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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

COVID-19, DESEMPLEO Y DESIGUALDAD SOCIAL

ECONOMÍA DEL BIENESTAR, POBREZA Posted on Mar, mayo 26, 2020 12:47:26

El Gobierno sanchista haría bien en abandonar el triunfalismo. Particularmente la ministra de Trabajo quien, de forma un tanto infantil, con tono satisfecho y como si se tratase de un mérito del Ejecutivo, repite que tal o cual cifra es única en la historia. Ha llamado la atención de forma especial el tuit lanzado hace varios días por la ministra con ocasión de la publicación del número de prestaciones por seguro de desempleo pagadas en abril, en el que presume y dice sentirse orgullosa de que haya alcanzado la cifra histórica de 5.197.451, todo un logro de la protección social de este Gobierno. Ni que decir tiene que el susodicho tuit ha suscitado los comentarios más irónicos y también más ácidos.

No seré yo el que abunde en ellos, ni adjudicaré en principio al Gobierno la responsabilidad directa en el ingente incremento del número de parados, que es lo que en principio indica sin más ese dato. Pero sí quisiera que quedase claro que donde hay que situar principalmente los logros de los gobiernos es en minimizar el nivel de desempleo, bien sea del temporal (ERTE) bien del definitivo (ERE). Y no estoy muy seguro de que el Gobierno Frankenstein esté aplicando el máximo de interés en garantizar que tanto los ERTE como los ERE que se aprueban sean los necesarios, todos lo necesarios, pero solo los necesarios.

Todo el mundo está de acuerdo en que antes de que una empresa quiebre y todos los trabajadores vayan al paro, es preferible que despida el número que sea preciso de asalariados para que continúe siendo viable y, a su vez, que antes de que el despido sea definitivo es mejor que los empresarios puedan suspender temporalmente el contrato de trabajo. Pero no todo son, tal como se pone siempre como ejemplo, empresas pequeñas. Existe también la posibilidad de que ciertas sociedades aprovechen la ocasión y lo que pretendan sea simplemente maximizar el beneficio sin que su viabilidad se encuentre en ningún momento en peligro.

Las prestaciones sociales son una consecuencia. Vienen después, como último recurso, una vez que se ha hecho todo lo posible por mantener los puestos de trabajo. De lo contrario,se podría predicar del Gobierno ese epigrama de Juan de Iriarte:

El señor don Juan de Robres,
con caridad sin igual,
hizo este santo hospital…
pero antes hizo los pobres.

A su vez, para enjuiciar la política social no se puede considerar únicamente el número de personas que cobran las prestaciones, sino la relación entre beneficiarios y parados, es decir, la cobertura del seguro de desempleo, y es muy pronto para saber cómo va quedar esta al final de la crisis. Conviene no dejarse engañar por la idea de que en parte lo va a pagar Europa a través del SURE. La Unión Europea solo nos va a prestar fondos para que lo paguemos nosotros. El SURE actúa únicamente como prestamista. Antes de que la pandemia hiciese su aparición, la cobertura del seguro se encontraba aproximadamente en el 65%, en otras palabras, más de un tercio de parados no estaban cubiertos. El Gobierno de Pedro Sánchez no había mostrado por ello, ni siquiera en la campaña electoral, la menor preocupación; ninguna iniciativa, ni siquiera la promesa de cambiar la legislación con el objetivo de elevar la tasa. No obstante, sí mostró y continúa mostrando una gran inquietud por lo que llama el ingreso mínimo vital.

En ese intento por justificar la creación de esta última prestación social, el ministro independiente (dependiente, como todos los demás ministros, de los golpistas) indica cómo los organismos internacionales colocan a España en un puesto preeminente respecto del índice de pobreza.  El señor Escrivá, como buen economista que es, sabe que lo que se conoce por índice de pobreza (bien relativa, bien absoluta) es en realidad un índice de desigualdad social (aunque parezca mentira, existe otro tipo de desigualdad que la de género), pues mide, en un país, el número de ciudadanos cuya renta está por debajo de un determinado porcentaje de la renta media.

Como la renta media o renta per cápita es distinta en cada nación, también tiene que serlo la línea divisoria hacia la pobreza. O, dicho de otra manera, lo que se tiene por pobre en Suecia o Dinamarca tiene poco que ver con la renta a partir de la cual se considera pobre en Bulgaria. Y el pobre de España no es el pobre de Marruecos, o de Guatemala. De ahí que haya tantos marroquíes o latinoamericanos que estén dispuestos a venir a ser pobres a España. Convengamos por tanto que lo que mide el índice de pobreza es la desigualdad social, y ahí, sí, todos los índices confeccionados para medir esta realidad indican que España se encuentra en el pelotón de cabeza de los países de la Unión Europea.

Ahora bien, de cara a remediarlo, deberíamos preguntarnos dónde se encuentran las causas de este triste privilegio y si la solución radica en crear un subsidio más, llamado ingreso mínimo vital, o el tema es de una mayor complejidad. Sin duda, el primer factor a tener en cuenta es que nuestra tasa de paro es la segunda, si no la primera más alta de la Unión Europea. Pocas cosas contribuyen más a la desigualdad social que el número de parados; sobre todo si la cobertura del seguro de desempleo, y este puede ser el segundo factor, no es la adecuada. Ya hemos dicho que antes de que comenzase la crisis dos terceras parte de los parados no tenían cobertura alguna.

El tercer factor a considerar es la estructura de nuestro sistema económico, con sectores de productividad aparente baja. Insisto en lo de productividad aparente y su divorcio de la productividad real. Citemos por ejemplo el sector público (sanitarios, profesores y educadores, policías, ejército, bomberos, personal de la administración judicial, etc.), en el que la productividad real puede ser muy alta, tal como se está demostrando en la epidemia, pero por decisión política sus salarios (y por lo tanto la productividad aparente) son relativamente bajos. Es la diferencia entre valor y precio.

Consideremos otras áreas fundamentales de la economía española, pero que mantienen condiciones laborales precarias y salarios bajos: la agricultura, la hostelería y el turismo. A la agricultura se refería la ministra de Trabajo cuando mandaba a la inspección que investigase las condiciones laborales e incluso si existían posibles casos de malos tratos y esclavitud en el campo; y a la hostelería y al turismo aludía el ministro de Consumo cuando hablaba de sectores de bajo valor añadido, precarios y estacionales.

Estas manifestaciones han incendiado los citados sectores, y han levantado todo tipo de críticas. Hay que reconocer que tales comentarios no se han caracterizado precisamente por el tacto y quizás han sido exagerados, pero tienen su fondo de verdad. El problema no está en las afirmaciones en sí mismas, sino en que parece que estigmatizan y responsabilizan a priori a los empresarios y no se preguntan si en una economía globalizada, dentro de la Unión Europea y sin moneda propia, las condiciones laborales en estos sectores pueden ser, en líneas generales, distintas.

No dudo que puedan darse casos de comportamientos abusivos y arbitrarios entre los propietarios de las explotaciones agrícolas o entre los empresarios de la hostelería, pero creo que el problema es mucho más profundo. Se trata de sectores que se mueven en una economía totalmente abierta, al albur de la competencia exterior, en concurrencia con países con niveles salariales mucho más bajos que el nuestro, sean cuales sean los índices de pobreza. Además, carecemos de moneda propia con la que poder construir una barricada de defensa entre precios exteriores e interiores. Si mantuviésemos aún la peseta, se podría fijar un tipo de cambio que hiciese compatible un precio exterior, por ejemplo, en dólares, competitivo en los mercados exteriores, con un contravalor en pesetas capaz de soportar salarios dignos, en consonancia con los precios relativos interiores. Ciertamente, vía importaciones se perjudicaría la capacidad adquisitiva de los trabajadores de otros sectores con retribuciones más elevadas, o de los perceptores de rentas de capital, pero de eso se trata precisamente, de disminuir las desigualdades.

Mientras tengamos que mantener el mismo tipo de cambio que Alemania u Holanda, por ejemplo, me temo que la competitividad exterior en algunos sectores solo se puede salvaguardar a base de deprimir los costes, entre otros los laborales. Esto es algo que quizás tengan que comenzar a comprender los ministros podemitas. Van a tener que enterarse, quieran o no, de las limitaciones que crea la Unión Monetaria. Tal vez el señor Garzón no vuelva a repetir más en televisión eso de que el euro no representa ningún inconveniente.

El último factor, pero no el menos importante, que genera el hecho de que España se encuentre a la cabeza de la desigualdad social en Europa radica en las ofensivas que ha sufrido durante más de treinta años su sistema fiscal. No ha habido gobierno del PSOE o del PP que se preciara que no estuviese dispuesto a dar uno o varios tajos a la suficiencia y a la progresividad de nuestro sistema tributario. El problema se agravará y mucho de ahora en adelante, puesto que la recesión económica va a hundir la recaudación.

Retornando al seguro de desempleo y al ingreso mínimo vital, bien haría el Gobierno en dedicar más atención al primero y quizás un poco menos al segundo. La reforma en profundidad del seguro de desempleo logrando que la cobertura se acercase al 100% dejaría casi vacío de contenido el ingreso mínimo vital, restringido a algo secundario y para colectivos residuales, instalados la mayoría de ellos en la marginalidad. Quedaría reducido a lo que en realidad es, un subsidio graciable de último recurso. El seguro de paro tiene un origen, una causa: la falta de empleo adecuado. Se asocia a la dignidad de ser trabajador, que no se pierde por la incapacidad temporal de la sociedad de dotarle de un puesto de trabajo.

El salario mínimo vital se va a superponer a las ayudas con nombres diversos que conceden las Comunidades Autónomas, con el consiguiente peligro de duplicidad. Y además se prevé que sea compatible con todo tipo de ingreso, incluso salario. Este último punto se intenta justificar en la necesidad de que los beneficiarios mantengan un incentivo para buscar trabajo. Me temo que el resultado va a ser el contrario. Primero, se sitúa muy cerca del complemento salarial que planteaba Ciudadanos y tan denostado, con razón, por Podemos. Es difícil distinguir a quién se está subvencionando, si al trabajador o al empresario. Segundo, existe el riesgo de que un grupúsculo social se instale plácidamente en esa situación de precariedad, prefiriendo completar sus rentas con distintos ingresos de una u otra procedencia y renuncie a encontrar un puesto de trabajo. El salario mínimo vital debería ser la última red de protección social y constituirse por tanto solo después de que el seguro de desempleo haya llegado casi al 100% de cobertura.

En cualquier caso, aun guardando todas las distancias, pues no estamos en el siglo XIX, no deberíamos echar en saco roto la definición que Carl Marx da del lumpen proletariado en su obra “El 18 de brumario”: “Bajo el pretexto de crear una sociedad de beneficencia, se organizó al lumpem proletariado de París en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes bonapartistas y un general bonapartista a la cabeza de todas. Junto a roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème: con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de diciembre, «Sociedad de beneficencia» en cuanto que todos sus componentes sentían, al igual que Bonaparte, la necesidad de beneficiarse a costa de la nación trabajadora”.

No diluyamos el Estado social y la economía del bienestar consolidando una sociedad de beneficencia.

republica.com 22-5-2020



ANTE LA MUERTE DE MI AMIGO JULIO ANGUITA

ARTÍCULOS Posted on Mié, mayo 20, 2020 12:30:02

En varias ocasiones me había desplazado a Córdoba invitado por Julio a dar una conferencia. Pero últimamente me venía insistiendo en que tenía que ir simplemente a pasar un rato juntos y a charlar. Por fin lo hice con Victor Ríos en febrero, unos días antes del confinamiento. Nos despedimos con un fuerte abrazo y el propósito de repetir el encuentro más adelante en Barcelona y en Madrid. Ya no podrá ser. Julio ha muerto. No quiero hacer un obituario al uso. Pienso que lo mejor es que transcriba las palabras que le dediqué el 30 de noviembre de 1998 con motivo de la presentación de su conferencia en el Club Siglo XXI.

