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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

LOS EMPRESARIOS NOS HABLAN DE SU LIBRO

HACIENDA PÚBLICA Posted on Mié, julio 01, 2020 19:20:05

Convocados por la CEOE, se han reunido los líderes de las grandes empresas del país. El Covid-19 ha cambiado muchos de nuestros conceptos. Por ejemplo, el de reunión. Las cumbres ahora son telemáticas, y telemática ha sido la del IBEX 35. Ello no ha impedido que cada uno haya ido, como Umbral, a hablar de su libro, es decir, a trasladar su rogativa particular a papá Estado. Resulta curiosa la contradicción del discurso. Por una parte, alardean de autosuficiencia, y piden al Gobierno que les deje actuar, que ellos son los que saben, en una palabra, que el Estado no intervenga; pero inmediatamente a continuación reclaman todo tipo de ayudas públicas. Todos, de repente, se vuelven keynesianos.

Hay un tópico mantenido por el mundo empresarial y difundido ampliamente por los voceros de la derecha. Repiten de forma machacona que los empresarios son los que crean empleo y riqueza. El relato, ciertamente, se podría hacer al revés. Son los consumidores y los trabajadores los que hacen posible la existencia de las empresas. El tópico anterior encierra, además, una segunda intención, la de contraponer sector público a sector privado. El segundo es el que hace que la economía crezca; el primero, no. Desde esta perspectiva se da por sentado que todo el empleo público es improductivo y que cuanto más reducido sea, mejor.

A menudo, se tiene la impresión, de que los gobiernos participan de esta creencia, al no dimensionar adecuadamente las plantillas de los empleados públicos o, al concederles, con la finalidad de obtener rentabilidad política y electoral, beneficios en los horarios o en los días festivos, sin la compensación correspondiente en el número de efectivos, como si el trabajo pudiera ser de chicle y adaptarse a todas las circunstancias. Buen ejemplo de esto es el acuerdo adoptado la semana pasada entre la ministra de la Función Pública y los sindicatos sobre el teletrabajo en la Administración central. Todo lo referente al Plan Concilia está muy bien, pero sin incremento de las plantillas termina influyendo negativamente en los otros trabajadores o en la eficacia de los servicios públicos.

Después de la pandemia, la tesis acerca de la inutilidad de los empleados públicos resulta difícil de mantener. ¿Cómo defender que el personal sanitario es improductivo cuando toda la riqueza del país, pública o privada, ha estado dependiendo de ellos? Digamos la verdad, lo que subyace detrás de esta postura no es la diferente valoración de los servicios o de los bienes que se producen, sino de la forma de financiarlos. Se prefiere el precio a los impuestos. Se tienen como productivos aquellos outputs que presta el mercado por una contraprestación económica y personal, e improductivos los que suministra el sector público, financiados de forma colectiva mediante tributos. En realidad, lo que se repudia es la función redistributiva del Estado.

Las crisis -y esta no es una excepción- demuestran, guste o no, el papel imprescindible del sector público. En estos meses ha sido el Estado el que ha mantenido el empleo, no solo público sino, también privado, a través de los ERTE y de los avales ICO. Es por eso por lo que los líderes de las grandes sociedades del país se han reunido y, según Garamendi, presidente de la patronal, para mostrar su compromiso con España y porque querían sumar en el proceso de reconstrucción. En realidad, lo que más bien parecen querer es que el Estado sume. Así que cada uno, como Umbral, ha venido a hablar de su libro.

La señora Botín ha reclamado protección para el sector turístico, pero sobre todo está interesada en un plan de ayuda para la compra de la vivienda para jóvenes menores de 35 años, muchos de ellos desempleados y con trabajos precarios, a los que se les facilitaría la adquisición de la primera vivienda mediante el aval del Estado. Según la presidenta del Banco Santander, se crearían 1.700.000 empleos. No dudo de que el plan sería muy beneficioso para la banca, al igual que lo están siendo los créditos del ICO al trasladar el riesgo al sector público. Pero no parece que lo más conveniente para la economía española, ni ahora ni nunca, sea acentuar esa tendencia de convertir a todos los ciudadanos, aun cuando no tengan medios económicos, en propietarios de un piso.

Cabría pensar que las entidades financieras no han aprendido nada de la crisis pasada, cuyo origen se encuentra en los años en los que la banca concedía préstamos hipotecarios a gogó; incluso en muchas ocasiones a quienes no iban a poder hacer frente a la deuda, en cuanto se presentase el menor problema económico. Aunque pensándolo bien, quizá sí tengan presente aquella crisis y por eso ahora piden que el riesgo de los insolventes lo asuma el Estado. Hay que esperar que por una vez el Gobierno tenga mejor criterio y los recursos destinados a este sector los destine a la rehabilitación y a la vivienda pública de alquiler.

Sin duda, ese es el camino para dar cumplimiento al mandato constitucional. Hay que incentivar el alquiler y no la compra, aunque las entidades financieras prefieran lo contrario. Y dentro del alquiler, para hacerlo asequible y moderar el precio, es preciso incrementar la oferta pública y desechar todas aquellas medidas como la de anatematizar los desahucios que pueden expulsar a los arrendatarios del mercado, con lo que se producirá el efecto contrario al deseado. Puestos a que el Estado avale no sería mala idea que lo hiciese, no a los que van a adquirir un piso, sino a aquellos que por estar en situación laboral precaria y no ofrecer garantías de solvencia no encuentran a nadie que esté dispuesto a alquilarles una vivienda. Esta medida tendría además el efecto positivo de incrementar la oferta al movilizar a muchos propietarios que hoy prefieren tener los pisos vacíos por miedo a los impagados.

A veces, los libros de los que han venido a hablar los líderes empresariales también son contradictorios entre sí, y es que los intereses de sus empresas son a menudo opuestos. La postura de Galán (Iberdrola) ha chocado con la de Brufau (Repsol). Galán, arrimando el ascua a su sardina, pide que se adelante a 2025 el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima previsto para el 2030, y que se establezcan impuestos para aquellos sectores que emiten CO2: transporte, calefacciones, etc. Los recursos obtenidos deberían servir para reducir la factura de la luz. A Brufau no le gusta la idea y defiende que se atienda a la neutralidad tecnológica, evitando medidas que alejen a la inversión. Para el presidente de Repsol hay que proteger a la industria, que ha demostrado durante la pandemia ser menos vulnerable que los servicios. En concreto, ha defendido al sector del automóvil, que en la actualidad genera el 10% del PIB.

El Gobierno ya ha anunciado un plan de ayuda al automóvil, pero como siempre epatando con cantidades ingentes, pero sin que esté claro el destino ni el modo en el que se van aplicar los recursos; en esto se parece a la Unión Europea. En todo caso, habría que tener en cuenta dos aspectos. El primero es que estamos en una economía abierta y que solo una parte limitada de la producción del sector se orienta al consumo interior, el resto va a la exportación, por lo que los incentivos a la demanda tienen un efecto muy reducido, tanto más cuanto que también se pueden diluir vía importaciones. El segundo es que creer que la salvación del planeta depende de nosotros puede tener consecuencias negativas para nuestra industria y para nuestra economía, cuando las grandes potencias se toman los problemas ecológicos con más parsimonia.

Tal vez el libro más interesante sea el de Jordi Gual, presidente de Caixabank, que echa en falta que la Unión Europea no sea como Estados Unidos y que no disponga de un Tesoro único. El problema es que la idea llega con treinta años de retraso. Algunos, desde el Tratado de Maastricht (1990), venimos señalando una y otra vez esta carencia, que creemos que es la que hace inviable el funcionamiento correcto de la Unión Monetaria, o al menos imposibilita que los gobiernos puedan instrumentar una política económica seria. En buena medida, el libro de Gual cuestiona y pone en cuarentena todos los otros libros que han venido a plantearse en la cumbre de empresarios. El presidente de Caixabank ha calificado de pequeño embrión de unión fiscal el plan de recuperación puesto sobre la mesa por la Comisión. Desde luego, embrión y muy embrión, pero es que además está en el aire y precisa de todo tipo de concreciones. Se cuenta con él de forma generalizada, se reparte la pieza antes de cazarla. Puede ocurrir como en la película «Bienvenido Mister Marshall», que después quedemos sumidos en el mayor de los chascos.

En los momentos actuales, todo el mundo incita al gasto, o a la reducción de impuestos que para el caso es lo mismo. Hasta Kristalina Georgieva, gerente del Fondo Monetario Internacional, invita a los gobiernos a gastar todo lo que puedan. Desde el Ejecutivo español se señala con cierto triunfalismo y jactancia la diferencia con la crisis pasada, y ciertamente la hay, pero conviene no olvidar que en los primeros años de aquella la propensión a incrementar el gasto público también estuvo muy presente y de forma generalizada en todos los países. En distintos artículos saludé con alborozo el hecho de que todos los organismos internacionales, hasta el mismo G20, se hubiesen vuelto keynesianos. Pero más tarde vinieron los ajustes, el llanto y el crujir de dientes. Entre las múltiples estupideces que dijo Zapatero el otro día en la COPE, manifestó una verdad irrebatible, que ni en 2008 ni en 2009 hubo recortes. Más bien lo que se aplicó en casi toda Europa fue una política expansiva. Los ajustes aparecieron más tarde, en 2010, cuando los mercados comenzaron a bramar y los políticos se asustaron.

Las diferencias entre ambas crisis son evidentes. No obstante, existen parecidos esenciales. El primero y más importante, y que distingue estas dos crisis de todas las anteriores, es la carencia de moneda propia en países como España, que quedan a merced de los mercados y del BCE. El segundo, y que acentúa y empeora esta debilidad y dependencia, es el fuerte endeudamiento exterior que estuvo en el origen de la crisis de 2008, y que, aunque en la crisis actual la causa sea diferente, puede crear múltiples problemas en los próximos años.

En bastantes ocasiones he defendido las políticas económicas expansivas y he censurado esa obsesión injustificada por el déficit público que a menudo tenían las autoridades fiscales y económicas en los años ochenta y noventa. Pero las circunstancias han cambiado sustancialmente con la entrada en la Unión Monetaria. Los gobiernos nacionales tienen atadas las manos, y poco se puede esperar de las instituciones europeas, al no existir, como afirma Gual, un Tesoro comunitario. El embrión será eso, como mucho embrión.  Sea cual sea la cantidad del fondo de recuperación y se instrumente como se instrumente, el endeudamiento público español va a crecer considerablemente y a partir de ahora, con más motivo que en 2008, estaremos a expensas del BCE.

