El Gobierno Frankenstein cree firmemente que la continua repetición de un mensaje lo convierte inmediatamente en cierto, o al menos en creíble. Por eso, en cada asunto salen todos los ministros en tromba recitando miméticamente la misma consigna. La verdad es que resulta un tanto ridículo, pero da una idea de hasta qué punto Sánchez ha instalado en el PSOE, y por supuesto en el Gobierno, la disciplina más rigurosa.
Esta táctica no podía faltar en el caso de Ferrovial. Quizás lo llamativo es, por una parte, la virulencia con la que ha reaccionado el Gobierno y cada uno de sus ministros, y, por otra, la sensación que transmiten de encontrarse en la estratosfera y no en el mundo real. Parecen desconocer la sociedad y el sistema en el que nos movemos. En algunos casos puede ser mera ingenuidad, inmadurez o simpleza, pero no cabe duda de que, en otros, entre los que se encuentra Sánchez, se trata de pura hipocresía y de la utilización de un instrumento que confía en que le va a servir para continuar en el poder.
Oyendo a unos y a otros se tiene la sensación de que no pertenecen a un gobierno que se mueve en un sistema económico capitalista y dentro de la Unión Europea (UE). Nos parece estar en una reunión de Boy Scouts, en la que nos exhortan a ser desprendidos y generosos y a realizar la buena obra del día. Se dirigen a las empresas para inducirlas al altruismo y a que voluntariamente devuelvan a la sociedad lo mucho que supuestamente la sociedad les ha dado. Este discurso merengue y propio de tartufos se parece más a una plática eclesial que a un proyecto político. No deja de ser curioso que aquellos que rechazaban la “caridad” de Amancio Ortega exijan ahora la de Ferrovial.
Las empresas no son sociedades benéficas ni deben serlo. Es más, cuando se comportan como tales hay que desconfiar. Siempre he sido bastante crítico con las fundaciones empresariales que, aun cuando se presentan como filantrópicas, suelen estar motivadas por el propósito de lograr desgravaciones fiscales y de obtener, para sus altos ejecutivos, poder e influencia en la sociedad, en la cultura e incluso en la política.
En un sistema capitalista -y el nuestro lo es- la finalidad de las empresas privadas (otra cosa son las públicas) es obtener beneficios y, si somos realistas, solo se les puede pedir que sean eficaces, transparentes y que cumplan las leyes. Para otros menesteres está el Estado, que sí debe ser social y subsanar los defectos y errores del mercado y corregir la distribución que este hace de la riqueza y de la renta.
Y aquí entramos en el segundo aspecto que este Gobierno Frankenstein parece ignorar. No solo estamos en un sistema capitalista, sino que hemos entrado en la UE, que además desde el año 2000 es también Unión Monetaria (UM). Esta pertenencia impone, de una forma o de otra, múltiples limitaciones a la política de los gobiernos y recorta la soberanía de los Estados. Tal marco de actuación se extiende a numerosos aspectos, pero principalmente al económico e impide a los poderes nacionales practicar una política social y redistributiva adecuada.
Hace ya algún tiempo quedé atónito al escuchar por televisión a Alberto Garzón, a la sazón coordinador general de IU, afirmar categóricamente que la pertenencia a la UM no constituía ningún obstáculo, que el problema solo estaba en la política que practicaba la derecha. Si algunos nos opusimos de forma radical a la moneda única no fue por animadversión a Europa ni por ningún complejo nacionalista, sino por las múltiples limitaciones que impone a la aplicación de una política socialdemócrata.
El hecho de que la parte del Gobierno que en la oposición se situó en contra de la constitución del euro y que ahora cuando han llegado al poder prefieren ignorar estos condicionantes y aplicar medidas importadas de países sudamericanos, que pueden ser buenas o malas, pero que hoy no casan con nuestras circunstancias, puede tener efectos muy perniciosos y muy contraproducentes para la economía española. Más delito, sin embargo, tiene Sánchez que se presenta como el mayor defensor de la UE, que se pasea por todos los países exhibiéndose como el próximo presidente de turno (de turno, no tiene ningún mérito) y que piensa montar un show a su mayor gloria y pompa, y, sin embargo, después pretende actuar como si la UE no existiese, asimilando ciertos planteamientos y medidas de la parte más ultramontana de su Gobierno.
No es el momento de relatar los múltiples aspectos en los que la UE condiciona la política social de los Estados, pero con ocasión de la tocata y fuga de Ferrovial sí conviene referirse a la libre circulación de capitales establecida en el Acta Única. Se implantó sin aprobar previamente la armonización en múltiples aspectos, entre los que destaca en un puesto de honor la política fiscal. Europa cuenta con veintisiete sistemas fiscales distintos y lógicamente tal situación crea movimientos indeseados de empresas entre los diferentes países. Algunos de estos han jugado claramente al dumping fiscal, es decir, a que sus compañías puedan competir de forma ventajosa debido a una menor presión impositiva.
