. Por eso resulta tan cuestionable el haber transferido a las Autonomías la capacidad normativa de los tributos y mucho más la cesión de los impuestos de patrimonio y de sucesiones, que son los gravámenes más idóneos para realizar el dumping fiscal.

No comparto ese argumento tan simplón de que bajando los impuestos puede recaudarse más. La llamada curva de Laffer no ha funcionado nunca, y en las escasas ocasiones en que se ha cumplido ha sido por medio del dumping fiscal, por el procedimiento de quitar recursos al vecino. Es posible que una Autonomía, a base de rebajar el impuesto de sucesiones o el de patrimonio, atraiga a un buen número de contribuyentes, con lo que quizás incremente sustancialmente la recaudación del IRPF. La situación puede ser conveniente para ella, pero dañina desde el punto de vista global.

Es lógico que un jacobino como yo, que piensa que el haber establecido las Autonomías supone el mayor error de la Transición, no solo esté a favor de la armonización fiscal entre las distintas regiones, sino que se pronuncie en contra de concederles capacidad normativa en esta materia. Pero lo que no parece muy consecuente es que sea un partido independentista el que lo postule, puesto que si alguien ha reclamado para sí la autonomía financiera han sido los nacionalistas, y especialmente los catalanes. Concretamente el statu quo actual se aprobó en el 2009, estando Zapatero de presidente del gobierno y de acuerdo con las peticiones de la Generalitat y del tripartito.

No resulta de recibo que, una vez establecido el sistema, se cuestionen las reglas de juego y se pretenda romper la baraja cuando no interesa el resultado. No es presentable que se niegue a los demás lo que uno ha reclamado para sí. No puede por menos que extrañar que sea precisamente el portavoz de un partido independentista el que exija que el impuesto sobre el patrimonio retorne al Estado, aunque en una especie de cacao mental hable de gravamen sobre las grandes fortunas.

Es verdad que la rueda de prensa adoptó, antes que cualquier otra cosa, la forma de una rabieta contra Madrid. No sé qué les pasa a estos chicos con Madrid. Tienen una fuerte fijación con la capital de España. Rufián tal vez pensó que ello le iba a proporcionar votos en las próximas elecciones. Quizás sí, pero de lo que no hay duda es que resultó un tanto chabacano y grotesco. Soy crítico con la política de bajada de impuestos, especialmente del de sucesiones, que practica la Comunidad Autónoma de Madrid. Viene de lejos. De los tiempos de Esperanza Aguirre. Pero lo que hay que reconocer es que en el fondo el PP lo único que está haciendo es lo que le permiten las leyes en vigor, precisamente aquellas que los nacionalistas han reclamado. No se puede exigir autonomía fiscal para las Comunidades Autónomas y protestar después porque los vecinos bajan los impuestos. Uno, además, tiene la impresión de que si Cataluña no los reduce es tan solo porque tiene que atender a muchos gastos espurios.

Es posible que la Comunidad de Madrid esté haciendo dumping fiscal, pero desde luego no es la única, y mucho menos el problema radica solo en ella. La concesión a las Autonomías de la capacidad normativa ha originado un mapa de lo más dispar. Un caos. No hay dos que presenten la misma tributación ni en tipos ni en deducciones. Además, conviene no olvidar a las Comunidades del régimen foral que sin duda son las que practican el dumping fiscal de manera más abierta y más descarada, hasta el punto de atraer la atención de la Comisión Europea. Habrá que preguntarse si Esquerra Republicana va a enfrentase con sus colegas de Euskadi y si va a exigir la modificación de los conciertos del País Vasco y de Navarra. La contradicción se agudiza si recordamos el hecho de que el procés se inició ante la negativa de Rajoy a conceder el sistema del cupo a la Generalitat. Y es que, por mucho que se empeñen, no se puede ser nacionalista y de izquierdas.