Es cierto que el comportamiento actual del BCE es muy distinto al de entonces. De momento, parece comprometido con la finalidad de que no se disparen las primas de riesgo. Pero quién nos asegura que va a actuar de la misma manera en el futuro. La última sentencia del Tribunal Constitucional alemán revolotea como pájaro de mal agüero, y constituye un pésimo presagio de cara al futuro. Cuidado con los libros.

republica.com 26-6-2020



POSTUREO FISCAL

HACIENDA PÚBLICA Posted on Mié, marzo 11, 2020 18:59:54

El Consejo de Ministros en su sesión del 18 de febrero pasado aprobó dos proyectos de ley para presentar en las Cortes con la creación de otras tantas figuras tributarias, las llamadas tasa Google y tasa Tobin. Llevan casi dos años mareando la perdiz con ellas, y se exponen junto con los llamados impuestos ecológicos como los comodines para cuadrar las cuentas públicas que se están disparando. Da la impresión de que se pretende eludir así la imprescindible reforma fiscal. Los partidos socialdemócratas cuando no quieren o no pueden aplicar su ideología se convierten en populistas y recurren a recetas mágicas para dar la impresión -solo la impresión- de ser progresistas.

La ministra de Hacienda y parlanchina portavoz del Gobierno, látigo y verdugo de los abogados del Estado que no se prestan a sus chanchullos, y que mezcla la palabrería con la incompetencia, justificó los proyectos de ley aprobados por la necesidad de adaptar los ingresos públicos a los nuevos tiempos. El problema es que los nuevos tiempos de la economía no parecen proclives a los ingresos públicos, especialmente si se les quiere dar una proyección socialdemócrata.

Habrá que comenzar por afirmar que las dos figuras tributarias incluidas en los decretos leyes se denominan -siguiendo una mala traducción de la palabra inglesa “tax”- tasas, cuando no lo son. En inglés, tax es equivalente a impuesto. En castellano el término tasa tiene una compresión reducida, exige siempre una contrapartida, la percepción directa de un servicio. Aquí, en uno y en otro caso, estamos hablando de impuestos en sentido estricto y, además, conviene señalarlo desde el principio, que se trata de dos gravámenes indirectos, con lo que su progresividad deja mucho que desear.

Los dos impuestos proyectados incurren en el mismo defecto, que por otra parte parece ser bastante común en la legislación fiscal de los últimos tiempos y que indica la impericia que se ha adueñado de los responsables de la elaboración de las normas tributarias. Me refiero a lo que se ha venido a llamar “error de salto”, es decir, cuando se produce la entrada en vigor de un gravamen de forma brusca a partir de una cierta cantidad de ingresos, ventas, etc., o bien se aplica una tarifa de forma discontinua. Recientemente son sobradas las situaciones en las que se produce tamaño error, con resultados un tanto injustos y contradictorios. Por citar un ejemplo, serán cuantiosos los contribuyentes con algún familiar dependiente a su cargo y que hayan visto cómo una mínima subida en la pensión de este les hace perder una deducción fiscal de una cuantía mucho mayor.

El impuesto sobre determinados servicios digitales (tasa Google) afecta a empresas con ingresos anuales en todo el mundo, superiores a 750 millones de euros, y a 3 millones en España. Se puede dar, por tanto, la incongruencia de que un incremento de las ventas de una empresa se traduzca en menores beneficios porque tenga que hacer frente al gravamen al que antes no estaba sujeta. Bien es verdad que en este caso el problema es tanto más teórico que real, ya que el tributo va afectar a muy pocas empresas, por lo que será muy difícil el traslado de un grupo a otro. La situación es distinta en cuanto al impuesto sobre las transacciones financieras.

La tasa Google es un tributo que en cierta medida surge de las condiciones impuestas por la globalización, pero, paradójicamente, la propia globalización es la que hace que resulte muy difícil de aplicar. Son las nuevas tecnologías y la mundialización de la economía las que crean enormes corporaciones que realizan su actividad en el mundo digital y les permiten eludir los impuestos en aquellos países en los que prestan sus servicios. Parecería lógico, en consecuencia, establecer un gravamen específico para ellas. No obstante, en su implantación van a surgir múltiples problemas, problemas derivados precisamente de la propia globalización y de la correlación de fuerzas que establece.

En primer lugar, es un tributo ignoto y que está por estrenar en casi en todos los países, lo que crea incertidumbres acerca de cuáles puedan ser sus efectos. Existe la duda de saber quiénes terminarán soportando definitivamente el impuesto y en qué proporción repercutirá sobre los consumidores de las empresas que utilicen o se anuncien en las tecnológicas. Se desconoce también cuál pueda ser el resultado recaudatorio. La prueba de este desconocimiento se encuentra en el hecho de que el Gobierno español estima ahora la recaudación en 968 millones de euros, cuando en el anterior proyecto se cifraba en 1.200 millones. Bien es verdad que esta última cifra puede que estuviese hinchada a propósito, pero nadie asegura que no lo esté también la actual.

Del mismo modo surge la pregunta de hasta qué punto la introducción del impuesto en solitario por un país no dañará su economía frente a las de los otros. Parece obvio que, en un contexto de libre circulación de capitales como en el que nos movemos, este impuesto debería establecerse al unísono en todos los Estados. En 2015 la OCDE comenzó a estudiar su posible implantación y en 2018 trasladó un informe sobre ello al G8. No obstaqnte, como en otros muchos temas, la cuestión sigue pendiente y ni siquiera está claro que se introduzca en la UE de forma inmediata, aun cuando la Comisión ha elaborado un proyecto de directiva, pero que se encuentra más bien olvidado.

Las empresas afectadas -Amazon, Apple, Facebook y Google- tienen la nacionalidad americana, lo que ha provocado la intervención del Gobierno estadounidense. Trump ha amenazado a Francia con incrementar un 25% los aranceles en sus artículos, si continúa manteniendo el impuesto. La coacción ha sido tan seria que el gallito Macron no ha tenido más remedio que suspender su vigencia hasta diciembre en la creencia de que en el próximo año se llegue a imponer con carácter general en la OCDE, o al menos en la UE, o en todo caso que se pueda negociar con EE. UU su reactivación.

Más inexplicable es el caso de España que, consciente de todo ello, el Gobierno pretende aprobar el gravamen para dejarlo inmediatamente en suspenso. Se asemeja a la declaración de independencia de Puigdemont. La docta ministra de Hacienda y su apéndice la de Economía dicen que simplemente se retrasa su ingreso a final de año (su periodicidad es trimestral). Suponen (que es mucho suponer) que para esa fecha el problema a nivel internacional estará solucionado. Pero resulta que aun cuando la UE o la OCDE terminasen aprobando el impuesto, lo que es harto improbable, el diseño con toda seguridad tendría diferencias con el que ahora se discuta en las Cortes, lo que precisaría modificar y aprobar un nuevo proyecto de ley. La tramitación en este momento del impuesto es, por tanto, bastante inútil. Solo puede tener una finalidad, el postureo y transmitir a la opinión pública la idea de que está prevista la necesaria financiación del presupuesto, de manera que no haga falta plantearse la verdadera cuestión, la de una reforma fiscal profunda y progresiva, con la suficiencia precisa para sostener el Estado social. Todo muy populista.

El otro impuesto que el Consejo de Ministros aprobó en el paquete es el de transacciones financieras, que grava con el 0,2% todas las operaciones de compraventa de acciones españolas con una capitalización superior a mil millones de euros. Será liquidado por el intermediario financiero sin tener en cuenta la residencia de aquellas (personas o entidades) que intervienen en la operación. Se anuncia como tasa Tobin, pero su identificación con ella solo es aparente y su finalidad desde luego, muy distinta.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     

James Tobin, profesor de Economía en Yale, premio Nobel en 1981, propuso gravar las transacciones realizadas en los mercados de divisas con un impuesto universal y de reducida cuantía. Esta figura tributaria sería denominada posteriormente tasa Tobin en consideración a quien la ideó. Pretendía defender a los Estados de lo que se llama dinero caliente, es decir, de las operaciones realizadas con finalidad especulativa a muy corto plazo. Los recursos salen a la misma velocidad que entran originando que los bancos centrales pierdan el control de la política monetaria y obligándoles a elevar fuertemente el tipo de interés con consecuencias desastrosas para la actividad económica.

Tobin se confiesa keynesiano y afirma que la idea de gravar la especulación la tomó de Keynes, quien en el capítulo XII de su Teoría general propone la creación de un impuesto sobre todas las transacciones financieras con la finalidad de vincular los inversores a sus acciones de una forma duradera. La razón de la tasa Tobin es idéntica. Al tratarse de un impuesto de cuantía reducida, apenas resulta gravoso para aquellas operaciones realizadas como inversión a largo plazo y con soporte en la economía real, pero será prohibitivo para las realizadas a un plazo muy breve y con carácter especulativo. La finalidad recaudatoria quedaba ajena.

La propuesta del profesor de Yale se realiza en los primeros años setenta. El presidente Nixon había denunciado la convertibilidad del dólar por oro, con lo que desaparecía el sistema monetario internacional creado en Bretton Woods, y los cambios entre divisas entraron en libre flotación. La preocupación del entonces futuro premio Nobel era la de dotar a los Estados de un instrumento que les permitiese ir adoptando la liberalización en los mercados, sin que la especulación contra su divisa pudiera ponerles contra las cuerdas.

La aceptación de la movilidad total del capital, con la consiguiente renuncia de los gobiernos a cualquier medida de control de cambios -por suave que sea y aunque afecte exclusivamente a los movimientos de capital a corto plazo-, conduce a transformar los mercados financieros en casinos donde la mayoría de las operaciones no obedecen a transacción real alguna de mercancías o servicios, sino a meras apuestas especulativas realizadas casi en su totalidad a plazos inferiores a una semana. El dinero va y viene, sin comprar ni vender nada, pero en ese movimiento continuo pone contra las cuerdas a gobiernos y arrasa países.

Tobin diseñó el impuesto como un mecanismo de control de capitales, de regulación de los mercados. No es, por ello, extraño que los movimientos antiglobalización erigiesen este impuesto como una de sus principales reivindicaciones, al tiempo que para defenderlo se creaba una organización internacional (ATTAC) con implantación en bastantes países. Aunque bien es verdad que poco a poco y con el tiempo la naturaleza de esta figura tributaria se ha ido desvirtuando y colocando en el centro la función recaudatoria, ausente en la razón de ser del impuesto primigenio. Unos lo contemplan como la fuente de recursos que remedie la pobreza del Tercer Mundo; otros, más nacionalistas y partidarios de la renta mínima garantizada, le imputan la facultad de financiarla. Pero parece que todos olvidan su finalidad principal, la de servir como control de cambios, o al menos olvidan que esta finalidad es en cierto modo incompatible con las anteriores. La tasa tendrá tanto más éxito cuanto menos recaude, señal de que habría evitado en tal caso erradicar todas aquellas operaciones financieras de finalidad meramente especulativa.

