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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

ICETA, CABALLO DE TROYA

CATALUÑA, HACIENDA PÚBLICA Posted on Mié, marzo 03, 2021 18:36:51

Se han cumplido los peores augurios en las elecciones catalanas. La participación ha sobrepasado escasamente el 50%. La causa hay que buscarla, ciertamente, en las difíciles condiciones en las que, debido a la pandemia, se han celebrado estos comicios, pero quizás también en el cansancio que el procés ha suscitado en los catalanes. La abstención, sin embargo, no ha afectado por igual a los distintos partidos. Se ha primado a las posiciones extremas, y cuando hablo de extremos, no me refiero al marco de izquierda–derecha, sino de independentismo-noindependentismo, puesto que es en estos términos en los que creo que transcurre la política de Cataluña. Han ganado, sin duda, la CUP y VOX.

Los soberanistas han salido beneficiados, al afectarles en menor medida la abstención, aunque han perdido alrededor de 700.000 votos, lo que deslegitima cualquiera lectura que intenten hacer acerca de que los resultados justifican, aún más, sus pretensiones. Difícilmente pueden hablar en nombre del conjunto de los catalanes. Todo lo más, podrán afirmar que representan al millón trescientos ochenta mil ciudadanos que les han votado y, así y todo, esa representación queda reducida a su actuación en el ámbito del Parlament y de la Generalitat, y de acuerdo con las competencias que les marcan las leyes, pues para eso les han votado, y no hay por qué suponer que sus votantes participen de todas sus posiciones políticas.

Lo cierto es que el soberanismo ha incrementado sus escaños en el Parlament y que la abstención ha perjudicado en mayor medida a los partidos de ese grupo tan heterogéneo que se suele llamar constitucionalista. También parece claro, aunque quizás inexplicable, que en este grupo el PSC -si es que se le puede encuadrar en él-  ha sido el único ganador. Triunfo que quizás no le va a servir para mucho porque, sea cual sea el desenlace, Illa va a quedar de comparsa. Por eso es un poco patético que, siguiendo el ejemplo sanchista, monte la representación de abrir consultas con otras fuerzas políticas y su decisión de presentarse a la investidura, cuando sabe de sobra que no va a tener esta opción, ya que dependerá del futuro presidente del Parlament.   

Pase lo que pase en la Generalitat, pienso que el problema de Cataluña se dilucida mucho más en la Moncloa. Por eso creo que ha llegado el momento de fijarnos en el anverso de la operación Illa, un aspecto hasta ahora poco considerado, pero de suma importancia para el resto de España. Me refiero al hecho de haber situado en el Ministerio de Política Territorial y Función Pública a Miquel Iceta. Es difícil que no despierte suspicacias contemplar al primer Secretario del PSC ocupando el ministerio que tiene que establecer un juego lo más neutral posible entre todas las Autonomías, tanto más cuanto que está pendiente de renovación el Sistema de Financiación Autonómica. El vigente data de 2009, establecido en tiempos de Zapatero y Montilla y al gusto y conveniencia de los catalanes, aunque ahora renieguen de él y digan que les perjudica.

Los antecedentes de Iceta no son precisamente los más adecuados para que el resto de las Comunidades se sientan tranquilas. Su concepción del Estado es de las más atrabiliarias. En su momento, habló ya de ocho naciones, lo que nos retrotraería al Estado cantonal de malhadada memoria, porque, aunque se matice añadiendo que se trata de un concepto puramente cultural, el hecho es que siempre se termina en formulaciones políticas. Pasa igual que con la pluralidad del Estado y los hechos diferenciales, que al final se traducen en fuerzas centrífugas o, al menos, en privilegios. Quién puede dudar de que España es plural. Cualquier territorio lo es. También Cataluña. ¿O es que acaso no hay diferencias entre Barcelona y Gerona?

Iceta fue el primero que habló de indultos para los presos del procés e incluso de alguna manera pretendió trazar a Esquerra su ruta y la estrategia que debía seguir, al comentar que si en algún momento el voto independentista llega a alcanzar el 60 o el 65% habrá que considerar en serio el referéndum. Aunque el PSC ya lo había contemplado antes, al pronunciarse a favor de ese ilusorio derecho a decidir inventado por los independentistas.

Pero descendamos al tema crematístico que es donde se va a plantear el problema, ya que es de prever que, a pesar de soflamas incendiarias sobre la independencia, es en ese terreno en el que Esquerra, con sentido práctico, va a situarse. El fracaso de 2017 y el miedo a la justicia les disuadirá de evitar por el momento nuevas aventuras. Fue en ese mismo 2017, el 30 de noviembre, cuando Iceta publicó en el diario El Mundo un artículo titulado “Financiación justa para una hacienda federal”.

Comenzaba afirmando que los socialistas catalanes querían participar de forma activa (ahora el PSC está más subido e Illa afirma que quieren liderarlo) en el debate y en la negociación del nuevo sistema de financiación autonómico, que debía acordarse en un futuro inmediato. El futuro dejó de ser inmediato en cuanto Sánchez asumió el gobierno, a pesar de que en la oposición arremetió reiteradamente contra Rajoy por no acometer la tarea. Se ha dilatado en el tiempo casi cuatro años, porque el presidente del Gobierno ha preferido tener las manos libres para distribuir dádivas y mercedes entre la Comunidades. Se supone que antes o después tendrá que establecer un nuevo sistema y para ello y para sus planes nada como tener a Iceta en el ministerio de Política Territorial.

Iceta continuaba afirmando en el artículo que las Comunidades Autónomas deben ser gobiernos auténticos, no meras gestoras. Para ello lo que viene a proponer es que haya una mayor cesión de tributos y cita en concreto el IRPF, el IVA y los impuestos especiales. Desconozco lo que el señor Iceta entiende por gobiernos auténticos (Consejos de gobierno los denomina la Constitución). Lo que es cierto es que están muy lejos de ser meras gestoras.

Son ya muchos los tributos que están cedidos a las Comunidades Autónomas. Tal como afirma Piketty (en las páginas 1.090-1.094 de su obra Capital e Ideología y que yo transcribí en este diario en mi artículo del 17 de septiembre de 2020): “España en materia fiscal es uno de los países más descentralizados del mundo, incluso comparado con Estados federales más grandes. En concreto desde 2011, la base imponible del impuesto sobre la renta está dividida en partes iguales entre el Estado central y las regiones… En comparación, el impuesto sobre la renta siempre ha sido federal en EE.UU. y lo mismo ocurre en Alemania, ejemplo más cercano a España. Los Estados (länders) no tienen posibilidad de votar tipos impositivos adicionales, ni conservar para sí la más mínima parte de la recaudación tributaria  con independencia de lo que piensen los contribuyentes bávaros”.

Conviene señalar además que los tributos cedidos -patrimonio, sucesiones y renta (parcialmente)- son los impuestos más progresivos, por lo que su cesión puede producir efectos muy negativos. No se necesita avanzar en el proceso, sino quizás retroceder. La capacidad normativa de las Autonomías crea presiones fiscales diferentes según donde uno viva y, lo que es peor, se establece una competencia desleal entre las Comunidades, el llamado dumping fiscal, que daña la recaudación y la progresividad de los impuestos. Lo paradójico surge cuando se defiende, tal como hacen el PSOE y los independentistas, incrementar la autonomía financiera pero después se protesta cuando esta se ejerce por otras Comunidades diferentes a la catalana.

La cesión de la recaudación, es decir, que los recursos obtenidos por los impuestos en una Autonomía se queden dentro de la Autonomía, representa la ruptura de la función de redistribución del Estado en el ámbito interregional, porque no habrá fondo que pueda compensar el desequilibrio creado. Cuando los nacionalistas e Iceta hablan del Estado del bienestar parece que se refieren únicamente a Cataluña, propugnando hacia el exterior el neoliberalismo económico más radical. Darwinismo social entre regiones. El resultado de transferir además de la recaudación, la gestión y la inspección de los tributos a las Comunidades sería muy negativo desde el punto de vista de la administración fiscal. Trocear la Agencia Tributaria crearía el caos en la gestión de los tributos y obstaculizaría gravemente la lucha contra el fraude y la evasión fiscal.

Hay que tener en cuenta que Iceta escribía desde Cataluña (y me temo que desde ahí será desde donde seguirá hablando y actuando a pesar de ser ahora ministro del Gobierno central) y lo hacía nada más celebrarse un auténtico golpe de Estado. El soberanismo utilizó el inmenso poder que le concedía estar al frente de una de las administraciones autonómicas más ricas y con más competencias para crear toda una estructura sediciosa capaz de subvertir el orden constitucional y romper la unidad del Estado. Pero el golpe está lejos de estar desactivado. Los golpistas continúan y parece que van a continuar al frente de la Generalitat, y no se privan de repetir que volverán hacerlo. El peligro está muy lejos de disiparse, por lo que no parece demasiado acertada la política de conceder cotas de autogobierno más elevadas ni más medios para que en otro momento se puedan volver contra el Estado y entonces, sí, tener éxito.

La estrategia debería pasar más bien por limitar en la medida necesaria las competencias de la Generalitat para que nunca más se pueda repetir un hecho tan aciago. Un factor que ha contribuido decisivamente al fracaso de la supuesta república independiente es la ausencia de una Hacienda Pública propia. Sin ella, resulta muy difícil, por no decir casi imposible, cortar lazos con el Estado. El dinero manda. Es por tanto disparatada la propuesta de ceder la gestión y la recaudación de todos los tributos a la Generalitat.

Iceta terminaba su artículo reclamando una quita de la deuda autonómica. No es de extrañar, puesto que afecta principalmente a la Generalitat catalana (que no a Cataluña). El mayor endeudamiento de esta Comunidad no obedece a los defectos que puedan existir en el sistema de financiación autonómica, tal como intentan convencernos, sino en buena medida a la cantidad ingente de recursos públicos absorbidos por el procés y en general en engrasar esa inmensa máquina de publicidad y propaganda dedicada a promocionar la independencia.

Por otra parte, no es ningún secreto que el presidente de la Generalitat percibe la retribución más alta de las cobradas por los restantes presidentes de las Comunidades Autónomas. Es lógico suponer que ese alto nivel retributivo se extiende a toda la pirámide administrativa, consejeros, directores generales, etc., hasta el último auxiliar administrativo. Recientemente se ha hecho pública y notoria la diferencia retributiva entre los Mossos d´Esquadra y la Guardia Civil y la Policía nacional. Pero me temo que eso mismo se podría afirmar de casi todos los empleados públicos.

El primer secretario del PSC suele repetir que no pide nada para Cataluña que no pida para las otras Autonomías. Puede ser cierto. El problema es que tanto en el orden personal como en el territorial las medidas que son buenas para los ricos no suelen serlo para los menos afortunados. La condonación de la deuda no tiene la misma significación para Cataluña -que debe al Estado 52.499 millones de euros- que para Extremadura -que adeuda tan solo 2.031. Extender una copia del cupo vasco, aun cuando fuese limitado, a todas las Comunidades sería muy beneficioso para Madrid y Cataluña, y por supuesto para el País Vasco, que ya lo tiene, pero tendría efectos devastadores para Andalucía y Extremadura, por ejemplo. Es difícil entender por tanto los afanes independentistas de partidos, como el Bloque Nacionalista Gallego, que se desarrollan en las Comunidades de menor renta.

