El Gobierno sanchista nos tiene acostumbrados a que diga digo donde dijo Diego. Las mentiras, los trabalenguas, las añagazas, los enredos, los globos sonda, sirven para crear ese escenario de confusión que puede resultar imprescindible para perpetuarse en el poder. Nada es verdad, ni mentira; nada es bueno o malo, solo útil o contraproducente para sus intereses. Esa es la máxima del sanchismo y esa la versatilidad que suele afectar a todos los temas. Hay uno, sin embargo, que últimamente sobresale de los demás, el de las pensiones. Los mentidos y desmentidos, los galimatías, los embrollos, etc., constituyen el reino del ministro Escrivá.
En realidad, no sabemos aún cómo va a quedar la reforma. Lo que sí conocemos a ciencia cierta es que se ha elegido una vez más el camino erróneo, el de la separación de fuentes, lo que implica que las pensiones deben financiarse exclusivamente con las cotizaciones sociales. Va a permanecer la escisión entre Seguridad Social y Estado. En estas coordenadas, toda solución es provisional y un poco mentirosa. La amenaza continuará estando presente siempre.
Este modelo de seguridad social remite al franquismo. Estaba orientado a solucionar las contingencias que pudieran tener los trabajadores: jubilación, enfermedad (se llamaba seguro de enfermedad), etc., mediante las aportaciones mensuales (cotizaciones) que estaban obligados a realizar patronos y trabajadores.
El modelo que surge de la Constitución es otro diferente. Las prestaciones son derechos del ciudadano ante determinadas contingencias y son los poderes públicos los encargados de solucionarlas mediante prestaciones adecuadas (y, en el caso de las pensiones, periódicamente actualizables), utilizando todo su potencial económico, es decir, todos sus ingresos. Las cotizaciones sociales pasan a ser un impuesto más. La separación del presupuesto del Estado y el de la Seguridad Social no se configura ni debe configurarse como algo sustancial, sino que tiene como finalidad la simple operatividad (heredada de otras épocas) contable y administrativa.
La sanidad tuvo más suerte que las pensiones y logró escapar del Pacto de Toledo; se traspasó al presupuesto del Estado y de este se transfirió a las Comunidades Autónomas, por lo que su coste, a partir de ese momento, fue asumido por el Estado y englobado dentro de la financiación de las Autonomías. Se desligó, por tanto, de las cotizaciones sociales, y de todas las eventualidades que acechan a esta forma de ingreso. Nadie se pregunta hoy, al menos por ahora, si la sanidad va a ser viable en el futuro. Si dentro del gasto social las pensiones están sufriendo una ofensiva mucho más acentuada es porque está dentro de la Seguridad Social y esta se mantiene separada del Estado.
Escrivá, en su reforma, plantea, según parece, pasar al presupuesto del Estado todos aquellos que llaman “gastos no propios”, es decir, todas las prestaciones que perciben los ciudadanos sin que estén unidos a su condición de cotizante. En principio, esta medida podría considerarse positiva puesto que aligera de cargas al presupuesto de la Seguridad Social. Pero deja intacto el problema de fondo. Mantiene la separación una vez más entre Estado y Seguridad Social como compartimentos estancos. No haría falta el traspaso de estos gastos si en el presupuesto de la Seguridad Social apareciese como un ingreso normal y corriente la aportación del Estado, en lugar de considerarla un préstamo tal como se hace en la actualidad.
El Gobierno ha optado por presentar la reforma por píldoras para que nos sea más soportable. Coloca en primera instancia las medidas más apacibles, incluso atrayentes. La primera ha sido la promesa de actualizar todos los años las cuantías de las pensiones en vigor por el IPC. Llamemos a las cosas por su nombre, en ningún momento se trata de subir las pensiones, sino de no bajarlas, manteniendo constante su importe en términos reales. Por otra parte, ya en 1995 con el Pacto de Toledo todos los partidos se comprometieron a esta actualización y así se aplicó en los años posteriores, hasta que Zapatero en 2010, en plena crisis financiera, rompió la norma y congeló las prestaciones. Más tarde, la reforma de Rajoy estipulaba una fórmula de revalorización prácticamente desligada del IPC y que implicaba, según fuese la inflación, pérdidas importantes de poder adquisitivo para los pensionistas.
El Gobierno de Sánchez ha presentado la medida que ahora se aprueba de forma triunfalista, tal como es su costumbre y asegura que garantiza para siempre, la revalorización de las pensiones, lo que resulta una ingenuidad, o pura propaganda porque una ley se modifica con otra ley, como lo prueba el hecho de que Zapatero congeló las pensiones y de que ha habido años en que para bien de los pensionistas la fórmula de Rajoy no se ha aplicado. Lo que ahora se aprueba no constituye ninguna garantía de que cuando existan dificultades el gobierno de turno no modifique esta medida en la ley de presupuestos del año correspondiente. La seguridad tiene que venir de otra parte, de liberar a las pensiones de la trampa de tener que ser financiadas en exclusiva mediante las cotizaciones sociales.
La actualización anual de las prestaciones se configura como el objetivo predilecto de la ofensiva del neoliberalismo económico contra el sistema público de pensiones. Especialmente cuando la inflación es notable, arguyen que significa una carga muy gravosa para el erario público. Sin embargo, ese argumento carece de fundamento porque la subida de los precios no solo incrementa la cuantía de las pensiones, sino también la de los ingresos públicos incluyendo las cotizaciones, con lo que los efectos al menos se neutralizan. Otra cosa es que se quiera aprovechar la inflación para que la Hacienda Pública (o la Seguridad Social, que para el caso es lo mismo) obtenga un beneficio extraordinario a costa de reducir las pensiones a los jubilados.