“Buenas noches. Mis primeras palabras deben orientarse forzosamente a señalar el carácter paradójico de mi intervención. ¿Cómo voy a presentar yo a Julio Anguita? Mas bien la lógica indicaría que es él quien debería presentarme a mi. Julio Anguita, para mal de algunos y bien de muchos, es de sobra conocido y no precisa presentación.

Permítanme, por tanto, que no realice una presentación clásica, a todas luces superflua, y que mi intervención se centre en un solo acontecimiento, acontecimiento que estoy seguro de que modificó radicalmente su vida, pero que, según creo, ha modificado también de cierta manera la historia reciente de nuestro país. Me refiero a su designación como coordinador de Izquierda Unida, que le obligó a abandonar esa ciudad (Córdoba) de la que siempre se ha sentido enamorado -aún se le iluminan los ojos cuando habla de ella-, y adentrarse en los meandros tortuosos de la política, con mayúsculas, de esta villa y corte.

Y permítanme que lo haga recurriendo a la literatura, a una obra de Anouilh, “Thomas Becket o el honor de Dios”. No, no teman, la comparación no tiene por objeto lo de la santidad. Está fuera de lugar y no creo que sea una comparación adecuada.

No me interesa el personaje histórico, sino el literario, el existencial, tal como Anouilh lo describe. Becket, el Becket de la obra de teatro, se resiste a su candidatura como primado de la Iglesia de Inglaterra. Presiente que esa designación va a trastocar su vida y que las cosas nunca serán ya iguales.

Es el rey de Inglaterra, Enrique II Plantagenet, el que planifica y se empecina en su elección. En realidad diseña una mascarada, supone que colocando a su canciller como primado de la Iglesia de Inglaterra sometería esta a sus designios. Cree que el nuevo arzobispo de Canterbury, amigo y cómplice de juergas, subordinaría los intereses de la cruz a los de la espada.

Pero las cosas a veces se complican. Becket no estaba dispuesto a aceptar el papel de comparsa que se le había asignado. Si al comienzo siente pavor ante el nombramiento y por eso lo rehuye, es porque tiene la convicción de que el nuevo cargo va a encadenarle a una responsabilidad difícil de eludir. Lo que Anouilh llama “el honor de Dios”. Que es simple y llanamente ser honesto consigo mismo. No hacer trampa, en el lenguaje de los existencialistas. Becket sabía que iba a estar obligado a decir “no”.

Bien sabemos todos lo mucho que Anguita se resistió a su nombramiento. En esta ocasión no hubo un rey, pero sí un grupo de barones que tenían diseñado el camino a recorrer. Izquierda Unida debería caminar hacia la modernidad, hacia la moderación, hacia lo políticamente correcto; buscaron alguien que por una parte tuviese tirón electoral, gancho popular y que al mismo tiempo fuese manejable, instrumento dócil en sus manos. Nada mejor que alguien de provincias, desconocedor de los intríngulis y artificios de la Corte, y, por lo tanto, fácilmente manipulable, adaptable a sus designios.

Ahora que en Europa se ha puesto de moda lo de la tercera vía, deberíamos recordar que nuestro país ha sido pionero en la materia. La izquierda española estuvo presta a acomodarse a las exigencias del pragmatismo. Gato blanco, gato negro, lo importante es que cace ratones. El mérito de Julio Anguita ha consistido en haber sabido decir “no”. En entender que había una raya que no era lícito traspasar; que más allá la izquierda dejaba de ser izquierda. Se perdía la identidad aunque se mantuviese el nombre. Un simple problema de dignidad.

Los personajes de Anouilh (Becket, Antígona o la Juana de Arco de La Alondra) tienen todos algo en común. En primer lugar están predestinados a decir que no. A oponerse. Pueden parecer fanáticos pero nada más lejos de la realidad, en el fondo están llenos de dudas e incertidumbres. Aunque eso sí, son conscientes de su destino, de que, si quieren ser fieles a sí mismos, si no quieren perder el honor, no tienen más remedio que decir “no”. Lo hacen con naturalidad, con cierta sencillez, pero es esa misma sencillez y naturalidad la que en un mundo en el que todos están dispuestos a ceder, les hace parecer tercos y cerriles.

A Julio Anguita, en una campaña bien orquestada de desprestigio, se le ha identificado con el dogmatismo y la intransigencia. Quien haya tratado con él personalmente conoce de sobra la diferencia que existe entre el Anguita real: tímido, reflexivo y negociador -casi un poco gitano a la hora de aunar voluntades y tendencias-, enemigo de las divisiones y las contiendas, consciente de la complejidad de la realidad, y por lo mismo contrario al fanatismo de cualquier ideología cerrada, y el Anguita que nos presentan los medios de comunicación y las elites dominantes.

Como buen cordobés, heredero de varias culturas, sabe de los resultados nefastos que acarrea todo intento por parte de una de aplastar a las demás. De su talante dialogante dan buena prueba sus muchos años en la alcaldía de Córdoba. Eran los tiempos en que los enemigos acérrimos del PC, para explicar cómo un comunista podía ganar reiteradamente la alcaldía de una ciudad como Córdoba, afirmaban que Anguita era otra cosa. De su carácter dialogante son buena prueba también estos años al frente de la dirección de Izquierda Unida. El que verdaderamente conozca desde dentro lo ocurrido y no se haya dejado intoxicar por el mensaje interesado de determinados estamentos sabe que ninguna fuerza política hubiera permitido y aguantado durante tanto tiempo lo que ha soportado la dirección de IU. Un torpedo bajo su línea de flotación, una quinta columna trabajando para otra formación política.

Pero ello no es incompatible con la firmeza para defender las propias convicciones. Llegado cierto límite hay una frontera que no se puede cruzar, aquella en la que como los héroes de Anouilh se está obligado a decir “no”. Simplemente porque el capricho del destino lo ha colocado a uno ahí, no queda otro remedio, con sencillez con naturalidad. Anguita ha sabido entender que llegado a ese punto, ceder es entregarse y traicionar lo que en este país queda de izquierda, e incluso cerrar toda posibilidad a que exista en el futuro. En una sociedad en la que prácticamente todo el mundo está dispuesto a venderse por un plato de lentejas, en la que es tan fuerte la tentación de respetabilidad, de ser tenido por moderno, de recibir el aplauso social, aplauso que administran lógicamente las fuerzas dominantes, Anguita comprende que le ha tocado decir “no”, porque en ese “no” se juega la identidad de la izquierda, el honor de la izquierda.

Los héroes de Anouilh tienen una segunda cosa en común: la soledad. Están condenados a ella. Es el precio que hay que pagar por osar decir no. Yo me temo que Julio sabe también mucho de soledad. Que a lo largo de estos años ha sentido su zarpazo. Soledad, supongo, sentida cuando tuvo que enfrentarse precisamente a aquellos que le habían traído a Madrid, y que comenzaron a combatirle tan pronto como se sintieron decepcionados al comprobar que no se conformaba con ser una marioneta en sus manos, que no aceptaba seguir el camino que ellos habían diseñado. Soledad, al oponerse a todos los intereses desatados para que Izquierda Unida cediese y se adaptase y se acoplase a ese nuevo discurso, que de izquierdas solo tiene el nombre y que en el fondo no es más que neoliberalismo disfrazado. Soledad, al desencadenarse la mayor campaña de desprestigio, burla y ridiculización que haya sufrido un político.

Y no es que a Anguita le falten amigos, que no tenga colaboradores e incluso adeptos. Es patente su capacidad de convocatoria. Pero, a la hora de la verdad, sabe muy bien que es a él al que le ha tocado estar situado ahí, y que nadie puede hacer por él lo que a él le ha tocado hacer. Se suele afirmar que todos nacemos solos, y morimos solos. Decir “no” es morir un poco. Y por lo tanto, todos cuando nos toca decir no lo hacemos en total soledad.

Estoy seguro de que el contacto con la gente ha llenado a Anguita de humanidad, pero ha sido en la soledad donde se ha curtido, se ha endurecido y se ha hecho el político que hoy es.

Por último, hay una tercera característica común en los personajes de las tragedias de Anouilh. Su debilidad, su aparente fracaso. En una primera impresión superficial, todos pierden. Becket es asesinado por los barones del rey; Juana de Arco condenada a la hoguera por un tribunal eclesiástico; Antígona mandada ejecutar por su tío Creonte. No es que yo crea que Julio Anguita va a terminar así, aunque quizás a  algunos les encantaría. Estos finales son naturalmente artificios dramáticos y poéticos, pero que descubren el mensaje que Anouilh intenta transmitirnos, porque ninguna de las obras termina ahí, todas tienen una escena más en la que se muestra que el esfuerzo no ha sido en balde y que la rebeldía de los protagonistas ha dado su fruto. La derrota termina trocándose en victoria.

Esa es, a mi entender, la verdadera enseñanza de todas estas tragedias: que el poder no está únicamente en los estamentos y en las instituciones; que hay un poder real efectivo en la rebeldía, en la oposición, en la negativa a claudicar y que, aunque aparentemente no se vea, antes o después termina siendo eficaz.

Ante un mundo político que mantiene un concepto unívoco de eficacia, el de estar en el gobierno, hay que reivindicar la fuerza que deriva de la oposición, de la contestación. Ante una izquierda que con tal de integrarse en los ámbitos de poder está dispuesta muchas veces a renunciar a sus valores y principios, hay que proclamar la supremacía de la negación.

El triunfo más inmediato de IU, y por lo tanto de Julio Anguita, es simplemente estar ahí, con sus defectos, lacras y carencias, pero como contrapunto y contrapeso a una tendencia que conduce irremisiblemente a la desaparición de la izquierda.

Esta noche, Anguita, vuelve a estar aquí entre nosotros en este Club Siglo XXI, retorna, estoy seguro, para decir “no” a muchas cosas, para defender una vez más el honor de la izquierda, ese es su mejor título de presentación. No necesita otro. “

Julio Anguita ya no se encuentra entre nosotros pero nos queda su legado.

Y quizás su evocación para gritar con Miguel Hernández.

“A las aladas almas de las rosas

del almendro de nata te requiero

que tenemos que hablar de muchas cosas

compañero del alma, compañero”.

Republica.com



CORONAVIRUS: CAÑONES O MANTEQUILLA

APUNTES POLÍTICOS Posted on Lun, mayo 18, 2020 10:32:04

Al tiempo que Pedro Sánchez veía la orejas al lobo en el Congreso y prometía ser chico bueno, dialogar y pactar, su pinche, el de la curva y el pico, se negaba a proporcionar a los periodistas el nombre de los expertos que componían, con él a la cabeza, el grupo que tenía como misión establecer las provincias aptas para pasar de fase de desescalada. La razón esgrimida, que se quería evitar que sufriesen presiones. El doctor Simón parece ignorar que la democracia es un sistema basado en las presiones, presiones del pueblo sobre sus gobernantes.

Se dirá que los expertos no son políticos, solo técnicos; pero dejan de serlo y se convierten en políticos, cuando aceptan ocupar su puesto. A los políticos les encanta esconderse detrás de los técnicos, y transformar las decisiones políticas, sometidas a opciones y alternativas, a la conclusión necesaria de una argumentación científica. El gobierno de los sabios o el positivismo de Augusto Comte. El neoliberalismo económico ha ambicionado siempre desvincular las decisiones económicas de la política y hacer pasar todas ellas por resoluciones técnicas. De esta manera se elude la presión de la masa, del pueblo. Su diana preferida ha sido la política monetaria que, a pesar de su nombre, pretendían limpiar de cualquier resabio político, abogando por que los bancos centrales fuesen independientes de los gobiernos.

La verdad es que desde la famosa disyuntiva acerca de si producir cañones o mantequilla, toda la política económica, incluyendo la monetaria, no puede quedar reducida a ser la conclusión de un silogismo técnico, sino que tiene que configurarse más bien como una cadena de decisiones y opciones unidas a fines y medios que hay que compaginar. Siempre me ha parecido radicalmente errónea esa concepción, por ejemplo la que aparece en los estatutos del BCE, de que la única finalidad de la política monetaria es controlar la inflación. Todo banco central, quiera o no, al poseer el privilegio de emisión de su respectiva moneda y manejar por tanto la masa monetaria, se ve en la obligación de atender a dos objetivos, el crecimiento económico y la inflación, que a veces aparecen como enfrentados y habrá que elegir cuánto se sacrifica de una en aras del otro, y viceversa.

