“El paro registrado en las oficinas del Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE) ha descendido en 734 (-0,02%) personas en el mes de octubre, un dato excepcional ya que es la primera vez que el paro baja en este mes desde el año 1975. De esta manera, el paro acumula ocho meses consecutivos de bajada, un periodo de caídas de duración también inédita. Desde febrero, el número de personas inscritas se ha reducido en 751.721“. Así comienza la nota de prensa de la Moncloa acerca de las estadísticas del SEPE correspondientes al paro registrado del mes de octubre.
No puede extrañarnos que el Gobierno, una vez más, emplee las palabras: “excepcional”, “por primera vez”, “inédito”. Solo les faltó hablar de “histórico”. No nos puede sorprender tampoco que el Gobierno ofrezca una interpretación torticera de las cifras. Está dentro de su idiosincrasia. Lo que sí debe pasmarnos es que todos los medios de comunicación y sus respectivos periodistas, sean de la tendencia que sean, hayan comprado la mercancía averiada. No me refiero a los datos, sino a su exégesis, a sus comentarios y, sobre todo, a sus titulares.
¿Cuándo se va a entender que esta crisis sí que es particular y que todo lo que en ella se desarrolla no puede compararse con las situaciones normales de la economía y tampoco con el comportamiento económico de cualquier otra crisis pasada? No solo en los últimos 45 años, sino ni siquiera mucho más atrás; seguramente habría que llegar a la Guerra Civil, jamás en un año el PIB se había desplomado al -10,8%, como ha ocurrido en 2020, ni la tasa interanual de un trimestre había descendido al -21,5%, tal como sucedió en el segundo trimestre del año pasado. La estacionalidad por fuerza tiene que contar muy poco si, por ejemplo, en el verano se tienen cerrados o a medio gas todos los comercios, espectáculos o servicios y se eliminan restricciones en otoño, en concreto en octubre. ¿Qué tiene de excepcional que en este mes baje el paro?, ¿qué tiene que ver el mes de octubre de este año con el de los anteriores?
Cuando en un determinado momento la actividad económica se hunde en más de un 10%, y el porcentaje de desempleo se eleva por encima del 26%, no tiene nada de raro que a partir de ese momento el paro descienda todos los meses? Habrá quien se pregunte por qué me refiero a una tasa de desempleo superior al 26%, cuando a lo largo de la pandemia en los peores momentos nunca ha superado el 17% en las estadísticas oficiales; pero lo que habría que cuestionarse más bien es por qué razón los datos de paro y empleo gubernamentales tienen tan poco que ver con la evolución del PIB. La solución al misterio se encuentra en las personas incluidas en un expediente de regulación temporal de empleo (ERTE), que mientras están en esta situación son no productivas y, se quiera o no, son paradas, aunque lo sean temporalmente. Si por ejemplo en el mes de mayo de 2020 a los 3.857.776 parados oficiales se les suman las 2.661.878 personas que estaban en ERTE, nos encontramos con que el número de parados reales era 6.519.654, es decir, una tasa de paro del 26%.
El enigma de la esfinge y su solución quizás se comprendan mejor analizando la Encuesta de Población Activa (EPA). Examinemos la última, la del tercer trimestre del presente año. Los portavoces gubernamentales echaron como siempre las campanas al vuelo. En este trimestre el número de ocupados aumentó en 359.000 personas, lo que significa que el total se ha situado por encima de los 20 millones, cifra que no se alcanzaba desde hace 13 años, justamente desde antes de estallar la crisis anterior. El panorama es propicio para el triunfalismo y la propaganda. El Gobierno se ha apresurado a colocarse las medallas y a proclamar el gran éxito que representa que la cifra de empleados haya retornado, e incluso superado, a la existente con anterioridad al inicio de la pandemia. El número de ocupados en el tercer trimestre de este año se ha incrementado en 157.000 con respecto a los del mismo periodo de 2019.
