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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

ES EL ESTADO, ESTÚPIDOS, ES EL ESTADO

CATALUÑA Posted on Lun, septiembre 17, 2018 18:28:30

Como es sabido, el 27 de octubre de 2017 el Parlamento de Cataluña, en una sesión en extremo insólita (se ausentaron de la Cámara Ciudadanos, PP y PSC), aprobaba la declaración unilateral de independencia, que tan solo fue leída por la presidenta de la mesa sin intervención de miembro alguno del Govern. Pocas horas después, Rajoy anunciaba la entrada en vigor en Cataluña del artículo 155 de la Constitución, con un punto sorpresa, el de convocar elecciones autonómicas para el 21 de diciembre siguiente. En una tribuna dedicada a analizar la problemática del citado artículo y publicada en este mismo diario digital el 2 de noviembre, señalaba yo los riesgos que podían derivarse de esa convocatoria tan apresurada:

«Quizás haya que buscar en estos escrúpulos del PSC y en el oportunismo de Ciudadanos -formación que cree tener buenas expectativas electorales- la urgencia en convocar desde el primer momento elecciones autonómicas. Convocatoria a todas luces precipitada y a ciegas porque se desconoce la situación en la que la sociedad catalana puede encontrarse dentro de 54 días. Se supone que el objetivo del artículo 155 no es la convocatoria, de cualquier modo, de elecciones, sino el regreso a la legalidad. La convocatoria de elecciones es tan solo el final lógico de esa normalidad conseguida, pero no puede precederla… La convocatoria de elecciones para una fecha tan próxima, el 21 de diciembre, plantea muchos interrogantes. Tras lo que ha costado llegar hasta aquí, no parece razonable quedarse a mitad del camino y encontrarnos con que a los tres meses estamos de nuevo en el inicio del problema… Son muchos años de errores, de cesiones y de inhibiciones del Gobierno español y de sectarismo de las instituciones catalanas… Sin duda, no es fácil invertir todo esto y menos a corto plazo… Existe, desde luego, el peligro de que se quieran convertir de nuevo estas elecciones de autonómicas en plebiscitarias, y si los resultados son los mismos, de que retornemos al principio».

Por desgracia, los pronósticos se cumplieron. Los partidos independentistas, aunque perdieron en votos, ganaron en escaños (cosas de la ley electoral) y eso fue suficiente para que les faltase tiempo para interpretar en clave plebiscitaria que los comicios les habían dado la razón, lo que transmitía los peores augurios para el futuro. Unos días después de las elecciones (el 28 de diciembre) me preguntaba de nuevo desde este mismo diario ¿y ahora, qué? y manifestaba mi creencia de que se iban a producir múltiples contradicciones y situaciones caóticas:

«Lo cierto es que el hecho de haber convocado con tanta premura las elecciones nos adentra en una situación kafkiana, difícil de asimilar. Quiérase o no, se van a entremezclar los sucesos políticos y los judiciales… Nadie discute que los jueces deben actuar con criterios estrictamente jurídicos y al margen de cualquier suceso político. Los votos pueden lavar en todo caso la responsabilidad política, pero nunca la penal. No obstante, eso no es óbice para admitir que la situación va a ser en extremo complicada y que los sediciosos van a querer utilizar los resultados electorales para librarse de las condenas…».

Todo esto era previsible, así como que se entablaba una partida de ajedrez sumamente compleja; lo que no estaba previsto es que uno de los jugadores a mitad de la partida se cambiase de bando y además se llevase las fichas y el tablero. La actitud saltimbanqui de Sánchez, que a los tres días de llamar xenófobo a Torra se apoya en los golpistas para llegar al gobierno, crea un escenario tan sumamente distorsionado que nada es lo que parece y se pueden producir las mayores incongruencias, comenzando por la mayor de ellas, la de estar obligados a preguntarnos ante cada acontecimiento en qué bando están situados Sánchez y su Ejecutivo. En el tema de Cataluña todas sus posturas han pasado a ser sospechosas, al tener que apoyarse en los sediciosos para mantenerse en el poder y para dar cualquier paso en sus actuaciones de gobierno.

De ahí en adelante, lo que se quiera. Llevamos tres meses de desatinos. Los golpistas, custodiados en las cárceles que dirigen los golpistas; el representante del Estado en Cataluña que afirma que hay que destruir el Estado, y que pretende vetar la presencia del jefe del Estado en Cataluña; golpistas huidos que cobran un sueldo del erario público; Ayuntamientos e instituciones haciendo proclamas públicas a favor del golpe y colocando todo tipo de señales con claro sentido denigratorio del Estado; la policía que actúa con total pasividad frente a los que ponen lazos insultando a España, pero identifican y confiscan el material a los que se deciden a quitarlos. Podríamos continuar con la relación, pero todo esto es de sobra conocido y nos quedaríamos siempre cortos.

No obstante, se ha producido un acontecimiento que, por su extrema trascendencia y por las consecuencias que puede tener de cara al futuro, hay que situar en primer plano. Me refiero a la demanda judicial en Bélgica contra el juez Llarena y todo lo que la ha rodeado. No insistiré en el comportamiento anormal de la justicia belga dando curso a una demanda civil que no tiene ni pies ni cabeza, presentada por unos ciudadanos “españoles” prófugos de la justicia “española” que aparentemente denuncia a un magistrado del Tribunal Supremo de “España”, casualmente el que le está juzgando en un proceso penal, pero que en realidad es un panfleto contra el Estado “español”, que se supone miembro de la UE. ¿Qué pinta la justicia belga en todo esto? En Bélgica todo es posible, y en la UE también. ¿Pero cómo quieren que no se incremente el euroescepticismo?

Pero más allá de Bélgica y de la UE, la profunda gravedad del tema reside en la reacción del Gobierno y, por qué no decirlo, también de la formación política Podemos. El Consejo del Poder Judicial (CPJ), como no podría ser de otra forma, concedió amparo al juez Llarena, en un escrito sumamente duro en el que mantiene que la denuncia presentada tiene como único fin condicionar e influir en futuras resoluciones judiciales. Considera difícil que pueda existir una actuación que vulnere de forma más flagrante y burda la independencia de un magistrado español y añade que cuando se cuestionan de tal modo los actos llevados a cabo por el magistrado, se cuestiona también la esencia misma de nuestro Estado de Derecho. El CPJ comunicó su escrito a los Ministerios de Asuntos Exteriores y de Justicia “para que adoptasen las medidas necesarias para asegurar la integridad e inmunidad de la jurisdicción española ante los tribunales del Reino de Bélgica”.

Es difícil pronunciarse acerca del celo que el Ministerio de Asuntos Exteriores se haya tomado en el empeño (el mundo diplomático siempre es recóndito y difícil de descifrar), pero lo que sí se sabe es que la eficacia conseguida frente al Gobierno belga ha sido más bien escasa, por no decir nula, lo que puede ser un toque de atención para todos aquellos entre nuestros gobernantes que van jactándose de ocupar un puesto muy relevante en el ámbito europeo. Lo que, sin embargo, sí ha hecho saltar todas las alarmas ha sido la postura adoptada por el Ministerio de Justicia que, mediante un comunicado, se desentendía de la defensa del juez Llarena, con la excusa de que la demanda se dirigía contra manifestaciones privadas del magistrado.

La ministra, incomprensiblemente, caía en la trampa urdida por los golpistas que, para atacar al Estado español y negar su carácter democrático y de derecho, se valían de una triquiñuela jurídica, demandando civilmente al juez español. Es evidente que a quien se demanda no es a Pablo Llarena, ciudadano, sino a Llarena, magistrado del Supremo e instructor de la causa que se sigue contra los golpistas. Es incuestionable que solo así, en su calidad de magistrado, el juez Llarena podría haber infligido el daño que se le atribuye sobre el honor, sobre la integridad moral y sobre el fundamento de la acción política de los demandantes. Las manifestaciones de Llarena a los medios de comunicación del 22 de febrero pasado en Oviedo se citan en la demanda tan solo como coartada y como ejemplo de la falta de imparcialidad del juez, pero esa falta de imparcialidad, suponiendo que la hubiese habido, poca importancia podría tener si Llarena fuese tan solo Pablo Llarena y no magistrado del Supremo, o no estuviese llevando la instrucción de los golpistas. Las palabras del juez, aun trastocadas de forma torticera, eran de lo más inocuo. ¿Se podría esperar que afirmase que en España había presos políticos?

Es más, dado que, en España, digan lo que digan los sediciosos, el Estado de derecho es en extremo garantista y existen infinidad de recursos, recursos cuya totalidad han ido utilizando y perdiendo los sediciosos, el juez Llarena solo podría haber cometido las felonías de que se le acusa contando con la complicidad de la Fiscalía y de todo el Tribunal Supremo. Se precisaba, por tanto, elevar el tiro por encima del magistrado y acusar a todo el sistema judicial y al Estado, presentándolo como no democrático y violador de los derechos fundamentales. La demanda es casi un panfleto que no escatima insultos y descalificaciones sobre el Estado español, hasta el punto de compararlo con Kazajstán. Hemos llegado al verdadero quid de la cuestión, la intención de los sediciosos es la de utilizar a la justicia belga para montar una farsa que desprestigie y desacredite internacionalmente a la democracia española. Lo indignante es que la justicia belga entre en el juego, y más irritante aún que la ministra, no se sabe con qué intenciones, minimizase el tema y lo quisiera convertir en un asunto privado del juez Llanera. Es el Estado, estúpidos, es el Estado.

El intolerable comportamiento de la ministra no se puede atribuir a la ignorancia, ya que contaba sobre su mesa con dos informes, uno de la Abogacía del Estado de su propio departamento y otro de la Abogacía General del Estado (antiguamente, Dirección General de lo Contencioso), y ambos dejaban perfectamente clara la intención de la demanda y la necesidad de que el Estado se personase no solo en defensa del Estado español, sino del juez Llarena, porque resultaba imposible separar una de la otra. Especial importancia reviste el informe de la Abogacía General del Estado, ya que la competencia de este órgano, al igual que la de la Intervención General del Estado, trasciende el ámbito de un ministerio para insertarse en el de la totalidad del Gobierno. En escasas ocasiones un ministro se ha atrevido a actuar contradiciendo un dictamen de la Abogacía General del Estado. El sectarismo de la ministra ha llegado hasta el extremo de indignarse porque tales informes se habían filtrado e iniciar una verdadera caza de brujas, sin percatarse de que tales documentos deben ser públicos y conocidos.

No es extraño, por tanto, que la decisión de la ministra incendiase a la totalidad del mundo judicial. Jueces y fiscales mostraron por todos los medios su disconformidad y descontento. Esta movilización se debe, sí, al convencimiento de que la defensa del Estado español exigía la defensa del magistrado, pero también a una razón práctica de justicia. La decisión del Ministerio representaba un antecedente muy peligroso. Cualquier delincuente a partir de ese momento, para defenderse, podría actuar judicialmente contra jueces y fiscales y estos en su ejercicio como servidores públicos no contarían para su defensa con el apoyo del Estado. En el extremo, esta situación de indefensión podría influir en la independencia judicial. Es más, de alguna manera es posible que la intranquilidad se extienda a otros colectivos de funcionarios como inspectores de Hacienda, inspectores de Trabajo, etc.

Ante el incendio producido, la vicepresidenta asumió el puesto de bombero que, como es habitual y nos tiene acostumbrados desde su época de ministra con Zapatero, empeoró la situación al intentar solucionar el entuerto. Afirmó que la defensa del juez Llarena no correspondía al Gobierno, sino al CPJ, ignorando que existía un convenio firmado con este órgano constitucional por el que el Gobierno se hacía responsable, mediante la Abogacía del Estado, de la defensa de los jueces.

