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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

LA MALDICIÓN DE LA OBRA PÚBLICA

HACIENDA PÚBLICA Posted on Dom, julio 22, 2018 19:50:00

Durante el mes de junio, la prensa se ha hecho eco de dos informes que, aunque diferentes, tienen un punto en común, el despilfarro en la obra pública. El primero ha sido elaborado por la Asociación española de geógrafos y estudia el grado de ineficacia en el que han incurrido las distintas administraciones públicas en las obras acometidas en las dos últimas décadas. Como es lógico, su contenido se limita a nuestro país, pero se extiende a casi todos los tipos de inversión pública. El segundo está elaborado por los auditores del Tribunal de Cuentas europeo y se orienta exclusivamente a analizar la inversión realizada en el tren de alta velocidad (AVE) desde el año 2000, pero se centra en seis países miembros: Francia, España, Italia, Alemania, Portugal y Austria. Es curioso observar cómo tituló la prensa la presentación de este último informe, ya que parecía que iba referido únicamente a España y era a nuestro país al que se dedicaban todos los reproches y las críticas. Bien es verdad que nos correspondía una cuota importante de ellos, porque éramos los que más habíamos invertido en este medio de transporte y más recursos habíamos obtenido de la Unión Europea para este fin.

Ambos informes ofrecen aspectos interesantes acerca del despilfarro que rodea la obra pública. Los datos y los casos concretos que citan pueden ser esclarecedores y significativos, pero en un artículo, debido a su reducida dimensión, es obligado abstraerse de ellos y centrarse más en las causas y en conocer si las decisiones políticas han sido las correctas e incluso en qué medida las circunstancias las han condicionado.

Cuando hablamos de despilfarro automáticamente pensamos en la corrupción. Sin duda, se trata de la forma más inmediata y más radical en la que se muestra el derroche de los recursos públicos, pero no es la única, ni quizás la más importante desde el punto de vista cuantitativo y económico (otra cosa será desde el ético). Por corrupción se entiende habitualmente una actuación ilegal adoptada conscientemente en contra del patrimonio del Estado y en la mayoría de los casos persiguiendo el beneficio propio o de terceros por los que se tiene interés y a los que se pretende beneficiar. Suele girar alrededor de la apropiación indebida o del tráfico de influencias.

Toda corrupción se traduce de una u otra forma en despilfarro, en un mal uso de medios públicos bien mediante una apropiación directa, bien de manera indirecta a través de la contratación pública, quizás la más generalizada y la que está contemplada en los dos informes que comentamos. Es verdad que aparentemente son los recursos de una empresa (no los públicos) los que retribuyen directamente al corrupto, pero esta comisión siempre es el precio de algo, que puede ser una adjudicación a favor de quien no la merece, lo que irá en detrimento de la calidad de la obra, o bien la admisión de un sobrecoste injustificado de lo inicialmente previsto, que redundará como es lógico en un perjuicio al erario público. Es a través de los procesos penales como nos enteramos de este tipo de despilfarros y también de cómo podemos cuantificarlos, conscientes siempre de que es muy posible que los asuntos y las cantidades conocidas representen solo una pequeña parte de la real.

Tal como ya se ha dicho, hay otras formas de dilapidación de recursos en las obras públicas que en principio no tienen por qué entrañar corrupción, sino mala administración y una deficiente gestión. El primer capítulo es el sobrecoste ya citado que si en algunos casos puede derivarse de prácticas corruptas, en otras ocasiones puede tener diferente origen. Ambos informes se centran mucho en esta clase de malversación, motivados quizá porque resulta fácil de detectar y, por lo tanto, de cuantificar. Solo se precisa comparar el precio al que la obra ha sido adjudicada con el que finalmente resulta de la liquidación.

Los datos pueden resultar escandalosos, por ejemplo, la desviación en la línea de alta velocidad Madrid-Barcelona que presenta un sobrecoste del 38,55% y que, en algunas fases, como en los accesos a Barcelona, alcanza el 230%. Si bien el record se encuentra en la línea Sttutgart-Munich donde la desviación alcanzó el 622%. Hay que apresurarse a señalar, sin embargo, que hay desviaciones que pueden estar plenamente justificadas y que en estos casos no se puede hablar de malversación, dispendio o falta de eficacia. Puede ocurrir -y de hecho ocurre- que a lo largo de la obra surjan variables no previstas y que estaban ocultas a la hora de elaborar el proyecto y en consecuencia hacen imprescindible el cambio. Son los consabidos modificados. Es más, será difícil que una obra se termine liquidando sin desviaciones.

A menudo aquellos que desconocen el sistema de contratación administrativa tienen la tentación de considerar corrupción, o al menos mala administración, a todo sobrecoste que aparece en la obra pública. Ello tiende a confundir las cosas en un totum revolutum y puede colaborar a que se termine descalificando cualquier estudio sobre la ineficacia de la actuación inversora de la Administración. Caso similar se produce cuando un ministro de Fomento, con desconocimiento total de cómo funciona el presupuesto y el proceso de contratación administrativa, se escandaliza y critica fuertemente al Gobierno anterior porque en 2017 los créditos de inversiones de su departamento solo se ejecutaron en un 70%. Lo cierto es que resulta totalmente imposible una ejecución al 100%. porque pocas obras tienen una duración inferior al año, y el crédito debe estar retenido desde el inicio de la obra. Una ejecución al 70% es algo totalmente normal. Espero que no retornemos a los tiempos de antaño en los que las autoridades de ese ministerio colocaban como objetivo central incrementar como fuese el porcentaje de ejecución de los créditos, incluso empleando mecanismos ilegales como anticipar recursos a las empresas por acopio de materiales que en realidad no habían existido.

Si bien es cierto que cualquier modificado no puede considerarse sin más un despilfarro, no es menos cierto que los sobrecostes constituyen un indicio de la posible existencia de una corruptela o al menos de una mala gestión. La inversión pública, a pesar de llamarse pública, está realizada casi en su totalidad por empresas privadas interesadas en que la obra se liquide con el precio más elevado posible sobre el de adjudicación. Tienden por tanto a propiciar los modificados. Si los responsables administrativos y políticos entran en cierta complicidad con las empresas adjudicatarias o por negligencia y apatía no realizan los controles adecuados, se pueden producir desviaciones no justificadas con el consiguiente perjuicio al erario público. El hecho es tanto más probable cuanto se contratan con terceros también los proyectos (que a menudo se elaboran con importantes deficiencias) y hasta la dirección de obra. Y aún más aumenta el riesgo cuando no se controla adecuadamente la ausencia de intereses comunes entre las empresas que elaboran el proyecto y asumen la dirección de obra y la encargada de realizarla. La capacidad de presión de las grandes constructoras es notable y encuentran siempre mecanismos para inflar los precios.

El despilfarro de recursos públicos se produce también por una mala planificación o por graves errores de cálculo que conducen a acometer inversiones innecesarias, poco viables o no suficientemente ordenadas. El informe del Tribunal de Cuentas señala como uno de los defectos más graves del trazado del AVE a nivel europeo la falta de coordinación de los países miembros y la incapacidad de las autoridades europeas para imponer una pauta coherente a los Estados, que han actuado cada uno según su criterio, en la mayoría de los casos motivados por la rentabilidad política y electoral cortoplacista. «Se ha construido un mosaico ineficiente de líneas nacionales mal conectadas», lamenta Oskar Herics, miembro del Tribunal de Cuentas europeo y responsable del informe.

En el caso de España, el informe de los geógrafos confirma algo que ya sabíamos: la existencia de múltiples inversiones que nunca se deberían haber realizado. Tramos del AVE desechados, líneas con un rendimiento totalmente ruinoso, aeropuertos que no han entrado ni entrarán en funcionamiento, otros infrautilizados, desaladoras paradas ya que el precio al que se obtiene el agua es absolutamente prohibitivo, autopistas en las que se ha duplicado el recorrido y han terminado quebradas, etc. En muchos de estos casos, el hecho de haberse acometido la obra mediante concesiones y asociaciones público-privadas con condiciones muy ventajosas para la iniciativa privada hace que las pérdidas recaigan fundamentalmente sobre el erario público.

En último lugar, debemos referirnos a la forma de dispendio de los recursos públicos más difícil de delimitar y de cuantificar, ya que en buena medida puede estar sometida a juicios de valor y a una pluralidad en las opiniones. Se trata de aquellas inversiones que obedecen a una mala elección en el destino de los recursos públicos, cuando una aplicación alternativa hubiese proporcionado una mayor utilidad y eficacia. Con muchísima frecuencia, las decisiones se han adoptado sin criterios económicos y en ausencia de cualquier cálculo acerca del coste de oportunidad, guiadas únicamente por objetivos políticos y electorales.

En nuestro país la existencia de las Comunidades Autónomas ha conducido a una pugna entre ellas y con el Estado, de manera que la decisión sobre inversiones se tomaba no porque fuese la más lógica y eficaz, sino por la mayor o menor presión que pudiesen realizar las respectivas Comunidades. Caso típico y evidente es el que se ha producido con el AVE. Su trazado está muy lejos de haber obedecido a un criterio de oportunidad, más bien se ha debido a las exigencias de la diversas Autonomías. Todas querían su AVE y que además terminase pasando por todas sus provincias. Tal como cita el mismo informe de los geógrafos, si se accede a la página web de Marca España se puede leer como titular del apartado de infraestructuras: “El país de la alta velocidad” (Marca España, 2017).

Ciertamente, nuestro país se ha colocado a la cabeza de Europa en cuanto a líneas de alta velocidad se refiere. A tal objetivo se han destinado ingentes fondos públicos. Pero hay que preguntarse si las opciones tomadas son las más adecuadas. Resulta evidente que se precisaba modernizar las estructuras ferroviarias, pero ¿de verdad se precisaba AVE en todos los recorridos? ¿No hubiese sido suficiente en muchos de ellos con tendidos de velocidad media? Tal vez con menos recursos se podría haber abarcado un mayor número de líneas.

Pero en el tema de las obras públicas hay una pregunta más radical: ¿No nos hemos pasado en la asignación de recursos a las infraestructuras en detrimento de los capítulos dedicados a otros cometidos, especialmente a aquellos de contenido social, los que componen la economía del bienestar? Frente a la cuantía cada vez más reducida de las pensiones, ante una menor cobertura del seguro de desempleo que condena a un número elevado de hogares a carecer de cualquier ingreso, ante las carencias en la sanidad pública o en la educación o la indigencia en la administración de justicia, presentamos un nivel en equipamiento y en infraestructuras que llega a ser la envidia de muchos países con ingresos mucho más elevados que el nuestro. Desde el AVE a los equipamientos de los pueblos más pequeños todas las administraciones públicas han dedicado cuantiosos recursos a la obra pública.

¿Cuál es la razon de este comportamiento posiblemente tan anómalo? La respuesta quizás la encontremos una vez más en nuestra pertenencia a la Unión Europea. Es de sobra conocido que la Unión Monetaria se constituyó sin los mecanismos redistributivos adecuados, como indica de forma clara que el presupuesto comunitario apenas alcance el 1,2% del PIB comunitario. Los únicos instrumentos de compensación eran los llamados fondos. En España se ha creado un auténtico mantra alrededor de la enorme cantidad de recursos que se han recibido de Europa. Tal mito se ha mantenido a base de una política inteligente de la UE que obligaba a publicitar la marca “Europa” en toda obra o actividad financiada, aunque fuese parcialmente, por dichos fondos, y a una propaganda interior empeñada en cantar las excelencias de la UE y de lo mucho que nos estábamos aprovechando de nuestra pertenencia a ella. Nadie, por el contrario, se ha preocupado de explicarnos que buena parte de esos recursos habían salido antes de España. Los recursos de la UE no caen del cielo, sino de la contribución de todos los Estados miembros, entre los que se encuentra España.

Los fondos, además, eran ayudas finalistas que debían ser invertidas en determinados objetivos, principalmente infraestructuras, forzando a los Estados miembros a dedicar una parte de sus presupuestos a dichas finalidades, no solo por la contribución realizada a la UE, sino también por la parte de la inversión o actividad que debía cofinanciar la hacienda pública estatal, incluido el sobrecoste que se pudiese producir en la obra pública. La finalidad de no perder los fondos, unida a la creencia un tanto ingenua de que eran gratuitos, ha hecho que muchas administraciones se lanzasen a acometer obras no demasiado acertadas. Ello puede ser una explicación del enorme desarrollo que han experimentado las infraestructuras, algunas de ellas sin justificación, en detrimento de los gastos de protección social.

