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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

LA INFLACIÓN, ¿EL IMPUESTO DE LOS POBRES?

HACIENDA PÚBLICA, POBREZA Posted on Dom, octubre 24, 2021 09:49:35

Hacía tiempo que la inflación estaba ausente de la economía europea. Nos habíamos acostumbrado a este escenario. Por mucho que la política del BCE fuese expansiva y este organismo introdujese dinero en el sistema, el índice de precios estaba lejos de llegar al 2%, porcentaje que Frankfurt se había fijado como objetivo de referencia. Parece ser eso lo que está cambiando en los momentos presentes. No obstante, hay quien dice, incluso desde el mismo BCE, que la inflación que ahora amenaza a la economía es coyuntural y transitoria, causada por el alto precio de la energía. Temporal o no, viene acompañada de los mismos fantasmas y de idénticos tópicos, entre ellos ese mantra de que la inflación es el impuesto de los pobres. Lo vocean los tertulianos y los líderes de opinión, lo escriben los periodistas, lo repiten los políticos y hasta algunos economistas prestan su aquiescencia. Pero la verdad es que ni es un impuesto ni afecta únicamente a los pobres.

La afirmación surgió en las sociedades de épocas muy lejanas y distintas a la nuestra, en las que no había distinción entre el patrimonio del rey y el de la nación, y en las que las monedas las acuñaba la Corona que, a veces, para acometer determinadas empresas, normalmente de tipo bélico, en lugar de incrementar los impuestos, le resultaba más cómodo emitir dinero. Ciertamente el rendimiento económico era para el rey y en ese sentido era un impuesto, impuesto que pagaba toda la sociedad porque los ciudadanos veían reducido su patrimonio y sus ingresos por la pérdida de valor del dinero. Pero incluso la expresión de los pobres no le cuadraba muy bien, porque entonces todos los impuestos eran de los pobres, ya que los nobles y el clero estaban exentos de contribuir y, sin embargo, paradójicamente, la inflación de una o de otra forma afectaba a todos los ciudadanos.

Posteriormente, las circunstancias han cambiado y los gobiernos no emiten el dinero, sino los bancos centrales. Habrá quien diga que para el caso es lo mismo. Sin embargo, hay diferencia porque en seguida estas instituciones se hicieron muy celosas de su independencia y, además, se aceptó como un dogma inamovible que no podían financiar a los gobiernos. Por otra parte, ellas solo emiten el dinero primario, y son las entidades financieras las que ponen en circulación el resto de la oferta monetaria, que además supone la porción más voluminosa.

En Europa, a partir de la creación de la Unión Monetaria, el que emite el dinero es el BCE y, al menos por ahora, su política expansiva no ha sido inflacionaria. Por más que haya aplicado la flexibilización cuantitativa, es decir, por más que haya regado con euros la economía, durante todo este tiempo no ha conseguido acercar el índice de precios a ese 2% que se había fijado por objetivo.

Dicho todo esto, resulta difícil calificar a la inflación de impuesto de los pobres. Pero sí habrá que preguntarse entonces a quién beneficia y a quién perjudica la subida de los precios; y como en casi todos los asuntos, en este la respuesta tiene que ser ambigua, depende. En principio y sin afinar demasiado, podríamos contestar que favorece a los deudores y castiga a los acreedores, lo que resulta bastante fácil de entender. Una subida general de precios implica una disminución del valor del dinero, y automáticamente de la cuantía de la deuda. Los Estados, al poseer un buen montante de deuda, títulos soberanos, resultan favorecidos al igual que el resto de los deudores, y en tanto o mayor medida cuanto mayor sea el endeudamiento. Obsérvese que la mayoría de las veces los deudores son los pobres y los acreedores los ricos.

Lo anterior explica que países como Holanda o Alemania, con un stock de deuda pública reducida, y cuyas sociedades tienen además posiciones acreedoras, tengan una especial sensibilidad a todo lo que pueda significar subida de precios. Han contemplado con suma prevención la política seguida por el BCE desde que Draghi asumió la llamada “expansión cuantitativa”. Pero la crítica no era creíble, ni tenía ningún sentido, mientras la inflación continuase en cifras tan bajas que en algún momento llegaron a ser negativas.

La situación puede cambiar en los instantes presentes en los que la inflación comienza a enseñar las orejas, si bien es verdad que el BCE se ha apresurado a ponerse la venda antes que la herida, y está manteniendo la tesis de que esta subida es temporal y que por eso no tiene necesidad de cambiar de política. No obstante, no es descabellado suponer que los países acreedores vuelvan a presionar al BCE cuestionando que continúe comprando deuda soberana de los países miembros, lo que puede resultar una gran amenaza para Estados como España, Grecia, Portugal, Italia e incluso Francia, cuyo nivel de endeudamiento es muy alto, y que difícilmente se mantendrían en los mercados financieros sin la intervención del banco emisor.

La inflación puede representar además una amenaza adicional. La subida de los precios no tiene por qué ser igual en todos los países, y de hecho no lo es. En un mercado único y con moneda única, el diferencial de inflación se traslada a la competitividad, y puede causar notables desequilibrios económicos y financieros. He ahí en gran medida el origen de la anterior crisis. Hay tres parámetros que pueden situar a la economía española ante una difícil encrucijada: un alto endeudamiento, una elevada tasa de desempleo y una baja productividad.

Continuando con la pregunta de quién sale perjudicado y quién beneficiado con la inflación, y yendo más allá del binomio deudores-acreedores, debemos considerar que no hay un solo precio, y el índice que mide la inflación es una media ponderada de todos ellos; y, como es lógico, no todos experimentan la misma subida. Aquellos sectores cuyos precios se incrementan más que la media salen favorecidos, mientras que los que suban menos se verán damnificados. En este planteamiento, los salarios son un precio más, el de la mano de obra. La inflación perjudicará a los trabajadores solo si sus retribuciones no suben, al menos, en la misma medida que los precios. En este caso el beneficio será para el empresario. Pero tampoco los salarios subirán todos en la misma proporción. Habrá también diferencias entre los trabajadores; aparecerán ganadores y perdedores.

En el extremo, las empresas que se encuentren en aquellos sectores sometidos a la competencia internacional y que debido a ello no pueden subir sus precios, o al menos en la misma cuantía, que los otros precios o salarios, pasarán graves dificultades económicas o incluso se verán obligados al cierre. A su vez, cuando el origen de la inflación se encuentre exclusivamente en el exterior, por el incremento del precio de determinadas materias estratégicas, como el petróleo o el gas, o bien los salarios o bien el excedente empresarial tendrán que sufrir una reducción. En el caso de que ni los trabajadores ni los empresarios estén dispuestos a repartirse la pérdida, lo más probable es que se entre en una espiral inflacionista que dañará la economía y contradecirá la suposición de que la inflación es coyuntural. Este fue el origen de la estanflación de la crisis del petróleo en los años setenta.

¿Qué ocurre con los pensionistas y los empleados públicos? No se puede afirmar en principio que la inflación les perjudique. Todo depende de que las retribuciones y las prestaciones suban o no en la misma cuantía que los precios. Existe una creencia errónea especialmente respecto a las pensiones. Se considera que su actualización por el IPC daña al erario público en tiempos de inflación. Esta opinión no tiene en cuenta los ingresos del Estado que crecen también con los precios. El impacto, por tanto, sobre el presupuesto de la regularización de las pensiones y del sueldo de los funcionarios por el IPC será casi el mismo sea cual sea la subida de precios. Otra cosa es que el Estado no obtenga el beneficio extraordinario que la inflación le proporcionaría (como contrapartida a las pérdidas de los pensionistas y funcionarios) si las retribuciones y las prestaciones no se actualizasen. Los que arremeten en contra de la regularización de las pensiones y de las retribuciones de los empleados públicos lo que proponen de verdad es financiar otros gastos y el déficit público con la pérdida de poder adquisitivo de los jubilados y de los funcionarios.

En esta línea debería haber ido la contestación del ministro de Inclusión a los partidos de la oposición en el Congreso de los Diputados. Bien es verdad que el ministro, a pesar de su aparente seguridad, no termina de cortar el nudo gordiano de las pensiones. Suele liar casi todo. Afirmó que la semana laboral de cuatro días es aplicable únicamente a las sociedades de pleno empleo, pero se debió de confundir porque son sus planes para la reforma de las pensiones -retrasar la edad de jubilación- los que solo tienen sentido en las economías en las que apenas existe el paro. En una economía como la española con altos niveles de desempleo cifrar la financiación de las pensiones en alargar la vida laboral es arreglar un problema a costa de aumentar otro, el paro.

A su vez, el reparto de trabajo tiene mucha más justificación, como es lógico, en economías con altas tasas de paro que en aquellas que gozan de pleno empleo. Es la productividad la variable que lo condiciona. Así ha sido históricamente. Los notables incrementos en esta variable han servido para aumentar los salarios y reducir el tiempo de trabajo. Este proceso se rompió a partir de los años ochenta cuando los aumentos de la productividad se han destinado en mayor proporción a elevar el excedente empresarial. El panorama actual se agrava para España, ya que en los últimos años con la incorporación a la Unión Monetaria apenas se han producido aumentos en la productividad, y sin estos será muy difícil que los salarios ganen poder adquisitivo y que se produzca la reducción de la jornada laboral.

republica.com 14-10-2020



LA SALIDA DE LA CRISIS

APUNTES POLÍTICOS, ECONOMÍA DEL BIENESTAR, HACIENDA PÚBLICA Posted on Dom, octubre 24, 2021 09:40:21

 “Me sorprende que se sorprendan de que haya revisiones”, espetaba la ministra de Economía a los señores parlamentarios en el Congreso. Se refería a la revisión realizada por el INE respecto a la previsión de crecimiento del PIB en el segundo trimestre del año actual. Me imagino que la extrañeza de los diputados obedecería a dos motivos. Primero, a la magnitud del ajuste (del 2,8% en julio al 1,1% en la actualidad). Ciertamente siempre ha habido correcciones, pero no de esta dimensión. En segundo lugar, a que el Gobierno mantenga sus previsiones inamovibles como si la revisión no existiese o no les afectase.