Al final, el Gobierno ha tenido que corregirse a sí mismo y prometer que va a defender con todos sus medios al juez y al Estado, pero la rectificación no aleja las preguntas ni las sospechas. ¿Cuál ha sido la razón de un comportamiento tan sectario del Gobierno? La versión más inocua sería pensar que obedece a los rencores personales de la ministra contra el Supremo, derivados de su amistad con el juez Garzón. Desde luego, ciertas actuaciones posteriores, como dar a conocer el contrato firmado con el despacho de abogados encargados de la defensa en Bélgica, así como su importe, haciendo pasar lo que era una provisión de fondos por un precio definitivo, y lo que va orientado a proteger en el extranjero los derechos y la soberanía del Estado español por el precio de la defensa de LLarena, dan lugar a ello. Parece bastante claro que la ministra pretendía alentar las críticas y exabruptos de los demagogos, aquellos que actúan como si fueran la sucursal de los golpistas en el resto de España.

Pero puede haber una versión más preocupante. La intención del Gobierno de ir preparando el camino para un cambio de rumbo en el proceso, mediante la corrección en las calificaciones de la Fiscalía y de la Abogacía del Estado. Habrá quien afirme que esto es pensar tendenciosamente, pero también dijeron en su momento que Sánchez no llegaría jamás al Gobierno con el apoyo de los independentistas (entonces aún no eran golpistas), pero llegar, ha llegado, y se mantiene gracias a ellos.

republica.com 13-9-2018



LA INMIGRACIÓN EN EL CAOS EUROPEO

EUROPA Posted on Lun, septiembre 10, 2018 20:06:43

La semana pasada en este diario digital terminaba yo un tercer artículo sobre la inmigración, señalando la conveniencia de dedicar otro, un cuarto, a encuadrar el fenómeno en la Unión Europea. Adelantaba ya el temor de que lo que debía ser la solución fuese más bien el problema, y es que por desgracia estamos acostumbrados a que en la UE todas las cuestiones se enredan y se agravan debido a que es y no es, quiere serlo, pero no puede. Se establece la libre circulación de capitales, pero no se armonizan los sistemas fiscales, laborales y sociales; quiere ser Unión Monetaria pero no acepta ni la integración presupuestaria ni la política; en teoría, elimina las fronteras, pero pone condiciones y límites al libre tránsito en su territorio de extranjeros y emigrantes, y cada sistema judicial camina por su cuenta, y desconfía de los otros.

Buena prueba de esto último la estamos sufriendo los españoles, cuando después de soportar algo tan grave como un golpe de Estado, los jueces de algunos países, retorciendo los acuerdos europeos, están poniendo toda clase de trabas a la extradición de los presuntos delincuentes; y no es que su justicia sea más garantista que la de España, como pretenden los golpistas. Cualquiera de ellas hubiese actuado de manera más contundente ante la rebelión de los gobernantes de una parte de su territorio. Es simplemente que las poblaciones y las instituciones de los países del Norte están impregnadas de supremacismo, desprecian a las del Sur y creen que les pueden dar lecciones de todo, aunque algunos hayan parido el nazismo y otros vivan del dinero negro.

La Unión Europea, especialmente después de la ampliación, es un mosaico de países tan heterogéneo que parece imposible que se pongan de acuerdo en algo y más difícilmente que puedan caminar hacia la constitución de un Estado, aun cuando este fuese federal. Lo peligroso en las integraciones económicas y políticas es hacerlas a medias. ¿Cómo puede conjugarse el espacio Schengen con que cada país se arregle por su cuenta en materia de emigración y con que los jueces de algunos países se crean mejores, más demócratas y estén dispuestos a desautorizar y reírse de los de los países vecinos? ¿Cómo se puede pretender integrar los aspectos comerciales financieros y monetarios y mantener al mismo tiempo secuestrados en los Estados nacionales los políticos, sociales y fiscales?

El 14 del mes pasado en el diario El País, Olivia Muñoz escribía un artículo titulado «Una Europa con futuro». Resumía su tribuna con la siguiente entradilla: «La inmigración y el federalismo son las mejores estrategias para mantener el santuario europeo de derechos y libertades. La Unión fiscal y un presupuesto común son las condiciones «sine qua non» para garantizar la sostenibilidad de la Eurozona». Si traigo a colación este artículo es porque me parece un buen ejemplo del buenismo que impregna gran parte del discurso europeo.

La Real Academia de la Lengua define buenismo como «la actitud de quien ante los conflictos rebaja su gravedad con benevolencia o actúa con excesiva tolerancia». El 25 de agosto Lucía Méndez, en un artículo titulado «La moda de ser malvado», tiende a confundir esta palabra con el superlativo de bueno, al reprochar que hoy en día, parece que ser malo es lo bueno y que el término buenismo se ha convertido en un insulto y un oprobio que descalifica por completo al interlocutor. Pienso que la descalificación no proviene del hecho de ser bueno, sino del de efectuar planteamientos optimistas, voluntaristas e irreales. En ese sentido lo empleo.

Hace bien la señora Muñoz en unir el problema de la emigración a la idea de un Estado federal, porque si Europa lo fuese, el asunto de la emigración, como casi todos los problemas a los que se enfrenta la Unión Europea, presentaría una solución casi inmediata. La cuestión es que Europa no lo es, y me temo que nunca lo será. De ahí mi calificativo de buenismo. El artículo, para mostrar la conveniencia de la inmigración, recurre al envejecimiento de la población que se está produciendo en todos los países de la UE. El fenómeno, sin duda, es innegable. Ningún país de los 28 de la Unión Europea presenta una tasa de fecundidad de al menos el 2,1%, la mínima para asegurar la reposición de la población. Y también es innegable que la inmigración podría aliviar el declive, pero siempre con limitaciones, las de establecer una cierta gradualidad en la entrada, de manera que fueran asimilables por la sociedad, ya desde el punto de vista cultural y de valores, ya desde la capacidad de absorción del mercado de trabajo.

En el artículo de la semana pasada indicaba, aunque me refería principalmente a España, la relación existente entre la tasa de paro de un país o de una región y las restricciones que por fuerza tenía que poner a la hora de mostrar su generosidad con los inmigrantes. De nada sirve corregir la relación activos-pasivos si se incrementa el número de parados. Se puede afirmar que en los momentos actuales el desempleo en la UE no es excesivamente alto, tampoco excesivamente bajo (7,1% de la población activa), pero es que esta cifra al ser una media no dice absolutamente nada, cuando se produce una dispersión tan enorme como sucede en la UE. Mientras Grecia presenta una tasa del 20,9% y España del 15,28%, en Alemania es del 3,4% y en Austria del 4,9%.

Y entramos en el verdadero quid de la cuestión, y es que Europa no es un Estado, ni tiene visos de serlo, sino un conjunto de países con tradiciones e historias diferentes. Sus intereses también son diversos. Se encuentran -eso sí- atados artificialmente por tratados de tipo económico, contradictorios entre sí en muchos casos. La disparidad en las tasas de desempleo entre los países miembros adquiere lógicamente mucha más gravedad que la que se produce entre las regiones de un mismo Estado. En ambos casos, es, en cierta medida, el resultado de la unidad de comercial, financiera y monetaria. Ahora bien, dentro de un Estado, por muy liberal que sea, el presupuesto nacional asume el seguro de desempleo y otra serie de prestaciones de manera que parcialmente compensa los desequilibrios, lo que no ocurre en la UE.

A la hora de repartir entre los países el número de inmigrantes a recibir, sería lógico tener presente como uno de los primeros factores la tasa de paro, pero no parece que sea ese el criterio de la Comisión ni el que se está siguiendo hasta ahora, ni el que al final se aprobará, si es que se termina por aprobar alguno. Son los países con más desempleo los que están asumiendo los mayores flujos de inmigrantes: Grecia, España, Italia, incluso Francia o Portugal, mientras países con tasas mucho más reducidas como Polonia (3,8), Hungría (3,7), Eslovenia (5,3) y la República Checa (2,4), Austria (4,9) y Holanda (3,9) no quieren ni oír hablar del reparto de inmigrantes.

Mención especial en este conjunto hay que hacer al llamado grupo de Visegrado (Hungría, Polonia, Eslovenia y la República Checa). Han aparecido como los rebeldes, enfrentándose a los planes de Alemania para repartir los refugiados asignando cuotas a los distintos países. Pero de alguna manera su rebelión va mucho más allá que la oposición al reparto de inmigrantes. Es un claro ejemplo del error que se cometió con la ampliación. Con una larga historia (1335), su reconstrucción en 1991 se debió en buena medida al propósito de estos países de huir de sus antecedentes socialistas y acercarse a Europa. Pero sus planteamientos son muy distintos de los que en teoría deberían informar la Unión Monetaria. Abrazan un fuerte nacionalismo, rechazan todo lo que implique integración, defienden un liberalismo radical, enmarcado por la libre circulación de factores y mercancías, pero se oponen a toda posible restricción al dumping laboral y social. La explicación de esto último quizás se encuentre en el reducido nivel de sus costes laborales, aproximadamente cuatro veces más bajos que Dinamarca, Bélgica, Francia o Alemania; tres veces inferiores que la media de Unión Europea, y no llegan a la mitad de los de España. De ahí también su interés en que prime la concepción de Europa como fortaleza, con las fronteras cerradas a cal y canto a la inmigración.

Lo más grave es que el grupo de Visegrado está sirviendo de polo de atracción a otros países del Este, con intereses similares y que se le unen en sus posiciones. En materia de inmigración, Austria está preparada a capitanearlos y Holanda y Bélgica se acercan a sus postulados. Italia, en el ojo del huracán, no está dispuesta a seguir recibiendo los barcos del Mediterráneo y adopta la postura más dura, mientras que los países nórdicos hace mucho tiempo que se hacen los suecos, nunca mejor dicho.

Merkel mantiene una actitud ambigua. Si al principio, consciente de lo mucho que la economía alemana está obteniendo de la Unión Europea y de que su país cuenta con tasas de natalidad y de paro de las más bajas de Europa, mantuvo una postura flexible y receptiva en el tema de los refugiados, planteando, eso sí, un reparto entre países, más tarde, sin embargo, ante el cerco con que la acorrala la formación política de extrema derecha «Alternativa por Alemania», y la presión, casi chantaje, a la que la somete su partido hermano de Baviera y socio gubernamental, ha dado marcha atrás y se ha situado en posiciones próximas a Italia y Austria. Plantea que los inmigrantes se queden en el país por el que han entrado, lo que se opone radicalmente a una de las pocas reglas que alivia las contradicciones de la Unión Monetaria, la libre circulación de personas y trabajadores. Incluso ha logrado de Sánchez (lo que no ha debido de ser demasiado difícil, dadas sus ansias de que se le considere en Europa) la garantía de que admitiría la devolución a España de los inmigrantes entrados por nuestro país y ahora en suelo alemán. Los palmeros del Gobierno se han apresurado a manifestar que esta medida afecta a muy pocas personas. No sé si son muchos o pocos. No es eso lo importante. Lo relevante es que se da un paso atrás. Se rompe Schengen.

Aunque Schengen está ya prácticamente roto cuando la propia Francia coloca en Irún una valla invisible, constituida por múltiples patrullas de gendarmería francesa que, ante la pasividad española, impide a los subsaharianos provenientes de España entrar en el país vecino. No importa incluso que hayan traspasado varios kilómetros la frontera, son devueltos a tierras españolas, lo que curiosamente se podría denominar una deportación en caliente, aun dentro de la UE.

Con estos mimbres no es extraño que no saliese nada de la última reunión, la llamada de los Sherpas, convocada para poder dar una solución al tema. Echan la culpa a Italia del fracaso, pero no parece que los demás colaborasen mucho, negándose a afrontar el reparto del barco que esperaba en Catania con 138 inmigrantes a bordo. Bélgica se negó rotundamente a recoger ningún inmigrante. Es de suponer que las cosas serían muy distintas si la UE fuese un Estado, aunque fuese federal. Pero eso no es más que un sueño, un espejismo, y en las condiciones actuales, cada Estado va a perseguir sus propios intereses sin considerar los generales del conjunto y de la Unión. Por eso puede ser tan peligroso para un país contar con un presidente de Gobierno como el nuestro que, tal como ha demostrado sobradamente en la moción de censura, solo se mueve por su ambición personal y por todo aquello que cree beneficioso para su carrera. No deja de ser chocante que España participe de todos los repartos de los inmigrantes de los barcos que llegan a la otra punta del Mediterráneo (incluso haciéndose, en exclusiva, cargo de algunos de ellos) pero no se repartan aquellos que llegan en pateras a Andalucía, o que saltan las vallas en Ceuta o Melilla.

