Desde Europa contemplan con prevención la deriva populista que está experimentando nuestro sistema político, hasta el punto de preguntarse si España no es un Estado fallido. El francés Benoît Pellistrandi, miembro de la Real Academia de la Historia, subía a la web del centro de estudios Telos un artículo titulado ¿España fracasada? A su vez, el diario suizo Neue Zurcher Zeitung ha publicado una tribuna de Friedrich Leopold Sell, catedrático de Economía en la Universidad Bundeswehr de Munich, con el siguiente título: ¿Es España un Estado fallido y cómo deberá tratar la UE a este miembro?
No ignoro que posiblemente estos artículos no sean del todo inocentes, y que estén ligados al rechazo que en ciertos sectores de Europa experimentan ante cualquier mecanismo, por pequeño que sea, que implique mutualización de riesgos y pérdidas. Especialmente en la tribuna del economista alemán aparecen sus reparos ya en el mismo título al preguntarse cómo debería tratar Europa a España.
Dejando al margen segundas intenciones, es evidente que no deberíamos echar en saco roto mensajes como estos; muy al contrario, tendrían que hacer saltar todas nuestras alarmas. Solo el hecho de que se puedan plantear tales preguntas nos debería llenar de zozobra. No creo que España sea un Estado fallido, pero sí que estamos en presencia de un gobierno fallido y existe el peligro cierto de que su deformidad e insolvencia terminen contagiando a todo el Estado.
No se puede pedir a los que examinan un país desde el extranjero que su análisis sea extremadamente fino. Lo normal es que se limiten a narrar un catálogo de hechos y características sin ordenar ni jerarquizar y, sobre todo, sin designar cuáles de ellos son la causa y cuáles los efectos. Esto ocurre con los artículos citados, en los que se mezclan elementos de muy distinta relevancia. No obstante, ambos señalan un hecho que, a mi entender, está en el origen de todo.
El economista alemán pone en el punto de mira al Gobierno secesionista catalán, que se encuentra en rebeldía permanente frente al Estado español, siendo ello posible por la pasividad, si no complicidad, del Gobierno de Pedro Sánchez, que precisa de los independentistas para mantenerse en el poder. A su vez, Pellistrandi señala también a los separatistas catalanes y los considera la clave fundamental de la estabilidad parlamentaria del gobierno central. Incluso, el profesor francés apunta a la victoria simbólica que obtuvieron vetando la presencia del rey en Barcelona.
Es en esta realidad donde se encuentra la causa de todos los otros hechos que pueden dar a entender que España es un Estado fallido. La existencia de un gobierno nombrado y mantenido por un conglomerado heterogéneo de fuerzas políticas, muchas de ellas dispuestas a conspirar contra España y que desearían precisamente que fuera un Estado fallido. No son solo los golpistas catalanes, sino también los independentistas vascos, tanto el PNV como Bildu, y el resto de nacionalistas y regionalistas de todos los pelajes y territorios. Un gobierno así, denominado por su anormalidad Frankenstein, es posible que no pueda por una parte garantizar plenamente la cohesión territorial y por otra gobernar eficazmente. Es un gobierno hecho para la representación.
Entre los elementos que la doctrina predica de un Estado fallido se encuentra en primer lugar la pérdida del control físico del territorio o de una parte del mismo. Resulta incuestionable que este Gobierno ha renunciado a que el Estado con el conjunto de sus atribuciones esté presente en todo el territorio nacional. Por supuesto en Cataluña, donde el Gobern campa a sus anchas sin que el Ejecutivo central se muestre capaz de ponerle limitaciones. Al contrario, son más bien los partidos golpistas los que imponen condiciones y coartan la actuación de este, tal como ocurrió recientemente en el veto que, con el argumento de que no había que crear tensiones, el Gobierno de España puso a la presencia del rey en Cataluña. Pero no solo es Cataluña. Son múltiples los hechos que muestran con demasiada frecuencia que el Estado tiene dificultades para estar presente también en País Vasco y Navarra.