Ante esta perspectiva, no parece lo más acertado que lo primero que anuncie el nuevo ministro de Fomento sea su intención de eliminar los peajes de un número importante de autopistas, según vayan terminando las concesiones. Seguro que hay otros muchos objetivos bastante más perentorios en los que emplear los recursos públicos. Claro que, a lo mejor, de lo que se trata es de premiar al secesionismo catalán por haber dado un golpe de Estado o, más bien, por haber llevado a la Moncloa a Pedro Sánchez.

republica.com 19-7-2018



DEVOLVER LA NORMALIDAD A CATALUÑA

CATALUÑA Posted on Lun, julio 16, 2018 09:38:42

Si hay algo que repiten continuamente todos los integrantes del equipo de Sánchez es que hay que devolver la normalidad a Cataluña. No diría yo que la normalidad haya sido precisamente la característica más habitual de esta Comunidad. Es más, el nacionalismo odia la normalidad. No quiere que Cataluña este dentro de la norma, una región más. Ansía que sea especial. Reclama su especificidad, es decir, sus hechos diferenciales que, como es lógico, piensan que son mejores que los hechos diferenciales del resto de las regiones, porque si no ¿para qué se van a demandar con tanto ahínco? Pero, en fin, dentro de esa campaña publicitaria en la que, desde el primer día, Pedro Sánchez ha convertido a su Gobierno, se encuentra el eslogan de la normalización.

La cuestión consiste en saber qué se entiende por normalización, y si no existe el peligro de que, al intentar que en Cataluña reine la normalidad, se termine por imponer la anormalidad dentro de toda España. Desde luego, no es normal que el presidente de una Comunidad Autónoma comparezca para poner verde al jefe del Estado, afirme que rompe todo tipo de relaciones con la Corona y manifieste que ni él ni sus ministros van a acudir a ningún acto al que asista el Rey y, viceversa, no le invitarán a los actos que convoque la Generalitat. Es más, anómalo es que el mismo presidente de la Generalitat participe en las manifestaciones callejeras en contra del jefe del Estado, algaradas que, por otra parte, él mismo había convocado.

Pero tampoco parece muy normal que el presidente del Gobierno de España se llame andana, no respalde al jefe del Estado y haya mantenido al mismo tiempo el encuentro previsto con el presidente de la Generalitat. Está muy bien ser republicano, aún más, yo diría que es lo único razonable, pero mientras el Rey sea el jefe del Estado las injurias contra él son también contra todos los españoles. En buena medida, los golpistas han establecido su estrategia en presentar su actuación no como una rebelión contra el Estado, sino como un enfrentamiento con un gobierno de derechas de ideología franquista. Tras la moción de censura, esta tergiversación ya no es posible de mantener. De ahí que ahora pretendan sustituirla por un desafío a la Corona, aun cuando saben perfectamente que se trata de una monarquía constitucional en la que el Rey no ejerce ninguna competencia. Crean así una situación ambigua, en las que ellos son maestros, que les permite mantener la calumnia y los exabruptos contra España centrándolos en el Rey y dejar así al margen a Pedro Sánchez, como si la guerra no fuese con él de manera que puedan obtener cesiones y ventajas en una posible negociación y presentarse como demócratas en el ámbito internacional. Lo grave es que el hoy presidente del Gobierno admita este doble juego y asuma el papel de niño bueno, dispuesto a pasar por alto todo tipo de ofensas a las instituciones españolas.

Parece también anómalo que en un acto en EE. UU el presidente de una región española insulte gravemente al Estado español., desacreditándolo, tachándolo de Estado antidemocrático en el que no se respetan los derechos fundamentales y en el que existen presos políticos. Lo que sin duda sí fue normal fue la contestación del embajador español, desmintiendo los exabruptos de Torra. No solo anómalas, sino ridículas resultaron por extemporáneas la espantada del presidente de la Generalitat y las intervenciones de los parlamentarios secesionistas pidiendo el cese de Morenés y la comparecencia en el Congreso del ministro de Exteriores. Y algo parecido se podría afirmar de las manifestaciones posteriores de Sánchez caracterizadas por la falta de firmeza, eludiendo dar su apoyo al embajador y limitándose a declarar que, como tantas veces había afirmado, no creía que en España hubiera presos políticos. ¡Para chasco! Solo faltaba que el presidente del Gobierno afirmase que los hay. ¿Qué importa que Borrell dé instrucciones a los embajadores sobre el discurso con el que deben responder a los independentistas si el presidente del Gobierno no es capaz de mantenerlo y permite la ambigüedad?

A pesar de que Sánchez nos quiere hacer creer que la anormalidad en Cataluña proviene de que Rajoy no ha sabido dar una solución política al conflicto mediante un diálogo con la Generalitat, lo cierto es que su origen se encuentra exclusivamente en que las autoridades de una Comunidad Autónoma, valiéndose de los instrumentos de poder que le otorgan la Constitución y el Estatuto y la complicidad de ciertos empresarios, medios de comunicación y asociaciones civiles, han dado un golpe de Estado en toda regla. Golpe de Estado que, si bien por el momento ha fracasado, está lejos de estar totalmente desactivado, lo que se nos olvida con frecuencia. Cierta normalidad se estableció cuando, por una parte, actuó la justicia y, por otra, se implantó el artículo 155 de la Constitución, pero normalidad parcial y muy limitada en el tiempo, como parcial y efímera ha sido la aplicación del citado precepto, tal como impuso el PSOE de Pedro Sánchez al Gobierno de entonces.

A pesar de que en un principio parecía que los independentistas desistían de sus intenciones, muy pronto se vio que no y muchas son las muestras de que no se han movido un ápice de su postura y de que continúan desafiando al Estado. Es mas cada día se encuentran más crecidos. Simplemente esperan mejor ocasión para volver a repetir el golpe. Por eso resulta bastante anómalo que desde el Estado se les vuelva a otorgar el control de la Generalitat. Es cierto que las fuerzas secesionistas ganaron en escaños las elecciones (esas elecciones que se debían haber convocado mucho más tarde), pero eso les da derecho a regir la Comunidad Autónoma, no a continuar con los planteamientos y las actuaciones anteriores y que habían motivado la aplicación del artículo 155.

Pero lo que en realidad ha instalado de forma muy alarmante la anormalidad en Cataluña e incluso en toda España es el funanbulismo y la pirueta practicada por Pedro Sánchez que, de estar en el bando de los que ellos mismos se habían denominado partidos constitucionalistas, en un día cambia de trinchera y pacta con todos los que defienden el derecho de autodeterminación, y en una semana pasa de estar considerando la posibilidad de aplicar de nuevo el art 155, a ser elegido presidente del Gobierno gracias a los votos de los que pretenden romper el Estado. ¿Dónde está ahora todo ese PSOE que prohibía a Sánchez llegar al poder con el apoyo de los secesionistas? ¿Dónde están todos aquellos periodistas y tertulianos que juraban y perjuraban que Pedro Sánchez nunca aceptaría eso?

Quizás no nos damos realmente cuenta de la transcendencia de lo ocurrido en la moción de censura y de la grave situación de anormalidad que a partir de ese día se originó tanto en Cataluña como en el resto de España. La cuestión no radica en que Sánchez no fuese nombrado presidente por el voto de los ciudadanos. En España, de acuerdo con la Constitución, el presidente del Gobierno nunca es elegido por los ciudadanos, sino por los diputados. El problema se encuentra en que ha llegado a la presidencia con los votos de los diputados representantes de los golpistas y, es más, necesitará esos mismos votos (tal como se aprecia ya en el nombramiento de los consejeros y del presidente de RTVE) para todos y cada uno de los acuerdos que pretenda sacar del Parlamento. Sánchez ha dinamitado la frágil unión establecida en el bloque constitucional, y se ha convertido en rehén de los secesionistas.

En estas circunstancias el diálogo y la negociación que pretende implantar Pedro Sánchez con los golpistas no van a contribuir a la normalidad, sino todo lo contrario. Diálogo no es lo mismo que negociación. Dialogar se puede dialogar de todo. La negociación implica un “do ut des”, partida y contrapartida. No todo es negociable. Es más, me temo que en estos momentos en Cataluña hay muy poco que negociar. La negociación con el nacionalismo siempre ha sido de más a más, las concesiones las hacía siempre el Estado, nunca el nacionalismo, puesto que se partía en todos los casos del suelo conseguido, para incrementarlo, jamás para reducirlo.

Parece evidente que el Estado puede realizar muy pocas concesiones en Cataluña si no quiere ir contra sí mismo, bien contraviniendo la ley o la Constitución, bien faltando a la equidad y a la justicia frente a las otras Comunidades, bien concediendo más armas e instrumentos a los independentistas para que la próxima vez no fallen en el golpe. Tampoco los secesionistas parece que puedan ofrecer mucho al Estado como no sea retornar a la legalidad, pero el cumplimiento de la ley ni se negocia ni tiene precio. Ahora bien, Pedro Sánchez sí ha precisado y va a precisar del apoyo de los independentistas todo el tiempo que dure la legislatura, y es difícil no creer que está dispuesto a pagar los peajes respectivos. Las cesiones de Pedro Sánchez van a incrementar la anormalidad política en Cataluña, pero también en toda España.

No parece que ayude a la pretendida normalización que se encomiende la custodia de los golpistas a los golpistas. Esto es lo que esconde el discurso del Gobierno sobre el traslado de los presos a Cataluña. Que esta Comunidad es la única que tiene transferida la competencia en materia penitenciaria. Se afirma que se trata únicamente de aplicar la ley, pero la ley señala tan solo una conveniencia que debe ser evaluada por los ministerios del Interior y de Justicia, de acuerdo con todas las circunstancias. En suma, es una decisión política que en esta ocasión tenía que haber considerado quien se va hacer cargo de los presos en Cataluña, las condiciones a las que van a estar sometidos, cómo pueden participar a partir de ahora en la rebelión que continúa activa y las posibles peregrinaciones de creyentes que va a dar lugar en las cárceles. Razones todas ellas suficientes para mantener a los presos alejados de Cataluña.

Por otra parte, el golpismo no puede tener premio ni se debe beneficiar a una Comunidad en detrimento de las otras, quizás mucho más necesitadas. En realidad, nos movemos en un sistema de suma cero, los recursos que se destinan a un objetivo no se dedican a otro. De ahí que las negociaciones de carácter financiero interterritorial deberían adoptar principalmente la forma de la multilateralidad, lo que odian los nacionalistas que pretenden siempre entenderse en un bis a bis con el Estado al que con frecuencia pueden chantajear. Por eso es bastante relevante la declaración de Pedro Sánchez de no acometer la reforma del sistema de financiación de las Comunidades Autónomas, cuestión que paradójicamente el PSOE reclamaba constantemente al anterior Gobierno. Bajo el pretexto de falta de tiempo, que no cuadra con su pretensión de agotar la legislatura, la pretende sustituir por conversaciones con cada una de las Comunidades.

Mano libre para el favoritismo y sobre todo para comprar el apoyo de los nacionalistas, principalmente de los catalanes. De hecho, todos los datos se orientan al mismo punto: el perfil de la ministra de Política Territorial, como si toda la actividad del Ministerio se redujese a Cataluña; el nombramiento de Isaías Táboas como presidente de Renfe, cuya capacidad no deriva, creo yo, de ser historiador, sino catalán, que induce a pensar que el objetivo principal es solucionar las cercanías de Cataluña (lo de Extremadura, aunque su ferrocarril se encuentre a nivel tercermundista, no corre prisa); o los anuncios del ministro de Fomento acerca de eliminar el peaje de las autopistas, que beneficiarán principalmente a Cataluña, y no digamos si se acepta la condonación de la deuda de la Generalitat.

No parece que del encuentro entre Pedro Sánchez y Torra haya surgido el compromiso por parte de este último de acudir a los órganos multilaterales sino que, de acuerdo con las exigencias independentistas, se establecen comisiones bilaterales. No es un mero tema de método, sino de principio. Detrás de ello se encuentra la concepción del secesionismo de que la relación se establece entre dos Estados soberanos. Torra hasta se permite invitar al presidente del Gobierno a una reunión en Cataluña. No resulta muy normal y menos aún que Sánchez no conteste adecuadamente. El lenguaje ambiguo tan querido por los secesionistas es sumamente peligroso.