La presencia de Iceta en el Ministerio de Política Territorial difícilmente va a colaborar a corregir la desigualdad y los desequilibrios entre las regiones, más bien es muy probable que los incremente. Pero no creo que eso le importe mucho a Sánchez. Su finalidad debe de ser otra. Su objetivo consiste en que le ayude a mantener las alianzas con los golpistas, a los que necesita para continuar en el Gobierno.

republica.com 26-2-2021



VOX, SENTIDO DE ESTADO Y LOS FONDOS EUROPEOS

EUROPA, HACIENDA PÚBLICA Posted on Mié, febrero 17, 2021 21:51:49

Hay que reconocer que los medios de comunicación se encuentran a veces un poco desorientados. Así ha ocurrido con el asunto de las vacunas. Entraron al trapo y se pasaron no sé cuántos días estableciendo un ranking acerca de cuáles eran las Autonomías que habían vacunado un porcentaje mayor con respecto a las dosis recibidas; datos, supongo, hábilmente filtrados por el Ministerio de Sanidad para alejar la atención del verdadero problema, el suministro. Cualquier observador avisado podía darse cuenta de que al ritmo al que estaban llegando las vacunas se tardaría cuatro años en inmunizar a toda la población.

En ese momento, por lo tanto, la mayor o menor celeridad en la administración tenía muy poca importancia. Es más, en seguida se demostró que las Comunidades que habían actuado correctamente eran las que con prudencia habían guardado una parte importante de las dosis para la vacunación de la segunda fase. Por el contrario, las que se habían apresurado se encontraban en la desagradable tesitura de encontrarse sin material suficiente para administrar la segunda dosis, con el desastre que esto representaba de dejar sin eficacia toda la vacunación realizada hasta esa fecha. El Gobierno, con un gran cinismo, vino a sacarles del atolladero redistribuyendo los envíos a favor de las cigarras y en contra de las hormigas, utilizando el falaz argumento de que debía primar a las Comunidades que habían demostrado mayor presteza en la administración.

Bien es verdad que no cabía esperar que la contratación y la gestión europea fuesen tan desastrosas. Después de la pasividad mostrada por la Comisión en la primera etapa de la pandemia, en la que cada país debió apañarse por su cuenta, parecía una buena idea lo del suministro centralizado. Sin embargo, la burocracia europea está demostrando una vez más lo que da de sí. Es increíble que países como Israel o Reino Unido estén obteniendo mucho mejores resultados que la Unión Europea (UE), con todo el potencial que se le supone.

Pero yo hoy quería tratar principalmente otro affaire que también en buena medida ha desorientado a la prensa. Me refiero a la abstención de Vox en la votación parlamentaria del decreto-ley por el que se aprueban medidas para la gestión del Plan de Recuperación, Trasformación y Resiliencia. Es curioso comprobar que es tal la propensión de este Gobierno de legislar por decretos- leyes que a casi todo el mundo se le ha olvidado la diferencia que existe entre decreto y decreto-ley, y los medios y los periodistas emplean los dos términos indistintamente.

La abstención de Vox permitió que el decreto-ley fuese aprobado en el Congreso, lo que fue acogido con estupefacción por gran parte de la prensa. ¡Vox salvando a Sánchez! Quizás si hubieran tenido un poco más de perspicacia habrían comprendido que muy posiblemente no entraba en las intenciones de Vox ayudar al Gobierno, sino cumplir las indicaciones de los empresarios, en especial de algunos empresarios, que estaban sumamente interesados en que el decreto-ley saliese adelante.

En otras circunstancias, lo asombroso habría sido que Podemos e IU hubiesen votado a favor. Pero no estamos en una época normal y Podemos forma parte del Gobierno. Es fácil imaginarse cuáles serían los epítetos y las críticas de esta formación política de no pertenecer al Ejecutivo. Durante años los partidos llamados de izquierdas han estado censurando, seguramente con razón, los 40.000 millones que, llegados de Europa, incrementaban nuestro endeudamiento y sirvieron para solucionar el desastre creado por las Cajas de Ahorros. Sin embargo, ahora parece contemplarse con satisfacción que 140.000 millones de euros rieguen a las empresas privadas de manera oscurantista y sin ningún control.

Se ha creado el mantra de que este dinero es una especie de maná gratuito que recibimos de la generosa Europa sin coste alguno. Habrá que recordar una vez más los números y constatar que la mayor parte de la cantidad que vamos a recibir recaerá sobre el erario español. Aunque se afirma que, de los 140.000 millones, 72.000 son a fondo perdido, lo cierto es que esta cantidad se reduce a 33.000 millones, al minorarla en 39.000 millones, parte proporcional que España como país miembro debe financiar, por uno u otro medio, del monto global (390.000).

La cantidad de 33.000 millones, aunque aparentemente considerable, resulta bastante exigua si se la compara con las transferencias de recursos que España recibiría todos los años si en la UE existiese una integración presupuestaria y fiscal como la que se da en cualquier Estado y que es el complemento necesario de una unión monetaria. Además, por mucho que se haya dicho lo contrario, los fondos vendrán condicionados a tomar determinado tipo de medidas que seguramente tendrán mucho más que ver con la ideología que impera en la UE que con las necesidades de reactivación de la economía española. No es por casualidad que las dos reformas que en este momento están sobre la mesa sean la de pensiones y la laboral, que apenas tienen relación con la pandemia, la crisis actual o la recuperación.

La historia puede repetirse. Tras un periodo en el que se invita a los Estados a gastar sin medida, posteriormente se les conmina a recortes muy duros y antisociales. El denominado maná se puede convertir en una losa muy pesada para el futuro, sobre todo si los gastos se orientan a objetivos equivocados y si no se han controlado adecuadamente, y ahí es donde retornamos al Decreto-ley 36/2020 y a la abstención de Vox.

Vox, para justificar su postura, ha recurrido al sentido de Estado, al interés de todos los ciudadanos y a la exigencia de la economía. Ha alegado la necesidad de que los fondos europeos lleguen y lleguen cuanto antes, pero esto no es lo que estaba en juego con la aprobación del decreto-ley. Lo que se ventilaba no era la llegada o no de los fondos, ni siquiera el “cuándo”, que depende de la burocracia europea, sino de cómo gastarlos, quién tiene que decidir su destino y, cómo se van a gestionar y con qué control.

Paradójicamente, Vox había dicho de esta norma que “creaba la mayor red clientelar de la maltratada historia de este país”.  Cambio tan radical solo se explica por el hecho de que alguien les hiciese notar que en este caso los clientes eran los de su bando, a pesar de que también le hagan la pelota a Sánchez. Ahora andan los líderes de Vox intentando dar explicaciones en todos los medios que se lo permiten, afirmando que el decreto-ley no es un cheque en blanco al Gobierno. Vano intento. Por mucho que se esfuercen, el hecho es que todo el proceso va a quedar sin control político alguno, y muy deteriorados y disminuidos los controles y procedimientos administrativos, esos que son totalmente necesarios para garantizar la objetividad y neutralidad en la aplicación de todos los recursos públicos, y estos lo son.

Desde el punto de vista político, es claro que el Gobierno rehúye todo control del Parlamento. Todas las decisiones quedan en el ámbito del Ejecutivo. Se crean un Comité y una Comisión Delegada. Comisión Delegada que constituye un caso único y que pasará como una aberración a los anales del Derecho Administrativo, puesto que se compone de todo el Consejo de Ministros, ampliado con unos cuantos secretarios de Estado. Se supone que las comisiones delegadas, como su propio nombre indica, son delegadas para determinadas materias del Gobierno, pero ¿qué delegación puede darse si la integra el Consejo de Ministros en pleno y la preside el presidente del Gobierno?. En cuanto al Comité, el decreto- ley ni siquiera explicita cuál va a ser su composición, aunque todo indica que será este comité el que realmente va a partir el bacalao y no es muy arriesgado suponer también que estará formado principalmente por el personal de la Moncloa.

Se crea también una conferencia sectorial en la que participarán todas las Autonomías. Se podría pensar que este iba a ser un órgano de cogobernanza, como se dice ahora, pero este término suele encerrar tan solo una forma de engañar al personal. De hecho, el reglamento interno de esta Conferencia estipula que la representación del Gobierno cuenta con el mismo número de votos (19) que el total de las Autonomías, más el voto de calidad de la presidenta, la ministra de Hacienda.

Tras aprobar el decreto-ley, al Congreso no le queda ningún papel ni en la determinación del destino de los fondos ni en su adjudicación. A lo único que se compromete el Gobierno es a informar trimestralmente al Parlamento, comparecencia que se convertirá una vez más en un acto de publicidad y propaganda.

Parece bastante claro que los recursos en su mayoría no se van a quedar en el sector público. No van a servir para reducir el fuerte incremento que ha experimentado el stock de deuda pública. Tampoco se van a emplear en fortalecer la sanidad, perfeccionar el sistema educativo, intensificar los organismos públicos dedicados a la innovación, modernizar la justicia, etc. Es muy posible que tampoco se orienten a esa parte del sector privado que más ha sufrido la pandemia, concretamente hacia aquellos establecimientos que se han visto obligados a cerrar por disposiciones legales, y que lógicamente podrían tener derecho a una indemnización.

Según todos los indicios, los recursos se van a destinar al sector privado, pero a otros menesteres que se suponen más elevados y que se presentan con palabras grandilocuentes, cambiar la estructura productiva, reforma de la economía, transición energética, proyectos estratégicos, etc. Todo ello bajo principios ecológicos y de igualdad de género, etc., que pueden ser muy respetables pero que poco tienen que ver con la necesidad más apremiante que es remontar la enorme crisis económica y fiscal en que nos vamos a ver envueltos.

Es curioso observar la discrepancia en el nombre conferido al plan en Europa y en España. En Europa se le denomina “Instrumento Europeo de Recuperación” (Next Generation Eu) –en inglés es Siguiente generación UE-; en España, “Plan de Recuperación, Trasformación y Resiliencia”. Como se ve, se ha añadido el término transformación. Sánchez no se conforma con sacarnos de la crisis, pretende también transformar toda la economía, lo que representa una enorme osadía y un gran desconocimiento de la realidad, creer que, con esos recursos -que aun cuando se suponen muy cuantiosos son bastante reducidos- puede cambiar la estructura productiva de un país. Una transformación de este calibre no depende únicamente del dinero, sino de otras muchas variables muy difíciles de controlar. Tanto más cuando se está encuadrado dentro de una organización como la UE, y no se dispone de moneda propia.

Los medios que el Gobierno piensa emplear son bastante conocidos: convenios, asociaciones público-privadas, empresas mixtas, etc. Todos ellos bajo un mismo prisma, el maridaje entre lo público y lo privado, cuyas experiencias han sido la mayoría de las veces desastrosas. Los beneficios, cuando los ha habido, han quedado en el ámbito privado, mientras que las pérdidas, las más de las veces, han corrido a cargo del sector público. El mismo Tribunal de Cuentas de la UE criticó en un informe en 2018 las fuertes deficiencias e irregularidades que se han derivado de las asociaciones publico-privadas desarrolladas en la UE. Las previsiones pueden ser tanto peores cuanto que con el falaz argumento de lograr una gestión más ágil se huye del Derecho Administrativo y se eliminan los escasos mecanismos de control que tienen estas figuras.

