Las noticias se desplazan unas a otras con gran rapidez. Hace algunas semanas toda la actualidad giraba alrededor de las elecciones de Castilla y León, en especial todo el mundo se posicionaba acerca del gobierno que se debía o no se debía formar. Esta información quedó temporalmente sustituida por la crisis del PP que, a su vez, pasó a un segundo término por la guerra de Ucrania. Pero aparezca o no en la primera página, la cuestión está ahí y continúan las mismas falacias con las que se ha querido plantear el problema en todas las circunstancias; desde luego, así fue en Andalucía en diciembre de 2018, cuando se pretendía deslegitimar la victoria del PP y cualquier acuerdo con Vox.

Creo que no es preciso afirmar que ideológicamente estoy en las antípodas de esta formación política. Es más, personalmente sus líderes no me caen especialmente simpáticos, derrochan chulería; pero eso no es razón suficiente para distorsionar la verdad, asumir sofismas o prestar sumisión incondicional a aquellos que consideramos más cerca de nuestras posiciones. En política no vale todo. En realidad, será difícil decir algo nuevo de lo que mantuve con ocasión de las elecciones andaluzas, en los artículos del 12-12-2018 y del 17-1-2019, escritos en estas páginas digitales. Pero, dado que estos días se va a constituir el nuevo gobierno y que se reiteran las mismas falacias, será preciso repetir también los argumentos tendentes a desmantelarlas.

Los resultados obtenidos en Castilla y León solo señalaban dos posibles soluciones. La primera era el entendimiento entre dos partidos mayoritarios, la gran coalición, fórmula que resulta prácticamente imposible (no solo aquí, sino en cualquier otra Autonomía, y no digamos en el Gobierno central), después de que Sánchez escogiese rechazar radicalmente la invitación de Rajoy y optar por el acuerdo con golpistas y herederos de terroristas, razón por la que fue despojado del cargo de secretario general por el Comité Federal de su partido. Su vuelta, al triunfar en unas segundas primarias, produjo una transformación radical del PSOE, pero también de todo el espectro constitucional de España.

La segunda solución, concretamente en Castilla y León, sólo puede provenir de la alianza de las fuerzas a la derecha del PSOE; de manera que trazar un cordón sanitario alrededor de Vox es, amén de injusto y poco democrático, condenar a los ciudadanos castellano-leoneses a unas nuevas elecciones hasta que el PSOE y sus acólitos consiguieran sacar mayoría suficiente.

Pero es que, además, ¿qué sucede con Vox ?, ¿cuál es la razón para que se le tenga que considerar un partido apestado? Todo es un cúmulo de despropósitos. Reprocharle que sea la extrema derecha carece de todo sentido, porque si el arco político se ordena de izquierda a derecha (aunque esta taxonomía cada vez tiene menos consistencia), alguna formación tiene que ocupar el extremo derecho como otra tiene que ocupar el extremo izquierdo. Tal hecho no puede tener ninguna connotación ni negativa ni positiva. Por otra parte, en esa ordenación nunca se tiene en cuenta a los nacionalistas. Durante mucho tiempo he venido reiterando que CiU era el partido más conservador de España.

Tampoco tiene sentido tildar a Vox de formación anti constitucional. El simple hecho de no estar de acuerdo con algunos aspectos de la Carta Magna, por muy importantes que se estimen estos, no es razón para considerar a alguien acreedor a este improperio, siempre que cualquier cambio que plantee sea por la vía legal y siguiendo los procedimientos previstos en la propia Constitución.

El calificativo de anti constitucional debería reservarse para aquellas formaciones que quieren romper la Carta Magna, por la fuerza o al menos por mecanismos ilegales. En ese sentido, sin duda son los independentistas catalanes los que merecerían esa denominación, no tanto por independentistas como por golpistas y por comportarse todos los días como si el golpe hubiera triunfado. De momento, Vox no ha intentado dar ningún golpe de Estado, ni se ha caracterizado por emplear la violencia. Hay que decir más bien que a menudo la ha sufrido.

