Burro grande, ande o no ande, afirma el refrán popular, y parece hecho a medida del comportamiento del sanchismo. Todo lo que hacen, según ellos, es lo más grande, grandioso, colosal, lo más excelso, histórico, único. Como no podía ser menos, todos estos calificativos u otros parecidos se los han aplicado a los fondos de recuperación europeos. Me temo que ese burro no va andar, pero es que tampoco es el más grande.
Sánchez y la ministra de Economía no han escatimado adjetivos, incluso han llegado a compararlo con el Plan Marshall y, contra toda verdad, se afirma que es la movilización de fondos más elevada que ha realizado la Unión Europea. Lo que, desde luego, no es cierto. Se puede disculpar la ignorancia del presidente del Gobierno, este capítulo no debe de estar en su tesis doctoral, pero lo que es menos explicable es que lo repita Nadia Calviño, dado que ha sido directora general de Presupuestos de la Unión Europea. Es posible que los dos estén haciendo trampas y para realizar las comparaciones consideren los recursos en valores absolutos, sin tener en cuenta la inflación ni las distintas monedas en que están expresados.
Los fondos de cohesión y de desarrollo han representado una movilización de dinero de bastante mayor cuantía que la que ahora se activa. Para realizar estas comparaciones, las transferencias de recursos hay que entenderlas a fondo perdido, excluyendo los préstamos o cantidades reembolsables. Además, habrá que considerarlas en términos netos, es decir, minorando la cuantía de las recibidas con la cuota que el país en cuestión como miembro de la UE debe aportar a la financiación total.
Aplicando lo anterior al Mecanismo para la Recuperación y la Resiliencia, y redondeando, la totalidad de los recursos que la UE proyecta trasladar a los Estados se eleva a una cifra cercana a los 700.000 millones de euros, de los cuales aproximadamente la mitad se entregará en calidad de préstamos y el resto, como transferencias no reembolsables. A España, como uno de los máximos beneficiados, le corresponderán unos 140.000 millones de euros en total; cerca de 70.000 millones de euros, si nos fijamos únicamente en las entregas a fondo perdido.
Para conocer la cuantía real de la ayuda, esta última cantidad se tiene que minorar por el importe con el que España, como un miembro más de la UE, debe contribuir a la financiación de la cantidad total. Este porcentaje es alrededor del 10%, porque es esta misma proporción la que existe aproximadamente entre el PIB español y el de toda la Unión, y que se traduce en una suma de 35.000 millones de euros. Si la transferencia teórica a España va a ser de 70.000 millones de euros, la ayuda neta, esto es, aquella que podemos afirmar que de verdad es a fondo perdido, no estará muy por encima de la mitad (35.000 millones de euros), que se recibirá a lo largo de estos seis años (2021-2026) y que representa un 3% del PIB, es decir, una media del 0,5% anual.
En los muchos años que España gozó de los fondos de cohesión, por lo menos hasta la ampliación al Este, su saldo neto positivo anual frente a la UE se ha movido en un rango del 0,5% al 1% del PIB. A su vez, el saldo neto de Portugal, Grecia e Irlanda ha pasado la mayoría de los años del 2% del PIB respectivo. Es absurdo por tanto pretender situar las ayudas que ahora se movilizan a la cabeza de cualquier otra transferencia realizada por la UE.
Sánchez, creyéndoselo o no, ha colocado los fondos de recuperación en el centro de su mensaje y ha hecho de ellos su máxima baza electoral. Por eso ha magnificado su cuantía, pero, sobre todo, se ha apoderado de ellos. Primero, intentando convencernos de que la concesión ha sido mérito suyo. Recordemos el paseíllo apoteósico que hizo entre todos los ministros aplaudiendo a su entrada al Consejo. Nadie que conozca mínimamente cómo funciona la UE puede creerse que un acuerdo como el de los fondos de recuperación puede ser obra del presidente del Gobierno de España, y menos si ese presidente es Pedro Sánchez.
Segundo, porque sin ningún pudor los considera suyos y por lo tanto con derecho a repartirlos como crea conveniente. No ha permitido que se aplicase ningún control político e incluso, y eso es casi más grave, ha liberado su ejecución de casi todos los requisitos a los que normalmente están supeditados los fondos públicos y ha convertido la fiscalización previa (en las intervenciones delegadas) de estas partidas en una mera nota de toma de razón contable. En ese reparto se va a imponer la más total discrecionalidad en la selección de los agraciados, tanto si son Comunidades Autónomas, empresas o particulares.