En los proyectos que se aprueben va a existir desde luego la cofinanciación del sector privado. La banca ya se está frotando las manos en la seguridad de que la mayoría de los que acudan a la tómbola carecerán de recursos y tendrán que recurrir a las entidades financieras, que piensan obtener pingües beneficios. En resumen, en gran medida se va a producir un enorme apalancamiento. Cuando surjan los proyectos fallidos, los futuros socios serán insolventes. Las pérdidas serán para el Estado y quizás también para los bancos que, de una u otra forma, terminarán repercutiendo sobre el sector público.

La huida del Derecho Administrativo está presente en todo el decreto-ley. Se crean de nuevo las agencias, órganos de gestión altamente desreguladas. Se modifican reglamentos y numerosas leyes desde la de contratos del Estado, a la de subvenciones, pasando por la ley general presupuestaria, todo con la excusa de agilizar la gestión, pero con el corolario de que se eliminan controles y mecanismos totalmente necesarios para garantizar la objetividad y neutralidad en la adjudicación, así como la eficacia y el cumplimiento de la legalidad en la realización. No solo es el control político el que se elimina, sino también el administrativo. Ello merece quizás otro artículo.

El resultado económico posiblemente será nefasto, pero en cualquier caso lo que es cierto es que se consolidará una amplia red clientelar alrededor del Gobierno, con lo que aumentarán fuertemente su poder y su influencia, por ejemplo, en la prensa. Ya algún periódico se ha apresurado a defender el decreto-ley e incluso a Vox por su sentido de Estado.

republica.com 12-2-2021



¿LOS IMPUESTOS DAÑAN EL CRECIMIENTO? DISTINGO

HACIENDA PÚBLICA Posted on Dom, enero 31, 2021 23:13:35

En una de esas tertulias en las que los participantes muestran su alergia a todo lo que suene a subida de impuestos, invitaron, el otro día, a la ministra de Economía a una extensa entrevista. Se habló de casi todo: de la tasa hiperbólica de crecimiento para el año que viene, del elevado déficit, del fuerte incremento de deuda pública en 2020 y 2021, y se incluyeron algunas puyas sobre el aumento de los tipos impositivos y acerca de los nuevos tributos. Al final, el director del programa lanzó la pregunta que tenía preparada desde el inicio, pregunta trampa. ¿Usted es de las que creen que la subida de impuestos daña el crecimiento? Cuestión a la que la señora Calviño no supo o no quiso contestar. Al principio se quedó parada y más tarde envió balones fuera, afirmando que ella ya se había explicado y de cómo el Gobierno actuaba con suma prudencia en todo momento.

La escolástica tenía múltiples defectos, pero no se le puede negar su capacidad retórica. Y a esa capacidad retórica debería haberse agarrado la ministra Calviño y haber contestado con un “distingo”, tal como hacían los antiguos filósofos y teólogos en la Edad Media al responder a cada una de las proposiciones que se planteaban en sus manuales o textos. Sí y no, cierto y no cierto. Depende. Cada aseveración no es simple ni sencilla. Está compuesta de muchos recovecos y derivaciones. Hay que separar, diferenciar, según los casos y las circunstancias. Sería de sumo interés que este hábito se introdujese en el discurso económico y en cada cuestión se distinguiese según las múltiples hipótesis. Nada es totalmente blanco o negro. Las generalizaciones casi nunca son posibles y la respuesta puede ser una u otra dependiendo de los condicionantes.

Este método, sin embargo, está totalmente alejado de la cultura actual, en la que imperan los mantras, los eslóganes y los falsos axiomas. Lo he dicho tres veces, luego es verdad. Presumimos de sociedades secularizadas. Pero lo cierto es que, aun cuando hayamos renegado de toda confesión religiosa en sentido estricto, mantenemos adhesiones incondicionales a determinados credos políticos o económicos con tanta o más firmeza que los miembros de las iglesias a sus dogmas. En la Edad Media –cuando la sociedad era intrínsecamente religiosa- los intelectuales se creían en la necesidad de racionalizar su fe. Es verdad que no solían conseguirlo. Pero es que, ahora, los nuevos profetas políticos o económicos ni siquiera se sienten obligados a intentar demostrar las verdades que presentan como evidentes.

El neoliberalismo económico es un discurso totalmente cerrado, mostrenco, que ha logrado imponerse como pensamiento único y que maneja cada una de sus proposiciones como conclusiones inapelables. Entre otras muchas, destaca la de que la subida de impuestos daña el crecimiento, y se ridiculiza a los que defienden lo contrario. Sin embargo, a esta cuestión, como a casi todas, habría que contestar distinguiendo. El “sí” o el “no” depende de muchos factores. Especialmente de los tributos que consideremos; también, y casi con la misma relevancia, del destino que se vaya a dar a los recursos obtenidos e incluso de la situación en la que se encuentre la economía en esos momentos.

El mismo concepto de crecimiento económico es relativo, y no siempre se puede calificar de beneficioso. Casi todo el mundo canta las excelencias del acaecido a la economía española con motivo de la adopción del euro. Pero la realidad es que ese crecimiento tuvo mucho de ilusorio, basado en el crédito y en una burbuja financiera. Duró lo que duró y puso los cimientos de la mayor crisis económica acaecida desde la Transición, con efectos devastadores para los trabajadores españoles. La realidad se ha vuelto a imponer y el porcentaje de la renta per cápita española con respecto a la europea ha retornado a los niveles de 1999 y, lo que es peor, se ha incrementado la desigualdad, creándose una serie de desequilibrios, que se han hecho presentes y agudizados con la pandemia. Quiero decir con ello que a la hora de contestar a la pregunta de cómo influye la subida o bajada de impuestos en el crecimiento habrá que considerar también de qué tipo de crecimiento se está hablando y cuál va a ser su grado de solidez a largo plazo.

La creencia de que en todos los casos una subida de la carga fiscal genera una reducción de la actividad económica y viceversa se basa en una suposición radicalmente falsa, la de que, con los gravámenes, esos recursos desaparecen o, lo que es lo mismo que el gasto público no tiene ningún impacto positivo sobre la economía o, al menos, que será muy inferior al que se generaría si tales fondos permaneciesen en el sector privado. No digo yo que el Estado no pueda despilfarrar el dinero, pero tampoco podemos asegurar (la garantía es aún menor) que esos recursos sean utilizados adecuadamente en manos privadas.

Como mucho, es creíble que cada ciudadano pretenda maximizar su propio beneficio (y no siempre), pero no la rentabilidad social, y es muy posible que para la mayoría de la población su participación en esta última sería mucho mayor que la rentabilidad individual que pudiesen obtener de los escasos recursos que quedasen en su poder tras la bajada o el no incremento de los impuestos. La aseveración de que donde mejor está siempre el dinero es en el bolsillo de cada contribuyente no tiene ningún fundamento y obedece a esa concepción desfasada que reiteradamente se ha mostrado falsa, de la mano invisible, y del laissez faire, laissez passer. ¿Podemos imaginar lo que hubiese ocurrido, por ejemplo, si se hubiese dejado la solución de la pandemia a la mano invisible?

¿Es posible asegurar que la inversión en sanidad, en educación, en infraestructuras, en I+D, en justicia, en orden público etcétera, es más útil que muchas inversiones privadas? ¿Acaso el empleo público resulta menos productivo que esa gran multitud de trabajos que se dan en sector privado, de una mínima productividad y que constituyen en realidad subempleo? Es curioso que en dificultades como estas, sin embargo, la gran mayoría de los detractores de los tributos y del gasto público terminen dirigiendo su mirada al Estado y exijan de este la solución de todos los problemas, sin confiar en que la mano invisible los solucione.

El repudio de los impuestos, especialmente de los directos, suele fundamentarse en la necesidad de incentivar el ahorro, que, según dicen, se trasformará en inversión y en empleo, pero no hay ninguna garantía sin más de que esto ocurra. Desde el tiempo de Keynes se sabe que, aunque la inversión y el ahorro realizados son iguales por definición, la inversión y el ahorro planeados no tienen por qué coincidir. Un exceso de ahorro planeado sobre la inversión también planeada desencadena fuerzas contractivas y, a la inversa, cuando la inversión supera al ahorro se generan impulsos expansivos. Se produce así lo que se puede llamar la paradoja del ahorro: un incremento del ahorro planeado podría llevar a una reducción del ahorro efectivo mediante una disminución de la renta. Aún más en la medida en que la propensión marginal al ahorro aumenta con la renta, todo cambio en la distribución de esta hacia una mayor desigualdad tendría efectos perniciosos no solo desde el ángulo de la justicia social, sino también para el crecimiento.

Keynes en su “Teoría general” se expresa en estos términos: “De este modo nuestro razonamiento lleva a la conclusión de que, en las condiciones contemporáneas, el crecimiento de la riqueza, lejos de depender del ahorro de los ricos, como generalmente se supone, tiene más probabilidades de encontrar en él un impedimento. Queda, pues, eliminada una de las principales justificaciones sociales de la gran desigualdad de la riqueza”.

Es decir, las cotas de mayor igualdad que promueven los impuestos directos, lejos de ser un impedimento para el crecimiento pueden colaborar a él, según como se destinen lo recursos obtenidos. Existe la sospecha de que si molesta el incremento de la fiscalidad no es porque deprima la actividad, sino porque la redistribución de renta y riqueza que promueve va contra los intereses particulares de determinadas clases sociales. Estas observaciones en cierto modo serían perfectamente aplicables a la Unión Europea. Las profundas desigualdades entre los países miembros están lastrando el crecimiento conjunto de la Unión, y la aplicación de políticas más redistributivas entre los Estados contribuirá a una mayor expansión de toda la economía comunitaria.

Los daños económicos de la pandemia están recayendo de forma diversa entre los ciudadanos, sectores o grupos sociales. Incluso los ingresos de algunos de ellos se han incrementado considerablemente. Según el índice Bloomberg, en el año que acaba de terminar, las veinte personas más ricas del mundo aumentaron su patrimonio en un 24%. Solo tres de ellos experimentaron pérdidas. Resulta bastante indudable que, en España, a pesar del manido eslogan de no dejar a nadie atrás, los efectos económicos del Covid 19 están acentuando de manera significativa la desigualdad, que se superpone, además, a la originada por la anterior crisis. No se ve la razón, en consecuencia, por la que no se pueda incrementar ya la imposición directa, elevando la progresividad del sistema fiscal, siempre y cuando los recursos obtenidos se orientasen a conseguir una redistribución más equitativa de la renta y del patrimonio.

No se trata solo de elevar la carga fiscal de las grandes fortunas, aunque también (nadie se siente aludido cuando se habla de ellas, por eso es tan fácil exigirlo políticamente), sino de modificar en profundidad los impuestos sobre las personas físicas, de patrimonio y de sucesiones. Estos dos últimos gravámenes deberían volver a ser estatales. Es cierto que estas modificaciones afectarían no solo, como se dice, a las grandes fortunas, sino a los dos o tres deciles superiores de la distribución de los ingresos y del patrimonio. Por supuesto, de manera muy diversa, en tanta mayor medida cuanto más arriba estuviese situado el contribuyente en la escala de renta y riqueza.