Pero a lo mejor es verdad que los diputados no tendrían por qué sorprenderse. Respecto del último motivo porque deberíamos estar acostumbrados a que el relato del Gobierno vaya siempre  por derroteros distintos e independientes de la realidad. En cuanto al primero, porque, aun cuando la desviación es de una magnitud desproporcionada y poco habitual, se produce en una crisis que tiene muy poco de típica o clásica, y las tasas trimestrales pueden variar fuertemente no por razones económicas, sino al ritmo en el que va desarrollándose la pandemia.

La crisis actual es muy distinta de las tradicionales y aún más de la de 2008. La anterior recesión en Europa tuvo como origen la conjunción de una serie de hechos económicos. El diferencial de inflación entre los distintos países que en presencia de la Unión Monetaria creó importantes desequilibrios en las balanzas de pagos que, a su vez, incrementaron fuertemente el monto de deuda intercomunitaria. Se abrió una fractura profunda entre países acreedores y deudores. La enorme dimensión de los créditos concedidos por unos y suscritos por los otros generó una situación de profunda inestabilidad financiera, proclive a devenir en recesión en cuanto cualquier elemento exterior, como ocurrió con las hipotecas subprime, hiciese de detonante (véase mi libro “La trastienda de la crisis”, en editorial Península).

Nada de esto se ha producido por el momento en la actual crisis; no tiene su origen en factores económicos, sino en decisiones políticas y administrativas adoptadas para dar respuesta a los problemas sanitarios. Hoy por hoy, no hay ninguna semejanza, a no ser que la reciente acumulación de deuda pública y un plausible diferencial de inflación entre países genere una recesión (sería otra distinta de la actual) parecida a la del 2008. Son absurdos, por tanto, los esfuerzos del Gobierno para ponerse medallas y convencernos de que la respuesta que se está dando a esta recesión es radicalmente mejor y más efectiva que la que se dio a la anterior.

En este sentido, la entrevista a la ministra de Economía en El País de 26 de septiembre pasado es sumamente ilustrativa. Sus contestaciones son de un triunfalismo infantiloide y bobalicón que causa vergüenza ajena, además de estar plagadas de contradicciones. Sin ningún pudor, afirma que España va a ser uno de los motores de crecimiento de Europa. Acepta, sin embargo, que hay países que van mucho más adelantados que España en ese camino de retornar a la situación anterior a la pandemia.

La ministra pretende justificarlo por el hecho de que venimos de una sima mucho más profunda que el resto de países. Lo cual es cierto. En 2020 nuestro PIB disminuyó el 10,8%. España se situó así a la cabeza de todos los países de la UE con la más elevada tasa negativa de actividad económica. La Eurozona en su conjunto se contrajo el 6,5%. Pero precisamente esto es lo que echa por tierra cualquier posible triunfalismo gubernamental. Hay que preguntarse  por qué el deterioro de la economía española fue mayor que el del resto de las naciones. Calviño lo atribuye a que la hostelería y el turismo, que son los sectores que más han sufrido en la pandemia, son también los que tienen más relevancia en nuestro tejido productivo. Pero, como acertadamente le indico el periodista que la entrevistaba, hay otros países como Francia, Italia, Grecia, Croacia, Chipre o Malta que tienen un sector turístico muy destacado y su desplome económico ha sido mucho menor.

El Gobierno se escuda en el desempleo, como si la evolución de este pudiera ir separada de la del PIB. La ministra de Economía se jacta de que las medidas que han tomado han impedido que las cifras de paro se disparasen como en la crisis anterior. Es el mismo argumento que ya empleó la ministra de Trabajo afirmando que en esta crisis, a pesar de producirse un descenso muy superior del PIB que en la anterior, la reducción del empleo ha sido menor. Afirmación difícil de entender, puesto que existe una correlación casi perfecta entre ambas variables.

Las medidas del Gobierno, concretamente los ERTE, no se dirigen a crear empleo. De ser así, la medida también hubiese impactado en el PIB. Los ERTE no impiden la aparición del paro, tan solo dan al fenómeno y a su cobertura un tratamiento diferente. No es el momento de juzgar la eficacia de los ERTE. Todo el mundo los bendice, lo que quizás pueda dar que sospechar. Habría que preguntarse si no hay medidas alternativas mejores. Pero, en cualquier caso, lo único que no es admisible es que se empleen para ocultar el paro. Para conocer en cada momento la verdadera tasa de desempleo se debe sumar a la oficial el número de trabajadores en ERTE. Por ejemplo, en mayo del año pasado las personas en ERTE ascendían a 3,6 millones. ¿Cuál hubiese sido el porcentaje de paro si a la cifra oficial, 3,8 millones, se le sumasen los 3,6 millones que se encontraban en ese mes en ERTE? Quizás cuando el empleo se analiza en horas trabajadas los datos comienzan a tener más sentido, el descenso en 2020 fue del 30%.

Algo parecido ocurre con la afiliación a la Seguridad Social El ministro de Inclusión, o de exclusión, ha presumido varias veces de que se habían alcanzado ya las cifras anteriores a la pandemia. Escrivá pretende engañarse o engañarnos, ofrece los datos de afiliación en términos brutos sin descontar los trabajadores en ERTE, reducción que debe hacerse puesto que estos, aunque mantienen la afiliación a la Seguridad Social, lo hacen de manera nominal y por el único motivo de que los financia el Estado. En ningún caso se puede decir que están trabajando.

La ministra de Economía tiene razón cuando en la entrevista citada asegura que la salida de esta crisis va a ser muy diferente de la anterior. Estoy de acuerdo, pero este hecho no tiene nada que ver con el buen o mal hacer del Gobierno. La recuperación va a ser distinta por el único motivo de que también lo han sido el origen y la causa. En 2008 la salida de la crisis pasaba por superar un disparatado endeudamiento privado y corregir graves desequilibrios exteriores. Sin poder depreciar la moneda su ajuste se hizo lento, muy doloroso y con tremendos sacrificios, mediante lo que se ha llamado devaluación interior. En 2020, la balanza de pagos estaba ya equilibrada y lo que generó la crisis fue la respuesta obligada a una catástrofe sanitaria. La salida en este caso depende de la gestión mejor o peor de la pandemia y de su evolución. La respuesta a la crisis es, en consecuencia, más sanitaria que económica.

El hecho de que corresponda a España el triste honor de ser entre todas las naciones de la Unión Europea la que ha alcanzado en 2020 la mayor tasa negativa del PIB tiene lógicamente su correlato en la desastrosa gestión en los primeros meses de la epidemia y en el estado de alarma que se estableció durante ese periodo y que ha terminado por ser declarado inconstitucional por el alto tribunal.

El ritmo de la recuperación económica y el momento en que se alcancen los niveles de 2019 van a depender de la depresión de la que se parte originada en 2020, y de la gestión de la epidemia en los meses posteriores, gestión en la que no queda muy bien parada la actuación del Gobierno ni siquiera en la vacunación, a pesar de que uno de sus aduladores tertulianos se esfuerce en resaltar su gran participación en ella, mediante la logística. Tarea hercúlea la de distribuir las dosis entre diecisiete Comunidades Autónomas. Si la vacunación se ha desarrollado con cierto éxito ha sido gracias a las Comunidades Autónomas y al menor rechazo que ocasiona en la opinión pública española que el que se produce en otras latitudes.

Coincido con la señora Calviño cuando en el artículo referido manifestó que hay datos que no están recogidos en el PIB. Pero los importantes no son los que ella cita, sino por ejemplo el incremento de la deuda. En la pasada crisis aprendimos que un crecimiento a crédito (como el que se produjo en tiempos de Aznar y primera legislatura de Zapatero) termina siendo extremadamente peligroso. Cuando retornemos al nivel del PIB de 2019 (seguramente en el 2023) subsistirá la hipoteca de haber incrementado el stock de deuda pública hasta el 125% del PIB, que solo sera sostenible por las compras del BCE en el mercado, a lo que seguramente habrá que añadir una situación muy deteriorada en el empleo y el fantasma de una inflación en lontananza. El panorama no es precisamente para sacar pecho y lanzar las campanas al vuelo.

Republica.com 7-10-2020



LA MESA DEL OPROBIO

CATALUÑA, PSOE Posted on Dom, octubre 24, 2021 09:35:20

Pocas cosas harán, quizá, más daño a los políticos que la hemeroteca. La simple coincidencia en televisión en forma sucesiva de dos apariciones diciendo en la segunda todo lo contrario de lo que se decía en la primera tiene un efecto demoledor. Es una pena que la hemeroteca no se use también para algunos periodistas o tertulianos. Difícilmente sus discursos actuales casarían con los de hace algunos años. Este comportamiento es especialmente llamativo en sus comentarios y posiciones respecto a Sánchez. Sería curioso contrastar sus afirmaciones de hace un quinquenio con las actuales.

Esta versatilidad ha adquirido dos formas diversas. La primera es la de aquellos que actuaban como claros detractores de Sánchez, en la época en la que siendo secretario general del PSOE se enfrentaba a los barones y al Comité Federal de su partido, y que sin embargo han pasado a ser sus fervientes defensores en la actualidad.

La segunda es más lineal y continuada, sin saltos tan bruscos. Son aquellos que en la actualidad se enfrentan a las críticas y a los miedos de que tal o cual actuación se lleve a cabo, afirmando rotundamente que Sánchez no la ha realizado y que es imposible que la realice, pero que en cuanto este la lleva a efecto la defienden entusiásticamente. En múltiples ocasiones nos cuentan que es una línea roja que el presidente del Gobierno no traspasará nunca, pero cuando la cruza, el fiel tertuliano o periodista muda de opinión y nos pretende convencer de que lo acometido es bueno y fructífero. No iba a pactar, pero pactaba; no iba a conceder, pero concedía; no iba a indultar, pero finalmente ha indultado.