Se puede estar de acuerdo o en contra de sus planteamientos, pero no parece que ninguno de ellos ataque de forma clara la Constitución. Critican, sí, el Estado de las Autonomías, pero somos muchos los españoles que hasta cierto punto opinamos lo mismo. Incluso desde mucho antes de que existiese Vox. El hecho de considerar que fue un error establecerlo no implica que se piense que es posible modificar -por lo menos a corto y a medio plazo- la estructura territorial establecida en la Constitución. Hay demasiados intereses políticos en juego. Otra cosa es intentar que el proceso de centrifugación se modere o incluso que en algunos aspectos pueda invertirse.

Nadie puede pretender que en asuntos tales como los del feminismo, en los de memoria histórica o democrática, en los de  LGTBI, en los ecológicos o en los derivados de la emigración no quepa ninguna discusión o discrepancia. Todos estos temas no pueden configurarse como un dogma inamovible e incuestionable. La discusión está instalada en la propia sociedad y prohibirla por decreto sería asumir lo que se ha llamado con razón la dictadura de lo políticamente correcto, con efectos negativos para la democracia, pero también para la cohesión social. En otros tiempos decíamos eso de que “dictaduras, ni las del proletariado”. Cercenar las salidas naturales suele conducir a distorsiones y posibles conflictos. No deja de ser paradójico que el cisma se haya situado dentro del ámbito del propio campo del feminismo. A favor o en contra de la teoría queer.

Sin duda, hay temas a mi entender mucho más reprochables en el ideario de Vox: su fundamentalismo religioso y su postura regresiva en materia fiscal. Pero, paradójicamente, son esos temas los que menos separan a Vox del PP, e incluso, si se me apura, del PSOE. Si el fundamentalismo de uno o de otro signo fuese un obstáculo para actuar en política, pocos serían los partidos que permanecerían en la cancha. Y qué decir en cuanto a los impuestos. A lo largo de estos más de treinta años los gobiernos del PP y del PSOE han competido para ver quiénes aprobaban las medidas más regresivas en materia fiscal. No fue Vox el partido que suprimió el impuesto de patrimonio o defendió el tipo único sobre el de la renta, o fraccionó la tarifa del IRPF.

Resulta curioso escuchar a los sanchistas referirse a Vox como si  hubiese surgido de la nada o caído del cielo –bueno, más bien del infierno-, una formación política totalmente nueva. Este relato, como casi todos los de Sánchez, no se adecua a la realidad y está construido artificialmente según sus conveniencias. Vox, como ninguna otra formación política, surge de una escisión, la que experimenta el PP. Los que hoy están fuera, ayer estaban dentro, y para bien o para mal, las ideas que ahora mantienen no son muy distintas de las que defendían anteriormente. ¿A qué viene entonces santiguarse o rasgarse las vestiduras?

Quizás simplemente se han radicalizado. Por una parte, es la respuesta al cambio sufrido por los nacionalistas transmutándose en independentistas golpistas y a lo que consideran respuestas endebles de los partidos nacionales; y, por otra, la reacción quizás desorbitada y en cierta forma defensiva a los intentos de imposición dictatorial de lo políticamente correcto. Nadie puede escandalizarse por los posibles pactos entre el PP y Vox. Entran dentro de la lógica y no implican ninguna unión espuria. Todo lo contrario, sin embargo, ocurre con el Gobierno Frankenstein. La alianza del PSOE con los golpistas catalanes o con los independentistas vascos constituye un amancebamiento contra natura. Así lo entendió el núcleo duro del PSOE, el Comité Federal, obligando a dimitir a Sánchez en 2016 de la Secretaría General.

Sean cuales sean los reproches que puedan dedicarse a Vox, no es precisamente Sánchez quien esté legitimado para realizarlos. Con qué cinismo puede hablar de xenofobia cuando en la noche de los cuchillos largos, a las puertas de Ferraz, era Quim Torra el que, entre la multitud, le aclamaba como héroe en contra de toda la nomenclatura socialista.

