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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

EL CUPO DE ICETA

CATALUÑA Posted on Lun, diciembre 11, 2017 23:42:57

Tenía intención de dedicar el artículo de esta semana a la propuesta de la Comisión Europea sobre la creación de lo que algunos han denominado el futuro FMI europeo, que según Bruselas servirá para estabilizar la Eurozona. Parece que nace con muchas pretensiones, pero, como casi siempre, con toda seguridad acabará quedándose en nada. Una vez más, sin embargo, se ha cruzado Cataluña. En esta ocasión con las demandas de Iceta acerca de la condonación de la deuda y de ceder a la Generalitat la gestión y la inspección de todos los tributos. Así que el tema del Fondo Monetario Europeo (o Fondo Europeo de Estabilización, según la denominación que prefiere Mario Draghi) tendrá que esperar a otra semana. Y no es que la cuestión sea de menor importancia, simplemente es que se dilatara en el tiempo. En Europa todo es más lento. En realidad, ambos asuntos inciden sobre los dos problemas que hoy amenazan y dan jaque mate a la economía del bienestar, al Estado social o a la ideología socialdemócrata, o como se le quiera llamar: uno, el euro y el otro, la fuerza centrífuga que anima algunas regiones en Europa.

Pero vayamos a las propuestas de Iceta. En Cataluña se produce un extraño fenómeno y es que las tesis de los independentistas terminan impregnando a otros muchos que no lo son. Periodistas, expertos y políticos, por ejemplo, del PSC, son presa del victimismo y afirmando que Cataluña está maltratada. Expresiones como “hay que buscar un encaje con España”, “procurar que Cataluña se sienta cómoda”, “está infrafinanciada”, “hay que aumentar el autogobierno”, etc. están generalizadas y constituyen un buen exponente de lo que decimos. Antes de abordar las propuestas concretas planteadas por el primer secretario del PSC conviene, por tanto, dejar claras algunas cosas.

En primer lugar, Cataluña es una de las regiones más ricas de España, la cuarta en renta per cápita. Su nivel económico privilegiado no deriva, al igual que ocurre con todas las regiones ricas, de la excelencia propia o de ocupar un lugar privilegiado en la Historia, sino de múltiples circunstancias aleatorias, entre las que se encuentra el trato recibido del Estado, y del juego de mercado, por ejemplo del consumo del resto de España. A su vez, esa situación económica aventajada la convierte por la aplicación automática de la política redistributiva del Estado en contribuyente neto, al igual que en el orden personal los ciudadanos de mayores rentas presentan también de manera lógica un saldo negativo entre lo que contribuyen al Estado y lo que de este reciben. En el ámbito catalán se confunde con frecuencia este déficit con una infrafinanciación, cuando no es tal, sino el resultado racional de los mecanismos redistributivos de la Hacienda Pública, que compensan el reparto injusto del mercado.

Sea cual sea el sistema de financiación que se adopte para el futuro, Cataluña, al igual que Madrid, Aragón, La Rioja y las Islas Baleares, deberían presentar, aunque no ciertamente en igual cuantía, saldo negativo al estar sus respectivas rentas per cápita por encima de la media (también el País Vasco y Navarra, aunque lo eluden por el Concierto). No deja de ser curioso que sea Cataluña la que se queje ahora del actual sistema de financiación, cuando se elaboró con Zapatero de presidente del Gobierno y Montilla al frente de la Generalitat, y casi en su totalidad de acuerdo con los deseos y exigencias de la propia Cataluña.

En segundo lugar, que en estos años la Generalitat haya presentado un mayor déficit y un incremento mayor en el nivel de endeudamiento que las otras Comunidades, no obedece a los defectos que puedan existir en el sistema de financiación autonómica, sino en el destino que cada una de ellas ha dado a los fondos públicos. Es una evidencia, aunque no sea fácil cuantificarlo por ahora dada la complejidad administrativa de la Generalitat, que el llamado procés ha absorbido una cantidad ingente de recursos, no solo a través de los organismos y entes públicos creados en la Administración con la única finalidad de garantizar, como se decía, una estructura de Estado, sino también engrasando toda esa inmensa máquina de publicidad y propaganda que ha funcionado sin escatimar gasto para ese objetivo: favores a medios de comunicación nacionales y extranjeros, públicos y privados, embajadas, pago de lobbies, subvenciones a asociaciones, etc.

Por otra parte, no es ningún secreto que el presidente de la Generalitat percibe la retribución más alta de las cobradas por los restantes presidentes de las Comunidades Autónomas, en algún caso el doble, y mayor que la del propio presidente del Gobierno español. La gravedad no se encuentra tanto en este dato aislado, sino en que, como es lógico suponer, ese alto nivel retributivo se extiende hacia abajo a toda la pirámide administrativa, consejeros, directores generales, etc., hasta el último auxiliar administrativo. Recientemente se ha hecho pública y notoria la diferencia retributiva entre los Mossos d´Escuadra y la Guardia Civil y la Policía nacional. Pero me temo que eso mismo se podría afirmar de casi todos los empleados públicos.

En tercer lugar, es necesario tomar conciencia de que estamos en presencia de un golpe de Estado de una gravedad inmensa, y que no está claro que esté totalmente desactivado. Las autoridades de una de las Comunidades Autónomas más ricas y que produce el 20% del PIB nacional han utilizado el inmenso poder que les concedía estar al frente de la Administración autonómica para crear toda una estructura sediciosa capaz de subvertir el orden constitucional y romper la unidad del Estado. Sin entrar en la discusión jurídica de si ha existido o no violencia de cara a tipificar el delito de rebeldía o de simple sedición, lo cierto es que han contado con una vasta capacidad de intimidación, la que les proporcionaba manejar todos los medios materiales y personales (incluyendo los Mossos d´Escuadra) de la Comunidad. La amenaza ha sido tanto mayor cuanto que Cataluña es una de las Comunidades con mayores competencias. El peligro está lejos de disiparse, por lo que no parece demasiada acertada la política de conceder cotas de autogobierno más elevadas, más medios, para que en otro momento se puedan volver contra el Estado, y entonces sí, tener éxito. La estrategia debería ser más bien la de limitar en la medida necesaria las competencias de la Generalitat para que nunca más se pueda repetir un hecho tan aciago. Un factor que ha contribuido decisivamente al fracaso de la supuesta república independiente es la ausencia de una Hacienda Pública propia. Sin ella, resulta muy difícil, por no decir casi imposible, cortar lazos con el Estado. El dinero manda. Es por tanto disparatada la propuesta de ceder la gestión y la recaudación de todos los tributos a la Generalitat.

En cuarto lugar, es preciso tener en cuenta que en el tema de la financiación autonómica no hay nada gratuito. El dinero que se destina a una Comunidad no se destina a otras, bien directamente o bien detrayéndose del presupuesto del Estado, que afecta a todas las Comunidades. Es un sistema de suma cero. Con lo que en esta materia no puede haber negociaciones bilaterales sino multilaterales, de todas las Comunidades.

Pues bien, con todos estos supuestos, estamos ya en condiciones de afrontar las propuestas de Iceta. Las ofertas en campaña electoral gozan siempre de una gran ambigüedad. Por ello nos referiremos principalmente al artículo que el secretario general del PSC publicó el jueves 30 de noviembre pasado en el diario El Mundo. No es tampoco que el artículo tenga mucha concreción, pero sí la suficiente para vislumbrar los peligros que suscita su contenido. Convencido de que sus demandas pueden levantar ampollas en otras Comunidades Autónomas, intenta revestirlas, pero sin conseguirlo, de un carácter de generalidad, colocando como único antagonista al Estado como si el Estado no fuera de nadie.

Comienza afirmando que los gobiernos autonómicos deben poder ser gobiernos auténticos y no meras gestoras de un Estado descentralizado. Desconozco lo que el señor Iceta entiende por gobiernos auténticos (Consejos de gobierno los denomina la Constitución). Tal vez lo identifique con “independiente”. En todo caso lo que es seguro es que están muy lejos de ser meras gestoras. Cataluña cuenta con un grado de autogobierno que para sí querrían muchos estados federados.

Intenta convencernos de que las paganas de la crisis han sido las Comunidades Autónomas. Ciertamente que para prestar sus servicios han tenido que enfrentarse a graves dificultades, pero tantas o más ha tenido que superar el Estado. La culpa no está en que el sistema de financiación haya hecho aguas, si no en que lo que hizo aguas fue la recaudación impositiva que se desmoronó a niveles desconocidos. Curiosamente, si hubiese estado en vigor el sistema que propone el candidato del PSC, con una mayor cesión de los grandes impuestos a las Autonomías, las dificultades de estas hubiesen sido incluso superiores.

Frente a lo que afirma Iceta, los gastos del Estado han sido lógicamente los más sensibles a la crisis; comenzando por el pago de intereses, que, aunque no pertenezcan a la economía del bienestar, resultan imprescindibles, a no ser que el primer secretario del PSC defienda que hay que denunciar la deuda, cosa que no creo. La teoría económica engloba al seguro de desempleo dentro de lo que se denomina “estabilizadores automáticos”, aquellos gastos que se elevan en tiempos de crisis. El resultado más inmediato de la regresión ha sido la explosión en el número de parados, y por consiguiente en la partida que debe dedicarse a cubrir la prestación por desempleo.

Afirmar que las prestaciones por desempleo y las pensiones están protegidas por las leyes y por los presupuestos públicos es tanto como afirmar que la sanidad y la educación están protegidas por la Constitución y por los presupuestos autonómicos. Sin ingresos, todo eso es papel mojado, y las leyes se cambian. Basta con observar lo que ha pasado con las pensiones. Los jubilados son el colectivo que ha salido más perjudicado con la crisis, especialmente de cara al futuro, ya que la ley aprobada por el PP y auspiciada por Frankfurt y Bruselas condena a este colectivo y a los próximos jubilados a ir perdiendo año a año poder adquisitivo. Es absurdo hacer comparaciones sobre las distintas prestaciones de la economía del bienestar, en función de la administración que las gestiona, aunque tal vez conviene recordar que mientras la educación y la sanidad son universales, las prestaciones por seguro de desempleo y las pensiones inciden sobre los colectivos más desprotegidos. En todo caso, el victimismo es victimismo, aunque se pretenda esconder detrás de todas las Comunidades Autónomas.