Ahora hay quienes nos quieren hacer ver que la mesa de diálogo es muy positiva para solucionar lo que llaman “el problema catalán”. Intentan hacernos creer que la estrategia de Sánchez está dando resultado y que el independentismo está más débil y dividido que nunca. No estoy seguro de que el soberanismo esté extenuado y fraccionado. Siempre han estado divididos, pero a la hora de la verdad pactan y terminan entendiéndose. Ponen por encima de todo sus creencias nacionalistas y secesionistas. Esquerra Republicana, que todos los días pretende dar lecciones de izquierdas en el Congreso por medio del meteco macarra que tienen como portavoz, no pacta con los Comunes o con el PSC, sino con los herederos del  tres por ciento y del partido más reaccionario de España. Y, ante la detención de un prófugo que cobardemente dejó tirados a sus compañeros y salió corriendo en el maletero de un automovil, todos se unen, engolan la voz para exigir (no pedir, exigir) la libertad del huido.

Pero, en cualquier caso, el presunto desfallecimiento del independentismo no sería mérito del actual Gobierno. Todo lo contrario. El interés de Sanchez por mantenerse en el poder es la baza más importante que mantienen los soberanistas. Si hoy una buena parte de ellos han cambiado de estrategia no es gracias a Sánchez, sino a la toma de conciencia de que en 2017 habían fracasado en sus planteamientos y de que, hoy por hoy, estos resultan imposibles. Han descubierto que no se puede pretender la independencia cuando sus partidarios no llegan al cincuenta por ciento de los ciudadanos de Cataluña. Así mismo, percibieron que no tienen apoyo internacional suficiente y, sobre todo, han comprobado que el Estado tiene los medios necesarios para contener y repeler cualquier intento de rebelión o sedición. Entre estos instrumentos, sin duda sobresale la justicia, que ha demostrado su autonomía, que puede mantener a raya a los golpistas y trazar líneas rojas que estos no pueden traspasar.

La nueva estrategia del soberanismo pasa por afianzar sus posiciones, conseguir más medios y competencias y ganar crédito internacional, de manera que la posible intentona dentro de unos años no fracase de nuevo. Las actuaciones de la Generalitat deben dirigirse a conseguir esos objetivos y a comportarse -en lo posible y en tanto en cuanto lo permita la justicia- de manera que se cree el imaginario de que Cataluña es ya un Estado independiente y de que no tienen otro gobierno distinto del autonómico.

En este sentido el Ejecutivo de Pedro Sánchez, lejos de resquebrajar el independentismo, constituye su mejor arma. Le sirve para conseguir sus objetivos. La mesa de diálogo colabora a dar esa imagen de haber conseguido ya de facto la independencia y de que solo necesita que sea reconocida de iure. La representación es algo infantil, pero puede tener eficacia. Se comienza por la permanente negativa a participar en reuniones como una Comunidad Autónoma más, y se continúa por exigir el establecimiento de una mesa de negociación al margen de todo entramado institucional. Se trata de dar la apariencia de una negociación de igual a igual entre dos naciones representadas por sus respectivos gobiernos.

Hay quienes con toda energía proclaman que en la mesa no habrá ninguna concesión esencial. No estoy seguro de ello. Tampoco iba a haber indultos y los ha habido. Pero es que, además, la simple constitución de la mesa es ya un triunfo para el soberanismo, principalmente cuando se admiten como cuestiones a discutir la amnistía y la autodeterminación. Hay temas que no pueden ponerse a debate, sobre todo en foros que no son competentes para ello. Aceptar su negociación es asumir ya unos postulados espurios. Es curioso, pero al mismo tiempo muy grave, que parte de la opinión pública haya pasado de escandalizarse ante esa posibilidad a considerarla como normal e incluso conveniente.

De ahí toda una serie de gestos que tienen mucho de  sobreactuación, pero que, no obstante, pueden tener su utilidad para los independentistas en aras de conseguir sus objetivos, y para que, tanto en Cataluña como en el resto de España, y también en el extranjero, vaya calando un relato falso. El Gobierno ha aceptado la pantomima y ha transigido que esa mesa que llaman de diálogo se constituya como una negociación entre dos delegaciones, de poder a poder, liderada una por el presidente del Gobierno y la otra por el presidente de la Generalitat. Y ha consentido también en que la primera reunión se celebrase en Barcelona.

Sánchez hace una inclinación exagerada ante la senyera, pero Aragonés manda retirar, además de forma ostentosa, la bandera española en su rueda de prensa. Nunca he dado demasiada importancia a las banderas, pero la tienen cuando los de enfrente se  la dan y la emplean para construir un relato falso. Ocurre igual con la monarquía. Su cuestionamiento, los desplantes al rey y el intento de poner veto a su presencia en Cataluña se llevan a cabo en realidad como boicot al jefe del Estado. El hecho de no reconocerle como tal es para los soberanistas, en ese imaginario que construyen, un signo de independencia. Por eso el silencio de Sánchez ante tal situación y su decisión de no condicionar sus relaciones con la Generalitat a que cese ese comportamiento es una vez más postrarse ante los golpistas.

Se pretende dar tal importancia a la mesa que van a ser seis ministros los que participarán en ella como si no tuvieran nada más que hacer y Cataluña fuese la única Comunidad Autónoma. El actual ministro de Cultura y Deporte, antiguo líder del PSC, asume las tesis de los sediciosos cuando compara esta mesa con la que se creó en Vietnam al final de la guerra. Incluso, se supone que, de manera inconsciente, hasta el mismo presidente del Gobierno, cuando debería decir “el resto de España” habla de España como contrapuesta a Cataluña, como si esta Comunidad ya no perteneciese a España.

Aun cuando en tono un tanto chulesco los golpistas afirmen que lo único que quieren negociar es la amnistía y la autodeterminación, en la mesa se terminará acordando la transferencia de nuevas competencias y privilegios económicos que servirán para abrir una mayor brecha entre Comunidades, con la consiguiente injusticia. ¿De qué si no hablaron Sánchez y Aragonés durante dos horas? Además, se dará el contrasentido de que, por una parte, se vaya a primar precisamente a los sediciosos, con lo que se crea un incentivo para que otras Comunidades continúen por el mismo camino, y, por otra, se les va a conceder medios e instrumentos que incrementaran las posibilidades de éxito en una nueva intentona.

Lo que resulta quizás más irritante es la postura de los llamados barones del PSOE, especialmente los de aquellas Comunidades que no tienen ninguna veleidad nacionalista. Presencian impasibles cómo se va a beneficiar a una Autonomía en perjuicio de las demás. Y, lo que es peor, cómo se intenta robar a los ciudadanos de su Comunidad la soberanía sobre una parte de España. Todo lo más, hacen alguna manifestación pública, siempre comedida y limitada a la afirmación de que no se va acordar nada que perjudique al resto de los españoles, cuando saben fehacientemente que no va a ser así. El Estado de las Autonomías es un sistema de suma cero.

No, la mesa llamada de diálogo no tiene nada que ver con la utilidad pública ni con la solución del llamado problema catalán. Va a ser, lo es ya sin duda, de interés, por todo lo dicho a lo largo del artículo, para los independentistas y más en concreto para Esquerra Republicana. También, será de provecho y de mucho provecho para Sánchez a fin de mantener unido el bloque Frankenstein y permanecer de ese modo en el poder. Pero, desde luego, no es útil ni para Cataluña ni para el resto de España.

republica 30-9-2020



TRAPICHEO EN LA CONSTITUCION DEL CGPJ

APUNTES POLÍTICOS Posted on Dom, octubre 24, 2021 09:30:34

El Gobierno no pierde ocasión de arremeter contra la oposición por lo que llama bloqueo del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Lo ha convertido en una obsesión. Cada vez elevan más el tono. Con frecuencia, y alternándose, todos los ministros le reprochan su falta de sentido de Estado. Incluso, el de la Presidencia introduce un añadido, no hay en Europa una oposición como la española; y para completar la representación, el presidente del Gobierno sube el listón y les acusa de estar instalados en la insumisión constitucional. No hace falta tener una buena opinión de la oposición (incluso aunque se la valore muy negativamente) para ser consciente de la contradicción en la que cae el Gobierno y de la inmensa hipocresía que manifiesta.

Es irónico que pueda acusar a otra formación política de falta de sentido de Estado un partido que para gobernar se apoya en los que quieren romper el Estado, y calificar a alguien de insumisión quien para mantenerse en la Moncloa se echa en manos de los que se han rebelado contra la Constitución y los tribunales. Esta incoherencia y deshonestidad que presenta Sánchez tiene su razón de ser en la necesidad que tiene de controlar todas las instituciones.

Si examinamos los tres años que lleva en el poder, llegaremos a la conclusión de que pocos gobiernos, por no decir ninguno, han despreciado tanto la ley y los procedimientos como este. No es de extrañar por tanto que haya tenido tantos encontronazos con los fiscales, con el Consejo de Estado, con los tribunales, especialmente con el Supremo, y que el Constitucional les esté dando bastantes revolcones. Tan poco puede sorprendernos que, en consecuencia, pretenda por todos los medios controlar a los jueces.

El Gobierno sostiene que el Partido Popular tiene bloqueados los nombramientos porque no acepta su propuesta. Por la misma razón se podría aseverar que es el Gobierno el que los bloquea porque no admite la de la oposición. En realidad, se obstruyen mutuamente. En cualquier caso, creo que es una buena ocasión para plantear y cuestionar la forma de elección de los órganos constitucionales. El problema sobrepasa la elección del CGPJ, afecta también al Tribunal Constitucional, al Tribunal de Cuentas y al Defensor del Pueblo, y quizás a algún otro. No obstante, sí hay un aspecto que corresponde únicamente al CGPJ, es la posibilidad de que parte de sus consejeros sean elegidos por los propios jueces. Como es lógico, esta forma de designación no es aplicable al resto de organismos.