Los golpistas en ningún momento han desistido de su objetivo, continúan reafirmándose en el 1 de octubre y en la declaración unilateral de independencia y consideran esta etapa como un paréntesis en el que fortalecerse para volver a dar otro golpe de Estado. En esta situación toda nueva concesión o transferencia de competencias supone lisa y llanamente dotarles de más armas e instrumentos para que el nuevo golpe tenga éxito. ¿Estamos ciegos? Mientras permanezcan en esta actitud, el restablecimiento de la normalidad debería provenir más bien de hacer los cambios legales precisos para privar a la Generalitat de aquellas competencias que pueden usarse y de hecho se usan para afianzar el golpismo. Nada impide aplicar de nuevo el 155, puesto que no han variado las condiciones por las que se aplicó la primera vez.

Antes de con el Estado, la negociación que se debería establecer es entre los propios catalanes cuya sociedad y parlamento están divididos en dos mitades enfrentadas y una impone despóticamente sus planteamientos a la otra. El establecimiento de la normalidad debería empezar por ahí. Mientras esa postura consensuada no se produzca, el Gobierno, como afirmó certeramente Arrimadas, no dialogará con Cataluña sino con los independentistas.

republica.com 13-7-2018



¿Y SI TERMINÁSEMOS ECHANDO DE MENOS A RAJOY?

PARTIDOS POLÍTICOS Posted on Mié, julio 11, 2018 13:19:06

Hace poco menos de dos años (el 1 de septiembre de 2016), escribí en este diario un artículo titulado “Qué fácil sería todo si Rajoy tuviese toda la culpa”. Tras describir los males que, a mi entender, desde el plano económico y social afectaban a la sociedad española, dando la razón así a todos aquellos que denunciaban la desigualdad, la pobreza y la precariedad originadas, y los sufrimientos y calamidades que se le había hecho padecer a una gran parte de la población, me cuestionaba lo que en mi opinión, ya no resultaba tan claro, el origen de todos estos males. Para los partidos de la oposición era evidente. Rajoy tenía toda la culpa. Ojalá fuese así, afirmaba yo, ya que la solución estaría en manos de los ciudadanos, consistiría exclusivamente en echarlo, antes o después, del poder. Y me dedicaba más tarde, a lo largo del artículo, a demostrar cómo la cosa era harto más compleja.

Han pasado aproximadamente veintidós meses y Rajoy ya no está en la Moncloa. Bien es verdad que su salida ha tenido poco de operación limpia, ya que se ha sustentado en los votos no ya de los secesionistas sino de los golpistas, pues en estos meses habían pasado de la potencia al acto. Si, tal como afirma Borrell, el problema de la integración territorial es el más importante que tiene España, mal augurio contar con un gobierno nacional que se apoya en aquellos que están dispuestos por cualquier medio a romper el Estado. Es ello entre otras cosas lo que me lleva a preguntarme si no vamos a echar de menos a Rajoy.

Presiento que los que muy pronto van a contestar afirmativamente son los distintos círculos de la derecha. Los mismos por los que ha sufrido Rajoy durante mucho tiempo un fuerte hostigamiento: sectores de su partido en extraña actuación cainita, medios de comunicación y periodistas heridos en su orgullo en la creencia de no haber recibido adecuada atención; empresarios y poderes económicos que se han creído perjudicados o no suficientemente beneficiados como debería ser por un partido de derechas y que han coqueteado con Ciudadanos. Me da la impresión de que, sin pasar mucho tiempo, se van arrepentir de haber sometido a Rajoy a acoso y derribo.

Los que seguramente ya le echan de menos, aunque no lo digan, son los dirigentes de Ciudadanos. Tenían una postura muy cómoda, manteniéndose en una cierta ambigüedad. Por una parte, como socios de gobierno, condicionando su actuación, pero sin jamás comprometerse y, por otra, atacándole y criticándole si las cosas salían mal o creían que podían obtener rentabilidad electoral, ya que ellos no se habían manchado las manos. Se han mantenido desde el primer momento en una permanente cacería contra el líder del PP y fueron los que hicieron, aunque después se han debido de arrepentir de ello, el disparo para que se iniciara la moción de censura. Creo que empiezan a comprender cómo va a cambiar en su contra la situación tanto en Cataluña como en el resto de España, y cuan plácidamente vivían antes.

Algo parecido le puede ocurrir a Podemos. Contra Rajoy vivían mejor. Gran parte de su discurso y de su programa consistía en criticar al líder del PP. Ahora, con Pedro Sánchez, después de haberle encumbrado a la presidencia del Gobierno no saben qué hacer. Han pasado de afirmar que si no formaba un ejecutivo de coalición ejercerían una oposición dura, a una luna de miel. Me da la sensación de que Pedro Sánchez les está toreando y se van a encontrar con que poco a poco les va a ir comiendo el terreno.

¿Y la mayoría de los ciudadanos? Pues es posible que también le echen de menos. Pienso que no tanto por la excepcionalidad del personaje como porque en el país de los ciegos el tuerto es el rey y, dada la mediocridad del mundo político en todas sus variantes ideológicas, alguien con simple sentido común y prudencia, con firmeza, pero sin reacciones espasmódicas u ocurrencias, puede ser un valor a tener en cuenta. Después de tanta renovación y regeneración, uno se pregunta si lo que realmente hay es lisa y llanamente degeneración. Es conocido lo que cuentan de Belmonte que como alguien le preguntase por cómo un banderillero suyo tras la Guerra Civil había llegado a gobernador de la provincia de Huelva, de forma muy seria contestó: “Degenerando, hijo, degenerando”. Hoy no sé si se podría afirmar lo mismo de muchos políticos, pero desde luego sí de la actividad política en su conjunto.

A Rajoy nadie le podrá negar que se ha enfrentado con relativo éxito a dos grandes problemas, para mí los más importantes que tenía el Estado y que continúa teniendo. El primero, la integración de España en la Unión Monetaria que ha zarandeando su economía y la ha sumido en la mayor crisis, al menos de los cincuenta últimos años. El segundo, el golpe de Estado propiciado desde las máximas instancias de una Comunidad Autónoma, una de las más ricas de España, y que sin duda está aún latente y sin desarmar por completo.

En el primer tema, parece claro que en 2011 el Gobierno de Rajoy recibió una herencia endemoniada, cuyo origen se remonta a los gobiernos de Aznar, al crecimiento a crédito, a los ingentes déficits de la balanza de pagos, al enorme endeudamiento exterior, a la burbuja inmobiliaria, a la génesis de la crisis financiera, etc. Todos los horrores que heredó Zapatero y de los que se sintió muy orgulloso y agravó en la primera legislatura hasta que estalló la crisis, crisis, a la que, tras negarla, intentó enfrentarse de forma espasmódica y sin ningún éxito.

Todo ello es de sobra conocido y cómo Zapatero transmitió a Rajoy la economía en estado catatónico, y también cómo a lo largo de estos seis o siete años se han logrado restablecer las cifras macroeconómicas, incluso algunas que eran sustanciales para el crecimiento económico y cuya corrección parecía imposible alcanzar, Me refiero, por ejemplo, al saldo de la balanza por cuenta corriente, que de un déficit del 10% del PIB ha pasado a porcentajes positivos. Algo bastante inimaginable.

Claro que esta historia tiene también su reverso. Tal como ha venido afirmando la oposición, y yo señalaba en el artículo anteriormente citado, la recuperación no está llegando de igual modo a toda la población y la desigualdad se ha intensificando sustancialmente. Ahora bien, ¿alguien podía pensar que con Rajoy o sin Rajoy el resultado podía ser distinto? Quizás sí, pero peor, tal como ocurrió con Rodríguez Zapatero y puede ocurrir con Pedro Sánchez. Nos guste o no admitirlo, este es el precio a pagar por estar en la Unión Monetaria, por eso algunos éramos tan críticos con el euro, porque era evidente que el coste de las crisis las pagarían los trabajadores y las clases bajas.

Durante las dos legislaturas de Aznar y la primera de Zapatero, la economía española perdió cotas muy importantes de competitividad que se tradujeron en elevados déficits de la balanza de pagos y en un stock abultado de endeudamiento exterior que, antes o después, tenían que entrar en crisis. La corrección en condiciones normales, y así había sido siempre, pasaba por la devaluación de la divisa, pero al pertenecer a la Unión Monetaria esta no era posible. La moneda hace de cortacircuito, pero cuando este no se produce el ajuste se traslada al sector real transformándose en recesión y paro. La única alternativa entonces es la deflación interior, reducción de salarios y precios de manera que se recupere la competitividad exterior, pero pagando un elevado precio en cotas de igualdad.

Existe una diferencia importante entre la devaluación monetaria y la interior. La primera empobrece a los ciudadanos frente el exterior, pero no modifica la relación interna. En la segunda, por el contrario, es imposible que todos los salarios y los precios evolucionen en la misma medida (los precios relativos incluyendo los salarios se modifican). El coste se distribuirá de manera desigual. Es hasta posible que algunos de los agentes obtengan beneficios. Sin duda, son las clases bajas las que asumen las mayores pérdidas.

Hay otro factor que complica aún más el tema. La carencia de la moneda propia limita la capacidad de acción de los gobiernos nacionales y los deja, por una parte, al albur de los mercados y de las autoridades comunitarias, especialmente del BCE. Además, el diseño de la Unión Europea ha prescindido de todo mecanismo de solidaridad entre los países acreedores y deudores, y las ayudas establecidas, únicamente como créditos, se han planteado a menudo en condiciones draconianas. El mejor o peor resultado de la política de los gobiernos depende por tanto también de la habilidad y energía para manejarse en Europa. Fue sin duda una de las razones del desastre del último Gobierno de Zapatero.

Tanto los partidos de izquierdas como los de derechas deberían tener presente el escaso margen que los gobiernos nacionales tienen a la hora de instrumentar su política económica y social dentro de la Eurozona. Es posible que en algunos aspectos se hubiesen podido obtener mejores resultados que los conseguidos por el Gobierno de Rajoy, pero seguramente también mucho peores. Conviene no olvidar las presiones a las que tuvo que enfrentarse orientadas a que pidiese el rescate. Por supuesto desde el exterior, pero también desde el interior. Poderes económicos, financieros y mediáticos asustados por los altos tipos de interés clamaban al unísono para que el Gobierno pidiese el rescate. ¿No nos acordamos ya de los editoriales de El País y de las tesis mantenidas por el economista de cabecera de Ciudadanos? La resistencia del Gobierno no fue la epopeya de la que intenta convencernos Guindos en su libro «España amenazada», pero sin duda fue un gran acierto. De haber cedido (nada tiene que ver este posible rescate con el saneamiento de los bancos), los resultados, qué duda cabe, hubiesen sido más dramáticos y la desigualdad generada, mucho mayor.

El nuevo Gobierno ha recibido una economía en una situación bastante desahogada, lo que le puede permitir un margen considerable para ampliar las políticas sociales y de igualdad. Los empresarios y los sindicatos han firmado un acuerdo para subir los salarios un 3%. Pero la permanencia en la Unión Monetaria continúa creando grandes incertidumbres y seguramente peligros, que no pueden combatirse con ocurrencias, figuritas y demagogias. La verbena en que Pedro Sánchez ha convertido el Ministerio de Hacienda, pieza sustancial de la política económica, y la falta de conciencia de los partidos de izquierdas de que la pertenencia a la Unión Monetaria reduce sustancialmente el margen de maniobra, genera los peores presagios.

El segundo tema es el de la integración o, más bien, desintegración del Estado. En el conflicto catalán a Rajoy se le ha acusado a menudo de practicar una política demasiado blanda o al menos indecisa. Tales planteamientos pueden tener un punto de razón ya que hubiesen sido necesarias actitudes mucho más enérgicas. Pero, una vez más, no se puede olvidar el contexto en el que el Gobierno del PP se movía: 137 diputados propios y el resto del Parlamento, fraccionado. En el ala izquierda, Podemos, una formación política que contra toda lógica y traicionando sus principios, se declaraba partidaria del derecho de autodeterminación de todas las regiones de España y que, mientras arremetía con saña contra la corrupción del Partido Popular, coqueteaba y coquetea aún con los golpistas, incluso con los herederos del partido más corrupto de España, Convergencia. Situado no se sabe dónde, Ciudadanos, una formación nueva y un tanto oportunista que a menudo se presenta como el azote del independentismo, pero que se ha movido por mero cálculo electoral y ha estado dispuesta a dejar solo al Gobierno si eso le ocasionaba rentabilidad política. Y un partido socialista secuestrado por un caudillo con un solo objetivo: llegar a la presidencia del Gobierno al precio que fuese.