No parece que el Gobierno vaya por este camino. Las modificaciones introducidas en los presupuestos referentes a la imposición directa -y más concretamente al IRPF- son una parodia, un arañazo en la normativa, orientada únicamente a recubrirse de un tinte seudoprogresista, pero sin verdadera efectividad. El incremento de recaudación mínimo necesario para que el déficit no alcance niveles astronómicos (aunque los va a alcanzar de todos modos) piensa obtenerlos de las tasas y de los impuestos indirectos, que quizás sí pueden ser ahora un obstáculo para que se reanime la economía.

No caben muchas dudas de que, en los momentos actuales, con tipos negativos de interés, con tasas de inflación que el BCE- por más que introduce dinero en el sistema- no logra acercar siquiera al objetivo del 2%, lo que necesita tanto la economía europea como la española, no es precisamente que se estimule el ahorro, sino el consumo. No parece que tenga mucho sentido, por tanto, desde el punto de vista de la teoría económica subir los impuestos indirectos en lugar de los directos, aunque bien es verdad que los primeros pasan más desapercibidos, mientras que los segundos son presa  fácil de la demagogia, especialmente de esos dos o tres deciles de la población, que son los que crean la opinión económica y política. He ahí sin duda la razón del comportamiento de un gobierno sin ideología y sin conocimientos económicos suficientes, que se rige únicamente por la imagen y la representación.

republica.com 22-1-2021



UN PRESUPUESTO FRANKENSTEIN

HACIENDA PÚBLICA Posted on Mié, diciembre 09, 2020 21:16:23

“Operari sequitur esse”, el obrar sigue al ser, decían los escolásticos. Un gobierno Frankenstein solo podía parir un presupuesto Frankenstein. No sé, por tanto, a qué ha venido tanto revuelo acerca de si Sánchez había o no pactado con Bildu. Unos rompiéndose las vestiduras, otros negándolo o incluso escribiendo una carta a la militancia para justificarse. Muy propio de Pedro Sánchez eso de recurrir a la militancia. Lo cierto es que nos podíamos haber ahorrado el blablablá y la charlatanería, porque el pacto no se sustancia ahora, sino que existe desde mucho más atrás. Por supuesto desde el voto de investidura, pero incluso antes, en la moción de censura. Aunque si nos referimos a él como simple proyecto tendríamos que remontarnos al 2016, cuando Sánchez se enfrentó al Comité Federal de su partido porque no le dejaba intentar la formación de lo que Rubalcaba había denominado un gobierno Frankenstein. (Permítanme que haga propaganda de mi libro “Una historia insólita. El gobierno Frankenstein” de la editorial el viejo topo).

Hay que rechazar esa versión de que Pedro Sánchez se vio obligado a seguir este camino por la traición de sus compañeros (“idus de marzo”). Es posible que en el origen de este relato se encuentre la necesidad de justificar cierta complicidad. La historia real es otra. El Comité Federal forzó su dimisión para evitar que llevase a cabo su proyecto, contrario a lo aprobado por el propio Comité Federal y que no era otro que el que acometió tras su regreso al ganar de nuevo las primarias. Tal vez muchos de los militantes que votaron a Sánchez en esta segunda ocasión no fueran conscientes de que estaban dando su asentimiento a la nación de naciones y al posible gobierno Frankenstein. Espero que en la actualidad se haya disipado cualquier duda que pudiesen tener al respecto.

Es posible que en aquel momento ni siquiera Sánchez tuviese totalmente perfilado su proyecto, ni se percatase de toda su amplitud. Su motivación se encontraba tan solo en que sabía que era la única forma de llegar entonces a ser presidente del gobierno. Hoy, el plan está mucho más maduro. Ha llegado a la conclusión de que en un espacio político tan sumamente dividido como el actual y en el que la proliferación de partidos de corte territorial es cada vez mayor, hacerse con la adhesión de todos las fuerzas soberanistas, aun cuando hayan dado un golpe de Estado o sean los herederos de ETA, le garantiza para mucho tiempo poder continuar en el colchón de la Moncloa. Ciertamente que ello tiene su contrapartida, contrapartida que parece no importarle demasiado: entrar en un proceso indefinido de cesiones que se hace más presente en momentos como este en el que se quiere aprobar unos presupuestos generales.

Todos pretenden cobrar, todos presentan su factura, desde las migajas más insignificantes de “Teruel también existe”, a las más consistentes y graves de los independentistas vacos y catalanes, con consecuencias nocivas y que ahondan el proceso de desintegración del Estado. El presupuesto se convierte así en un pastiche, en un collage hecho de remiendos, de cada una de las peticiones de las distintas formaciones políticas.

Muchas de estas cesiones se refieren a privilegios económicos, distribución desigual de los créditos presupuestarios entre territorios, que generan evidentes discriminaciones. No obstante, la gravedad mayor de este escenario se encuentra en las cesiones que no tienen nada que ver con los presupuestos en sí mismos, sino con determinadas medidas que se adoptan con ocasión de su aprobación y que van a incrementar el proceso de desintegración del Estado. Aún más, es posible que algunas de ellas permanezcan ocultas y no aparezcan hasta más tarde, tal como ocurrió con los pactos de la moción de censura, en teoría, inexistentes, pero cuyas mercedes no tardaron en hacerse presentes.

Hay otras, sin embargo, que se exhiben a bombo y platillo porque el partido implicado necesita vender la mercancía. Así ha ocurrido con Esquerra Republicana. El motivo, que hay próximamente elecciones en Cataluña y precisa justificarse ante su clientela y convencer a sus votantes de que el pacto con el sanchismo no les convierte en  botiflers, sino que es beneficioso para Cataluña y para el independentismo. Rufián se ha vanagloriado de conseguir que desaparezca lo que ha llamado el 155 financiero. Se trata de que se acabe el control teórico que el Ministerio de Hacienda mantiene sobre las cuentas de la Generalitat de cara a garantizar que los recursos se dedican a su finalidad y no a otras de carácter ilegal.

Esta limitación tenía su origen en el hecho de que especialmente durante los últimos años la Generalitat ha desviado cuantiosos fondos de sus objetivos, a financiar el procés y a promocionar el soberanismo, lo que le ha obligado, por una parte, a elevar los impuestos y, por otra, a endeudarse cuantiosamente. El control, desde que Sánchez ganó la moción de censura, era ya casi simbólico, aunque, no obstante, el independentismo lo consideraba una humillación. En realidad, el Gobern continúa financiando con dinero público toda clase de gastos destinados al objetivo de la independencia, incluso a preparar un nuevo golpe mejor organizado y que evite el fracaso. Los independentistas no han abdicado de conseguir sus objetivos, aunque sea por procedimientos totalmente ilegales, incluso delictivos.

Rufián públicamente se jactó también, aunque explicado de forma chapucera, de otro acuerdo, se refería a la necesidad de armonización fiscal entre las distintas Comunidades de España. La medida era un tanto sorprendente, no por el contenido, sino por quien la proponía. Desde hace más de treinta años en distintos artículos (por citar tan solo el último, el titulado “Susana tiene razón”, del 23 de marzo de 2017 en este mismo digital) he venido defendiendo la necesidad de armonización fiscal. Primero en la Unión Europea. Su ausencia origina una competencia desleal entre los distintos países, en una carrera por ver quién reduce más los impuestos (es lo que se llama dumping fiscal), de manera que la presión fiscal termina descendiendo generalizadamente y las posibilidades de realizar una política social, también.

Segundo, dentro de España entre las Autonomías. Si la diferencia de legislaciones fiscales entre países genera graves problemas dentro de la Unión Europa, cuánto más entre las Comunidades de un mismo Estado. Por eso resulta tan cuestionable el haber transferido a las Autonomías la capacidad normativa de los tributos y mucho más la cesión de los impuestos de patrimonio y de sucesiones, que son los gravámenes más idóneos para realizar el dumping fiscal.

No comparto ese argumento tan simplón de que bajando los impuestos puede recaudarse más. La llamada curva de Laffer no ha funcionado nunca, y en las escasas ocasiones en que se ha cumplido ha sido por medio del dumping fiscal, por el procedimiento de quitar recursos al vecino. Es posible que una Autonomía, a base de rebajar el impuesto de sucesiones o el de patrimonio, atraiga a un buen número de contribuyentes, con lo que quizás incremente sustancialmente la recaudación del IRPF. La situación puede ser conveniente para ella, pero dañina desde el punto de vista global.

Es lógico que un jacobino como yo, que piensa que el haber establecido las Autonomías supone el mayor error de la Transición, no solo esté a favor de la armonización fiscal entre las distintas regiones, sino que se pronuncie en contra de concederles capacidad normativa en esta materia. Pero lo que no parece muy consecuente es que sea un partido independentista el que lo postule, puesto que si alguien ha reclamado para sí la autonomía financiera han sido los nacionalistas, y especialmente los catalanes. Concretamente el statu quo actual se aprobó en el 2009, estando Zapatero de presidente del gobierno y de acuerdo con las peticiones de la Generalitat y del tripartito.

No resulta de recibo que, una vez establecido el sistema, se cuestionen las reglas de juego y se pretenda romper la baraja cuando no interesa el resultado. No es presentable que se niegue a los demás lo que uno ha reclamado para sí. No puede por menos que extrañar que sea precisamente el portavoz de un partido independentista el que exija que el impuesto sobre el patrimonio retorne al Estado, aunque en una especie de cacao mental hable de gravamen sobre las grandes fortunas.

Es verdad que la rueda de prensa adoptó, antes que cualquier otra cosa, la forma de una rabieta contra Madrid. No sé qué les pasa a estos chicos con Madrid. Tienen una fuerte fijación con la capital de España. Rufián tal vez pensó que ello le iba a proporcionar votos en las próximas elecciones. Quizás sí, pero de lo que no hay duda es que resultó un tanto chabacano y grotesco. Soy crítico con la política de bajada de impuestos, especialmente del de sucesiones, que practica la Comunidad Autónoma de Madrid. Viene de lejos. De los tiempos de Esperanza Aguirre. Pero lo que hay que reconocer es que en el fondo el PP lo único que está haciendo es lo que le permiten las leyes en vigor, precisamente aquellas que los nacionalistas han reclamado. No se puede exigir autonomía fiscal para las Comunidades Autónomas y protestar después porque los vecinos bajan los impuestos. Uno, además, tiene la impresión de que si Cataluña no los reduce es tan solo porque tiene que atender a muchos gastos espurios.

Es posible que la Comunidad de Madrid esté haciendo dumping fiscal, pero desde luego no es la única, y mucho menos el problema radica solo en ella. La concesión a las Autonomías de la capacidad normativa ha originado un mapa de lo más dispar. Un caos. No hay dos que presenten la misma tributación ni en tipos ni en deducciones. Además, conviene no olvidar a las Comunidades del régimen foral que sin duda son las que practican el dumping fiscal de manera más abierta y más descarada, hasta el punto de atraer la atención de la Comisión Europea. Habrá que preguntarse si Esquerra Republicana va a enfrentase con sus colegas de Euskadi y si va a exigir la modificación de los conciertos del País Vasco y de Navarra. La contradicción se agudiza si recordamos el hecho de que el procés se inició ante la negativa de Rajoy a conceder el sistema del cupo a la Generalitat. Y es que, por mucho que se empeñen, no se puede ser nacionalista y de izquierdas.