La Constitución española en el apartado 3 del artículo 122 establece que el CGPJ se compone de veinte miembros. Ocho de ellos deben ser abogados u otros juristas de reconocida competencia, elegidos cuatro de ellos por el Congreso y cuatro por el Senado por mayoría de tres quintos. Los doce restantes serán seleccionados entre magistrados y jueces de todas las categorías judiciales y por el procedimiento que establezca una ley orgánica. Aun cuando es cierto que para estos últimos consejeros la Carta Magna no dispone la forma de designación, se puede concluir que no estaba en la intención del legislador que fuese la misma que la de los otros ocho miembros, porque, de ser así, no se hubiese establecido distinción entre ambos grupos o, al menos, solo en lo relativo a su procedencia.

En 1980, durante el Gobierno de UCD, las Cortes aprueban la primera ley orgánica sobre esta materia y en ella se establece que estos doce consejeros sean elegidos por todos los jueces y magistrados en servicio activo mediante voto personal, igual, directo y secreto. No obstante, la duración de este procedimiento fue efímero porque en 1985 el PSOE en el gobierno elaboró una nueva ley orgánica en la que se cambia la elección de los doce jueces, y determina que se realice de la misma forma que dispone la Constitución para los otros ocho miembros, es decir, aquellos que provienen del colectivo de abogados y juristas de reconocido prestigio.

Desde ese momento hasta la actualidad, aun cuando haya habido pequeños cambios, los veinte miembros que componen el CGPJ son designados por las Cámaras por mayoría de dos tercios. En la práctica, esto ha llevado a que los dos partidos mayoritarios terminasen repartiéndose los puestos. Es a este peligro al que se refería el Tribunal Constitucional (TC) en su sentencia del 29 de julio de 1986 en la que -aun sin declarar inconstitucional el procedimiento, ya que no se oponía de forma directa a la letra de la Constitución- advertía de los efectos negativos que podían derivarse de su aplicación:

«Se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la norma constitucional si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en este, atiendan solo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de estos. La lógica del Estado de partidos empuja hacia actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladamente, el poder judicial… La existencia y aun la probabilidad de ese riesgo, creado por un precepto que hace posible, aunque no necesaria, una actuación contraria al espíritu de la norma constitucional, parece aconsejar su sustitución».

Hace treinta y cinco años de esta exhortación del TC, y si exceptuamos algunos retoques en 2001 y 2013, que no cambian sustancialmente el procedimiento, la ley continua sin modificarse en este aspecto, y, lo que es peor, el riesgo de que avisara el Tribunal Constitucional se ha hecho realidad a lo largo de todos estos años. Y no solo en lo referente al CGPJ, sino en general a todos los organismos cuyos miembros deben elegir las Cortes y para los que se ha establecido una mayoría cualificada.

Aunque por supuesto el prólogo de la ley de 1985 no lo indica, hay que suponer que en la mente del legislador (el PSOE contaba con doscientos dos diputados) se hallaba una cierta desconfianza ante la judicatura, y en general frente a la Administración, ya que pensaba que provenía del franquismo. A ello ayudaba el hecho de que en España durante la Transición no se aplicó ninguna depuración. Se temía, por tanto, que los altos cuerpos de la Administración patrimonializasen la función que tenían encomendada. Con el tiempo se vio que se trataba de un peligro infundado, ya que en general los empleados públicos cumplieron su cometido con total profesionalidad. Paradójicamente, al mismo tiempo, se comprobó que el riesgo estaba más bien en la apropiación que el poder político pretende hacer con frecuencia de los órganos administrativos. A menudo intenta saltarse la ley y salirse de los cauces y de los procedimientos establecidos.

Todo ello se plasma también en la Justicia. No han sido los jueces los que la han politizado, sino más bien el poder político el que ha pretendido controlar a los tribunales, aunque para ello haya tenido que contar con algunos jueces (son, no obstante, una minoría) que se prestan a ello, y que se han dejado ganar por las distintas formaciones políticas. Si hace treinta y cinco años aquel miedo podía tener alguna justificación, en la actualidad carece totalmente de racionalidad y sentido. La casi totalidad de los jueces no habían nacido o eran unos niños en tiempos del franquismo. Traer a colación hoy en día, la dictadura (aunque les encante a algunos, curiosamente a los que no lo han conocido) es un despropósito y un anacronismo. No hay por ello ninguna razón para que no se retorne a la forma de designación establecida con anterioridad a la ley de 1985.

De todas las formas en esta cuestión hay dos aspectos que conviene diferenciar. El primero es si los jueces deben participar en la designación de los miembros del CGPJ, que son jueces. Lógicamente, como ya se ha dicho, este afecta solo a este órgano. Pero el segundo y más importante, y que además atañe a la generalidad de los organismos constitucionales es evitar el peligro que señalaba el TC de interpretar y aplicar torticeramente la fórmula de los tres quintos que marca la Constitución para la designación de aquellos que tienen que serlo por las cámaras.

Si la Constitución exige esta mayoría cualificada es para evitar toda posibilidad de politización del órgano. En principio, el hecho de que cada consejero cuente con la aprobación como mínimo de tres quintas partes de los diputados o los senadores garantizaría, al ser una persona de consenso, su neutralidad e independencia, sin adscripción partidista alguna. Lo cierto es que, del modo que se ha venido aplicando desde 1985, el resultado ha sido el inverso. Tal como previó el Tribunal Constitucional, los partidos se han distribuido los puestos, nombrando cada uno de ellos a los más proclives a su formación política. La conclusión es que los elegidos son los más politizados (en el mal sentido del término) e incluso en algunos casos los más sectarios. Tan es así que se continúa hablando de consejeros conservadores y progresistas.

En un escenario político bipartidista, aunque sea imperfecto, tal como, hasta hace poco tiempo, ha estado configurado el nuestro, han sido las dos formaciones mayoritarias, PSOE y PP, las que se han venido repartiendo los consejeros, aunque a veces se le haya dado una pequeña participación al PNV y a CiU. A pesar de que el PP en ocasiones ha llevado en su programa electoral la modificación del sistema de elección para retornar al anterior a 1985, en la práctica ha seguido actuando y concurriendo con el PSOE en la fórmula del reparto.

Al romperse el bipartidismo, las nuevas formaciones políticas, Podemos, Ciudadanos, etc., han censurado reiteradamente esta forma de elegir a los jueces y a los otros consejeros de los órganos constitucionales. No obstante, parece que en cuanto se llega al poder las cosas comienzan a verse de otra manera. Podemos en el Gobierno se ha apuntado a entrar en la subasta con sus jueces afines. Ciudadanos, por el momento, ha mantenido su postura y presentó el año pasado una proposición de ley para cambiar la elección de los miembros del CGPJ y volver al sistema anterior a la ley de 1985. Proposición de ley que fue rechazada en el Parlamento por ciento setenta y cuatro votos, prácticamente los de todo el bloque Frankenstein.

Es posible que, en este momento, la solución más adecuada, teniendo en cuenta las recomendaciones de la Comisión y del Consejo de Europa, la opinión de la casi totalidad de los jueces y la experiencia, particularmente la de los últimos años, pasa por que sean los mismos jueces los que elijan a aquellos de sus doce compañeros que vayan a ser miembros del CGPJ. Pero en cualquier caso lo que es ineludible y que además afecta a todos los órganos constitucionales, es que no se adultere la forma en que se aplique la mayoría de los tres quintos en la elección de aquellos consejeros que tiene que designar el Senado o el Congreso.

Republica.com 23-9-2020



LA ELECTRICIDAD Y LOS IMPUESTOS

Uncategorised Posted on Dom, octubre 24, 2021 09:26:36

Se ha dicho siempre que cuando no se quiere solucionar un problema se crea una comisión. Los grupos parlamentarios del PSOE y de Podemos han acordado establecer una comisión parlamentaria para estudiar el precio de la energía eléctrica, con una duración prevista de seis meses. Cuán largo me lo fiais, amigo Sancho. Claro que, ¿qué son seis meses para un estadista que planifica para el año 2050?

Sobre este tema se ha dicho ya casi todo. Unas cosas ciertas, otras no tanto. Hay quien para solucionar el problema de la formidable subida de la luz en estos últimos meses propone la creación de una empresa pública. Un poco tarde. Zapatero privatizó Endesa; antes se privatizó Repsol y hoy pretendemos crear una compañía eléctrica desde cero. Se vendió Iberia y a continuación nos vamos a hacer cargo de una empresa aérea llamada Plus Ultra, sin capital, con deudas y con un solo avión, a la que llamamos estratégica. Privatizamos todos los bancos públicos y actualmente avalamos a las empresas privadas con un chiringuito llamado ICO, aceptando el criterio de solvencia que la banca proporciona sobre ellas, aunque después será el erario público el que tenga que hacerse cargo de los incobrables.

Ahora, echamos de menos las empresas públicas. Pero hoy tenemos que jugar en otro terreno, el de la globalización, las multinacionales y la Unión Europea (UE). Se dirá que otros países también juegan en ese campo y mantienen empresas públicas. Pero quizás sea porque sus gobiernos han sido más listos -o menos sectarios- y han sabido zafarse, siquiera parcialmente, de los vientos, más bien huracanes, que venían de Bruselas. Nuestros líderes han estado siempre más atentos a ser niños buenos, primeros de la clase, a tener la aprobación de las autoridades europeas que a conseguir de la UE aquello que conviene a sus ciudadanos. Ahora se ha hecho imposible la marcha atrás. Es relativamente sencillo romper huevos y hacer con ellos una tortilla, incluso se puede permanecer sin romper los huevos, pero lo que resulta totalmente quimérico es reconstruir los huevos a partir de la tortilla.