Esta es una lección que los bancos centrales han debido aprender, y aceptar que no son tan independientes como se creen o como aparece en sus estatutos. Ni la Reserva Federal ni el Banco de Inglaterra, ni siquiera el BCE. Alemania, máxima defensora de la independencia de esta última institución, no ha dejado de intentar condicionar sus actuaciones cuando no se han adaptado a sus intereses. La sentencia del Tribunal Constitucional alemán emitida hace unos días es el prototipo más claro de intromisión por parte de un Estado en la tan cacareada independencia del BCE y, lo que es peor, la pretensión de que el Tribunal Constitucional alemán esté por encima del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que había mantenido la tesis contraria. Lo que subyace, como siempre, es la duda de si la Unión Europea es algo más que el cortijo de Alemania.

Con la pandemia ocurre algo similar. El Gobierno sanchista lleva desde el principio escondiéndose detrás de las decisiones técnicas. Todo se les va en afirmar que ellos lo único que hacen es seguir los criterios de la comunidad científica, la opinión de los expertos. Pero en esta crisis, como en casi todos los aspectos de la vida, las opciones son diversas y al igual que en el resto de las situaciones sociales las alternativas son múltiples y las decisiones, políticas. Tampoco es cierto que el único objetivo sea evitar el contagio. Si eso fuera así la determinación a tomar hubiera sido un confinamiento indefinido y total, hasta que se encontrase una vacuna. Todos sabemos que esta opción es absurda e imposible de implementar. Pero nos sirve para poner de manifiesto que todos nosotros también, aunque proclamemos otra cosa, estamos convencidos en nuestro interior y en la forma de razonar que en este tema hay otras muchas variables y finalidades a tener en cuenta, aparte de la sanitaria.

En tiempos como estos se nos llena la boca al afirmar que la salud y la vida son los valores supremos. Pero ello no es cierto. Ninguna sociedad lo admite ni lo ha admitido nunca. La prueba es la existencia permanente de guerras que, aun cuando despierten la indignación de unos pocos, son generalmente aceptadas por los Estados y las sociedades; incluso calificamos de justas algunas de ellas. La mayoría de los países mantienen ejércitos, aunque muchos como el nuestro sean mercenarios (ahora los llamamos profesionales), para que la mayoría de la sociedad se haga la ilusión de que no se mancha las manos y se libre de ese engorroso asunto a los niños de papá. Hasta la iglesia católica ha mantenido permanentemente que hay valores superiores a la vida y ha canonizado el martirio.

Nuestra sociedad secularizada y acomodaticia, enferma de anhelo de seguridad y que aborrece cualquier forma de peligro, acepta, no obstante, que el riesgo cero no existe, y que vivir, se quiera o no, es exponerse. Asume, por ejemplo, que tiene que pagar el tributo de un número considerable de muertes en accidente de tráfico los fines de semana, en aras del confort que proporcionan la movilidad y el descanso. No tienen más remedio que admitir las profesiones de riesgo y consienten determinados deportes en los que el peligro resulta extremo o tolera las propias corridas de toros, que si bien algunos grupos denostan, parecen hacerlo más por el dolor que se inflige al toro que por el riesgo que asume el torero. La prueba más contundente de que no nos hemos creído por completo eso de que la salud es lo primero es que hemos escatimado y racaneado con los gastos sanitarios en los presupuestos.

A los pocos días de decretarse el estado de alarma (19 de marzo) escribía yo en este diario: “Se atribuye al torero Manuel García Escudero, apodado “el espartero”, la célebre frase de Más cornadas da el hambre. Cuando la emergencia sanitaria termine diluyéndose, comprobaremos si las consecuencias económicas van a ser más letales que la propia epidemia. Y es que, con la globalización, cualquier acontecimiento negativo, sea cisne negro o no, puede desencadenar una crisis de enormes dimensiones”.

Esta crisis tiene dos variables, la sanitaria y la económica (incluso tendríamos que considerar otras más), por lo que las decisiones que se adopten no pueden ser exclusivamente técnicas o científicas, y mucho menos cuando no se conoce ni siquiera el nombre de los expertos, y los criterios seguidos son tan volubles, discutibles, arbitrarios y hasta a veces contradictorios. Las decisiones deben ser políticas y equilibradas entre esas dos opciones. ¿Cuánto de riesgo asumimos para salvar la economía y cuánto de economía estamos dispuestos a sacrificar en aras de minimizar el riesgo? Es más, a la hora de escoger medidas para reducir el peligro de contagio tendríamos que elegir aquellas que fuesen menos cruentas para la actividad económica y, a la inversa, a la hora de la desescalada, a igualdad de riesgo, habrán de consentirse antes las actividades que más favorezcan la recuperación económica. La consecuencia, por otra parte, es inmediata: esas elecciones favorecerán a unos grupos y perjudicarán a otros.

Resulta innegable, por tanto, que las decisiones no pueden ser meramente técnicas y mucho menos basarse exclusivamente en criterios sanitarios. Los políticos, una vez más, no pueden esconderse en los expertos, y tanto más si estos pertenecen solo al campo de la medicina. El Gobierno, con la excusa de que sigue a pies juntillas los consejos de la comunidad científica, no tiene derecho a adoptar una postura pasiva y a permitir que se destruya toda la estructura económica, en la creencia ingenua de que todos juntos ya la reconstruiremos más tarde (Pactos de la Moncloa). Ni es aceptable que como única receta caiga en la suposición más ingenua aún de que Europa va a venir a salvarnos (Plan Marshall).

Habrá a quien le escandalice la idea de que se pueda comparar la salud y la vida con algo tan soez y material como la economía, pero es que, nos guste o no, la economía es el soporte de la salud y la vida. Sin Estado no hay Estado social, y sin economía no hay economía del bienestar. La política social no se mantiene a base de voluntarismo ni de soflamas y manifestaciones. No es suficiente proclamar la decisión de mantener el escudo o la coraza social. Cuando no disponemos de nuestra propia moneda, cuando el capital puede moverse libremente y estamos a expensas de un tercero, el talonario se termina y los recursos de la caja también. Entonces la economía impone sus exigencias, que pueden ser dramáticas para todos, pero muy posiblemente más para los que tienen menos medios de defensa.

Es posible que hoy desde Europa (también desde el FMI) estén exhortando a los gobiernos a gastar. Algo parecido, aunque quizás nos hemos olvidado de ello, ocurrió en 2008. Yo sí recuerdo que en algunos artículos saludé con euforia el hecho de que los mandatarios internacionales (comenzando por el FMI) se hubieran vuelto todos keynesianos. La transformación duró poco tiempo, hasta que los mercados financieros comenzaron a bramar y nos hicieron tomar conciencia a todos de que nos encontrábamos en un sistema que denominábamos globalización en el que se daba la libre circulación de capitales. Entonces aparecieron la prima de riesgo, la troika, los hombres de negro y la política de austeridad que tuvo efectos tan desastrosos -en unos más y en otros menos- en todos los países del Sur.

Sin duda, fue Grecia el país más perjudicado por esta crisis y el que conoció más de cerca la escasa distancia que hay entre la economía, la salud y la vida. En aquellos años el número de suicidios se incrementó sustancialmente en el país heleno. Cómo no recordar de forma especial al farmacéutico Dimitris Christoulas, de 77 años de edad, que se suicidó públicamente en la plaza Sintagma de Atenas. Dejaba escrito a modo de contestación y protesta: “Dado que no tengo edad que me permita responder activamente (aunque sería el primero en seguir a alguien que tomase un kaláshnikov, no encuentro otro modo de reaccionar con dignidad que poner un fin decente a mi vida antes de comenzar a rebuscar en la basura para encontrar la comida”. Es claro que Dimitris discrepaba de que la vida fuese el supremo valor. Las promesas y el voluntarismo de Syriza no sirvieron tampoco para corregir tal situación.

Ya era difícil que un gobierno como el Frankenstein pudiese gobernar con una mínima eficacia, pero he aquí que los dioses, el destino o quien sea, le ha colocado ante una encrucijada ciertamente difícil y complicada. ¿Cómo compaginar la epidemia con la marcha de la economía, cañones o mantequilla, riesgo o destrucción económica? No vale escudarse en la opinión de los expertos o de una teórica comunidad científica, ni excusarse por la teórica falta de colaboración de la oposición a la que se ha despreciado e insultado con anterioridad (Pactos de la Moncloa), ni esperar pacientemente el maná de Europa (Plan Marshall). No tienen más remedio que gobernar y, si no saben hacerlo, deberían tener la dignidad de marcharse. Pero eso, bien es verdad, no entra en la naturaleza de Sánchez.

republica.com 15-5-2020



EL CORONAVIRUS, NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA

PSOE Posted on Lun, mayo 11, 2020 11:38:44

Cuentan que Franco, al darle la noticia de la muerte de Carrero Blanco, exclamó “no hay mal que por bien no venga”. Frase un tanto enigmática en ese contexto, que nadie ha sabido interpretar. Es posible que la explicación sea en extremo sencilla. Que el viejo dictador estuviese ya gagá y, no sabiendo muy bien qué contestar, dijo lo primero que le vino a la cabeza. Lanzó la susodicha expresión como podría haber verbalizado otra.

En algún periódico he leído que la epidemia del coronavirus había echado un capote a la comisión encargada de elaborar el marco financiero plurianual de la UE, 2021-2027, que se encontraba en punto muerto. La discusión se hallaba estancada en las posiciones inamovibles de los distintos países e instituciones, sobre una décima más o menos. El drama del coronavirus ha dejado desfasados estos planteamientos y ha mostrado de alguna forma, lo grotesco de tales litigios. La UE ha tenido que introducirse en una nueva dinámica sobre las cifras presupuestarias.

También es posible que el Gobierno de España haga de la necesidad virtud y piense que el coronavirus, junto con tantos males, puede traer algún efecto positivo para sus intereses, al menos a corto plazo. Pedro Sánchez estaba contra las cuerdas, fruto de haber superado la investidura con un voto de diferencia, y con un cóctel de alianzas muy difícil de mantener y de compaginar. Un presidente de gobierno a punto de cumplir dos años en el colchón de la Moncloa y sin haber podido aprobar y ejecutar su propio presupuesto; continúa con uno prestado de Montoro, que en otro tiempo tanto denostó y que se negó a negociar. El Gobierno había renunciado ya a presentar los del 2020, y se vislumbraba enormemente difícil conseguir el consenso necesario para la aprobación de los de 2021. Los catalanes querían concesiones muy claras, pero casi imposibles de aceptar, por más que Sánchez estuviese dispuesto a casi todo.

A base de tantas ocurrencias en los viernes sociales, el déficit de 2019 se les ha desmandado y a la hora de cocinar y maquillar se precisa cierta práctica que la doctora en Medicina no parece poseer. De manera que Eurostat en seguida ha pillado el pufo con el consiguiente ridículo y amonestación. Es que no se puede elevar solo el gasto sin incrementar al mismo tiempo los ingresos, pero Sánchez no quiere subir los impuestos para no cabrear al personal. La prodigalidad en el gasto da votos, mientras que la subida de los tributos los resta. Aparte de que la creación de nuevos gravámenes no puede hacerse por decreto ley, que es lo único que ha venido utilizando Sánchez a lo largo de estos dos años.

No parecía que 2020 se fuese a presentar mucho mejor. La actividad económica entraba claramente en un proceso de desaceleración. La evolución del empleo comenzaba a cambiar de signo. El número de parados detenía su descenso y todo anunciaba que iba a adentrarse en una tendencia alcista. El simple funcionamiento de los estabilizadores automáticos influiría de forma negativa sobre las finanzas públicas.