Toda la rueda de prensa del portavoz de Esquerra rezumó prepotencia, dando a entender que son ellos los que mandan en España, por eso no se limitó a proponer una reforma fiscal, sino la creación de una comisión, en la que se elaborase y aprobase. Una comisión bilateral Estado-Cataluña. Hemos llegado al extremo. Hasta ahora los independentistas, para resolver los problemas catalanes exigían relaciones bilaterales, como si se tratase de dos Estados soberanos, pactos de igual a igual. Ahora dan un paso más. Se sitúan al nivel del gobierno central a la hora de legislar para toda España. Quieren decidir una reforma fiscal para todo el Estado. Sánchez lo admite. Esquerra es gobierno.

El gobierno Frankenstein representa sin duda un salto cualitativo. Lo dijo Pablo Iglesias refiriéndose a Bildu: “Se incorpora a la dirección del Estado”. Esta es la inmensa anormalidad de la situación actual. Que gobiernan España los que han dado un golpe de Estado y hablan claramente de repetirlo, los herederos del terrorismo y todos aquellos que confiesan abiertamente su deseo de romper el Estado. Otegui lo ha dejado claro, participar en el sanchismo es la mejor forma de alcanzar la república vasca.

republica.com 4-12-2020



LOS TRES TENORES Y LOS DESAHUCIOS

APUNTES POLÍTICOS Posted on Mar, diciembre 01, 2020 20:29:45

Podemos, Esquerra y Bildu han presentado una enmienda conjunta a la ley de presupuestos, destinada a suspender hasta 2023 los desahucios de las familias en situación de vulnerabilidad. Según manifestaron en rueda de prensa, su finalidad es presionar al PSOE. Quien, como de costumbre, ha manifestado de forma más expresiva pero también más impertinente el sentido que se pretendía dar al acto ha sido Rufián: “Aquí está la anti España defendiendo derechos fundamentales”.

Comienzo por preguntarme por qué no ir más allá, y legalizar y legitimar la ocupación de cualquier vivienda en caso de insuficiencia económica. Además, la vulnerabilidad no termina en la vivienda. Ni termina ni empieza. Hay otras muchas necesidades y quizás más primarias. ¿Por qué no introducir en la ley una enmienda que legalice todo hurto o robo cometido por una familia en situación de pobreza? Sería legal que los indigentes entrasen en los supermercados, en los grandes almacenes y en cualquier tienda, incluso en domicilios particulares, y se apropiasen libremente de lo que necesitasen para solucionar su problema. No hablo solo de que no sea delito o eximente -lo cual ya está previsto-, sino de que sea legal y todo el mundo en esas circunstancias económicas pudiera hacerlo con toda tranquilidad, a la luz del día y sin que nadie les molestase, como si se tratase de ejercer un derecho.

Se me dirá que exagero. Es posible, pero no parece que sea más equitativo hacer recaer sobre los miles y miles de pequeños arrendadores el coste de ayudar a las familias en situación de indigencia que sobre los dueños de comercios de todo tipo o sobre cualquier otro ciudadano. Se aducirá también que este planteamiento nos arrastraría al caos. Puede ser verdad, pero el caos jurídico se instaura ya cuando se propicia el incumplimiento de los contratos (pacta sunt servanda) y se hacen incidir sobre personas particulares, de forma aleatoria, las cargas que debe asumir el Estado.

Es cierto que el artículo 47 de la Constitución estipula que todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada, pero son los poderes públicos y no los ciudadanos los que están obligados a proporcionarla a aquellos que no pueden obtenerla por sus medios, y repercutir este coste social -como todos los demás gastos públicos- sobre todos los contribuyentes de acuerdo con su capacidad económica, mediante impuestos progresivos. Resulta injusto que se haga de manera caprichosa sobre un solo colectivo y a modo de mera lotería. Hacer que los arrendadores soporten la carga es como si el derecho a la sanidad gratuita tuviera que ser sufragado por los médicos, o el derecho a la educación, por los maestros.