Por otra parte, no estoy nada seguro de que en este tema a otros países les vaya mejor por el hecho de tener empresas públicas, ya que en el escenario impuesto por la UE estas tienen que comportarse como las privadas, sin que los gobiernos puedan concederles beneficios especiales. Si de algo se cuida la Comisión es que no se violente la sacrosanta libre competencia con ayudas de Estado. Bien es verdad que eso es en teoría, porque las reglas se cambian cuando le conviene a Alemania. Así, en la pandemia se ha abierto la veda porque le interesa al país germánico. Café para todos, hasta el punto de bendecir una ayuda tan irracional y desastrosa como la concedida por el Gobierno español a la compañía de aviación Plus Ultra.

Pero en el caso del mercado eléctrico mayorista es distinto. Se configura de acuerdo con una directiva de la UE de manera rabiosamente liberal, en la que el precio se fija diariamente por subasta de acuerdo con el coste marginal necesario para satisfacer la demanda. Es decir, el precio que se paga a todas las centrales es único, el mayor de todos los ofrecidos, independientemente de cuál haya sido el de su oferta.

En ese mercado compiten centrales con funciones de costes muy diversas. Hay algunas, como por ejemplo las hidroeléctricas y las nucleares, con costes variables reducidos, pero con costes fijos (inversión) cuantiosos; otras, por el contrario, por ejemplo, las de ciclo combinado, tienen costes de inversión muy reducidos, pero costes variables altos. En este sistema marginalista, es lógico que las centrales oferten de acuerdo a sus costes variables. Al ser único el precio con el que se terminará vendiendo toda la electricidad, las que hayan ofertado al precio más bajo, porque lo son sus costes variables, obtendrán un margen de explotación alto, que aparentemente se puede considerar un beneficio injustificable.

Quizás sea este el motivo por el que se demoniza este procedimiento de adjudicación. Hasta Calviño, ella tan europea, lo califica de injustificable. No obstante, en principio ese margen de explotación no tiene por qué ser ilícito, puesto que puede tener como finalidad compensar los costes fijos, correspondientes al mantenimiento, a la recuperación del capital inicial, o a la sustitución futura de la inversión.

Por otra parte, no hay ninguna seguridad de que la alternativa, la de adjudicar cada clase de energía al precio al que se ha ofertado, tuviese mejores resultados, puesto que, en este caso con toda seguridad, las compañías cuyos costes variables son más reducidos, hidráulicas, atómicas, aerólicas, etc., concursarían por un precio superior a estos. Lo harían por un valor cercano al que estimasen que iba a resolverse la subasta, con el riesgo de que pudiesen quedar fuera del pool de adjudicación y por lo tanto de que el precio medio se incrementase, al tiempo que se perdería en transparencia.

En cualquier caso, el método de subasta no está en cuestión, puesto que está fijado por una directiva comunitaria y no parece que la UE esté dispuesta a cambiarlo. Bruselas también prohíbe a los gobiernos la intervención directa en los precios. Una parte de la izquierda no termina de entender que la soberanía nacional queda limitada por la pertenencia a la UE, y no digamos a la Eurozona.

Parece que hay cierta homogeneidad en aceptar que detrás de la importante elevación del precio de la energía que se está dando estos últimos meses en el mercado mayorista se encuentra, por una parte, la subida del precio del gas que impacta en el coste de las centrales de ciclo combinado y, por otra parte, el incremento que se está produciendo en la cotización de los derechos de emisión de CO2, debido al endurecimiento de la política de transición ecológica marcada por Bruselas. No hay visos de que ambos factores vayan a reducirse en los próximos años; lo más probable es que se produzca lo contrario, con lo que, descontando un mayor o menor consumo derivado de posibles cambios climáticos, no puede esperarse que los precios de las subastas del mercado mayorista vayan a  disminuir en el futuro.

Esta subida en el precio de la electricidad en el mercado mayorista está afectando a todos los países europeos, pero no de la misma forma, porque depende de la proporción en que utilizan las distintas clases de energía. Concretamente, España e Italia se encuentran a la cabeza. Esta situación sirve de ejemplo para visualizar las contradicciones en las que se mueve la Eurozona. Países con distintos precios que tienen que competir en el mismo mercado y no pueden compensar esa divergencia variando el tipo de cambio porque tienen la misma moneda.

Los gobiernos nacionales poco o nada pueden hacer con respecto al precio en el mercado mayorista. Ahora bien, en España, este representa tan solo el 30% de la factura, otro 20% obedece a los peajes en los que tampoco parece que exista mucho margen para el cambio. Pero existe otro 50% que está formado por impuestos propiamente dichos o lo que llaman cargos que, en definitiva, son una especie de impuestos, gastos que ahora pagamos los consumidores y que no tienen nada que ver con el suministro eléctrico, sino con decisiones políticas tomadas en el pasado tales como la que tomó Zapatero de conceder 9.000 millones de euros de primas a las renovables o la compensación de las tarifas extrapeninsulares. Decisiones políticas que pueden ser justificables o no, pero cuyo coste, en cualquier caso, no tiene por qué incidir sobre los consumidores de la electricidad.

La solución podría venir por transferir esos gastos o parte de los impuestos al presupuesto. La ministra de Transición Ecológica ha señalado que ello implicaría hacer recaer el gravamen sobre los contribuyentes. Es cierto porque el déficit y la deuda pública no dan más de sí. ¿Pero es que acaso los consumidores de la electricidad no son contribuyentes? La cuestión radica en elegir a qué grupos se grava y qué impuestos se utilizan.

Los que recaen sobre la factura son indirectos y de los más regresivos, con lo que puede haber alternativas en el sistema fiscal mucho más progresistas y adecuadas que compensen los ingresos que se dejen de cobrar al eliminar los impuestos sobre el consumo de la luz. Me temo que el Gobierno, sin embargo, no está demasiado dispuesto a acometer una reforma fiscal en serio. Ya la ha retrasado en varias ocasiones aduciendo que no es el momento, pero el momento no va a llegar nunca. En realidad, es difícil que la emprenda un partido que mantuvo aquello de que eliminar los impuestos era de izquierdas, que defendió un tipo único para el impuesto sobre la renta y que eliminó el gravamen sobre el patrimonio.

Incluso cuando se ve empujado a tener que dar una solución a la difícil encrucijada en la que le ha situado la subida desmedida de la energía eléctrica, solo acude tarde y parcamente a la rebaja (por otra parte, provisional) de los impuestos y cargos que gravan la factura y que, además, solo en parte serán asumidos por el presupuesto, ya que se va a crear el Fondo para la Sostenibilidad del Sistema Eléctrico, que lo único que hará en definitiva será trasladar el coste al gas y a los hidrocarburos. La medida no modificará nada sustancialmente, solo la clase de consumo sobre que la que recaerá el gravamen.

El Gobierno intenta también salir de la encrucijada culpabilizando a las eléctricas y, más concretamente, a las hidráulicas y nucleares que, como hemos dicho antes, obtienen unos beneficios que pueden parecer infundados. Teresa Ribera les ha pedido que tengan empatía. Resulta un poco ridículo demandársela a unas empresas cuya finalidad por principio es la cuenta de resultados. Claro que el Gobierno parece haber cambiado la palabra concordia por empatía. Ahora es la de moda. El ministro independiente de Inclusión, refiriéndose al SMI, también ha pedido empatía a la CEOE. Ahí nos movemos, entre la empatía y la beneficencia, palabras muy ajenas al Estado Social, que se expresa en términos de justicia.

El Gobierno, por distintos medios, proyecta imponer cargas y gravámenes extraordinarios a esta clase de centrales eléctricas, lo que tiene muy buena aceptación popular. Me temo que la medida tiene más de pantalla y teatro que de efectividad, porque sus resultados son extremadamente dudosos. Primero, desde el punto de vista jurídico. No sería la primera vez que las eléctricas derrotan al Estado en los tribunales. Segundo, desde el punto de vista económico. No se sabe cómo van a reaccionar las empresas y los mercados. Hay peligro de que el desenlace sea contrario al buscado. ¿No sería preferible que, en lugar de gravar a las sociedades con unos procedimientos de los que desconocemos sus efectos, se reformara el impuesto sobre la renta de manera que se incrementase el gravamen a los ejecutivos y accionistas de estas compañías y de paso a los similares del resto de las sociedades de acuerdo con la capacidad económica de cada uno de ellos? Pero al Gobierno una verdadera reforma fiscal le da miedo. Terminará la legislatura sin acometerla e intentara moverse con impuestos al consumo que pasan más desapercibidos.

16-9-2020



DEL ESFUERZO FISCAL A LA PROGRESIVIDAD IMPOSITIVA

HACIENDA PÚBLICA Posted on Dom, octubre 24, 2021 09:23:22

Hace casi un mes (el 12 de agosto) dedicaba este artículo semanal a mostrar cómo la variable esfuerzo fiscal, tal como se la define, no tiene ninguna consistencia y nos puede conducir a conclusiones erróneas, ya que la riqueza de los países tiene tal ponderación en la fórmula que se precisa una distancia enorme en el volumen de las recaudaciones para compensar incluso pequeñas diferencias en los niveles económicos. Tan eso es así que el índice podría servir más bien, salvo en escasas excepciones, para ordenar a los países en función de su renta.

Pero dicho esto, hay que reconocer que continúa pendiente una cuestión, la de si las naciones más ricas deben tener mayor presión fiscal que las más pobres. Desde luego, aunque la respuesta fuese afirmativa no podrían justificar la reducida presión fiscal que se da en España, porque, como se afirmaba en el artículo citado, no es que nuestro país tenga menor presión que Francia, Italia, Alemania, Holanda, etc., es que también es inferior a la de Portugal, Grecia, Polonia, Chipre, Eslovenia, Eslovaquia, países con una renta y un nivel económico muy inferiores a los de España.