Durante casi todo el tiempo, el Gobierno de Rajoy se ha encontrado en gran medida solo frente a un movimiento dogmático y sectario que supedita todo, ideología y legalidad, a obtener por las buenas o por las malas la independencia. En este procés se unen sin ningún escrúpulo la extrema derecha y la extrema izquierda, y se disculpan las cotas más altas de corrupción, incluyendo el 3% de Pujol y sus discípulos. No es por tanto de extrañar la prudencia de Rajoy y su pretensión de arrastrar en sus decisiones al menos al PSOE y a Ciudadanos.

El PSOE, el de Pedro Sánchez, empujado por el PSC, ha mantenido siempre una postura reticente, ambigua, adoptando una tercera vía que, si bien condenaba determinadas actitudes y conductas de los independentistas, responsabilizaba también al Gobierno por no intentar dar una solución política, que en realidad no se sabía en qué consistía, aunque ahora ya se conoce perfectamente, en hacer concesiones a los secesionistas. Lo que se ignora en los momentos actuales es hasta dónde se va a llegar en las renuncias. Bien es verdad que el haber alcanzado el gobierno con el apoyo de los golpistas y que vayan a ser estos necesarios para sacar adelante cualquier ley o acuerdo en el Congreso, presagia los peores resultados. Las actuaciones realizadas hasta ahora por el nuevo gobierno lo confirman. En este tema es, sin duda, en el que con mayor probabilidad podemos terminar echando de menos a Rajoy.

republica.com 6-7-2018



OTRA CUMBRE FALLIDA

EUROPA Posted on Mié, julio 11, 2018 13:13:49

Existe un cierto consenso, cada vez más amplio, de que la Unión Europea no funciona, y es que el gradualismo ha introducido el proyecto en encrucijadas de difícil -más bien de imposible- salida. Resulta ilusorio pretender corregir ahora la asimetría de partida con la que se redactaron los Tratados. Los países que se vieron beneficiados por ellos -Alemania y demás países del Norte- quizás hubieran estado dispuestos a ceder en el origen como contrapartida a las ventajas que obtenían de la Unión. Incluso hubiera sido el momento de explicárselo a sus propios ciudadanos. Pero de ningún modo van a hacer ahora concesiones sustanciales a cambio de nada, ni es fácil hacer comprender en este momento a sus poblaciones que si quieren que el sistema funcione deben crear mecanismos de solidaridad y de redistribución con el resto de países a los que la Unión, tal como está concebida, perjudica.

Es por eso por lo que cada nuevo intento de avance, por reducido que sea, hacia mecanismos integradores se desfigura y se desplaza más y más hacia adelante sin alcanzar nunca el objetivo. Fue hace ya seis años, precisamente en la Cumbre de junio, cuando Monti, entonces al frente del gobierno italiano y al que se situaba entre los ortodoxos, se plantó y amenazó con vetar el comunicado final si no se aceptaba que fuese la Unión Europea (Mecanismo de Estabilidad Europeo) la que asumiese el saneamiento de los bancos en crisis. Tras el apoyo de Francia y de España a la iniciativa, Alemania no tuvo más remedio que aceptar la idea, pero echó balones fuera, condicionándola a que antes se adoptasen las medidas necesarias para que las instituciones de la Unión asumiesen la supervisión y la potestad de liquidación y resolución de las entidades. Había nacido lo que más tarde llamarían la Unión Bancaria.

Seis años más tarde, la Unión Bancaria solo existe sobre el papel. Los únicos elementos implantados son los relativos a la transferencia de competencias (supervisión, liquidación y resolución) de las autoridades nacionales a Bruselas, pero no ha entrado en funcionamiento ninguno de los componentes que deberían constituir la contrapartida a esa cesión de competencias. Desde luego, Europa no ha asumido ni tiene intención de asumir el coste del saneamiento de los bancos en crisis, que era la propuesta de Monti. Hasta la fecha, las entidades financieras de los distintos países continúan siendo principalmente nacionales (la pasada crisis del Banco Popular en España y de los italianos Veneto Banca y Popolare de Vicenza lo muestran claramente) y los posibles costes están muy lejos de mutualizarse, ni a través del Fondo de Garantía de Depósitos, cuyos recursos provienen casi en su totalidad de las respectivas naciones, ni por el Fondo Único de Resolución Bancaria, que no es tan único como se afirma.

A lo largo de los últimos meses, desde la Comisión, pero principalmente por parte de Macron, se han propuesto distintas medidas con el objetivo de reformar la Eurozona y hacerla viable. Merkel ha venido dando largas y vaciando las propuestas, hasta el extremo de que lo que previsiblemente aprobará estos días el Consejo acabará como siempre sin apenas eficacia práctica. Las palabras son engañosas y no significan absolutamente nada si no se las llena de contenido. En la Unión Europea los agentes son expertos en convertir los vocablos en flatus vocis.

En la propuesta de Macron sobresalía la constitución de un presupuesto para la Eurozona distinto y separado del de la Unión Europea. El planteamiento en teoría es sumamente interesante ya que incide sobre la fractura nuclear de la Unión Monetaria, y del que se derivan todos sus problemas y contradicciones: el hecho de que al mismo tiempo no se haya creado una unión fiscal. La existencia de un verdadero presupuesto es lo que permite que en cada uno de los Estados se compensen y puedan corregirse los desequilibrios creados por la integración comercial, financiera y principalmente por la monetaria que se dan a nivel nacional.

Pero las palabras no significan absolutamente nada si no se concretan y delimitan. Merkel durante todos estos meses ha estado moviéndose en lo etéreo sin comprometerse. Finalmente parece que ha dado su aquiescencia, pero la idea se ha desnaturalizado perdiendo casi toda su virtualidad. En primer lugar, porque, por lo pronto, se aplaza hasta dentro de dos años; segundo, porque no se fija la cuantía, lo que es definitivo, ya que si no se concreta la dotación es como no afirmar nada. Las cifras que se están manejando son ridículas e indican bien a las claras que lo que se llama presupuesto no tiene nada que ver con lo que se tiene por tal en cualquier Estado moderno; tercero, porque se diseña únicamente como un fondo de emergencia, cuya disponibilidad se realizará bajo la modalidad de préstamo y nunca como una transferencia a fondo perdido. Es decir, se descarta por completo la política redistributiva que constituye el fundamento de toda Hacienda Pública moderna y que es la que resulta imprescindible para paliar los desequilibrios entre países o regiones que cualquier Unión Monetaria genera.

En línea con lo anterior, parece que el presupuesto se va a nutrir principalmente de aportaciones de los diferentes Estados y no de impuestos propios de la Unión; con lo que tampoco por la parte de los ingresos se aprovechará su posible función redistributiva. Tiene visos de que su papel se va a circunscribir a ser un fondo que ayude a que los países afectados por choques asimétricos no estén obligados a restringir sus inversiones públicas mientras llega la recuperación. Existe una cierta predilección de la Unión Europea por las infraestructuras, desentendiéndose de todo lo demás. Léase gastos sociales y economía del bienestar. Algún día tendríamos que analizar las deseconomías e ineficacias que se han originado por el hecho de que los fondos de cohesión se hayan orientado principalmente a las obras públicas.

¿No sería lógico que lo primero que asumiese un presupuesto que pretende solucionar los desajustes y desequilibrios que la Unión Monetaria genera entre países fuese la socialización del seguro de desempleo? Lógico, sí; probable, no. El ministro de Finanzas y vicecanciller alemán, Olaf Scholz, ha propuesto, en una entrevista publicada en la revista Der Spiegel, la creación de un seguro de desempleo europeo. Pero, una vez más, las palabras engañan. Lo que en realidad sugiere es tan solo un nuevo fondo que prestase a los sistemas nacionales en los momentos de crisis, cuando el desempleo sea muy alto y, por lo tanto, el gasto en esta prestación también, pero que deberían devolver una vez superada la crisis.

Estamos siempre dentro de la misma filosofía, prestar en todo caso, sí, pero nada más, sin una verdadera integración presupuestaria y fiscal que implique transferencia de fondos entre países. Ahora bien, sin esa transferencia de recursos, una unión comercial, financiera y sobre todo monetaria no puede subsistir a largo plazo, porque el hecho es que su propia existencia crea un flujo en sentido contrario que debe ser compensado (como ocurre dentro de cada Estado) para que se mantenga un mínimo equilibrio.

Existe además un agravante, todas estas posibles ayudas al igual que las del MEDE (que ahora se quiere convertir en un fondo monetario europeo, sin cambiar en realidad nada) estarán condicionadas a recortes y ajustes de los que en los últimos diez años ya hemos tenido suficiente experiencia. ¿Podemos creer de verdad que, ante una nueva recesión, Grecia puede someterse a otra aventura como la que ha vivido hasta ahora? El ECOFIN acaba de dar por terminada la crisis griega, lo que es mucho decir, pero en cualquier caso el campo después de la batalla es desolador. Su PIB se ha reducido en el 25% del PIB. Incluso este dato no es en absoluto significativo de la pérdida de riqueza y bienestar efectiva de su población que ha sido mucho mayor, amén de la hipoteca que tanto en el endeudamiento exterior como en el público mantiene para el futuro. Pero no solo es Grecia, a otros muchos países, entre los que hay que incluir a España, les resultaría letal repetir la odisea sufrida en los últimos años.

Es evidente que la Unión Monetaria está resultando un buen negocio para Alemania y demás países del Norte, pero un gran problema para los países del Sur, lo que deja en el mayor de los ridículos a los planteamientos adoptados en su día por Mitterrand al imponer a Alemania el euro como condición para la reunificación, creyendo que privándola del marco sería más fácil controlarla y evitar sus tentaciones hegemónicas. El resultado ha sido desde luego el contrario: teniendo en cuenta los términos fijados por Maastricht y demás tratados, el euro y las instituciones creadas están siendo los mejores instrumentos para que el país germánico imponga su supremacía.

Solo hay que echar un vistazo a las cifras macroeconómicas de los distintos países para comprobar cómo ha influido en cada uno de ellos la creación de la moneda única, y las diferencias que se han originado. Ciertamente no es solo Alemania la beneficiada, pero, dado su tamaño, tiene especial trascendencia. Y especial importancia adquiere también entre los datos macroeconómicos el déficit o superávit en la balanza por cuenta corriente, porque cuando son desproporcionados indican en buena medida cómo unos países viven a costa de otros. Durante los siete primeros años de este siglo, Alemania fue acrecentando su superávit, enchufada de forma parásita a los déficits de los países del Sur. La crisis ha obligado a estos a equilibrar sus cuentas exteriores, pero sin que el país germánico haya hecho lo propio. Bien al contrario, su superávit se ha incrementado, alcanzando el 9% del PIB, una bomba para la estabilidad del comercio mundial y frente a la que EE. UU. ya ha reaccionado.

Trump puede coleccionar todo tipo de excentricidades y vilezas, pero hay una parte de su discurso que se asienta sobre hechos ciertos y es que un orden económico internacional no puede coexistir con desequilibrios tan enormes en el comercio entre países, y que es imposible que Alemania, China, India, etc., sigan manteniendo esos excedentes comerciales; concretamente con respecto a EE. UU., que es el que verdaderamente a Trump le importa. Va a comenzar una guerra comercial que va a afectar -ya está afectando, de hecho- a España y a otros países del Sur, sin que ellos tengan ninguna culpa, solo por el hecho de formar una unión aduanera con Alemania. Una vez más, van a salir perjudicados.