Lleva toda la razón la señora Muñoz cuando afirma en su artículo que La Unión fiscal y un presupuesto común son las condiciones «sine qua non» para garantizar la sostenibilidad de la Eurozona. No puedo estar más de acuerdo. En múltiples medios y en una infinidad de artículos lo llevo repitiendo desde que se firmó el Tratado de Maastricht. Pero por eso mismo creo que la Unión Monetaria es inviable y que, antes o después, se romperá. El problema de la inmigración y el comportamiento seguido ante él por los diferentes Estados lo demuestran una vez más. El abanico existente en la renta per cápita de los distintos países es tan amplio (la de Luxemburgo cuadruplica la de Grecia), que los países ricos nunca aceptarán que se produzca una transferencia de fondos tan ingente hacia los países más pobres de la Unión como la que se seguiría de un verdadero presupuesto comunitario similar al existente en cualquier Estado, por muy federal y liberal que sea. Hay quien dice que este problema es menos grave que el de la emigración ya que se puede solucionar con dinero. Sí pero con una traslación de tanto dinero de unos países a otros que resulta inimaginable que los ricos la acepten. De ahí mi calificación de voluntarista y de buenista a todo aquel que la crea posible.

republica.com 6-9-2018



UN DISCURSO CAPCIOSO SOBRE LA INMIGRACIÓN

POBREZA Posted on Lun, septiembre 03, 2018 20:29:32

Terminaba mi artículo de la semana pasada prometiendo un nuevo artículo sobre la emigración y reconociendo una obviedad: que el problema es extremadamente complejo, como complejos y dramáticos son los de la pobreza, la desigualdad y el sufrimiento. La mayoría de las personas se sienten conmovidas ante las tragedias humanas y, en mayor o menor grado, pretenden aliviarlas, pero todos, en mayor o menor medida también-quizás algunos con mala conciencia- establecen límites a su solidaridad y se quedan muy lejos de ese mandato evangélico de «Ve, vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y sígueme». Solo algunos, muy pocos, como San Francisco de Asís, se tomaron en serio el precepto. He sentido siempre una gran admiración por aquellas familias que se atreven a adoptar un niño del Tercer Mundo, aun cuando puedan tener los suyos propios. Me parece un acto heroico. Son conscientes de las complicaciones que casi siempre acarrea. Pero incluso ellos saben también que su solidaridad tiene un límite y el número de hijos que pueden adoptar también.

Dentro del mundo religioso y más concretamente de la cultura cristiana a la que pertenecemos, han surgido en la Historia movimientos que han pretendido que la sociedad en su conjunto adoptase el mandato evangélico. A lo largo de la Edad Media se multiplicaron las sectas (cátaros, valdenses, albigenses, fraticelli apostolici, dulcinistas, etc.), que intentaron generalizar, incluso imponer, la pobreza y el reparto de bienes. Más tarde, en un ambiente ya secularizado, surgen distintas teorías que se conocen como socialismo utópico, y a las que Carlos Marx (que acertó en muchas cosas y se equivocó en otras muchas) criticó y despreció. Religiosas o secularizadas, todas estas doctrinas tienen un denominador común: su aplicación fue imposible y muchas de ellas en la práctica generaron consecuencias peores que las que trataban de evitar.

En un mundo de enorme miseria e hirientes desequilibrios regionales, todos los países, hasta los que como EE.UU. se han formado por oleadas de emigrantes, se han visto en la necesidad, antes o después, de controlar y limitar los flujos migratorios, del mismo modo que todas las economías domésticas limitan su solidaridad, por muy elevados que sean sus sentimientos humanitarios. Para que no haya confusión, dejemos claro sin embargo antes de continuar, un hecho olvidado frecuentemente por el nacionalismo, que la política redistributiva generada por el Estado social no tiene nada que ver con la solidaridad, sino con la equidad, con la necesaria corrección de la injusta distribución de la renta que el mercado realiza en una unidad política, comercial y monetaria.

Los efectos de la emigración inciden de forma muy desigual sobre los distintos ciudadanos, según sea el grupo social al que pertenezcan. El coste suele recaer en las clases bajas y posiblemente en mayor medida cuanto más bajas sean. Por el contrario, a los estratos altos y medio altos de la sociedad apenas les incomodan los inmigrantes o inclusive puede ser que les produzcan beneficios (véase mi artículo del 21 de junio pasado). Es por esa razón que, a veces, resultan sospechosas ciertas posturas humanitarias y dadivosas cuando no cuestan nada al que las adopta, especialmente si van acompañadas de alarde y de cierta jactancia. El peligro se encuentra en que la mayoría de los políticos, incluyendo a los de izquierdas, pertenecen ya a aquellos grupos sociales para los que la emigración no constituye coste alguno. Ese divorcio entre ellos y las capas sociales perjudicadas explica muy posiblemente que aparezcan en las sociedades, cada vez con mayor intensidad, posturas críticas y protestas que en muchos casos no tienen porque tener un origen xenófobo, sino que suponen una mera reacción autodefensiva. Es muy significativo que estos movimientos se nutran en buena medida de ciudadanos que tradicionalmente fueron votantes de izquierdas.

Más significativo aún resulta que los mayores defensores de la inmigración sin control y sin límites sean fieles adictos al neoliberalismo económico. El joven economista Juan Ramón Rallo, conocido por sus intervenciones rabiosamente neoliberales en algunos medios de comunicación, el pasado 6 de agosto en el diario El Confidencial publicaba un artículo titulado “Por qué Pablo Casado se equivoca con la inmigración”, en el que, tras calificarle de «un soplo de aire fresco frente a la naftalina socialdemócrata montoril que previamente había contaminado al partido», le censura abiertamente por la posición que mantiene en el tema de la emigración basándose en el tuit que el actual presidente del Partido Popular había emitido sobre este tema: «No es posible que haya papeles para todos ni es sostenible un Estado de bienestar que pueda absorber a los millones de africanos que quieren venir a Europa, y tenemos que decirlo, aunque sea políticamente incorrecto. Seamos sinceros y responsables con esta cuestión».

Tras una serie de divagaciones sobre si el número de emigrantes que atraviesan nuestras fronteras es elevado o no, que no resulta demasiado trascendente, el señor Rallo pasa al fondo de su argumentación que, resumiendo, se reduce primero a mantener que no hay porqué defender el Estado Social, sino más bien desmantelarlo; y segundo, que los inmigrantes colaboran a la riqueza nacional insertándose en el proceso productivo. El primer punto es un apriorismo ideológico que no es el momento de discutir, pero el señor Rallo comprenderá que haya otros que, aunque sean del PP, partan de una premisa diferente. El segundo punto es que el joven economista olvida -o quizás prefiere ignorar- que existen tres millones y medio de parados, y lo que él llama “incardinarse en el proceso productivo” otros lo pueden denominar engrosar el ejército de reserva que tire hacia bajo de los salarios, lo que será seguramente muy conveniente desde el punto de vista empresarial, pero pernicioso para los parados actuales e incluso para una proporción elevada de los asalariados. Y no se diga que los emigrantes realizan las tareas que no quieren los nacionales, porque es posible que no las quieran tan solo al salario que pretenden pagar los empresarios.

Resulta también muy revelador que para reforzar esta posición haya venido a sumarse una organización con un pensamiento económico tan progresista como el FMI, aunque lo haga con argumentos aparentemente de mayor veracidad, pero que son igual de falsos. La institución que preside Christine Lagarde, preocupada siempre de los problemas de nuestra Seguridad Social, plantea como solución recurrir a la inmigración, llegando a defender la conveniencia de la entrada de aquí hasta el 2050 de 5,5 millones de extranjeros. Al margen de que pronosticar a más de treinta años vista es una osadía más propia de una pitonisa que de un organismo serio, lo peor son los argumentos que maneja: «Las migraciones aumentan el número de trabajadores, elevan también el número de contribuyentes al sistema de pensiones, y relajarían sensiblemente, por tanto, la tasa de dependencia». El FMI no puede ignorar que cuando hay una elevada tasa de desempleo las migraciones, por sí mismas, no aumentan el número de trabajadores ni el número de contribuyentes, sino el número de parados, de manteros y de perceptores de subsidios y servicios sociales, con lo que, lejos de aliviar, incrementan la tasa de dependencia, al menos en sentido amplio, incluyendo no solo los pensionistas sino también los perceptores de ayudas sociales.

Con todo, lo más grave son las razones aducidas por el Gobierno con la finalidad de justificar sus actuaciones o de responder a las críticas de Ciudadanos o del PP, pues manifiesta un enorme despiste sobre el funcionamiento de la economía e incluso de la Seguridad Social y del sistema de pensiones. Octavio Granado, secretario de Estado de la Seguridad Social, ha declarado que «los extranjeros son más una oportunidad que una amenaza, una oportunidad de reponer la pirámide de población», «el sistema de protección social necesita que haya millones de cotizantes». Después de tantos años de ocupar ese puesto, Granado debería saber que, mientras se mantenga una tasa tan alta de desempleo como la actual, la entrada de inmigrantes no incrementará el número de cotizantes y que de nada valdrá reponer la pirámide de población, en tanto la oferta de puestos de trabajo no sea capaz de absorber la demanda existente. El efecto será el contrario, se deprimirá el sistema de protección social, englobando otras prestaciones diferentes de las pensiones.

Por otra parte, parece que el señor Granado continúa siendo presa de una concepción de la Seguridad Social en la que el sistema público de pensiones tiene poco futuro, aquella dimanante del Pacto de Toledo, que fija su viabilidad en las cotizaciones sociales y, por lo tanto, en el número de trabajadores. Lo importante para garantizar las pensiones no es el número de los que producen, sino cuánto es lo que se produce y la capacidad fiscal del Estado para apropiarse por las distintas vías impositivas de parte de lo producido. Juegan aquí los incrementos de productividad y mientras esta aumente es muy posible que con menos trabajadores se obtengan mayores recursos, una parte de los cuales puede ir a la Hacienda Pública, y garantizar, entre otras muchas prestaciones, las pensiones. Eso sí, siempre que hagamos tributar al capital y no únicamente a los asalariados.

Mayor gravedad tienen sus referencias acerca de lo que ocurrió en 2005. Según Granado, la llegada de emigrantes permitió constituir el Fondo de Reserva y gracias a este se pudieron pagar las pensiones en los años de la crisis. Por una parte, confiere una relevancia a la llamada hucha de las pensiones de la que, desde el punto de vista financiero y económico, carece. Es un puro artificio contable de los que se empeñan en separar el Estado de la Seguridad Social. La constitución o no del Fondo no cambia en absoluto las variables estratégicas de las finanzas públicas ni de la economía. En las épocas en las que la Seguridad Social tiene superávit, ya sea con Fondo o sin Fondo se integra en el saldo de las Administraciones Públicas, permaneciendo igual el resultado consolidado. La deuda pública en manos del público (nacional o extranjero) tampoco se modifica, porque si bien es verdad que si se constituye la cacareada hucha, el Estado debe emitir más deuda, no es menos cierto que esta queda congelada en manos de la Seguridad Social. Desde el punto de vista consolidado, por lo tanto, la situación es idéntica. Lo mismo cabe afirmar cuando la Seguridad Social tiene déficit, ya que este se integra en el de las Administraciones Públicas, sin que le afecte lo más mínimo la existencia o no de una hucha. La deuda en manos del público tampoco sufre cambio alguno, porque es verdad que, sin el Fondo de Reserva, el Estado para financiar el déficit de la Seguridad Social se verá obligado a emitir deuda; pero si el Fondo existe, este tendrá que vender la deuda que está en su poder y el efecto económico y financiero será exactamente el mismo.