Prescindiendo por un momento de nuestro país -que, contestemos lo que contestemos a la pregunta anterior, parece que se encuentra en una situación atípica-, adentrémonos en la cuestión con toda su generalidad. Creo que los que responden afirmativamente es quizás porque piensan que los bienes y servicios públicos son innecesarios, superfluos, casi bienes de lujo, y que, puestos a prescindir, podemos prescindir de ellos, dando prelación a otros muchos que por ser propios y de nuestra exclusividad nos parecen más necesarios. Es evidente que entre dos naciones con distinta renta los ciudadanos de la más pobre tendrán que estar dispuestos a renunciar, por obligación, a más bienes que los de la otra, pero tienen que ser precisamente los públicos los que se deban relegar.

En mi opinión, es más bien al contrario, cuanto más pobre sea una sociedad, más necesitará del sector público. Le será indispensable, por ejemplo, contar con una sanidad y una educación públicas. En una nación rica tal vez al menos una buena parte de la población pueda prescindir del suministro básico de estos servicios públicos, y acceder a ellos de modo privado. En un Estado pobre, el suministro privado de estos bienes estaría totalmente vedado para la práctica totalidad de la población.

Puesto que en la mayoría de las ocasiones la pobreza va ligada al desempleo, el volumen de paro probablemente dependerá en buena medida del nivel económico del país y serán aquellos Estados más deprimidos económicamente los que tendrán que hacer frente a un mayor gasto en prestaciones sociales por desempleo. Algo parecido sucede con el gasto en pensiones. En los países pobres muy pocos ciudadanos tendrán capacidad de ahorro para constituir un fondo para la vejez (lo que se suele llamar impropiamente pensiones privadas) y serán más necesarias, por tanto, las públicas, y resultará por ello imprescindible dedicarles mayor porcentaje del PIB.

Por otra parte, no solo es que cuanto más débil sea económicamente una nación, más porcentaje de su PIB precisará asignar al sector público, sino que también estará obligada a repartir la renta de manera más equitativa, lo que implica un sistema fiscal más progresivo. En la mayoría de los casos el simple incremento de la proporción entre sector público y sector privado tiene un efecto positivo sobre la progresividad, por imperfecto y liberal que sea el sistema fiscal del Estado en cuestión.

Una cosa es lo óptimo desde el punto de vista social y económico y otra muy distinta la práctica, y lo que los distintos gobiernos aplican o creen que pueden aplicar en sus países. Los intereses que subyacen suelen conducir a situaciones diferentes, a que sean los países más ricos los que tengan mayor presión fiscal. La resistencia de los ciudadanos a los impuestos es casi siempre mayor en los países con menor renta. Juega sin duda esta percepción de lo que hemos dicho al principio, que a la hora de prescindir se considera que los bienes públicos son más superfluos que los privados. Pero influye también el hecho de que se tiende a utilizar el mismo criterio para comparar la presión fiscal entre los países que el que utilizamos para comparar dentro de un país las cargas fiscales de los contribuyentes o de las regiones.

Dentro de un mismo Estado, sí está justificado el aforismo de que los que más tengan sean los que más paguen y que, además, lo hagan de una manera más que proporcional. En un Estado todos los ingresos se dedican a pagar los gastos comunes, y asimismo al pertenecer todos los contribuyentes a una misma unidad económica se supone que los beneficios y rentas de cada uno dependen del resto. La progresividad fiscal que se da a nivel personal se traslada inmediatamente a las regiones. Las regiones más ricas tendrán una presión fiscal mayor como simple consecuencia de que sus habitantes serán por término medio más ricos que el de otras regiones y estarán obligados a pagar más impuestos.

La situación es radicalmente otra cuando nos movemos entre países distintos. La recaudación de cada nación sirve únicamente para financiar sus propios gastos. No se pueden esperar ayudas de otros Estados. Al no producirse entre ellos ningún tipo de reparto, cada Estado tendrá que diseñar la suficiencia y progresividad del sistema fiscal para atender a sus necesidades sin que le sirva que otras naciones tengan una presión fiscal elevada.

Existe una excepción que distorsiona estos planteamientos: la Unión Europea. Constituye en cierta forma una integración económica, al menos en materia comercial, financiera y monetaria, pero sin que se produzca unión fiscal de ningún tipo. No hay reparto entre los países. Los fondos de cohesión, estructurales o ahora los de la recuperación son meros sucedáneos, que no modifican sustancialmente la redistribución de la renta. Cada uno de los países no puede contar con la recaudación del resto para financiar sus propias necesidades. Tendrá que contentarse exclusivamente con sus ingresos y determinar la presión fiscal adecuada que, puesto que no hay trasvase, no podrá ser muy distinta de la de otras naciones. No debería haber ninguna razón, todo lo contrario, para que las naciones más pobres tengan una presión fiscal menor que las más ricas.

Republica.com 9-9-2020



AFGANISTÁN, DE LA TRAGEDIA A LA COMEDIA

APUNTES POLÍTICOS, GLOBALIZACIÓN Posted on Sáb, septiembre 04, 2021 09:02:02

Solo faltaban el desastre y las calamidades que han rodeado en los últimos días del mes de agosto el abandono de Afganistán por la OTAN para certificar el fracaso al que normalmente han derivado las llamadas misiones humanitarias, que de humanitarias en general tienen poco. Con frecuencia producen más quebrantos, ya sean directamente o a través de lo que eufemísticamente se denomina “daños” colaterales, que los que en teoría dicen querer evitar.

Tal vez he cometido la osadía y la inconveniencia de tomar posición en contra de casi todas ellas: Afganistán, las dos invasiones de Irak, Yugoeslavia, la Primavera Árabe, etc. Concretamente, el hacerlo respecto a la Guerra del Golfo, allá por el año 90, me costó seis años de ostracismo en la Administración, hasta que Felipe González dejó de ser presidente del gobierno. Sin ser un experto en la materia, y quizás desde la ignorancia, he desconfiado del Derecho internacional, porque la ley solo puede darse en una sociedad organizada, y la internacional está muy lejos de serlo, al carecer de unas instituciones auténticamente democráticas que puedan emitirla. En la política internacional lo que prima es la voluntad del vencedor o, en todo caso, el equilibrio motivado por el miedo de los posibles contendientes.

Habrá quien afirme que al menos existe una institución democrática en el plano internacional, la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Permítanme que esboce una sonrisa. En los acuerdos de la ONU prima todo menos la democracia. Son la conjunción de todo un haz de intereses, y el resultado del esfuerzo y tesón de los distintos lobbies. Concretamente en la materia que nos ocupa, el órgano competente para legitimar o no una intervención e imponer sanciones es el Consejo de Seguridad, compuesto por 15 Estados, cinco de ellos permanentes, que además tienen derecho de veto y que son los ganadores de la Segunda Guerra Mundial: EE. UU., Reino Unido, Francia, Rusia y la República Popular China. Nada puede decidirse sin su aprobación. ¿Nos puede extrañar por tanto que sean mínimas, y desde luego las menos importantes, las intervenciones que cuentan con el apoyo de la ONU?

Para aquellos otros casos en los que están divididos los intereses en el seno del Consejo de Seguridad, se ha acuñado una nueva expresión, Comunidad Internacional, que en el ámbito occidental se ha identificado con la OTAN. En su nombre se deciden y llevan a cabo las intervenciones y, aun cuando se revistan de motivos altruistas, son principalmente los intereses de esa Comunidad Internacional los que priman y, en realidad, el bienestar de los pueblos a los que se dice querer salvar importa poco.

Por otra parte, siempre está pendiente la pregunta de hasta qué punto una nación tiene derecho a intervenir en otra para imponer contra su voluntad un cambio en su género de vida, cultura y civilización, por muy aberrante, bárbara y bestial que pueda parecerle. No hay que retrotraerse demasiado en el tiempo para encontrar en nuestra civilización judeocristiana atrocidades y comportamientos, si no iguales, sí parecidos a los que ahora nos horrorizan de otros pueblos. Baste leer con detenimiento los capítulos III al V del libro V de “Los Hermanos Karamazov” de Dostoievski, en los que Iván explica a su hermano Alioscha por qué está dispuesto a devolver el billete ante el mal del mundo. Unos cuantos siglos no suponen demasiado tiempo dentro de la historia de la humanidad. Ahora se dice que Afganistán vuelve a la Edad Media. Es una apreciación quizás inexacta, no puede retroceder porque nunca ha salido de ella; somos nosotros, los que en teoría la hemos dejado atrás, los que de vez en cuando retornamos a ella.

En cualquier caso, poco importa la pregunta acerca de si se tiene derecho o no a intervenir en otros países, porque hay una cuestión previa: ¿se puede? Parece ser que no. Cada vez que se ha intentado se ha cosechado un rotundo fracaso: Irak, las primaveras árabes, Afganistán, etc. Resulta una misión imposible exportar la democracia a toda la humanidad cuando más de dos terceras partes carecen de ella. Lógicamente, siempre actuamos de manera selectiva, pero tendríamos que reflexionar también acerca de qué mueve nuestra elección, ¿el bien de los pueblos a los que queremos intervenir o nuestros intereses y conveniencias?

Los españoles más que nadie deberíamos ser conscientes de ello porque fuimos de los primeros en sufrirlo pasivamente. La modernidad y la Ilustración venían unidas a los fusiles de los soldados franceses y aquel rey José a quien para ofenderle le pusieron el nombre de Pepe Botella, no parece que fuese tan malo; desde luego, bastante mejor que el rey felón. Los españoles optamos entonces por las cadenas, la reacción y los curas trabucaires. Me imagino la huida de nuestros liberales hacia Francia a la llegada de Fernando VII a España, de forma no muy distinta a la que lo hacen ahora los afganos que han probado la libertad.

Los españoles tuvimos que ir conquistando por nosotros mismos los diversos grados de libertad, secularidad y democracia, a base de dolor, sufrimiento, contradicciones, avances y retrocesos, y cosa curiosa, uno de esos retrocesos lo protagonizaron los mismos ejércitos que con anterioridad pretendían traernos la libertad, los Cien Mil Hijos de San Luis, dando fin al trienio liberal y comienzo a la década ominosa, diez años de terror para los liberales.

