En la mayoría de los países occidentales ha ido triunfando la tesis de que los bancos centrales tienen que ser independientes de los gobiernos. Supuesto defendido en un principio por el neoliberalismo económico. Se desconfía de la democracia y de las decisiones que puedan tomar los políticos acerca de la creación de dinero. La política económica, se dice, es demasiado importante para dejarla en manos de los gobernantes. Se cree que estos se rigen fundamentalmente por intereses electorales, que tenderán a la prodigalidad y considerarán la emisión de la moneda como un mero instrumento para sus fines.
Hay que reconocer que la historia proporciona en parte fundamento para defender esta tesis. Con frecuencia, distintas monedas se han hundido hasta perder casi su valor debido a que los reyes o príncipes financiaron las guerras mediante la emisión de moneda. Bien es verdad que en casi todos estos casos se trataba de regímenes autocráticos. No obstante, los defensores de la autonomía de los bancos centrales mantienen que en las democracias se puede dar -y de hecho se da- un fenómeno parecido. La facilidad que para contraer gastos proporciona la creación de dinero es una tentación demasiado fuerte para gobiernos que tienen que contentar a sus electores.
A pesar de estas declaraciones teóricas, la autonomía de los bancos centrales raramente se ha cumplido al cien por cien. Resulta difícil creer que el presidente de la Reserva Federal desoiga las indicaciones del presidente de EE. UU. o que el gobernador del Banco de Inglaterra actúe en contra de los deseos del primer ministro británico. Quizás donde parece aplicarse el principio de forma más completa sea en Europa, en la Unión Monetaria (UM). La razón principal radica en que el Banco Central Europeo (BCE) es uno, mientras que los gobiernos son múltiples y dispares, con lo que ninguno de ellos, ni siquiera Alemania, podrá controlarlo totalmente.
Cuando se trata de un solo país, por mucho que se hable de autonomía del banco central, es difícil que el gobierno pueda desentenderse de la política monetaria. Se quiera o no, no podrán lavarse las manos acerca de la evolución de los precios, y en caso de inflación no tendrán más remedio que orientar la política fiscal en la misma dirección que la política monetaria, por muy dolorosa que resulte a los ciudadanos.
En el caso de la UM, sin embargo, la multiplicidad de países y consecuentemente de gobiernos hace ciertamente imposible que ninguno de ellos pueda decidir la emisión de dinero y fijar los tipos de interés; pero por eso mismo no se les hará responsables de la política monetaria ni se les culpabilizara, aunque la inferencia no es muy lógica, del aumento del coste de la vida.
El BCE en su lucha contra la inflación se sentirá autónomo y con autoridad para aplicar la política que considere oportuna, que en épocas como esta va a ser por fuerza restrictiva, y con quebrantos considerables para los ciudadanos. Ahora bien, al no presentarse a las elecciones no se sentirá obligado a aplicar políticas clientelares. Sus actuaciones tendrán una sola finalidad, controlar la inflación sin considerar la contrapartida.
Los gobiernos, por el contrario, sentirán siempre la tentación de adoptar políticas fiscales generosas, y de mostrarse como benefactores y dispuestos a conceder toda clase de dádivas y ayudas. Con la excusa de aplicar una política social, encauzarán sus acciones a comprar votos sin tener en cuenta el coste. Esta postura es posible porque piensan que no se les podrá exigir cuentas del incremento de los precios, al considerarse que el control de la inflación es competencia en exclusiva del BCE.
Se dará la paradoja de que, el BCE dirigirá sus acciones, por ejemplo, a través de la subida de tipos de interés, a reducir la demanda, mientras que la política de los gobiernos de aumentar el gasto público, si no se compensa con una subida de impuestos de la misma magnitud, tendrá el efecto contrario, incrementarla. Se da así una profunda contradicción y en cierta manera un círculo vicioso.