Por otra parte, Granado haría bien en no poner como ejemplo el infausto 2005, año en el que él ya estaba de secretario de Estado, porque precisamente fue en ese año y en los inmediatamente anteriores y posteriores cuando se generó el crack que sufrimos a partir de 2008. La crisis no cayó del cielo sino de nuestra pertenencia a la Unión Monetaria y a la desastrosa gestión del PP y del PSOE de aquella época. Aquel crecimiento y aquel empleo eran engañosos (eran a crédito) porque si bien redujeron la deuda pública, incrementaron astronómicamente el endeudamiento privado, ese endeudamiento privado que a Zapatero, según dijo él mismo, nadie le había hablado. Deuda que en parte se transformó pronto en pública, y que nos arrastró a una recesión y a unas tasas de desempleo como nunca habíamos tenido. La mayoría de esa mano de obra extranjera de la que tan orgulloso se siente el secretario de Estado se vio abocada de forma masiva al paro y a engrosar el ejército de reserva (que no es precisamente lo mismo que el Fondo de Reserva). Incluso muchos de ellos prefirieron retornar a sus países de origen. Y fueron también muchos españoles los que acompañaron a los inmigrantes a engrosar las colas del INEM. Si las pensiones no se redujeron más (porque disminuir, disminuyeron) no fue gracias a la hucha de las pensiones, tal como afirma el secretario de Estado, sino a que no continuó gobernando Zapatero, y que el siguiente Gobierno, a pesar de muchos errores tuvo algún acierto, se resistió al rescate por Bruselas, que hubiera impuesto condiciones mucho más duras sin importarle un ápice el que existiese o no el Fondo de Reserva.

Ciertamente la inmigración puede tener un impacto correctivo sobre nuestra envejecida pirámide de población, pero tal modificación solo tendría un efecto positivo sobre la sociedad y sobre la economía si las tasas de desempleo se mantuviesen en niveles moderados, de ajuste estructural; pero mientras estas conserven los desmedidos niveles actuales, abogar por la entrada masiva de inmigrantes no se puede hacer desde la necesidad ni siquiera de la conveniencia económica, a no ser que seamos adictos al neoliberalismo económico y consideremos algo positivo incrementar el ejército de reserva. Desde cualquier otra óptica, para justificar la inmigración hay que recurrir a la ética, a la solidaridad, a los sentimientos humanitarios, a la generosidad, incluso a la justicia, con el límite que cada uno esté dispuesto a poner, puesto que no caben las demagogias o el buenismo, especialmente cuando el coste va a recaer sobre los demás. Particularmente, los líderes de los partidos de izquierdas deberían ser realistas y conocer hasta dónde están dispuestos a llegar en su altruismo, sus seguidores y votantes, sobre todo aquellos que pertenecen a las clases bajas, y no dejarse llevar por el voluntarismo o por su afán de alardear de un falso progresismo. De lo contrario, la reacción social puede conducirnos a consecuencias muy negativas.

El hecho de que la limitación se sitúe en las tasas de paro y en la capacidad del mercado de trabajo para absorber mano de obra nos da también una pista acerca de la desigual capacidad de las Comunidades Autónomas para acoger inmigrantes. Puesto que España constituye una unidad política, la distribución debería hacerse de manera equitativa, y el Gobierno debería imponerla. No es lógico que los inmigrantes se agolpen en Andalucía, Ceuta y Melilla con tasas de desempleo del 23,1, 29,5 y 28,0%, respectivamente, mientras otras Comunidades tienen tasas mucho más bajas tales como Navarra (9,9), País Vasco (11,1), Islas baleares (11,2), Cataluña (11,4) o Madrid (12,1) y se encuentran en muchas mejores condiciones para acogerlos, y no solo a los que vienen en barcos que son noticia y se prestan al postureo.

La pertenencia a la Unión Europea añade nuevos parámetros al tema de la emigración. La Unión Europea debería ser la solución, pero me temo que se convierta más bien en el problema. Pero esta cuestión da para otro artículo. Quizás la semana que viene.

republica.com 30-8-2018



DESPUÉS DEL AQUARIUS ¿QUE?

PSOE Posted on Mar, agosto 28, 2018 12:41:34

Con las cosas de comer no se juega, y hay cosas con las que los políticos nunca deberían jugar. Por ejemplo, con la pobreza. Por eso resultaba tan indignante aquella campaña franquista de “Siente un pobre a su mesa”; por eso también fue tan acertado el film “Plácido” de Berlanga, en el que la denunciaba y ridiculizaba. Y los políticos no deberían jugar con la pobreza extrema que hoy se asienta en los inmigrantes. Por ello parece tan obsceno emplearlos como arma electoral para atacar a la formación política contraria, pero también -y quizás en mayor medida- para utilizar su sufrimiento como propaganda y marketing comercial o político.

Casi nadie se atrevió a decirlo por miedo a ser tachado de xenófobo, o por lo menos de retrógrado, pero la actuación gubernamental en junio pasado con el Aquarius ha sido uno de los muchos actos de hipocresía que cometen los políticos. Los emigrantes importaban poco. Toda la parafernalia estaba montada como un panegírico, a mayor gloria del Gobierno recién formado, para indicar a los ciudadanos lo muy humanitario y progresista que era.

Con tal motivo, el 21 de junio pasado escribí un artículo en este mismo periódico digital que titulé «Aquarius: siente un pobre a su mesa», en el que comentaba este acto de exhibición del Gobierno Sánchez a la luz de la impostura de la campaña franquista y de la denuncia de Berlanga. Al mismo tiempo, señalaba que al tratar con tanta frivolidad un tema de tal envergadura se corría graves riesgos y se generaban múltiples contradicciones. Me planteaba varias cuestiones que el tiempo se ha encargado de contestar.

Qué ocurriría, me preguntaba, cuando tras el Aquarius llegasen nuevos barcos de ONG cargados de emigrantes y se encontrasen de nuevo con la negativa a desembarcar en Italia y Malta. Como era de esperar, España, como si no tuviese bastante con las pateras del Estrecho y las avalanchas de Ceuta y Melilla, se había convertido en la única nación dispuesta a recibir en sus puertos los barcos de las organizaciones no gubernamentales. No hubo que esperar mucho tiempo. Primero fue, en el último día del mes de junio, un barco de la ONG española Proactiva Open Arms con 59 emigrantes a bordo el que cursó su petición de salvamento marítimo. Llamada que fue atendida inmediatamente por Ada Colau, que se apresuraba así a reclamar su derecho a participar en la fiesta humanitaria y su cuota de gloria. Sánchez señaló a Barcelona como puerto de acogida.

Más tarde, a mediados del mes de julio, esta misma ONG pidió a las autoridades españolas permiso para desembarcar en un puerto español a una mujer rescatada junto a los cadáveres de otra y de un niño. En esta ocasión Open Arms apeló directamente a España, sin molestarse en acudir previamente a Italia y a Malta, alegando que no eran puertos seguros. Bien es verdad que Francina Armengol, al ser de la tribu de Sánchez y al no querer ser menos que Colau y Ximo Puig, había ofrecido los puertos de Baleares para el desembarco, desembarco que se produjo finalmente en Mallorca.

Da la impresión de que esta ONG había tomado la medida al Gobierno español, porque en los primeros diez días del mes de agosto, después de rescatar a 87 emigrantes en aguas libias, el buque, por su cuenta, puso rumbo a España, obviando pedir autorización para recalar, como era su obligación, en los puertos italianos y en los tunecinos que eran los más próximos. El Gobierno español, según las protestas de la ONG, tardó cuatro días en contestar y derivó el barco a San Roque (Algeciras), pese a que Proactiva había pedido atracar en Palma, Barcelona o Valencia. La decisión del Gobierno incluía también la negativa a ofrecer los privilegios de acogida que venía concediendo a los barcos anteriores y que constituían una clara discriminación con respecto a los miles de inmigrantes que entraban cada semana por Andalucía, Ceuta o Melilla. Cuando las cosas se hacen mal y por puro postureo, es difícil corregir un desaguisado sin crear otro y así la ONG Proactiva Open Arms puso el grito en el cielo con lo que consideraba ahora un agravio comparativo en el trato dado a estos inmigrantes con respecto a los anteriores.

No se había apagado aún la polémica del barco desembarcado en Algeciras, cuando se inició la tragicomedia del segundo Aquarius. Tragedia por parte de los emigrantes; comedia, principalmente por la de las autoridades españolas. El Aquarius, con 141 emigrantes a bordo, pedía de nuevo puerto seguro para desembarcar. Todas las miradas, como era lógico dados los antecedentes, se dirigieron a España. El Gobierno español en su laberinto, laberinto que él mismo se había fabricado, durante varios días dio la callada por respuesta, para terminar contestando que los puertos españoles no eran puertos seguros por no ser los más cercanos. La respuesta se prestaba a la hilaridad, como si en los casos de los barcos anteriores los puertos españoles hubiesen sido los más cercanos.

Para que la comedia, más bien la farsa, estuviese completa, Torra, cual esperpento, sale a la palestra ofreciendo tres puertos catalanes de poca monta, aquellos que están transferidos a la Generalitat. Con ello ha puesto a Sánchez frente al espejo, uno de aquellos que se encontraban en el Callejón del gato valleinclanesco. Determinados gestos no solo no tienen ningún valor, sino que pueden tenerlo negativo. Se puede ser xenófobo y aparecer como humanitario siempre que sea con el dinero y los medios ajenos. Torra es perfectamente consciente de que las cuestiones de inmigración y de fronteras son competencias exclusivas estatales. Pero a él le importa poco la realidad, sino más bien las apariencias y el postureo. En eso no se diferencia mucho del presidente del Gobierno.

Para culminar la comedia y a los pocos días de su negativa a hacerse cargo del segundo Aquarius, Sánchez se declaró muñidor del acuerdo adoptado entre varios Estados (Alemania, Francia, España, Portugal, Luxemburgo y Malta) para dar solución al problema de los 141 rescatados por el barco de las ONG Médicos Sin Fronteras (MSF) y SOS Méditerranée. «España ha coordinado un acuerdo pionero con seis países para distribuir la acogida de las personas del Aquarius». El caso es presentarse como protagonista y usar el botafumeiro. El ridículo se produjo cuando Macron hizo público que el acuerdo partió de una iniciativa franco-maltesa, dio las gracias a Malta por su gesto humanitario y no mencionó en absoluto a España. Poco después era Malta la que confirmaba la tesis de Francia y elogiaba la función de intermediación de las autoridades europeas sin acordarse mínimamente ni de Sánchez ni de España. En fin, todo un sainete.

Aun cuando algún diario se ha deshecho en alabanzas respecto al acuerdo, lo cierto es que no deja de ser un parche que muestra la extrema debilidad de la Unión Europea. El acuerdo, por no ser, no es ni siquiera original. La solución adoptada se basa en la que se dio en su día al Lifeline, un barco de la ONG alemana Seenotrettung que a finales de junio tuvo que esperar seis días a que Malta le permitiese atracar con 238 personas a bordo y tan solo después de que ocho países se pusiesen de acuerdo para recoger a parte de los emigrantes. En este tema, como en otros muchos, la incapacidad de la Unión Europea es evidente. Se limita a ir de remiendo en remiendo, en una huida hacia adelante, sin enfrentarse en serio con los problemas.

El Gobierno español, como de costumbre, cae en el triunfalismo. Se pone orejeras y pinta la realidad a su antojo y conveniencia. En el colmo del delirio, continúa afirmando que su gesto de junio con el Aquarius ha sido el detonante que ha obligado a Europa a enfrentarse con el problema. Pero el detonante ha sido más bien la negativa de Italia a admitir en sus puertos a los barcos de las ONG cargados de emigrantes, y la postura española lo único que ha hecho ha sido retrasar el planteamiento del conflicto; al igual que el acuerdo actual con el Aquarius II consiste tan solo en tirar balones fuera, para tener que replantearse la cuestión en la próxima ocasión, que ya se ha presentado. Resulta un tanto sorprendente que teniendo España un gran problema migratorio en sus costas, el Gobierno se adentre y se entrometa en los problemas que se producen en la otra punta del Mediterráneo.

