En muy buena medida los fracasos de los gobiernos de Zapatero se debieron a las ocurrencias. Ante la incapacidad absoluta para hacer una política seria, nos obsequió con un cúmulo de genialidades, especialmente cuando tuvo que enfrentarse a una crisis económica que le sobrepasaba. Me temo que Pedro Sánchez está cayendo en la misma tentación, y pretende ocultar con ocurrencias también su ineptitud para gestionar la crisis. La última boutade del Gobierno consiste en revivir los Pactos de la Moncloa. En realidad, en este caso la ocurrencia no es original de Sánchez, sino de Arrimadas, pero el Gobierno y sus expertos mediáticos se han apresurado a apropiarse de ella. Les puede ser, sin duda, de mucha utilidad para eludir responsabilidades. Haría mal Ciudadanos, y más concretamente Arrimadas, en prestarse a esta charlotada.
Inés Arrimadas, mientras ejerció el liderazgo de Ciudadanos en Cataluña, gozaba de gran admiración y simpatía. Su discurso frente al independentismo era impecable, lleno de sentido común, brillante y lógico, muy alejado de la ambigüedad del PSC, y de la postura montaraz de En Común Podemos. Hay quienes piensan, sin embargo, que su salto a la política nacional fue un error. Al menos su papel quedó más desdibujado, incluso eclipsado por el protagonismo de Rivera. Cuando dimitió este, tuvo que hacerse cargo de un partido traumatizado por una debacle sin precedente, su representación en el Congreso había descendido de 57 a 10 diputados.
La tarea que le corresponde, desde luego, no es fácil, pero lo peor que podría hacer la actual líder de Ciudadanos es asumir la interpretación que los críticos de su partido hicieron de la derrota de noviembre. Exégesis de la que lógicamente se apropiaron los sanchistas y que todos sus cañones mediáticos repiten de manera constante. En contra de lo que estos mantienen, el desastre electoral no se debió al hecho de no haber pactado con Sánchez tras las elecciones de abril. De ser ese el motivo, lo más lógico es que los votos perdidos por Ciudadanos se hubiesen orientado al PSOE y a Podemos. Por el contrario, estas dos formaciones políticas perdieron en conjunto un millón de votos y diez diputados. Los votos perdidos por el partido naranja debieron de encaminarse principalmente hacia el PP buscando el voto útil, y la forma de echar a Sánchez de la Moncloa. Por otra parte, el presidente del Gobierno nunca estuvo dispuesto a negociar con Ciudadanos, simplemente aspiraba a que le apoyasen de forma gratuita.
Sospecho que los únicos que dentro de Ciudadanos querían pactar con el presidente del Gobierno era los del sector crítico, dirigidos por el área económica, deseosos quizás de ocupar puestos importantes en el Gobierno o en la Administración. Paradójicamente, este grupo, que ha censurado la orientación de su partido por escorarse a la derecha, había elaborado la parte económica del programa que podríamos definir como furiosamente neoliberal, con temas tales como la bajada de impuestos, el tipo único en IRPF o el complemento salarial.
Por cierto, alguno de sus dirigentes –mejor, ex dirigentes- retorna a la actualidad con el complemento salarial, aunque ahora disfrazado de renta básica universal (RBU). Quizás busquen su acercamiento al Gobierno a través de Podemos que enarbola este tema como bandera. He leído con asombro un artículo publicado en El País el pasado 31 de marzo. Últimamente no suelo acceder a este diario, pero lo había citado mi amigo Luis Velasco desde estas páginas digitales y sentí curiosidad. El artículo iba firmado por Toni Roldán, antiguo secretario de Economía de Ciudadanos, y se titulaba “¿Una renta básica universal para la pandemia?”. Hablando de ocurrencias, ninguna como esta. Eso sí, es posible que se la compre el actual Gobierno, tan aficionado a ellas.
Me costó saber si el artículo iba en serio o en broma. Resumiendo la propuesta: el Gobierno daría a cada persona en edad de trabajar (38 millones españoles) 3.000 euros (1.000 por mes, suponiendo que dure tres meses la pandemia). Total, supondría un gasto inmediato de 114.000 millones de euros, el 11% del PIB. Al mismo tiempo, afirma, se debería aprobar un impuesto extraordinario que se devengaría en el próximo año, por el que cada persona devolvería esos 3.000 euros excepto la parte en que se haya reducido su renta por el coronavirus. En descargo del antiguo secretario de Economía de Ciudadanos, hay que decir que parece ser que la idea no era original suya, ya que él mismo cita a Greg Mankiw, economista de la Universidad de Harvard, que había ideado para EE.UU. una propuesta similar, solo que insertada en una formulación matemática muy simple. La cuantía del impuesto vendría dada, según el citado profesor, por el resultado obtenido al multiplicar N por X y por el cociente entre la renta de 2020 y la renta de 2019, siendo N los meses que dure la renta y X su cuantía.