Iceta habla de cesión de tributos sin especificar mucho más. Si se refiere a la capacidad normativa, esa competencia la tienen ya, aunque limitada, las Autonomías con respecto a los tributos propios y cedidos, lo que constituye un problema. Problema que adquiriría mayores proporciones si se ampliase la cesión, puesto que se crean presiones fiscales diferentes según donde uno viva y, lo que es peor, se establece una competencia desleal entre las Comunidades, el llamado dumping fiscal, que daña la recaudación y la progresividad de los impuestos. En Europa lo estamos sufriendo entre países, pero reproducirlo a nivel regional es nefasto. No creo que sea la medida más adecuada para ser defendida por un partido socialista.

Si la cesión que se pretende es la de la recaudación, es decir, que los recursos recaudados por los impuestos en una Autonomía se queden en esa Comunidad, se estaría proponiendo la ruptura de la función de redistribución del Estado en el ámbito interregional, porque no habrá fondo que pueda compensar el desequilibrio creado. La redistribución únicamente se ejercería entre los ciudadanos de cada Comunidad Autónoma. Así ocurre en la Unión Europea, en la que no se aplica ninguna política redistributiva entre países. Es lo que algunos criticamos de ella y lo que, a la larga, si no se corrige, provocará la ruptura de la Eurozona. Qué diríamos si Amancio Ortega, las Koplowitz o los Botín dijesen algo así como “deseo más autonomía, yo me quedo con mis impuestos y me hago cargo de sufragar mi sanidad, mi pensión, la educación de mis hijos, etc. Eso sí, no pido nada para mí, que no pida para los demás, el barrendero también puede hacer lo mismo”.

Quizás lo que aparece más claramente en la propuesta de Iceta es que aboga por transferir la gestión y la inspección de los tributos a la Generalitat; pero tal cesión no tendría mucho sentido si no supusiese la cesión de su recaudación. Por lo que, amén de los efectos desastrosos que se producirían de cara al Estado Social planteados ya en el párrafo anterior, el resultado sería nefasto para la administración fiscal. Trocear la Agencia Tributaria crearía el caos en la gestión de los tributos y obstaculizaría gravemente la lucha contra el fraude y la evasión fiscal. Para suavizar su demanda, el primer secretario del PSC propone que la gestión corriese a cargo de un consorcio participado paritariamente al 50% por el Estado y por la Generalitat. Idea no demasiado brillante. Cualquiera que haya trabajado en la órbita del control del gasto público sabe que los Consorcios son agujeros negros; al ser propiedad, al 50% de dos administraciones, termina por no controlarlos nadie.

Miquel Iceta insiste con frecuencia en el principio de “ordinalidad”. Palabra que por cierto no existe en el diccionario. No resulta sencillo llegar a entender lo que significa. Lo definen como que la política redistributiva “no coloque en peor condición relativa a quien contribuye respecto a quien se beneficia”. Si por condición relativa se entiende el orden de las Comunidades establecido respecto a la renta per cápita, el principio sería inútil porque no hay ninguna posibilidad de que eso ocurra. Ahora bien, si lo que se pretende es que las Comunidades que más contribuyen tengan que ser también las que más reciban contradeciría la misma esencia de la política redistributiva que se basa más bien en lo contrario. Los ricos son los que menos necesitan las prestaciones y los servicios públicos.

El primer secretario del PSC repite que no pide nada para Cataluña que no pida para las otras Autonomías. Puede ser cierto. El problema es que tanto en el orden personal como en el territorial las medidas que son buenas para los ricos no suelen serlo para los menos afortunados. La condonación de la deuda no tiene la misma significación para Cataluña -que debe al Estado 52.499 millones de euros- que para Extremadura -que adeuda tan solo 2.031. Extender una copia del cupo vasco, aun cuando fuese limitado, a todas las Comunidades sería muy beneficioso para Madrid y Cataluña, y por supuesto para el país Vasco que ya lo tiene, pero tendría efectos devastadores para Andalucía y Extremadura. Y lo del principio de ordinalidad, si alguna vez descubrimos qué significa, me temo que solo favorecería también a Madrid y a Cataluña.

No parece que todas estas medidas tengan mucho encaje en un programa socialdemócrata. Casan mejor con las clásicas peticiones que hacían los nacionalistas antes de echarse al monte. En cualquier caso, la gravedad del tema radica no tanto en que lo defienda el PSC, sino en que termine como siempre contaminando al PSOE. Ferraz ya se ha pronunciado a favor, lo cual no es demasiado chocante teniendo en cuenta la extrema levedad intelectual que caracteriza a la actual Ejecutiva. Habrá que esperar que esa no sea la opinión generalizada en el Partido Socialista.

republica.com 8-12-2017



ELECCIONES REGIONALES NO PLEBISCITARIAS

CATALUÑA Posted on Mar, noviembre 21, 2017 09:50:34

De las pocas cosas en las que he estado de acuerdo con Zapatero es en aquello de que la nación es un concepto discutido y discutible. El contenido se hace tanto más confuso cuando nos movemos en la Europa actual, similar, por una parte, a un enorme puzle cuyos territorios se han barajado demasiadas veces para formar distintas unidades políticas y, por otra, a un extenso espacio de emigraciones y de mestizaje, en el que resulta difícil -por no decir imposible- encontrar unidades homogéneas y diferenciadas, sean cuales sean los criterios que se establezcan. No obstante, en esa búsqueda los nacionalismos grandes o pequeños han convertido a Europa, a menudo, en campo de desolación, muerte y miseria. En contra de lo que nos pueda parecer en este momento, España no ha ocupado un puesto aventajado en ese baile; sus contornos y fronteras desde hace siglos están bastante definidos y su presunta diversidad interna es inferior a la de otros muchos países.

Hoy se afirma continuamente que España es plural. Con tanta o mayor razón se podría decir lo mismo de cualquier otro Estado, y otras regiones europeas podrían aducir también iguales o mejores motivos para reclamar la independencia que Cataluña. Toda entidad es plural. Desde su inicio, desde los griegos, la filosofía planteó el problema de la unidad y la multiplicidad. Uno y múltiple son la cara y la cruz de una misma moneda. Cataluña es también plural. No solo porque en estos momentos el secesionismo haya dividido en dos a la sociedad catalana, sino porque Barcelona, por ejemplo, es muy distinta de Gerona. De hecho, como pone de manifiesto un interesante artículo en el diario El País de Santos Juliá, en la estructura administrativa de España no existían hasta 1906 las regiones, solo las provincias. Fue en esa fecha cuando varios diputados catalanes demandaron al gobierno la agrupación de las cuatro provincias en región, lo que no se consiguió hasta la República.

La defensa de la España plurinacional puede resultar una trampa de difícil salida que nos retrotraiga a estructuras de la Edad Media. Desde luego, la solución no pasa por contraponer la España grande y libre, tanto o más errónea y que incurre en el mismo vicio identitario. Archivemos el término nación, porque si se trata únicamente, como se afirma, de un concepto cultural, no tiene utilidad en la realidad política. Más bien lo contrario, puede ser un peligro, ya que induce a confusión, y nunca sabremos si nos estamos refiriendo a la cultura o a la política. Hablemos de Estado, de República, no en el sentido de forma de gobierno contrapuesto a Monarquía -que si se quiere, también-, sino como res pública (cosa pública). Estado compuesto, no de territorios ni de pueblos, sino de ciudadanos (citoyens), sin privilegios y con los mismos derechos. A los independentistas, y por contagio a los de Podemos, se les ha vuelto todo en hablar de los derechos civiles, pero los derechos civiles no son los derechos de los territorios, ni los fueros (privilegios) propios de una organización feudal, sino los derechos de los ciudadanos. El pensamiento nacido en la Ilustración supera las estructuras medievales, los reinos de taifas y por supuesto también los planteamientos imperiales, para situar el problema político en la igualdad ante la ley, e incluso, también y muy importante, en una cierta igualdad económica. Lo demás es retroceso y reacción.

Europa se compone de Estados democráticos. Con un dibujo invariable, al menos en la parte occidental, desde hace 75 años, desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Ha sido esa constancia de diseño la que ha permitido una época de paz y prosperidad. Desde luego, el mapa podía ser otro, pero es el que es, fruto si se quiere de guerras y tratados, pero cristalizado en constituciones que, con todos sus defectos, mantienen fundamentalmente los principios de la igualdad de todos ante la ley, el autogobierno (democracia) y en cierta medida los derechos sociales y económicos. Cualquier cambio del diseño que se pretenda hacer al margen o en contra de esas constituciones supone abrir la caja de Pandora, retornar a los nacionalismos y romper el equilibrio conseguido a lo largo de todos estos años.

La nación, para justificarse, recurre a realidades identitarias y a supuestas constantes históricas o más bien metahistóricas. Los secesionistas catalanes estarían encantados, a no ser por quien era el autor, de predicar de Cataluña la expresión que Primo de Rivera usaba para definir España, “una unidad de destino en lo universal”, y es que el nacionalismo sea del signo que sea hunde sus raíces en el romanticismo del siglo XIX y se acerca bastante al fascismo. Solo que en el siglo XXI ciertas cosas resultan ridículas y un poco paletas. “El destino en lo universal” se transforma en “hacer país” de tipo botiguer, al ritmo de tres por cientos y varas de alcaldes.

