Siempre se ha dicho que no conviene legislar en caliente. Elaborar y aprobar leyes es una operación sumamente delicada que exige reflexión y sosiego. Es por eso por lo que se establecen para ello procedimientos cuidadosamente fijados y premiosos con distintas etapas, de manera que sea posible la mesura y la deliberación. No obstante, siempre ha habido excepciones. La primera es la ley de presupuestos, que cuenta con un procedimiento de tramitación especial y más rápido. De ahí que normalmente se haya visto con recelo introducir en ella prescripciones que nada tienen que ver con los presupuestos.
Pero precisamente por esa razón también todos los gobiernos han sentido la tentación de aprovechar su tramitación para dar salida a otros preceptos y normas que juzgaban urgentes. Tan es así que, con la intención de disimular y hacer el tema más presentable, se creó una nueva ley llamada de acompañamiento que siguiera los pasos de la de presupuestos, en la que introducir todos estos elementos espurios. Existen otras excepciones (pero tendrían que ser eso, excepciones) tales como el decreto ley cuya utilización está prevista solo en caso de extraordinaria y urgente necesidad o la tramitación por el procedimiento de urgencia de las leyes.
El problema surge cuando lo que debe ser una excepción, algo extraordinario, se convierte en la norma, que es lo que ha ocurrido con el Gobierno Frankenstein. Para dar salida a su diarrea legislativa ha llevado hasta el límite toda clase de procedimientos atípicos. Ha hecho habitual lo extraordinario. Sin comparación posible, ha usado mucho más que cualquier otro gobierno los decretos leyes. Y en las leyes que ha tramitado ha recurrido más de lo que sería deseable al procedimiento de urgencia.
Utiliza también “la proposición de ley”, tramitada por sus grupos parlamentarios, que acorta los trámites y los simplifica y que se suponía que son los apropiados para los grupos de la oposición, ya que no tiene demasiado sentido que los grupos que apoyan al Gobierno las presenten, como no sea para pisar el acelerador, evitar los debates y, sobre todo, los informes molestos de otros órganos institucionales, puesto que cuentan con que el Ejecutivo puede aprobar proyectos de leyes. El extremo de la corruptela se alcanza cuando, como ahora, se pretende modificar leyes básicas tales como el Código Penal, o las orgánicas del funcionamiento del Consejo General del Poder Judicial o del Tribunal Constitucional, mediante una simple enmienda a una ley exprés que ya de por sí tenía los defectos anteriores y que se resolverá en pocos días.
A Lope de Vega se le atribuye aquello de que “muchas obras en horas veinticuatro pasaron de las musas al teatro”. Pedro Sánchez podría afirmar que muchas leyes en pocos días han pasado del Diario del Congreso al Boletín Oficial del Estado. El Gobierno Frankenstein no es que legisle en caliente es que se quema y abrasa la democracia.
Recientemente ha dado un paso más deslizándose de legislar en caliente a legislar a la carta, es decir, según los intereses y conveniencias de algunos políticos. Es lo que ha llamado el ingenioso Rufián “operación quirúrgica” (aislar lo que interesa), en otras palabras, leyes elaboradas únicamente con la finalidad de beneficiar a determinados delincuentes. Se las podría denominar “leyes de autor”, hechas a la medida. Por si no bastara con la eliminación del delito de sedición, ahora se rebajan las penas de la malversación para reducir la inhabilitación que pesa sobre los golpistas catalanes y de este modo puedan presentarse próximamente a las elecciones.
Para esta operación quirúrgica se sacan de la manga una distinción que no tiene sentido: los que roban para sí con “ánimo de apropiárselo”, como dice la enmienda de Rufián, o aquellos que roban para la causa, por otros motivos, para otras finalidades. Diferencian entre que haya enriquecimiento personal y que no lo haya, calificando de mayor gravedad la primera forma de malversación que la segunda. Creo que más bien debería ser al contrario, porque en el caso del enriquecimiento propio el daño queda solo reducido al desfalco que se produce a la Hacienda Pública; en el segundo caso, al menoscabo en el erario público se añade otro perjuicio, el que normalmente se deriva de la finalidad a la que va dirigida la cantidad hurtada al Fisco.
En la financiación ilegal de un partido político o en la creación de una red clientelar se rompen las reglas del juego democrático dando ventajas a una formación política sobre las demás. Y no digamos el perjuicio que se produce cuando se trata de financiar un golpe de Estado o las operaciones orientadas a fracturar una nación, o robar a todos los ciudadanos la soberanía que les corresponde sobre una porción de España.