A ello habría que añadir las características populistas del propio Gobierno, presto a medidas demagógicas en el gasto, pero reticente al mismo tiempo a todo lo que fuese una verdadera reforma fiscal, capaz de proporcionar los recursos necesarios. A lo más que había llegado era a anunciar dos nuevos impuestos (véase mi artículo del 5 de marzo pasado), más con la idea de cuadrar unos presupuestos que con el convencimiento de que se pudiesen poner en práctica. A la hora de la liquidación ya veríamos… Tan largo me lo fiais, que reiteraba el burlador de Sevilla. Pero antes o después chocaría con las autoridades de Bruselas.

Con malas perspectivas en la economía, sin poder aprobar los presupuestos, con unas finanzas públicas cada vez más desfavorables, con dificultades para poder implantar las medidas demagógicamente prometidas, y chantajeado y presionado por los que le habían conducido al gobierno, Pedro Sánchez estaba en un laberinto de difícil salida. Pero he aquí que aparece el coronavirus. La epidemia, a pesar de su ola de destrucción y tragedia, puede tener sus efectos positivos colaterales para el Gobierno. Le ha ofrecido una cierta escapatoria.

A partir del 9 de marzo (antes no, porque había que celebrar la manifestación feminista) todo se centra en el coronavirus. La culpa y toda ella será de la epidemia. El COVID-19 se adueña de tal modo del escenario que elimina, o al menos oculta, todos los errores  cometidos por el Gobierno hasta el momento. Es más, le dota de una especie de patente de corso sobre los que pueda perpetrar en el futuro. Prohibida la crítica. Hay que arrimar el hombro. Todo el mundo debe apoyar incondicionalmente a Pedro Sánchez. De lo contrario, se está en contra de la reconstrucción de España. Es la misma adhesión que exigía a PP y a Ciudadanos de cara a la investidura, y también a Pablo Iglesias, aunque a este, solo tras las primeras elecciones del 2019, porque después de las segundas no tuvo más remedio que aceptar las condiciones de la formación morada. Existen pocas dudas de que los efectos económicos de la epidemia van a ser devastadores, pero la pregunta es si no se van a atribuir a esta también los que provengan de la incompetencia del Gobierno, mezclando todo en un totum revolutum. De ahí el intento de anatematizar toda posible critica y mutualizar la responsabilidad, pero, eso sí, sin compartir las decisiones.

El estado de alarma permite a Pedro Sánchez concentrar todos los poderes, desterrar la transparencia y monopolizar la información. Doblegar la lógica y hacer pasar como verdad contrastada por la comunidad científica los absurdos más flagrantes. Hasta ahora no podías viajar en el mismo automóvil con tu pareja, con la que te acuestas todos los días, porque puede haber contagio; debías tomar un taxi (se supone que el taxista es inmune), o moverte en transporte público (que, por lo visto, debe de estar libre de virus); durante la fase uno, dentro de la misma provincia no se puede ir a la segunda residencia, pero sí a una casa rural o a un hotel que linda con ella o a la residencia de un vecino. Por citar tan solo algunas perlas de la coherencia científica. Uno se echa a temblar si es esa misma lógica la que va a regir la política de la recuperación económica del Gobierno.

El estado de alarma faculta a Pedro Sánchez para saltarse todos los procedimientos y, amparado en la urgencia de combatir los daños sanitarios y económicos de la epidemia, modificar aspectos que nada tienen que ver con ella, como la composición de la comisión de secretos oficiales, la ley de educación o la inclusión de las clases pasivas en la seguridad social. Es curioso que el ministro independiente (dependiente de los golpistas), que tomó posesión afirmando que había que aligerar el balance de la seguridad social traspasando determinadas partidas de gasto al presupuesto del Estado, lo primero que proponga es realizar el proceso inverso con las clases pasivas.

El destrozo económico causado por el coronavirus va a generar a su vez un colosal agujero en las finanzas públicas, y en consecuencia un brutal aumento en el endeudamiento. El porcentaje cercano al cien por cien que actualmente mantiene la deuda pública sobre el PIB va a elevarse de manera muy peligrosa. Primero porque, por desgracia, se espera un enorme descenso en el denominador, es decir del PIB. Segundo por un gigantesco incremento del numerador, tanto por la bajada de los ingresos del sector público, que siguen muy de cerca la evolución del PIB, como por el fuerte incremento que va a sufrir el gasto público fruto de las múltiples necesidades económicas y sociales que la recesión va a comportar.

A río revuelto, ganancia de pescadores. El colosal incremento del déficit y del endeudamiento público derivado de la epidemia puede hacer pensar al Gobierno que tiene vía libre para implantar todas aquellas medidas de su programa que deseaba poner en práctica, pero que la disciplina presupuestaria y, digámoslo todo, las autoridades de Bruselas se lo impedían. Donde caben seis caben siete, y el coronavirus lo tapa todo. El Gobierno sabe que a largo plazo la situación va a ser insostenible. Pero a largo plazo, todos muertos, que diría Keynes. Pedro Sánchez vive el momento. Balones hacia adelante. Además, pretende meter en el mismo saco a todos los partidos, sindicatos, etc. Todos enfangados en el mismo lodo. Pactos de la Moncloa.

Pedro Sánchez, yo diría que, con mucha ingenuidad, confía en Europa. En realidad, de Europa puede esperar muy poco. Es verdad que la situación no es la misma que en la crisis anterior. No es la misma pero por dos aspectos contrarios y enfrentados. El primero se encuentra en que la política de Bruselas es más laxa y no va a exigir, al menos a corto plazo, la estabilidad presupuestaria con la misma rigidez que entonces. El segundo juega en sentido contrario y es que el grado de endeudamiento actual del sector público español es incomparablemente mayor que el de 2007 y toca ya niveles límites. Incrementarlo en un treinta por ciento del PIB -como es muy posible que ocurra- nos introduce en un terreno resbaladizo y peligroso.

La amenaza en esta ocasión tal vez no venga de los hombres de negro, ni de la Comisión, ni siquiera de las supuestas condiciones del rescate, sino de la propia realidad económica y de los mercados financieros. Mercados hoy contenidos por el BCE, pero no sabemos hasta cuándo va a tener munición para frenarlos, y tampoco hasta qué momento los países del Norte van a permitir que lo haga. La última sentencia del Tribunal Constitucional alemán es ya todo un aviso. Que el Gobierno pierda toda esperanza de que  vayan a llegar de la Unión Europea transferencias como para tapar, aunque sea parcialmente, un agujero por importe del treinta por ciento del PIB. En todo caso, migajas (véase mi artículo de la semana pasada). Es difícil, por no decir imposible, que los males del COVID-19 puedan, al menos a medio plazo, traer algún bien aunque sea a un personaje tan maquiavélico como Pedro Sánchez.

republica.com   8-5-2020



AHORA, BIENVENIDO MISTER MARSHALL

EUROPA Posted on Lun, mayo 04, 2020 21:37:53

No sé si será el sistema de primarias por el que fue elegido o la propia idiosincrasia de Pedro Sánchez la que le conduce a la grandilocuencia, a la farfolla y al postureo. Caudillismo e ideas imperiales. En seguida hizo gala de ello, desde sus primeras andanzas, allá por 2016, en ese pacto que con gran boato firmó con Rivera, en la sala constitucional, la más solemne de las Cortes, bajo el retrato de los siete padres de la Constitución. El pacto, desde luego, no tenía ningún recorrido, un disparo al aire, mera traca, aunque insistieron una y otra vez que había llegado para quedarse, que tenía vocación de permanencia; sería tan sola la vocación. Lo llamaron también “para un gobierno de progreso”. En Sánchez todo se denomina “de progreso”, quizás por aquello de dime de qué presumes y te diré de qué careces.

Como no podía ser menos, en su enfoque de la epidemia ha seguido los mismos criterios. La incompetencia, los muchos errores e incluso determinados intereses bastardos se esconden en la prosopopeya, en los comités, en ruedas de prensa que son más bien homilías, en liturgia puramente ritual carente de contenido y de efectividad. De cara al futuro actúa de idéntica manera. Se propone repetir unos Pactos de la Moncloa sin saber muy bien en qué consistieron los originales, y mucho menos qué es lo que se pretende con los nuevos. Se habla de un pacto para la reconstrucción de España, pero digo yo que sería mejor un pacto para evitar la destrucción.

Tras los pactos de la Moncloa viene lo del Plan Marshall. Solo que ahora el terreno de juego es la Unión Europea y ahí el partido es más difícil, porque para cáscara sin contenido ya esta Europa, y si Sánchez es el de las grandes ideas, la Unión Europea es la de las grandes esperas. Nadie como Merkel y sus satelites para lanzar balones fuera. Total, que las egregias ideas y los excelsos planes de Sánchez quedan siempre para la próxima reunión. Hoy no se fía, mañana sí. En honor de la verdad este es el menor pecado del actual secretario general del PSOE, pues no solo le ha ocurrido a él, sino también a casi todos los presidentes de gobierno que le han precedido, incluso les sucede a muchos mandatarios extranjeros, como en el momento presente al presidente francés o al italiano.

En la última cumbre, celebrada el pasado 24 de abril, se ha desechado una vez más la idea de los eurobonos, que tan arduamente defendieron tanto el primer ministro italiano como el presidente español. Tan solo se han aprobado precisamente aquellos mecanismos que tanto Italia como España habían rechazado en la cumbre anterior por insuficientes. Todo se reduce a préstamos, con lo que no se soluciona absolutamente nada, puesto que incrementarán el endeudamiento ya estratosférico de ambos países, y en el fondo tendrá el mismo efecto que si se financiasen directamente en los mercados.

La cantidad se ha reducido a 500.000 millones (en la cumbre pasada se hablaba de 750.000). En la Unión Europea todas las cantidades son engañosas y terminan teniendo trampa. En este caso la cifra se desglosa en 200.000 millones de euros en avales del Banco Europeo de Inversiones orientado a las empresas en crisis, 100.000 millones del fondo denominado «Apoyo temporal para mitigar los riesgos de desempleo en una emergencia» –Support mitigating Unemployment Risks in Emergency (SURE)-, que aportaría la Comisión y 200.000 millones del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE).

Con el SURE conviene no equivocarse. No se trata del germen de ningún seguro de desempleo comunitario, como alguna vez se nos ha intentado vender, y que tan a menudo ha reclamado Sánchez, sin ningún éxito, por supuesto. Nunca se constituirá. No hay ninguna socialización del gasto. Es un simple mecanismo para prestar (es lo único a lo que está dispuesta la UE, prestar) a los Estados miembros necesitados de financiación para acometer lo que la Comisión llama «regímenes de reducción del tiempo de trabajo», para entendernos nuestros «expedientes de regulación temporal de empleo» (ERTE). Parece que no es un invento español del que nos podamos sentir orgullosos, tal como pretendía la ministra de Trabajo.

El MEDE es de sobra conocido y de triste memoria por los hombres de negro y por los rescates, que tanto daño hicieron a ciertos países en la pasada crisis. Se afirma que en esta ocasión el recurso a este fondo se realizaría sin condiciones, pero la redacción es lo suficientemente ambigua como para que después quepan todas las interpretaciones. En cualquier caso, existe ya una condición y es que los recursos tengan que orientarse forzosamente al gasto sanitario. No diré yo que España no tenga que dedicar una parte mayor del presupuesto a la sanidad pública. La epidemia ha dejado bien claro el déficit que existe en esta área, pero en los momentos actuales, una vez pasada la punta de la epidemia, otras van a ser las necesidades más apremiantes.

Por otra parte, el recurso al MEDE puede tener efectos más negativos que positivos. La palabra rescate es tóxica en los mercados de capitales. Los recursos que, según dicen, nos corresponderían, 25.000 millones de euros (aproximadamente un 2% del PIB) no son una cifra excesivamente relevante, comparada con la emisión de deuda que va a tener que realizar el Tesoro Público Español. El recurso a los mercados financieros despertaría quizás mucho menos recelo que la petición de un rescate, por pequeño que sea. Hizo bien el primer ministro italiano en rechazar de plano esta opción y Pedro Sánchez debería haberle seguido, no dejando entrever la duda de si va o no a recurrir al MEDE.