El Gobierno español ha diseñado el impuesto centrándose exclusivamente en su función recaudatoria, a pesar de que esta tiene una virtualidad más bien reducida, y ha abandonado por completo cualquier aspecto de control, lo cual hasta cierto punto es obligado al haber renunciado España a su propia moneda. El proyecto que se pretende aprobar deja al margen del gravamen todas aquellas operaciones que se pueden orientar principalmente a la especulación. En primer lugar, la compraventa de empresas nacionales cuyo valor de capitalización está por debajo de los 1.000 millones de euros, normalmente con menor liquidez y por ello más volátiles; en segundo lugar, las realizadas en los mercados extranjeros, bien con acciones de empresas foráneas o nacionales; en tercer lugar, las operaciones efectuadas con derivados en las que el apalancamiento es mucho mayor; y en cuarto lugar, parece ser que también las operaciones intradía (al liquidarse el saldo al final de la sesión), y en las que precisamente la especulación es mayor. Desaparece de esta manera toda la posible razón del tributo y desde luego su carácter progresivo, quedando convertido en un impuesto indirecto de efectos económicos dudosos y se supone que de recaudación más bien raquítica. Además, está por ver la viabilidad de que un país pueda mantenerlo en solitario.

Si lo que se quiere es gravar el capital, hay muchas maneras mejores y más eficaces de hacerlo que con este impuesto. Para que cumpliese su verdadera función, la de control, el gravamen debería implantarse en toda la Eurozona. Sería un mecanismo de defensa frente a los flujos descontrolados de capitales con el exterior.

El Gobierno, al apoyar estos dos impuestos, se ha dejado llevar únicamente por motivos demagógicos, de propaganda populista. Suena bien eso de gravar a las grandes corporaciones y a la bolsa, aunque después no conozcamos cuál es el resultado. Nunca se sabe dónde terminan los impuestos indirectos. Una vez más, Pedro Sánchez y sus mariachis juegan a las apariencias, al postureo. Y, sobre todo, se niegan a enfrentarse a la verdadera reforma: Renta, Sociedades, Patrimonio y Sucesiones.

Republica.com 6-3-2020



LOS IMPUESTOS, DOS Y DOS SON CUATRO

HACIENDA PÚBLICA Posted on Dom, febrero 02, 2020 23:43:26

Es curiosa la relación que los partidos políticos mantienen con los impuestos. Todos, absolutamente todos, mienten. Los de derechas se esfuerzan por prometer reducciones fiscales al tiempo que nos aseguran que no van a verse perjudicados ni el Estado social ni las prestaciones y los servicios públicos. Los de izquierdas elaboran un programa de gastos que parece la carta a los reyes magos, mientras aseveran que no va a ser necesario elevar los impuestos; como mucho, plantean subidas tangenciales o proyectan crear nuevas figuras tributarias que no afectan al núcleo duro del sistema fiscal, cuya viabilidad resulta cuestionable y sus efectos, totalmente desconocidos.

Nadie se atreve a reconocer abiertamente que, dado el nivel  alcanzado por el endeudamiento público, no se pueden reducir los impuestos sin bajar al mismo tiempo el gasto público, y no se puede incrementar el gasto sin subir, como contrapartida, los tributos. Ningún partido se aventura a manifestar sin tapujos que los impuestos son imprescindibles para mantener el Estado social: pensiones, sanidad, educación, seguro de desempleo, dependencia, etc. Pero, es más, son necesarios también para hacer viable sin más el Estado a secas: justicia, orden público, infraestructuras, defensa, diplomacia, I+D, etc.

Como las mentiras hay que disfrazarlas, la izquierda, para hacer creíble la financiación de sus promesas, se saca de la manga ciertos gravámenes que en teoría no van dirigidos al grueso de la población -o al menos sus efectos no se conocen claramente-, con lo que pueden parecer inocuos para la mayoría de los votantes, pero que les va a resultar muy difícil implantar y, desde luego, en ningún caso se podrá obtener de ellos los recursos necesarios para sostener aquello que se proyecta. La derecha, a su vez, continúa agitando, aunque no lo designe con ese nombre, ese espantapájaros de la curva de Laffer, que asegura que se recauda más bajando los impuestos. Habrá que preguntarles por qué no conceden el mismo poder taumatúrgico al incremento del gasto social.

Ni la bajada de impuestos ni la subida del gasto incentivan sin más la actividad, si se hace manteniendo constante el déficit público. Los que opinan lo contrario olvidan el coste de oportunidad, es decir, que el efecto expansivo de la primera medida quedará compensado, más o menos, por el efecto contractivo de la medida alternativa que necesariamente se adopta como contrapartida para mantener la estabilidad presupuestaria.

Sin trucos y sin engaños, habría que preguntar a la sociedad qué nivel de gasto público desea, que es lo mismo que interrogarla acerca de qué carga fiscal está dispuesta a soportar. Los medios de comunicación y bastantes periodistas se entretienen en un juego bastante tonto, dividir el año en dos partes. En la primera, según dicen, se habría trabajado para el Estado; tan solo en la segunda lo habría hecho el contribuyente para su propio beneficio. Aparte de que suelen hacer bastante mal los cálculos, el simulacro al desnudo no tiene ningún significado, si no se le compara con la relación entre el número de bienes privados y la cantidad de bienes públicos que consumimos, e incluso con los bienes que, aun siendo privados, no existirían sin los bienes públicos.

La pregunta que se debería hacer es qué parte de la producción debe destinarse a bienes públicos y qué parte a bienes privados. Es verdad que la respuesta no es sencilla. En primer lugar, porque no será homogénea, ya que depende del puesto social que ocupe cada uno, y por lo tanto de la mayor o menor necesidad que tenga de de la acción del Estado y de en qué medida soporte la carga fiscal. En segundo lugar, porque existe una gran falsedad en los planteamientos, ya que nadie quiere reconocer que los impuestos son necesarios y ningún político se atreve a hablar claramente sobre ellos a los ciudadanos. Proclaman únicamente aquellas cosas que la mayoría de la población quiere escuchar.

En cierto modo la presión fiscal de un país mide la parte de la producción (PIB) que es absorbida por el Estado o, lo que es lo mismo, la parte que se traduce en bienes públicos. Existe, sin embargo, una cierta inexactitud en lo que acabamos de afirmar porque muchos de estos recursos retornan a la sociedad en forma de transferencias, prestaciones, subvenciones, etc. (Ahora bien, en un sentido forzado podríamos decir que también son bienes públicos). La presión fiscal de un país es un indicador bastante representativo del grado de estatificación de una economía. Y ahí tenemos que reconocer que España está a la cola de todas las naciones con las que podemos compararnos.

En el 2018, según Eurostat, la presión fiscal española fue del 35,4%, mientras que la media de la Eurozona se situó en el 41,7%, y la de la Unión Europea en el 40,3%. España es el octavo país con menor presión fiscal de la Eurozona. Pero, además, es significativo considerar las características de los países que tienen valores inferiores al nuestro: Eslovaquia (34,3%), Chipre (33,8%), Estonia (33%), Malta (32,7%), Letonia (31,4%), Lituania (31,5%), Irlanda (23%) Este último país, convertido claramente con permiso de la UE en un paraíso fiscal. Por el contrario, estamos tremendamente alejados de los otros tres grandes Estados de la Eurozona. Francia nos aventaja en 13 puntos, Italia y Alemania en siete. Pero es que países como Polonia, Portugal, Grecia, Hungría o Eslovenia tienen una presión fiscal mayor a la nuestra.

Se mire como se mire, ostentamos una presión fiscal exigua, incapaz de sustentar un Estado social mínimamente aceptable y causa de que estemos también a la cabeza en los índices de desigualdad en la Unión Europea. Desde el mundo empresarial y desde los bastiones de las fuerzas conservadoras, con el fin de ocultar la situación raquítica de nuestro sistema impositivo, descalifican el concepto de presión fiscal y pretenden sustituirlo por otros más acordes con sus intereses, pero de casi nula significación económica. Quieren ignorar que todos los organismos internacionales a la hora de hacer comparaciones entre países emplean la presión fiscal.

Con la finalidad de argumentar que en nuestro país se pagan muchos impuestos, el concepto más usado por ciertos sectores para sustituir el de presión fiscal es lo que denominan “esfuerzo fiscal”. Si la presión fiscal se define por el cociente entre recaudación tributaria y renta nacional, el esfuerzo fiscal se establece como la razón entre la presión fiscal y la renta per cápita. Detrás de este concepto se encuentra el supuesto gratuito de que las sociedades, cuanto más pobres son, menor debe ser su proporción de bienes públicos. La realidad es diferente porque, en todo caso, si debe haber alguna inferencia es justamente la contraria. Cuanto más pobre sea una sociedad más necesita de instrumentos que reduzcan la desigualdad. En realidad, lo que mide el esfuerzo fiscal es el grado de pobreza de las naciones. Al tener el índice, la variable renta nacional al cuadrado en el denominador, cuanto más pequeña sea esta, mayor será el esfuerzo fiscal.

Hace algunos meses el Instituto de Estudios Económicos (IEE), apéndice de la CEOE, presentó un informe en el que creaba un concepto nuevo al que denominaba “presión fiscal normativa”, y en el que se sostenía que en España este índice era superior en ocho puntos a la media de la UE, titular que se trasladó a todos los medios y a la opinión pública mediante rueda de prensa. Se pretendía con ello introducir la confusión necesaria para ocultar o invalidar el hecho de que la presión fiscal española está muy alejada de las que mantienen los países de nuestro entorno. Se construyó una nueva variable que en realidad ni el mismo IEE conoce en qué consiste, pero que introduce la duda acerca del nivel del gravamen en España.

El informe presentado por el IEE comienza descalificando el concepto de presión fiscal y para ello sus autores manejan todos los tópicos clásicos. En primer lugar, se recurre, aunque sin nombrarlo, al esfuerzo fiscal, al considerar que los países con menor renta  per cápita deben tener también una presión más baja, falacia comentada más arriba. En segundo lugar, acuden a la economía sumergida. Mantienen que en nuestro país es muy elevada, lo que origina que la presión sea mayor sobre los que pagan impuestos. Está por ver que el fraude sea mayor en España que en otros Estados. Pero, en cualquier caso, la presión fiscal hace referencia a todo un país y no a unos contribuyentes en particular. Es una media. No mide la equidad del sistema fiscal ni su progresividad ni el reparto de la carga. Mide tan solo la suficiencia, es decir, la capacidad del sistema para hacer frente al suministro de bienes y servicios públicos. En tercer lugar, el informe cae en el tópico, también ya señalado, de creer que una bajada de impuestos ahora incrementará la recaudación a medio plazo.