El enigma y la contradicción aparecen tan pronto como se comparan estos datos con la evolución del PIB, que se encuentra aproximadamente un 6% por debajo del de 2019, y con el número de las horas trabajadas semanalmente, que en el tercer trimestre del año actual han sido 14,9 millones menos que en el mismo periodo de 2019. No hay que esforzarse mucho, sin embargo, para encontrar la respuesta al problema. Se halla en la existencia de los trabajadores en ERTE que, siendo en el fondo parados, no se contabilizan como tal y que, no estando ocupados, sí figuran en este colectivo como si lo fueran. En septiembre de este año aún había 239.200 trabajadores en ERTE y 226.400 autónomos en cese de actividad. Si se tienen en cuenta estos datos, la tasa de paro, en lugar del 14,57%, sería en estos momentos del 16,6% y los afiliados a la Seguridad Social, 19,6 millones de personas, número inferior por tanto al que existía en 2019.
Los ERTE están teniendo, al menos, un efecto perverso, el de disfrazar las cifras de desempleo. Todo el mundo sabe que se trata de un paro encubierto, sin embargo, en la mayoría de las ocasiones -el Gobierno en todas ellas- las cifras de paro y de empleo se ofrecen sin tenerlos en cuenta. El tema es especialmente grave cuando el fenómeno se está haciendo crónico y lo que teóricamente debería ser un instrumento temporal se convierte en indefinido y se está dispuesto a aplicarlo de manera sistemática, tal como se ha evidenciado en las dificultades surgidas con el volcán de la Palma. Parece que incluso su papel se va a intensificar y a ampliar en las próximas modificaciones de la legislación laboral.
Resulta paradójico lo que está ocurriendo con los ERTE y la reforma laboral de Rajoy. Los que más presumen del éxito de su aplicación son los mismos que reclaman con más fuerza la derogación de la reforma anterior. No es que esta norma legal, tal como la derecha se empeña en afirmar, los haya credo. De hecho, la figura existía mucho antes. Se encuentra ya, por ejemplo, en el Estatuto de los trabajadores de 1995 (incluso en el de 1980); solo que con otro nombre: “Suspensión del contrato o reducción de la jornada por causas económicas, técnicas u organizativas o de producción o derivadas de fuerza mayor”. El nombre de ERTE, que se le ha dado posteriormente, proviene de su semejanza con los expedientes de regulación de empleo (ERE) de los que solo se diferencian por su carácter temporal.
Lo que sí hizo la reforma del PP fue modificarlos sustancialmente, aunque ya se habían flexibilizado dos veces en tiempos de Zapatero. En 2012 se eliminó el requisito de ser aprobados por la autoridad laboral, y se ha permitido que a partir de entonces fuese suficiente la resolución de la dirección de la empresa con la aquiescencia de la representación sindical o incluso sin ella en el caso de desacuerdo, concediendo tan solo a esta, la posibilidad de acudir a los tribunales. Ha sido este cambio el que ha facilitado su uso masivo durante la epidemia, pero también ha abierto profundos mecanismos de fraude, situaciones caóticas y ha hecho que muchas empresas los hayan utilizado sin verdadera necesidad.
Resulta también curioso que desde que Podemos ha pactado con Sánchez y está en el Gobierno todo el mundo se ha olvidado de la reforma laboral de Zapatero. Tampoco parece acordarse nadie de que el 11-M surgió durante el Gobierno del PSOE y en contra de su política económica. La reforma laboral del PP fue continuación de la de Zapatero y las dos obedecieron a la imposición de la Unión Europea. Conviene considerar que la reforma se encontraba en la carta que Trichet, entonces presidente del BCE, envió juntamente con Fernández Ordoñez, gobernador del BE, a Rodríguez Zapatero, gemela de otra enviada a Berlusconi. En ambas se establecían las condiciones para que el BCE interviniese en el mercado y rescatase a España y a Italia de la encrucijada en que las había sumido una prima de riesgo inasumible. Entre esas condiciones estaba casi como punto número uno la reforma laboral.
La presión de la Unión Europea para que se reformase el mercado de trabajao no se limitaba a la coacción de Bruselas o de Frankfurt, sino que radicaba en la propia naturaleza de la Moneda Única. La imposibilidad de devaluar la moneda fuerza, en presencia de graves desequilibrios de la balanza de pagos ocasionados por la diferencia en las tasas de inflación, a lo que se denomina “devaluación interna”. Se trata en definitiva de recuperar mediante la depreciación de precios y salarios la competitividad exterior perdida. A este objetivo estaban destinadas las dos reformas laborales, tanto la de Rajoy como la de Zapatero.