Todo ello debería hacer pensar que sin reformas en profundidad la Unión Europea, y desde luego la Unión Monetaria, no puede subsistir, aunque no parece que los países del Norte estén dispuestos a realizar verdaderas concesiones. No es de extrañar, por tanto, que las contradicciones de todo tipo surjan cada vez en mayor medida en todos los campos. En los últimos días se han manifestado con extrema virulencia en el ámbito migratorio, hasta el extremo de que se hayan colado en la agenda de este Consejo robando un espacio importante en sus deliberaciones. A pesar de ello, no creo que se llegue a ninguna conclusión. Y es que cuando no se acepta la solidaridad interna entre los países de la Unión, malamente va a poder funcionar con los no europeos.

republica.com 29-6-2018



ACUARIUS: SIENTE UN POBRE A SU MESA

PSOE Posted on Lun, junio 25, 2018 23:47:27

Allá por los años cincuenta el régimen franquista lanzó una campaña tendente a promover la caridad cristiana en Navidad. Se eligió el eslogan “Siente un pobre a su mesa”, eslogan que más tarde fue adoptado por Berlanga para dar título a una de sus mejores películas, orientada precisamente a denunciar la hipocresía que se ocultaba tras esta operación, cuya finalidad quedaba reducida a lavar la mala conciencia de la burguesía. En especial, resulta ilustrativo el papel que asume en el film Ollas Cocinex, el patrocinador, que emplea la campaña como instrumento de marketing y publicidad comercial. La censura del régimen prohibió el título de la película, que finalmente tuvo que tomar el nombre de uno de los protagonistas, “Plácido”, nombre con el que casi gana el óscar a la mejor película en lengua no inglesa y con el que ahora la conocemos.

Después de tantos años el film mantiene su vigencia, al constituirse en una denuncia permanente de bastantes de esos programas que, bajo el disfraz de piedad y conmiseración, aprovechan la mala conciencia y la sensibilidad popular, y explotan la pobreza con objetivos comerciales y publicitarios. La beneficencia a menudo resulta sospechosa. Bien es verdad que en la mayoría de los casos cuesta criticar actos aparentemente cargados de humanidad y que tienen como resultado disminuir el dolor y el sufrimiento de personas concretas, pero ello no puede ser excusa para silenciar la doblez y la hipocresía que animan determinadas actitudes e iniciativas.

Cómo no rememorar la película de Berlanga ante la utilización de las imágenes del Acuarius en la campaña publicitaria organizada por Benetton. ¿Pero acaso hay tanta diferencia ente los que buscan una rentabilidad económica y una rentabilidad política? El espectáculo orquestado por Pedro Sánchez alrededor del Acuarius y sus 630 inmigrantes tiene cierto tufillo a oportunismo. Resulta difícil no encuadrarlo en ese tinglado publicitario que ha creado desde que llegó al poder, repleto de gestos, símbolos y ocurrencias, todo ello dirigido a la propaganda y al reclamo político y a obtener en los próximos comicios mejores resultados. Un gobierno folclórico, que ha tardado una semana en mostrar las primeras lacras y que promete días gloriosos. Esa finalidad de rédito político y electoral no puede por menos que intuirse al constatar el circo montado alrededor de la llegada de los barcos, con la vicepresidenta del Gobierno, seis ministros, el presidente y la vicepresidenta de la Generalitat valenciana y no se sabe cuántos alcaldes al retortero, amén de todos aquellos políticos que de una u otra forma se han subido al carro, seguros de obtener ventajas políticas.

Ante la comisión de seguimiento constituida con la participación de los seis ministerios implicados y de la Generalitat valenciana; ante las múltiples comparecencias de prensa, algunas de ellas solemnes como la de Carmen Calvo y Ximo Puig; ante los múltiples preparativos y el empeño y el esmero adoptados en que no se produzca el menor error y desliz; ante la expectación creada por la llegada a puerto, retransmitida en un maratón en directo por Radio Nacional, cabría deducir que los 630 pasajeros del Acuarius son los primeros inmigrantes que llegan a territorio español. Sin embargo, cada semana arriba a las costas españolas un porcentaje similar o mayor que los que transporta el Acuarius, sin que se monte ningún fasto.

Aun cuando no lo demuestre, se comprende el cabreo que debe de tener la presidenta de la Junta de Andalucía. No ha tenido más remedio que apoyar el gesto del presidente del Gobierno, pero ha dejado caer que Andalucía también existe y que lo que se celebra como un hecho humanitario, transcendental y único, y por el que se echan todas las campanas al vuelo en Valencia, está ocurriendo en las costas del Sur de España a diario. El mismo fin de semana que Italia se negaba a admitir a los inmigrantes del Acuarius, eran rescatadas frente al litoral andaluz 550 personas, a pesar de lo cual siete resultaron ahogadas; y al mismo tiempo que se producía la travesía hasta Valencia, mil irregulares eran recogidos en el Estrecho. En lo que va de año, Andalucía ha recibido 286 pateras con 7.128 inmigrantes, de los que 1.350 eran niños, y muchos de ellos viajaban sin sus padres. Este es el día a día de Andalucía. Sin fiesta, sin Navidad. A estos inmigrantes no los recibe la vicepresidenta del Gobierno, ni hay comisión de seis ministerios creada al efecto, ni salen por televisión, excepto cuando se ahogan. Los del Acuarius son los pobres que sienta a la mesa Pedro Sánchez, los que como en la película Plácido, nos hacen sentir buenos. En este caso, incluso mejores que los italianos y que los gobiernos conservadores. Los otros, los que no pertenecen a la campaña de Navidad, que se lo monten como puedan.

El gesto de Pedro Sánchez tiene mucho de folclore, de teatro, de exhibición, de campaña publicitaria, de rédito electoral; incluso de ocurrencia, sin reflexión y sin medir las consecuencias, porque las preguntas se acumulan: los barcos van a continuar llegando a Italia, ¿qué va a hacer España, seguirá recibiendo a todas aquellas naves que Italia u otros países se nieguen a aceptar? ¿Qué régimen jurídico se va a aplicar a los inmigrantes del Acuarius? ¿Se les va a conceder la condición de refugiados a todos? ¿Se les otorgará un tratamiento mejor que al resto de inmigrantes? ¿Se les recluirá en un centro de internamiento de extranjeros con la posibilidad después de tantas algaradas de ser deportados a su país? Cada media hora se han emitido opiniones diferentes. Y cada interlocutor ha mantenido una tesis distinta. Lo que no es extraño si consideramos las contradicciones en las que se incurre cuando se adopta una decisión tan precipitada y guiada exclusivamente por el marketing político a corto plazo.

Desde el exterior se ha alabado el gesto de España; no puede ser de otra manera. A nadie le gusta quedar como insensible e insolidario. Pero ¿estamos seguros de que la actitud adoptada por el Gobierno español va a colaborar positivamente a solucionar el enorme problema de las migraciones a nivel europeo? Y, sobre todo, después de este gesto de arrogancia, ¿va a quedar España en mejor postura de cara a la próxima cumbre para defender sus intereses en esta materia?

Las migraciones no son un problema de fácil solución, ni admiten posturas simples y demagógicas. Por supuesto, una vez más, la Unión Europea es incapaz de dar una respuesta coordinada; no suele hacerlo en casi ninguna materia, tal como se ha demostrado, por ejemplo, en los últimos tiempos en el campo judicial. No obstante, hay que reconocer que la inmigración es un terreno especialmente complejo, donde confluyen las contradicciones del sistema capitalista y del Estado social, porque si realmente el Estado quiere ser social y garantizar el bienestar de sus ciudadanos no tiene más remedio que poner límites a la solidaridad con los extranjeros.

Hoy, en toda Europa, el tema de la inmigración está retando a los políticos y poniendo en aprietos en especial a los partidos de izquierdas que ven cómo sus votantes se desplazan paradójicamente a formaciones a las que se califica de populistas o de ultraderecha, pero que han sabido entender y manejar el miedo al fenómeno migratorio de una amplia capa de la población, la de aquellos que pueden sufrir sus consecuencias, por encontrarse en situaciones más precarias. Frente a ello no vale esgrimir descalificaciones morales y negar el problema. La oposición de intereses existe. Todos los ciudadanos no se encuentran en la misma situación. Hay una gran parte, a los que la inmigración no les genera ninguna incomodidad, y pueden adoptar sin coste alguno posturas humanitarias y magnánimas. Incluso, en ocasiones, el balance puede ser positivo, por ejemplo, muchos empresarios pueden encontrar en la llegada de inmigrantes una fuerza de trabajo barata que como ejército de reserva tire hacia abajo de los salarios y empeore las condiciones laborales. Una alternativa a la deslocalización empresarial.

El hecho de que en España hasta ahora no hayan surgido partidos xenófobos no significa que entre amplias capas de la población no surjan descontentos y agravios que pueden estallar en cualquier momento. En ciertos ámbitos es fácil ser progresista y presumir de compasivo y piadoso. La inmigración no constituye ningún problema para los que vivimos en Pozuelo, Aravaca, Galapagar, la Moncloa o el barrio de Salamanca. Allí no se ven inmigrantes más que en el servicio doméstico, o en la hostelería, y desde luego no compiten en ningún aspecto con sus residentes. Cosa bien distinta ocurre para los que habitan en barrios más populares en los que mayoritariamente se asientan los inmigrantes. El hacinamiento en pisos y sus costumbres, propias de otras culturas, pueden crear más de un problema a los otros vecinos. Por más generosos que sean estos, es posible que vean con recelo cómo muchos extranjeros, al tener condiciones económicas más precarias que las suyas, acaparan las plazas en las guarderías y en los colegios públicos. Se sentirán también desplazados en las becas y en los servicios sociales. Muchos de los que se encuentran en paro no podrán por menos que pensar que los inmigrantes son los causantes en cierta medida de que no encuentren empleo. Otros, aun cuando posean un puesto de trabajo, especularán tal vez acerca de que su salario y sus condiciones laborales son bastante peores dado que los inmigrantes han hecho posible la precarización del mercado laboral.

Amplias capas de la población que tienen que luchar contra largas listas de espera de muchos meses en tratamientos o pruebas médicas puede ser que vean con prevención la ampliación de la población asistida, en especial cuando no va acompañada del incremento de los recursos destinados a esta prestación. La situación por supuesto es muy distinta (y podemos, por lo tanto, adoptar posturas más altruistas) para los que pertenecemos al grupo cada vez más numeroso que contamos con sanidad privada y pública y podemos jugar con una o con otra según nos convenga.

Todo ello es real y entra dentro de lo “humano, demasiado humano” y no vale negar los hechos con argumentos falaces. Desde esas posiciones relajadas y de comodidad económica se mantiene a menudo que los inmigrantes ocupan los puestos de trabajo que no quieren los nacionales. No es totalmente cierto. Es posible que no los quieran los españoles con esas condiciones laborales, que tan solo son posibles porque hay emigrantes dispuestos a aceptarlas. Se dice que los inmigrantes vienen a cuidar de nuestros hijos y ancianos, lo que es verdad para determinadas clases sociales; pero para otras, las que precisamente trabajan en el servicio doméstico, en el cuidado de enfermos y de dependientes, en la hostelería, en la construcción y en otros muchos servicios, la visión que tienen de los inmigrantes es más bien de competidores. Incluso el antagonismo y el enfrentamiento de intereses se puede establecer y quizás en primer término entre los inmigrantes ya establecidos en España y los que puedan llegar en el futuro. Por supuesto que todo sería más claro si no hubiese paro. Es más, la inmigración podría ser una solución para el tan cacareado déficit demográfico, pero con tres millones y medio de desempleados todos estos argumentos hacen aguas.

En cualquier caso, el problema de la migración es lo suficientemente grave y complejo para que no se use con fines propagandísticos de ningún tipo ni se utilice demagógicamente. La literatura universal ha recogido con frecuencia los dilemas éticos que plantea, que no son nada fáciles de resolver. Ya a finales del siglo XIX, Zola, en una de sus mejores novelas, “Germinal”, recoge el conflicto que se establece entre los mineros de Montsou, quienes, ante la vida de miseria y explotación a la que se ven sometidos, se han puesto en huelga, y los trabajadores belgas, cuya pobreza será seguramente mayor, ya que están en paro, y que la dirección de la mina trae a Francia para ocupar el puesto de los huelguistas. Es evidente que del final de la novela se deduce que los únicos beneficiados de esta importación de mano de obra son los dueños de las minas.

republica.com 22-6-2018



LOS PRESUPUESTOS Y EL NUEVO GOBIERNO

PSOE Posted on Mar, junio 19, 2018 12:37:19

¡Vae victis!, ¡Ay de los vencidos!, clamó el jefe galo después de haber sitiado y vencido a la ciudad de Roma o, visto desde la otra orilla, “La historia la escriben los vencedores”, afirmó Orwell en 1944. Viene esto a cuento del giro de 180 grados practicado por los altavoces mediáticos, articulistas, comentaristas y tertulianos. Todos son alabanzas y loas a Pedro Sánchez y al nuevo Gobierno, lo que contrasta de forma radical con lo que se decía antes de la moción de censura. Ahora que somos tan proclives a resucitar los tuits o a tirar de hemeroteca, muchos se sonrojarían si comparásemos sus opiniones de ahora con las de antaño, especialmente con las de hace dos años, ante el intento abortado de Pedro Sánchez de formar un gobierno Frankenstein. Es evidente que en política el éxito lo tapa todo y el fin justifica los medios. A pesar de ello, extraña el uso tan desmedido del botafumeiro, alabando todos y cada uno de los nombramientos realizados.