El Estado se conforma como algo mucho más humilde, no recurre a ideas grandilocuentes, solo se justifica por lo fáctico, simplemente por el hecho de existir. No es esencialista, sino funcionalista. Su razón de ser se encuentra exclusivamente en que realiza una función, pero función sustancial, organizar políticamente a la sociedad, y permitir por tanto su existencia. Aunque sea en sentido figurado hay que acercarse a la teoría del pacto social. Todos los ciudadanos renuncian a una parte de su libertad para poder conservar el resto. Mi derecho termina allí donde comienza el de los demás. El Estado de derecho es la salvaguarda de los más débiles frente a los fuertes, y el Estado social, el escudo de los más desprotegidos frente al poder económico. El Estado constituye también la defensa de las regiones menos desarrolladas frente a las prósperas. Allí donde no existe un Estado que vertebrador (en el orden internacional entre países), los desequilibrios económicos se tornan lacerantes y escandalosos.

Es verdad que en buena medida el pacto casi siempre se nos da hecho, pero en las sociedades democráticas todos tenemos la ocasión de modificarlo día a día mediante los procedimientos democráticos. De la ley a la ley, pero a través de los instrumentos que la propia ley prevé para cambiarla. Cuando se pretende alterar la constitución por otros caminos (caminos subversivos), si se hace desde abajo se llama revolución, pero si es desde el poder, con armas o sin ellas, constituye un golpe de Estado.

Y golpe de Estado está siendo la actuación que el secesionismo catalán ha denominado el procés. Se ha pretendido corregir la Constitución sin sometimiento a los mecanismos que la propia Constitución establece para reformarla. Una minoría, las autoridades e instituciones de una región, poder constituido, se han proclamado poder constituyente sin serlo. En aras de un imaginario e ilusorio derecho de autodeterminación, inexistente, se ha querido despojar a todos los ciudadanos españoles de su derecho, ese sí existente por la Constitución, a ser ellos en conjunto los que determinen la estructura territorial de España. Se ha pretendido usurpar la soberanía que pertenece en exclusiva a la sociedad española.

El discurso independentista muestra a menudo sus contradicciones. Entre las medidas que se contemplan para la futura república, figura el conseguir del Gobierno español que todos los catalanes que lo deseen pudiesen tener la doble nacionalidad. Aceptan de hecho que la nacionalidad española es un derecho de todos los catalanes. Lo que sin duda es cierto, pero entonces ¿cómo no asumir que habría que conceder la doble nacionalidad también a todos los españoles? La supuesta nacionalidad catalana sería también un derecho de la totalidad de los españoles, por lo que se supone que tendrían capacidad de votar. Carece de sentido que esta facultad se reconozca a posteriori y no previamente para decidir la propia independencia.

Entre las múltiples trampas tendidas por los secesionistas figura la pretensión de transformar el 27 de septiembre de 2015, unas elecciones a una cámara regional, en un plebiscito para la independencia. Plebiscito que en todo caso perdieron, pero, como ocurre siempre con el independentismo, no aceptaron el resultado tal como ellos mismos lo habían planteado (en un plebiscito lo sustancial es el número de votos) y se aferraron al número de escaños para iniciar lo que llamaron el procés, un camino hacia la independencia.

Una vez perdido este primer envite, es casi seguro que, de cara a las elecciones del 21 de diciembre, el secesionismo va a intentar plantear de nuevo las elecciones en términos plebiscitarios. Sin duda, ese es el sentido de las palabras que Puigdemont ha comenzado a repetir con cierta frecuencia -frecuencia que seguramente irá aumentando según nos vayamos acercando a los comicios- acerca de si el Estado español o incluso Europa respetarán el resultado de las urnas. Como siempre, son palabras saduceas, porque los resultados a los que se refiere no son los relativos a la conformación de un parlamento regional que es lo que se elige el 21 de diciembre, sino el resultado de un supuesto y falso referéndum que no se celebra y en el que pretenden transformar los comicios. Si alguien no ha respetado los resultados en el pasado, y es previsible que no los respete en el futuro, son los secesionistas que han querido transformar un poder constituido en un poder constituyente.

Lo peligroso en este debate es que, a menudo, desde fuera del secesionismo, bien sea en Cataluña o en el resto de España, se termina cayendo en la trampa de su discurso capcioso, y debatiendo en su terreno. Conviene tener muy claro que lo único que se elige en las próximas elecciones es un parlamento autonómico, con las competencias tasadas que le otorgan la Constitución y el Estatuto de autonomía, y que deberá elegir un gobierno regional con funciones y competencias también tasadas. Sea cual sea la cifra de secesionistas que en estas elecciones se pongan de manifiesto, no pueden usurpar los derechos de todos los catalanes, y mucho menos de todos los españoles.

Me da miedo cuando se habla de solución política o de salida negociada al conflicto catalán. Porque el primer y principal conflicto, no lo olvidemos, está planteado entre las dos partes en que hoy se divide la sociedad catalana. Ahí se encuentra quizás la primera tarea que debería acometer el nuevo Parlamento. La primera negociación debe darse en ese marco, pero conscientes siempre de cuáles son las limitaciones de un parlamento regional, de manera que la factura de la concordia y de la reconciliación en Cataluña no la terminen pagando otras regiones de condiciones económicas menos favorecidas. Como afirmó con cierta ironía un presidente de Extremadura, tener dos lenguas no significa tener dos bocas.

republica.com 17-11-2017



CATALUÑA: ¿CÓMO HEMOS LLEGADO A ESTO?

CATALUÑA Posted on Mié, noviembre 15, 2017 18:04:18

El juicio sobre las redes sociales está por hacer. Es un fenómeno demasiado nuevo para poder establecer definitivamente sus pros y sus contras. Entre los contras, sin embargo, pocas dudas hay de que habrá que situar el ascenso de lo que podríamos denominar el “pensamiento plebeyo”, la sustitución de los argumentos y el raciocinio, por el eslogan, cuando no por el exabrupto. Frente a esto, en el grupo de los pros, quizás pueda situarse la apertura de nuevos caminos para el chiste y la chirigota en cuyo uso el pueblo español ha dado siempre tanta muestra de ingenio y que a menudo sustituyen de forma muy certera todo un discurso político.

Recibí el otro día por medio de WhatsApp una ilustración firmada por Miky Duarte que en cuatro viñetas resumía de forma extraordinaria la evolución sufrida por el nacionalismo catalán. En la primera de ellas se visualiza a Felipe González alimentando a un dragón pequeñito con estelada incluida. En la segunda, Aznar repite la misma faena, solo que el dragón ha aumentado considerablemente de tamaño. La envergadura del monstruo adquiere dimensiones mucho más elevadas en la tercera viñeta hasta el punto de sobrepasar en gran medida la altura de Zapatero que, sin embargo, continúa empeñado en alimentarle. En la cuarta y última, el dragón ha crecido tanto que se sale de la viñeta y a su lado Rajoy se muestra diminuto e insignificante. A diferencia de sus antecesores no le da ya de comer, sino que vestido de paladín, mantiene en su brazo una lanza con la que parece enfrentarse a él, pero la desventaja para el presidente del Gobierno resulta más que evidente, y por eso los gritos de “venga, dale” que aparecen en la viñeta tienen algo de ternura y de ironía. Difícil explicar mejor y de forma más sintética lo que ha ocurrido con el nacionalismo.

Al Gobierno de Rajoy se le puede culpabilizar de muchas cosas, pero no de ser el causante del avance y crecimiento del independentismo catalán. Más bien ha heredado el monstruo que, como hemos visto, se ha ido conformando a lo largo de estos cuarenta años hasta llegar a adquirir tal magnitud que está resultando problemático y enormemente difícil de controlar en estos momentos, incluso para el propio Estado aun con todos los medios que cuenta, al tiempo que causa graves daños a la sociedad y a las economías catalana y española.

El origen de este despropósito se encuentra en gran parte, tal como expresa magníficamente la viñeta descrita, en las concesiones realizadas por los respectivos gobiernos españoles a las formaciones nacionalistas, en contrapartida a los apoyos que estas les han venido prestando en el Parlamento español, especialmente en aquellas ocasiones en las que no contaban con mayoría absoluta. El monstruo ha ido engordando poco a poco hasta adquirir dimensiones gigantescas. Se afirma de acuerdo con las encuestas, que el número de independentistas se ha incrementado sustancialmente en estos últimos años. Sin embargo, el voto nacionalista curiosamente ha permanecido constante en las distintas elecciones. ¿Cómo explicar esto? La razón es relativamente sencilla. Las formaciones nacionalistas se han encontrado con más medios y poder y se han lanzado a la ofensiva final del secesionismo. Han pasado de ser catalanistas a independentistas. Como es lógico, sus votantes también.

La existencia de partidos nacionalistas en las Cortes españolas genera injustas discriminaciones territoriales. Se supone que todo diputado, al margen de la provincia por la que haya sido elegido, debe defender los intereses generales de todos los españoles, lo que no ocurre con las formaciones nacionalistas que anteponen ante todo las conveniencias de una determinada región. De igual modo que se ha estipulado que para que un partido pueda acceder al Congreso debe obtener un porcentaje mínimo de votos a nivel nacional, habría que preguntarse si no habría que exigir también representación en un número mínimo de las Comunidades Autónomas; y garantizar así que las motivaciones de todos los diputados se adecúan a los planteamientos generales.

No obstante, la culpa del enorme monstruo creado no cabe imputarla en su totalidad a los gobiernos españoles. Han existido otros muchos elementos y actores que han intervenido en este proceso y a los que no se puede eximir de responsabilidad. Habrá que citar en primer lugar a los empresarios y al mundo económico. La estampida de empresas acaecida en Cataluña en el último periodo suscita dos cuestiones. La primera es que difícilmente podría pensarse que en un mundo globalizado las secuelas económicas pudieran ser otras, fuese cual fuese la ideología de los actores. Los que hemos considerado la creación de la Unión Monetaria como una grave equivocación y con efectos nefastos sobre la realidad social y económica para bastantes países, también hemos señalado las enormes dificultades y problemas a los que se vería sometido un país que quisiera abandonarla en solitario. Una cosa es entrar y otra salir cuando se está dentro. ¿Qué decir entonces de la viabilidad de que una región rompa política y económicamente con el Estado al que pertenece y en consecuencia con la Unión Europea y con la Moneda Única?