Este estado de cosas está obligando a todos los Estados a tender hacia sistemas fiscales más regresivos, pero hay algunos que claramente han convertido esa competencia desleal en el motor de su crecimiento: Irlanda, Luxemburgo y los Países Bajos, quizás no en la misma proporción, ni se podrán comparar ciertamente con las Islas Caimán, pero constituyen uno de los grandes escándalos de la UE.
Ahora bien, de todo ello no se puede responsabilizar a las empresas. Estas simplemente actúan según su naturaleza y de acuerdo con los intereses de sus accionistas. La culpa se encuentra en los gobiernos, sobre todo de los países perjudicados, que aprobaron los tratados en estos términos, tratados que además no se pueden modificar si no es por unanimidad, lo que no parece demasiado viable.
Es evidente que los Estados nacionales, a la hora de legislar en materia impositiva, tienen que tener en cuenta esta realidad, especialmente en el impuesto de sociedades, puesto que son estas entidades las que tienen más fácil la deslocalización y son más propensas a ello. Cosa que ocurre mucho menos en el ámbito individual. Por más que se diga lo contrario, es mucho más difícil y ocasional que las personas opten y puedan cambiar de domicilio (entre países, quizás no entre comunidades) por motivos tributarios. Es posible que logren hacerlo de forma relativamente sencilla, artistas, futbolistas y algunos más, pero no será nada fácil para el resto.
Me resisto a creer que alguien cometa una operación tan complicada y dependiente de tanta gente, como la de la fuga de Ferrovial, simplemente para que el presidente o el consejero delegado paguen menos impuestos. Es más, en muchos casos lo único que se traslada es el domicilio legal y fiscal de la empresa, continuando todo lo demás tal como estaba, dirección, oficinas, producción, etc. Y, por lo tanto, también el domicilio de sus directivos. En Irlanda hay muchos edificios en los que hay domiciliadas mas empresas que metros cuadrados tiene.
Conviene además preguntarse si más que el nivel de presión fiscal lo que puede influir en la deslocalización de las empresas es la inseguridad jurídica, cambios constantes en la legislación tributaria al ritmo de ocurrencias y de intereses electorales; sin examinar convenientemente los pros y los contras; medidas aprobadas de un día para otro, por procedimiento exprés, mediante decretos leyes, y sin discusión, contraste o maduración. Difícilmente las compañías pueden saber a qué atenerse y mucho menos planificar a largo plazo.
Por otra parte, el riesgo de deslocalización de las empresas que, como hemos dicho, es mucho mayor que el de las personas individuales, aconseja que para instrumentar una política fiscal progresiva los gobiernos nacionales se centren en la imposición de estas últimas y no tanto de las primeras. El Gobierno Frankenstein ha hecho todo lo contrario. A pesar de llevar en el programa una reforma fiscal, terminará la legislatura sin acometerla. En su lugar, ha introducido modificaciones sin orden ni concierto, centrándose en la imposición indirecta y en el impuesto de sociedades, discriminando además entre las empresas, sin tocar apenas la tributación personal.
Es más fácil y resulta demagógico arremeter contra algunas grandes corporaciones, que, además, nos proporcione una pátina de revolucionario, que gravar a los que están detrás de todas ellas (sin distinciones), que son los accionistas y los ejecutivos. Esto último siempre es más embarazoso y tiene peor venta, pero es que donde se produce el mayor grado de injusticia es en la distribución personal de la riqueza y de la renta. Lo que hay que cuidar más en el impuesto de sociedades es que estas no sirvan de embalsamiento y ocultación de los beneficios individuales. Bien es verdad que para evitarlo están también el impuesto de patrimonio y el de sucesiones.
Entre los motivos de deslocalización se encuentran también las facilidades de financiación que pueda encontrar la empresa en los mercados internacionales, según se sitúe en uno u otro sitio. No hay que descartar que este haya sido uno de los principales motivos de la decisión de Ferrovial. La deuda pública holandesa cuenta con la calificación de triple A. España en estos momentos no puede afirmar lo mismo. Desde el año 2000, fecha en la que se crea el euro, la evolución de nuestros dos países ha sido en muchos aspectos muy diferente, desde luego en las finanzas públicas. Entonces los porcentajes del endeudamiento público sobre el PIB eran bastante similares. Nosotros, el 58%; los Países Bajos, el 50%. En los momentos presentes, Holanda apenas ha cambiado, 51%; España, sin embargo, está cerca del 120%.
Aún perdura en nuestra memoria la situación crítica en que nos situó los elevados niveles que alcanzo nuestra prima de riesgo en los primeros años de la última década del siglo pasado. Solo salimos del peligro gracias a la intervención del BCE, y si hoy el Estado puede financiarse es por la misma razón. Estos datos son un indicio bastante evidente de cómo el euro ha afectado de diversas maneras a unos y a otros, y descoloca a aquellos que piensan que vivimos gracias a la UE y que sin el euro no hubiésemos podido subsistir. Recuerdo que en los últimos años de UCD el reino de España consiguió la calificación de triple A, la que en estos momentos no poseemos ni siquiera con el respaldo del BCE.