En el artículo del 21 de junio señalaba yo el cabreo que debía de tener la presidenta de la Junta de Andalucía al contemplar la comedia que se montaba en Valencia con el Aquarius, cuando a las costas andaluzas llegaban en un solo día un número igual o mayor de inmigrantes que los que transportaba el barco, sin que se le diese ningún bombo, y sin el trato privilegiado que se concedía a los ocupantes del Aquarius. El malestar ha debido ir en aumento, apropiarse de toda Andalucía y extenderse a Ceuta y a Melilla, cuando prosiguieron los desembarcos, incluso señalando como destino de uno de ellos, Algeciras (como si esta ciudad no tuviese ya bastante con las pateras que llegan a sus costas) y, sobre todo, cuando el Gobierno central, tan preocupado de su imagen internacional y de sus operaciones de marketing, se niega a facilitar fondos y recursos para paliar los problemas de la inmigración en el sur de la península.

La irritación de la Junta de Andalucía seguramente ha crecido en intensidad ante el fracaso de la reunión que las Comunidades Autónomas celebraron con el propósito de repartir los inmigrantes menores no acompañados que se agolpan en el sur de España carentes de las instalaciones y los medios necesarios. Parece ser que la solidaridad y la humanidad tan publicitadas por algunos solo es efectiva cuando sirve como propaganda, puesto que la reunión terminó sin resultados y sin que el Gobierno central impusiese la necesaria distribución. Curiosamente se repitió la situación de desencuentro europeo. Si es grave que los países miembros de la Unión Europea no se pongan de acuerdo en el tema de la inmigración, resulta mucho más grave y sin duda incomprensible que no lo hagan las Comunidades Autónomas de un mismo país. No deja de ser paradójico que Sánchez se disfrace de hombre de Estado y se jacte de solucionar el problema migratorio de la Unión Europea cuando es incapaz no de solucionar sino siquiera de dar un paso en los retos que este mismo fenómeno genera en España.

La demagogia siempre es inadmisible, pero mucho más cuando se juega con la miseria y la precariedad de los emigrantes. Los desafíos que la inmigración plantea tanto a Europa como a España son sumamente complejos y no se pueden afrontar desde la frivolidad o desde el buenismo, sobre todo cuando los que se utilizan son los recursos o el bienestar de los demás. Resulta imprescindible considerar los parámetros económicos implicados, y considerarlos con objetividad, con realismo, prescindiendo de todo voluntarismo. Me propongo hablar de ello en un nuevo artículo, tal vez la próxima semana.

republica.com 24-8-2018



EL DELITO FISCAL, EL DELITO QUE NUNCA EXISTIÓ

HACIENDA PÚBLICA Posted on Lun, agosto 20, 2018 13:14:30

Hace unos días saltó a la prensa una noticia que en principio no debería ser tenida ni siquiera por tal. La Audiencia Nacional ha condenado a cinco años de cárcel y doce de inhabilitación absoluta para cargo o empleo público a un ex contable del Consulado de España en Cantón (China) por apropiarse de cerca de 300.000 euros de la caja, falsificando los extractos bancarios que remitía al Ministerio de Exteriores. Carlos Gabriel Lozoya Barbero, que ocupaba el puesto de «canciller-cajero pagador» desde 2010 –y, por tanto, era el encargado de llevar la contabilidad- sustrajo, entre abril de 2012 y noviembre de 2013, 295.391 euros de los fondos del Consulado, por lo que ha sido condenado por un delito de malversación de caudales públicos. El fraude fue detectado en una inspección rutinaria del Ministerio en diciembre de 2013.

El hecho de que en 2018 sea noticia una malversación de caudales públicos efectuada hace cinco años (el canciller había ingresado en el Banco de China en once ocasiones cantidades inferiores a las que anotaba en contabilidad) solo puede explicarse o bien porque en las representaciones diplomáticas todo funciona perfectamente -lo que resulta difícil de creer- o bien porque los controles son muy escasos. No haría mal la Intervención General en prestar algo de atención a las embajadas.

Quizás el único aspecto reseñable de la noticia, y por ello la traigo a colación, es la diferencia en el régimen penal cuando el quebranto patrimonial se produce del lado del gasto que cuando ocurre respecto del ingreso. Los cinco años de prisión y doce de inhabilitación del canciller contrastan con el gran número de personas que son acusadas de delito fiscal por cantidades defraudadas mucho más elevadas y, sin embargo, se libran de entrar en la cárcel por el procedimiento simple de abonar cierta cantidad de dinero. Mientras se castiga con dureza la más pequeña falta en el cohecho y en la malversación de fondos públicos, se exonera de cárcel a los defraudadores fiscales por altas que sean las cantidades ocultadas, como si en el fondo no estuviésemos hablando también de recursos públicos. Los casos de Messi, Ronaldo o los Carceller, padre e hijo, dueños de la cervecera Damm, y tantos otros que se podrían citar que se han librado de entrar en prisión por pactos con la Fiscalía son de sobra expresivos.

Resultan curiosas las asimetrías que en múltiples aspectos se producen entre los dos lados del presupuesto. La minoración de ingresos tiene sobre el déficit el mismo efecto que el incremento de los gastos; no obstante, los guardianes de la estabilidad presupuestaria intentan por todos los medios plafonar, cuando no reducir, el nivel de gasto público al tiempo que son totalmente permisivos con la reducción de los ingresos. Se da la paradoja de que el Parlamento se esfuerza en establecer todos los años un techo de gasto como paso previo a la elaboración de los presupuestos, y, sin embargo, queda abierta la posibilidad ilimitada de establecer gastos fiscales, es decir, de conceder subvenciones, ayudas y beneficios de todo tipo mediante una reducción de ingresos.

Solo un exacerbado sectarismo puede negar que la presión fiscal en España es bastante más reducida que en la mayoría de los países de la Eurozona. Pero, a pesar de ello, hay un rechazo generalizado por parte de casi todos los partidos políticos a subir los impuestos. El que más y el que menos tiende a reducirlos mediante bonificaciones fiscales, que la mayoría de las veces son en el fondo subvenciones disfrazadas. La paradoja es evidente porque estas son las mismas fuerzas políticas que ponen el grito en el cielo tan pronto como se habla de incrementar el gasto público, como si una cosa y la otra no fuesen similares.

Esa aversión a la subida de los tributos impregna a la mayoría de la opinión pública. Únicamente cuando nos colocamos delante de la necesaria financiación del Estado del bienestar se acaba por aceptar la urgencia de incrementar la recaudación impositiva, pero en este caso la mayoría de la población propone como única solución que terminen pagando los que no pagan. Es decir, haciendo referencia a la lucha contra el fraude fiscal. Pero no estoy muy seguro de que esta apelación sea verdadera y no una mera fórmula para salir del aprieto, porque cuando se profundiza en el problema del fraude y de la elusión fiscal, se percibe que la cuestión está muy lejos de encender la cólera de la sociedad y más bien el delito fiscal se considera con bastante benevolencia.

Estamos ya acostumbrados a que los delitos fiscales no tengan la correspondiente sanción penal y -lo que es aún peor- tampoco la social, sobre todo si se trata de un personaje famoso. Resulta imprescindible incrementar la conciencia fiscal de la sociedad, haciendo sabedores a los ciudadanos de que el gran defraudador es un delincuente que atenta contra el bienestar social en mayor medida que otros muchos que se pudren años y años en la cárcel. El delincuente fiscal está robando a todos los ciudadanos y pone en peligro sus empleos, la salud de sus familias, la educación de sus hijos, el cuidado de sus ancianos y tantos y tantos servicios más que están amenazados por la insuficiencia de recaudación. El defraudador, y más si es famoso, debe sentir como cualquier delincuente la reprobación y el desprecio social sin que su popularidad, en el ámbito que sea, pueda servirle de coartada y de excusa, sino más bien de agravante.

Habría que garantizar la efectividad del delito fiscal, que se diferencia de la mera sanción administrativa en que conlleva penas de cárcel. Cuando el fraude se mueve en torno a cantidades elevadas, las sanciones administrativas, siempre pecuniarias y no demasiado altas, resultan inoperantes. La baja probabilidad de que la infracción sea detectada, contrapuesta a lo reducido de la multa, ofrece una esperanza matemática favorable a la defraudación. Casi siempre es rentable. Mientras todo se arregle con dinero, la tentación de evadir de los grandes contribuyentes se mantendrá. Únicamente el miedo a ingresar en prisión, como cualquier otro ladrón, podrá actuar de elemento disuasorio.

Después de cincuenta años en los que, como una de las contrapartidas de los Pactos de la Moncloa, el delito fiscal apareció en nuestro ordenamiento jurídico, aún se encuentra casi por estrenar. Se pueden contar con los dedos de la mano los ciudadanos que han entrado en prisión por condenas derivadas exclusivamente de este tipo penal. En una sociedad garantista como la nuestra, en la que resulta difícil demostrar el dolo, siempre ha habido mil obstáculos e impedimentos, tanto más si el delito no está bien tipificado y si los jueces y fiscales participan de la permisividad de la sociedad a la hora de enjuiciar la gravedad del fraude.

El punto 6 del artículo 305 del Código Penal, introducido en la reforma de 2012, dispone que si el defraudador, en el plazo de dos meses desde su citación por el juez como imputado, reconoce judicialmente los hechos y paga la deuda tributaria, verá reducidas las penas en uno o dos grados. Esto supone que, aun tratándose del tipo agravado de fraude del artículo 305 bis y aunque la rebaja sea únicamente de un grado, la pena de prisión podría no superar los dos años (lo que implica que el delincuente no entra en la cárcel) y que la multa podría fijarse entre el 25 y el 50% de la cantidad defraudada, muy inferior a algunas de las sanciones señaladas para infracciones meramente administrativas en el artículo 191 de la Ley General Tributaria. Podría darse, por consiguiente, el caso de que alguien que solo hubiese cometido una infracción administrativa tuviese que hacer frente a una multa superior a la de un condenado por delito fiscal, que además no entra en prisión.

Posteriormente, mediante ley orgánica se ha introducido en el Código Penal el artículo 308 bis que dispone que podrá suspenderse la ejecución de pena de prisión en los delitos contra la Hacienda Pública si se procede al abono de la deuda, añadiéndose que este requisito se “entenderá cumplido cuando el penado asuma el compromiso de satisfacer la deuda tributaria… y sea razonable esperar que el mismo será cumplido”.

A la normativa anterior hay que añadir la posibilidad que tiene el acusado de evitar llegar a juicio mediante pacto con el fiscal y la Agencia Tributaria. En todos estos acuerdos, prima por parte del Estado una visión cortoplacista que se fija exclusivamente en el incremento de recaudación que se puede producir del expediente en cuestión y se olvida de que la eficacia del delito fiscal es su carácter ejemplarizante que puede inducir a un correcto cumplimiento generalizado y traducirse por lo tanto en una mayor recaudación. Esta virtud disuasoria desaparece cuando la sanción es exclusivamente pecuniaria sin acarrear penas privativas de libertad.