El informe no deja nada claro a qué llama presión fiscal normativa. Tan solo remite al índice de competitividad fiscal, elaborado por la Tax Foundation de EE.UU. Tal índice, al margen de que se pueda pensar que las cuarenta variables elegidas para conformarlo sean más o menos acertadas, que el método es o no es adecuado, que incluso es posible que toda su elaboración contenga un sesgo ideológico; puede tener un sentido. Nada que ver, no obstante, con la presión fiscal, ya sea normativa o sin normativa. Lo que pretende medir es cómo un sistema fiscal concreto influye en la competitividad y distorsiona o no la neutralidad del mercado.

Un sistema fiscal antes que competitivo y neutral debe cumplir dos finalidades que son prioritarias: la suficiencia y la equidad (progresividad). La presión fiscal mide la primera de ellas. Para dar un juicio sobre la equidad y sobre la progresividad se precisa examinar la configuración de las distintas figuras tributarias y la relación y proporción entre ellas. La competitividad viene a ser una propiedad secundaria y subordinada a las dos anteriores, que solo adquiere un cierto significado con la globalización o en integraciones como la UE, en la que se acepta la libre circulación de capitales sin ninguna armonización fiscal.

Es cierto que en las circunstancias actuales los impuestos pueden utilizarse al igual que la legislación laboral o social, para ganar competitividad en los mercados internacionales, competitividad no basada en el incremento de la productividad, sino en empobrecer al vecino robándole un trozo de tarta. Es previsible que el vecino reaccione con idénticas medidas, de modo que se establezca una carrera competitiva en la que nadie terminará ganando y cuyo resultado generará sistemas fiscales raquíticos y regresivos, y la desaparición del Estado social tal como ahora lo conocemos. Es curiosa la manera en que todo el mundo condena la guerra comercial basada en aranceles y, sin embargo, se acepta con normalidad el dumping social y fiscal. En todo caso la reducida presión fiscal española está indicando que tal vez seamos nosotros los que estamos incurriendo en una competencia desleal hacia los otros países europeos.

Republica.com 31-1-2020



LOS IMPUESTOS, DOS Y DOS SON CUATRO

HACIENDA PÚBLICA Posted on Lun, enero 27, 2020 23:56:30

Es curiosa la relación que los partidos políticos mantienen con los impuestos. Todos, absolutamente todos, mienten. Los de derechas se esfuerzan por prometer reducciones fiscales al tiempo que nos aseguran que no van a verse perjudicados ni el Estado social ni las prestaciones y los servicios públicos. Los de izquierdas elaboran un programa de gastos que parece la carta a los reyes magos, mientras aseveran que no va a ser necesario elevar los impuestos; como mucho, plantean subidas tangenciales o proyectan crear nuevas figuras tributarias que no afectan al núcleo duro del sistema fiscal, cuya viabilidad resulta cuestionable y sus efectos, totalmente desconocidos.

Nadie se atreve a reconocer abiertamente que, dado el nivel  alcanzado por el endeudamiento público, no se pueden reducir los impuestos sin bajar al mismo tiempo el gasto público, y no se puede incrementar el gasto sin subir, como contrapartida, los tributos. Ningún partido se aventura a manifestar sin tapujos que los impuestos son imprescindibles para mantener el Estado social: pensiones, sanidad, educación, seguro de desempleo, dependencia, etc. Pero, es más, son necesarios también para hacer viable sin más el Estado a secas: justicia, orden público, infraestructuras, defensa, diplomacia, I+D, etc.

Como las mentiras hay que disfrazarlas, la izquierda, para hacer creíble la financiación de sus promesas, se saca de la manga ciertos gravámenes que en teoría no van dirigidos al grueso de la población -o al menos sus efectos no se conocen claramente-, con lo que pueden parecer inocuos para la mayoría de los votantes, pero que les va a resultar muy difícil implantar y, desde luego, en ningún caso se podrá obtener de ellos los recursos necesarios para sostener aquello que se proyecta. La derecha, a su vez, continúa agitando, aunque no lo designe con ese nombre, ese espantapájaros de la curva de Laffer, que asegura que se recauda más bajando los impuestos. Habrá que preguntarles por qué no conceden el mismo poder taumatúrgico al incremento del gasto social.

Ni la bajada de impuestos ni la subida del gasto incentivan sin más la actividad, si se hace manteniendo constante el déficit público. Los que opinan lo contrario olvidan el coste de oportunidad, es decir, que el efecto expansivo de la primera medida quedará compensado, más o menos, por el efecto contractivo de la medida alternativa que necesariamente se adopta como contrapartida para mantener la estabilidad presupuestaria.

Sin trucos y sin engaños, habría que preguntar a la sociedad qué nivel de gasto público desea, que es lo mismo que interrogarla acerca de qué carga fiscal está dispuesta a soportar. Los medios de comunicación y bastantes periodistas se entretienen en un juego bastante tonto, dividir el año en dos partes. En la primera, según dicen, se habría trabajado para el Estado; tan solo en la segunda lo habría hecho el contribuyente para su propio beneficio. Aparte de que suelen hacer bastante mal los cálculos, el simulacro al desnudo no tiene ningún significado, si no se le compara con la relación entre el número de bienes privados y la cantidad de bienes públicos que consumimos, e incluso con los bienes que, aun siendo privados, no existirían sin los bienes públicos.

La pregunta que se debería hacer es qué parte de la producción debe destinarse a bienes públicos y qué parte a bienes privados. Es verdad que la respuesta no es sencilla. En primer lugar, porque no será homogénea, ya que depende del puesto social que ocupe cada uno, y por lo tanto de la mayor o menor necesidad que tenga de de la acción del Estado y de en qué medida soporte la carga fiscal. En segundo lugar, porque existe una gran falsedad en los planteamientos, ya que nadie quiere reconocer que los impuestos son necesarios y ningún político se atreve a hablar claramente sobre ellos a los ciudadanos. Proclaman únicamente aquellas cosas que la mayoría de la población quiere escuchar.

En cierto modo la presión fiscal de un país mide la parte de la producción (PIB) que es absorbida por el Estado o, lo que es lo mismo, la parte que se traduce en bienes públicos. Existe, sin embargo, una cierta inexactitud en lo que acabamos de afirmar porque muchos de estos recursos retornan a la sociedad en forma de transferencias, prestaciones, subvenciones, etc. (Ahora bien, en un sentido forzado podríamos decir que también son bienes públicos). La presión fiscal de un país es un indicador bastante representativo del grado de estatificación de una economía. Y ahí tenemos que reconocer que España está a la cola de todas las naciones con las que podemos compararnos.

En el 2018, según Eurostat, la presión fiscal española fue del 35,4%, mientras que la media de la Eurozona se situó en el 41,7%, y la de la Unión Europea en el 40,3%. España es el octavo país con menor presión fiscal de la Eurozona. Pero, además, es significativo considerar las características de los países que tienen valores inferiores al nuestro: Eslovaquia (34,3%), Chipre (33,8%), Estonia (33%), Malta (32,7%), Letonia (31,4%), Lituania (31,5%), Irlanda (23%) Este último país, convertido claramente con permiso de la UE en un paraíso fiscal. Por el contrario, estamos tremendamente alejados de los otros tres grandes Estados de la Eurozona. Francia nos aventaja en 13 puntos, Italia y Alemania en siete. Pero es que países como Polonia, Portugal, Grecia, Hungría o Eslovenia tienen una presión fiscal mayor a la nuestra.

Se mire como se mire, ostentamos una presión fiscal exigua, incapaz de sustentar un Estado social mínimamente aceptable y causa de que estemos también a la cabeza en los índices de desigualdad en la Unión Europea. Desde el mundo empresarial y desde los bastiones de las fuerzas conservadoras, con el fin de ocultar la situación raquítica de nuestro sistema impositivo, descalifican el concepto de presión fiscal y pretenden sustituirlo por otros más acordes con sus intereses, pero de casi nula significación económica. Quieren ignorar que todos los organismos internacionales a la hora de hacer comparaciones entre países emplean la presión fiscal.

Con la finalidad de argumentar que en nuestro país se pagan muchos impuestos, el concepto más usado por ciertos sectores para sustituir el de presión fiscal es lo que denominan “esfuerzo fiscal”. Si la presión fiscal se define por el cociente entre recaudación tributaria y renta nacional, el esfuerzo fiscal se establece como la razón entre la presión fiscal y la renta per cápita. Detrás de este concepto se encuentra el supuesto gratuito de que las sociedades, cuanto más pobres son, menor debe ser su proporción de bienes públicos. La realidad es diferente porque, en todo caso, si debe haber alguna inferencia es justamente la contraria. Cuanto más pobre sea una sociedad más necesita de instrumentos que reduzcan la desigualdad. En realidad, lo que mide el esfuerzo fiscal es el grado de pobreza de las naciones. Al tener el índice, la variable renta nacional al cuadrado en el denominador, cuanto más pequeña sea esta, mayor será el esfuerzo fiscal.

Hace algunos meses el Instituto de Estudios Económicos (IEE), apéndice de la CEOE, presentó un informe en el que creaba un concepto nuevo al que denominaba “presión fiscal normativa”, y en el que se sostenía que en España este índice era superior en ocho puntos a la media de la UE, titular que se trasladó a todos los medios y a la opinión pública mediante rueda de prensa. Se pretendía con ello introducir la confusión necesaria para ocultar o invalidar el hecho de que la presión fiscal española está muy alejada de las que mantienen los países de nuestro entorno. Se construyó una nueva variable que en realidad ni el mismo IEE conoce en qué consiste, pero que introduce la duda acerca del nivel del gravamen en España.

El informe presentado por el IEE comienza descalificando el concepto de presión fiscal y para ello sus autores manejan todos los tópicos clásicos. En primer lugar, se recurre, aunque sin nombrarlo, al esfuerzo fiscal, al considerar que los países con menor renta  per cápita deben tener también una presión más baja, falacia comentada más arriba. En segundo lugar, acuden a la economía sumergida. Mantienen que en nuestro país es muy elevada, lo que origina que la presión sea mayor sobre los que pagan impuestos. Está por ver que el fraude sea mayor en España que en otros Estados. Pero, en cualquier caso, la presión fiscal hace referencia a todo un país y no a unos contribuyentes en particular. Es una media. No mide la equidad del sistema fiscal ni su progresividad ni el reparto de la carga. Mide tan solo la suficiencia, es decir, la capacidad del sistema para hacer frente al suministro de bienes y servicios públicos. En tercer lugar, el informe cae en el tópico, también ya señalado, de creer que una bajada de impuestos ahora incrementará la recaudación a medio plazo.