Por otra parte, ¿qué entendemos por beneficio propio? En toda malversación, de un modo o de otro, lo hay. El dinero que se roba para el partido o para la causa termina repercutiendo en provecho de uno mismo, al menos en cargos o prebendas. Además, ¿dónde se encuentra el límite?, ¿se incluyen los hijos la pareja, otros familiares, los amigos….?
Como de costumbre, el Gobierno juega con las palabras. En los días previos todos los ministros han salido a repetir la consigna. Ni este Gobierno ni este partido tomarán nunca una medida que favorezca la corrupción. El equívoco perseguido es que nos dirán después que si no hay enriquecimiento propio no se puede hablar de corrupción, cuando esta sobrepasa con mucho no solo todo el espectro de la malversación, sino que alcanza a otras muchas actuaciones como conseguir un cargo o un puesto de trabajo para el hijo o para la pareja.
El Gobierno, al mismo tiempo, lanza una cortina de humo para tapar la desvergüenza que va a cometer al reducir las penas de los malversadores: ha registrado una enmienda a la ley creando un nuevo delito que ha denominado de “enriquecimiento ilícito” con el que se, según afirma, intenta intensificar la lucha contra la corrupción. Se castigará con penas de seis meses a tres años a los cargos públicos cuyo patrimonio se haya incrementado en 250.000 euros y no puedan justificarlo.
La enmienda es claramente una operación de distracción, y a la vez una demostración de ignorancia, puesto que el delito que se propone ya existe. Y no solo para los cargos públicos sino para todos los contribuyentes, y con condiciones más duras. El delito fiscal castiga de 1 a 6 años de prisión a aquellos contribuyentes que defrauden más de 120.000 euros y hay que tener en cuenta que los incrementos no justificados de patrimonio se consideran defraudación.
También por una simple enmienda a esta ley exprés el Gobierno quiere cambiar las reglas del juego o, lo que es lo mismo, las mayorías con las que se tiene que elegir a los miembros de los órganos constitucionales. Pretende justificarse con una idea que repite hasta la saciedad y que espera que como lluvia fina penetre en los ciudadanos: “la oposición tiene bloqueada la renovación del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional”. La realidad es precisamente la contraria, es el sanchismo el que las bloquea, ya que su planteamiento es de este tenor: “si no aceptáis los nombres que yo propongo, no hay acuerdo, rompo la baraja y además os acuso de bloquear la negociación”.
Precisamente la fijación de una mayoría cualificada tiene como objetivo que ninguna formación política o tendencia pueda designar por sí misma y en solitario a un consejero. Se supone que al establecer la exigencia de los tres quintos de los votos, los elegidos tendrán que ser de consenso y no representar la prolongación de ningún partido. Serán de todos porque no serán de ninguno.
Ciertamente se puede dar una corruptela que es la que ha imperado en el pasado en casi todas las etapas, y que el PSOE quiere mantener, el reparto de cromos entre los dos partidos mayoritarios. Tú nombras a unos y yo nombro a otros. Tú apoyas a los míos y yo a los tuyos. El resultado es que los elegidos para estos órganos, lejos de ser personas de consenso y, en cierto modo, independientes, se convierten en correas de transmisión de los partidos que les han nombrado. Y de este modo son los políticos los que controlan los órganos constitucionales (ver mi artículo titulado “Cumplir la Constitución” del 10-11-22 y publicado en este mismo diario).
Sánchez va a por todas. Ya lo dijo cuando las encuestas comenzaron a darle la espalda. Quiere controlar el Consejo General de Poder Judicial y el Tribunal Constitucional del mismo modo que ya controla, gracias a la impericia de Pablo Casado, el Tribunal de Cuentas. Está dispuesto a todo para que los nombres que propone sean aceptados, y en ese todo se incluye cambios legislativos de la forma más bochornosa, empleando todo tipo de abusos y corruptelas.
Son muchos los que mantienen que todas estas actuaciones y cesiones están ocasionadas por la necesidad de aprobar los presupuestos. Disiento. La aprobación de los presupuestos no era imprescindible para terminar la legislatura. Se puede gobernar perfectamente con unos prorrogados. Sánchez va mucho más lejos. Se trata de asegurar la coalición contra natura (Gobierno Frankenstein) de cara una nueva legislatura, pues sabe que es la única forma de mantenerse en la Moncloa. Ha comenzado hace tiempo el desarme del Estado, pero este cambio por la puerta de atrás de la Constitución y el derribo de los fundamentos del Estado pretende culminarlos en los próximos cuatro años.