Los grandes defraudadores no deben preocuparse porque, si tienen la mala suerte de ser detectados por la Inspección de Hacienda (cosa nada probable) y ser acusados de delito fiscal, siempre pueden librarse de entrar en prisión ingresando entonces lo defraudado o, incluso, si no les viene bien en ese momento, basta con que den su palabra de que, cuando tengan un rato, harán el pago correspondiente. Es más, si son famosos por ser futbolistas, empresarios, banqueros, artistas, etc., siempre habrá quien salga en su defensa y algún medio de comunicación que los convertirá en héroes y en contribuyentes modélicos.

republica.com 17-8-2018



EL PROXIMO GOLPE DE ESTADO EN CATALUÑA

CATALUÑA Posted on Lun, agosto 13, 2018 21:05:00

Karl Marx escribe en su obra El 18 brumario de Luis Bonaparte: “Hegel sostiene en algún lugar que la historia se repite dos veces. Le faltó agregar: primero como tragedia y después como farsa». Con esta frase Marx quería indicar cómo el golpe de Estado perpetrado en París el 2 de diciembre de 1851 por Luis Bonaparte (Napoleón III) era un remedo, una mala imitación del ejecutado por Napoleón Bonaparte el 18 de noviembre (18 brumario) de 1799. De vivir Marx en la actualidad, alguien le podría objetar que eso ocurriría en Francia, pero que en España la frase debería enunciarse al revés, los golpes de Estado acaecen primero como farsa, bufonada, fiasco o amago frustrado, y la segunda vez como tragedia.

Al golpe de Estado del 18 de julio de 1936, que inició una cruenta guerra de tres años, le precedió la Sanjurjada del 10 de agosto de 1932 que supuso el primer levantamiento del ejército frente a la República, y que claramente fracasó. El Gobierno de entonces no se tomó quizás demasiado en serio la intentona. A Sanjurjo se le conmutó la pena de muerte por cadena perpetua que, por supuesto, no cumplió; tan solo una pequeña temporada en el penal de El Dueso en un régimen de internamiento bastante benévolo, hasta que por último se exilió a Estoril. Cuentan que el llamado jefe de la Revolución mexicana, Plutarco Elías Calles, envió el siguiente mensaje a Azaña: «Si quieres evitar el derramamiento de sangre en todo el país y garantizar la supervivencia de la República, ejecuta a Sanjurjo». Mensaje que hoy, en un país europeo y después de más de ochenta años, con una mentalidad, por lo tanto, totalmente distinta de la que regía entonces en México, nos puede parecer muy duro y descarnado, pero no por ello deja de ser significativo.

El golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, aunque fallido finalmente, mantuvo en vilo a toda España durante una noche y humilló al Gobierno y a todos los diputados, auténticos representantes de la soberanía nacional. Le precedió en noviembre de 1978 la operación Galaxia, protagonizada por el mismo Tejero, quien ya había diseñado un año antes en Játiva un plan similar. Por supuesto, toda la operación fue una auténtica chapuza que terminó con el arresto de los golpistas. La reacción del Gobierno y del propio aparato judicial fue muy débil. Tejero e Inestrillas, cabezas del previsible levantamiento, fueron condenados a siete y seis meses respectivamente de arresto, sin que ninguno de ellos perdiese el grado de militar.

A finales del año pasado en Cataluña se ha producido un auténtico golpe de Estado, no militar, ciertamente, pero sí ejecutado por instituciones que contaban con mucho más poder y capacidad de coacción y amenaza que muchos generales. De haber triunfado, las consecuencias hubiesen sido similares o mayores que bastantes pronunciamientos militares. En principio, puede decirse que ha fracasado. El referéndum del 2 de octubre fue una patochada que ni siquiera validaron los llamados observadores internacionales convocados y pagados por la propia Generalitat; y la proclamación de la República, un espejismo que nadie reconoció y que carecía de todas las estructuras e instrumentos necesarios para funcionar.

No obstante, una vez más, haríamos mal en tomarnos a broma lo sucedido o infravalorarlo, porque, como hemos dicho, en España lo que comienza como farsa acaba presentándose como tragedia. Tras la moción de censura en la que a los golpistas se les otorgó legitimidad para cambiar el gobierno de la nación, se está desarrollando una nueva etapa bastante peligrosa, centrada en una negociación entre el nuevo Gobierno y los independentistas que puede tener consecuencias gravísimas. El equipo de Sánchez y algunas de sus prolongaciones mediáticas hablan de la agenda del presidente en Cataluña que, según ellos, pasa por un doble mensaje, reaccionar con cordialidad y sin inmutarse frente a los actos hostiles de los independentistas, y con toda dureza ante sus actos ilegales. Parece ser que tan solo consideran como acto ilegal la última declaración soberanista del Parlament que el Gobierno impugnó ante el Constitucional, aunque la dureza no se vio por ninguna parte porque el Gobierno ni siquiera pidió que el Tribunal requiriese a Torrent y a los demás miembros de la mesa. Y actos ilegales, aunque de menor trascendencia, están practicando los independentistas todos los días sin que el Ejecutivo reaccione en absoluto.

Yo pienso que Pedro Sánchez solo tiene una agenda, mantenerse en el gobierno a cualquier precio, y ahí se encuentra precisamente el peligro de las negociaciones entabladas, que se realizan desde la hipoteca. Los sanchistas vienen afirmando que dentro de la Constitución se puede negociar todo. Me temo que lo que realmente quieren decir es que dentro de la Constitución se puede ceder todo. Vayamos por partes. Lo primero es señalar que no se está negociando con Cataluña sino con los golpistas, que como mucho representan a la mitad de los catalanes. Y que hay otros muchos catalanes cuyas reivindicaciones son totalmente contrarias a las que colocan los independentistas encima de la mesa de negociación.

Lo segundo es que existe la sospecha, y sospecha fundada, de que Sánchez y sus adláteres poseen un concepto muy laxo de la Constitución, por ejemplo, cuando el presidente del Gobierno afirma que el problema de Cataluña solo se soluciona votando. ¿A qué votación se refiere? Porque votar, votar, los catalanes salen a una elección por año. Otra cosa es que se pretenda, por más que se disfrace de una o de otra manera, que aquello que deben decidir todos los españoles se consulte exclusivamente a los catalanes. En ese sentido, aunque no se explican demasiado, es mal síntoma que hablen de un nuevo Estatuto, retomando aquellas cuestiones que el tribunal de garantías declaró inconstitucionales, o las manifestaciones de Meritxel Batet acerca de que si el 70 u el 80% de las fuerzas catalanas se pusiesen de acuerdo, el contenido se podría someter a referéndum en Cataluña. En ambos casos se está aceptando (o al menos se induce a confusión) que la soberanía no radica en el pueblo español en su conjunto.

Pero aun cuando creamos que la agenda de cesión de Pedro Sánchez tiene de verdad un límite, el de la Constitución, el camino emprendido es sumamente peligroso porque hay muchísimas cosas en las que el Gobierno no puede ni debe ceder, aunque no se opongan a la Constitución. Por supuesto, en todas aquellas reivindicaciones que representarían un claro agravio frente a otras Comunidades Autónomas. No hay que olvidar que Cataluña es una de las regiones más ricas, y sería totalmente injusto que al final el golpismo tuviese premio.

Pero existe incluso una limitación mucho mayor, la de no propiciar un nuevo golpe que quizás no aparecería ya como farsa, sino como tragedia. El independentismo, tras el fracaso obtenido con la declaración unilateral de independencia, si bien no ha tenido más remedio que aceptar los hechos y adaptarse a la realidad, sus representantes continúan sin embargo enrocados en su objetivo y dispuestos a repetir la rebelión tan pronto se les presente la ocasión y cuenten con los medios precisos para, ahora sí, tener éxito. En realidad, no engañan a nadie y admiten abiertamente su propósito. Consideran este periodo como un paréntesis en el que rearmarse para volver a intentarlo si nadie se lo impide. Por eso resulta tan obsceno que Pedro Sánchez quiera engañarse o engañarnos. Toda nueva cesión al independentismo es allanarles el camino para un segundo golpe de Estado, al que no han renunciado en ningún momento.

El primer golpe de Estado vino precedido de casi treinta años de cesiones en los que los dos partidos nacionales mayoritarios compraban el apoyo en las Cortes de los nacionalistas a costa de prebendas. Habrá quien pensase que esta política de continuos favores aplacaría las reivindicaciones independentistas. Todo lo contrario, sirvió para que el nacionalismo fuese robusteciéndose socialmente poco a poco y haciéndose con todas las estructuras en Cataluña. Los medios de comunicación públicos o subvencionados y la educación han ido consolidando el discurso, adoctrinando a gran parte de la sociedad, incluso, cosa sorprendente, a muchos de los que provenían de otras partes de España y que renegaban de sus orígenes para abrazar el supremacismo, esperando ser aceptados aunque fuese en un puesto de segunda fila.

Es de suponer que tanto los gobiernos del PP como los del PSOE nunca pensaron que sus favores, y su pasividad hacia lo que ocurría en Cataluña, fuesen a terminar en un golpe de Estado. Pero la situación ahora es diferente. Los independentistas no lo ocultan. Permanecen en los mismos planteamientos que originaron la asonada el pasado año: autodeterminación y, si es necesario, por la fuerza. Continuar empeñados en contentarles con cesiones y nuevas competencias es pura demencia. Lejos de satisfacer sus aspiraciones, servirán únicamente como nueva plataforma en la que apoyarse para alcanzar su auténtico objetivo.

Pedro Sánchez, con la finalidad de perdurar en el gobierno, está insuflando aire al independentismo. El acercamiento de presos a Cataluña, cuando la política penitenciaria está transferida a la Generalitat; la dejación en el control de las cuentas de la Comunidad; la pasividad ante la refundación de las llamadas embajadas; el intento de dotar a Cataluña de más financiación, aunque haya tenido que disfrazarlo con la subida de la cifra de gasto público, y la prometida reestructuración de su deuda para que pueda financiarse en el mercado, son todos ellos escalones útiles para alcanzar el mismo punto, el segundo golpe de Estado al que en ningún momento el independentismo ha renunciado.

El mismo hecho de que el Gobierno de España no responda adecuadamente a las bravatas de los secesionistas y se humille una y otra vez ante sus imprecaciones es ya una cesión, porque se presta al equívoco y a que se fortalezcan frente a su clientela, al tiempo que la enfervorizan. Por el contrario, desanima por completo a la gran masa de catalanes que durante años han sufrido en silencio el despotismo de los independentistas y que se movilizaron por primera vez ante el golpe de Estado. La aceptación del funcionamiento de comisiones bilaterales sin que la Generalitat se haya incorporado a ninguno de los órganos multilaterales induce a la confusión, la que precisamente pretenden los secesionistas haciendo ver que son dos Estados que dialogan y negocian de igual a igual, tanto más cuanto que el Gobierno acepta en el orden del día la discusión sobre el derecho de autodeterminación y la situación de los presos.

Los independentistas no han tenido ningún reparo en violar la ley y cometer delitos muy graves sancionados por el Código Penal, en la confianza de que el Estado no iba a actuar, e incluso, en el caso de que actuase y recayesen sobre ellos condenas más o menos duras, estaban convencidos de que al final iba a producirse una negociación en la que situarían como punto primero el indulto de los condenados. Es lógico que lo piensen así cuando en plena campaña electoral lo insinuó el primer secretario del PSC y cuando Pedro Sánchez acaba de afirmar que no abrirá ninguna vía judicial más. Sin duda, ese mismo razonamiento será el que los independentistas apliquen cuando tengan que arriesgarse en una futura rebelión.

Si se produce un segundo golpe de Estado, al gobierno, sea del signo que sea, le va a ser más difícil reprimirlo. Me temo que los secesionistas cuando se lancen nuevamente a la aventura lo harán bastante más preparados, y dispuestos a presentar mayor resistencia. Resulta muy plausible que, ante lo incongruente una vez más de la actitud del Estado, los antiindependentistas se muestren reticentes a movilizarse de nuevo. Es muy posible que los mossos tampoco reaccionen de la misma forma, tras haber permitido el gobierno una caza de brujas entre sus filas. Uno de los factores que fue decisivo para que el golpe fracasara fue la asfixia financiera de la Generalitat, circunstancia que seguramente no subsista si las negociaciones continúan. En fin, la cabriola dada por Pedro Sánchez al romper la unidad de los partidos constitucionalistas y permitir ser nombrado presidente de gobierno por los secesionistas y, aún más, al depender de ellos para aprobar cualquier medida, sitúa al Estado español en una situación muy crítica y vulnerable, y aumenta la probabilidad de que se produzca un segundo golpe de Estado en Cataluña. Y hay que temer que en esta ocasión no sea como farsa, sino como tragedia.

republica.com 10-8-2018



CASCADA DE CESES Y NOMBRAMIENTOS

PARTIDOS POLÍTICOS Posted on Mar, agosto 07, 2018 11:38:20

El triunfo de la moción de censura nos ha mostrado una realidad, tal vez de sobra conocida, pero que no solía presentarse tan de golpe ni de manera tan precipitada. Me refiero a los innumerables trasiegos que se producen en los puestos públicos cuando cambia el gobierno. Sobreviene una verdadera cascada de movimientos sucesivos en la Administración y en las empresas públicas, dando la impresión de que cuando un partido gana las elecciones o entra a gobernar, el sector público se convierte en su botín de guerra y que sus militantes y sus afines deben ocupar la totalidad de los cargos públicos.

