Algunos comenzamos a utilizar la expresión “armonización fiscal” hace muchos años, allá por 1989, coincidiendo con la aplicación del Acta Única en la Unión Europea. Hasta entonces, el Mercado Común era eso, un mercado, un espacio de intercambio de productos y servicios, una unión aduanera. La aprobación del Acta Única significó un salto trascendental. Entre otras cosas, se aprobó la posibilidad de que los factores de producción (la mano de obra y el capital) se moviesen entre todos los países sin ningún obstáculo.
Europa comenzaba a ser un pato cojo. Iniciaba un proceso de asimetría que se acentuaría con la Unión Monetaria. Mediante el Acta Única se aprobaba la libre circulación de capitales, pero se mantenía la fiscalidad intocable en manos de los Estados nacionales. La trampa era evidente. Con tal medida el capital puede huir de los Estados con mayor carga fiscal dirigiéndose a aquellos con sistemas tributarios más permisivos. Los países entran en una especie de competición para ver quién baja más los impuestos, y no solo evitar así la fuga de capitales, sino también lograr atraerlos. Los sistemas fiscales de todas las naciones van transformándose poco a poco y perdiendo progresividad. Los impuestos directos han ido reduciéndose a favor de los indirectos. Incluso se han permitido paraísos fiscales dentro de la Unión.
Ya desde el mismo año de 1989 hemos sido muchos los que hemos reclamado una armonización fiscal entre los países miembros como el complemento necesario a la libre circulación de capitales. Sin embargo, poco se ha avanzado en esta materia. En Europa, todo acuerdo en temas fiscales debe adoptarse por unanimidad, lo que hace casi imposible cualquier paso adelante. Quizá la armonización solo se ha producido -en muy pequeña medida y solo parcialmente- en el impuesto sobre el valor añadido (IVA), lo que indica muy claramente cuál es la única preocupación de la Unión Europea, el mantenimiento de la libre competencia y el correcto funcionamiento de los mercados.
En España se ha producido cierta paradoja. Al tiempo que se criticaba en la Unión Europea la divergencia fiscal entre los países, se desmembraba el sistema impositivo español transfiriendo competencias a las Autonomías. El primer paso en esa dirección fue el reconocimiento en la Constitución del sistema de concierto del País Vasco y de Navarra, sistema económico más propio de la Edad Media que de la época actual y que incluso ha sido denunciado por Bruselas por ser un régimen que origina una competencia desleal, lo cual no deja de ser irónico tratándose de la Unión Europea, espacio en el que domina el dumping fiscal y subsisten paraísos fiscales como Irlanda o Luxemburgo.
Posteriormente fueron las sucesivas cesiones de capacidad normativa a las Autonomías del régimen común. Era un requerimiento constante de los nacionalistas, especialmente de los catalanes, pero no solo de ellos. El nacionalismo ha terminado por contagiar a todos los políticos de ámbito regional, sean del partido que sean. Lo peor es que esa cesión afecta a los principales impuestos directos: renta, patrimonio y sucesiones (y sociedades en el País Vasco y Navarra), estableciendo una competencia desleal entre las regiones. La situación actual es que la carga fiscal no es igual en las distintas Autonomías. No todos los españoles pagan los mismos impuestos. Y el mapa fiscal de España resulta de lo más heterogéneo, no solo en los tipos sino también en las deducciones. Cada Autonomía ha decidido primar las cosas más variopintas, a través de la concesión de beneficios fiscales.
Si la diversidad de gravámenes y el consecuente dumping fiscal tienen efectos perniciosos cuando se realiza entre países, tanto más cuando se da entre Comunidades Autónomas. No deja de ser irónico que primero hayamos fragmentado el sistema fiscal español y hablemos ahora de abordar la armonización. No sería necesario armonizar nada si los impuestos continuasen siendo estatales. Con todo, lo más paradójico es que sean los nacionalistas catalanes los que exijan la armonización. Uno no sale de su asombro cuando escucha a Rufián quejarse de que en la Comunidad de Madrid se paguen menos impuestos que en Cataluña y que pida al Estado central que establezca una tributación mínima en los tributos que gestionan la Comunidades, es decir, que retroceda en la autonomía fiscal tan querida y reclamada por los nacionalistas catalanes. El mundo al revés.
Nadie puede dudar de que quienes llevamos más de treinta años reclamando la armonización fiscal en Europa y denunciando la contradicción que significa su ausencia en una economía donde existe la libre circulación de capitales por fuerza tenemos que defender la armonización fiscal en España. Más aún, para ser coherentes debemos estar en contra de la parcelación que se ha hecho del sistema fiscal español y abogar por que se retire la capacidad normativa a las Autonomías. Y con mayor razón tendremos que criticar lo que constituye la amputación mayor del sistema, el régimen del concierto vasco y navarro.
No tienen razón los que para justificar la bajada de impuestos repiten sin cesar que aquellas Comunidades con menor presión fiscal recaudan al final más. Puede ser que en algunos casos sea así, pero ello es tan solo porque roban un trozo de la tarta al vecino. Una Autonomía que reduzca, por ejemplo, el gravamen del impuesto de patrimonio puede atraer contribuyentes de otras Comunidades e incrementar por tanto la recaudación por IRPF, de tal manera que compense con creces los ingresos perdidos con la disminución en el impuesto de patrimonio. Pero se habrá dañado la progresividad del sistema fiscal y la recaudación global será menor.
En principio, no habría nada que objetar al hecho de que un gobierno central se decida a armonizar la fiscalidad de las Autonomías. Es más, parecería lógico que una de sus funciones principales fuese la de armonizar no solo la fiscalidad sino otras muchas materias, como la educación, la sanidad o incluso los sueldos de los funcionarios y altos cargos que ejercen tareas idénticas o similares en las distintas Comunidades Autónomas. Sin embargo, hay algo que no cuadra: que sea precisamente el sanchismo el que lo plantee, un gobierno que se apoya y subsiste gracias a los nacionalismos y regionalismos de todo tipo y que no suele dar un paso que pueda incomodar a los nacionalistas.
La explicación puede ser que en este caso el nacionalismo, al menos el catalán, se haya puesto al frente de la manifestación, lo cual -tal como hemos dicho- sería totalmente contradictorio, si no vislumbrásemos que detrás hay segundas, terceras y cuartas intenciones. Porque, ¿qué armonización se exige? No ciertamente la de asimilar los regímenes forales a los de régimen común, donde sin duda se da la máxima injusticia y desigualdad, sino que el único objetivo que parece perseguirse es atacar a Madrid, (que el nacionalismo identifica al resto de España), aunque para ello deba renegar y abdicar de sus exigencias anteriores.
La armonización fiscal entre Comunidades es un objetivo loable. Pero se contamina cuando se proyecta únicamente como una parte más de la ofensiva contra la Comunidad de Madrid, y contra los madrileños, lo que, según parece, se está convirtiendo en el deporte preferido de este Gobierno. Planteada así, obstaculiza el acuerdo y el consenso entre Comunidades, y hace más difícil su aceptación por los ciudadanos.
republica.com 21-5-21