Toda la rueda de prensa del portavoz de Esquerra rezumó prepotencia, dando a entender que son ellos los que mandan en España, por eso no se limitó a proponer una reforma fiscal, sino la creación de una comisión, en la que se elaborase y aprobase. Una comisión bilateral Estado-Cataluña. Hemos llegado al extremo. Hasta ahora los independentistas, para resolver los problemas catalanes exigían relaciones bilaterales, como si se tratase de dos Estados soberanos, pactos de igual a igual. Ahora dan un paso más. Se sitúan al nivel del gobierno central a la hora de legislar para toda España. Quieren decidir una reforma fiscal para todo el Estado. Sánchez lo admite. Esquerra es gobierno.

El gobierno Frankenstein representa sin duda un salto cualitativo. Lo dijo Pablo Iglesias refiriéndose a Bildu: “Se incorpora a la dirección del Estado”. Esta es la inmensa anormalidad de la situación actual. Que gobiernan España los que han dado un golpe de Estado y hablan claramente de repetirlo, los herederos del terrorismo y todos aquellos que confiesan abiertamente su deseo de romper el Estado. Otegui lo ha dejado claro, participar en el sanchismo es la mejor forma de alcanzar la república vasca.

republica.com 4-12-2020



UNOS PRESUPUESTOS JACTANCIOSOS E HIPOTECADOS

HACIENDA PÚBLICA Posted on Lun, noviembre 09, 2020 09:33:31

Todos los presupuestos son sociales y progresistas, al menos eso es lo que afirman siempre los respectivos gobiernos. No obstante, suele haber grados, dependiendo de lo teatrales que sean. Con Sánchez, ya lo sabemos, todo es puro espectáculo, por eso no se han conformado con que la ministra de Hacienda, como es tradicional, lleve al Congreso los documentos (hace años en papel con una camioneta llena de libros, recientemente en un pen drive), sino que antes el presidente y el vicepresidente del Gobierno han querido presentarlos de forma solemne en la Moncloa y con una liturgia made in Sánchez, similar a la que ha venido aplicando cada poco tiempo, en las distintas circunstancias, desde el frustrado pacto con Rivera, allá por 2015.

El triunfalismo, la satisfacción y la euforia mostrados en la presentación contrastan con los graves apuros económicos que están sufriendo muchos ciudadanos y aun más con las amenazas que se ciernen sobre la economía española de cara al futuro. Frases como la de “el mayor gasto social de la historia” o la de “cambiaremos el modelo productivo de España”, o esa otra de “avanzar hacia una economía con un mayor valor añadido”, suenan casi a escarnio cuando la situación económica de España es crítica.

La ministra de Hacienda ha calificado estos presupuestos como extraordinarios, inéditos e históricos. El mismo título que han querido darles, “presupuestos de la transformación”, es una petulancia casi insultante. El objetivo debería ser mucho más humilde, la recuperación, salvar los muebles, salir lo antes posible de la crisis, y de la manera más factible, sin grandes planteamientos de transformación y no digamos de cambio de modelo productivo. Da la impresión de que el gobierno está en las nubes o de que confunde la realidad con el teatro.

Bien es verdad que los presupuestos lo aguantan todo. Se pueden rellenar las partidas con las cantidades que se deseen. Solo hay que procurar cuadrar los ingresos con los gastos y con el déficit que estemos dispuestos a confesar. Ciertamente, al final se descubren las trampas o los errores, pero eso sucede a la liquidación y entonces la atención popular y la política se centran ya sobre el año siguiente y lo pasado pierde interés. La superchería se suele introducir desde el mismo principio a la hora de estimar el cuadro macroeconómico, con repercusiones inmediatas como mínimo en las previsiones de recaudación.

El cuadro macroeconómico propuesto por el Gobierno como antesala de los presupuestos es en exceso optimista y presuntuoso, aunque da la impresión de que esa confianza es más bien impostura. Es difícil creérselo cuando se aparta de las estimaciones del Banco de España (BE), del FMI, y de la OCDE. La segunda ola es una realidad y todo indica que la epidemia, con sus secuelas económicas, va a permanecer buena parte del próximo año.

El Gobierno estima para este año una reducción del PIB del 11,2%, mientras que el FMI lo cifra en el 12,8%; la OCDE y el BE, si tomamos sus previsiones en el contexto de una segunda ola, en el 14,4 y el 15,1%, respectivamente. Pero mayor diferencia se produce en el crecimiento estimado para el año 2021. El 9,8% resulta increíble, y choca frontalmente con las estimaciones de los organismos internacionales y del BE. Todo ello conlleva a que la recaudación será con seguridad muy inferior a la establecida en el documento presupuestario, y por ende el déficit será mayor o se tendrán que recortar capítulos de gasto que tan generosamente, pero sin demasiado fundamento, se han colocado en los estados numéricos para proclamar a bombo y platillo que contienen el mayor gasto social de la historia.

El Gobierno incorpora los recursos (26.634 millones de euros) que estima que en 2021 van a venir de Europa. Pero no hay ninguna certeza de que el dinero llegue en el próximo año ni de que sea por tal cantidad. Además, es una incorporación tramposa, puesto que el 95% se concreta en transferencias tanto corrientes como de capital, es decir, que en su gran mayoría se va a ejecutar fuera del presupuesto. Tan solo sirve para hinchar los gastos y mostrar que estos se incrementan sustancialmente con respecto a los del presente año.

Conviene recordar que los fondos europeos no pueden emplearse en gastos de funcionamiento ni en prestaciones sociales, sino en proyectos, que en su mayoría estarán ligados al sector privado. Lo peor es que, espoleado por la prisa, el Gobierno ha decidido que los proyectos comiencen a ser ejecutados antes de ser aprobados por Bruselas y serán financiados, de forma puente -se dice-, por deuda pública. ¿Pero qué ocurre si al final la UE no los aprueba?

Por otra parte, no creo que pueda incrementarse significativamente la protección social sin que exista una reforma fiscal en profundidad, reforma que el Gobierno pospone una vez más ad calendas graecas. No entiendo esa aseveración que niega rotundamente que se puedan o se deban elevar los impuestos en un momento de crisis. Ciertamente, no es conveniente subir los indirectos, ya que estos giran sobre todos los ciudadanos, prescindiendo de su situación económica. Pero otra cosa son los tributos de carácter directo, ya que consideran las características monetarias y financieras de cada contribuyente, y por lo tanto se puede discriminar a quiénes afectan. Van unidos a los beneficios, a la renta y al patrimonio.

El impacto de una crisis sanitaria y económica como esta no es uniforme, ni todos la sufren del mismo modo, incluso puede ocurrir que algunos hayan salido ganando, o por lo menos que no tengan pérdidas o bien que sus pérdidas no sean relevantes con respecto a su patrimonio y a su renta. Incrementar el gravamen a estos contribuyentes puede ser conveniente desde el punto de vista de la equidad, distribuyendo la carga de la crisis, pero también para el objetivo de la recuperación económica;  la propensión a consumir de los que van a soportar el gravamen será bastante inferior de la de aquellos que van a recibir las prestaciones sociales.

Estos presupuestos introducen, curiosamente, pocas variaciones tributarias, y de ellas la mayoría son relativas a los impuestos indirectos: gravamen sobre el diesel, cambio del IVA de las bebidas azucaradas, incremento del tipo en la tributación de las primas de seguros, a lo que hay que añadir la creación de nuevos impuestos que necesitan ley propia, un gravamen sobre el uso del plástico y otro sobre residuos. La casi totalidad se pretenden justificar por el cuidado al medio ambiente, pero tan importante o más que el medio ambiente, sobre todo cuando este apenas depende de nosotros, es la política redistributiva, y lo que recibe el nombre de fiscalidad verde suele ser casi en su totalidad gravámenes indirectos y que inciden en mayor medida sobre las clases bajas.

Por el contrario, lo que los presupuestos pretenden presentar como tributación a los grandes contribuyentes es una mala broma. Las modificaciones tributarias expuestas en el pacto entre el PSOE y Podemos están muy lejos de constituir la reforma fiscal que necesita la economía española; de hecho, están llenas de tópicos y se mantienen en la superficie. Cualquier cambio del IRPF tiene que comenzar por unificar las rentas de capital con el resto de ingresos en una misma base imponible y con una misma tarifa, cosa que el acuerdo no contempla. Sin abordar esta modificación toda otra constituye un pastiche que originará contradicciones y quizás injusticias comparativas.

Ahora bien, en estos presupuestos, con la excusa de que estamos en crisis, ni siquiera se incorpora lo pactado, dejándolo, según dicen, para más adelante. Los escasos cambios introducidos en el IRPF y en el impuesto de patrimonio son casi una burla y parecen tan solo un intento de pasar por progresistas frente a los respectivos electorados. Algo similar ocurre con ciertas medidas propuestas para la lucha contra el fraude fiscal. Hay una en concreto cuyo objetivo parece ser únicamente engañar al personal. Me refiero a la prohibición de decretar en el futuro una nueva amnistía fiscal. Tal precepto no tiene ninguna virtualidad. No garantiza absolutamente nada. Las amnistías fiscales se aprueban por leyes, y una ley cambia a otra ley, con lo que la medida es pura palabrería, mera declaración de intenciones, y las promesas de Sánchez no son demasiado creíbles, como todo el mundo sabe.

La misma finalidad parecen tener las dos condiciones impuestas al final por Podemos para aprobar los presupuestos. Obedecen únicamente al propósito de mostrar que su estancia en el Gobierno no es inútil, y que son capaces de imprimirle un giro a la izquierda. La primera incide sobre el ingreso mínimo vital (IMV). Pretende introducir algunos cambios con la intención de solucionar los embrollos en los que está inmersa esta prestación. Vano intento, el defecto es de fondo, de diseño. Se ha construido una figura muy difícil de gestionar y más aún de controlar. La forma que adopta, de impuesto negativo sobre la renta, tiene un coste de administración y fiscalización totalmente desmedido. Los problemas que están creándose en su implantación lo indican bien claramente. El gobierno esta semana se ha visto obligado a crear un subsidio para aquellos que han agotado este año el seguro de desempleo. Pero entonces ¿para que sirve el IMV?.  Lo peor, además, está por venir; cuando al final esté totalmente en funcionamiento, descubriremos que no hay forma de controlarlo a un coste proporcionado, por lo que la prestación quedará al albur de los más listillos y se prestará a todo tipo de trampas.

La segunda condición radica en la promesa de limitar el precio del alquiler. El haber escrito ampliamente sobre este tema y sobre los resultados negativos que se pueden obtener, contrarios a los que teóricamente se pretenden, me libra de extenderme sobre ello en esta ocasión (entre otros, ver mi artículo del 26 de marzo pasado). Sin embargo, no renuncio a señalar el riesgo que puede haber de destruir el incipiente mercado de alquiler. La poca extensión de este mercado ha lastrado tradicionalmente el problema de la vivienda en España, lo que constituye un grave perjuicio precisamente para las clases más desfavorecidas, a las que les está vedada la compra.