Tras los múltiples vaivenes y tribulaciones que afligieron durante gran parte del siglo XIX a la sociedad y a la política española, la Restauración basada en el turnismo constituyó una etapa de cierta tranquilidad; bien es verdad que pagando por ello un alto precio, el de desnaturalizar casi por completo el régimen democrático hasta convertirlo en una cascara vacía. La Administración pública se conformó como una mera continuación de los partidos políticos, botín del ganador. Los empleados públicos estaban abocados a seguir el mismo destino, inmersos también en un régimen de turnismo. Se incorporaban a la función pública con el gobierno de turno y solían quedar en paro cuando este cambiaba. Surgió así la figura del cesante, tan habitual en la literatura de finales del siglo XIX. ¿Cómo no recordar la despiadada crítica que Pérez Galdós realiza a la burocracia de aquella época y a las cesantías en su novela Miau?

Con el tiempo, principalmente a partir del Estatuto de Maura de 1918, la Administración se fue profesionalizando. Se consolidó el sistema de oposiciones como forma de acceso a la función pública, se impuso la estabilidad en el empleo y se admitió el principio de que nadie podía ser despedido por motivos políticos. La Administración se fue estructurando en cuerpos jerarquizados y por especialidades, que poco a poco irían cogiendo las riendas del poder administrativo. Todo ello constituye no solo un seguro para el funcionario, al establecerse de manera más o menos clara sus derechos, sino también una garantía de neutralidad de cara al administrado.

Incluso durante el franquismo la Administración, con todos sus defectos, mantuvo una cierta profesionalidad gracias a las oposiciones como sistema de acceso a la función pública. No es de extrañar que algún famoso administrativista llegara a afirmar que las oposiciones constituían el único elemento democrático que había pervivido durante la dictadura. Pasada la primera época de represión y patrioterismo en la que los funcionarios públicos fueron sometidos a depuración, con sanciones e incluso inhabilitaciones de por vida, se tendió a incorporar poco a poco elementos del sistema anterior, como el de las oposiciones, la estabilidad en el empleo y la estructura y jerarquización por cuerpos. Se termina por encomendar casi por completo la marcha de la propia Administración a los cuerpos de nivel superior y a los especiales.

El franquismo progresivamente fue abandonado la idea de mantener la Administración como botín de guerra para dotarla de cierta profesionalidad y autonomía, lo que adquirió su máxima expresión en la ley de 1964. En realidad, se trataba de encomendar a los cuerpos de elite de la Administración su funcionamiento. En su última etapa, el régimen intentó construir un modelo de Estado en el que, con el respeto formal a la ley y su cumplimiento por la Administración, se ocultaba que la propia ley tenía su origen en un Parlamento y un Ejecutivo no democráticos.

Todo ello, sin embargo, tenía su contrapartida, los cuerpos superiores constituían una especie de elite que acumulaba enorme poder y como consecuencia también emolumentos en muchos casos desproporcionados. Principalmente los cuerpos especiales, encargados en exclusiva de determinadas tareas, se conformaban como verdaderos grupos de presión dispuestos a considerar esas funciones como solo suyas y en consecuencia, sometidas a sus conveniencias. No es de extrañar por tanto que en la Transición, con la llegada de la democracia, los gobiernos y los partidos, principalmente los de izquierdas, contemplasen al principio a la Administración con cierto recelo y se considerase como un peligro el hecho de que los cuerpos especiales de elite pretendiesen patrimonializar la funciones respectivas.

Muy pronto se vio hasta qué punto el temor era infundado. La obediencia y disciplina en la Administración quedó en seguida patente. Pero según se iba asentado el sistema democrático, comenzó a aparecer el riesgo inverso, que fuesen los políticos los que pretendiesen patrimonializar la Administración, y que cada gobierno la considerase como su finca y el botín fruto de haber ganado las elecciones. A este proceso colaboró de forma sustancial la construcción del Estado de las Autonomías. La Administración central tenía, tal como se ha dicho, estructuras y normas consolidadas que resultaban difíciles de cambiar, pero las administraciones de las Comunidades Autónomas al ser, en una parte muy importante, de nueva creación, constituyeron un campo más propicio para la discrecionalidad y la intervención arbitraria del poder político.

En las Autonomías, sobre todo en la primera época de su creación, el reclutamiento de los funcionarios se hizo de manera mucho más flexible -léase a dedo-, prescindiendo de pruebas objetivas. Esa es la razón de que en Comunidades Autónomas como Cataluña y Andalucía, en las que se ha perpetuado en el gobierno un mismo partido, predominen en la función pública las personas políticamente afines a la formación que ha gobernado de forma continuada.

Esa laxitud en las pautas y procedimientos de la Administración periférica se ha pretendido exportar a la Administración central. No han faltado críticas al sistema de oposiciones, acusándolo de propiciar los métodos teóricos y memorísticos, y de ser un mecanismo inadecuado de calibrar la adecuación del aspirante al empleo público. No negaremos que el sistema puede tener sus defectos, pero a menudo estos no obedecen a la esencia de las propias oposiciones, sino a la forma de diseñar las pruebas. Con las oposiciones ocurre como con la democracia, que es un mal sistema, pero el mejor de los posibles. No parece que exista ningún otro método que garantice más adecuadamente el mérito y la capacidad en el acceso a la función pública.

Una larga tradición en la forma de ejercer sus funciones ha conservado con excepciones a la Administración central a resguardo de esa relajación y ha hecho que, en lo sustancial, se mantengan las oposiciones como procedimiento de acceso, y se garantice la estabilidad en el empleo. Se ha introducido, no obstante, una especie de turnismo con cierto parecido al implantado en la Restauración. Tan solo con cierto parecido, puesto que hay que reconocer que la situación no es la misma, ahora el cambio de gobierno no acarrea a nadie la pérdida de la condición de funcionario; es más, a la mayoría de los empleados públicos no les afecta lo más mínimo las crisis que puedan darse en el Ejecutivo, pero sí se produce un auténtico terremoto en todos los puestos y cargos de responsabilidad, a pesar de ser muchos de ellos de claro carácter técnico, razón por la que no deberían estar sometidos a los vaivenes políticos.

Cada vez son más los empleos de este tipo que tanto en la Administración como en las empresas públicas están cubiertos por personal no funcionario. Se habla de puestos de confianza, pero habría que preguntarse de confianza de quién, porque lo importante es que lo sean para la ciudadanía y esta se basa en una función pública profesionalizada, neutral, objetiva y nada politizada. Sin embargo, cada cambio de gobierno representa la renovación de un sinfín de cargos, muchos de ellos en puestos con claro contenido técnico, y que precisamente por la función a desarrollar deberían gozar de la máxima neutralidad partidista. Ha sido especialmente chirriante el nombramiento del director del Centro de Investigaciones Sociológicas, que ha recaído en José Félix Tázanos, secretario de Estudios y Programas de la Ejecutiva federal del PSOE, y que posee una larga historia de sectarismo partidista. Es de suponer que será de plena confianza de Pedro Sánchez, pero de lo que no hay duda es de que el CIS y sus encuestas a partir de ahora habrán perdido la confianza de todos los ciudadanos.

Da la sensación de que los partidos que consiguen el gobierno consideran la Administración una presa y que hay que copar todos los puestos con militantes o afines. La situación se ha ido complicando en los últimos años. En los momentos actuales, los partidos carecen de gente técnicamente preparada, ya que la mayoría de sus miembros se han dedicado a la carrera política desde muy jóvenes, lo que se traduce en que los nombramientos recaen sobre personas cuyos únicos méritos son políticos. Incluso hay presidentes de empresas públicasque han llegado a sus puestos por tener la condición tan solo de esposa de un exministro, o de marido de una compañera del hermano de un presidente de gobierno. Resulta muy ilustrativo ojear los currículums de los altos cargos, y eso que cada vez hay más que se presentan remozados de forma fraudulenta, incluso parece ser que hasta el del actual presidente del Gobierno antes de serlo. Los masters constituyen un gran invento.

Esta apropiación por el partido ganador de miles de puestos del sector público sirve para retribuir de forma generosa a gran parte de los cuadros de la formación política y consolida al líder frente a los militantes. Resulta elocuente lo que en estos momentos está ocurriendo en el PSOE. Se han silenciado todas las críticas. Los mismos que condenaban a Pedro Sánchez y le prohibían pactar con los independentistas, incluso con todos aquellos que defendían el derecho a la autodeterminación, en cuanto ha llegado el cuerno de la abundancia se han acomodado al hecho de haber llegado al gobierno con los apoyos de los golpistas y, lo que aún resulta peor, que los necesiten para cualquier medida que pretendan aprobar. Supongo que cerrarán los ojos a las contrapartidas que está concediendo el Gobierno y a las que se verá obligado a otorgar. Es más, tendrán que cerrar los ojos también al hecho de que sus mismos nombramientos tienen un pecado original, se fundamentan en los votos de los secesionistas. No sé si las poblaciones de sus respectivas Comunidades estarán tan dispuestas a mirar para otro lado. Resulta hiriente oír a Rosa María Mateo hablar del sueño de recuperar la credibilidad de la radio y televisión pública y convertir la entidad en plural y independiente, después de haber sido nombrada por un procedimiento tan peculiar como el de un decreto-ley y con una exigua mayoría de votos entre los que se encontraban los del PDeCat y de Esquerra Republicana, formaciones que controlan una emisora tan democrática como TV3.

También en el mundo de la función pública, especialmente en el de los funcionarios de más alto grado se ha introducido el turnismo en el acceso a los cargos y puestos de nivel superior. En realidad, cuenta poco el mérito y la capacidad, sino más bien el grado de empatía que se le suponga con el partido gobernante. Ciertamente ahora no ocurre como en la Restauración, que puedan despedir a un empleado público por motivos políticos, pero en buena medida por motivos políticos se asciende o se desciende de puestos que teóricamente son técnicos. No es infrecuente escuchar a un alto cargo que ha cesado con ocasión de un cambio de gobierno, preguntarse el motivo del cese al considerar que su puesto es técnico. Habría que responderle que quizás el mismo por el que había sido nombrado.

republica.com 3-8-2018



LA LEVEDAD DE UN PROGRAMA DE GOBIERNO POPULISTA

PSOE Posted on Jue, agosto 02, 2018 19:40:38

Después de mes y medio sin hacer acto de presencia -aún no ha dado ni una rueda de prensa-, el presidente del Gobierno compareció en el Congreso no se sabe muy bien para qué. En teoría, para presentar su programa de gobierno, lo que debía haber hecho y no hizo en la moción de censura. Su discurso, excepto repetir algunas medidas anunciadas ya por sus ministros, se limitó a prometer la elaboración de planes, muchos planes, uno por cada problema, que es algo así como la promesa de constituir comisiones. Anunciar la elaboración de planes o la creación de comisiones no compromete nada, es tirar balones fuera, tan largo me lo fiais.

Y es que Pedro Sánchez no va a poder cumplir casi nada de lo que prometa. Él es consciente de que, como adelantó Rubalcaba, preside un gobierno Frankenstein, no tanto por su composición, que también, sino por los apoyos que tiene en el Congreso. El Gobierno de Pedro Sánchez se asienta sobre un pecado original, haber llegado a la Moncloa con el voto de los golpistas, pecado que le perseguirá a lo largo de todo su mandato y estará detrás de todas las medidas que adopte.