La segunda cuestión se centra en la pregunta que José Borrell se planteaba de manera retórica en la manifestación del 10 de octubre. ¿Acaso las empresas no podían haber avisado antes? Me atrevo a contestar que, sin duda, podían; pero no querían y no por esa pantomima de que ellos son empresarios y no entran en política. Bien que entran cuando les interesa. Y precisamente buena prueba de ello radica en la actitud cómplice que muchas de ellas han mantenido con el independentismo. No querían, en unos casos porque las buenas relaciones con las instituciones de la Generalitat les proporcionaban pingües beneficios. En otros, o en los mismos, han jugado motivos quizás más bastardos. Pensaban que el órdago de los independentistas beneficiaba sus intereses. Confiaban en que no se iba a llegar a una situación extrema, pero el conflicto conseguiría para Cataluña nuevas prebendas y ventajas frente a otras Comunidades, prebendas y ventajas que también redundarían indirectamente en su provecho y en el de sus empresas. Podría traerse aquí a colación aquella frase atribuida a Arzallus acerca de ETA: “Ellos mueven el árbol y nosotros recogemos las nueces”. Sería interesante conocer las cantidades aportadas por las fundaciones de las grandes compañías a la Asamblea Nacional Catalana, a Ómnium Cultural y a otras asociaciones del frente soberanista.

Pocas semanas antes del uno de octubre, cuando ya se veía que el conflicto iba a estallar, comenzaron a manifestarse la casi totalidad de las asociaciones empresariales en el sentido de oponerse a la independencia y a la ruptura de la Constitución. Les faltó tiempo, sin embargo, en la mayoría de los casos para proponer una “solución política” que se orientaba siempre hacia el mismo sitio, hacia las ventajas económicas. El 28 de septiembre pasado en este diario citaba yo dos ejemplos, de los muchos que se podían haber ofrecido, el de Joaquim Gay de Montellá, presidente de Fomento del Trabajo, que abogaba por celebrar en 2019 un referéndum legal para aprobar un nuevo estatuto que debería recoger el reconocimiento de la identidad nacional, más inversiones del Estado, el pacto fiscal y la representación de Cataluña en organismos internacionales y competiciones deportivas. A su vez, el presidente del Círculo de Empresarios, Javier Vega de Seoane, apostaba por una reforma de la financiación autonómica que acabase con las “transferencias indefinidas y sin condiciones” entre Comunidades.

No cabe duda de que en esta dinámica empresarial ocupan un papel relevante los medios de comunicación catalanes; por supuesto los públicos, pero también los privados, la mayoría de los cuales dependen de las ayudas de la Administración de la Generalitat y de instituciones y empresas próximas al soberanismo.

En el fortalecimiento del independentismo catalán tiene también mucho que ver lo que a veces he venido denominando como “el pecado original de la izquierda española”: su desconfianza hacia el Estado y, por lo tanto, su pretensión de debilitarlo por todos los medios posibles, entre otros, troceándolo y limitando sus competencias. El sistema político instaurado por la Restauración, marginaba totalmente a las clases populares y las expulsaba del juego político. Eso explica el auge que tuvo en nuestro país y especialmente en Cataluña el movimiento anarquista, y la consolidación de tendencias federalistas e incluso cantonalistas. Más tarde, tras el breve periodo de la Segunda República, el Estado se identificó con el franquismo, un régimen que se proclamaba adalid de la unidad de España. Es hasta cierto punto lógico que la izquierda, al combatir todo lo que se identificara con la dictadura, terminase asumiendo o al menos sintiendo simpatía por el nacionalismo.

En este contexto hay que integrar el sesgo nacionalista que en muchas ocasiones han presentado tanto Iniciativa per Cataluña, heredera del PSUC, como el PSC, que aglutinó los diferentes grupúsculos socialistas catalanes incluyendo la propia agrupación regional del PSOE. En ambos casos, su tendencia independentista aparece ya en la misma relación con su referente nacional, definiéndose como organizaciones independientes. Han venido repitiendo la problemática y el conflicto que se daba entre Cataluña y España. Ambas formaciones se han mostrado todos estos años muy celosas de su independencia y de su autonomía, no permitiendo que las direcciones centrales intervengan en sus organizaciones, aunque ellos sí se consideraban con derecho a interferir en la dirección estatal, eligiendo a sus órganos y conformando sus decisiones.

El papel de estas formaciones políticas ha sido fundamental en la configuración social y política de Cataluña y también del nacionalismo. Sirvieron para canalizar y aglutinar a las clases populares, obreras y en una buena proporción de emigrantes, que poco tenían que ver con el catalanismo. Sin embargo, sus direcciones, con arraigo en gran medida en la burguesía catalana, presentaban una tendencia clara hacia el catalanismo cuando no al nacionalismo o al independentismo. De esta manera, en Cataluña se obstaculizaba e impedía la existencia de una izquierda jacobina con vocación internacional, como existe en todas las otras Comunidades. Tanto IC como el PSC han mostrado a lo largo de todos estos años un comportamiento confuso y oscilante, sin saber muy bien dónde ubicarse, pero con un coqueteo constante, cuando no entrega, al nacionalismo.

Con esta situación ambas formaciones han venido creando en mayor o menor medida conflictos y dificultades a IU y al PSOE, al tiempo que han condicionado sus planteamientos ante el problema catalán. Especial relevancia ha tenido y tiene la influencia del PSC sobre el partido socialista, dado el protagonismo que esta formación política tiene en la política global española y en la respuesta que hay que dar a los partidos secesionistas.

Desde hace algunos años ha surgido un hecho nuevo que ha dado aire y fuerza al independentismo (ver mi artículo de 14 de septiembre en este mismo diario). La crisis que se inició con el euro en 2008 y las políticas mal llamadas de austeridad originaron con toda razón fuertes movimientos sociales de contestación, también en Cataluña, contra las múltiples medidas que se consideraban injustas y frente a las situaciones de pobreza y de desigualdad difíciles de aceptar. Se hacía de ello responsable a los partidos mayoritarios, y lo que eran al principio movimientos de protesta se convirtieron en formaciones políticas ansiosas de reclamar su cuota de poder a lo que consideraban vieja política.

Surgió así una nueva izquierda sin contornos muy definidos, y quizás distintos en cada una de las Comunidades Autónomas. En Cataluña, desde luego, muy próxima por no decir identificada con el nacionalismo. Lo que en sus inicios constituyó una protesta social y económica se ha transformado en una reyerta territorial. Ese fue el ardid de Artur Mas, trasladar de sitio la diana y conseguir que los ataques que se dirigían contra el Gobierno de la Generalitat se orientasen hacia Madrid y que lo que era una contienda de clases y de grupos sociales se transformase en una lucha entre territorios. Y aquí tenemos esa nueva izquierda situada en el mismo bando que aquellos que provienen del partido más reaccionario y corrupto de España, CiU, y defendiendo los intereses de una de las regiones más ricas y prósperas de la península frente a las más pobres y subdesarrolladas.

Esta mutación tan descorazonadora no ha quedado confinada en el ámbito de Cataluña, sino que se ha instalado en toda España. Esa nueva izquierda, que se ha comido casi en su totalidad a Izquierda Unida y que ha robado muchos votos al PSOE, ha sido incapaz de transformar el descontento y la indignación en un discurso coherente de izquierdas. La levedad del pensamiento de sus líderes ha reducido todo a una lucha maniquea y también nominalista frente a la derecha y al PP, pasando por completo de contenidos. En esa dinámica, ha abrazado contra toda lógica el discurso del soberanismo catalán. Afirman que no son independentistas, pero la aceptación del derecho a decidir (derecho de autodeterminación) de una parte de España es reconocer ya que la soberanía no está en el conjunto de la sociedad española, sino tan solo en una región, provincia o cantón, sea el que sea. Bien es verdad que siempre son las regiones ricas las que quieren la independencia.

Hoy, la vacuidad de contenidos ha conducido a los líderes de Podemos y sus adláteres a un discurso bronco, nihilista, anárquico, a veces hecho de exabruptos y bastante mentiroso, similar al que emplean los golpistas en contra del Estado, en el que todo es nefasto y debe destruirse. Han desaparecido las manifestaciones por las pensiones, por la reforma laboral, por los salarios, por la sanidad, por la educación y se han sustituido por las reivindicaciones de los independentistas, que si ya resultan contradictorias en un partido de izquierdas catalán, qué decir cuando se hacen desde Andalucía, Extremadura, Galicia o Castilla.

republica.com 10-11-2017



EL ARTÍCULO 155 Y LAS ELECCIONES ANTICIPADAS

CATALUÑA Posted on Lun, noviembre 06, 2017 10:20:22

Una semana más, y van ya muchas, dedico este artículo al tema de Cataluña. Es posible que los lectores estén un poco hartos; también los articulistas, y no es que no haya otros temas que tratar: informe del FMI sobre las pensiones, reforma laboral en Francia, política monetaria europea, condiciones laborales y fiscales de los autónomos, el Brexit y muchos más. Pero la insurrección en Cataluña es un problema de tal calibre y con tales repercusiones en toda la sociedad española que obliga a posponer cualquier otro asunto. Eso es lo malo del nacionalismo, que termina contaminando todo en términos de enfrentamientos territoriales, olvidando o tapando las auténticas cuestiones, las que realmente importan, que surgen de la desigualdad y de las distintas posiciones sociales.

Pocos artículos de la Constitución se habrán hecho tan populares como el 155. Desde hace algún tiempo se encuentra continuamente presente en los medios de comunicación y sobre él han vertido opiniones todos los comentaristas, tertulianos y políticos, ofreciendo las versiones más dispares. En un principio, se le atribuyó un carácter dramático, maximalista y extraordinario, identificándolo con la suspensión de la autonomía. Poco a poco se fue desechando esta perspectiva para considerar que se trataba de un artículo abierto, entre otras razones por su condición de inexplorado; y ello ha conducido a que durante las semanas previas a su aprobación se suscitase la discusión de si se iba a utilizar un artículo 155 blando o duro.