Profundizando un poco más, vemos que detrás de la OTAN y de la Comunidad Internacional lo que nos encontramos es a Estados Unidos que, a partir de la Segunda Guerra Mundial, ha mandado y dirigido casi todo en este lado del telón de acero. Han sido sus intereses los que han primado y el resto de los países hemos adoptado el papel de comparsas, porque en cierto modo también nos beneficiaba. Es un hecho que no tiene por qué tener ninguna connotación peyorativa para los americanos, pero desde luego tampoco laudatoria como algunos pretenden en los momentos actuales, afirmando que los otros países no colaboran en ningún aspecto ni siquiera en el económico.

EE. UU. tiene el papel que ha elegido tener, el de mandar, el de ser líder. Se dice que «quien paga manda». EE. UU. es el que ha impuesto siempre sus intereses, pero también el que ha asumido la mayoría de los costes. El resto de países no tienen por qué quejarse porque contribuyen en mucha menor cuantía y participan más o menos en función de sus conveniencias. Pero la expresión anterior también puede y debe enunciarse al revés, «quien manda paga», por lo que no parece lógico ese victimismo surgido al otro lado del Atlántico acerca de que las demás naciones, en concreto las europeas, no cooperan, ni tienen razón los corifeos de este otro lado cuando salen en defensa de EE. UU. afirmando que le han dejado solo y que la responsabilidad no es únicamente suya.

Quizás toda la responsabilidad no sea suya, pero en el caso de Afganistán desde luego poco le falta. Fue el Gobierno norteamericano el que decidió la intervención como acción de castigo por la monstruosidad que significo el atentado de las Torres Gemelas, que dejó sin aliento a toda la sociedad occidental, haciéndoles presente lo vulnerables que eran frente al terrorismo. Bien es verdad que EE. UU. también en esta ocasión mostró carencias de seguridad muy considerables como el hecho de que, en contraste con los rígidos controles en los vuelos internacionales, apenas existiese ninguno en los nacionales, permitiendo que, sin riesgo, los terroristas secuestrasen tres aviones y los lanzasen hacia puntos estratégicos del país.

Después de veinte años y tras la salida apresurada del territorio hay que reconocer que la operación ha constituido un solemne fracaso. Siendo numerosas las muertes que ocasionó el derrumbe de las Torres Gemelas, muchas más han sido las originadas por la invasión y posterior ocupación durante estos veinte años. Ni siquiera ha servido para erradicar el terrorismo islámico, que ha continuado cometiendo atentados a lo largo de este tiempo, tal como lo hemos vivido en nuestras carnes los españoles y como se ha certificado tétricamente en el aeropuerto de Kabul estos últimos días.

Ha sido el Gobierno americano el que ha decidido el abandono del país, dejándolo en peor situación de la que se lo había encontrado, demostrando así que el bienestar del pueblo afgano no constituía ningún objetivo y, si lo era, aunque fuera en una pequeña proporción, su consecución ha representado un rotundo fiasco. Las imágenes del aeropuerto de Kabul de estos días son tan solo la punta del iceberg de la desolación y del terror en que va a quedar sumido todo el país tras la marcha de los soldados americanos. La ironía es que a la intervención de hace veinte años se la denominó «libertad duradera».

Desde luego de lo que sí es responsable EE. UU., y más concretamente la Administración Biden, es de la improvisación y del desorden con que se ha llevado a cabo la evacuación. Cuando uno piensa abandonar un país después de dos décadas de ocupación lo menos que se le puede exigir es una cierta planificación, tanto más cuanto que es consciente de que tiene que sacar del territorio a miles y miles de habitantes que, si no, van a ser masacrados.

El que no es responsable de nada o de casi nada es Pedro Sánchez. Desde luego, no de la intervención. Entonces debía de estar jugando a las canicas, o al baloncesto. Por mucho que se empeñe, tampoco ha tenido nada que ver en la decisión de salir de Afganistán, a no ser que en confianza Biden se lo susurrase al oído en ese paseíllo tan animado que mantuvieron en la sede de la OTAN en Bruselas. La prueba de que no intervino para nada es que le pilló de vacaciones y solo reaccionó varios días más tarde, y mucho después de que lo hiciese la mayoría de los mandatarios internacionales.

De lo único que es responsable es de pretender sustituir la tragedia por la comedia. Como hace casi siempre, montó una representación de ópera bufa, con él en el centro del escenario, trayendo como teloneros a la presidenta de la Comisión, al presidente del Consejo y al alto representante de Sánchez en la Unión Europea. Y es que el presidente del Gobierno le ha tomado gustillo a eso de traerse a las autoridades europeas a nuestro país para que legitimen sus actuaciones de gobierno ante los españoles, prueba de que no está seguro de ellas y de que no quiere ir al Congreso a dar cuentas y a discutirlas. Este mismo número ya lo montó con los fondos europeos de recuperación.

En el acto, presentado a manera de un acontecimiento planetario, se exhibió el campamento instalado en Torrejón de Ardoz, como un centro estratégico de operaciones, para traer a los refugiados de toda Europa y distribuirlos más tarde por los distintos países miembros. El planteamiento no podía por menos que extrañar, cuando ya entonces se calculaba que los refugiados que como mínimo había que sacar de Afganistán eran 100.000 y la capacidad del campamento, de 800. La comparación con el numerito montado con los pasajeros del Aquarius surgía de forma inmediata.

La impostura se deshizo como un azucarillo poco después cuando apareció Biden en televisión dando las gracias nominativamente a veintiocho países por su colaboración en el desalojo, sin la más mínima mención a España.  El ridículo era tan colosal, que teniendo en cuenta que EE. UU. necesitaba las bases norteamericanas de Rota y Morón como enclave intermedio de los refugiados hacia EE. UU. se preparó de urgencia una conversación telefónica entre los dos presidentes, conversación tanto tiempo esperada durante estos siete meses que lleva Biden en la Casa Blanca.

El papel discreto y modesto que nos correspondía en la evacuación quedaba patente cuando nuestra capacidad de traer refugiados quedaba condicionada, como en todos los demás países, por el número de vuelos (tres al día) que el ejército americano nos permitió en ese reparto por naciones que se vio obligado a organizar.

Pero, aunque sea aburrido, permítanme que les recuerde algunas cifras que expresan mejor que nada el papel humilde, propio de nuestro tamaño que en esta tragedia -que no comedia- nos ha correspondido. España ha sacado de Afganistán 2.200 pasajeros; EEUU, 105.000; Qatar, 40.000; Reino Unido, 13.146; Alemania, 5.347; Italia, 4.900; Albania, 4.000; Canadá, 3.700; Francia y Países Bajos, 2.500 cada uno; Turquía, 1.750; Bélgica, 1.400. Y así sucesivamente: Suecia, Noruega, Dinamarca, Polonia, etc., etc.

Estoy seguro de que, en ese papel modesto y discreto, nuestros soldados, el personal de la embajada y toda suerte de colaboradores se habrán comportado con dignidad, en ocasiones con heroísmo. Tal vez con la misma dignidad y heroísmo con los que ha actuado frente a la tragedia humana el personal del resto de los países que han intervenido. Pero, dicho esto, no creo que ningún gobierno de los implicados pueda gritar misión cumplida, ni pretender recibir alabanzas de una retirada tan bochornosa que deja atrás dolor, sufrimiento y hasta cierto punto traición. Lo mejor a lo que pueden aspirar es a que se diga que no han tenido nada que ver o muy poco en el asunto.

Sánchez no tiene derecho, y se está acostumbrando a ello, a utilizar el dolor y el sufrimiento de la poblacion para colocarse medallas que no le corresponden o para zafarse de su obligación de comparecer en el Parlamento. Ante cualquier crítica, azuza a sus ministros para que acusen a la oposición de no tener sentido de Estado. A Margarita Robles ese reproche no se le cae de la boca, lo que no deja de ser una desfachatez y una hipocresía en una ministra que lo es desde hace tres años gracias al apoyo de los enemigos del Estado y de aquellos que proyectan permanentemente romperlo y destruirlo. ¿Qué sentido de Estado puede tener?

Sánchez, de forma solemne, proclamaba que sentía orgullo de país; supongo que en su megalomanía se identifica con España. Pero es que ningún país que haya participado -y cuanto más haya participado, menos- se puede sentir orgulloso de tal bochorno. Orgullo solo los servidores públicos que hayan ayudado a minimizar la angustia y la desolación causadas por una operación triste y deshonrosa. No se entiende la postura de los medios de comunicación que se tragan el teatro gubernamental y lo transmiten sin objeción alguna. 

republica.com 2-9-2021



EL ESCUDO SOCIAL

ECONOMÍA DEL BIENESTAR Posted on Sáb, septiembre 04, 2021 08:54:15

Hay que reconocer que el sanchismo es experto en crear mitos vacíos de contenido, pero que sirven a la perfección para influir en los ciudadanos, transmitiéndoles aquellas imágenes que le interesan al gobierno, aunque no se adecuen a la realidad. Hace ya algunos días, Pedro Sánchez, tal como le gusta actuar, en su función propagandística, anunció que el escudo social se prorrogaba hasta octubre. El nombre es rimbombante, enfático. Pero por eso mismo causa extrañeza que se hable de prolongar. Uno tendería a creer que un escudo, un verdadero escudo social, debería tener un carácter de permanencia.