El informe no deja nada claro a qué llama presión fiscal normativa. Tan solo remite al índice de competitividad fiscal, elaborado por la Tax Foundation de EE.UU. Tal índice, al margen de que se pueda pensar que las cuarenta variables elegidas para conformarlo sean más o menos acertadas, que el método es o no es adecuado, que incluso es posible que toda su elaboración contenga un sesgo ideológico; puede tener un sentido. Nada que ver, no obstante, con la presión fiscal, ya sea normativa o sin normativa. Lo que pretende medir es cómo un sistema fiscal concreto influye en la competitividad y distorsiona o no la neutralidad del mercado.

Un sistema fiscal antes que competitivo y neutral debe cumplir dos finalidades que son prioritarias: la suficiencia y la equidad (progresividad). La presión fiscal mide la primera de ellas. Para dar un juicio sobre la equidad y sobre la progresividad se precisa examinar la configuración de las distintas figuras tributarias y la relación y proporción entre ellas. La competitividad viene a ser una propiedad secundaria y subordinada a las dos anteriores, que solo adquiere un cierto significado con la globalización o en integraciones como la UE, en la que se acepta la libre circulación de capitales sin ninguna armonización fiscal.

Es cierto que en las circunstancias actuales los impuestos pueden utilizarse al igual que la legislación laboral o social, para ganar competitividad en los mercados internacionales, competitividad no basada en el incremento de la productividad, sino en empobrecer al vecino robándole un trozo de tarta. Es previsible que el vecino reaccione con idénticas medidas, de modo que se establezca una carrera competitiva en la que nadie terminará ganando y cuyo resultado generará sistemas fiscales raquíticos y regresivos, y la desaparición del Estado social tal como ahora lo conocemos. Es curiosa la manera en que todo el mundo condena la guerra comercial basada en aranceles y, sin embargo, se acepta con normalidad el dumping social y fiscal. En todo caso la reducida presión fiscal española está indicando que tal vez seamos nosotros los que estamos incurriendo en una competencia desleal hacia los otros países europeos.

Republica.com 24-1-2020



El Banco de España, la AIReF y las pensiones

HACIENDA PÚBLICA Posted on Lun, octubre 14, 2019 23:44:40

Es obvio que el nombre de banco emisor predicado de los bancos centrales obedece a su facultad en exclusiva de emitir dinero. Pero no es menos cierto que en el caso del Banco de España (BE) y de otros muchos bancos centrales ese nombre podría hacer referencia también al papel que asumen de ser el principal centro de emisión de cultura económica neoliberal. No se precisa que sea una opinión oficial de la entidad ni un acuerdo de su Consejo, basta con que uno de sus altos cargos dé una conferencia para que toda la prensa titule “El Banco de España afirma…”, como si constituyese un oráculo infalible, cuando la realidad es que nuestro banco emisor ha fallado más que una escopeta de repetición, y ha permitido no se sabe cuántas crisis bancarias sin enterarse de lo que estaba ocurriendo.

No es extraño por tanto que cada poco tiempo lancen un mensaje derrotista sobre el sistema público de pensiones. Constituye este una diana muy propicia para centrar los ataques del neoliberalismo económico. Primero, porque es uno de los capítulos más importantes del gasto público; segundo, porque aparece como claro competidor de los fondos privados de pensiones. En esta ocasión ha sido el director general de economía y de estadística del banco emisor en unas jornadas organizadas por el BBVA, lugar sin duda muy a propósito y donde jugaba en campo propio.

Esta intervención ha coincidido en el tiempo con las manifestaciones realizadas por José Luis Escribá, presidente de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), en un acto organizado por Servimedia bajo el título de “La sostenibilidad del sistema de pensiones”. Como se ve, los órganos “independientes” compiten por hacer declaraciones acerca de asuntos políticos, que nunca deberían ser independientes, sino dependientes de las decisiones del Parlamento y en consecuencia, de la soberanía popular. El problema es que esta ha quedado muy mermada y perjudicada con la Unión Monetaria.

La Unión Europea se ha esforzado en mantener la política monetaria al albur de las decisiones políticas, de ahí el carácter de independencia que ha pretendido dar a los bancos centrales y en especial al Banco Central Europeo. Pero no contentas con ello, y a pesar de que las políticas fiscales quedan relegadas a los Estados nacionales, las autoridades comunitarias, cuando han podido, han presionado a cada país para que se crease una institución dedicada a las finanzas públicas y con la teórica característica de independencia, es decir, al margen de las decisiones políticas.

En esta ocasión el BE, como siempre, ha tirado por elevación. Tras pronosticar que si no se mantienen las reformas de 2011 y 2013 y se pretende actualizar anualmente las pensiones por el IPC, el gasto en este capítulo se incrementaría de aquí a 2030 en 2 puntos del PIB y, si extrapolamos hasta 2050 el incremento en lugar de 2 sería de 3 puntos, lo que según el alto funcionario del BE sería inasumible. Es curiosa la facilidad con la que se califica de inasumible todo lo que hace referencia a las pensiones. Nadie dice que el gasto en educación, en defensa, en intereses de la deuda, en sanidad, en esa maraña cada vez más densa de subvenciones y en otras muchas partidas, no es asumible.

El ser o no asumible (no las pensiones, sino todo el gasto público) depende del montante de impuestos que seamos capaces de soportar, pero conviene no olvidar que la presión fiscal en España es seis puntos inferior a la media de Europa. Y seis puntos también en porcentaje del PIB separan el nivel de nuestro gasto público del de la media de la Unión Europea. Catorce puntos del de Francia y nueve puntos del de Italia. ¿De verdad sería inasumibles dentro de treinta años dedicar tres puntos más del PIB a gasto público? Lo que ciertamente resultaría socialmente inasumible sería reducir la cuantía de las pensiones en un 30 o un 40%, resultado forzoso de no actualizarlas por el IPC. Se condenaría a la pobreza más severa a una gran parte de la población, y precisamente aquella que se encuentra en una situación de máxima vulnerabilidad por encontrarse al final de su vida.

El presidente de la AIReF ha estado más moderado y mucho más acertado, quizás porque este organismo no pretende ser tan independiente como quiere serlo el BE y, además, se encuentra adscrito al Ministerio de Hacienda. Ha comenzado por reconocer el descalabro social que significaría mantener la actualización del 0.25% que fija la última ley de pensiones aprobada, e intenta buscar soluciones alternativas. No obstante, comete algunos errores como el de colocar parte de la solución en el retraso de la edad de jubilación y en la inmigración. Ello podría ser correcto si nuestra tasa de paro tuviese un nivel adecuado, pero mientras la oferta de trabajo sea muy inferior a la demanda, lo único que conseguiríamos sería incrementar el desempleo, es decir, aliviar un problema para agravar otro. La emigración se puede defender desde distintos puntos de vista, pero, hoy por hoy, no puede justificarse en la necesidad de importar mano de obra si luego no sabemos dónde colocarla.

Escribá acierta al sostener que la respuesta a los déficits que se puedan producir en el sistema de Seguridad Social remiten al presupuesto del Estado. Es el Estado con todos sus ingresos el que tiene que garantizar las pensiones y su adecuada actualización. Así lo dispone la Constitución. El error cometido hasta ahora parte de esa disociación espuria que hizo el Pacto de Toledo entre Estado y Seguridad Social. Es por eso por lo que tampoco parece apropiado el método que propone el presidente de la AIReF de trasladar al presupuesto del Estado las pensiones no contributivas, las bonificaciones sociales por creación de empleo y los gastos de funcionamiento de la Seguridad Social. Sin duda sería una solución a corto plazo, pero nadie asegura que antes o después no estuviésemos en las mismas y, sobre todo, continuaría la confusión de presentar las pensiones contributivas como si el Estado no tuviese nada que ver con ellas.

El planteamiento debe ser más directo, considerar las cotizaciones sociales como un impuesto más (así lo considera la Contabilidad Nacional) y hacer que el presupuesto del Estado asuma tanto el déficit como el superávit de la Seguridad Social. En realidad, se trata de cambiar los que en estos momentos aparecen como préstamos por aportaciones a fondo perdido. En los momentos actuales, y lo mismo ocurrió a mediados de los noventa, el déficit de la Seguridad Social se enjuga con un préstamo del Estado y, viceversa, cuando el sistema ha tenido superávit el excedente se ha prestado al Estado, comprando deuda pública (es la tan cacareada hucha). Ninguna de las dos cosas tiene sentido si se supone, tal como hay que suponer, que la Seguridad Social pertenece al Estado.

Se dirá, y con cierta razón, que de esta manera no se ha solucionado el problema, sino que simplemente se ha trasladado al presupuesto del Estado, pero lo que sí ocurre es que se le da una dimensión mucho más general. No existe un problema especifico de las pensiones; y, de existir alguno, es el de toda la economía del bienestar y de la capacidad para financiarla. La cuestión radica, por una parte, en la decisión política acerca de la presión fiscal necesaria y, por otra, en algo a lo que se suele dar muy poca importancia, la productividad de la economía. De ella depende en parte la suficiencia del sistema fiscal y sobre todo la capacidad económica de la totalidad de la sociedad porque, dependiendo de la productividad, cien trabajadores pueden producir igual que quinientos o mil. Pero de la productividad hablaremos otro día.

republica.com 11-10-2019



DE LA BAJADA DE IMPUESTOS A «MADRID NOS ROBA»

HACIENDA PÚBLICA Posted on Mar, septiembre 03, 2019 18:57:44

En el artículo de la semana pasada, entre otros, señalaba cómo la Unión Monetaria impone una serie de limitaciones a los gobiernos, dejándoles poco margen para que la orientación de sus políticas económicas diverja. La distinción entre izquierda y derecha se diluye. Quizás sea en el campo de la política fiscal y tributaria donde aparentemente las diferencias podrían ser mayores, al menos en el relato. El nombramiento de la presidenta de la Comunidad de Madrid, y su anunciada bajada de impuestos, ha hecho surgir opiniones muy encontradas y discursos muy diversos, dando la impresión de que existen en la política planteamientos antitéticos.

Para comenzar, habrá que afirmar que en esta materia se da una gran confusión, mezclada con un cúmulo de intereses. La mayoría de los tertulianos y creadores de opinión son favorables a la bajada de impuestos. Es probable que casi todos ellos estén pensando en su propio bolsillo, y para justificar su posición hacen afirmaciones de lo más peregrinas. No hace mucho escuché por radio a un líder actual de las ondas hacer una entrevista al secretario general de uno de los principales sindicatos. Se refería este último a la existencia de más de seis puntos de diferencia entre la presión fiscal española y la media de la Unión Europea. El periodista, supongo que llevado por sus prejuicios en esta materia, le objetó que había otra forma de elevar la presión fiscal diferente a subir los impuestos, la de potenciar la actividad económica, y mostraba con ello el desconocimiento que tiene acerca de este concepto.