Es verdad que el artículo 155 está sin estrenar y que además no ha tenido desarrollo en una ley orgánica. En este sentido se trata de un artículo abierto y así figura en la literalidad del texto al indicar: “… el gobierno… podrá adoptar las medidas necesarias…”, pero no existe un artículo 155 benigno y otro riguroso. La severidad o lenidad no se encuentra en el artículo en sí mismo, sino en los incumplimientos de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico por parte de la respectiva Comunidad Autónoma, que debe tener su correlato en el rigor de las “medidas necesarias” que puede adoptar el Gobierno de España.

Resulta evidente que los incumplimientos o atentados al interés general previstos en el artículo 155 pueden abarcar un amplio espectro, por lo que, en conformidad con ello, las medidas a tomar, también. Desde luego, estas no pueden ser del mismo orden cuando se trata, como en Canarias en 1989, de solucionar un problema de aranceles que cuando el objetivo, como en estos momentos, es corregir el golpe de Estado ejecutado por el Gobierno y el Parlamento catalán. Quizás el error cometido por el Estado español consista en que, desde la aprobación de la Constitución, este artículo no se haya aplicado hasta ahora; en que no se haya activado en otras ocasiones en las que las Comunidades Autónomas (no solo la catalana) han incumplido la legalidad de forma contumaz y en que se haya esperado a que la violación de la ley adquiriera unas dimensiones gigantescas, difícilmente imaginables incluso por aquellos que redactaron la propia Constitución.

Es la pasividad del Estado, frente a los quebrantamientos legales y constitucionales de las Comunidades Autónomas durante estos cuarenta años, la que nos lleva a calificar de traumática la utilización del artículo 155. En esta ocasión, la posible amplitud y dureza en la forma de aplicarlo tienen una clara justificación: la gravedad de la insurrección que se ha planteado en Cataluña, y a las que las “medidas necesarias” tienen que acomodarse.

A pesar de la trascendencia del tema, las alegaciones que la Generalitat presentó no dejan de ser cómicas, porque el cinismo llevado al límite termina pareciendo ridículo. ¿Cómo se puede afirmar que el artículo 155 permite que el Gobierno español dé instrucciones al Consejo de Gobierno de la Generalitat, pero no permite cesarlo? ¿Que le dé instrucciones?, ¿para qué se ría de él y le tome el pelo? Durante tres años llevan haciendo caso omiso de toda clase de prohibiciones e instrucciones del Tribunal Constitucional y del resto de tribunales. El mismo artículo 155 estipula que, antes de su activación, tanto el Gobierno español como el mismo Senado requieran al presidente de la Comunidad. Sería absurdo pensar que toda la eficacia de ese artículo queda reducida a volver a requerir (dar instrucciones) a los que han despreciado cualquier requerimiento.

Los límites del artículo 155 los marca la expresión las medidas necesarias. Es posible que para eliminar un arancel en 1998 en Canarias no fuese necesario cesar al presidente de la Comunidad, pero para lograr que Cataluña retorne a la normalidad constitucional resulta totalmente imprescindible que los actuales miembros del govern no permanezcan en sus cargos. El punto número dos del artículo 155, “Para la ejecución de las medidas previstas en el apartado anterior, el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de las Comunidades Autónomas”, no es una limitación del punto uno, sino todo lo contrario, trata de dejar claro que en esa tarea de aplicar las medidas necesarias puede contar con toda la administración autonómica, y cesar lógicamente a los que se opongan a ellas.

La pregunta de que cómo se puede obligar a alguien a hacer algo, si se le cesa, tiene muy poco recorrido porque el artículo habla de obligar a la Comunidad Autónoma, no a tal o cual cargo. Además, se postula “el cumplimiento forzoso”. Se entiende que el empleo mínimo de fuerza lo constituye la destitución del cargo.

Sin embargo, la sola invocación del artículo 155 genera una especie de alergia y no tanto por la dificultad de aplicarlo, sino porque muchos consideran una herejía el hecho de que el Gobierno central intervenga en una Comunidad Autónoma (a ese punto hemos llegado). No solo entre los nacionalistas, sino entre otros que no se tienen por tales, como los miembros de Podemos o como una parte del PSC. Lo que subyace tras esa postura es la negativa a considerar al Gobierno de España como un gobierno propio (autogobierno). Ello es tan absurdo como si los habitantes de Barcelona creyesen que su gobierno radica exclusivamente en la corporación municipal y que las instituciones de la Generalitat son extrañas por el solo hecho de que no son exclusivas de Barcelona.

El lenguaje no es inocente. El nombre de «autónomo» añadido a los gobiernos regionales induce a la confusión. Primero, el de creer que siempre lo son cuando, como he repetido en algún que otro artículo, un poder es autónomo (como contraposición a heterónomo) cuando es democrático, y es evidente que el gobierno de una Comunidad también puede ejercerse de forma despótica y al margen de la voluntad de los ciudadanos. Segundo, porque por la misma razón la autonomía no es condición exclusiva ni mucho menos de los gobiernos regionales. Por mucho que se quiera, no resulta fácil justificar la actitud de Montilla porque si bien fue presidente de la Generalitat, también fue ministro del Gobierno de España.

Dado el grado de anarquía, desgobierno y transgresión de la legalidad que se había producido en Cataluña, la aplicación del artículo 155 debería verse tan solo como una defensa de la propia autonomía y de las instituciones democráticas. No obstante, el nivel de autarquía y enrocamiento que rige en el pensamiento de algunos les hace ver como un pecado, un escándalo y una invasión, la aplicación más que justificada de un artículo constitucional. Ello explica las reticencias y reservas que han presidido la postura del PSC (no así de Borrell) en toda esta materia, y que esta sea también la razón, al menos en buena medida, de que el 155 no se haya utilizado antes, dando lugar a que se celebrase el referéndum del 1 de octubre y que en estos momentos se aplique con tantos recelos y limitaciones.

Quizás haya que buscar en estos escrúpulos del PSC y en el oportunismo de Ciudadanos -formación que cree tener buenas expectativas electorales- la urgencia en convocar desde el primer momento elecciones autonómicas. Convocatoria a todas luces precipitada y a ciegas porque se desconoce la situación en la que la sociedad catalana puede encontrarse dentro de 54 días. Se supone que el objetivo del artículo 155 no es la convocatoria, de cualquier modo, de elecciones, sino el regreso a la legalidad. La convocatoria de elecciones es tan solo el final lógico de esa normalidad conseguida, pero no puede precederla.

De ahí el planteamiento radicalmente equivocado mantenido por el PSOE (con Margarita Robles a la cabeza, y con las presiones tal vez de Iceta entre bambalinas) de mantener en suspenso la aplicación del 155 si Puigdemont convocaba elecciones. Planteamiento que hacía felices a muchos, inconscientes tal vez de que de esta forma, tras todo lo sucedido, únicamente se retrasaba el problema. Alfonso Guerra estaba en lo cierto al afirmar que una cosa no tenía nada que ver con la otra.

La convocatoria de elecciones para una fecha tan próxima, el 21 de diciembre, plantea muchos interrogantes. Tras lo que ha costado llegar hasta aquí, no parece razonable quedarse a mitad del camino y encontrarnos con que a los tres meses estamos de nuevo en el inicio del problema. A estas alturas no se conoce el grado de dificultad que va a tener la aplicación del 155 y es muy dudoso que en tan poco tiempo la sociedad catalana haya vuelto a ese mínimo de neutralidad necesaria para celebrar unas elecciones con ciertas garantías. Son muchos años de errores, de cesiones y de inhibiciones del Gobierno español y de sectarismo de las instituciones catalanas. Sin duda, no es fácil invertir todo esto y menos a corto plazo, pero por eso mismo no se ve la necesidad de fijar desde el primer momento la fecha de las elecciones. Existe, desde luego, el peligro de que se quieran convertir estas elecciones de autonómicas en plebiscitarias, y si los resultados son los mismos retornemos al principio.

republica.com 3-11-2017



PRESOS POLÍTICOS Y PODER CONSTITUYENTE

CATALUÑA Posted on Lun, octubre 30, 2017 19:01:28

Creíamos que el relato nacionalista había llegado a su límite en cuanto a mentiras e hipocresías se refiere. Durante muchos años han venido retorciendo y falseando los hechos creando una historia paralela en la que todo parecido con la realidad es mera coincidencia. También se dotaron de un discurso económico tramposo y victimista según el cual España (ellos nunca hablan del resto de España, ya que no se sienten España) roba a Cataluña, aunque enseguida se demostró que quienes robaban a Cataluña eran los propios nacionalistas. El nacionalismo ha vendido gato por liebre identificándose y haciéndose portavoz de la totalidad de Cataluña. Cualquier crítica o censura al nacionalismo o a sus representantes se exhibe como un ataque a Cataluña, lo que se dejó muy claro desde el principio, en aquel discurso lanzado desde el balcón del Palau de la Generalitat en la Plaza de Sant Jaume en el que Jordi Pujol se escudó en la bandera y en la patria para evadir su responsabilidad en la estafa de Banca Catalana.

El nacionalismo catalán ha construido un imaginario económico en el que la Cataluña independiente aparecía como una tierra prometida que manaría leche y miel, la Arcadia feliz. En ella todo iba a ser abundancia y riqueza y la superioridad del pueblo catalán sería proclamada por todas las naciones. ¿A qué suena todo esto? Sin embargo, este engaño colectivo al que se ha venido sometiendo a los ciudadanos de Cataluña no es lo peor; ha sido ampliamente superado por la reacción que han mostrado cuando los hechos han ido dejando poco a poco claro el enorme contraste de lo prometido con la realidad. La huida de empresas, la caida del turismo, la reducción de las ventas en las grandes superficies, el estancamiento de la inversión, el declive del mercado inmobiliario, el descenso de las ventas de automóviles, etc., son datos enormemente alarmantes, presagio de los peores augurios. Debería ser suficiente para que los independentistas diesen marcha atrás y reconociesen lo equivocados que estaban. Pues bien, muy al contrario, se mantienen impasibles y dan las excusas más ridículas, de modo que si el problema no fuese tan grave serían objeto de la mayor hilaridad.