Como siempre, Sánchez tiene la virtud de reprochar a la oposición precisamente todo lo que él realiza. Resulta paradójico que en su comparecencia con Olof Scholz haya pedido que nadie convierta los fondos en un instrumento político, cuando ha sido precisamente él, desde el mismo momento de su aprobación, quien los ha considerado el mejor medio para hacer clientelismo y asegurarse así la permanencia en el poder.
Este burro, el de los fondos de recuperación, no solo no es el más grande, es que tampoco parece que pueda andar, al menos en persecución del objetivo que se confiesa y que está explícito en el título: la recuperación. Es posible, sin embargo, que sí funcione para conseguir el otro propósito de Sánchez, el clientelismo. Cuando aún no se había recibido ni un solo euro de los fondos europeos, se consignaron en los ingresos del presupuesto de 2021, 27.000 millones de euros, con la intención de que se pudiese anticipar la ejecución de los programas desde el mismo día uno de enero. Pues bien, la realización no parece que haya influido muy positivamente en la recuperación cuando, las estadísticas y previsiones de todos los organismos nacionales e internacionales, excepto las del Gobierno, llegan a la conclusión de que España se encuentra a la cola de todos los países de la UE en el ritmo de alcanzar los valores económicos anteriores a la pandemia.
Esto no debería extrañarnos demasiado teniendo en cuenta los ejes transversales que se han fijado para vertebrar los planes de los fondos: la transición ecológica, la transformación digital, la igualdad de género, etc., finalidades que pueden ser muy respetables, pero en las actuales circunstancias no parece que constituyan el camino más rápido ni más eficiente para recomponer lo que la crisis ha destruido.
Existe, no solo en el Gobierno, una versión triunfalista que encomia con gran admiración el Mecanismo para la Recuperación y la Resiliencia y lo ve como una ocasión única que nos presta la UE. No obstante, por mucho que se diga lo contrario, los fondos van a venir condicionados no solo por las obligaciones que pueda imponer Europa, sino también por los proyectos en los que hay que gastarlos, que pueden ser muy convenientes para los fines que la UE se ha marcado, pero quizás no sean tan prioritarios para España.
Estos fondos, al igual que los de cohesión y el FEDER en el pasado, de ninguna manera van a compensar los desequilibrios que generan el mercado y la Unión Monetaria ni pueden compararse con la función redistributiva entre personas y territorios que ejercería una verdadera unión fiscal. Parece que son tan solo ese mínimo que están dispuestos a aceptar los llamados países austeros (de austeros nada, simplemente agraciados por la Moneda Única) para evitar que la desigualdad sea tan grande que termine por poner en peligro la Unión Monetaria.
Las desigualdades que está creando la moneda única -y que no hay fondos que puedan compensarlas- se pueden comprobar de manera fehaciente al considerar cómo ha evolucionado la economía de los países. Tal vez una de las variables más significativas sea el montante de deuda pública (también la privada) que acumulan los distintos Estados. En el año 2000, al comienzo del euro, la deuda pública española (59,60% del PIB) y la alemana (60,40% del PIB) se encontraban casi al mismo nivel; actualmente la primera (122,8% del PIB) es el doble que la segunda (69,7%).
A ello hay que añadir que durante estos años nos hemos desprendido de la casi totalidad de nuestros activos, empresas públicas rentables, lo que la prensa llamaba “las joyas de la corona”. Claramente nos hemos empobrecido. La fortaleza económica se mide por el patrimonio neto. Activo menos pasivo. A partir de la creación del euro nos hemos quedado sin activos y hemos engordado fuertemente nuestro pasivo. Curiosamente, algunos de los que están siempre dispuestos a alabar lo exterior y criticar lo interior han contrapuesto el hecho de que Alemania para financiar las pensiones haya acudido a emitir deuda, mientras que España ha subido las cotizaciones, sin considerar que nuestra deuda es el doble que la alemana y nuestra presión fiscal más reducida. Otra cosa es que el Gobierno español no haya escogido precisamente el impuesto más adecuado.
A lo largo de la historia las deudas han significado dolor, sufrimiento y el camino más corto para el empobrecimiento, la prisión e incluso la esclavitud. El endeudamiento también debilita a los Estados cuando lo contraen nominado en una divisa que no es la suya y que no controlan. Puede hacerles perder su soberanía y supeditarlos a poderes extranjeros. Sirva de ejemplo lo que ha ocurrido en muchos países de Latinoamérica con el Fondo Monetario Internacional. La enorme deuda que en estos momentos tiene contraída España y nominada en una divisa que, aunque suya, no controla hace a nuestro país totalmente dependiente de las decisiones del Banco Central Europeo, y de las presiones que este organismo pueda sufrir en el futuro.
republica.com 27-1-2022