En última instancia la prima de riesgo tanto de Italia como de España y de otros muchos países va a depender de la actuación del BCE. y este, a pesar de la metedura de pata inicial de la señora Lagarde afirmando que «no estaban allí para cerrar diferenciales», no tiene más remedio que impedir que los tipos de interés dentro de los Estados miembros diverjan excesivamente. De hecho, el mismo concepto de prima de riesgo es contradictorio con una unión monetaria. ¿Qué riesgo de tipo de cambio puede haber cuando se tiene la misma divisa? Siempre habrá que reconocer que uno de los grandes aciertos de Rajoy fue aguantar el pulso contra toda clase de presiones externas e internas para que pidiera el rescate.

Los problemas económicos y financieros que van a tener tanto Italia como España, como la misma Francia, son de otra magnitud y, dado sus altos niveles de endeudamiento, no se arreglan con préstamos tal como quieren Holanda, Alemania y los otros países del Norte. Los eurobonos ya se han caído del programa y el tan cacareado Plan Marshall de Sánchez se ha diluido entre las manos. No habrá deuda perpetua, ni transferencias a fondo perdido, como no sea en todo caso en una proporción muy pequeña. Tampoco la cantidad de 1,5 billones de euros es cierta. Tiene trampa. Las instituciones de la Unión Europea son auténticos artistas en manipular cantidades.

Esa cantidad representa alrededor del 10% del PIB comunitario. Ciertamente ese valor sería el mínimo al que tendría que ascender el presupuesto anual de la Unión (y no solo el extraordinario de una epidemia), si la moneda única no fuese un engendro y si se hubiese  conformado al mismo tiempo con una unión presupuestaria y fiscal. Solo oír ese porcentaje debe infartar a los mandatarios de los países del norte. Tan lejos estamos de él que, antes de que estallase con toda dureza el problema del coronavirus, la discusión más enconada de los 27 países en Bruselas era sobre el Marco Financiero Plurianual (MFP) y el enfrentamiento se concretaba entre los que apostaban por que el presupuesto ascendiese al 1% de la renta nacional bruta y los que querían acercarse al 1,11%.

Por lo pronto, el tema, no del Plan Marshall, pero sí del Fondo Europeo para la Recuperación, propuesto por la Comisión y con el que Sánchez se quiere ahora identificar, queda para una próxima reunión y se encarga a la propia Comisión que presente un proyecto, proyecto que en realidad ya existía, puesto que se había filtrado a los distintos medios los días anteriores a la cumbre. Como es habitual en estas reuniones, los países del Norte pretenden ganar tiempo. Está por saber cuántas reuniones más se necesitarán para aprobar alguna medida, que seguramente estará bastante descafeinada y muy alejada no solo de las peticiones de los países del Sur, sino incluso del proyecto que presente la burocracia de Bruselas.

Por las filtraciones de los estudios de la Comisión y de las mismas palabras de Merkel parece deducirse que la solución elegida pasa por incardinar el fondo dentro del MFP. Se aceptaría que el tope de gasto del presupuesto de la Unión pasase del 1,2 al 1,3% del PIB, a lo que se añadiría de forma extraordinaria para los años 2020 a 2022 un 0,6%. En total, el 1,9% que permitiría una emisión de bonos con cargo al presupuesto comunitario de aproximadamente 323.000 millones de euros. Esta sería la cantidad real que pondría la UE, porque el resto hasta el billón y medio sería mediante apalancamiento, es decir, inversión privada, apoyada en una parte de los 323.000 millones anteriores.

Ni que decir tiene que los recursos provenientes del apalancamiento estarán más que condicionados, ya que se concretarán en los proyectos que los inversores consideren más convenientes de acuerdo con sus intereses. Tal vez sirvan para detener, aunque sea parcialmente, el deterioro de la actividad económica, pero no para aliviar, al menos de forma directa, las necesidades de financiación del sector público de los diferentes países. Tan solo de forma indirecta y dependiendo de qué proyectos se acometan, influirán en los erarios públicos al reactivar la economía, si es que lo consiguen. Veremos incluso si no se le exige al país en cuestión que apalanque también con sus propios recursos los diferentes proyectos, con lo que al final puede quedar lo comido por lo servido y el dinero irse en inversiones que interesarán al sector privado, pero quizás no en la misma medida a la utilidad pública.

Hablemos por tanto en todo caso de los 323.000 millones, que es todo lo que va a estar disponible para los Estados, aunque restándole la parte necesaria (afirman que un 10%) que se dedicará a los apalancamientos. Es sobre esta cantidad sobre la que en todo caso se cuestiona si se va a canalizar mediante transferencias o a través de préstamos. La Comisión, para intermediar entre los países del Norte y los del Sur, ha afirmado que intentará llegar a una solución equitativa. Había lanzado la cifra del 40% en transferencias. En el mejor de los casos y es muy dudoso que Alemania y el resto de acólitos transijan, los recursos destinados a transferencias en ningún caso, por tanto, sobrepasarían los 120.000 millones de euros, un 0,8% del PIB de la UE. Suponiendo que España e Italia fuesen países privilegiados en el reparto por la principal incidencia que ha tenido en ellos la epidemia, podríamos esperar que le pudiera corresponder a cada uno alrededor del 1,5% de sus respectivos PIB. Cantidades ciertamente importantes, pero a mucha distancia de lo que van a necesitar. Todo lo demás, por uno u otro procedimiento, serían préstamos que solucionarían bien poco, cuando no, como hemos indicado anteriormente, tuviesen un efecto negativo.

La cuestión estriba en que, al margen de construcciones ingeniosas, y se vista como se vista, los países del Norte no están dispuestos a introducir ningún mecanismo que signifique redistribución. Pero con esos planteamientos no puede mantenerse ni un mercado único ni una unión monetaria. Como Macron con razón les ha reprochado, si los países del Norte son ricos, lo son gracias a los países del Sur. Del mismo modo que la prosperidad de Cataluña, el País Vasco y Madrid, depende del resto de regiones españolas; al igual que la Italia del Norte se apoya en la Italia del Sur.

Es el juego que se produce en todas las sociedades que conforman una unidad económica. Las desigualdades que crea la ley de la oferta y la demanda tienen que compensarse mediante mecanismos de redistribución fiscal. Ese esquema tan elemental y tan simple no se tuvo en cuenta al firmar Maastricht (tan solo el señuelo de los fondos de cohesión) y ahora los países ganadores no están dispuestos a que estos graves defectos de partida se corrijan.

Sánchez tiene que salir de la ensoñación de que la UE le va a resolver los problemas. Tal vez lo más que puede esperar es alguna ayudita y seguramente envuelta en papel de estraza. Dejando los juegos malabares aparte, nos financiemos como nos financiemos, dependemos y vamos a depender absolutamente del BCE, que impondrá sus condiciones. El presidente del Gobierno debe reprimir esa tendencia populista de moverse de decreto ley en decreto ley, tirando de talonario como si la cuenta fuese infinita, improvisando, sin calcular el coste de cada medida y sin prever qué ingresos van a financiar el gasto. A su vez, el jefe de la oposición debería contener su afán por emular a Sánchez en ocurrencias y dejar de ir por ahí haciendo propuestas alocadas de bajadas de impuestos, cuando se nota además su total desconocimiento del sistema fiscal. Pueden ser muy populares, pero sin pies ni cabeza. Echémonos a temblar, porque entre Pedro y Pablo en la Comisión parlamentaria de la reconstrucción les puede dar por echar una carrera a ver quién concede más prebendas y, en lugar de reconstruir, terminemos por destruirlo todo.

Republica.com 1-4-2020.



LOS PACTOS DE LA MONCLOA

PARTIDOS POLÍTICOS Posted on Mar, abril 28, 2020 21:11:46

La semana pasada terminaba mi artículo refiriéndome a esos nuevos pactos de la Moncloa, ocurrencia lanzada por Arrimadas en su afán de encontrar para su partido un lugar en el mapa político y que ha sido cogida al vuelo por Sánchez, como salvavidas, en ese cenagal en el que anda metido. No hay nada en la situación actual que sea comparable con la de 1977, ni en la economía, ni en la política, ni en la sociedad, ni en la estructura administrativa, ni en los valores sociales, ni en las relaciones internacionales, ni en los posibles protagonistas. El simple hecho de que, en ambos momentos, la sociedad y el Estado sufran graves problemas no es suficiente para establecer semejanzas. Intentar solucionar las dificultades actuales con las recetas de hace 43 años es puro delirio. Bien es verdad que quizás lo que se pretenda sea solo un postureo, una operación meramente cosmética, o bien socializar los errores propios implicando a los demás en los desastres ya cometidos.

La situación económica actual poco tiene que ver con la de entonces. En la década de los setenta apareció un fenómeno nuevo que se denominó estanflación, que unía dos realidades, hasta entonces separadas, la recesión o estancamiento económico y la inflación. Tenía su causa en la desmedida e inesperada subida del precio del petróleo. Se había multiplicado por cuatro en poco tiempo, lo que significaba una ingente transferencia de recursos que pasaban de las manos de los países consumidores a los productores, originando, por tanto, un sustancial empobrecimiento de los primeros. Empobrecimiento desde luego muy acusado en España, ya que dependía en un 60% de ese tipo de energía.

El proceso inflacionario era la expresión de que ningún grupo social quería conformarse con esa pérdida de renta y pretendía adjudicársela al de enfrente. Detrás de esas desproporcionadas tasas (en España 19,8% en 1976 y 26,4% en 1977) se encontraba la lucha entre trabajadores y empresarios. Ambos sectores se negaban a soportar la pérdida de poder adquisitivo que la subida del precio del petróleo imponía. Los trabajadores exigían aumentos de salarios porque habían subido los precios y los empresarios elevaban los precios porque se incrementaban los salarios.

Desde el año 1973, fecha en la que se produce la primera crisis del petróleo, la tasa de inflación comienza a dispararse en todos los países occidentales. Pero en España se sufren incrementos mucho más elevados que en el resto. Esta diferencia en los precios interiores frente a los exteriores, unida al aumento de la factura energética, transforma el superávit de la balanza por cuenta de renta de los primeros años setenta en un déficit desmedido en los años 1974, 1975 y 1976 (3,5%, 2,9% y 3,9%, respectivamente). La devaluación de la peseta se hacía imprescindible.

Pero apresurémonos a señalar que este era el único desequilibrio coyuntural serio que tenía la economía española. Sin duda se precisaban importantes reformas estructurales, pero ¿cuándo no? Además, estas se encontraban mucho más condicionadas a la política que a la economía. Dese el punto de vista de la coyuntura los datos eran bastante aceptables. En 1976 el incremento real del PIB había sido del 3,3%, y en el mismo 1977 sería del 2,8%. La tasa de paro se situaba entre el 4 y el 5%. En 1976 el déficit público ascendía al 0,3% del PIB y el endeudamiento acumulado del sector público, al 12,2% del PIB. Con posterioridad se ha vendido el mantra de la situación caótica en que entonces se hallaba la economía española. A la vista de estas cifras habría mucho que hablar y debemos preguntarnos si no hay en esas opiniones un intento de disculpa de la izquierda por haber firmado unos pactos que tal vez no fueron especialmente beneficiosos para los trabajadores.