La presión fiscal se define como una fracción cuyo numerador es la recaudación impositiva y el denominador la producción o la renta. Potenciar la actividad económica con toda seguridad incrementa la recaudación fiscal, es decir el numerador, pero debido precisamente a que se ha aumentado el producto y la renta, es decir el denominador, con lo que la presión fiscal se mantendrá más o menos estable. Para elevar esta última variable solo existen dos caminos, subir los impuestos o combatir el fraude fiscal. En ambos casos se trata de drenar recursos al sector privado para trasladarlos al público. Hay una socialización, aunque parcial, de la economía. Bien es verdad que esa socialización es relativa. Buena parte de lo que se detrae al sector privado en forma de impuestos retorna a la sociedad, primero, en forma de trasferencias y prestaciones sociales y, segundo, en forma de bienes y servicios públicos; aunque en ambos casos, seguramente, no a los mismos ciudadanos a los que se les ha gravado, o por lo menos no en la misma medida, y tal vez sea esto último lo lo que molesta a los extractos más favorecidos de la sociedad. La socialización es también relativa porque, en la actualidad, muchos de los bienes y servicios públicos son gestionados a través de empresas privadas.

Hay quienes mantienen un discurso demagógico. Con la intención de proclamar la fuerte presión fiscal que según ellos soportamos, dividen el año en dos mitades. Solo en una de ellas trabajamos para nosotros; en la otra, para Hacienda. Olvidan hasta qué punto toda nuestra vida precisa del espacio y el contexto que el Estado crea y de los bienes y servicios que proporciona. Es más, estos últimos resultan tanto más necesarios que los privados, que en muchos casos sin el concurso de los públicos serían inviables.

Todo esto se encuentra en el orden del discurso, de la teoría, de la ideología, pero, ¿qué ocurre en la práctica? La realidad es que las políticas fiscales aplicadas por Aznar y Zapatero, por ejemplo, apenas presentan diferencias, como no sea que la de este ha sido incluso más regresiva que la de aquel: eliminación del impuesto sobre el patrimonio; sucesivas rebajas en el IRPF, que no solo redujeron la recaudación sino que hicieron al impuesto más regresivo; o las múltiples modificaciones en el impuesto de sociedades, casi hasta vaciarlo de contenido para las grandes corporaciones. En el extremo, llegaron incluso a hablar de tipo único en el IRPF, algo a lo que no se ha atrevido ningún partido de derechas, y cuya aplicación –por supuesto– resulta inviable. Paradójicamente, los gobiernos de Rajoy tuvieron que instrumentar una política fiscal mucho más dura, seguramente no por convicción sino por necesidad debido a la crisis económica. Es muy probable que la derecha mediática y económica no se lo haya perdonado nunca y una de las razones por las que ha sido tan criticado por los suyos.

Se podría pensar que en Europa la falta de armonización fiscal origina políticas fiscales muy heterogéneas, lo cual en principio puede ser cierto, pero ello obedece más a diferencias entre los países que al signo político de los gobiernos. Países como Luxemburgo, Irlanda, Holanda y, últimamente, Portugal actúan a menudo, ante la pasividad de la Unión Europea, como paraísos fiscales ejerciendo el dumping fiscal. Pero precisamente esa competencia desleal va conformando una especie de armonización fiscal automática, solo que a la baja, porque todos los países terminan rebajando impuestos para no perder competitividad. Si se examina con detenimiento la evolución de los sistemas fiscales de los Estados se observa como todos ellos, en mayor o menor medida, han ido derivando hacia estructuras más regresivas. Incremento de los impuestos indirectos y reducción de los directos; disminución del gravamen sobre el capital y del impuesto de sociedades; exenciones y rebajas, cuando no eliminación, de los impuestos de sucesiones y patrimonio; y minoración tanto de los tramos como de los tipos marginales altos de la tarifa del impuesto sobre la renta, con lo que este tributo ha perdido progresividad poco a poco.

En el caso español existe un agravante, el Estado de las Autonomías y la creciente asunción por estas de la llamada responsabilidad fiscal y de la autonomía normativa. Especialmente desafortunada fue la cesión de los impuestos de patrimonio y de sucesiones y donaciones. El modelo europeo se repite con todos sus defectos, pero a una escala geográfica mucho más pequeña con lo que los resultados son aun más negativos. Las distintas Comunidades Autónomas entran en competencia acerca de quién baja más los tributos y todas –quieran o no quieran– no tienen más remedio que reducirlos.

La promesa de la nueva presidenta de la Comunidad de Madrid de bajar los impuestos en esta autonomía, ha hecho que desde el resto de las Comunidades Autónomas, especialmente desde las gobernadas por el PSOE, hayan surgido voces indignadas y muy críticas. Tanto Ximo Puig desde Valencia como Adrián Barbón desde Asturias han gritado que en España no tiene sentido que haya paraísos fiscales ni competencia tributaria entre autonomías. No corresponde al espíritu de la Constitución, afirma el asturiano.

Sin duda todas estas críticas tienen razón. No tiene sentido ni quizás esté en el espíritu de la Constitución, pero por desgracia sí está en la letra y en la ley. El Estado de las Autonomías, al menos como se ha ido concretando pacto tras pacto y normativa tras normativa, genera contradicciones sin cuento y no es la menor la de las discrepancias fiscales que se producen entre los territorios, estableciéndose entre ellos una competencia desleal. Pero habría que preguntar a los que ahora se quejan si están dispuestos a dar marcha atrás en el proceso y a renunciar, por ejemplo, a la capacidad normativa de las Comunidades Autónomas.

Menos razón tiene el vicepresidente de la Comunidad de Madrid. Aguado califica de infierno fiscal al resto de las autonomías y afirma que la fiscalidad baja o moderada ha funcionado, ha generado crecimiento económico y puestos de trabajo. Con carácter general tal afirmación es falsa. El argumento de que la reducción de impuestos reactiva la economía no tiene demasiada consistencia, ya que olvida el descenso en el gasto público que es preciso acometer como contrapartida y que a su vez deprimirá la actividad económica, incluso en mayor medida que lo que puede haberla incentivado la bajada tributaria. Desde Keynes se sabe que el aumento del gasto público tiene más potencialidad para reactivar la economía que la minoración de impuestos, ya que los receptores en el primer caso tienen una propensión a consumir mayor que en el segundo, y por lo tanto incentivarán la demanda en un porcentaje superior.

Esto es con carácter general, pero cuando se produce el dumping fiscal los efectos pueden ser diferentes. El primer país o Comunidad Autónoma que se adelanta en disminuir la imposición puede obtener beneficios adicionales al robar a los otros países o autonomías un trozo de la tarta. Por ejemplo, las exenciones o desgravaciones en los impuestos de patrimonio y sucesiones en una Comunidad Autónoma pueden incrementar la recaudación de esta autonomía, principalmente vía impuesto sobre la renta, ya que determinados contribuyentes, en particular los de patrimonio e ingresos altos, trasladarán, si les es posible, su residencia a ella. Ahora bien, es de prever que esos beneficios serán transitorios puesto que lógicamente el resto de las autonomías reaccionarán adoptando medidas similares. El resultado será una menor recaudación generalizada y mayor regresividad en el sistema fiscal.

Lo que no tiene razón de ser son los reproches surgidos desde Cataluña; curiosamente desde uno de los principales, si no el principal, periódico de la región, La Vanguardia, caracterizado por su conservadurismo y tendencia liberal, amante siempre de la bajada de impuestos. Basa su perorata en que Madrid goza de una situación privilegiada, lo cual es cierto, pero no por la capitalidad sino por la concentración de poder económico; algo similar a lo que ocurre en Cataluña, o al menos ocurría hasta que el «procés» expulsó a muchas empresas hacia otras regiones de España. Precisamente estas situaciones privilegiadas, concretadas en última instancia en una renta per cápita superior a la de la mayoría de las comunidades, debe compensarse mediante el sistema de financiación autonómica con transferencias a las regiones menos favorecidas. Así ocurre en el caso de Madrid, pero en mucha menor medida en el de Cataluña, hecho que quedó complemente de manifiesto con la publicación de las deseadas balanzas fiscales, tan reclamadas por el nacionalismo y olvidadas en cuanto que se vio que los resultados no eran favorables para sus argumentos. Los resultados no podían ser distintos, puesto que el actual sistema de financiación, del que tanto reniega ahora el nacionalismo, se elaboró en tiempos de Zapatero y el tripartito, a conveniencia de Cataluña.

Si los catalanes son de los españoles que pagan más impuestos y la Generalitat la institución autonómica más endeudada, no es porque el sistema de financiación autonómica les perjudique; todo lo contrario. Tampoco es porque los catalanes disfruten de mejores servicios públicos (no parece que sea así), y mucho menos porque el gobierno de la Generalitat sea de izquierdas. Lo llevo escribiendo desde hace muchos años, el partido más de derechas desde la óptica social y económica ha sido siempre CiU. Solo se necesita repasar las actas del Congreso de los Diputados y constatar cuales han sido todas sus proposiciones. La razón de los mayores impuestos y del fuerte endeudamiento es otra: la desviación de recursos a finalidades espurias, irregulares o partidistas, cuando no delictivas.

Es curioso que La Vanguardia, entre los reproches comentados, haya introducido la corrupción de la Comunidad de Madrid, pues esta, grave como todas las corrupciones, ha sido coyuntural y obedece a una determinada época. La de Cataluña, sin embargo, es estructural. El tres por ciento ha estado presente desde el inicio, enraizado completamente en todo el tejido económico, público o privado. Ha contado con el silencio cómplice de toda la sociedad. Todos lo sabían y todos callaban, desde la prensa hasta la oposición, pasando por los empresarios y todo tipo de organizaciones y asociaciones. Del tres por ciento o similar se han nutrido las cuentas privadas en Andorra o en otros paraísos fiscales de los dirigentes del nacionalismo, pero también la financiación de CiU, e incluso se han costeado aquellas actuaciones tendentes a fomentar el independentismo que no podían hacerse a las claras.

Los recursos de la Generalitat se han destinado asimismo a lo que Pujol llamaba «crear país», es decir, a propagar el nacionalismo dentro y fuera de Cataluña, mediante la creación de chiringuitos, la subvención de las actividades más variopintas, y de ayudas a los medios de comunicación públicos y privados. El mayor gasto de la Generalitat se explica también porque paga los sueldos más altos de las Administraciones españolas, comenzando por el presidente, cuya remuneración es la más elevada de todas las Comunidades Autónomas, incluso mayor que la del presidente del Gobierno, y siguiendo por los propios ex presidentes que gozan de prebendas que no tienen comparación en ninguna otra Autonomía. Hay que suponer que los sueldos de los funcionarios, al menos de los altos, gozan de la misma ventaja comparativa. Ello se percibe a menudo con suma claridad cuando se comparan ciertos colectivos como el de la policía o el de los funcionarios de prisiones.