Parte de la izquierda parece no haberse enterado de que las reglas de juego y los equilibrios de fuerzas han cambiado desde el mismo momento en el que se constituyó la Unión Monetaria. Existen límites infranqueables. Determinadas políticas que antes se podían defender ahora son inviables, e incluso supone una cierta ingenuidad reclamarlas porque pueden producir efectos contraproducentes, o contrarios a los queridos. En particular, los sindicatos dan la impresión de caer en una injustificable estulticia cuando después de defender el sí crítico a Maastricht actúan como si ello no hubiese generado consecuencias y todo se debiese a la perversidad de la derecha.
Tiene razón la ministra de Trabajo cuando ahora (va a ser verdad que el Gobierno solo acierta cuando rectifica) califica la derogación de la reforma laboral de fetiche político. Pero no es porque técnicamente no sea realizable. De hecho, al final de cualquier ley aparecen derogaciones parciales o totales de otras muchas leyes, sino porque política y económicamente este Gobierno no ha pensado nunca que fuese factible ni conveniente derogarla en su totalidad. Ni la de Rajoy ni la de Zapatero. Recurrir a su derogación es un simple fetiche político empleado por cierta izquierda, y quizás por los sindicatos, como reclamo electoral y político.
En realidad, nadie ha planteado en serio cambiar lo que ha sido el núcleo duro de ambas reformas: la facilidad y el abaratamiento del despido, bien sea el individual o el colectivo. Se rebajaron sustancialmente las indemnizaciones y se ampliaron la causalidad de los ERE y los motivos por los que se pueden plantear. A su vez, los ERTE se están convirtiendo en el instrumento más eficiente para que los empresarios puedan adecuar la plantilla a sus necesidades e intereses, sin asumir ningún gasto de despido; eso sí, a costa del erario público. Su justificación se asienta en la creencia, en absoluto demostrada, de que todo ERTE impide la realización de despidos colectivos o el cierre empresarial. Se prescinde de la posible existencia de ERTE que tienen como origen exclusivamente aumentar los beneficios empresariales
No siempre lo que está detrás de la reducción temporal de plantilla es una necesidad imperiosa de la empresa. En muchas ocasiones se trata únicamente de reducir costes o, lo que es lo mismo, de obtener mayores ingresos. Es más, la flexibilidad con que en estos momentos se puede adoptar parece que está dando lugar a múltiples casos de fraude, en los que empresarios y trabajadores se ponen de acuerdo para, aun cuando se continúe trabajando, tramitar un ERTE ficticio y repartirse los correspondientes beneficios. Por otra parte, habrá que preguntarse si la extensa duración de esta situación teóricamente temporal no está facilitando el mantenimiento de empresas zombis que antes o después van a desmoronarse, pero con resultados aún más dañinos.
Las ayudas necesarias para los trabajadores en paro se podrían haber canalizado por otros mecanismos mejores como la mayor extensión y ampliación del seguro de desempleo, más fácil de controlar y con un coste seguramente inferior para las finanzas públicas. Lo único seguro en los ERTE es que se beneficia a los empresarios. Por eso se entiende mal que cuando se establece como objetivo corregir las reformas laborales pasadas se recurra a la multiplicación y desarrollo de estos procedimientos que significan en última instancia abaratar una vez más el despido, tanto más si se alude a la tan cacareada mochila austriaca y aun cuando el gobierno se pueda beneficiar de ellos facilitando una cifra de paro trucada.
En el diálogo social, se supone que los interlocutores no deben ser solos los empresarios y sindicatos, sino que también debe participar el gobierno; pero no como mero notario que da fe de los acuerdos, sino como representante de todos los ciudadanos, porque es bastante probable que la mayoría de los pactos terminen engrasados con dinero público. Sin embargo, en los acuerdos sobre los ERTE no parece que haya estado demasiado presente el Estado. En estas y en otras muchas decisiones da la impresión que la Ministra de Hacienda está de vacaciones. Su función ha quedado reducida a la de contable o tesorero y a decir a todo que sí. Lo suyo es lo de la charanga y la pandereta. “El lunes os lo arreglo”.
republica.com 18-11-2021