Antes de seguir adelante con los Pactos de la Moncloa (PdM) propiamente dichos, conviene hacer un paréntesis para señalar otros momentos en los que el sector exterior ha presentado déficits extremos, generando dificultades graves a la realidad económica. Esta disgregación nos puede ayudar a plantear el tema con mayor perspectiva. En 1983, Boyer optó por devaluar de nuevo la peseta después de que en 1979 se produjese la segunda crisis del petróleo, que empujó a la balanza por cuenta corriente a saldos negativos: en 1980 (2,5%), en 1981 (2,7%), en 1982 (2,5%). A principios de los años noventa fueron precisas nuevas devaluaciones (cuatro en total), al alcanzar la balanza por cuenta corriente durante los cuatro años anteriores déficits alrededor del 3,7%. El empecinamiento del entonces ministro Solchaga por mantener la peseta dentro del Sistema Monetario Europeo (SME), con un tipo de cambio irreal, como se deduce de los déficits citados, condujo a los mercados a especular contra la peseta y a forzar las devaluaciones, al tiempo que cuestionaba el SME y la viabilidad futura de la Unión Monetaria.

En la crisis de 2007 las circunstancias fueron muy diferentes. El déficit de la balanza por cuenta corriente llegó a alcanzar el 10% del PIB. Una cifra gigantesca y considerablemente mayor que las que se produjeron en anteriores crisis y que habían obligado a los respectivos gobiernos a la devaluación. En realidad, venía siendo más alta desde principio de siglo (4,3% en el 2000) e iba incrementándose año tras año. Esos niveles en el déficit exterior y en el correspondiente endeudamiento solo fueron permisibles por parte de los mercados porque estábamos ya en el euro, y se pensaba que no había riesgo de tipo de cambio. Pero precisamente ello hizo que la solución en 2008 y los años posteriores resultase mucho más problemática, ya que habíamos llegado a cotas del déficit y endeudamiento exterior insostenibles, y no teníamos ya peseta que devaluar.

La situación actual es distinta de todas las anteriores. La crisis económica que se avecina, por primera vez, no parte, por el momento, de un estrangulamiento del sector exterior, sino de los estragos de una epidemia que va a afectar en mayor o menor medida a todos los países de Europa. De partida, en esta crisis no hay deudores ni acreedores. Digo de partida, porque, a estas alturas, resulta difícil de vaticinar, cuáles vayan a ser los efectos en cada uno de ellos. Desde luego, en el caso de España, y en general en todos los países del Sur, se puede producir un impacto importante sobre la balanza de pagos como resultado de la caída del turismo.

Pero retornemos a los PdM. Se imponía, como hemos dicho, una devaluación de la peseta. Para ello ciertamente no se precisaba pacto alguno, ni siquiera para practicar una política restrictiva en materia monetaria, que entonces estaba tan en boga, y que defendía con ahínco el Banco de España. ¡Qué diferencia a la practicada ahora por los bancos centrales! Pero Fuentes Quintana, recién nombrado vicepresidente económico, pretendía algo más, un control rígido de las finanzas públicas con recortes importantes en el gasto público y, sobre todo, romper la espiral inflacionista. En el fondo, la intención última consistía en que en esa lucha entre trabajadores y empresarios a la que se aludía al principio cediesen los primeros. Para ello se hacía necesario eliminar la indexación de los salarios, referenciando su incremento a la tasa de inflación prevista, desregular el mercado laboral e incrementar la facultad de despedir de las empresas. Todo ello resultaba difícil de conseguir sin conflictividad social y laboral, como no fuera que se llegase a algún tipo de acuerdo con los partidos de izquierda y los sindicatos recién legalizados. Para el Gobierno, el pacto era imprescindible.

Pero desde la vicepresidencia económica poco se podía ofrecer, como no fuese la reforma fiscal. Era evidente que el sistema fiscal franquista era raquítico, estaba anquilosado, incapaz de una respuesta adecuada ni en cuanto a la suficiencia ni en cuanto a la progresividad. Ahora bien, una reforma fiscal lleva tiempo y no se puede hacer en una mesa de negociación. La reforma fiscal fue ante todo una promesa. En 1977 se produjo únicamente un anticipo, mediante el que se denominó decreto ley de medidas urgentes: impuesto transitorio de patrimonio, levantamiento del secreto bancario, delito fiscal, etc. Incluso muchos de estos elementos no tuvieron virtualidad de inmediato. El levantamiento del secreto bancario, por ejemplo, recurrido por la AEB ante el Tribunal Constitucional, estuvo paralizado hasta siete años después, noviembre de 1984, cuando el Tribunal falló a favor de la Administración. A su vez, el delito fiscal resultó durante bastante tiempo inoperante.

A pesar de que se liga siempre la reforma fiscal a los PdM, a Fuentes Quintana y a Fernández Ordóñez, solo una parte y no la más importante tiene relación con ellos: el decreto ley citado y la creación del IRPF. El resto se implantó en los años posteriores. El impuesto de sociedades, estando García Añoveros al frente del Ministerio de Hacienda, con una redacción muy poco progresista, por cierto. El resto, la mayor parte, a partir del año 1983 con el PSOE ya en el gobierno: reforma de la administración, ley general tributaria, ley de activos financieros, impuesto de sucesiones, reforma del impuesto de sociedades, reforma del IRPF, reforma de la imposición indirecta con la implantación del IVA, etc.

En cualquier caso, la promesa de una reforma fiscal no parecía suficiente contrapartida para que las organizaciones sindicales y los partidos de izquierda estuviesen dispuestos a llegar a un acuerdo, y ahí entra la parte política. Digamos que Fuentes Quintana pide árnica a Abril Martorell. Los PdM no se pueden entender sin considerar la dimensión política del acuerdo. Es preciso situarse en aquel momento. La Constitución aún no se había aprobado, los partidos y sindicatos acababan, como quien dice, de ser legalizados. El documento político adelanta una serie de derechos que más tarde aparecerá en la carta magna. Constituye un avance de la Constitución de 1978: libertad de reunión y asociación política, libertad de prensa, se elimina la censura previa (curiosamente, Sánchez con la ayuda de Tezanos pretende imponerla de nuevo), despenalización del adulterio y del amancebamiento en la mujer, se establece el delito de tortura, liberalización de los anticonceptivos, etc.

Los PdM fueron en buena medida el intercambio de derechos laborales y económicos por derechos civiles. A mi entender, se ha producido una mitificación tanto de los Pactos como de su teórico artífice, Fuentes Quintana (quizás fuera Abril su verdadero autor), excesiva. Una relevancia que tal vez nunca tuvieron ni políticamente (al año siguiente se aprobó la Constitución) ni económicamente (la economía española ha salido de situaciones peores sin recurrir a ningún pacto).

Lo que es evidente es que las circunstancias en que se firmaron nada tienen que ver con las actuales. Ningún parecido en materia económica. Hoy estamos en la Unión Europea. No tenemos moneda propia que devaluar y, por consiguiente, tampoco política monetaria. El problema actual no es la inflación, sino la deflación. Por ahora presentamos superávit en la balanza de pagos por cuenta corriente, el endeudamiento público es diez veces el de entonces y la tasa de paro actual multiplica por cuatro la de 1977, y no creo que Pedro Sánchez se proponga desregularizar aún más el mercado laboral y facilitar el despido.

La semejanza es aún menor en materia política. Entonces se encontraban en una situación preconstitucional, y se carecía de casi todas las instituciones democráticas. En cierto modo debieron inventarse la plataforma para los acuerdos. Hoy, llevamos más de cuarenta años de Constitución y de democracia y están perfectamente establecidos los cauces, procedimientos, estamentos e instituciones por los que tienen que circular los acuerdos y decisiones democráticas, no se precisa inventar nada.

Pedro Sánchez, sin embargo, es el hombre de los inventos, de los títulos grandilocuentes, de los anuncios, del postureo, de salirse de las instituciones y de eludir los procedimientos. Lo suyo es el caudillismo, casi la democracia orgánica, por eso ante la investidura convocaba a lo que llamaba la sociedad civil, a los sindicatos, a los empresarios, a las ONG y a las Autonomías. Todo menos un diálogo serio con los partidos que podían hacerle presidente, pero que, es verdad, le iban a pedir algo a cambio. Todo menos una auténtica negociación. Con Cataluña ha creado una mesa de diálogo al margen de todas las instituciones y de los cauces constitucional y legalmente establecidos Ahora intentaba hacer lo mismo. Proclamar solemnemente la celebración de grandes pactos, y meter en el mismo saco a los actores más heterogéneos, no solo por ideología, sino también por cometido y por representación, incluso a los golpistas y a los sucesores de los terroristas.

Hasta en esto se diferencia 2020 de 1977. Entonces querían pactar y, por eso, lo primero que hizo Suárez antes de anunciar ninguna negociación fue hablar con González y Carrillo. Sabía que ambos eran imprescindibles para llegar a buen puerto. Pero es que quizás a Sánchez no le importe ni el puerto, ni el final, sino el boato, la farfolla del inicio. En el fondo sabe que el acuerdo es imposible, al menos con la oposición. Sánchez, antes de cualquier anuncio y montaje, tendría que haber hablado con Casado, el único que, aunque fuese mínimamente, podía dar sentido a la negociación. Sin él y sin el PP, hasta el mismo espectáculo inicial quedaba reducido poco más que a la cuadrilla de la investidura, al gobierno Frankenstein.

El presidente del PP ha sabido eludir la trampa que le habían tendido, ha desinflado el globo de Sánchez y ha remitido las posibles negociaciones al Congreso, que es su sitio natural y de donde nunca deberían salir. El presidente del Gobierno no ha tenido más remedio que ceder y mandar a su portavoz parlanchina a quitar importancia al tema. Esta ha afirmado que lo importante es su celebración, que el sitio no importa. Para los sanchistas son iguales las instituciones y la sede de la soberanía popular que la maraña y el totum revolutum. Seguro que prefieran lo segundo. Les da más posibilidades de ejercer el caudillismo. 

El Gobierno de Suárez, antes de que se iniciasen los PdM, puso sobre la mesa para su discusión dos papeles, uno económico y otro político. Ahora, el único papel que existe está en blanco y lo que me temo es que no saben cómo rellenarlo.

Republica.com 24-4-2020



LA RENTA BÁSICA UNIVERSAL DE LA PANDEMIA

POBREZA Posted on Jue, abril 23, 2020 10:29:31

En muy buena medida los fracasos de los gobiernos de Zapatero se debieron a las ocurrencias. Ante la incapacidad absoluta para hacer una política seria, nos obsequió con un cúmulo de genialidades, especialmente cuando tuvo que enfrentarse a una crisis económica que le sobrepasaba. Me temo que Pedro Sánchez está cayendo en la misma tentación, y pretende ocultar con ocurrencias también su ineptitud para gestionar la crisis. La última boutade del Gobierno consiste en revivir los Pactos de la Moncloa. En realidad, en este caso la ocurrencia no es original de Sánchez, sino de Arrimadas, pero el Gobierno y sus expertos mediáticos se han apresurado a apropiarse de ella. Les puede ser, sin duda, de mucha utilidad para eludir responsabilidades. Haría mal Ciudadanos, y más concretamente Arrimadas, en prestarse a esta charlotada.

Inés Arrimadas, mientras ejerció el liderazgo de Ciudadanos en Cataluña, gozaba de gran admiración y simpatía. Su discurso frente al independentismo era impecable, lleno de sentido común, brillante y lógico, muy alejado de la ambigüedad del PSC, y de la postura montaraz de En Común Podemos. Hay quienes piensan, sin embargo, que su salto a la política nacional fue un error. Al menos su papel quedó más desdibujado, incluso eclipsado por el protagonismo de Rivera. Cuando dimitió este, tuvo que hacerse cargo de un partido traumatizado por una debacle sin precedente, su representación en el Congreso había descendido de 57 a 10 diputados.

La tarea que le corresponde, desde luego, no es fácil, pero lo peor que podría hacer la actual líder de Ciudadanos es asumir la interpretación que los críticos de su partido hicieron de la derrota de noviembre. Exégesis de la que lógicamente se apropiaron los sanchistas y que todos sus cañones mediáticos repiten de manera constante. En contra de lo que estos mantienen, el desastre electoral no se debió al hecho de no haber pactado con Sánchez tras las elecciones de abril. De ser ese el motivo, lo más lógico es que los votos perdidos por Ciudadanos se hubiesen orientado al PSOE y a Podemos. Por el contrario, estas dos formaciones políticas perdieron en conjunto un millón de votos y diez diputados. Los votos perdidos por el partido naranja debieron de encaminarse principalmente hacia el PP buscando el voto útil, y la forma de echar a Sánchez de la Moncloa. Por otra parte, el presidente del Gobierno nunca estuvo dispuesto a negociar con Ciudadanos, simplemente aspiraba a que le apoyasen de forma gratuita.