Pero es que, además, cuando uno se acerca a ver el contenido de eso que Sánchez llama escudo llega al convencimiento de que se queda como mucho en un mantelete deformado y reducido. El auténtico escudo social lo diseña la Constitución al definir a nuestro Estado como social, contrapuesto al liberal. Nuestra Carta Magna, ella sí, establece un marco para intentar no dejar a nadie atrás, otra cosa es que se cumpla) y por eso constituye una sanidad y una educación públicas que aseguren, si no por completo, sí parcialmente, la igualdad de oportunidades. De la misma forma instaura una serie de derechos sociales, que lo son frente a la sociedad y al Estado y no frente a las personas individuales. Son los poderes públicos los encargados de garantizarlos y al erario público le corresponde financiarlos.

Pero más alla de todo eso, la Constitución establece como principal baluarte frente a la indigencia social el derecho a un puesto de trabajo y la obligación a los gobiernos de practicar una política de pleno empleo. Bien es verdad que con la globalización e instituciones como la de la Unión Monetaria, lograr el pleno empleo, desaparece a menudo del abanico de posibilidades que tienen a su alcance las autoridades de los distintos países. Deben entrar, por tanto, en funcionamiento las previsiones que el Estado social establece cuando por distintos motivos no es posible tener un puesto de trabajo. Es necesario potenciar y ampliar las prestaciones sociales ligadas al paro y a las que de alguna forma se encuentran asociadas a ellas, las pensiones, puesto que a determinada edad es precisa o al menos conveniente la salida del mercado laboral. No se debe olvidar, sin embargo, que seguramente la mejor política social es la creación de puestos de trabajo dignos.

El escudo social del que habla el Gobierno tiene muy poco de escudo y me atrevería a decir que tampoco de social. Es un puro simulacro, un artificio con el que ocultar los defectos de la política social aplicada y con el que disimular el hecho de que se ha abandonado a su suerte a amplias capas de población. Todo se reduce a prohibir los desahucios y el corte de suministros esenciales a las familias vulnerables. La pregunta surge de inmediato: ¿no sería preferible que el Estado se comprometiese a que no existiesen familias vulnerables o al menos que una vez detectada su existencia por encontrarse en las situaciones extremas anteriores fuese el erario público el que tendiese a solucionar el problema y no hacer recaer sobre terceros y de forma arbitraria el coste de la protección social? Resulta irónico escuchar esa coletilla de si «no existe alternativa habitacional», como si este hecho dependiese del juez o del propietario de la vivienda, y no de los poderes públicos.

Lo que llama escudo social el gobierno sanchista cubre una pequeñísima parte de las contingencias sociales, y además de forma impropia. Tan es así que incluso puede terminar siendo contraproducente. Es el erario público con todos sus impuestos el que tiene que subvenir a cubrir las necesidades de las capas de la población más vulnerables. Cuando un gobierno cambia las reglas del juego y hace que sean terceros los que de buenas a primeras y de forma aleatoria, sin ninguna lógica, deban asumir el coste, se resiente no solo la equidad, sino también la seguridad jurídica, con efectos bastante negativos. Nos encontramos más cerca de las repúblicas populistas de América Latina que de un Estado social, democrático y de derecho de la Europa Occidental. En realidad, un gobierno que obra así está mostrando su incompetencia para desarrollar el Estado social y su debilidad para aplicar una política fiscal que genere los recursos necesarios para cumplir la Constitución en materia social.

Además, en el caso que nos ocupa -como en todos los demás en los que se pretende forzar las leyes del mercado- el tiro puede salir por la culata, y precisamente perjudicara aquellos que teóricamente se pretende beneficiar. Si los arrendadores ven que se les quita, o al menos que existe el riesgo de que por h o por b se les prive de la única arma que tienen frente al arrendatario, que es el desahucio, y que esto se produce principalmente respecto a las familias que se califican de vulnerables, la reacción de muchos de ellos será seleccionar cuidadosamente a los inquilinos y excluir a todos aquellos sobre los que tengan la menor sospecha de que un día se pueden declarar insolventes y presentar ingentes obstáculos para el desalojo. Trabajadores precarios, quizás emigrantes, con muchas cargas familiares, con numerosos hijos, etc., se verán excluidos del mercado porque casi ningún arrendador estará dispuesto a alquilarles un piso.

Nadie puede quedarse impasible ante los dramas sociales que se presentan a menudo en ciertos desahucios, pero el problema de la pobreza de algunas familias que las incapacita para el mantenimiento de una vivienda digna no debe recaer sobre las personas y sociedades privadas, sino que debe asumirlas el Estado. Incluso hacerse cargo de ellas a tiempo y no esperar a que la indigencia se presente de forma tan dramática. Además, la vivienda o ciertos suministros son sin duda necesidades esenciales, pero no son las únicas ni a las que se reduce la carencia de las familias. La actuación de los poderes públicos debe adoptar una forma más generalizada de ayudas, dotar de medios a las familias vulnerables, proveerlas de los recursos precisos y que sean ellas las que escojan su distribución entre sus múltiples necesidades.

Si la pobreza va unida en la mayoría de los casos a una situación de paro, el escudo social debería centrase en establecer una prestación por desempleo adecuada que se aplicase tan pronto se produjese el despido, se hubiese cotizado o no, y que se mantuviese todo el tiempo necesario hasta que se encontrase un nuevo empleo. Tanto las prestaciones por desempleo como las pensiones por jubilación son herederas del sistema de seguridad social de tiempos de la dictadura, basado en cotizaciones y carente de generalidad. En cierta forma tienen una orientación preconstitucional. La Carta Magna, sin embargo, los configura como derechos sociales con un carácter de universalidad y de ninguna manera condicionados a la existencia de cotizaciones.

La prestación por desempleo en España está muy lejos de constituir un verdadero escudo social con la amplitud debida y a ello tendría que haberse dedicado este Gobierno si fuese verdaderamente progresista al tiempo que abandonaba la política de parches que solucionan poco e incluso a veces empeoran la situación. En junio de este año la cobertura de la prestación por desempleo alcanza, según datos del CEPES, el 58,1%. Es decir, que casi el 50% de los parados no cobran prestación alguna.

Pero la situación es bastante peor si estudiamos con cierto detenimiento las cifras. En el denominador no se engloba a todo el paro registrado, ya que se excluyen aquellos que solicitan empleo por primera vez. Si los considerásemos, la tasa de cobertura se reduciría aproximadamente en un 10%. Además, el numerador comprende a todos los beneficiarios ya sean los del nivel contributivo o los del asistencial, incluyéndose dentro de este toda una tipología de lo más diversa de perceptores de subsidios. Desde hace ya tiempo, dada la precariedad del mercado laboral y la movilidad en los puestos de trabajo, pocos son los parados que cumplen los requisitos exigidos para situarse en el nivel contributivo, por lo que el número de beneficiarios del régimen asistencial sobrepasa ya la mitad del total. Sin embargo, el gasto en este nivel es poco más de la tercera parte del que se aplica en el régimen contributivo, lo que indica que por término medio las prestaciones del nivel asistencial –llámese como se llame el subsidio -alcanzan la tercera parte que las del régimen contributivo.

De lo anterior se puede concluir que escasamente el 25% de los parados está cobrando una prestación más o menos adecuada. El resto hasta llegar al 50 o 58% perciben un subsidio de una cuantía muy reducida, que ya no es que no les dé para pagar el alquiler o el suministro de electricidad, es que no les permite vivir. Más allá, hasta el 100%, más del 40% de los parados, están totalmente desprotegidos, a expensas de la caridad privada, de los llamados comedores del hambre, o de algún que otro subsidio de las Comunidades Autónomas.

Este estado de pobreza es el que prometía arreglar el ministro independiente poniendo orden además en las rentas básicas-sea cual sea su denominación- de las Comunidades Autónomas. La montaña parió un ratón. Se elaboró un subsidio al que se ha llamado “ingreso mínimo vital”, de una complejidad tal que es un infierno su aplicación, y su control, casi imposible. La conclusión es que no van a estar todos los que son, ni serán todos los que deban estar, y a pesar de eso va llegar a un número muy reducido de necesitados. Por otra parte lejos de armonizar las ayudas de las distintas Comunidades Autónomas, se va a fraccionar incluso la estatal para dar su parte al País Vasco. En fin, un engendro.

Si el Gobierno quiere establecer de verdad un escudo social tiene campo para hacerlo. No obstante, deberá huir de las ocurrencias y de los parches que solo sirven para dar a entender que se hace algo, ocultando la inoperancia. Deberá ir al centro del problema, y modificar sustancialmente la prestación por desempleo. Claro que para eso hace falta dinero, una reforma fiscal en profundidad, y de eso huye el Gobierno como de la peste. Como mucho, mareará la perdiz con el comité de expertos y con algunos cambios anodinos.

No quiero terminar el articulo sin referirme a un tema que parece menor, pero proporciona un claro ejemplo de la impudicia de este Gobierno a la hora de falsear las cifras. Cuando se contempla la serie de la cobertura de desempleo que ha publicado el Ministerio de Trabajo, hay por fuerza que sorprenderse. Abril, mayo y junio de 2020 presentan los siguientes datos: 127,2%; 134,8% y 109,2%, respectivamente. ¡Oh, maravilla, oh, milagro! El número de beneficiarios por desempleo era superior al de parados. Habrá habido, incluso, algún ministro tentado de gritar ¡datos históricos, jamás en la historia, la cobertura de la prestación por desempleo ha sido tan alta!

La trampa es muy burda, pero por lo mismo tanto o más impúdica. No cuenta como parados a los trabajadores en ERTE, para que no se incremente la tasa de desempleo; sin embargo, sí se consideran las prestaciones a estos trabajadores en el número de beneficiarios. Está en la misma línea de enmascaramiento simplón ejecutado por la ministra de Trabajo cuando se jactaba tiempo atrás de que en esta crisis, a pesar de producirse un descenso muy superior del PIB que en la anterior, la reducción del empleo ha sido mucho menor. En mayo del año pasado el número oficial de personas en paro ascendía a 3,8 millones. ¿Cuál hubiera sido el dato real si a esta cifra se le hubiesen sumado los 3,6 millones que se encontraban en ERTE?

republica.com 26-8-2021.



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