Se ha dicho que la formación de este Gobierno está llena de simbolismo y de guiños. Los guiños pueden ser tics nerviosos y, además, suelen desfigurar la cara y afean; y los símbolos remiten a lo simbolizado, pero nunca pueden sustituirlo y me temo que aquí todo quede en los símbolos, en gestos, en publicidad y propaganda. Ser ministro para que lo identifiquen a uno con un guiño resulta, como poco, humillante. Se afirma que es un gobierno feminista, lo que no sé si es bueno o es malo. Sería bueno si lo de las once mujeres y los seis hombres hubiera surgido de forma natural al escoger a los más capacitados, pero cuando uno se jacta de formar un gobierno feminista hay que pensar que esa proporción o desproporción se ha hecho a propósito, que se ha buscado expresamente (y cabría añadir que con una finalidad electoral), con lo que ya no se sabe si cada una de las once mujeres está ahí por sus méritos o por el hecho de ser mujer, y resulta inevitable preguntarse si con los mismos méritos pero siendo hombres hubiesen sido designados.

Se afirma también que es un gobierno muy sólido. Yo lo veo un poco folclórico, con astronauta, farándula y cese incorporados, un gobierno zapateril, con parecidas ocurrencias. Dios nos libre de que repita los mismos errores; parece que hay uno al menos que Sánchez no ha cometido, que es el de pretender ganarse el voto de la juventud nombrando ministro a una criaturita que se encontrase al comienzo de su carrera. La edad media de este Gobierno debe ser considerablemente superior, lo que al menos permite que, al margen de cualquier otra consideración, la mayoría de los nombrados tengan experiencia en cargos públicos.

Lo que tampoco comparto es que sea un gobierno más técnico que político. Salvo algunas excepciones, todos los currícula vitae, mejores o peores, remiten en su gran mayoría a cargos y puestos políticos. No es de extrañar ni puede ser de otra forma cuando la actividad política se ha convertido en una profesión y no de las mejores ni de las más apetecibles, pero los que se dedican a ella lo hacen desde muy temprana edad, en el mejor de los casos nada más terminar la carrera. No sé si es malo o bueno, pero es un hecho que invalida ese discurso tan extendido de reclamarse técnico, incluso algunos llegan a autodenominarse apolíticos.

En este sentido, cuando se trata de currículos políticos no resulta fácil valorarlos. Pienso en todo caso que en esta ocasión más bien se encuentran dentro de la media, al margen de esa excelencia con que los han calificado algunos medios. Veremos los resultados cuando pasemos de las musas al teatro. Quizas haya que detenerse en los títulos que ostenta la recién nombrada ministra de Hacienda: licenciada en medicina y cirugía y con un máster (hoy en día todo el mundo tiene un máster) en gestión hospitalaria, que no parecen los más adecuados para regir el ministerio de Hacienda, aun cuando haya elaborado varios años el presupuesto en la Junta de Andalucía. Ni siquiera posee un gran ascendiente político dentro del PSOE que pudiera compensar el déficit anterior. Pero, con todo, lo más grave es que se ha traído de Andalucía a las secretarias de Estado y a la subsecretaria, con lo que van a llenar el ministerio de técnicos de gestión hospitalaria o de diplomados laborales, y van a caer como astronautas en sus nuevos destinos. Está visto que este Gobierno va a ser el de los astronautas, y no precisamente por Duque. Pobres de los funcionarios a los que les toque enseñarles.

Y es que tal vez quien ha diseñado el Gobierno no es consciente de la relevancia de cada uno de los departamentos ministeriales, y ha infravalorado claramente el de Hacienda, cuando será seguramente más importante incluso que el de Economía, ya que de su buen funcionamiento va a depender en gran medida el fracaso o el éxito del Gobierno. Sin embargo, Pedro Sánchez se ha empeñado, siguiendo los pasos de Zapatero o los consejos de ese asesor áulico que se ha agenciado y que tampoco debe saber nada de la Administración, en recuperar ministerios sin apenas contenido. Una cosa es la relevancia y la dedicación que el Gobierno quiera dar a ciertas materias y otra que para ello haya que hacer guiños creando ministerios que se encontrarán, como ocurrió en la época de Zapatero con los de Igualdad y de Cultura, sin apenas contenido, y convertidos en poco más que algunas direcciones generales. Incluso los de Educación, Sanidad, Agricultura, etc., ministerios cuyas competencias en buena medida están transferidas a las Autonomías, no deberían desde luego desaparecer, pero sí podrían muy bien estar subsumidos en otros.

Mención especial merece el Ministerio de Igualdad por el grado de demagogia que siempre comporta y el mucho oportunismo electoral que conlleva. Digamos antes de nada que hace referencia tan solo a la lucha contra un tipo de discriminación, la de género, que sin duda puede ser importante, pero no más que la desigualdad entre clases y estratos sociales. Pero es que, además, la trascendencia de una idea o de un objetivo no se mide por la creación de un ministerio, sino porque informa toda la acción política. Se dice que cuando no se sabe o no se quiere resolver un problema se crea una comisión al efecto; algunos crean ministerios. La libertad, la igualdad, la democracia, pueden ser principios fundamentales e ideas fuerza de un Estado, pero por eso mismo deben estar presentes en todas las actuaciones de los poderes públicos sin necesidad de crear un ministerio de la libertad o de la democracia.

En fin, con tantos guiños, gesticulaciones y marketing los ministerios han pasado de trece a diecisiete. Y no es esto lo más preocupante, sino que toda la Administración se ha barajado como si se tratase de un paquete de naipes, sin considerar la parálisis administrativa que durante largo tiempo comportará y el dinero que se dilapidará inútilmente. El 24 de noviembre de 2011, con motivo del relevo del Ejecutivo de Zapatero por el de Rajoy, escribí en este mismo diario digital un artículo titulado «Ante un nuevo Gobierno». Me refería en él (hace más de seis años) a la tentación que acecha a los políticos, cuando comienzan a gobernar, de cambiar toda la organización administrativa sin reparar en los costes de tiempo y de dinero que conlleva. Aun a riesgo de ser tildado de prolijo no me resisto a reproducir algunos de los párrafos que entonces escribí, porque pienso que vienen como anillo al dedo en esta ocasión:

«…los políticos parecen no ser conscientes -o no quieren serlo- del despilfarro e ineficacias que se producen con las modificaciones administrativas bien se trate de fusiones, bien de divisiones de ministerios, y no digamos si se barajan múltiples áreas administrativas, y las direcciones generales que estaban en un departamento aparecen en otros o se cambian las competencias. En primer lugar, el derroche es inmenso en tiempo. Si todo cambio de gobierno conlleva una cierta parálisis de la Administración durante un lapso temporal, este se multiplica por diez o por veinte si además del titular del departamento y los lógicos cambios de altos cargos, se remodela también toda la estructura administrativa. Hay, por ejemplo, que corregir todas las órdenes de competencia, así como las estructuras presupuestarias y contables, lo que coherentemente implica una dilación –en el mejor de los casos– en la tramitación de los expedientes. Hay un proceso bastante largo hasta que la nueva estructura se asienta y la organización recupera su marcha de crucero.

Los caprichos o las ocurrencias de cada nuevo gobierno, dividiendo, juntando, troceando o pegando unidades administrativas, suelen salir carísimas. Se precisa cambiar todos los rótulos de los edificios, los membretes de oficios y resto de papelería. Deben revisarse un sinfín de contratos administrativos de servicios al incidir sobre unidades que se han transformado en otras. Se precisarán, con lo que ello supone, mudanzas y traslados de despachos y de edificios. Desde el punto de vista económico, especial gravedad tienen las modificaciones en los sistemas informáticos, ya que elevadas inversiones quedarán obsoletas con la nueva estructura y habrán de ser sustituidas por otras.

Todas estas modificaciones originan un alto coste en lo económico, pero también en el funcionamiento de los servicios porque resulta inevitable que durante bastante tiempo se produzcan cierta desorganización y desconcierto. Valga la anécdota que me contaba un alto cargo de Hacienda: cuando con Pedro Solbes se volvieron a unir los ministerios de Hacienda y de Economía, que se habían separado cuatro años antes en la segunda legislatura de Aznar, los subsecretarios de ambos departamentos aún estaban discutiendo por los despachos. Este tipo de reorganizaciones administrativas suelen constituir tan solo operaciones escaparate, pero lejos de ahorrar dinero al presupuesto incrementan el gasto y difícilmente pueden fundamentarse en la austeridad…».

Si esto es verdad en todo nuevo gobierno, al que en principio se le supone una permanencia de al menos cuatro años, qué decir en el caso del que se acaba de constituir que es parlamentariamente endeble y con un claro carácter provisional, orientado a convocar de forma más o menos inmediata nuevas elecciones. La cosa no tiene demasiado sentido a no ser que todo él sea tan solo una operación de marketing, en la que poco importan los resultados, y por tanto la pérdida de tiempo, en el convencimiento de que no se va a poder realizar nada y solo interesan los anuncios, los gestos, los guiños, las poses y la venta de la mercancía, orientado todo ello a obtener mejores resultados en las próximas elecciones.

El pasado 7 de junio todos los medios de comunicación prestaron una gran atención a los decretos de nombramientos de ministros que aparecían en el BOE, pero pocos, más bien ninguno, reparó en el real decreto que los precedía por el que se ponía patas arriba toda la Administración sometiéndola a una especie de caleidoscopio. El simple hecho de que casi todos los ministerios hayan cambiado de nombre implica ya un derroche en rótulos de edificios, en impresos, en oficios, en papelería en general y en modificaciones de programas informáticos.

El real decreto, como es normal en todos estos casos debido a la urgencia, solo concreta hasta el nivel de secretarías de Estado, quedando el resto de la organización administrativa a la espera de un desarrollo posterior de cada ministerio que en unos más y en otros menos, pero en todos se dilatará considerablemente (en Cultura y en Igualdad quizás no, porque tienen poco que desarrollar) y mientras tanto casi toda la Administración, en buena medida en el limbo.

Lo más interesante de este decreto es la disposición final cuarta que literalmente dice así: “El Ministerio de Hacienda realizará las modificaciones presupuestarias necesarias para dar cumplimiento a lo previsto en este real decreto”. Ahí es nada. Se trata de cambiar todo el presupuesto -que a estas alturas aún no se ha aprobado, y que por el camino que va no estará operativo ni al final del ejercicio. Presupuesto que tanto el PSOE como Podemos no quisieron ni negociar y que ahora por imperativo del PNV se van a comer con patatas (Rajoy dixit); eso sí, aderezado de otra manera. Los mismos caballos pero con distintos arreos. Claro que, a lo mejor, a este Gobierno solo le interesan los arreos. Cosas del marketing político.

republica-com 15-6-2018



PEDRO SÁNCHEZ, LA CABRA TIRA AL MONTE

PSOE Posted on Lun, junio 11, 2018 19:34:15

Resulta harto evidente que, desde el inicio de la legislatura, Pedro Sánchez ha tenido un único objetivo: llegar a ser presidente del Gobierno, lo que constituye una aspiración respetable para un líder político, siempre que espere conseguirlo mediante los votos de los ciudadanos y no a cualquier precio. El problema se encuentra en que los electores no han ido en la misma dirección y no le premiaron con resultados suficientes para aspirar de forma directa y normal a su ansiada meta.