Pensábamos que ya habíamos presenciado el máximo grado de hipocresía en el lenguaje y en el comportamiento del nacionalismo catalán. Pero no es así. Según han ido cosechando fracasos y vislumbrándose lo disparatado de su proyecto se han refugiado en el principio de “cuanto peor, mejor” y han basado sus expectativas de éxito en generar una situación de caos en la que pueda enraizar una vez más el victimismo. Ahora trasforman el eslogan de España nos roba por el de España nos tiraniza y avasalla, es un Estado fascista que violenta los derechos humanos y civiles, y reprime la libertad y la democracia. Se trata de lanzar al exterior la imagen de una sociedad oprimida en sus libertades para forzar así la intervención exterior, única baza que suponen que les queda.

Con tal finalidad utilizan la provocación continua al Gobierno y a las instituciones estatales, empleando especialmente la calle, a efectos de forzar la reacción del Estado y encontrar en esa reacción, convenientemente deformada y falseada, el pretexto para el victimismo, mostrando en el interior y al exterior una imagen adulterada de la realidad. En el culmen de la demencia vocean el término de presos políticos y lo aplican a aquellas personas que están acusadas nada más ni nada menos que de insurrección, orientada a la secesión de una parte de España.

Esta postura contrasta con la actitud adoptada por la Generalitat y por CiU con ocasión del ataque que algunos energúmenos de ultraderecha realizaron en 2013 en la librería Blanquerna durante los actos de la Diada. Pidieron entonces para ellos nada más y nada menos que 16 años de prisión. No debían de considerarlos presos políticos. Como resultado de ello, en estos momentos se encuentran en la cárcel con una condena de cuatro años dictada por el Tribunal Supremo. Algo parecido ocurrió tiempo atrás cuando el 15 de junio de 2011 una manifestación de indignados rodeó el Parlamento de Cataluña y obligó al presidente de la Generalitat y a algunos consejeros a entrar en helicóptero por el tejado. El Parlament y la Generalitat pidieron entonces como acusación particular tres años de cárcel para varios de los manifestantes que participaron en el asedio. Tampoco parece que los considerasen presos políticos. Quizás uno esté equivocado, pero supongo que lo que está ocurriendo en Cataluña es bastante más grave que lo de los indignados de 2011 o los destrozos ejecutados en 2013 en Blanquerna.

En España desde hace muchos años no existen los presos políticos, únicamente tenemos políticos presos en buen número y de todas las categorías e ideologías lo que, al margen de otras disquisiciones, dice bastante de la separación de poderes que, con defectos similares a los de los otros países, existe en España. En las condiciones actuales, la utilización superficial y frívola del término preso político es una grave ofensa a los que en otras épocas sufrieron en España cárcel y tortura por sus ideas o los que en los momentos presentes las padecen en otras partes del mundo.

El victimismo del nacionalismo catalán es tan poco creíble que precisa crear un fantoche, al que llaman Estado español, del que predican toda suerte de males y aberraciones. Construyen un ente abstracto, sin contornos definidos y como si se tratase de algo totalmente ajeno a Cataluña. Esta entelequia no tiene nada que ver con la realidad del verdadero Estado español, con sus luces y sus sombras, y compuesto por todas las Comunidades, también Cataluña, y del que son responsables, para lo bueno y para lo malo, todos los españoles, también los catalanes. Un Estado fundamentado en una Constitución en cuya elaboración y aprobación Cataluña intervino como ninguna otra región de España. De las siete personas designadas para su redacción dos eran catalanas, una de CiU y otra del PSUC, partido integrado hoy en Iniciativa per Catalunya. La Constitución fue aprobada en las Cortes con la aquiescencia de Convergencia. En el referéndum para ratificarla, Cataluña ocupó el cuarto lugar en el porcentaje de votos positivos (90,46%), solo superada por Canarias, Andalucía y Murcia (91,89, 91,85 y 90,77%, respectivamente), por encima incluso de Madrid, y con una participación también bastante elevada (70%).

Esa Constitución que determina que la soberanía reside en el conjunto del pueblo español, que crea el Tribunal Constitucional, y que determina el procedimiento a través del cual se puede reformar la propia Constitución (es decir, todo aquello de lo que ahora reniega el nacionalismo), no es una norma impuesta desde el exterior y (por) mediante la fuerza por un ejército de ocupación, sino el marco de convivencia que se dieron todos los ciudadanos españoles, entre ellos los catalanes, y que estos últimos aprobaron con mayor apoyo que, por ejemplo, el último Estatuto y, desde luego, mucho más que los votos que hoy sostienen a las posiciones soberanistas.

Los nacionalistas en su paranoia y en su afán de revestir ese muñeco al que llaman Estado español se remontan en la historia y predican del resto de España los desafueros que con Cataluña hayan podido cometer los borbones y el franquismo, como si el resto de los españoles no hubieran soportado abusos e injusticias de esos regímenes, al menos en la misma proporción que los catalanes. Y refiriéndonos a épocas más recientes, a los gobiernos democráticos, no creo que sus aciertos y equivocaciones hayan incidido de distinta manera en Cataluña que en el resto de España. Pero, sobre todo, hay que hacer notar que la participación de los catalanes en la monarquía, en la dictadura y en la democracia no ha sido diferente de la de los extremeños, castellanos o andaluces. Todos víctimas y culpables, porque los desafueros e injusticias no se han manifestado entre regiones, sino entre clases.

Hay que convenir, además, en que pocas Comunidades habrán tenido más protagonismo en el autogobierno del Estado español que Cataluña; no solo porque muchos catalanes hayan ocupado ministerios y otros cargos de relevancia en la Administración española -en la misma proporción cuando no mayor que los naturales de otras regiones-, sino también porque los partidos nacionalistas, en su papel de bisagra, han condicionado con mucha frecuencia al gobierno de turno de España.

Los intereses de Cataluña han estado más presentes en las Cortes Generales que los de cualquier otro territorio español. Sería muy ilustrativo estudiar en las actas del Congreso las veces que aparecen las palabras Cataluña y catalanes, y compararlas con las relativas a otras latitudes; el número de las primeras ganaría por goleada. La diferencia sería tan abultada que un extranjero que no conociese bien la estructura territorial del país pensaría que España se reduce a Cataluña y poco más. Resulta complicado entender cómo se puede decir desde Cataluña que el Gobierno español los explota si ellos han sido, en mayor medida que ninguna otra Comunidad, el Gobierno español, y cómo comprender que el independentismo grite ahora libertad cuando durante cuarenta años ha coaccionado a la otra mitad de Cataluña y cuando recientemente ha sido el Gobierno de la Generalitat el que se he rebelado contra la ley y la Constitución.

Resulta bastante difícil también entender la postura de Joan Majó, quien, tras ser ministro del Gobierno español, ahora se rasga las vestiduras porque el Estado, ante la sedición que representa la ofensiva soberanista, tenga que intervenir en la autonomía catalana para restaurar la legalidad. Bien es verdad que Majó pasó por el gobierno sin pena ni gloria, tan es así que casi se queda sin ministerio porque no le encontraban para ofrecérselo. Es posible que casi nadie se acuerde de él como ministro de Industria, excepto tal vez Pujol que celebró su nombramiento con regocijo. Será por eso por lo que desde que le cesaron de ministro (enseguida) se ha movido con soltura por las puertas giratorias.

El colmo del cinismo es querer tildar de golpe de Estado la aplicación por parte del Gobierno del art. 155 de la Constitución, cuando han sido ellos, los soberanistas, los que cometieron claramente un golpe de Estado el 6 y el 7 de septiembre al pretender sustituir la legalidad derivada de la Constitución por una legalidad nueva que pretendían hacer emanar exclusivamente del Parlamento de Cataluña. Ahí se encuentra precisamente la trampa, en considerar que el Parlamento de Cataluña es un poder constituyente, cuando tan solo es un poder constituido, constituido por el único poder constituyente legítimo que es el pueblo español en su conjunto. El Parlamento catalán tiene sin duda una legitimidad de origen, pero perdió la legitimidad de ejercicio desde el mismo momento en el que se rebeló contra el orden constitucional. En realidad, no es la aplicación del artículo 155 de la Constitución lo que deslegitima al Gobierno y al Parlamento de la Generalitat, sino el golpe de Estado que cometieron al querer transformarse de poder constituido en poder constituyente.

Se ha especulado mucho estos días acerca de si el 10 de octubre Carles Puigdemont había hecho o no una declaración unilateral de independencia (DUI). Lo cierto es que la independencia estaba proclamada bastante tiempo atrás, al menos desde el 6 o el 7 de septiembre, desde el mismo instante en que los independentistas, violando todos los procedimientos establecidos, aprobaron en el Parlamento Catalán una ley a la que consideraron suprema y por encima de todas las otras leyes, incluyendo el Estatuto y la propia Constitución. Se declararon poder constituyente. Se consumó el golpe de Estado, la insurrección y la sedición. ¿Qué otro camino le quedaba al Estado sino reaccionar ante el desafío?

Lo más sorprendente de todo esto es la actitud que están adoptando formaciones que se denominan de izquierdas, y no solo las pertenecientes al ámbito de la Comunidad Autónoma de Cataluña -lo que quizás podría explicarse por la carga emotiva e irracional que todo nacionalismo comporta-, sino por partidos que pretenden extender su influencia al conjunto del Estado español y que lógicamente deberían defender la unidad y fuerza de ese Estado como única garantía de una política progresista y contrapeso del liberalismo económico. Se han convertido en los hooligans del soberanismo, con un discurso más estridente que el de los propios nacionalistas. Por una vez, tengo que estar de acuerdo con Pedro Sánchez, no veo ninguna bandera de izquierdas entre los secesionistas.

republica.com 27-10-2017



CATALUÑA Y EUROPA

CATALUÑA Posted on Lun, octubre 23, 2017 23:27:32

Entre los objetivos de los independentistas ocupa un puesto preeminente lo que denominan “internacionalización del conflicto” y, para ello, no han escatimado esfuerzos y medios, principalmente públicos. Artur Mas lo acaba de declarar: el reconocimiento internacional es esencial para proclamar una república. Con este propósito están peleando por implicar a Europa en el problema. La misma pasión y entusiasmo que ponen para atacar y separarse de España la usan en manifestar que son europeístas y, lo que resulta más incongruente, se empecinan en sostener, contra lo que afirman los tratados y frente a todas las declaraciones de los mandatarios europeos, que la ruptura con España no implicaría la salida de Europa.