Es sabido que la calificación de la deuda pública de los Estados influye en el juicio que recae sobre la solvencia de sus empresas. No puede extrañarnos por tanto que las multinacionales busquen acomodo en aquellos países que puedan respaldarlas mejor. España no está desde luego en su mejor momento. Este Gobierno en unos pocos años ha incrementado el stock del endeudamiento público en casi un 20% del PIB, incremento muy superior al experimentado por la media de la Eurozona (9%) y bastante alejado del de la casi totalidad de los países europeos: el de Grecia 5%; Portugal, 3%; Holanda, 3%; Alemania, 7%; Austria, 9%; Bélgica, 10%, y Francia e Italia, que son los que más se acercan, ambos con el 14%. A ello hay que añadir la impresión que da este Gobierno de creer que los recursos son ilimitados y de que el endeudamiento público importa muy poco.
Aunque no se quiere reconocer, la actuación un tanto zafia y totalmente demagógica del sanchismo acerca de los empresarios habrá tenido también algo que ver con la decisión de Ferrovial, pero lo más grave es que otras compañías multinacionales estén pensando en copiarla y, sobre todo, que se pueda estar estableciendo un muro de contención para aquellos que estén ponderando invertir en España, y no me estoy refiriendo a los capitales que huyen de Venezuela o de países y regímenes similares.
Sánchez no solo ha repetido el esquema de Frankenstein, sino que ahora pretende encarnar al doctor Jekyll y a míster Hyde. Hace poco se sentía solo a gusto con los ejecutivos del IBEX, convocados a rebato para presentar ante ellos con triunfalismo y jactancia sus planes, incluyendo sonido de piano, en lugar de hacerlo en el Congreso de los Diputados. Ahora, ha pasado a estigmatizar a las principales compañías (muchas de ellas multinacionales) pensando que así va a ganar votos, sin importarle poner en riesgo la inversión, la creación de empresas y el empleo.
Pero el escándalo ha llegado a límites difícilmente concebibles con el tema de Ferrovial, porque, como si no fuese bastante con los exabruptos de los ministros que muestran sobre todo el desconocimiento de donde se encuentran, ha sido el propio presidente el que ha bajado a la arena, además en comparecencias con otros mandatarios internacionales, y ha maltratado a una multinacional y a su presidente, que tiene presencia en 20 países con más de 24.000 empleados, y en España da trabajo a 5.000 personas, que, según ha manifestado la compañía, no piensa reducir. Bien es verdad que no se puede asegurar nada después de las críticas que está recibiendo.
El diario sanchista de la mañana, siguiendo instrucciones del Gobierno, tituló en primera página: “Ferrovial se adjudicó contratos por 1.000 millones de euros en la era Sánchez. La compañía no paga impuesto de sociedades desde 2020 por créditos fiscales”. Recogía así algunas de las perlas lanzadas por los ministros. Con ello dan a entender algo muy peligroso, la concepción autocrática y patrimonial que tiene el sanchismo de la contratación pública como algo discrecional y graciable del Ejecutivo (y que como tal, se debe corresponder y devolver en favores) dirigido a sus fieles o partidarios, en lugar de considerar el resultado de un concurso debidamente baremado que gana la mejor oferta entre todas las empresas europeas que se presenten, sean españolas o no.
Los créditos fiscales en el impuesto de sociedades obedecen a la posibilidad de que el contribuyente se desgrave en los beneficios presentes, las pérdidas que no haya podido aplicar a ejercicios anteriores. Como es lógico, todas las empresas lo hacen, y muchas de ellas terminan sin tener que contribuir ese año a Hacienda. No parece que se le pueda imputar a Ferrovial nada por acogerse a los términos de la ley. La medida puede gustar o no, pero si están en contra de ella, no sé qué han hecho en más de cuatro años que no la han cambiado.
Algún ministro o ministra se ha referido a los ERTE. Paree que ahora reconocen que son subvenciones a los empresarios. Siempre he sospechado que la medida a quien fundamentalmente ha beneficiado ha sido a ellos y no a los trabajadores, tanto más cuanto que se ha hecho al por mayor y no se ha ejercido control alguno sobre los expedientes. Muchas empresas (principalmente las grandes) que se han acogido a un ERTE, no lo hubiesen hecho a un ERE, por el coste del despido y porque no lo hubiesen necesitado. Al ser gratuito, se han disparado los casos. Eso sí, con un coste inmenso para el erario público, pero parece que eso no le importa a nadie en el Gobierno. De cualquier modo, no se puede reprochar nada a las empresas, que simplemente se han acogido a la ley. En todo caso, habría que hacerlo al Ejecutivo, que no sabe gobernar más que a cañonazos.
Sánchez se está comportando como un niño mal criado al que han llevado la contraria y ha reaccionado cogiendo una rabieta, sin importarle las consecuencias. Es el colmo del cinismo tachar de antipatriota a una multinacional por cambiar de domicilio de acuerdo con lo que le permite la normativa comunitaria, y al mismo tiempo pactar y cogobernar con aquellos que no es que quieran trasladar una empresa a otro país de Europa, sino que pretenden arrebatar una región entera, y de las más ricas, al Estado y además ilegalmente y en contra de la Constitución.
republica.com 9-3-2023