Son los poderes públicos los que deben garantizar la totalidad de la política social, y por ende una vivienda adecuada a quienes carecen de medios económicos. Tienen instrumentos para ello, bien facilitando una solución habitacional alternativa, bien haciéndose cargo directamente del pago del alquiler u otro procedimiento parecido. Por ahí es por donde debía haber ido la enmienda. Un Estado que abdica de sus obligaciones y pretende trasladarlas de forma casual a un grupo de ciudadanos concretos es un Estado fallido. En la anarquía, sin Estado de derecho, malamente puede darse el Estado social.

Si se aprobase la enmienda, el resultado sería equivalente en el fondo a establecer sin justificación un impuesto a un colectivo determinado, el de aquellos arrendadores cuyos inquilinos no les pagan el alquiler, y a los que se ata las manos para poder recurrir jurídicamente. Es un impuesto porque se les hace asumir el gasto que debería financiar el Estado. El contenido de esta enmienda parece contradictorio con el hecho de que los autores hayan aceptado la inconveniencia de elevar los tributos durante la pandemia.

El problema es ciertamente legal, de justicia, de distribuir adecuadamente el coste de la política social, haciéndolo repercutir de forma generalizada sobre todos los ciudadanos en función de su capacidad económica; pero también es una cuestión de eficacia: conseguir adecuadamente los objetivos sociales que se dice querer alcanzar, y no los contrarios, que es lo que paradójicamente va a suceder con la enmienda propuesta. El Estado debe ser social; el mercado no suele serlo, no se rige precisamente por esos valores. Cuando se le violenta y se pretende que los adopte por la fuerza, el resultado puede acabar siendo nefasto.

El mercado del alquiler en España, a pesar de las voces interesadas en hablar continuamente de los fondos buitres, está muy atomizado. Más del 95% de los arrendadores son personas individuales, pequeños propietarios, la mayoría de clase media, y de mentalidad muy conservadora, no quieren riesgos. Este colectivo en buena medida ha canalizado sus ahorros al mercado inmobiliario porque lo considera mucho más seguro que el de los activos financieros; y sus miembros están dispuestos a salirse de él en cuanto vislumbren que el riesgo aumenta.

Muchos consideran que padecen ya indefensión y que se encuentran en una posición de inferioridad frente al arrendatario, que puede impunemente (no solo por indigencia) dejar de pagar el alquiler. Su única arma es el desahucio. Desahucio que suele dilatarse en el tiempo y que, cuando al final se logra, el piso suele presentar considerables desperfectos, a lo que hay que añadir a menudo deudas en suministros. Y, desde luego, en raras ocasiones se recuperan las rentas dejadas de ingresar. La estigmatización de los desahucios y enmiendas como estas incrementan su intranquilidad, y la posibilidad de que se retiren del mercado.

Tales políticas, encaminadas teóricamente a defender a los inquilinos, pueden terminar perjudicándolos, pues provocarán una reducción de la oferta con la consiguiente elevación del precio o, lo que es aún peor, que los arrendadores adopten medidas muy selectivas a la hora de alquilar. Se expulsará así del mercado a los más vulnerables (emigrantes, parados y precarios con riesgo de desempleo, familias con hijos pequeños o con ancianos, etc.), precisamente aquellos a los que se dice querer proteger. Este colectivo, ante la duda de los posibles arrendadores acerca de si van a poder hacer frente al pago de la renta y la sospecha de que en caso de conflicto va a ser mucho más arduo el desalojo, tendrá enormes dificultades para encontrar quien esté dispuesto a alquilarles una vivienda. El resultado será el contrario al que teóricamente se pretendía.

Algo similar puede ocurrir con las entidades financieras. Al margen de la opinión que se tenga de los bancos, el caso es que ante la imposibilidad de llevar a cabo desahucios su reacción será similar  a la de los arrendadores. Endurecerán las condiciones de las hipotecas, y en especial negarán su concesión a muchos más demandantes, a todos aquellos que presenten la más mínima probabilidad de resultar en el futuro insolventes, es decir, a los colectivos más vulnerables.