Esta fobia a España y filia a Europa resulta, por lo menos a primera vista, paradójica, porque si algo amenaza hoy la soberanía de los ciudadanos es el proyecto europeo. Es la Unión Monetaria la que coarta el derecho a decidir. Hoy en España, los ciudadanos catalanes son tan soberanos como los extremeños, los murcianos o los castellanos. Su capacidad de decidir, su autogobierno, no queda reducido al ámbito de la Generalitat. El habitante de Barcelona decide en su ayuntamiento con otros barceloneses, en su comunidad con otros catalanes y en el Estado español con otros españoles. Es soberano en cada una de las administraciones según las respectivas competencias, ya que se puede afirmar que, dentro de las imperfecciones connaturales a todas las instituciones, en las tres se dan estructuras democráticas. En las tres, por lo tanto, existe autogobierno.

La situación cambia radicalmente cuando se trata de la Unión Europea y en particular de la moneda única. La pertenencia a ella destruye en buena medida la soberanía de los pueblos, ya que se transfieren múltiples competencias de las unidades políticas de inferior rango (Estado, Autonomía, Municipio) que, mejor o peor, cuentan con sistemas representativos, a las instituciones europeas configuradas con enormes déficits democráticos. Sin embargo, parece que esta verdadera pérdida de autonomía, de democracia, no inquieta en absoluto a los secesionistas catalanes.

Tal vez esta paradoja no lo sea tanto y tenga su explicación. Más tarde volveremos sobre ello. Centrémonos ahora en el hecho de que esa devoción europeísta de los secesionistas no tiene correspondencia, ni puede tenerla, de las instituciones europeas. Ha sido Juncker -siempre tan explícito, hasta el punto de salirse a menudo de lo políticamente correcto- quien ha dado, cuestiones jurídicas aparte, la auténtica razón: el efecto contagio. «Si Cataluña se convierte en (un Estado) independiente, otros harían lo mismo. Eso no me gusta». No quiero, añadió, que dentro de quince años se configure una Europa de noventa y ocho países. Sería imposible de manejar.

Si los secesionistas no estuviesen tan ciegos, se darían cuenta de que las instituciones europeas y muchos países como Francia, Italia, Alemania, etc., son los primeros interesados en que no se consume la independencia de Cataluña. Si algo teme hoy la Unión Europea son los nacionalismos, ya que pueden abrir de nuevo la caja de Pandora que precisamente el proyecto europeo ha pretendido cerrar. Si no reconstruyesen la Historia a su antojo, serían conscientes de que todos los Estados actuales se han formado tras muchas penalidades, contiendas y tratados, la mayoría de las veces por la unión de otras entidades políticas más pequeñas y deberían considerar que en la Europa de hoy habrá cerca de noventa regiones -o como se las quiera llamar- con los mismos derechos o más que Cataluña para optar a la independencia.

No, el secesionismo no puede esperar ninguna ayuda de la Unión Europea, y sin embargo es en la Unión Europea y en la moneda única donde se encuentra en gran medida el origen y la causa de ese recrudecimiento e intensificación del independentismo en Cataluña. Para analizar esta inferencia será preciso que antes nos desprendamos de toda esa hojarasca que el relato secesionista ha vertido sobre la génesis de la ofensiva, culpabilizando de la misma al Gobierno de España y al Partido Popular. Relato que, por otra parte, ha sido comprado por otros que en teoría no son nacionalistas, como Podemos o incluso el partido socialista.

Los independentistas han construido una explicación que nada tiene que ver con la realidad. Afirman que el pacto firmado en la Transición se rompió en 2010 cuando el Tribunal Constitucional tumbó algunos artículos del Estatuto que previamente había votado el pueblo catalán en referéndum. Nada de todo esto es cierto. En la Transición no se firmó ningún pacto bilateral entre España y Cataluña, luego difícilmente se ha podido romper ahora. Si hubo acuerdo, fue entre todos los ciudadanos (también los catalanes) y las fuerzas políticas que los representaban, redactando y aprobando una Constitución común para todos. Por lo tanto, se rompe el contrato cuando desde algún ángulo, sea partido o territorio, se pretende cambiar la Constitución por la puerta de atrás, es decir, sin seguir los procedimientos marcados por la propia Carta Magna. Eso fue lo que ocurrió con el Estatuto catalán. Fue el PSC de Pasqual Maragall, con la complicidad del PSOE de Zapatero, los que pretendieron dar gato por liebre y aprobaron un Estatuto que contravenía la Carta Magna. Los que recurrieron al Tribunal Constitucional lo único que hicieron fue ejercer un derecho, y el Tribunal ejercer sus competencias para hacer que las aguas volviesen a su cauce.

Los secesionistas catalanes han mitificado el enorme agravio que, según ellos, se infligió al pueblo catalán cuando se modificó el Estatuto que previamente había sancionado en referéndum. La verdad es que la sociedad catalana no demostró demasiado entusiasmo por la aprobación de ese Estatuto, ya que la participación fue únicamente del 48,85%, con el 73,90 de votos positivos. En resumen, tan solo el 36% de los catalanes con derecho a voto dieron su aquiescencia al nuevo Estatuto. Nada que ver con la adhesión que suscitó en su día la Constitución.

El discurso nacionalista parte además de un error que es crónico en todos sus razonamientos, el de creer que la soberanía radica en la sociedad catalana cuando, por el contario, se encuentra en todo el pueblo español en su conjunto; y el de pensar que la norma suprema se halla en el Estatuto aprobado en referéndum y no en la Constitución a la que el propio Estatuto se tiene que conformar. En la Segunda República el Estatuto que se discutió en las Cortes también había sido aprobado en referéndum por el pueblo catalán y todo el mundo, comenzando por el propio Azaña, su máximo valedor, defendió que debía ser modificado para adaptarlo a la Constitución que acababa de ser sancionada. Si hubo algún ultraje a los catalanes no fue en 2010 sino en 2006, el cometido por aquellos que presentaron un texto a referéndum que era anticonstitucional.

El nacionalismo pretende explicar la deriva independentista con este relato mítico que oculta las verdaderas razones, pero que quedan al descubierto tan pronto se examinan las fechas y los acontecimientos. En 2010, tras la sentencia del Constitucional, ni CiU ni Artur Mas parecían especialmente molestos con el PP, ya que, tras derrotar en las elecciones al tripartito, gobernaron durante dos años con el apoyo de los populares y gracias a ellos aprobaron los presupuestos. Presupuestos que al igual que en el resto de España contenían fuertes recortes. Y aquí es donde de nuevo entran en juego la Unión Europa y la Unión Monetaria. La crisis económica y la política impuestas desde Franfurkt, Berlín y Bruselas caen como una losa sobre España y en toda ella surgen amplios movimientos de protesta cuyo paradigma más claro lo constituye el 15-M.

Cataluña no es una excepción, más bien todo lo contrario. El Gobierno de Mas asumió de forma muy clara esa política llamada de austeridad y Barcelona fue uno de los lugares en los que la protesta y la contestación adquirió más virulencia. Quizá ya no nos acordemos de cómo los mozos de escuadra retiraban las urnas que se habían colocado para censurar la política que aplicaba la Generalitat, ni de la contundencia con la que la policía catalana cargaba contra los manifestantes, y cómo estos pusieron cerco al Parlamento catalán hasta el extremo de que el presidente de la Generalitat tuvo que entrar en helicóptero.

Artur Mas, situado contra las cuerdas por la contestación popular, tuvo la habilidad de esconderse tras el nacionalismo al igual que Pujol lo supo hacer cuando lo acusaron en su día por el caso de Banca Catalana. Desvió hacia Madrid las protestas que se dirigían hacia el Gobierno catalán. Eran España y el gobierno del PP los causantes de las medidas regresivas que se adoptaban y del dolor y la pobreza que causaban. España nos roba. (Ahora afirman que España nos tiraniza). Curiosamente, tanto la Unión Monetaria como la prodigalidad del Gobierno catalán quedaban exoneradas de toda responsabilidad. La crisis del euro y las injustas políticas aplicadas han originado reacciones en todos los países que, si bien podían ser dispares, tenían idéntico origen. En Cataluña el descontento se transformó en buena medida en fuerte incremento del independentismo. Pero hay además otra forma tal vez más profunda y permanente en que la Unión Monetaria ha podido influir en el secesionismo: con el ejemplo.

Tradicionalmente, el Estado social y de derecho se ha basado, con mayor o menor intensidad, sobre una cuádruple unidad: comercial, monetaria, fiscal y política. Es sabido que las dos primeras generan desequilibrios regionales, tanto en tasas de crecimiento como en paro, desequilibrios que son paliados, al menos parcialmente, mediante las otras dos uniones, la fiscal y la política. La unión política implica que todos los ciudadanos tienen los mismos derechos y obligaciones independientemente de su lugar de residencia, y que por lo tanto pueden moverse con libertad por el territorio nacional y buscar un puesto de trabajo allí donde haya oferta. La unión fiscal, como consecuencia de la unión política y de la actuación redistributiva del Estado a nivel personal (el que más tiene más paga y menos recibe), realiza también una función redistributiva a nivel regional, que compensa en parte los desequilibrios creados por el mercado.

La Unión Monetaria Europea ha roto este equilibrio creando una unidad comercial y monetaria, pero sin que se produzca, ni se busque, la unidad fiscal y política, lo que genera una situación económica anómala que beneficia a los países ricos y perjudica gravemente a los más débiles, ya que la unidad de mercados y la igualdad de tipos de cambios traslada recursos de los segundos a los primeros sin que esta transferencia sea compensada por otra en sentido contrario, mediante un presupuesto comunitario de cuantía significativa.