Si el Estado no está totalmente ausente en Cataluña es gracias a la justicia. Es el último residuo estatal que permanece de forma plena. Es por eso por lo que esta institución se ha convertido en el centro de los ataques de los independentistas catalanes, y por extensión esta animadversión se ha trasladado a todo el bloque de la investidura. El Gobierno ha iniciado una ofensiva en toda regla para politizar la justicia. Primero fue la Abogacía del Estado, más tarde la Fiscalía, después el propósito confesado de modificar los delitos de sedición y rebeldía en el Código Penal, rebajando las penas, a efectos de beneficiar a los condenados por la declaración unilateral de independencia en Cataluña, y por último -y más grave- su pretensión de cambiar el porcentaje necesario para que el Senado y el Congreso designen a los miembros del Consejo General del Poder Judicial.
La Constitución, en su artículo 122.3, determina la composición del Consejo que estará integrado por veinte vocales, divididos en dos grupos, uno primero de ocho miembros elegidos por las Cortes, cuatro por cada una de las cámaras, y con una mayoría de 3/5. Los doce restantes se designarán entre jueces dejando la forma de elección a la determinación de una ley orgánica. Parece claro que los redactores de la Constitución no contemplaban que este segundo grupo fuese elegido también por el Congreso y el Senado; pero tampoco caben demasiadas dudas de que, de haber entrado entre sus perspectivas esta opción, habrían establecido el mismo porcentaje de los 3/5.
La primera ley orgánica se aprobó en 1980 y prescribía que esos doce vocales fuesen elegidos por todos los jueces y magistrados en servicio activo. En 1985 el partido socialista, con el argumento de que este procedimiento de designación era corporativista, elaboró una nueva ley orgánica disponiendo que fuesen el Congreso y el Senado los que los eligiesen y mediante la misma mayoría que la Constitución establecía para el otro grupo. Era impensable un porcentaje distinto.
Esta modificación, a pesar de los defectos que presentaba la ley orgánica de 1980, significó un paso atrás en la independencia del Consejo General del Poder Judicial, al establecer que todos sus vocales sean elegidos por el legislativo. Bien es verdad que el porcentaje de 3/5 de las respectivas cámaras garantiza un cierto consenso en la designación entre las fuerzas políticas e impide que la elección se escore hacia un partido o hacia una determinada corriente política, como sin duda puede ocurrir con un porcentaje más pequeño. Fue precisamente en esta prescripción de los 3/5 en la que se basó el Tribunal Constitucional para declarar constitucional la medida.
El procedimiento, no obstante, se fue adulterando por la mala práctica de los partidos mayoritarios, PSOE y PP (y en ocasiones con la complicidad de PNV y CiU), que, en lugar de buscar vocales de consenso, se repartían los puestos colocando cada uno de ellos a aquellos miembros más afines a sus respectivos planteamientos. Desde diversos sectores, se ha escuchado siempre el clamor de que se modificase esta ley orgánica, pero para conseguir una mayor independencia de los jueces y no precisamente para todo lo contrario.
La propuesta planteada en estos momentos por Sánchez supondría dar un golpe de muerte a la independencia judicial y acercarnos en la manera de actuar a las repúblicas bananeras. Transformar los 3/5 actuales en simple mayoría absoluta (la mitad más uno) de las cámaras propiciaría el sectarismo de los vocales elegidos, al ser designados por una sola fuerza, o por una posible alianza de la misma onda ideológica. Sería difícil encontrar en el Consejo General del Poder Judicial algún vocal con un mínimo de independencia.