La Vanguardia, en la línea del victimismo nacionalista, insinúa que la Comunidad de Madrid pide al resto de los españoles que financien las rebajas fiscales de los madrileños. Es el «Madrid nos roba” de siempre, pero aquí los únicos que roban es un grupo de catalanes a otros catalanes y quizás a todos los españoles. Eso sí, con la complicidad de ciertos medios y empresas que son partícipes a título lucrativo.

republica.com 29-8-2019



DE LA JUNTA DE ANDALUCÍA A LOS TÉCNICOS DE HACIENDA

HACIENDA PÚBLICA Posted on Jue, agosto 15, 2019 09:26:23

Terminaba yo el artículo de la semana pasada afirmando que valía más no tener experiencia de gestión que una mala experiencia. Venía esto a cuenta del reproche que los sanchistas hacían a Podemos de carecer de práctica de gobierno. Lo cierto es que en los momentos actuales ningún partido político puede jactarse del currículum vitae de sus dirigentes. La casi totalidad de ellos ha iniciado desde muy temprano la actividad política en las respectivas juventudes, abandonando estudios y cualquier otra profesión. Se hacen expertos en escaramuzas y refriegas internas. Su bagaje se reduce en el mejor de los casos al ejercicio de responsabilidades organizativas o a la asunción de cargos públicos en Ayuntamientos y Comunidades.

Y ahí es donde viene lo de la mala experiencia en la gestión, porque las deficiencias, cuando no la corrupción, se han originado principalmente en las administraciones locales y autonómicas. Es uno de los puntos oscuros -no el único, desde luego- del estado de las Autonomías. Las administraciones nuevas se han construido sin los controles ni los contrapesos necesarios. No es ningún secreto que en aquellas Comunidades como el País Vasco, Cataluña o Andalucía en las que el poder apenas ha cambiado de manos, el clientelismo político haya sido el principio en el que se ha basado el reclutamiento de los funcionarios.

Estos días no se ha dado demasiada importancia a una noticia que venía de Andalucía. El anterior equipo de gobierno había dejado 4.656 millones de euros en derechos pendientes de cobro y 3.990 millones de subvenciones sin justificar. Según afirman desde el gobierno actual de la Junta, y parece que nadie lo ha desmentido, hay deudas de hace más de 30 años y son muchas las irrecuperables por haber prescrito ante la pasividad de la anterior administración. Es de esperar que se trate solo de negligencia (aunque ya es grave) y no de corrupción.

El problema radica, además, en que el anterior equipo de la Consejería de Hacienda es el mismo que rige ahora el Ministerio de Hacienda. La pregunta surge de forma espontánea, ¿es a esta experiencia a la que se refiere Pedro Sánchez? En la situación actual las Comunidades Autónomas, excepto el País Vasco y Navarra, apenas tienen gestión en materia fiscal, y sería de desear que se mantuviese así durante mucho tiempo. La cuestión es que, si las escasas competencias de que disponen se han desarrollado tan incompetentemente en Andalucía, ¿qué se puede esperar, además de verborrea, del funcionamiento actual del Ministerio de Hacienda donde el número y la importancia de asuntos a gestionar es infinitamente superior?

Siendo el tema fiscal en buena medida el núcleo en el que se debate la posibilidad o no de dar respuesta al Estado social, ¿nos puede extrañar que Podemos quiera estar presente en la gestión, como garantía de que la asfixia presupuestaria no aborta cualquier reforma social necesaria? Otra cosa distinta es si ello mejoraría o no la situación y, sobre todo si, tal como plantea la corriente anticapitalista, no constituiría una trampa para la formación morada al quedar comprometida en la marcha del Gobierno.

La Administración tributaria del Estado tiene una larga tradición y muchos años de experiencia. Se puede decir que marcha sola, al margen del buen o mal hacer de los responsables políticos. Pero no es cierto del todo. En primer lugar, la interferencia de estos puede ser decisiva, en especial si se pretende utilizar como arma política. En segundo lugar, porque las decisiones políticas son imprescindibles en muchos temas, no solo en el aspecto normativo, sino en algo tan sensible como el fraude fiscal.

Es por ello, por lo que,por ejemplo, el Sindicato de Técnicos de Hacienda se ha dirigido en estos días a las autoridades del Ministerio para que se aborde el agujero negro del fraude de los autónomos. Contrastan los pronunciamientos habituales del sindicato del cuerpo de titulados medios (GESTHA) con el silencio del cuerpo superior (inspectores), que es del que se nutren los altos cargos de la Administración tributaria. En esta ocasión, sin embargo, tiene su lógica, ya que son los técnicos los que asumen principalmente la inspección de los autónomos, por lo que saben bien de qué hablan.

Los datos además son los datos, y no deja de ser llamativo que uno de cada cinco autónomos con trabajadores a su cargo declare que gana menos que sus propios empleados. Según las estadísticas, hay tres millones de trabajadores por cuenta ajena que cobran más que sus jefes. Que el colectivo de autónomos constituye una importante bolsa de fraude no es ninguna novedad. Quien tenga curiosidad y ganas, puede consultar la hemeroteca y comprobar cómo los que éramos responsables de la materia a mediados de los ochenta denunciábamos ya la diferencia que se advertía en la tributación del IRPF entre los trabajadores dependientes y los empresarios (autónomos) y rentas de capital, en perjuicio de los primeros. Seguro que muchos lectores recordarán aún una figura que se hizo popular en la sociedad, la del fontanero, como ejemplo típico de facturación en negro.

Precisamente el sistema de módulos surgió en buena medida con la finalidad de que los beneficios gravados de los autónomos se adecuasen lo más posible a los reales. Ante la imposibilidad de poder controlar debidamente los ingresos y los gastos de millones de pequeños empresarios, especialmente si facturaban directamente al consumidor, se implantó el sistema de módulos. Tras el estudio detallado de una serie de sectores y de analizar en cada uno de ellos la correlación que existía entre determinados indicadores y los beneficios, este régimen fiscal preveía que los primeros sirviesen de valoración de los segundos. Aun cuando la estimación se realizó de forma conservadora, el impacto en la recaudación fue considerable. El sistema era voluntario, pero muchos autónomos se acogieron a él ante el riesgo de que en caso contrario podían sufrir una inspección, ya que el número de contribuyentes a inspeccionar de forma directa se reducía sustancialmente, y además se habían reclutado 5.000 funcionarios nuevos (agentes tributarios) con esta finalidad.

Pero lo que en un principio fue un régimen positivo para reducir el fraude en el colectivo de los autónomos se ha convertido en un mecanismo que progresivamente ha ido minorando la contribución de muchos de ellos y generando una clara injusticia con respecto al resto de contribuyentes. La razón hay que buscarla en que los diferentes gobiernos, en lugar de actualizar correctamente los módulos, llevados por la presión del colectivo y la rentabilidad electoral, han apostado por bajarlos de forma reiterada hasta el extremo en el que se encuentran ahora y que con razón denuncian los técnicos de Hacienda.

Mucho ha cambiado en estos últimos treinta años el colectivo de autónomos. Constituyen en la actualidad un grupo enormemente heterogéneo. La liberalización del mercado laboral y la permisividad de la que disfrutan las empresas para externalizar muchas de sus actividades han creado una clase laboral nueva, que podríamos denominar de falsos autónomos. En realidad, nada les diferencia de los trabajadores por cuenta ajena excepto la carencia de la mayoría de los derechos. Constituyen en muchos casos la parte más precarizada del mundo laboral. Desde luego no es ahí donde se encuentra el fraude ni es a ellos a los que se refiere el comunicado de GESTHA.

Hay otro grupo que podríamos denominar “autónomos a la fuerza”. Es el de aquellos que, ante la dificultad de encontrar un empleo, se lanzan en su desesperación a montar su propio negocio, que en la mayoría de los casos carece de viabilidad. A menudo estamos en presencia de paro encubierto. Tampoco es a estos ciertamente a los que se refiere el informe de los técnicos de Hacienda. Es muy improbable que alguno de ellos tenga capacidad para contratar asalariados o para la defraudación fiscal. Con frecuencia somos testigos en nuestros barrios de cómo se cierran locales comerciales y tornan a abrirse con nuevos dueños y quizás con un objeto comercial distinto, buscando afanosamente un nicho en un mercado cada vez más estrecho por la expansión de las grandes superficies.

Aun excluyendo los dos grupos anteriores, la tipología continúa siendo amplísima y muy heterogénea. Profesiones liberales (notarios, arquitectos, médicos y personal sanitario con consulta privada, dentistas, abogados, asesores fiscales o financieros, un gran número de periodistas, etc.). Además, todo tipo de oficios destinados principalmente a la obra doméstica (pintores, albañiles, electricistas, fontaneros, carpinteros…etc. y en general pequeños empresarios con negocios consolidados. La diversidad es enorme no solo en la actividad sino en las cantidades que facturan, pero sin peligro de equivocarnos la casi totalidad de ellos tributan menos que aquellos que perciben cantidades semejantes, pero en calidad de trabajadores por cuenta ajena.

Hay otro grupo de autónomos que han dejado de serlo fiscalmente, porque de forma un tanto tramposa se han transformado en sociedades sin que existan más socios que los familiares o los que con carácter de mariachis figuran tan solo a efectos legales. Este colectivo cae ciertamente fuera del objeto del informe de los técnicos de Hacienda y le afecta un impuesto distinto al IRPF, el de sociedades, lo cual no quiere decir que este tipo de sociedades y las patrimoniales no constituyan claramente un nicho de fraude y un campo abonado para que actuase prioritariamente la inspección de Hacienda. La extensión de esta actitud fraudulenta se ha hecho claramente presente con la composición del Gobierno de Pedro Sánchez y la manía de este de nombrar a lo que llamaba “representantes de la sociedad civil”. Poco a poco fueron cayendo, de uno en uno como en la novela “Los diez negritos” de Agatha Christie. Se fue descubriendo que muchos de los nuevos ministros poseían una sociedad que, se quiera o no, solo podía tener una finalidad, contribuir menos a Hacienda.

El informe de GESTHA ha provocado la indignación de las asociaciones de autónomos. No es de extrañar, últimamente no están acostumbrados a la crítica, dada la opinión favorable que se ha ido extendiendo en la sociedad respecto a este colectivo desde que se acuñó el término de emprendedor. Todos los partidos políticos y los creadores de opinión se han esforzado por encomiar su figura y defender la disminución de sus gravámenes y cotizaciones. Los primeros, porque consideraban que les proporcionaba réditos electorales; los segundos, porque muchos de ellos son autónomos.