Toni Roldán se pregunta cuál sería el coste de la operación y por simplicidad, según afirma -lo de la simplicidad es una constante en todo el artículo-, supone la población dividida en tres grupos. El primero (50%) no ha perdido nada; el segundo (25%) ha perdido la mitad de la renta y el tercer grupo (25%), la renta entera. Aplica la fórmula de Mankiw y llega a la conclusión de que el coste sería inferior al 1% del PIB. Aun cuando lo deja en cierta ambigüedad, es evidente que para que el coste ascendiese únicamente al 1% del PIB, las supuestas pérdidas de rentas habrán de estar referidas solo a los tres meses y que después, a lo largo de todo el año 2020, se mantendrían los mismos ingresos. Pero entonces lo de los 3.000 euros no deja de ser una tremenda engañifa, porque según estas suposiciones, la fórmula empleada y el coste estimado, y presumiendo también que los ingresos a lo largo del año son uniformes, el primer grupo (50%) debería devolver los 3.000 euros, el segundo (25%) debería devolver 2.625 euros, es decir, los 3.000 menos aproximadamente 375 euros que sería la prestación (125 euros mensuales), y el tercero y mejor dotado 2.250 euros, a saber, los 3.000 euros menos aproximadamente 750 euros, que es lo que le habría correspondido en la rifa (250 euros al mes). ¿Es esto serio?, ¿se puede pedir al Estado que movilice 114.000 millones de euros, que los reparta entre 38 millones de personas para que le devuelvan más de 100.000 millones de euros, y termine dando unas subvenciones de miseria cuyo coste escasamente sobrepasa los 10.000 millones de euros. Se dirá que es una suposición, pero es la que hace el autor y cualquier otra, que implicase una prestación un poco más digna, sería enormemente más gravosa al erario público. Cabe además una pregunta ¿Desaparecería el seguro de desempleo?
Mis suposiciones son otras y, por lo tanto, también mis cálculos. El coste estaría por encima de los 85.000 millones de euros y superaría el 8% del PIB, porque, siendo muy optimistas, se recuperaría como máximo la cuarta parte de lo entregado. Casi todo el mundo buscaría excusas para justificar que ha perdido una porción de su renta, tanto más cuanto que sería imposible cualquier comprobación. ¿O es que con la moralina que rodea estos días los medios de comunicación nos hemos creído eso de que todo el mundo es bueno?
Es lo que les pasa a los profesores universitarios, que están llenos de ocurrencias, de modelos de laboratorio, inaplicables en la realidad. ¿Sobre quién iban a recaer la tarea de revisar las rentas de 2020 y 2019 de los 37 millones de teóricos contribuyentes, muchos de ellos desconocidos, y sin que hasta ahora conste sobre ellos información alguna? Si no me equivoco, el número de los declarantes por rentas en el IRPF está alrededor de los 20 millones y la Agencia Tributaria se ve desbordada, y sabemos el volumen tan importante de fraude que existe. El fraude no está solo en las grandes fortunas. La sola propuesta de esta nueva prestación y nuevo impuesto despertaría la hilaridad de cualquier responsable de la administración tributaria.
Lo más llamativo del artículo es que el autor afirma que la medida ofrece tres ventajas: «es simple, inmediata y llega a todo el mundo. Se podría activar de forma casi automática, cubriría a todos los que lo necesitan, y ahorraría miles de horas de trámites y burocracia». Cubriría a todos los que lo necesitan, sin duda, y también a los que no lo necesitan y seguramente a los que lo necesitan en una cuantía radicalmente insuficiente, puesto que ¿quién ha dicho que al cabo de tres meses todo volverá a la normalidad? Simple sí que es (de gabinete de universidad), siempre que no se haga ningún tipo de comprobación. Así hemos eliminado los trámites y la burocracia, pero a condición de crear múltiples rentas fiscales y de que una cantidad ingente de dinero vaya a quien no lo precisa. ¿Por qué no coger un helicóptero y comenzar a tirar billetes sobre la población?
Sin duda, después de la pandemia (incluso ya ahora) podemos encontrarnos con una situación económica adversa. Colectivos especialmente vulnerables van a necesitar la ayuda del Estado y posiblemente en mucha mayor cantidad que la propuesta en el artículo, pero cada colectivo tiene su problemática y un tratamiento adecuado y se precisa garantizar que no se desperdicia el dinero. No caben fórmulas generales como las de la RBU. Lo de universal carece de sentido, y lo simple solo existe en los laboratorios o en los despachos de los profesores.