La historia es de sobra conocida: su enroque en el “no es no“, y la negativa a toda negociación con el partido mayoritario -ya que un acuerdo con esta formación le impedía lógicamente ser presidente de gobierno-; su predisposición a pactar con cualquiera otro partido, fuese el que fuese, con tal de asegurarse su objetivo de llegar a la Moncloa; su intento de casar contra natura a dos formaciones antitéticas como Podemos y Ciudadanos; la necesidad de una nueva consulta electoral; la parálisis del país de cerca de un año sin gobierno y, por último, el intento de formar un gobierno Frankenstein, con el apoyo de los independentistas y en contra del Comité Federal de su partido, que se vio obligado a forzar su dimisión para abortar la operación.

Desde hace más de quince años, en múltiples artículos he venido criticando las primarias y mostrando los defectos que ocasionan en el funcionamiento de los partidos y en su estructura democrática. Por este sistema tan imperfecto Sánchez retomó el control del PSOE, pero esta segunda vez de manera autocrática y despótica. Es el gran vicio de las primarias, porque al ser investido el líder directamente por los militantes, se debilitan y casi desaparecen los órganos intermedios, de manera que las posibles discrepancias resultan casi inviables.

Durante cierto tiempo parecía que Pedro Sánchez había abandonado sus pasadas veleidades de formar un gobierno Frankenstein, tanto más en cuanto que la situación en Cataluña se hacía cada vez más dura y el independentismo había dado un golpe de Estado. Es más, aunque ciertamente a remolque, se mantuvo unido al resto de partidos constitucionalistas en las medidas a tomar respecto al golpismo.

Pero la cabra siempre tira al monte y, por lo visto, el secretario general del PSOE no había perdido la esperanza de llegar al gobierno y, consciente de que las encuestas no le eran favorables y por lo tanto tampoco el porvenir ante las próximas elecciones, ha retornado al viejo proyecto de hacerse con el gobierno, aunque sea apoyándose en los partidos catalanes, a pesar de que ya no solo eran independentistas sino también golpistas. Contaba ahora con la ventaja de que no era fácil que en su partido se produjese resistencia. De todos modos, la decisión se adoptó al margen y con total desprecio de la Ejecutiva y del Comité federal, en el entendido de que después de las primarias dichos órganos son tan solo una prolongación del secretario general.

Se trataba de buscar un pretexto, una coartada, y la ocasión se presentó con la primera sentencia de la Audiencia Nacional sobre el caso Gürtel. En realidad, la sentencia no dice nada nuevo que no se conociese ya. Es más, lo sabido y publicado es mucho más extenso que su contenido, puesto que este no hace referencia a la totalidad del caso. Incluso todo ello ya había sido utilizado por el propio Pedro Sánchez en las pasadas campañas electorales y seguramente tenido en cuenta por los votantes en los comicios de 2015 y 2016. En buena medida, por lo tanto, estaba ya descontado.

Por otra parte, conviene no confundir el plano penal y el político. Ahora que se habla tanto de no judicializar la política, es curioso cómo nos dejamos llevar por la ley del péndulo. En ocasiones, cuestionamos y denigramos las sentencias hasta el extremo de linchar a un tribunal (como en el caso de la manada) o de intentar descalificar y coaccionar a los jueces (como en el proceso contra los golpistas catalanes). Pero en otros casos como en el de la sentencia que nos ocupa se concede a todas sus aseveraciones y expresiones la condición de «palabra de Dios» que hay que creer como si fuese una verdad revelada. Las sentencias se deben acatar y respetar, pero también es posible disentir en ocasiones, sobre todo en aquellos aspectos que se salen de los términos estrictos de una sentencia penal, y no se basan en los hechos, sino que constituyen más bien juicios de valor.

Uno se sorprende al escuchar que se había creado una inmensa indignación ciudadana, un clamor popular acerca de que la situación era insostenible. El único griterío lo constituía el de Ciudadanos que, ante los buenos augurios de las encuestas, reclamaban elecciones anticipadas. ¿qué había cambiado del 23 al 24 de mayo para que se produjese tal cataclismo?. ¿De verdad creemos que el mayor problema de los ciudadanos se encuentra en unos hechos que por muy corruptos que fuesen se produjeron en dos ayuntamientos de Madrid hace quince años? Lejos de mi intención disculpar la corrupción del Partido Popular, pero tampoco me gusta que me engañen o me tomen por tonto, y que utilicen una sentencia judicial que apenas añade nada a lo ya sabido como excusa para tapar la ambición del secretario general del PSOE y para justificar su pacto espurio con los golpistas. La corrupción es sin duda una lacra, pero no solo ni principalmente la narrada en esta sentencia, sino la que ha afectado desde el primer momento de la Transición a casi todos los partidos que han gobernado en Ayuntamientos y en Comunidades Autónomas, y habitualmente en proporción directa al tiempo que lo han hecho.

Que la sentencia es un pretexto aparece de forma bastante clara cuando quien la ha usado es el secretario del partido socialista. No se trata, tal como se dice, de poner el ventilador, pero si se colocasen en un platillo los casos de corrupción del PSOE desde los principios de la democracia y en otro los del PP resultaría difícil saber cuál de los dos pesaría más. Y si hablamos de financiación irregular, la mayoría de los partidos de uno o de otro modo la han practicado. Para no irnos muy lejos, ¿qué es el caso de los ERE sino un sistema de dopaje? Los recursos que estaban dedicados a los parados se han dirigido al clientelismo, es decir, un medio para conseguir adhesiones y votos. Pedro Sánchez se desliga del tema dando a entender que es un problema de Andalucía o de los dos presidentes que han dimitido; pero si se profundiza en el tema, Sánchez sería como mínimo participe a título lucrativo, ya que dicho clientelismo no solo ha servido para obtener mejores resultados en la Comunidad Autónoma sino también en las elecciones generales en las que él aparecía como candidato a presidente del gobierno.

La prueba de que la sentencia se utiliza como pretexto es que mientras Sánchez proponía que se censurase al PP por corrupción, pedía el voto al partido más corrupto de España, el del 3%, el de la familia Pujol, el que durante más de treinta y cinco años ha saqueado las finanzas públicas no solo para enriquecerse, sino para ir creando estructuras independentistas y supremacistas, en buena medida xenófobas, que preparasen una futura secesión. Incluso Esquerra, que se jacta de su honradez y pureza, ha sido cómplice, al menos en la última temporada, de esta corrupción que es de las peores, no solo por la cantidad de fondos empleados, sino por las graves consecuencias y resultados que acarrea.

A estas alturas no puedo por menos que suscribir las palabras de Rodríguez Ibarra: «El independentismo me preocupa mucho más que lo que haya robado el PP». Hay problemas más graves que la corrupción, sobre todo cuando esta se ha cometido hace quince años y no parece que pueda repetirse. La integridad territorial es desde luego uno de ellos y de los más importantes, no por cierto patrioterismo o nacionalismo españolista, sino porque, como certeramente ha afirmado Alfonso Guerra, detrás de la unidad está la igualdad. A lo que habría que añadir que detrás del Estado se encuentran la política redistributiva y social.

Por escandaloso que aparentemente pueda parecer, lo más negativo de la actuación de un político no se encuentra en la posible corrupción, al menos en el sentido restrictivo en que lo hace el Código Penal. La ineptitud, la estulticia, la incompetencia y el sectarismo en un gobierno pueden tener consecuencias mucho más negativas para la ciudadanía que lo que entendemos vulgarmente por corrupción. Otra cosa es el juicio ético o penal que merezca tal comportamiento. El 7 de mayo del 2015 en este mismo diario digital escribía un artículo que titulé «Los dos Ratos». Criticaba yo entonces la tesis mantenida por algunos comentaristas de diferenciar entre el Rato gran artífice de la economía nacional entre los años 1996 y 2004, que sería acreedor a todo tipo de elogios y el otro, el Rato de Bankia, de las tarjetas opacas y de las cuentas en Suiza, que merecería todo tipo de reproches, vilipendios y anatemas. Discrepaba profundamente, porque los errores y los pecados sociales del primer Rato serían mayores, a mi juicio, que los del segundo, pues, en su calidad de responsable económico, inició un proceso que introdujo a la sociedad española en una ratonera de la que aún no hemos salido por completo, y que ha producido enormes y numerosos daños y costes sociales y económicos.

Ni la corrupción ni la sentencia están en el origen de la moción de censura que se celebró a finales de la semana pasada. Son exclusivamente la excusa. La verdadera razón se halla en la ambición mostrada desde el primer día por Pedro Sánchez, dispuesto a conseguir la presidencia del Gobierno, aunque fuese con el voto de los independentistas, y en el deseo de estos de librarse de Rajoy. Sánchez simplemente ha retomado su objetivo de hace dos años y que el Comité federal de su partido no le permitió acometer.

A pesar de su reiterada autoproclamación de hombre de Estado e incluso de su apoyo al art 155, su postura ha estado siempre regida por la ambigüedad y por el seguimiento al PSC. El PSC ha venido siendo uno de los factores de inestabilidad del PSOE y que le ha arrastrado a las situaciones más críticas, una verruga difícil de controlar. Estuvo detrás de los enormes errores cometidos por Zapatero con respecto al Estatuto de Cataluña, aprobando un texto inconstitucional y que ha sido en buena parte el origen de los conflictos con los nacionalistas. El PSC ha estado detrás de la ambigüedad que ha mostrado siempre Pedro Sánchez, con discursos como el de nación de naciones o situándose durante mucho tiempo en una extraña equidistancia: si bien criticaba duramente al independentismo, no lo hacía nunca sin censurar al mismo tiempo al Gobierno, acusándole de no hacer política en Cataluña. Hasta el último momento, cuando ya la declaración de la independencia era un hecho, estuvo oponiéndose a la aplicación del artículo 155. El PSC también ha estado detrás de que Sánchez abogase y forzase una aplicación mitigada de dicho artículo y por el plazo más breve posible.

En esta ocasión, no ha disimulado y ha pedido directamente el voto a los nacionalistas. Lo ha conseguido y ya es presidente del Gobierno. Los sanchistas afirman que no ha habido pactos y que no se ha pagado ni se va a pagar precio alguno. Difícil de creer. Al menos con el PNV se ha pactado, que se sepa, el mantenimiento de los presupuestos (esos presupuestos, que según afirmaba el partido socialista nunca podría votar) y la no convocatoria inmediata de elecciones. No habrá habido pactos, pero Pedro Sánchez desde la tribuna no ha dejado de hacer guiños a los secesionistas, comprando por ejemplo el relato independentista acerca del último estatuto y prometiendo su modificación para incorporar la parte declarada inconstitucional en su día. Pero, mientras tanto, el golpe de Estado continúa activo. Nadie ha renegado de la declaración unilateral de independencia, y el muy honorable y xenófobo presidente de la Generalitat reta permanentemente al Estado.

Haya habido o no haya habido pactos, Sánchez debería preguntarse por qué los golpistas le prefieren a Rajoy o a Rivera. No creo que el motivo sea la corrupción ¿Qué esperan de él? Es más, cabría interrogarse acerca de por qué Torra se encontraba gritando en la puerta de Ferraz a favor de Pedro Sánchez (según aparece en la famosa foto) en la noche que el Comité federal defenestró al hoy presidente del Gobierno. ¿Los parlamentarios socialistas se han parado a pensar que todos los que votaron a favor de Sánchez, excepto ellos, supuestamente, defienden el derecho de autodeterminación?

El otro día en la moción de censura, Aitor Esteban inició su intervención en tono irónico, riéndose del gran Estado español cuyo Gobierno estaba pendiente de los cinco diputados del País Vasco. Comentario humillante, pero cierto. El Gobierno de España lo han decidido quienes no creen en España y quieren separarse de ella, los que pretenden romper el Estado español. Es mentira que a Rajoy le haya echado la corrupción, por muy grande que sea la del Partido Popular. No creo yo que la corrupción preocupase mucho al PDeCAT. A Rajoy le han desalojado de la Moncloa los secesionistas, que piensan sentirse más cómodos y tener más oportunidades con Pedro Sánchez. Al nuevo presidente de Gobierno lo han nombrado los mismos que en Cataluña designaron al xenófobo Torra. Quizás sea verdad que haya que modificar la Constitución, pero para impedir que los que quieren destruir el Estado sean los que decidan precisamente sobre el Estado. El tiempo dirá cómo termina la aventura, pero si yo fuese militante socialista no estaría nada contento. Es muy posible que el pasado sábado el PSOE haya iniciado una carrera hacia su total desaparición.