Lo peor del asunto es que esta defensa a ultranza se hace sin la menor discriminación y sin establecer diferencia alguna en un colectivo que, como hemos visto, es muy heterogéneo y complejo y, se quiera o no, una buena parte de los que lo componen pertenece a eso que algunos periodistas llaman clase media y que en realidad no lo es. Son ciudadanos que se encuentran en los estratos del 10 o del 5% de la población con mayor renta, y que tributan muy por debajo de lo exigido por su capacidad económica.

La fiscalidad de los autónomos es uno de tantos aspectos a tratar en una reforma fiscal, que es algo mucho más complejo que elevar el gravamen de las grandes fortunas o establecer un impuesto ecológico. No digo que no haya que subir la tributación a las rentas altas, pero ello más por justicia y ejemplaridad que por efectos recaudatorios. Si se quiere garantizar el Estado social, no hay más remedio que abordar una reforma fiscal en profundidad más allá de toques cosméticos o demagógicos. Bien es verdad que en ese cometido aparecerá el obstáculo de siempre, la Unión Europea que dictamina sobre la mantequilla, las bolsas de plástico y la contaminación, pero que en un contexto de libre circulación de capitales se niega a toda armonización fiscal y consiente los paraísos fiscales.

republica.com 8-8-2019



LA APROPIACIÓN INDEBIDA DE LA OCURRENTE SEÑORA CALVO

HACIENDA PÚBLICA Posted on Mié, julio 17, 2019 19:32:18

El día 1 de este mes terminó el plazo para la presentación de la declaración del IRPF. Uno de los temas siempre presentes durante toda la campaña, aunque tangencial a ella, es el relativo a las casillas para la financiación de la iglesia católica y para la de las organizaciones no gubernamentales (ONG). En varias ocasiones, a lo largo de estos meses, he tenido la tentación de dedicar a este tema uno de mis artículos semanales. Pero la existencia de otros asuntos quizá de mayor actualidad me hacía desistir. Sin embargo, las declaraciones del nuncio y, en mayor medida, la rabieta de la señora vicepresidenta me han hecho decidirme por abordar la cuestión reiterando las ideas que había escrito en varias ocasiones, por ejemplo, en el artículo titulado “El impuesto religioso” y publicado el 4 de junio de 2008 (hace once años) en Estrella digital, cuando este diario era algo parecido a lo que ahora es República.

Calificaba yo el sistema de cruces en la declaración del impuesto sobre la renta como una gran trampa y una enorme farsa. La Transición heredó del franquismo un sistema de financiación de la iglesia, mediante aportaciones del Estado, que era difícil de mantener. Se modificó en tiempos de Felipe González, pero como en “El Gatopardo”, se cambió para que todo continuase igual. El método actual no es sustancialmente diferente del anterior, la financiación continúa haciéndose con cargo al erario público. La iglesia y los defensores del sistema alegan que la aportación la realizan los creyentes que de forma voluntaria colocan la cruz en la casilla correspondiente. Nada más inexacto, puesto que estos no contribuyen con un euro más de lo que lo harían si no marcasen la cruz.

La aportación a la iglesia sale del erario público. Sea por el procedimiento que sea, consume fondos que no podrán destinarse a otras aplicaciones. Al final, el Estado precisará crear nuevos impuestos o elevar los existentes si quiere acometer tales gastos. En definitiva, todos, hayamos o no hayamos marcado la cruz, terminaremos afrontando un mayor gravamen. Aquí precisamente se encuentra la trampa del actual procedimiento: en que no solo van a pagar más aquellos que señalen la casilla de la iglesia, sino todos los contribuyentes, ya sean católicos o no. Una minoría dispone de lo que es de la totalidad. Cosa muy distinta sería si la aportación, aun cuando el Estado hiciera de recaudador, fuese adicional a la cuota del impuesto, y recayese exclusivamente sobre los que la aceptasen voluntariamente.

Parece lógico que el sostenimiento de una confesión religiosa recaiga únicamente sobre sus fieles, y no sobre todos los ciudadanos. Además, se obtendría así un beneficio adicional, se sabría a ciencia cierta cuántos católicos hay en España, y quizás se terminaría con el tópico de que nuestro país es mayoritariamente católico. Los teóricos creyentes parecen no estar dispuestos a financiar los servicios de la iglesia, con lo que es preciso interrogarse acerca de si el número de fieles de verdad no es mucho más reducido que el de las estadísticas oficiales. La propia iglesia saldría favorecida, pues, prescindiendo de hábitos y convenciones sociales, podría saber cuántos feligreses tiene. La jerarquía eclesiástica, sin embargo, parece querer vivir en una ficción, la de que la mayoría de los españoles son católicos; son tan católicos, que los obispos son conscientes de que no están demasiado dispuestos a sostener económicamente a la iglesia, por eso recurren al Estado.

El mismo razonamiento se podría aplicar a la casilla de las ONG. La aportación tampoco es gratuita y los recursos canalizados hacia ellas no podrán utilizarse en aplicaciones alternativas. En realidad, la casilla de las ONG ha surgido para ocultar en parte el privilegio que se concedía a la iglesia y tuvo en un principio un carácter alternativo, los que no marcaban la cruz de la iglesia católica tenían la opción de elegir la de las ONG. Más tarde, las presiones de la una y de las otras han conseguido que se puedan marcar las dos casillas, con lo que aumentan sin duda los recursos que van a estos fines, pero disminuyen los del erario público.

Se argumenta que tanto la iglesia como las ONG acometen obras benéficas de gran valor social. Habría entonces que preguntarse por qué tareas sociales que van a financiarse por el Estado deben ser gestionadas por asociaciones y organizaciones privadas, entre ellas la iglesia, a las que se está concediendo un poder delegado difícil de controlar. Si los recursos son públicos, es el Estado el que debe determinar las tareas sociales que hay que acometer y debe también controlar después su realización, aun cuando se ejecuten por entidades privadas mediante el sistema de transferencias. El mecanismo de las casillas traspasa los fondos sin control público ninguno, como si desde el principio fuese dinero privado y perteneciese en origen a la iglesia y a las ONG.

Caben pocas dudas de que el sistema de financiación de la iglesia debe cambiarse; es más, debería haberse cambiado ya. Del mismo modo tendría que haberse modificado el sistema fiscal de la iglesia, por ejemplo, la exención del IBI, que puede tener un sentido en aquellos edificios con valor cultural e histórico, pero no en otros, que incluso tienen una finalidad crematística, como los dedicados a la enseñanza. No vale argüir que los ayuntamientos no lo pagan. Los ayuntamientos son precisamente los beneficiarios del impuesto. No tiene sentido que paguen aquellos a quienes se les paga.

Pero las modificaciones que haya que realizar bien en el asunto mayor (la financiación) bien en el menor (las exenciones fiscales) no pueden ser el resultado de la pataleta de la vicepresidenta del Gobierno ante unas declaraciones más o menos afortunadas del nuncio. Quizás estas no fuesen muy diplomáticas, pero se explican y se comprenden por lo muy harto que debía de estar de aguantar a la ínclita Carmen Calvo, a la que el propio Vaticano tuvo que desmentir por la versión que ofreció de su encuentro con el secretario de Estado. Al dejar ya el cargo se ha permitido un pequeño desahogo. Es posible también que el nuncio no estuviese muy acertado al enunciar cierta observación ambigua como la de “que algunos tenían a Franco como un dictador”, observación que podía entenderse como que existiesen dudas de que lo fuera. Pero, prescindiendo de lo anterior, las observaciones del representante del Vaticano dieron en la diana al afirmar que este Gobierno había resucitado a Franco.

Son muchos los que piensan lo mismo. La gran mayoría, por no decir la totalidad de los que sufrimos a Franco, nos habíamos olvidado ya de él. Estaba enterrado y bien enterrado. Pero curiosamente son los que no le han conocido los que están empeñados en resucitarlo. Los números indican que nunca habían sido tantas las visitas al Valle de los Caídos. El otro día quedé tremendamente sorprendido al explorar el anaquel de novedades en la librería de unos grandes almacenes. Jamás había visto la publicación simultánea de tantos libros sobre Franco y el franquismo.

Lo anterior de ninguna manera quiere decir que no haya que exhumar a Franco del Valle de los Caídos. Es más, tal vez se debía haber hecho antes. Pero, antes o después, se tendría que haber llevado a cabo sin concederle ninguna importancia, como algo natural y lógico después de tantos años de democracia, casi como un mero trámite, y desde luego negociando con la familia antes de anunciarlo. El problema es que se ha proyectado con una clara finalidad electoral y política, como propaganda gubernamental, que se pregonó a bombo y plantillo, como un enorme éxito y triunfo del Ejecutivo, Se ha hecho de ello una epopeya, un grito de guerra, un desafío, un artefacto para lanzar a la cara del contrario. Y ahí están las consecuencias. Por otra parte, cuidado con andar moviendo los cadáveres de todos los tiranos de la historia. ¿Qué hacemos con Fernando VII? Todo el panteón del Escorial podría peligrar.

Ya apenas existían franquistas. Como mucho, un pequeño grupo de nostálgicos que no constituían ningún peligro. Había conservadores, reaccionarios, retrógrados, católicos fundamentalistas y neoliberales económicos -los más peligrosos-, pero ni fascistas ni franquistas. Pues bien, ahora han resucitado con Franco, y su número crece como el de las setas. Al menos en esto el hasta ahora nuncio tiene razón. Tal vez por ello la elocuente Carmen Calvo ha saltado como una pantera. Ha amenazado al nuncio, al Vaticano y a toda la iglesia con quitarles las exenciones y los beneficios fiscales.

Y aquí está el quid de la cuestión, porque la señora vicepresidenta actúa como si el sistema fiscal fuese suyo y pudiese diseñarlo a su antojo en función de sus caprichos. Cree poder utilizarlo como arma arrojadiza contra todos aquellos que critican al Gobierno. El tema es tan grave que linda con el Código Penal, con la prevaricación y la apropiación indebida de las instituciones públicas. Las palabras de Carmen Calvo en su rabieta y enojo le salieron espontáneas. Pero he ahí precisamente el peligro. Porque indican la mentalidad del Gobierno, o al menos de su vicepresidenta, de adueñarse del Estado y de emplear para sus particulares fines todas sus instituciones. Hoy es al nuncio y a la iglesia a los que se amenaza, mañana puede ser a cualquier institución o ciudadano.

Si hay que quitar a la iglesia sus beneficios fiscales o, lo que es más importante, su sistema privilegiado de financiación, no puede ser porque el nuncio haya criticado al gobierno de turno, sino porque se considere justo y conveniente para el interés general.

republica.com 11-7-2019



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