Y cómo puede intentar descalificar a Abascal relacionándole con Putin, si en España parece ser que los únicos que se han ayuntado con el mandatario ruso han sido los golpistas catalanes, los mismos que han llevado al gobierno a Sánchez. Y en Europa, para vergüenza de todos, la guerra ha hecho saltar como las ratas de un barco a los ex primeros ministros de múltiples países, recorriendo todas las ideologías, que han debido dimitir de los consejos de administración y de los puestos de alta dirección de las principales multinacionales rusas. A la cabeza de todos ellos, Schröder, el gran amigo personal y lobista del mandatario ruso, insertado, entre otros puestos, en la estructura directiva de Gazprom. Parece que hasta ahora se negaba a dimitir. Schröder no proviene precisamente de Vox, ni siquiera de ninguno de los partidos europeos con los que Sánchez acostumbra a emparentar a esta formación política, sino del SPD, de la familia socialdemócrata de la que últimamente el presidente español hace gala. Fue el canciller que precedió a Merkel.

Cuando algún periodista pone a Sánchez ante la contradicción (pocos, porque él sólo habla a los medios de comunicación amigos) de que se atreve a recriminar al PP sus pactos con Vox, cuando sus alianzas para mantenerse en el gobierno son mucho peores, la contestación de Sánchez consiste en señalar a Europa. Es una forma de echar balones fuera. Pretende dar la imagen de que la Unión Europea es un todo monolítico. Nada menos real.

La UE es plural en los países y las diferencias se mantienen dentro de las grandes familias. Cada partido político nacional tiene sus intereses y sus conveniencias. No es verdad que exista unanimidad a la hora de boicotear a eso que llaman ultraderecha que, además, también es distinta en cada Estado. En los gobiernos regionales se ha llegado en muchas ocasiones a pactos e incluso esas alianzas se han alcanzado a nivel nacional. Sánchez cita a menudo a Salvini. Debía recordar que Salvini fue ministro del Interior del Gobierno italiano.

Nuestros políticos son proclives a escudarse en Europa o a ir a trapichear a Bruselas para que les ayuden en sus luchas nacionales partidistas. Sánchez se valió de su condición de presidente de gobierno para malmeter con Macron en contra de Ciudadanos a efectos de conseguir que esta formación política no participase en gobiernos regionales con el PP, si necesitaban los votos de Vox. Parece ser que Casado, quizás llevado por cierto resentimiento, ha conspirado en el partido popular europeo en contra de un posible acuerdo de PP y Vox en Castilla y León, azuzando a un personaje un tanto estrambótico, Donald Tusk, que ya tuvo una intervención tendenciosa y estrafalaria con ocasión del procés. Y ahora ha repetido la incongruencia de meterse donde nadie le ha llamado, como si no tuviesen suficientes problemas en Polonia.

Los datos en Castilla y León no han dejado mucho lugar para las dudas. Como se suele decir, el pueblo ha hablado. La derrota del PSOE, y en general de lo que llaman la izquierda, es muy clara y significativa. El Gobierno ha intentado ocultarlo detrás de ese discurso un tanto ficticio de anatematizar a Vox. Es evidente que muchos castellano-leoneses no han tenido reparo alguno en votar a esa formación política. La táctica del miedo no ha dado buenos resultados, como no los dio el doberman con Aznar. Yo, en su lugar, me preguntaría por la causa de la derrota y en especial si no se pueden repetir los resultados en otras Comunidades Autónomas, todas aquellas en las que no cuenta con partidos nacionalistas o regionalistas, que puedan sacarle las castañas del fuego.  Es más, yo me cuestionaría si no es precisamente el maridaje con estas formaciones una de las principales causas de que pierdan apoyo electoral en las otras regiones.

republica 24-3-2022