Para los que consideramos perversa la Unión Monetaria, pero también sabemos que es difícil, casi imposible, que un país en solitario pueda abandonar el euro, tal vez encontremos en todo esto un efecto colateral positivo. Y es que entre lo de Italia y lo de España cabe la posibilidad de que la moneda única comience a desquebrajarse. A lo mejor, hay que terminar dando las gracias a Pedro Sánchez.

republica.com 8-6-2018



CATALUÑA Y LA PERVERSIÓN DEL LENGUAJE

CATALUÑA Posted on Dom, junio 03, 2018 23:25:09

Resulta de sobra conocido que el lenguaje no es neutral. Es más, a menudo constituye un arma valiosa a la hora de conformar la realidad. Quien controla el lenguaje es fácil que controle la ideología y, con ella, la sociedad. Fue George Orwell quien de forma más clara se refirió a la perversión del lenguaje cuando en su novela “1984” habló de la neolengua impuesta por el Gran Hermano.

Los independentistas son auténticos artistas en la perversión del lenguaje. A base de repetir determinadas palabras o frases, han conformado un relato que nada tiene que ver con la realidad, pero que intentan imponer como verdad incontestable. Así, hablan de Cataluña como colonia cuando constituye una de las Comunidades Autónomas más ricas y con más competencias de España; como región oprimida, lo que choca con el nivel de su renta per cápita y de su autonomía. Han reescrito la historia falsificándola y construyendo las farsas más disparatadas e ilusorias. Presentan al Estado español como opresor, tiránico, le acusan de no respetar los derechos humanos. Denominan presos políticos a quienes han dado un golpe de Estado de carácter xenófobo y supremacista… Y no se sabe cuántas burdas mentiras más que quizás puedan confundir en el extranjero donde la información es escasa, pero resulta impensable que puedan tener algún crédito en el interior.

Pero, además de estas falsificaciones tan chapuceras del lenguaje, los independentistas realizan unas más sibilinas y menos toscas que, de forma inconsciente, pueden terminar por ser asumidas en el discurso de los no separatistas, y convertirse en un error generalizado que dé lugar a tergiversar la realidad. Los secesionistas hablan siempre de España y de Cataluña como términos disyuntos, sin que uno contenga al otro. Cataluña no es España. Lo que subyace detrás de este lenguaje es la pretensión de establecer un terreno de juego igualitario en el que se enfrenten o dialoguen de igual a igual dos entes soberanos. Pues bien, es frecuente que desde las tertulias o desde las informaciones periodísticas se caiga en este mismo error, y se emplee el término «España» o «españoles» en aquellas ocasiones en las que debería hablarse del «resto de España» o del «resto de españoles», ya que lo que se pretende es contraponerlo a Cataluña o a catalanes. El error puede parecer insignificante, pero contiene una fuerte carga ideológica.

En esa operación de pervertir el lenguaje, los secesionistas procuran hablar siempre en nombre de Cataluña o del pueblo catalán cuando todo lo más se pueden erigir en portavoces del 50% de los catalanes. A menudo, en los medios de comunicación de Madrid o del resto de España se comete el mismo error y, lejos de hablar de los independentistas catalanes, hablamos de Cataluña o de los catalanes, concediéndoles una representación y universalidad que no poseen.

Más enjundia si cabe se produce a propósito de las actuaciones judiciales en España y fuera de España con respecto a los procesados y a los huidos. El independentismo, con el afán de internacionalizar el proceso y de llevar el ascua a su sardina, se empeña en denigrar a los jueces y fiscales españoles, poniendo en duda su independencia (en realidad, se ha llevado a cabo el linchamiento de alguno de ellos) y ensalzando a los tribunales extranjeros que intervienen en las extradiciones. Es lógico que los secesionistas echen las campanas al vuelo ante cualquier actuación que pueda considerarse un revés en la tramitación de las euroórdenes. Y es aquí donde se encuentra la perversión del lenguaje, porque esos reveses se consideran una bofetada al Tribunal Supremo español y se habla de que “los tribunales europeos han desautorizado a la justicia española”.

Una vez más se juega con las palabras, porque solo el Tribunal Europeo de Derechos Humanos con sede en Estrasburgo y El Tribunal de Justicia de la Unión Europea con sede asimismo en Luxemburgo pueden considerarse justicia europea y con competencia suficiente para rectificar las sentencias de los tribunales de los distintos países miembros. El proceso judicial de los acusados por rebeldía en el Tribunal Supremo se encuentra tan solo en fase de instrucción y queda pues por recorrer un largo camino en el que, además, se pueden producir múltiples cambios antes de que se pronuncien los tribunales europeos. Hasta ahora, los jueces y fiscales que han intervenido tan solo pertenecen (y no con una categoría muy sobresaliente) a algunos de los países europeos, aquellos a los que por uno u otro motivo han ido a parar los fugados. En ningún caso se les puede identificar con la justicia europea con mayúscula, tal como se pretende jugando con las palabras. Su cometido es pronunciarse únicamente acerca de si se dan las circunstancias para ejecutar la euroorden e incluso, en algunos casos como el de Bélgica, su decisión ha recaído exclusivamente sobre aspectos formales.

De cualquier modo, es comprensible que los soberanistas jueguen con las palabras para retorcer la realidad y mantener así su tesis de la intrínseca maldad y parcialidad de los jueces españoles y de cómo desde Europa los dejan en ridículo. Pero lo que no es tan explicable es que los no independentistas, articulistas, tertulianos y demás creadores de opinión terminen asumiendo este discurso y hablen de la bofetada que la justicia europea ha dado al juez Llarena y de cómo lo han desautorizado. Se dejan arrastrar por el mismo error que cometen conscientemente los secesionistas al denominar justicia europea, y concederle por tanto un puesto preeminente, a cualquier juez, por secundario que sea, de más allá de los Pirineos.

Las razones del soberanismo para distorsionar de este modo la realidad están claras, pero ¿cuáles son los motivos para que los que supuestamente están en contra del independentismo mantengan la misma postura? Quizás la explicación se encuentre en el tradicional complejo de inferioridad de los españoles y que por lo menos se remonta a la generación del 98 e incluso antes. Ya en 1833, Larra publicaba un artículo cuyo título, “En este país”, era expresivo de la costumbre de explicar cualquier problema por los defectos y carencias de España y de creer que las situaciones y circunstancias siempre son mejores en los otros países.

Larra en ese artículo se inventa un interlocutor, don Periquito, que se queja de casi todo, y añade siempre una coletilla: “cosas de España”. En este país, según él, no se lee ni se sabe escribir. Se queja de que no hay policía en este país. Es un país de ladrones. Porque en Londres no se roba, apostilla Fígaro. En este país no hay limpieza. En el extranjero, por el contrario, no hay lodo, señala Larra. Aquí no hay buenos teatros, y ¡qué cafés los de este país! Y así proseguía don Periquito sin encontrar una cosa buena en España y suponiendo, aunque apenas hubiese salido al extranjero, que todos esos males en otros países no sucedían.

Muchos años han pasado desde la época en que escribía el pobrecito hablador y mucho ha cambiado España en todos los aspectos desde entonces. Sin embargo, continúan existiendo don Periquitos que creen que la corrupción solo existe en España, que piensan que en el extranjero los jueces y fiscales son absolutamente independientes y neutrales, que solo en España el consumidor está indefenso ante los multinacionales, que las puertas giratorias no funcionan en otros países, etc., etc. En ningún país de Europa sucedería esto, afirman a menudo y con aplomo. Curiosamente son los extranjeros que vienen a España los que quizás mejor sepan reconocer las virtudes y bondades que tiene nuestro país, y los que más relativizan nuestros vicios, conscientes de que no son ni más ni menos que los de los demás países.

Nada más entrar en la Comunidad Económica Europea, España se situó a la cabeza de todos los miembros en cuanto a europeísmo se refiere. Los índices de aceptación eran altísimos. Esta positiva valoración de los ciudadanos, que ha caracterizado nuestro proceso de integración desde 1986 y que lo ha mantenido al margen de todo cuestionamiento, hunde sus raíces en esa admiración bobalicona, que da por bueno, sin examen previo, todo aquello que provenga de más allá de nuestras fronteras. Después de muchos años de aislamiento, después de largo tiempo de sentirnos rechazados, de creernos el adagio francés de que África comienza en los Pirineos, nuestra incorporación a la Comunidad Económica Europea nos llenó de orgullo. Nos acercamos a Europa agradecidos, sin estar seguros de merecerlo; acomplejados, hicimos el firme propósito de demostrar a nuestros vecinos que nadie nos gana a europeizantes.

Este sentimiento ha perdurado en los últimos treinta años. Y en la actualidad, existe aún mucho don Periquito que, ante cualquier divergencia entre los órganos judiciales de nuestro país y los de cualquier país extranjero, no dudan en otorgar la razón a estos últimos aun cuando sean de cuarto orden; es más, conceden a sus actuaciones el carácter de canon con el que medir las decisiones de los tribunales españoles. Dentro del pensamiento de los Periquitos actuales no cabe la menor posibilidad de creer que las dificultades surgidas en los procesos de extradición de los golpistas catalanes se deban a los defectos de diseño y funcionamiento de la Unión Europea. Si la euroorden no funciona es porque los jueces españoles son unos chapuceros.

La perversión del lenguaje adquiere a menudo tonos más amables, pero también más hipócritas. Las afirmaciones se disfrazan de buenas intenciones y de objetivos loables. Eso es lo que ocurre, por ejemplo, con la propuesta de Pedro Sánchez de reformar el artículo 472 del Código Penal. No es que este artículo no debiera ser reformado, todo lo contrario. Es un engendro de difícil interpretación, que crea confusión e introduce toda clase de dudas acerca de cómo hay que entender el término violencia. El problema radica en el «cuándo» el secretario general del PSOE propone su reforma y en los motivos que alega para acometerla. No parece que sea este el momento más a propósito, ya que se puede entender que con la redacción actual no cabe acusar a los golpistas de rebelión, cuando hoy por hoy sí lo está haciendo el juez instructor. Por supuesto que el proceso está en sus inicios y no se sabe cuál será la calificación definitiva, pero por eso mismo no parece prudente que el secretario general del PSOE tome partido y no deje trabajar a los tribunales.

Antes de lanzarse por la pendiente de la moción de censura, de la que hablaremos otro día, Pedro Sánchez para respaldar su propuesta ofrece un razonamiento aparentemente bastante convincente, basado en la historia. Nuestro Código Penal al tipificar el delito de rebelión estaba pensando en los golpes de Estado militares, al estilo de los que se habían producido a lo largo de la historia de España en los siglos XIX y XX: pero la realidad ha cambiado, los golpes de Estado ya no los cometen los espadones sino los presidentes de las Comunidades Autónomas, por lo que se hacía preciso cambiar la legislación.

Todo muy lógico, si no fuera porque los hechos no lo confirman. El requisito de violencia no se encuentra ni en el Código Penal de finales del siglo XIX ni en el de los primeros años del XX ni en el de la I República ni durante el franquismo. Se introduce precisamente en 1995 cuando han transcurrido veinte años de democracia y ha desaparecido toda amenaza golpista por parte del ejército integrado ya en la OTAN. Es el último gobierno de Felipe González con Belloch de ministro de Justicia el que reforma el Código Penal y elimina el artículo 214, cuyos orígenes se remontan al menos a 1900 y que estipulaba: “Son reos de rebelión los que se alzaren públicamente para cualquiera de los fines siguientes…”. El punto 5 decía expresamente: “Declarar la independencia de una parte del territorio nacional”. El precepto no exigía ningún requisito de violencia.

La llamada reforma Belloch establece, en cambio, el art 472, en el que se requiere para el delito de rebelión que el levantamiento sea violento. Y como explica quien se autodenomina redactor del artículo, el carácter de violento se introdujo por una enmienda aprobada por el grupo socialista y el de Izquierda Unida, y parece ser que bajo la presión de PNV y Convergencia. Tras los acontecimientos posteriores, uno tiende a pensar que los nacionalistas sabían muy bien lo que hacían. Es de suponer que PSOE e IU, no.

republica.com 1-6-2018



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