Rufián en la rueda de prensa afirmó que allí estaba la anti España defendiendo los derechos fundamentales. Allá ellos si se denominan así. En realidad, no sé lo que quieren indicar con este apelativo. Lo que sí parece cierto es que los tres tenores que dieron la rueda de prensa se confiesan y actúan como detractores del Estado español, y partidarios de su disgregación. En la rueda de prensa estaban presentes Jaume Assen, de en Comú Podem y persona de total confianza de Colau; Rufián, de Esquerra Republicana y Arkaitz Rodríguez de Bildu, los tres defensores de la autodeterminación de todas las regiones y, lo que más grave, valedores y legitimadores del golpe de Estado. Quien está en contra del Estado de derecho difícilmente se puede titular después paladín del Estado social.

La enmienda no defiende los derechos fundamentales, más bien lo que hace es reconocer el fracaso de un gobierno (al que los tres de una o de otra forma pertenecen, o al menos apoyan) que se declara incapaz de afrontar el problema de las familias en situación de vulnerabilidad y cifra su solución en el expolio de un grupo particular de ciudadanos que no pertenecen precisamente a las clases más pudientes.

Si la pretensión de la enmienda era proteger el derecho a la vivienda de los indigentes tendría que haberse orientado por otros derroteros: decretar la obligación del Estado de ofrecer una vivienda alternativa o asumir el pago del alquiler, y reclamar al mismo tiempo el establecimiento de una partida presupuestaria para atender tal contingencia. Es en este terreno donde podría hablarse de la cuestión de decencia a la que se refería Rufián y no en el de la propuesta realizada.

Hay que preguntarse, por tanto, si la finalidad última no es otra muy distinta, introducir ruido en el sistema, debilitar al Estado. Porque un Estado que para asegurar los derechos de unos ciudadanos no respeta los de otros, que quebranta la seguridad jurídica, es un Estado resquebrajado, anárquico. Camina a la descomposición. Pero, tal vez sea este el desiderátum de los tres tenores.

Republica.com 27-11- 2020



LOS FONDOS DE PENSIONES DEL MINISTRO INDEPENDIENTE

SISTEMA FINANCIERO Posted on Lun, noviembre 23, 2020 19:46:20

Echémonos a temblar. El ministro Escrivá ha tenido una idea. Dicen que un francés con una idea en la cabeza arma más follón que un perro con una lata atada al rabo. El ministro independiente debe de ser francés. Ya tuvo una idea, la del ingreso mínimo vital, y menudo lío que ha armado. Lo diseñó como un impuesto negativo sobre la renta, imposible de gestionar y mucho menos de controlar. Si alguna vez llega a estar en funcionamiento, dará lugar a todo tipo de abusos, corruptelas y trampas.

Ahora idea incentivar los fondos de pensiones de empresa, lo cual, diga lo que diga, choca con el hecho de que el Gobierno reduzca en los presupuestos la cuantía que los contribuyentes pueden deducirse en el IRPF de los planes de pensiones individuales, que al fin y al cabo son voluntarios. No es que me parezca mal que se minore este gasto fiscal. Los fondos de pensiones son un mal invento, sin demasiado sentido. Solo benefician a las entidades financieras depositarias de las inversiones y que controlan a las gestoras.

Nacen -o al menos adquieren notoriedad- a mediados de los noventa, unidos a la campaña de desprestigio de las pensiones públicas. En 1994 el Banco Mundial difundió un informe en el que vaticinaba la quiebra de los sistemas públicos, informe inmediatamente secundado por los servicios de estudios de todas las entidades financieras, que sirvió para presionar a los gobiernos a que concediesen desgravaciones fiscales a los fondos de pensiones. Así, el periodo comprendido entre 1995 y 2000 se configuró como el de mayor expansión de los planes, pasando de 4,9 de billones de euros a 11,5. Más tarde llegó el estancamiento e incluso la minoración.