Al establecer la autonomía del BCE se pretendía evitar las actuaciones pródigas y permisivas de los gobiernos arrebatándoles la capacidad de controlar la oferta monetaria. Pero curiosamente lo que se consigue con ello es el efecto inverso; quitándoles la competencia de la política monetaria no se colocará en su debe, al menos en una primera lectura, la subida de los precios, lo que les permitirá instrumentar una política fiscal expansiva aumentando el gasto público todo lo que crean conveniente para conseguir adhesiones y votos sin verse obligados a elevar los impuestos en idéntica cuantía.
La situación que en la actualidad se está creando en Europa es claramente esquizofrénica: mientras el BCE pretende contraer la demanda, los gobiernos la incentivan, con lo que fuerzan al banco emisor a nuevas medidas restrictivas, que a su vez tendrán más efectos negativos para los ciudadanos, que a su vez empujarán sin duda a los gobiernos a conceder nuevas ayudas y así sucesivamente.
Desde luego esto no ha sido siempre así. Este estado de cosas es relativamente nuevo. Desde el primer momento de la creación de la UM se acordó la obligación de que los gobiernos nacionales tuviesen que mantener una disciplina fiscal y presupuestaria. Ha sido en los tres últimos años cuando se han suspendido esos requisitos. En 2020 y en gran parte de 2021, en plena epidemia y sin apenas inflación, la relajación presupuestaria podía estar justificada para reactivar la economía. Pero la cosa cambia a partir de finales de 2021, en que los precios comienzan a dispararse arrastrados, por una parte, por un incremento del consumo, que había estado contenido durante los tiempos duros de la pandemia y, por otra, por la subida del coste de la energía, debida a la tensión y posterior guerra entre Rusia y Ucrania y a que la Unión europea adoptó una actitud beligerante. Desde ese momento la inflación en todos los países miembros se ha disparado hacia cotas que habría que remontarse muchos años atrás para encontrar otras similares.
Tales incrementos en el nivel de precios crean sin duda graves problemas al funcionamiento de la economía y distorsionan el reparto de rentas entre los ciudadanos, favoreciendo a unos y perjudicando a otros. Es lógico por tanto que el BCE haya cambiado de política; pero lo que es menos comprensible es que los gobiernos nacionales, y en mayor medida las autoridades comunitarias, mantengan la misma lasitud fiscal y presupuestaria.
El tema es tanto más inexplicable cuanto que en el pasado, en la crisis de 2008, sin ningún riesgo de inflación, pero sí con una importante depresión económica, la Unión Europea obligó a los gobiernos a una política fiscal fuertemente restrictiva, mantuvo por encima de todo la disciplina presupuestaria con dolorosos ajustes para la población, colaborando a que se mantuviese la propia recesión.
Da la sensación de que las autoridades comunitarias han practicado la ley del péndulo; pero además en sentido inverso a lo que sería normal. En una época de deflación como fue la de los años posteriores a la anterior crisis defendió una política fiscal rabiosamente contractiva contribuyendo aún más a la recesión, y sin embargo en la actualidad, cuando nos movemos en tasas de inflación desconocidas desde principios de los ochenta, permite una política presupuestaria laxa, con lo que facilita la subida de los precios, dificultando la labor del BCE.
Esta actuación asimétrica y totalmente errática quizás pueda explicarse primero porque se trata de aplicar en cada momento aquellas políticas que favorecen a Alemania, y segundo por la ingravidez de la Comisión y de su presidenta, sin ninguna autoridad frente a los Estados, y principalmente frente al país germánico.
Los gobiernos se jactan de tomar medidas contra la inflación cuando en realidad ocurre todo lo contrario. La expansión de la demanda propiciará la subida de los precios. En el mejor de los casos, podría afirmarse que tratan de favorecer a los ciudadanos, pero es posible que el daño infligido por las mayores tasas de inflación y el consecuente endurecimiento de la política monetaria sea mayor que las ayudas que se proyectan; sobre todo si estas no constituyen un plan serio, sino parches y chapuzas sin orden ni concierto, ocurrencias (ahora sí, después no) tales como son las aprobadas últimamente por el Gobierno de España, controvertidas hasta dentro del mismo Gobierno. Pero para hablar de ellas habrá que esperar a un nuevo artículo, quizás el de la semana que viene.
republica.com 12-1-2023