Sospecho que los únicos que dentro de Ciudadanos querían pactar con el presidente del Gobierno era los del sector crítico, dirigidos por el área económica, deseosos quizás de ocupar puestos importantes en el Gobierno o en la Administración. Paradójicamente, este grupo, que ha censurado la orientación de su partido por escorarse a la derecha, había elaborado la parte económica del programa que podríamos definir como furiosamente neoliberal, con temas tales como la bajada de impuestos, el tipo único en IRPF o el complemento salarial.

Por cierto, alguno de sus dirigentes –mejor, ex dirigentes- retorna a la actualidad con el complemento salarial, aunque ahora disfrazado de renta básica universal (RBU). Quizás busquen su acercamiento al Gobierno a través de Podemos que enarbola este tema como bandera. He leído con asombro un artículo publicado en El País el pasado 31 de marzo. Últimamente no suelo acceder a este diario, pero lo había citado mi amigo Luis Velasco desde estas páginas digitales y sentí curiosidad. El artículo iba firmado por Toni Roldán, antiguo secretario de Economía de Ciudadanos, y se titulaba “¿Una renta básica universal para la pandemia?”. Hablando de ocurrencias, ninguna como esta. Eso sí, es posible que se la compre el actual Gobierno, tan aficionado a ellas.

Me costó saber si el artículo iba en serio o en broma. Resumiendo la propuesta: el Gobierno daría a cada persona en edad de trabajar (38 millones españoles) 3.000 euros (1.000 por mes, suponiendo que dure tres meses la pandemia). Total, supondría un gasto inmediato de 114.000 millones de euros, el 11% del PIB. Al mismo tiempo, afirma, se debería aprobar un impuesto extraordinario que se devengaría en el próximo año, por el que cada persona devolvería esos 3.000 euros excepto la parte en que se haya reducido su renta por el coronavirus. En descargo del antiguo secretario de Economía de Ciudadanos, hay que decir que parece ser que la idea no era original suya, ya que él mismo cita a Greg Mankiw, economista de la Universidad de Harvard, que había ideado para EE.UU. una propuesta similar, solo que insertada en una formulación matemática muy simple. La cuantía del impuesto vendría dada, según el citado profesor, por el resultado obtenido al multiplicar N por X y por el cociente entre la renta de 2020 y la renta de 2019, siendo N los meses que dure la renta y X su cuantía.

Toni Roldán se pregunta cuál sería el coste de la operación y por simplicidad, según afirma -lo de la simplicidad es una constante en todo el artículo-, supone la población dividida en tres grupos. El primero (50%) no ha perdido nada; el segundo (25%) ha perdido la mitad de la renta y el tercer grupo (25%), la renta entera. Aplica la fórmula de Mankiw y llega a la conclusión de que el coste sería inferior al 1% del PIB. Aun cuando lo deja en cierta ambigüedad, es evidente que para que el coste ascendiese únicamente al 1% del PIB, las supuestas pérdidas de rentas habrán de estar referidas solo a los tres meses y que después, a lo largo de todo el año 2020, se mantendrían los mismos ingresos. Pero entonces lo de los 3.000 euros no deja de ser una tremenda engañifa, porque según estas suposiciones, la fórmula empleada y el coste estimado, y presumiendo también que los ingresos a lo largo del año son uniformes, el primer grupo (50%) debería devolver los 3.000 euros, el segundo (25%) debería devolver 2.625 euros, es decir, los 3.000 menos aproximadamente 375 euros que sería la prestación (125 euros mensuales), y el tercero y mejor dotado 2.250 euros, a saber, los 3.000 euros menos aproximadamente 750 euros, que es lo que le habría correspondido en la rifa (250 euros al mes). ¿Es esto serio?, ¿se puede pedir al Estado que movilice 114.000 millones de euros, que los reparta entre 38 millones de personas para que le devuelvan más de 100.000 millones de euros, y termine dando unas subvenciones de miseria cuyo coste escasamente sobrepasa los 10.000 millones de euros. Se dirá que es una suposición, pero es la que hace el autor y cualquier otra, que implicase una prestación un poco más digna, sería enormemente más gravosa al erario público. Cabe además una pregunta ¿Desaparecería el seguro de desempleo?

Mis suposiciones son otras y, por lo tanto, también mis cálculos. El coste estaría por encima de los 85.000 millones de euros y superaría el 8% del PIB, porque, siendo muy optimistas, se recuperaría como máximo la cuarta parte de lo entregado. Casi todo el mundo buscaría excusas para justificar que ha perdido una porción de su renta, tanto más cuanto que sería imposible cualquier comprobación. ¿O es que con la moralina que rodea estos días los medios de comunicación nos hemos creído eso de que todo el mundo es bueno?

Es lo que les pasa a los profesores universitarios, que están llenos de ocurrencias, de modelos de laboratorio, inaplicables en la realidad. ¿Sobre quién iban a recaer la tarea de revisar las rentas de 2020 y 2019 de los 37 millones de teóricos contribuyentes, muchos de ellos desconocidos, y sin que hasta ahora conste sobre ellos información alguna? Si no me equivoco, el número de los declarantes por rentas en el IRPF está alrededor de los 20 millones y la Agencia Tributaria se ve desbordada, y sabemos el volumen tan importante de fraude que existe. El fraude no está solo en las grandes fortunas. La sola propuesta de esta nueva prestación y nuevo impuesto despertaría la hilaridad de cualquier responsable de la administración tributaria.

Lo más llamativo del artículo es que el autor afirma que la medida ofrece tres ventajas: «es simple, inmediata y llega a todo el mundo. Se podría activar de forma casi automática, cubriría a todos los que lo necesitan, y ahorraría miles de horas de trámites y burocracia». Cubriría a todos los que lo necesitan, sin duda, y también a los que no lo necesitan y seguramente a los que lo necesitan en una cuantía radicalmente insuficiente, puesto que ¿quién ha dicho que al cabo de tres meses todo volverá a la normalidad? Simple sí que es (de gabinete de universidad), siempre que no se haga ningún tipo de comprobación. Así hemos eliminado los trámites y la burocracia, pero a condición de crear múltiples rentas fiscales y de que una cantidad ingente de dinero vaya a quien no lo precisa. ¿Por qué no coger un helicóptero y comenzar a tirar billetes sobre la población?

Sin duda, después de la pandemia (incluso ya ahora) podemos encontrarnos con una situación económica adversa. Colectivos especialmente vulnerables van a necesitar la ayuda del Estado y posiblemente en mucha mayor cantidad que la propuesta en el artículo, pero cada colectivo tiene su problemática y un tratamiento adecuado y se precisa garantizar que no se desperdicia el dinero. No caben fórmulas generales como las de la RBU. Lo de universal carece de sentido, y lo simple solo existe en los laboratorios o en los despachos de los profesores.

Es posible que este artículo haya hecho las delicias de los apologetas de la RBU y argumenten con júbilo que la derecha les termina por dar la razón, si es que consideran al autor como de derechas. Los teóricamente de izquierdas no deberían equivocarse, esta figura de prestación social casi siempre ha estado bien vista por el neoliberalismo económico, como sistema que puede diluir el Estado social en un Estado de beneficencia. En Finlandia fue un gobierno de derechas el que la implantó, con características que hacen dudar de la progresividad de la medida, y parece que ha decidido ya eliminarla.

Todos los defensores de la RBU que, para respaldar su viabilidad económica terminan englobando en ella toda otra serie de prestaciones sociales (que lógicamente desaparecen), defienden su excelencia basándose en la simplicidad y en el ahorro de todo tipo de gastos burocráticos. A ello me refería yo el 5-1-2017 en un artículo en estas mismas páginas en los siguientes términos «Subyace en estos planteamientos una cierta desconfianza hacia el Estado y la ambición de establecer en la protección social un automatismo, similar al que ha aplicado el neoliberalismo a la política monetaria. Prescindir de la vigilancia y supervisión del Estado es perder el control de la adecuación y justicia de las prestaciones y dejar el campo libre a la casualidad o, lo que es peor, a la arbitrariedad, y a los buscadores de rentas fáciles».

La RBU no entra dentro de la historia doctrinal de la izquierda europea, sino de un populismo que quizás pueda tener su razón de ser y hundir sus raíces en países de otras latitudes en los que el Estado es muy débil y no existe apenas protección social. Este populismo un tanto anárquico y que desconfía del Estado puede llegar a coincidir en temas como este con el liberalismo económico. El cuerpo doctrinal del Estado social es suficientemente fuerte y amplio como para contar con un número de elementos (entre los que no está la RBU) que cubran todas las contingencias que puedan afectar al ciudadano; otra cosa es que estén suficientemente desarrolladas en las correspondientes legislaciones nacionales, pero entonces lo que hay que perseguir es la corrección de esta carencia.

Nuestra Constitución no contempla la RBU. Lo que reconoce es el derecho al trabajo (art 35) y para hacer efectivo este derecho se acompaña de un mandato a los poderes públicos de realizar una política de pleno empleo (art. 40,1), pues de lo contrario, tal como dictaminó el Tribunal Constitucional, el reconocimiento del derecho a una parte de la población llevaría implícita su negación al resto. La obligación del Estado consiste en procurar que todo ciudadano en edad de trabajar pueda acceder a un empleo digno y adecuadamente remunerado y solo cuando, de forma excepcional, la sociedad no pueda proporcionárselo o cuando alguna contingencia, enfermedad, accidente, invalidez etc., se lo impida, los poderes públicos deberán dotarle de los medios económicos que le permitan a él y a su familia mantenerse mientras dura la excepcionalidad.

Hay que reconocer que fenómenos como la globalización o la pertenencia a la Unión Europea crean a menudo escenarios en los que la política de pleno empleo resulta imposible, con lo que lo que debería ser excepcional en la teoría, se convierte en la practica en normal, pero ello no nos debe hacer perder la perspectiva. El objetivo a conseguir es el del empleo y no la sopa boba de los conventos. El compromiso no debe consistir en garantizar una renta de forma indiscriminada; y mucho menos si la prestación es compatible con el salario, porque en este caso estaríamos acercándonos al complemento salarial propuesto por Ciudadanos y no sabríamos si en realidad al que estamos subvencionando no es al empresario. La imposibilidad de aplicar una política de pleno tendría que conducir únicamente a que prestaciones sociales tales como el seguro de desempleo afectasen quizás a muchos más trabajadores y a tener una duración mucho mayor. Pero, en cualquier caso, toda ayuda debe estar condicionada y obedecer a un motivo concreto.

Es posible que los momentos críticos que se avecinan y la más bien menguada protección social actual aconsejen y exijan potenciar determinado tipo de prestaciones, blindando a los colectivos más débiles, pero debería hacerse de forma analítica y razonada y huyendo de generalidades y ocurrencias y, sobre todo, calculando el coste de oportunidad, porque todo euro que se gasta en una determinada aplicación deja de gastarse en otra.

Hablando de ocurrencias, había comenzado este artículo refiriéndome a los nuevos Pactos de la Moncloa que quiere promocionar Sánchez. Es forzoso dejar ese tema para otro artículo, quizás la próxima semana.

Republica.com 17-4-2020



CORONAVIRUS: EL ESTADO ESTÁ DESNUDO

AUTONOMÍAS Posted on Lun, abril 13, 2020 21:38:29

La del coronavirus, como toda crisis, dejará tras de sí secuelas y también enseñanzas. Pondrá al descubierto facetas de la realidad que quizás intuíamos, pero que no teníamos valor para confesarnos. Una está ya emergiendo. El Estado está desnudo. Nos estamos quedando sin Estado, se nos va de las manos. En los momentos de crisis es cuando se pone a prueba el músculo de la sociedad, de esa sociedad organizada políticamente que es el Estado. Ya en 2008 intuimos que este fallaba y era incapaz de dar solución a muchos de los problemas que se presentaban. Desde entonces, los indicios de su anemia se vienen repitiendo y esta crisis nos los está confirmando.