Una pregunta le acosará siempre: ¿Cuáles fueron las promesas que hizo para que le apoyasen los secesionistas? Y aunque los ofrecimientos no se explicitasen, ¿qué esperaban y esperan obtener? Nadie puede creer que el PDeCat, después de 40 años de practicar el tres por ciento, votase al PSOE en la moción de censura por repulsa a la corrupción del PP. El otro día en las Cortes el PP y Ciudadanos se lo dijeron claramente en su intervención y, lo que fue aún más elocuente, los independentistas tampoco dejaron lugar a dudas. Que no se llame a engaño, le advirtieron, sin ellos no puede dar un paso, los va a necesitar para cada medida que quiera aprobar. Y al tiempo, le comunicaron el precio.

Pedro Sánchez es consciente de que se mueve en el alambre y de que deberá hacer malabarismos para conseguir cualquier acuerdo en el Parlamento. Pero, en realidad, a él esta dificultad no le resulta demasiado relevante. Lo único que le interesa es mantenerse en el gobierno. Si no le ha importado llegar a la Moncloa con el apoyo de los golpistas, menos le va a importar si puede o no puede cumplir sus promesas o el precio que tenga que pagar en ese intento. Por ello, todo su programa consiste en la elaboración de planes, que no cuestan nada, amén de guiños, de gestos y de medidas-parche, que seguramente no conseguirá aprobar.

La doctrina socialdemócrata es un sistema coherente en el que cada parte remite a la otra y la complementa. Todo está perfectamente trabado por una teoría política (la del Estado social frente a la del Estado liberal) y económica (el keynesianismo frente al teoría clásica). Se puede estar de acuerdo o no con sus postulados, pero no se puede negar su consistencia. Sin embargo, la globalización, y aún más la Unión Monetaria, hace casi imposible en los momentos presentes su aplicación. Por eso los partidos socialdemócratas cuando en la actualidad gobiernan terminan o bien aplicando la política de la derecha o bien caen en el populismo. El populismo, se diferencia radicalmente de la socialdemocracia. Carece de toda coherencia y sistematización. Normalmente consiste en un haz de medidas sueltas y a veces contradictorias, escogidas más por el hecho de ser populares y caras a la masa que por los resultados que se vayan a obtener, con frecuencia los contrarios a los perseguidos. Esa es la razón por la que a veces aparece como de derechas y otras como de izquierdas.

Pedro Sánchez, dado el origen de su Gobierno y sus ochenta y cuatro diputados, está incapacitado con mas razon para plantear un programa socialdemócrata, en cuyos principios básicos se incluye la igualdad de todos los ciudadanos sea cual sea el territorio al que pertenezcan. Todo lo más puede ser un programa populista, y eso en teoría, porque en la práctica tendrá muy difícil aprobar sus medidas-parche. Una buena prueba de todo ello es lo que hasta ahora ha esbozado en materia fiscal, pieza esencial en un programa auténticamente socialdemócrata.

Pedro Sánchez, aun cuando conoce que la presión fiscal en España está más de seis puntos por debajo de la media de la de la Unión Europea, renuncia a toda reforma fiscal, y echa mano de ocurrencias, que no tienen demasiada lógica, y que desde luego no solucionan ni el problema de la insuficiencia recaudatoria ni la falta de progresividad impositiva, pero que son populares por el tipo de colectivos a los que supuestamente se van a aplicar. El problema se complica porque no parece que en todo el equipo de Sánchez haya quien sepa algo de política fiscal y por eso se transmiten las cosas más peregrinas, como el apaño que pretenden hacer en el impuesto de sociedades.

La señora ministra de Hacienda ha reiterado que la medida va contra las grandes empresas, no contra las pequeñas ni contra los autónomos. Malamente puede afectar a estos últimos, cuanto no están sujetos al impuesto de sociedades sino al IRPF. La ministra ha afirmado también que a las empresas grandes se las va a gravar con un tipo impositivo mínimo del 15%. Cosa exótica esa de un tipo mínimo en el impuesto de sociedades. Ni mínimo, ni máximo, ya que es un tributo en que el tipo debe ser único, proporcional. En los momentos actuales, del 25%. La progresividad tiene tan solo sentido en la tributación de las personas físicas. Bien es verdad que, en estos tiempos de rebajas, se han establecido para determinados grupos de sociedades unos tipos reducidos: 20% para las cooperativas, 15% durante dos años para las sociedades de nueva creación, 10% para asociaciones y fundaciones, y 1% para las sociedades de inversión… Pero, en fin, no creo yo que lo que esté proponiendo el Gobierno sea conceder un tipo reducido a las multinacionales.

A lo que la ministra quería referirse no era a un tipo mínimo (el tipo continuará siendo, como es lógico, el general del 25%), sino una tributación mínima. Es decir, que sea cual sea el resultado de la declaración tendrán que pagar al menos el 15% de tipo efectivo, lo que va a ser difícil de justificar y sobre todo de instrumentar de una manera coherente, sin que se produzcan efectos perniciosos contrarios a los que se persiguen. El tipo efectivo no se fija a priori, sino que es el que resulta para cada sociedad después de aplicar el general del 25% y de haberse deducido todos los beneficios fiscales.

El problema es que las distintas reformas, especialmente las acometidas en tiempos de Zapatero, a base de exenciones, deducciones y desgravaciones han dejado convertido el impuesto de sociedades en un queso gruyère. En los casos más escandalosos, habitualmente de grandes empresas, el tipo efectivo se sitúa en el 3 o 4%. Es indudable que la situación debe ser corregida, pero no a base de procedimientos extraños contrarios a la naturaleza del impuesto, sino eliminando con carácter general muchos de los gastos fiscales que vacían de contenido el gravamen. Estas eliminaciones afectarán a unas sociedades más y a otras menos (sin ninguna diferenciación a priori, sean grandes o pequeñas), según se estén lucrando en mayor o menor medida de los beneficios fiscales.

Diferenciar entre sociedades grandes y pequeñas es otro tic populista. Se supone que el «pueblo» considera totalmente justificado subir el gravamen a las grandes, pero no a las pequeñas. Se identifica indebidamente grande con rico y pequeño con pobre, pero en las sociedades no tiene por qué ser así, el tamaño no es sin más, señal de prosperidad y de grandes beneficios. Otra cosa son las retribuciones de los administradores o de los ejecutivos, pero estos no tributan por sociedades sino por el IRPF. Por otra parte, ¿cuál debería ser la variable a considerar como representativa del tamaño?, ¿sus ventas?, ¿el valor añadido?, ¿los beneficios? Según al sector al que pertenezcan habrá empresas en las que las ventas serán casi en su totalidad valor añadido, y habrá otras por el contrario en las que este será una parte muy pequeña de la cifra de negocios.

Por último, sea cual sea la magnitud elegida, fijar cualquier cantidad para establecer la división es pura arbitrariedad. ¿Por qué X y no X+Y? Con toda probabilidad se producirá un error de salto; algo que todo experto tributario sabe que debe evitarse de forma radical en cualquier medida fiscal y, sin embargo, a pesar de ello últimamente acontece con demasiada frecuencia. Supongamos que sean las ventas la magnitud elegida y X el límite establecido para caer de uno o de otro lado. Se daría el absurdo de que una sociedad al vender un euro más de los X estaría obligada a pagar a Hacienda miles de euros más. Aunque parezca increíble, esto ya ocurre, por ejemplo, con la pensión de un dependiente respecto a la declaración de renta de la persona que lo tiene a su cargo.

Lo que se pretende hacer es tan alambicado que la señora ministra no ha tenido más remedio que mantener al director general de Tributos del anterior equipo a ver si la sacaba del aprieto, y eso después de que había fichado ya por Ernst&Young. Habrá que hablar un día de las puertas giratorias, de los políticos, pero también de los altos funcionarios del Estado: inspectores, abogados del Estado, ingenieros de obras públicas, interventores, técnicos comerciales del Estado, etc. En fin, volviendo a nuestro tema hay que ver qué pastel sale al final, si a gusto de Sánchez o de Ernst&Young.

El sistema fiscal constituye una pieza clave del Estado Social, pero por lo mismo también una de las partes más elaboradas de la teoría socialdemócrata. Se fundamenta en una estructura robusta de impuestos directos (IRPF, sociedades, patrimonio y sucesiones y donaciones), entrelazadas de manera coherente y que se complementan. El tronco central es sin duda el IRPF, que en teoría debería gravar con una tarifa progresiva la renta global, incluyendo todas las fuentes de cada uno de los contribuyentes, y considerando todas sus circunstancias personales. Los impuestos de patrimonio y sucesiones perfeccionan al IRPF haciendo más difícil la evasión y dificultan la acumulación de la renta y la riqueza, y el impuesto de sociedades, por su parte, impide que el gravamen sobre los ingresos personales se dilate en el tiempo al estancarlos en las corporaciones.

Pues bien, desde el año 1987 este andamiaje es el que se ha venido desmantelando poco apoco en España y me atrevo a decir que, aunque en menor medida, también en otros países. El IRPF ha dejado de ser un impuesto personal, puesto que no se grava de manera global la totalidad de la renta. Se emplean dos tarifas, una para los ingresos de capital, más reducida, y la general que se aplica al resto de las rentas. Además, al no cumplirse la acumulación de todos los ingresos en una única tarifa, la progresividad, como es lógico, es mucho más reducida. Todo ello sin contar con que la tarifa general ha ido sufriendo en distintos momentos reducciones sucesivas. Los tramos han pasado de 36 a 5 y el tipo marginal máximo del 65 al 45 %. Los impuestos de sucesiones y de patrimonio se cedieron a las Comunidades Autónomas que, desde el primer momento, entraron en competición para ver quién reducía más los gravámenes hasta que en la práctica casi han desaparecido; y ya hemos visto en qué ha quedado convertido el impuesto de sociedades, que tras reducir el tipo nominal del 35 al 25 se ha dado ocasión para que los distintos beneficios fiscales lo vacíen de contenido.

A nada de todo esto tiene intención de enfrentarse Pedro Sánchez, como tampoco la tuvo Rodríguez Zapatero. Todo lo contrario, eliminó el impuesto de patrimonio, colaboró al desarme de la progresividad en el IRPF y fueron sus gobiernos los que en buena medida contribuyeron a que el tipo efectivo medio del impuesto de sociedades se aproximase peligrosamente a cero. Sin embargo, todo programa socialdemócrata que pretenda serlo y el mantenimiento de lo que se llama vulgarmente economía del bienestar pasan forzosamente por la corrección y reforma del sistema fiscal siguiendo los parámetros anteriores. Miente quien se presente como el apóstol del Estado social y afirme que lo va a mantener y a incrementar a base de ocurrencias, gestos y medidas-parche más o menos populistas.

El Estado social tampoco se puede sostener acudiendo al incremento del déficit del sector público. Desde hace más de treinta años he venido combatiendo el santo temor al déficit de Echegaray y al dogmatismo de los que hacían una religión del presupuesto equilibrado. Pero antes no estábamos en la Unión Monetaria. Las circunstancias han cambiado sustancialmente, el endeudamiento público alcanza el 100% del PIB, porcentaje al que nunca nos habíamos ni siquiera acercado; además, gran parte de él es también exterior, lo que complica la situación especialmente, y esta es la razón de mayor peso cuando no controlamos nuestra propia moneda y dependemos de los mercados y del BCE.

En las circunstancias actuales, cualquier laxitud en el control de la estabilidad, tal como ha propuesto Pedro Sánchez, es una irresponsabilidad y constituye una huida de la verdadera solución que es el incremento sustancial de la presión fiscal. Ahora bien, esta medida es muy poco popular, sobre todo si no se limita a las grandes fortunas y a las multinacionales, y Pedro Sánchez, todo lo más, quiere aplicar (quizas no le queda otro remedio) una política popular, populista y además de una gran levedad.

republica.com 27-7-2018



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