Lo primero que hay que poner en cuestión es que sea adecuado denominarlos “de pensiones”, porque en definitiva se trata únicamente de una forma más de ahorrar y no de las mejores. Como alternativa a las pensiones públicas, carecen de toda viabilidad, porque lo único que nos ofrecen es que cada uno se apañe, ahorrando lo que pueda en su vida laboral. Para ese viaje no hacían falta tales alforjas. Pero lo más indignante es que pretendan decidir por nosotros hacia dónde tenemos que dirigir el ahorro. ¿Por qué materializarlo en los llamados fondos de pensiones y no en la bolsa, en inmuebles, en obras de arte o en cualquier otro activo financiero? Dicho de otra forma, ¿por qué hay que primar fiscalmente una forma de ahorro en detrimento de las otras? Además, no hay ninguna certeza de que los fondos incrementen el volumen global del ahorro. Todo lo más, pueden cambiar su composición, orientándose hacia un lado o hacia otro dependiendo de los incentivos fiscales.

En realidad, los fondos y planes de pensiones no existirían sin la desgravación fiscal, tal como se encargan de recordar sus propios defensores todas las veces que corre el rumor de que esta va a desaparecer. Pero entonces, ¿cuál es la razón de la existencia de un producto financiero que nadie demandaría sin desgravación fiscal? Concretamente en España, según ha ido disminuyendo la cuantía de los beneficios fiscales los fondos de pensiones han ido perdiendo importancia relativa.

Existe, además, un cierto espejismo con el tratamiento fiscal de los fondos de pensiones. El beneficio que se obtiene no es tan grande como a primera vista podría parecer. Las aportaciones, al realizarlas, se deducen de la base imponible del IRPF, pero en contrapartida, cuando se rescata parcial o totalmente el fondo la cantidad correspondiente se debe incluir en la base imponible de ese ejercicio. Desde esta óptica, el beneficio fiscal consiste tan solo en posponer el momento en que se hace efectivo el gravamen. La única ventaja hipotética radica en que el tipo marginal del impuesto pudiera ser menor en el momento de la jubilación que durante la vida activa, pero aun así no es seguro que compense las comisiones de gestión y de depósito cobradas anualmente.

Hasta el 31 de diciembre de 2006, fecha en la que se modificó la ley, contaban con otro aliciente. Llegada la jubilación, el fondo se podía rescatar de una sola vez, y su tratamiento como renta irregular comportaba que la incorporación a la base imponible era tan solo del 60 % de su cuantía. Esta ventaja desaparece para las nuevas aportaciones realizadas a partir del 1 de enero de 2007. Si hasta ese momento era muy dudosa la conveniencia de realizar aportaciones a los fondos privados, a partir de entonces parece palmario que únicamente la ignorancia y el desconocimiento pueden conducir a que se quiera invertir en esta modalidad.

Todo esto es aplicable, por supuesto, a los fondos individuales, pero con tanto o mayor motivo a los de empresa, que parecen ser los preferidos por el señor ministro. Si los primeros han ido reduciendo su importancia, los segundos han quedado en un puesto casi residual -vestigios de otras épocas- y localizados en grandes empresas, muchas de ellas provenientes del sector público, privatizadas. A veces se limitan solo a parte de la plantilla, la más antigua y con derechos consolidados, y se han excluido a partir de una cierta fecha para las nuevas contrataciones laborales. Parece irrefutable que los fondos de empleo resultan inaplicables para la mayoría de las corporaciones de este país, que son pequeñas o medianas.

De ahí que sea bastante incomprensible que se quiera incentivar precisamente los planes de empresa que se dan solo en las grandes sociedades o entidades públicas, en las que los trabajadores están mejor organizados en sindicatos, y tienen más fuerza para presionar y conseguir acuerdos encaminados a la constitución de planes de pensiones; por el contrario, la posibilidad de conseguir fondos de empleo será nula para la gran mayoría de asalariados, con relaciones laborales más precarias y en sectores y explotaciones más frágiles, donde apenas existen las organizaciones sindicales o, si existen, carecen de fuerza.