En realidad, Sánchez y sus apéndices lo saben y saben la indignación que la propuesta ha producido en las instituciones, por eso han huido de presentar un proyecto de ley elaborado por el Gobierno, que habría necesitado, entre otros, informe del Consejo de Estado y del propio Consejo General del Poder Judicial. Informes que ciertamente no son vinculantes, pero que provocarían el bochorno de que el proyecto fuese fuertemente criticado y descalificado. En su lugar, han escogido el procedimiento de que los grupos parlamentarios de Podemos y del PSOE presentasen una proposición de ley, que tiene trámites más rápidos y no precisa de ningún informe.
Si bien una modificación en la línea que plantea Sánchez supondría en todo los casos desarbolar la autonomía del Consejo General del Poder Judicial, adquiere mucha mayor gravedad en los momentos actuales por los acompañantes que el presidente del Gobierno va a necesitar para aprobar la ley orgánica y para nombrar a los doce vocales del Consejo después. Van a ser los mismos que no creen en el Estado de derecho, que han dado un golpe de Estado y que no se recatan en decir que están dispuestos a repetirlo. Son los que con frecuencia arremeten contra los jueces y, en ocasiones, llegan a amenazarlos por el simple hecho de no estar de acuerdo con sus planteamientos o porque les aplican la ley. Son los que proclaman que hay presos políticos y que atacan en Europa al Estado español y afirman, paradójicamente, que la justicia no es independiente. Es posible que piensen que con la nueva ley los jueces serían mucho más independientes, porque los nombrarían ellos o sus compañeros de viaje. Si se llegase a aprobar esta proposición de ley, entonces sí que tendríamos que aseverar que nos acercamos peligrosamente a ser un Estado fallido.
El presidente del Gobierno, con la intención de justificar la modificación planteada, repite que se trata de nombrar a los vocales del órgano de dirección de los jueces, no a los jueces mismos. Pero dada la trayectoria de este Gobierno, se puede esperar todo. No nos engañemos, siempre puede darse un paso más. El acuerdo de PSOE-Podemos establecido al principio de la legislatura dedica un párrafo a lo que llaman modernización del acceso a la carrera judicial. “Crear nuevos mecanismos de acceso a la carrera judicial que garanticen la igualdad de oportunidades con independencia del sexo y de la situación económica de los aspirantes”. En principio parece algo inocente, pero se convierte en explosivo cuando se relaciona ahora con la ofensiva iniciada por el Gobierno contra los tribunales.
Debemos alarmarnos cuando se intuye que lo que se pretende es modificar el sistema actual; y es que no hay procedimiento más objetivo y menos discrecional que el sistema de oposiciones para garantizar el mérito y la capacidad, no solo de los jueces, sino de todos los funcionarios públicos. Si se trata de “garantizar la igualdad de oportunidades en cuanto al sexo y la igualdad económica”, que es la excusa que ponen los firmantes del acuerdo, pocos sistemas lo cumplen mejor que el de oposiciones. Ha sido uno de los mecanismos más eficaces de movilidad social, permitiendo el acceso a puestos socialmente elevados a personas de extracción humilde. Y en cuanto al género, actualmente ingresan más mujeres que hombres en la función pública. En la Administración no ha sido necesario establecer ninguna regla de paridad para que el número de puestos de relevancia ocupados por mujeres sea mayor, o al menos igual, que los que mantienen los hombres.
Si es importante defender el sistema de oposiciones en el acceso general a la función pública, se hace imprescindible cuando de lo que se trata es de la carrera judicial. Garantizar la objetividad y desechar toda posibilidad de discrecionalidad en la incorporación de jueces y fiscales constituye una condición indispensable para poder hablar de Estado de derecho. Pero, precisamente por eso, la tentación de intervenir por parte del poder político es más fuerte. Se trata de un control desde el origen, asegurándose la ideología y las preferencias políticas de los aspirantes. Para lograr ese objetivo se precisa establecer sistemas de selección con un fuerte componente de discrecionalidad, cuando no de arbitrariedad, permitiendo mayores grados de libertad a los seleccionadores.
republica.com 23-10-2020