Dentro del estrecho campo en el que se pretende encerrar a las pensiones, en los límites de la Seguridad Social y financiadas exclusivamente por las cotizaciones, no hay mucho margen para la solución. O se reducen las pensiones o se incrementan los ingresos. Por lo que hasta ahora se sabe, el Gobierno ha escogido un mix. Por lo pronto ha aprobado elevar las cotizaciones sociales 0,6 puntos, un 0,5 a cargo del empresario y 0,1 a costa del trabajador. Era de esperar que la medida despertara la oposición de los empresarios, que se inclinan por que todo sea, de una u otra manera, reducción del gasto.
El ministro tiene razón cuando mantiene en contra de los discursos de algunos economistas rabiosamente neoliberales que las cotizaciones en España medidas en porcentajes sobre el PIB no son más altas que las de la media de la Eurozona, y desde luego muy inferiores a las de Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda, Austria y algún otro país más. Bien es verdad que dada la distancia que existe entre la presión fiscal de España con respecto a la de estos países no tiene nada de extraño que el porcentaje de las cotizaciones sobre el PIB sea también inferior.
Resultaría quizás significativo calcular el peso relativo de las cotizaciones sobre el total de ingresos y, así, tal vez comprobaríamos que en comparación con otros países este porcentaje tiene un valor excesivo. Y eso nos conduce a la pregunta verdaderamente importante y que deberían haberse formulado los sindicatos: a la hora de subir los impuestos para mantener las pensiones ¿constituyen las cotizaciones sociales el gravamen más adecuado? Se quiera o no, las cotizaciones sociales son un impuesto sobre el trabajo. Una parte, aunque sea reducida, va a recaer sobre los trabajadores. E incluso respecto a la porción que teóricamente recae sobre la empresa, ¿podemos estar seguros de que en muchas ocasiones no se trasladará a los salarios? En cualquier caso, aunque lo soportase la empresa, no hay duda de que es un coste laboral y, mucho o poco, puede influir sobre el empleo.
Hay otros muchos impuestos más aptos para financiar no solo las pensiones sino en general todos los gastos sociales. Puestos a incrementar la carga fiscal de las empresas, ¿no sería mejor que en lugar de hacerlo en función del número de trabajadores que tienen, se hiciese de acuerdo con los beneficios obtenidos?, ¿no sería más adecuado utilizar el impuesto de sociedades? y ¿por qué no utilizar el IRPF, el impuesto de patrimonio o el de sucesiones? Todos ellos tienen un amplio margen de potencialidad para incrementar la recaudación y todos ellos son progresivos, y aptos para que la carga fiscal se pueda repartir de forma mucho más equitativa y justa. No hay razón para pensar que determinadas modificaciones fiscales en estos tributos puedan influir negativamente en el crecimiento y en el empleo.
Está claro que este Gobierno, por más que se autocalifique de progresista y reitere continuamente su afiliación socialdemócrata, no quiere adentrarse en la imposición directa y pretende moverse por terrenos más cómodos, aunque más injustos, como el cobrar peajes en las autovías o incrementar la tributación de los hidrocarburos o de la automoción y, como mucho, elevar las cotizaciones.
Respecto a los gastos, el Gobierno ha sido mucho menos explícito, o diríamos más bien que mucho más farragoso. El embrollo y el galimatías en el que se ha movido el ministro han generado un bonito lío. Era digno de verle enfurecido gritando que solo era un cuadradito pequeño y que no sabía quién había puesto allí aquella línea y media. Pero lo cierto es que ese recuadro pertenecía al plan enviado por el Gobierno a Bruselas y en esas líneas se proponía la ampliación en el número de años para calcular la pensión. Pasar de 25 años, periodo actual, a 35 años, tal como se comentaba, representaría una reducción sustancial por término medio de las pensiones.
En lo que el ministro Escrivá sí se ha esforzado ha sido en lograr que se retrase la edad de jubilación, lo que no deja de ser un contrasentido en el país de la Unión Europea con mayor índice de paro. No obstante, como es habitual despreciando toda lógica, el ministro aseguraba que retrasar la edad de jubilación no influiría en el empleo. Ya nos dirá en qué sesudos estudios se basa.
El absurdo mayor es que se esté dispuesto a dedicar recursos públicos a incentivar la prolongación de la vida laboral, es decir, a originar desempleo. Reparemos, además, que los beneficiados van a ser principalmente los trabajadores de las profesiones más cualificadas y de mayores salarios, ya que serán las únicas en las que sea más factible retrasar la edad de jubilación. Hay que añadir que, el ministro no tiene en cuenta el papel que realizan los jubilados como abuelos-canguro. A primera vista, puede parecer algo accidental, pero lo cierto es que, dado su elevado número y su frecuencia, constituyen un soporte fundamental de la familia sobre el que se afianza el trabajo de ambos cónyuges, especialmente en las clases más bajas.
Por otra parte, es cierto que la esperanza de vida aumenta progresivamente, pero también sube la productividad, de manera que cada vez se necesitan menos horas de trabajo para producir lo mismo. Fue ese aumento de productividad el que permitió reducir la jornada laboral en otras épocas. Hoy tal vez podría servir para hacer más corta proporcionalmente la vida activa. Es otra forma de repartir el tiempo de trabajo. Sin embargo, en estos momentos existe una incógnita. La cuestión radical a plantear es si la productividad va a seguir creciendo.
republica.com 2-12-2021