Además, no puede por menos que extrañar que se plantee precisamente ahora, cuando los precios de los alquileres están descendiendo; a no ser que detrás de esta demanda se encuentre una finalidad política, en el sentido más prosaico del término, el dar satisfacción a Esquerra Republicana y asegurar su apoyo a los presupuestos. La Generalitat, sin tener competencia para ello, ha aprobado una ley limitando los precios de los alquileres. (Colau debe su carrera a la plataforma antideshaucios). El Gobierno, como era de esperar, no la ha recurrido ni ha instado su suspensión. La amenaza de inconstitucionalidad, sin embargo, revolotea sobre la medida al estar tomada por un órgano que no tiene competencias para ello. La aprobación de una ley nacional la cimentaría y legalizaría.

Quizás se piense que con esta promesa Esquerra estaría dispuesta a apoyar los presupuestos. Por supuesto, con esta promesa y con algo más. Se asigna a Cataluña un montante de inversión desmedido con respecto a otras regiones. Se justifica afirmando que es la correspondiente a la participación del valor añadido que Cataluña tiene en el PIB nacional, pero ahí está precisamente el problema, que extrapolando ese modelo a todas las Autonomías se rompería la política redistributiva, y la desigualdad entre regiones se haría cada vez más pronunciada. Se condenaría a Extremadura, por ejemplo, a tener indefinidamente un ferrocarril tercermundista.

El problema de aprobar unos presupuestos Frankenstein es que nacen hipotecados a los partidos nacionalistas y regionalistas. Todos están dispuestos a pasar factura. No son de izquierdas ni de derechas, sino populistas, híbridos, hechos a trozos, de compras y de ventas; del PNV, de Esquerra, del PDeCAT, y de un sinfín de formaciones localistas y provincianas prestas a poner precio. Pero al mismo tiempo, pretenciosos y teatrales, alejados de la realidad presente y futura de la economía española. En las nubes, pendientes de la transición ecológica, la digitalización y la igualdad de género, pero olvidando tal vez las posibilidades más inmediatas de nuestra economía y de aquellos sectores en los que podemos ser más competitivos y en los que se puede crear más empleo.

republica.com 6-11-2020



LA REBELIÓN DE LOS AYUNTAMIENTOS

HACIENDA PÚBLICA Posted on Lun, septiembre 07, 2020 23:06:07

Todo el mundo se hace la siguiente pregunta: ¿por qué el impacto de la pandemia ha sido mucho mayor en España que en el resto de Europa no solo en la primera oleada, sino también en los momentos actuales? Se me ocurre que algo tiene que ver nuestra estructura política, nuestro Estado de las Autonomías y nuestra tendencia al cantonalismo y a los reinos de Taifas.

El 12 de diciembre de 2018 escribía yo un artículo en este mismo diario titulado «El patriotismo de las cosas de comer», en el que comentaba un informe de la OCDE publicado aproximadamente un mes antes. Este organismo internacional consideraba que la división autonómica de nuestro país era un grave obstáculo para el crecimiento económico y la igualdad. No repetiré, desde luego, aquí las aseveraciones de la OCDE, y mucho menos mis comentarios. Solo resaltaré que, si esto es así en condiciones normales, cuánto más lo es en una situación crítica como la actual.

El virus claramente no sabe de fronteras ni de Autonomías. El Gobierno, en un principio, pareció entenderlo y con toda lógica decretó el estado de alarma, incluso empleando este mismo discurso acerca de que la epidemia no atendía a límites ni a territorios. La medida parecía tan razonable que no tuvo apenas contestación, como no fuese la de los nacionalistas, dispuestos siempre a sobreponer su independencia por encima de cualquier otra cosa.

El problema surge cuando se descubre, por una parte, que el rey está desnudo, es decir, que después de cuarenta años de desmontar el Estado y someterlo a un proceso de enorme intensidad de centrifugado hacia la periferia se encuentra incapaz de cumplir determinadas funciones (por ejemplo, los ministerios de Sanidad y de Educación, inexistentes en el orden práctico). Y, por otra parte, la existencia de un Ejecutivo creado de forma precaria y contra natura, hecho de retales y de un equilibrio inestable y que, como reiteradamente he escrito, está hecho para la representación y el pastoreo, pero se muestra incapaz de gobernar y gestionar.

El Gobierno, tras una etapa en la que confunde el mando único con un poder despótico, que considera que puede hacer lo que quiera sin pactar ni dialogar con nadie, y después de ser consciente de los múltiples problemas generados y negarse a aplicar un plan B, se inhibe y deja todo en manos de las Autonomías, con lo que se instala el caos más absoluto. Se crea un mosaico de medidas dispares y distintas según cada Comunidad y, lo que es peor, al albur del criterio de los diferentes jueces que tienen que ratificarlas. Las consecuencias las estamos viendo y las veremos con mayor claridad tras la apertura de las aulas.

Esa anarquía territorial que se ha apoderado de la estructura política y que recuerda los acontecimientos por los que se hundió la I República no se limita al ámbito de las Autonomías, sino que alcanza a las corporaciones locales. Últimamente se ha producido la rebelión de los Ayuntamientos contra una de las pocas normas con sentido que este Gobierno ha anunciado. El Ejecutivo pretende utilizar el superávit de los entes locales para las múltiples y enormes necesidades surgidas y que van a aflorar con la crisis sanitaria y económica. Es un superávit, además, que los Ayuntamientos no podían gastar, estaban bloqueados por las leyes que el PP se vio obligado a tomar como consecuencia de la anterior crisis y en aras a cumplir la disciplina presupuestaria impuesta por Bruselas.

No se precisa recordar que la situación de las finanzas públicas estatales es crítica y lo va a ser aún más. Los últimos datos del Banco de España no dejan lugar a dudas. El stock hasta junio de la deuda pública alcanza ya el 103% del PIB, aunque en realidad es mayor, ya que esta cifra está calculada sobre el PIB de 2019. Con el previsto para el 2020 podríamos afirmar sin miedo a equivocarnos demasiado que el porcentaje alcanzaría el 113%. ¿Cuál va a ser el que alcance a final del año?

Todas estas cargas van a recaer principalmente sobre el Estado. Así mismo sobre las Comunidades Autónomas, pero los gastos adicionales de estas repercutirán también sobre la Administración Central, ya que el Estado va a transferir a las Autonomías 16.000 millones de euros de forma extraordinaria. Será también la Administración Central la que sufrirá una sustancial reducción en su recaudación al ser los impuestos que gestiona los que están unidos a la actividad económica. Caso muy distinto es el de los Ayuntamientos, cuyos recursos apenas se verán afectados. Es de prever que el IBI escasamente experimente modificación. Un impuesto que, por cierto, se ha multiplicado e incrementado como ninguna otra figura tributaria en los diez o veinte últimos años.

Ante la crisis que estamos sufriendo y las dificultades que se avecinan, la postura de los Ayuntamientos es mezquina y raquítica, pueblerina, con anteojeras. No dudo de que todos ellos tendrán muchas necesidades. Las necesidades siempre son infinitas, pero no es el momento ni de los polideportivos, ni de las piscinas, ni de los centros culturales, ni de las aceras etc. Las necesidades a cubrir van a ser mucho más apremiantes y los recursos, escasos. Tampoco es el momento de que las corporaciones locales asuman funciones que no les corresponden. Los compartimentos estancos no tienen lugar en una crisis como esta. Cada gasto tiene su coste de oportunidad y la elección de los que haya que acometer debe hacerse con carácter general y sin capillitas.

Más grave aún es la postura del PP al colocarse al frente de la manifestación. Da grima escuchar a algunos de sus portavoces bramar que el Estado quiere expoliar el ahorro de los vecinos. Se llega a la conclusión de que los partidos políticos, aunque sean nacionales, no se rigen por la racionalidad sino por la demagogia y el populismo. Habrá que preguntarse quién va a pagar el seguro de desempleo de esos vecinos despojados, y los gastos extraordinarios en sanidad y en educación, incluso ese ingreso mínimo vital si alguna vez se pone en funcionamiento; quién va a costear las pensiones de sus mayores; quién sufragará los ERTE, y los avales para salvar el mayor número posible de las empresas de esos Ayuntamientos.

El sectarismo del PP en este caso aparece de forma más elocuente al recordar que criticó con dureza la medida en sentido inverso que Zapatero adoptó en la crisis del 2008, el llamado plan E, consistente en rociar de dinero a los entes locales creyendo que de esa manera se iba a producir la reactivación. Todo el mundo ha reconocido ya que fue una de sus mayores ocurrencias, y una forma ingeniosa de desperdiciar recursos, recursos que habrían de ser muy necesarios más tarde. Entonces el PP tenía razón, pero por eso se entiende menos la postura que ha adoptado en este momento.

Ante la crisis actual todo capillismo es suicida. La historia nos enseña que en las confrontaciones bélicas el conjunto de los bienes públicos y privados se pone al servicio de la victoria. No es preciso exagerar. No estamos en una guerra, pero sí en una catástrofe sanitaria y probablemente económica. ¿Qué más lógico que el hecho de que todos los recursos públicos se aúnen bajo una dirección única para solucionar las necesidades más apremiantes? Pero aquí nos encontramos con el problema de siempre, este Gobierno no está hecho para gobernar, no puede ni sabe hacerlo. Quizá por su propia incompetencia, pero también y principalmente porque carece de los apoyos políticos necesarios.

Esta ley no saldrá, y si se aprueba será con tantas concesiones que devendrá inútil. Por supuesto no contará con la aquiescencia de vascos y catalanes, a no ser que se les conceda que sean las respectivas Autonomías las que se hagan cargo de los excedentes de sus Ayuntamientos, lo que sería reconocer ya que en España hay tres Estados. Pero es que el Ejecutivo ni siquiera contará con el apoyo de parte del Gobierno. Colau (no olvidemos que es parte del Podemos) ha salido ya vociferando y acusando al Estado de expoliador.

Para gobernar no basta con una moción de censura o con ganar la investidura. Se precisa capacidad y poder político para gestionar el día a día, y eso es lo que le falta a este gobierno Frankenstein. Puede echar las culpas a los Ayuntamientos, a las Comunidades o a la oposición. No digo yo que no tengan responsabilidades, pero la causa principal y el origen de todo lo que sucede se encuentra en un gobierno que nació tarado y que cuanto más prepotente se muestra en la representación y en el postureo, más débil e infecundo es en la gestión y en la gobernanza.

republica.com 28-8-2020



LOS PRESUPUESTOS Y LA PANTOMIMA DE CIUDADANOS

HACIENDA PÚBLICA Posted on Jue, agosto 20, 2020 09:14:41

Dicen que cuando un gobierno no sabe resolver un problema crea una comisión, que es la manera de dejarlo en vía muerta. Quizás podría afirmarse también que a veces lo que se crea es un ministerio o una secretaría de Estado. Zapatero fue experto en eso de inventar ministerios sin contenido: Vivienda, Igualdad, etc. Pedro Sánchez, no obstante, le ha ganado por la mano. Por si hubiera sido poca la multiplicación de carteras y de órganos administrativos establecidos al principio del segundo gobierno Frankenstein, ahora crea una secretaría de Estado. Tras su nefasta gestión de la pandemia y su vergonzoso lavado de manos en lo que ha denominado la “nueva normalidad”, como toda solución al empeoramiento progresivo de contagios que anuncia una nueva oleada crea una secretaría de Estado de Sanidad y se va de vacaciones. Habrá que preguntarse a qué se va a dedicar ahora el filósofo.