Habrá quien diga que lo que hace aguas no es el Estado, sino el Gobierno, los políticos. Acudir a los defectos de los políticos para explicar las cosas que van mal es siempre socorrido. El Gobierno de Zapatero en 2008 dejó muy claro que no era el más indicado para enfrentar aquella crisis, ni por supuesto el de Sánchez lo es para afrontar la de ahora. Todos los días lo comprobamos. Pero ahí no acaba todo.

Montesquieu, al describir su sistema político, lo justificaba de la siguiente manera: No se puede confiar en que los gobernantes sean buenos; si lo son mejor, qué mejor. Pero es preciso construir un sistema en el que los poderes públicos se controlen mutuamente, de modo que, aunque quieran, no puedan apartarse de las reglas y de la ley. Creo que esta aseveración continua siendo perfectamente válida en nuestros días. Nos quedaríamos en la superficie si detrás de la ineptitud de los respectivos gobiernos no vislumbrásemos un problema de mayor calado. Es más, ¿el mismo hecho de que personas tan incompetentes y mediocres hayan llegado a la cima del poder no se debe en parte a las profundas brechas que presenta nuestra organización política? En el caso del actual Gobierno la respuesta resulta incuestionable. Solo hay que examinar todos los factores que han hecho posible que Pedro Sánchez ocupe la Moncloa.

El tema es de suma envergadura y también de enorme gravedad. Se enmarca en un proceso en el que el Estado ha ido perdiendo competencias por arriba hacia la Unión Europea y por abajo hacia los entes territoriales, y en ambos casos las cesiones no han sido satisfactorias; los resultados, nefastos. Hemos ido destruyendo el Estado sin que nada ni nadie fuese capaz de sustituirlo. Ahora bien, un problema tan complejo no se puede abarcar en un artículo de un diario, por mucha amplitud que tuviese. Me limitaré por tanto a resaltar, y de forma somera, algunos hechos que se han puesto de manifiesto en esta crisis, de los que muy posiblemente casi todos nos hayamos percatado.

Las sociedades cuando atraviesan por situaciones críticas, como en las guerras, para ganar en eficacia no tienen más remedio que prescindir de grados de libertad y configurarse políticamente alrededor de un mando único y fuerte. Nuestra Constitución, a pesar de los defectos que acumula en lo tocante al ámbito territorial, reconoce tres estados de anormalidad política, estado de alarma, de excepción y de sitio, en los que los ciudadanos pierden progresivamente algunos de sus derechos y los órganos territoriales se ven forzados a devolver al gobierno central parte de sus competencias.

En los momentos actuales, todo el mundo habla de que estamos en una guerra e incluso se emplea continuamente un lenguaje bélico, por lo que no tiene nada de extraña la declaración, al menos del estado de alarma, y que el gobierno central haya asumido el control y la dirección en todo lo referente a la crisis. Es más, a la vista de lo que ha ocurrido después, no hay demasiadas dudas de que la declaración se pospuso indebidamente. Se estuvo mareando la perdiz con la coordinación, el buen talante y lo bien que se llevaban todos, gobierno central y autonómicos, pero, por lo que se ve, tal comportamiento resulto totalmente ineficaz.

El estado de alarma debería haberse declarado mucho antes, porque una crisis como esta no se podía gestionar desde 17 Comunidades Autónomas cada una de ellas actuando por su cuenta. Ello no quiere decir que hubiese habido que adelantar también el confinamiento, al menos con idéntico rigor con el que se ha establecido. Si se han unido ambas realidades es porque la primera se decretó con mucho retraso. Lo normal es que con anterioridad al aislamiento se hubieran planificado todas las actuaciones de forma centralizada y se hubiese efectuado el aprovisionamiento de todo el material y de los equipos que previsiblemente se iban a necesitar. Desde luego, la situación que se avecinaba no era para que cada administración actuase por su cuenta.

Poca duda cabe de que el motivo del retraso hay que buscarlo en la pretensión del Gobierno de no enemistarse con sus socios, los secesionistas catalanes y vascos. No obstante, a pesar de la dilación, reaccionaron indignados afirmando que se trataba de un 155 encubierto. Pero, mirando una vez más al fondo de la cuestión y prescindiendo de la bondad o maldad de los políticos, la causa última se encuentra en la debilidad de un Estado que permite que su Gobierno pueda deber la investidura y el mantenerse en el poder a un partido que está claramente a favor de dar un golpe contra el propio Estado.

En la moción de censura de 2018, Aitor Esteban inició su intervención mofándose del gran Estado español cuyo Gobierno estaba pendiente de los cinco diputados del PNV. El comentario era tremendamente humillante, pero cierto. Y no solo era respecto de los cinco diputados del PNV, sino también de los diputados del PDC y de los de Esquerra, que acababan de sublevarse en Cataluña. Además, esta situación insólita se volvió a repetir en enero de este año cuando Pedro Sánchez fue elegido presidente del gobierno con los votos de los independentistas y los golpistas. Habrá quien afirme que la responsabilidad es de Pedro Sánchez, que ha aceptado gobernar de esa manera. No diré que no, sin duda su culpabilidad es grande. Pero retornando a lo que se decía al principio del artículo sobre Montesquieu, el origen hay que situarlo en la indigencia política de un Estado cuya estructura legal lo permite.

Tal vez el descubrimiento más relevante, pero también el más lamentable, se haya producido después de decretar el estado de alarma, pues al anunciar que se centralizaba todo el poder en el Gobierno, y más concretamente en el Ministerio de Sanidad, nos hemos quedado absurdamente sorprendidos (absurdamente, porque debíamos de haber sido conscientes de ello antes) al constatar que el Ministerio de Sanidad no existía, que el rey estaba desnudo. Después de transferir Aznar, hace 25 años, toda la sanidad a las Comunidades Autónomas, el Ministerio es un cascarón sin contenido y, lo que es peor, sin instrumentos ni estructura para asumir el papel que en este momento se le asigna. Al mismo tiempo, el ministro de Sanidad, al que se nombra general con mando en plaza, es un profesor de Filosofía del PSC, amigo de ICETA, al que se había colocado en ese ministerio sin competencias únicamente para que estuviese en el Gobierno y pudiese participar en la famosa mesa de diálogo con la Generalitat.

Los errores, las ineptitudes, los fallos, se han multiplicado por doquier, sobre todo en algo tan básico y al mismo tiempo tan necesario como la adquisición y el aprovisionamiento del material sanitario. Se han sucedido anécdotas propias de un vodevil, pero que se convertían inmediatamente en trágicas por los desenlaces lúgubres o las situaciones dramáticas que las rodean. Cuando pase todo y se haga balance, se conocerá en qué grado de desconcierto nos hemos movido.

Al final, el resultado ha sido que en gran medida cada Comunidad ha debido apañarse por sí misma, lo que nos puede dar idea de las consecuencias. Diecisiete pequeñas Comunidades (en este orden todas son pequeñas) compitiendo incluso entre sí y contra su propio Gobierno en un mercado totalmente tensionado, en el que también participan las primeras potencias mundiales. Además, se ha perdido un tiempo precioso porque el mercado se va enrareciendo cada vez más, especialmente ahora que entra en liza EE. UU.

La carencia de medios, de estructura y de experiencia práctica en el Ministerio ha forzado a que cada Comunidad haga la guerra por su cuenta, no solo en materia de aprovisionamiento, sino en casi todos los aspectos, creándose una situación un poco caótica. Incluso hemos escuchado al ministro de Sanidad pedir la solidaridad de unas Comunidades respecto a otras, en lugar de usar la autoridad y el mando único del que estaba investido para distribuir adecuadamente el material.

No deja de ser significativo que haya sido el ejército la institución que se ha comportado sin fisuras, vertebrando todo el territorio nacional, dando una inmensa sensación de eficacia, y no es por casualidad que, como es sabido, esta área estatal haya permanecido al margen de cualquier transferencia a las Comunidades Autónomas. Incluso el mismo Torra, después de que en un principio la Generalitat hubiera rechazado con petulancia y desdén la colaboración del ejército, se ha tragado su orgullo y le ha tenido que pedir ayuda para desinfectar todas las residencias de mayores en Cataluña. ¿Qué dice ahora ese portento de alcaldesa que hay en Barcelona, cuando hará unos dos años, al acercarse unos militares a saludarla cortésmente, les espetó con su mala educación que no eran bien venidos?

El hecho de que en esta crisis destaque el buen papel que está haciendo el ejército nos remite a otra crisis, la del golpe de Estado perpetrado en Cataluña, y a otra institución, la de la justicia, que hoy por hoy tampoco está transferida a las Autonomías. En esa crisis también se mostraron las profundas carencias y goteras de nuestro Estado, creándose las situaciones más esperpénticas. Continúan gobernando en Cataluña los mismos partidos que emplearon el enorme poder que les concedía el control de la Generalitat para dar un golpe de Estado del que no se retractan. Todo lo contrario, afirman rotundamente que volverán a intentarlo. Y si no lo hacen, es precisamente por miedo a la justicia.

No es el diálogo de Sánchez el que tiene paralizados sus propósitos, sino el Tribunal Supremo. Incluso en plena pandemia cuando desde la Generalitat una vez más se pretende dar un trato privilegiado a los golpistas permitiéndoles pasar el confinamiento en sus casas, la simple advertencia del alto tribunal ha frenado en seco sus intenciones. Podríamos preguntarnos qué hubiera pasado con el golpe de Estado en Cataluña si la competencia de justicia, al igual que la de prisiones, estuviese transferida, según llevan reclaman los independentistas.

Desde las instancias sanchistas, para disculpar la nefasta gestión que está haciendo el Gobierno, sitúan el origen de los problemas en los supuestos recortes de Rajoy. No seré yo el que niegue la insuficiencia del gasto en sanidad. Solo hay que constatar las largas listas de espera, en mayor o menor medida, en todos los hospitales y Autonomías, pero esta limitación presupuestaria no es privativa de la sanidad, sino que afecta a la mayoría de los capítulos del gasto. No podría ser de otra manera cuando en España, la presión fiscal es seis puntos inferior a la media europea e inferior en cinco puntos el porcentaje del gasto público sobre el PIB.

El reducido tamaño del sector público, dividido además en diecisiete Comunidades Autónomas, es una señal más de la precariedad de nuestro Estado. Pero estas carencias se remontan bastante más allá del Gobierno de Rajoy. Hunden sus raíces al menos en la firma del Tratado de Maastricht, en los criterios de convergencia y en la política de austeridad implantada en toda la Unión Europea. Ciertamente la crisis del 2008 y la pertenencia a la Unión Monetaria obligaron a precarizar aun más el sector público. Pero la culpa no fue en exclusiva de Rajoy, ni siquiera le corresponde la mayor parte. En 2011 la diferencia de presión fiscal con la media europea era de ocho puntos. Mayor responsabilidad tuvieron Aznar y Zapatero, en cuyos gobiernos hay que situar el origen. En economía, los efectos se dilatan mucho respecto a las causas.

Pero acudamos una vez más a Montesquieu y, prescindiendo de los respectivos gobiernos, hemos de considerar que el origen último de esta depauperación de nuestro Estado se encuentra en el hecho de haber renunciado a múltiples competencias (principalmente el control de nuestra moneda) para entregarlas a instituciones con profundos déficits democráticos y carentes de toda visión social y de cohesión al menos entre regiones. Algo de esto he tratado en el artículo de la semana anterior y más profusamente en mi libro “Contra el euro”, en Editorial Península. En cualquier caso, esta problemática supera con mucho el alcance de este artículo. Si me he referido a ella es porque sus consecuencias se están haciendo presentes también en la crisis actual y se harán aun más visibles en la recesión económica que se avecina.

republica.com 10-4-2020



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