Ahora bien, el ministro ha tenido “una idea grandiosa”, nada más y nada menos que constituir un gigantesco fondo de promoción pública y de gestión privada cuyo objetivo es conseguir -ahí es nada- que los fondos de pensiones de empleo se extiendan por lo menos a la mitad de la población ocupada. El señor ministro debe ignorar, por lo visto, que, según las encuestas, el 60% de la población española carece de capacidad de ahorrar (no llega a final de mes) y otro 30%, si lo hace, es en una cuantía mínima, con la única intención de poder hacer frente a los imprevistos que pudieran surgir y sin que sirva, desde luego, como aportación significativa a un plan de pensiones.

La ensoñación adquiere dimensiones ciclópeas cuando se añade que se dirige a las pymes, autónomos y empleados públicos. Se pretende, según dicen, facilitar la adhesión y articulación de las pymes y de sus trabajadores mediante planes colectivos sectoriales y altamente digitalizados (la digitalización que no falte); las empresas y los trabajadores se darían de alta desde el móvil, por un sistema muy simple, supongo que será tan simple como la gestión del ingreso mínimo vital. En cuanto a los autónomos, ¿nos podría explicar el señor ministro cómo lo va a conseguir, si aún no se ha logrado que funcione correctamente el régimen especial de autónomos de la Seguridad Social?; ¿si no pueden pagar, según dicen, unas cotizaciones adecuadas para mantener las pensiones públicas cómo van a acometer las aventuras esotéricas que ahora quiere crear el señor Escrivá?

Con digitalización o sin digitalización, con móvil o sin móvil, en el caso de las pymes y en general en cualquier empresa las aportaciones van a recaer sobre los trabajadores y además obligatoriamente (no dejan de ser obligatorias porque lo hayan pactado los sindicatos). Resulta evidente que, aunque nominalmente se diga que una parte la soportará la empresa, lo cierto es que toda su cuantía (tanto la aportación del trabajador como la del empresario) va a ir en detrimento de los salarios, y no parece que estos, y especialmente en las pymes, estén para tales alegrías. Por otra parte, si lo que desea es subir las cotizaciones, hágase en el sistema público; bien es verdad que este no discrimina por empresas, pero esa es precisamente una de sus cualidades.

Lo que a menudo se olvida es que el fundamento y el sentido de la Seguridad Social radican precisamente en su carácter redistributivo y en la cobertura generalizada del riesgo de vejez. Es cierto que no nos movemos en un sistema por completo igualitario, y que las pensiones son diferentes en función de los años de cotización y de las bases sobre las que se ha cotizado; pero no es menos cierto también que no existe una proporcionalidad estricta entre cotización y prestación. Es este carácter universal y compensatorio, en el que se exige una caja única, lo que diferencia radicalmente el sistema público de los planes privados, y lo que impide que estos puedan constituirse en alternativa.

En cuanto a los empleados públicos, el señor Escrivá no es nada original. El disparate ya lo cometieron otros con anterioridad. Los sindicatos de la función pública firmaron un pacto con el último gobierno Aznar con el fin de que parte del incremento salarial que correspondía a los empleados públicos se abonase como aportación a un fondo de pensiones. Las cantidades eran ciertamente ridículas, pero se entiende mal el carácter de su obligatoriedad porque, aunque se hizo la pantomima de pedir aquiescencia al trabajador, la percepción de tal cantidad se encontraba condicionada a que fuese bajo la forma del fondo de pensiones. No había alternativa. La finalidad del Gobierno, y más concretamente del ministro de Hacienda, parecía estar bastante clara. Pretendía legitimar y publicitar los fondos privados. Tal vez lo mismo que ahora persigue Escrivá. ¿Pero cuál fue la motivación que impulsó a los sindicatos? Es difícil encontrar otra distinta que la del poder que les concede participar en su gestión. Esperemos que esta vez las organizaciones sindicales no se dejen deslumbrar por el oropel y hagan caso omiso de los cantos de sirena

Republica 20-11-2020



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