Pedro Sánchez va a reponer fuerzas para lo que de verdad le interesa de cara al futuro, aprobar unos presupuestos. Casi al final del artículo de la semana pasada insinuaba yo, sin dar más detalles, que la aprobación de los presupuestos tenía más que ver con la representación que con la gobernanza, lo que sin duda extrañaría a muchos de los lectores. Y es que entre los muchos tópicos que anidan en la vida política española se encuentra la creencia generalizada de que los Presupuestos Generales del Estado tienen una gran trascendencia, ya que fijan y cifran la política económica y social del gobierno de turno. Se piensa que sin ellos no se puede gobernar; y puede ser que tengan razón, no se puede gobernar bien, pero sí chapuceramente.

Los que hemos trabajado dilatadamente en el área del gasto público tendemos a relativizar y a desmitificar la realidad presupuestaria. Recuerdo que cuando yo me dedicaba a esos menesteres, el abogado del Estado que venía encargándose año tras año de coordinar la elaboración de la ley de presupuestos, tuvo un rasgo de humor y definió, ya entonces, el presupuesto como un solo crédito y ampliable. No era ninguna exageración, indicaba con ello la enorme flexibilidad que existía en la normativa presupuestaria. Una vez aprobado, el gobierno podía hacer todo tipo de modificaciones entre partidas y, además, muchos de los créditos eran ampliables. Es más, siempre cabía el recurso al decreto ley y a los créditos extraordinarios.

Tras su aprobación, el margen de maniobra del Ejecutivo era y sigue siendo amplísimo. Me viene a la memoria que en aquellos tiempos (tiempos ya lejanos) en los que todos los años se discutía en las Cortes el presupuesto, todos los diputados hacían esfuerzos para que los proyectos de infraestructuras de sus respectivas provincias figurasen explícitamente en las partidas de inversión, con la finalidad de poder vender electoralmente más tarde tal hazaña en sus territorios. Recuerdo también -con cierta rechifla – que, después, en la fase de ejecución el gobierno lo cambiaba todo, haciendo baldíos tales esfuerzos; aunque no del todo, porque la venta del producto estaba ya hecha.

Aquellos que piensan que los presupuestos son un instrumento para controlar al Ejecutivo se equivocan. Sobre todo, después de haberse impuesto la utilización desmedida de los decretos leyes que, si bien en teoría están condicionados a ser utilizados en situaciones extraordinarias y de urgente necesidad, la permisiva actuación del Tribunal Constitucional ha dado lugar a que todos los gobiernos los hayan usado abusivamente. Abuso que se ha convertido en crónico, habitual y llevado al extremo por Pedro Sánchez, aprobando por esa vía las cosas más surrealistas.

Hay que considerar además que una gran parte de los presupuestos está afectada de gran permanencia y sus partidas se consolidan de un ejercicio a otro. Tan solo una fracción de cuantía reducida en relación con el resto es la que goza de discrecionalidad y no se encuentra supeditada a compromisos anteriores. De manera que el gobierno -manejando esa proporción que comparativamente no es llamativa, pero sí lo suficientemente grande- puede actuar con total desahogo y a sus anchas, concediendo y negando mercedes.

La realidad habla por sí misma. Pedro Sánchez lleva más de dos años gestionando unas cuentas que no son suyas. Es más, que criticó duramente desde la oposición y que se negó a apoyar. En ningún caso, sin embargo, las ha sentido como un corsé, y me atrevería a mantener que se ha encontrado tan cómodo con ellas como si fuesen las propias. Los problemas que haya podido tener obedecen a su propia incompetencia, a la levedad de su gobierno y a no contar con una mayoría consistente, pero no a unos presupuestos que ha modificado a su conveniencia sin ningún impedimento. Si disolvió las Cortes durante el primer Gobierno Frankenstein no fue porque no le aprobasen unos nuevos presupuestos (solo fue el pretexto), sino porque esperaba mejores resultados en las urnas. La prueba es que tras las elecciones en ningún caso se planteó la urgencia de elaborar unas nuevas cuentas públicas para el año 2020.

La necesidad que siente ahora de aprobarlas para 2021 no surge del ámbito de la gestión, sino del de la representación, del que dirán, de la creencia generalizada entre la población de que un gobierno debe tener sus propios presupuestos y, sobre todo, de la necesidad de presentar a la Unión Europea un documento que cuente con la mayor aquiescencia posible de las fuerzas políticas. Pero que nadie se llame a engaño, todos estos motivos no son suficientemente sólidos como para obligarle a convocar elecciones, en el caso de que no lograse su aprobación. Solo el convencimiento de que podría obtener mejores resultados en unos nuevos comicios le llevaría a disolver el Parlamento.

Esto deberían tenerlo muy en cuenta el resto de las formaciones políticas. En especial Ciudadanos, que pretende justificar la nueva actitud colaboracionista que ha adoptado su dirección con la excusa de que así doblega al Gobierno, y lo desliga de los que considera socios indeseables. Deberían haber aprendido ya que las promesas de Pedro Sánchez carecen totalmente de valor y que, aunque pretendan convencernos de otra cosa, lo único que han obtenido hasta ahora es que les hayan tomado el pelo y representar el deshonroso papel de tontos útiles. ¿Dónde está ese plan B que, según ellos, habían conseguido arrancar a Sánchez? ¿No será ese desmadre en el que nos movemos ahora y al que han bautizado como “nueva normalidad”?

A la nueva dirección de Ciudadanos y a sus asesores no les debería caber la menor duda de que lo que firmen respecto a los presupuestos será papel mojado tan pronto como estos se hayan aprobado, y que Pedro Sánchez se sentirá en total libertad para actuar a sus anchas y sin cortapisas. En cierto sentido lo ha dicho ya él mismo, al afirmar sin ningún pudor que será él quien reparta los fondos europeos. Recursos que, conviene recordar, serán en su mayoría préstamos que repercutirán de una u otra manera en las cuentas públicas, y que, como he escrito en varias ocasiones, me temo que van a dedicarse a intentar salvar a empresas privadas. Digo a intentar, porque no es seguro que lo consigan. El final puede consistir en enterrar dinero público en empresas zombis que antes o después terminen quebrando.

Por otra parte, la dirección de Ciudadanos tampoco tendría que hacerse líos mentales para calmar su mala conciencia e intentar convencernos de que ellos negocian exclusivamente con el PSOE. No deben equivocarse. Pactar en estos momentos con el sanchismo es hacerlo con el lote completo. No solamente con Podemos, de los que Ciudadanos no quiere ni oír hablar, sino también con el PNV y con los privilegios del País Vasco que tantas veces han criticado; con Bildu, con quienes Pedro Sánchez se ha coaligado en Navarra y negocia en el Parlamento español; con los golpistas catalanes, tan en las antípodas de todo lo que ha representado Ciudadanos desde su fundación; incluso con los partidos regionalistas cuyo objetivo, por muy ortodoxos que sean, reside exclusivamente, al igual que en el caso de los nacionalistas, en conseguir privilegios para sus respectivos territorios, distorsionando el equitativo equilibrio regional.

Ciudadanos tiene una cierta tendencia al catarismo. Siempre se han considerado los puros, pero en política eso no funciona. Cuando constituyó gobiernos autonómicos con el PP le repugnaba tener que negociar con Vox y pretendía convencernos de que no lo hacía, a pesar de que los votos de esta formación eran totalmente necesarios; montaba una espléndida pantomima, y mantenía la tesis de que ellos dialogaban únicamente con el PP, y de que el pacto de este partido con Vox no les afectaba.

Ahora defienden que pactan únicamente con el PSOE. Pero es que este partido tiene tan solo 120 diputados, y Pedro Sánchez lleva macuto, y muy voluminoso, todo el que ha sido necesario para alcanzar la Moncloa. Pactar con él, les guste o no, es hacerlo con el lote completo, con el gobierno Frankenstein en pleno, desde Bildu y el PNV hasta los golpistas catalanes. 

Republica.com 14-8-2020



HABLEMOS EN SERIO DE IMPUESTOS

HACIENDA PÚBLICA Posted on Mié, julio 22, 2020 13:58:26

¿Qué tipo de Estado queremos? Esta es la pregunta que debe hacerse toda sociedad y también la española. ¿Un Estado liberal o un Estado social? Un Estado liberal precisa de un nivel reducido de gravámenes, aquellos imprescindibles para que se desarrollen las funciones que son esenciales a toda unidad política: justicia, policía, exteriores; en su caso, ejército, y poco más. A medida que la actividad económica y la sociedad en general se fueron haciendo más complejas, los propios Estados liberales tuvieron que asumir competencias de tipo económico, infraestructuras, transportes, comunicaciones etc., pretendiendo, eso sí, minimizar su cometido y dejar el protagonismo al sector privado. Se reservaron fundamentalmente el papel de árbitro y regulador. Todo ello implica ya un cierto aumento del tamaño de la Hacienda Pública, aun cuando el nivel de imposición continúe siendo relativamente reducido.

El Estado social representa un salto cualitativo. Parte de la convicción de que el Estado liberal se encuentra en un equilibrio inestable. Ni el derecho ni la democracia pueden ser auténticos sin unas condiciones mínimas de igualdad social. Condiciones que deberían surgir: primero, de que los gravámenes se adapten al principio de progresividad, es decir, que contribuya más quien más posea; segundo, de que, junto con los derechos políticos, las Constituciones garanticen derechos sociales, empleo, educación, sanidad, pensiones, vivienda, seguro de paro, etc. Es más, tras la Gran Depresión del año 29 se comprobó que la economía no es un sistema perfecto que se autorregula, sino que precisa de la intervención de los poderes públicos. Poco a poco surge un fenómeno nuevo, es la misma clase empresarial la que se dirige con frecuencia al Estado para pedir ayuda.

Cabe poca duda de que el Estado social resulta caro y exige un nivel considerable de imposición, por eso, desde principios de los ochenta los países occidentales viven en una especie de esquizofrenia. Por una parte, se produce lo que se puede llamar “la rebelión de los ricos”, se establece una fuerte ofensiva contra los sistemas fiscales, especialmente en lo que respeta a la progresividad; pero, al mismo tiempo, desde todos los sectores de la sociedad se reclama la actuación del Estado y se exige su intervención. En especial en los momentos de crisis, ciudadanos, empresas, organismos e instituciones privadas reclaman su ayuda como un derecho propio y una obligación del sector público. Este comportamiento apareció con claridad en la recesión de 2008, y desde luego se está haciendo patente de forma irrefutable en los momentos actuales con la crisis sanitaria. ¿Podemos imaginarnos los estragos que la pandemia hubiera hecho en la sociedad y en la economía manteniendo simplemente un Estado liberal? El Estado social es caro, pero más caro puede resultar no tenerlo.

España llegó tarde al Estado social, y aún no había terminado de consolidarlo cuando se inicia en Europa el proceso involutivo del que hemos hablado antes, y al que nuestro país se sumó con entusiasmo, al menos en materia impositiva. Desde finales de los años ochenta tanto los gobiernos de González como los de Aznar y como los de Zapatero entraron en un proceso desaforado de bajada de impuestos, con argumentos tan descabellados como los de la curva de Laffer, que ya había mostrado con Reagan su inconsistencia. No solo se dañó la progresividad del sistema sino también la suficiencia, lo que explica nuestra brecha recaudatoria respecto al resto de países europeos.