Es posible que este artículo haya hecho las delicias de los apologetas de la RBU y argumenten con júbilo que la derecha les termina por dar la razón, si es que consideran al autor como de derechas. Los teóricamente de izquierdas no deberían equivocarse, esta figura de prestación social casi siempre ha estado bien vista por el neoliberalismo económico, como sistema que puede diluir el Estado social en un Estado de beneficencia. En Finlandia fue un gobierno de derechas el que la implantó, con características que hacen dudar de la progresividad de la medida, y parece que ha decidido ya eliminarla.
Todos los defensores de la RBU que, para respaldar su viabilidad económica terminan englobando en ella toda otra serie de prestaciones sociales (que lógicamente desaparecen), defienden su excelencia basándose en la simplicidad y en el ahorro de todo tipo de gastos burocráticos. A ello me refería yo el 5-1-2017 en un artículo en estas mismas páginas en los siguientes términos «Subyace en estos planteamientos una cierta desconfianza hacia el Estado y la ambición de establecer en la protección social un automatismo, similar al que ha aplicado el neoliberalismo a la política monetaria. Prescindir de la vigilancia y supervisión del Estado es perder el control de la adecuación y justicia de las prestaciones y dejar el campo libre a la casualidad o, lo que es peor, a la arbitrariedad, y a los buscadores de rentas fáciles».
La RBU no entra dentro de la historia doctrinal de la izquierda europea, sino de un populismo que quizás pueda tener su razón de ser y hundir sus raíces en países de otras latitudes en los que el Estado es muy débil y no existe apenas protección social. Este populismo un tanto anárquico y que desconfía del Estado puede llegar a coincidir en temas como este con el liberalismo económico. El cuerpo doctrinal del Estado social es suficientemente fuerte y amplio como para contar con un número de elementos (entre los que no está la RBU) que cubran todas las contingencias que puedan afectar al ciudadano; otra cosa es que estén suficientemente desarrolladas en las correspondientes legislaciones nacionales, pero entonces lo que hay que perseguir es la corrección de esta carencia.
Nuestra Constitución no contempla la RBU. Lo que reconoce es el derecho al trabajo (art 35) y para hacer efectivo este derecho se acompaña de un mandato a los poderes públicos de realizar una política de pleno empleo (art. 40,1), pues de lo contrario, tal como dictaminó el Tribunal Constitucional, el reconocimiento del derecho a una parte de la población llevaría implícita su negación al resto. La obligación del Estado consiste en procurar que todo ciudadano en edad de trabajar pueda acceder a un empleo digno y adecuadamente remunerado y solo cuando, de forma excepcional, la sociedad no pueda proporcionárselo o cuando alguna contingencia, enfermedad, accidente, invalidez etc., se lo impida, los poderes públicos deberán dotarle de los medios económicos que le permitan a él y a su familia mantenerse mientras dura la excepcionalidad.
Hay que reconocer que fenómenos como la globalización o la pertenencia a la Unión Europea crean a menudo escenarios en los que la política de pleno empleo resulta imposible, con lo que lo que debería ser excepcional en la teoría, se convierte en la practica en normal, pero ello no nos debe hacer perder la perspectiva. El objetivo a conseguir es el del empleo y no la sopa boba de los conventos. El compromiso no debe consistir en garantizar una renta de forma indiscriminada; y mucho menos si la prestación es compatible con el salario, porque en este caso estaríamos acercándonos al complemento salarial propuesto por Ciudadanos y no sabríamos si en realidad al que estamos subvencionando no es al empresario. La imposibilidad de aplicar una política de pleno tendría que conducir únicamente a que prestaciones sociales tales como el seguro de desempleo afectasen quizás a muchos más trabajadores y a tener una duración mucho mayor. Pero, en cualquier caso, toda ayuda debe estar condicionada y obedecer a un motivo concreto.
Es posible que los momentos críticos que se avecinan y la más bien menguada protección social actual aconsejen y exijan potenciar determinado tipo de prestaciones, blindando a los colectivos más débiles, pero debería hacerse de forma analítica y razonada y huyendo de generalidades y ocurrencias y, sobre todo, calculando el coste de oportunidad, porque todo euro que se gasta en una determinada aplicación deja de gastarse en otra.
Hablando de ocurrencias, había comenzado este artículo refiriéndome a los nuevos Pactos de la Moncloa que quiere promocionar Sánchez. Es forzoso dejar ese tema para otro artículo, quizás la próxima semana.
Republica.com 17-4-2020