Se mire como se mire, España está muy por debajo de lo que debería ser su puesto en la Unión Europea, ordenados sus miembros por el nivel de presión fiscal que cada uno mantiene. Esta magnitud en España es inferior en seis puntos a la media de la Eurozona, y en cinco a la de la Unión Europea. Pero no es solo que sea menor que la de Francia, Italia, Alemania, Suecia, Dinamarca, Noruega, Bélgica, Holanda, Austria y Finlandia, lo que podría tener una justificación, sino que está por debajo de Portugal, Grecia, Polonia, Chequia, Hungría, Eslovenia y Croacia, lo que resulta difícil de explicar por mucho que se empeñen los enemigos de los impuestos en buscar argumentos.

No se puede argüir que los tipos impositivos son superiores. Ello resulta muy difícil de comprobar. Los sistemas fiscales son un entramado complejo y cada elemento se complementa con los restantes,  por lo que no tiene sentido fijarse en uno solo, por ejemplo, en el tipo del impuesto sobre sociedades, prescindiendo de las deducciones, exenciones y beneficios fiscales que rodean el tributo.

Tampoco tiene sentido recurrir a lo que llaman esfuerzo fiscal, variable predilecta de todos aquellos que pretenden defender que en nuestro país la tributación es muy elevada. Ningún organismo internacional serio la utiliza para hacer comparaciones. Su definición no tiene ningún significado y quizás tan solo constituya un índice de pobreza, ya que al dividir la presión fiscal por la renta per cápita son lógicamente aquellos países en los que esta última variable es menor los que se sitúan a la cabeza de la clasificación. Todos los que pretenden usar el esfuerzo fiscal se limitan a mostrar que su nivel en España es superior al de Alemania, al de Austria, al de Holanda, al de Bélgica, etc. Pero nadie cita que los valores más altos se encuentran en países como Bulgaria, Rumania, Letonia, Lituania, Grecia, Eslovaquia, Portugal, Chipre, etc., en general en todos los países económicamente más débiles. Tampoco añaden que la brecha de recaudación es tan considerable en España que, a pesar de tener una renta per cápita inferior a Francia e Italia, está situada por debajo de ellos en la clasificación.

Si de verdad se quiere mantener en nuestro país el Estado social, no queda más remedio que dejarse de demagogias y plantearse en serio la subida de la presión fiscal. Sin abordar una auténtica reforma que incremente la progresividad y suficiencia de nuestro sistema tributario, no es creíble ni lo del escudo social, ni lo de no dejar a nadie atrás, ni lo de un gobierno progresista. Una reforma fiscal que no puede quedar reducida a elevar la tributación de las grandes empresas, a crear dos impuestos de final dudoso, sobre todo si no se implementan a la vez en toda la Unión Europea y un gravamen a las grandes fortunas, todos ellos elementos que suenan muy bien porque en teoría no afectan al común de confesores, pero que carecen de la suficiente capacidad recaudatoria.

Llenar el país de mercedes sin querer subir de verdad los impuestos no es progresismo, sino puro populismo y demagogia con efectos seguramente muy graves para la economía. Lograr enderezar la Hacienda Pública (dejando aparte que lo primero sería colocar al frente del Ministerio un equipo que supiese algo de impuestos) pasaría en buena medida por desandar el camino andando desde finales de los ochenta y por enfrentarse con los cuatro grandes (al menos deberían ser grandes) tributos que dotan o deberían dotar de progresividad al sistema: IRPF, impuesto sobre renta de sociedades, patrimonio y sucesiones y donaciones.

Comencemos por el IRPF. Lo primero que hay que señalar es que cualquier reforma que se quiera acometer en este impuesto tiene que empezar por devolverle su carácter global, con una sola base imponible y una sola tarifa. Sin duda el ataque mayor que se infligió a la progresividad del gravamen fue separar las rentas de capital de la tarifa general y someterlas a una tarifa más reducida. Es verdad que ya con Solchaga y Solbes se había venido otorgando de forma progresiva un trato de favor a los dividendos, pero fueron los gobiernos de Aznar los que dieron la puntilla al sistema, al escindir en dos la base imponible, la primera constituida fundamentalmente por las rentas de trabajo (y en menor medida por las rentas de la propiedad inmobiliaria y las de los autónomos) y a la que se le aplica la llamada tarifa general, y otra base imponible en la que se engloban los ingresos financieros sometida a una tarifa que eufemísticamente se llama “del ahorro”, para ocultar su verdadero concepto, de rentas de capital.

El primer efecto de esta escisión lo constituye la radical injusticia de hacer tributar a las rentas del trabajo a un tipo muy superior al que se aplica a las rentas de capital. Pero hay un segundo efecto tan pernicioso como el primero y es que los ingresos no se acumulan en una única base imponible, con lo que la progresividad del impuesto se ve reducida, fenómeno que afecta lógicamente a los que tienen rentas de ambas fuentes.

Curiosamente, no he visto que nadie en ese gobierno «progresista» exija esta modificación, sin la cual los otros posibles cambios pierden gran parte de su razón de ser. Crear tramos adicionales en la parte alta de la tarifa general con tipos marginales elevados no deja de discriminar una vez más a las rentas de trabajo respecto a las de capital. No digo que esa medida carezca por completo de sentido, puesto que en los niveles elevados de la tarifa general se encuentran los ejecutivos de las grandes corporaciones con salarios realmente escandalosos. No es lógico que el último tramo termine en los 60.000 euros. A menudo desde la izquierda, incluso desde la misma Unión Europea, se plantean limitar las retribuciones de los grandes ejecutivos. La mejor forma para ello, incluso desde la óptica más liberal, no es la prohibición, sino introducir en la tarifa del impuesto tramos elevados y a unos tipos marginales tales que desincentiven cualquier subida de sueldo en esos niveles. Ahora bien, esta medida queda totalmente coja sin dar un tratamiento homogéneo a las rentas de capital.

El argumento de que son muy pocos los contribuyentes que están en los tramos altos no representa ninguna objeción seria. Hay medidas fiscales que tienen su razón de ser en la suficiencia del tributo, pero otras obedecen principalmente a la justicia, aunque indirectamente también afectan a la suficiencia, porque es difícil exigir a la totalidad de los contribuyentes un esfuerzo fiscal si no existe ejemplaridad en aquellos que más tienen. A los que se rasgan las vestiduras por el nivel que alcanza el tipo marginal máximo hay que recordarles (a veces parecen ignorarlo) que no es un tipo medio, sino marginal, es decir, el que se aplica a los ingresos percibidos a partir de ciertas cantidades, y además que la tarifa vigente a principios de los ochenta, y establecida por un gobierno de centro como UCD, estaba conformada por 32 tramos y un tipo marginal máximo del 65%.

A pesar del trato de favor que actualmente mantienen en el IRPF las rentas de capital, la cuantía declarada es muy reducida, inferior al 10%, de las que se hacen constar como rentas de trabajo, lo que nos conduce, por una parte, al impuesto sobre sociedades y, por otra, a los de patrimonio y sucesiones. Al impuesto sobre sociedades porque resulta vital que las rentas de capital no queden estancadas y ocultas en sociedades interpuestas e instrumentales que carecen de finalidad como  no sea la de esconder patrimonios y sus rentabilidades. Hay sin duda formas para evitarlo. Es verdad, no obstante, que, por muchos esfuerzos que se haga en esta dirección, las rentas de capital siempre tienen la capacidad de permanecer retenidas como mayor valor de los activos hasta el momento de su realización en el que lucirán como plusvalías. Ello permite en muchos casos retrasar indefinidamente su tributación. Es precisamente esta condición de los activos financieros la que hace, junto con otros motivos, necesarios los gravámenes sobre patrimonio y sucesiones.

Serán, quizás, estas dos figuras tributarias las más odiadas por los detractores de los impuestos, y objeto de toda clase de sofismas para condenar su existencia. Sin embargo, son dos complementos imprescindibles al impuesto sobre la renta y al de sociedades para construir un sistema fiscal justo y coherente. La imposibilidad de extenderme aquí en la justificación de su razón de ser y en desmontar las falacias que se han construido frente a ellos, me conduce a autocitarme por si algún lector quiere entrar más a fondo en el tema. Para ello pueden verse dos capítulos de mi libro «Economía, mentiras y trampas» (Editorial Península) y, entre otros, los artículos de este diario digital del 22-9-2011, y del 7-11-2018.

No obstante, sí añadiré el gran error que se cometió en los primeros años de la Transición al cederlos a las Comunidades Autónomas. Se permitió, así, la disparidad y casi la anarquía, y con ello el dumping fiscal entre las Autonomías. Se perdía también la función de control que poseen en una gestión integrada de los impuestos directos. Una reforma fiscal en profundidad debería pasar no tanto por homogenizar estos dos impuestos en las Comunidades como en retomar el carácter estatal de ambos tributos, compensando a las Autonomías si fuese necesario.

El impuesto sobre sociedades necesita una reforma amplia y a fondo, aunque sin chapuzas de tributaciones mínimas. El gravamen debe ser proporcional a los beneficios, pero examinando y eliminandocasi todas las deducciones y desgravaciones que ahora mantiene y que alejan el tipo efectivo del nominal y vacían casi por completo de contenido el tributo. Por otra parte, en este impuesto, a diferencia del de la renta personal, no tiene sentido discriminar por el tamaño, entre grandes y pequeñas empresas. Las primeras pueden tener muchísimos accionistas y las segundas un número reducido de socios, pero muy selectos. Las primeras pueden tener graves dificultades económicas, y las segundas notables beneficios y una situación muy saneada. Lo único que se logra al establecer estas distinciones es desincentivar las fusiones empresariales, y mantener nuestro país como una economía de PYMES.

Es verdad que,en los momentos actuales, a la hora de acometer una reforma fiscal no podemos prescindir del hecho de que impera la globalización y de que pertenecemos a la Unión Europea, institución que censura cualquier desviación en materia de déficit público, pero que es totalmente permisiva con los paraísos fiscales, y permite que países miembros como Irlanda, Holanda, Luxemburgo sean totalmente laxos en materia tributaria y que practiquen el dumping frente a otros Estados.

No es menos, cierto, sin embargo, que, si el capital es fácil de deslocalizar, las personas individuales que son las que reciben las rentas, tienen muchas más dificultades en hacerlo, a no ser que asuman el coste del exilio. De ahí la necesidad de imputar correctamente los patrimonios y sus ingresos, (bien estén o se produzcan en España o en el extranjero), a sus beneficiarios últimos, personas físicas. De ahí también la relevancia de la medida adoptada en 2013 por Montoro estableciendo la obligación, bajo elevadas sanciones, de declarar el patrimonio que se mantiene en el extranjero, lo que se recoge en el llamado modelo 720. Curiosamente, la Comisión, lejos de aplaudirlo, lo ha denunciado como norma abusiva al Tribunal de Justicia. ¿Nos puede quedar alguna duda de qué intereses defiende la Unión Europea? ¿Nos puede extrañar que elijan como presidente del Eurogrupo al ministro de Hacienda de un paraíso fiscal? Solo un gobierno imberbe, ansioso de apuntarse tantos, podría pensar otra cosa.

republica.com 17-7-2020



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