Esta situación anómala que crea la Unión Monetaria es la que ansían para sí los soberanistas surgidos en las regiones ricas. No se puede negar que tras el nacionalismo se encuentran pulsiones irracionales, sentimientos, emociones, afectos, recuerdos que en principio pueden ser totalmente lícitos. Pero, en la actualidad, cuando se trata de países occidentales y de territorios prósperos, el principal motivo, al menos de las elites que se encuentran al frente del independentismo, es el rechazo a la política presupuestaria y fiscal del Estado, que transfiere recursos entre los ciudadanos, pero también entre las regiones. Recordemos que la deriva secesionista de la antigua Convergencia se inicia no en 2010 con la sentencia del Tribunal Constitucional como quieren hacernos creer, sino en 2012 con el órdago acerca del pacto fiscal que Artur Mas dirige al presidente del Gobierno y de la negativa de este a romper la unidad fiscal y presupuestaria de España.

Y de esta manera retornamos al principio del artículo y comprobamos que la paradoja que nos planteábamos no es tal, ya que se explica el motivo inconfesado que al menos las elites y dirigentes del independentismo tienen para querer romper con España y que sin embargo no tengan ningún problema, todo lo contrario, para admitir la pérdida de soberanía que representa la Unión Europea. Se encuentran confortables en un ambiente de total libertad económica como el de la Unión Monetaria y les incomoda el Estado español, no tanto por español como por Estado y por la función redistributiva que ejerce. De ahí la contradicción en que caen los nacionalistas de izquierdas, o aquellos que desde la izquierda coquetean con el nacionalismo, defienden en el ámbito nacional lo que critican a la Unión Europea: la carencia de una unión fiscal y política.

republica.com 20-Octubre-2017



PARLEM, ¿DE QUÉ?

CATALUÑA Posted on Mar, octubre 17, 2017 20:29:48

Nada como el fanatismo para ser eficaz. Los que lo practican prescinden de cualquier elemento que les desvíe del objetivo. No deben existir dudas; las dudas dificultan la acción. Por lo mismo, llevan siempre las de ganar, al menos a corto plazo; a largo, las cosas suelen ser diferentes, acaban siendo presa de la hibris, tan presente en la tragedia griega. Su falta de racionalidad puede propiciar la propia destrucción. El fanatismo ha anidado principalmente en la religión y en el patrioterismo. El nacionalismo catalán ha sucumbido al fanatismo y se ha dedicado en los últimos años a un solo objetivo, la independencia, empleando para ello todos los medios que han considerado necesarios, sin importarles en absoluto su probidad.

El pretendido referéndum del 1-0 era solo un instrumento con que revestir de cierta pseudojustificación la declaración unilateral de independencia. Para ello no han dudado en utilizar todo tipo de ilegalidades, trampas, mentiras y trucos. Ante la transgresión evidente y la carencia de casi todos los requisitos de imparcialidad en la consulta, no tuvieron el menor escrúpulo en sacar a la gente a la calle, en manipular niños y ancianos, utilizándolos como escudos frente a las fuerzas de seguridad del Estado, que tenían orden judicial de cerrar los colegios.

Poco importaban los resultados que se obtuviesen en el referéndum, fijados por otra parte a priori, ya que tenían en su mano todas las clavijas. Lo relevante para ellos era llegar a la declaración unilateral de independencia, que, en todo caso, no significa nada si no es reconocida internacionalmente. De ahí la trascendencia que los secesionistas han dado y la inmensidad de medios que la Generalitat ha dedicado a conseguir apoyos internacionales. A esos efectos han construido todo un gran aparato de publicidad y propaganda dirigido no solo al interior sino en tanta mayor medida al exterior. Hay que reconocer que hasta el 1-O los resultados obtenidos en los organismos internacionales a pesar de todos los esfuerzos realizados habían sido totalmente negativos. En la prensa, sin embargo, debido quizás a su carácter mercantil, alcanzaron algún pequeño éxito, logrando colocar sus tesis en algunos artículos. En general, muy poca cosa, nada relevante.

Esa es la razón por la que el domingo del referéndum ilegal los aparatos de propaganda de los secesionistas vieron una buena ocasión de lograr sus objetivos en las circunstancias críticas que se ocasionaron cuando la policía nacional y la guardia civil, ante la pasividad de los mossos -provocada por las propias autoridades de la Generalitat-, se vieron en la obligación de intentar desalojar los colegios. Fotos estratégicamente tomadas y divulgadas urbi et orbe, en una prensa dispuesta a comprar todo lo que sea llamativo y altisonante, dieron la imagen de una Cataluña en la que el Estado había pisoteado los derechos de los ciudadanos, y al mismo tiempo hacían pasar desapercibido el golpe de Estado en el cuarto país de la Eurozona.

Es posible que no todas las actuaciones policiales fuesen suficientemente contenidas, pero la violencia y los enfrentamientos constituyen un riesgo que surge cuando se mandan multitudes fanatizadas y no tan pacíficas para impedir que se cumplan los mandatos judiciales. Y, en cualquier caso, no creo que la violencia desatada haya sido mucho mayor que en otras ocasiones. En los enfrentamientos, por ejemplo, entre la policía y los movimientos antiglobalización acaecidos en la mayoría de los países cuyos diarios se han rasgado las vestiduras por el 1-O, se produjo con tanta o más contundencia que la empleada para impedir el referéndum ilegal en Cataluña.

No hay que remontarse mucho en el tiempo. En julio de este mismo año en Hamburgo con ocasión del G-20 la policía se dedicó con idéntica o mayor virulencia a reprimir las manifestaciones. Un diario, titulaba de esta forma: “Un centenar de policías y un número indeterminado de manifestantes han resultado heridos en los incidentes registrados y que han sido reprimidos con dureza”. En la mayoría de las movilizaciones los manifestantes heridos no tienen quien les cuente. Carecen de una enorme estructura política-económica (un cuasi Estado) que esté dispuesto a registrar el mínimo arañazo o incluso a inflar los números e intoxicar, tal como sí han tenido los independentistas catalanes el día del referéndum ilegal. Los heridos se multiplicaron a una velocidad vertiginosa, solo comparable a la que se produjeron milagrosamente las curaciones.

La actuación trapacera del Gobierno de la Generalitat a lo largo de eso que han llamado el procés ha tenido su culminación en el juego de trileros en que se convirtió la sesión del Parlament la tarde noche del martes pasado. En ella Puigdemont interpretó la danza de los tramposos con la finalidad de engañar a la opinión pública extranjera haciéndoles ver que es el Estado español el intransigente y el que no quiere dialogar. Lo cierto es que han confundido a todo el mundo. Solo hay que comparar las distintas y las contradictorias versiones e interpretaciones que se han manifestado en la prensa no solo nacional sino también extranjera. Nadie tiene claro lo que se aprobó o no se aprobó en el Parlament. Se ha creado en Cataluña la peor situación para la economía y las empresas, la inseguridad jurídica y el hecho de no saber a qué carta quedarse.

No obstante, buceando debajo de las argucias y enredos de los independentistas, encontramos algunos hechos ciertos. Primero, Puigdemont declaró en el Parlament la república catalana, aunque de forma un tanto alambicada. “Llegados a este momento histórico, y como presidente de la Generalitat, asumo al presentar los resultados del referéndum ante el Parlamento y nuestros conciudadanos, el mandato del pueblo de que Cataluña se convierta en un Estado independiente en forma de república”. Lo que se plasmó de manera más explícita pero oficiosa en ese papel que en un salón aparte firmaron los 72 diputados independentistas.

Segundo, a pesar de lo que muchas voces han dado por cierto, esa declaración no ha quedado suspendida. Las palabras de Puigdemont “proponemos que el Parlamento suspenda los efectos de la declaración de independencia” no suspenden nada, solo propone que lo haga el Parlament y no vimos que el Parlament lo hiciese en ningún momento. Por otra parte, lo que se propone suspender no es la declaración sino sus efectos. A la fuerza ahorcan. En realidad, lo que paraliza los efectos de la declaración es la incapacidad que tiene la Generalitat para aplicarlos. Quizás el único que les era posible activar era el abandono de los diputados de Esquerra y PDeCAT de las Cortes españolas, pero, claro, eso no les interesa.

Si algo resulta evidente desde el 1-0 es la indefensión en la que está quedando el Estado tras la configuración de las Autonomías y las múltiples transferencias y cesiones que se han realizado durante todos estos años. El hecho de que en Cataluña el Gobierno de la Generalitat haya podido dar un golpe de Estado y que esté costando tanto reprimirlo es señal de que se ha ido mucho más lejos en la descentralización política de lo que es razonable. La actuación de los mossos es buena prueba de ello. En algún momento será oportuno recopilar y analizar cómo hemos podido llegar hasta aquí en el desarme estatal, y en el entreguismo mantenido frente a los nacionalistas. Estos lodos provienen de aquellos polvos. Cuando se olvida la Historia, en especial los errores cometidos, se ve obligado uno a repetirlos. Con los nacionalismos a lo largo de la Historia hemos tropezado siempre en la misma piedra. Una vez tras otra, el Estado ha escuchado sus peroratas identitarias y diferenciadoras del resto, y ha pretendido darles respuesta cambiando sus estructuras. La contestación ha sido siempre la misma: la deslealtad, la traición y el aprovechar los momentos de crisis del Estado para la rebeldía y la algarada. Leer a Azaña resulta bastante ilustrativo a estos efectos.

Como la memoria es quebradiza, este mismo objetivo fue el que presidió la elaboración de la Constitución, adoptando una forma de Estado ajena a las preferencias de la mayoría de la población española. Se trataba de acomodar a los independentistas. Como se dice ahora, que estuviesen cómodos, y bajo este principio y también -por qué no decirlo- por la ceguera de los dos partidos mayoritarios, se fueron realizando cesiones y transferencias hasta llegar a la situación actual. Ceguera de los dos partidos mayoritarios porque, a pesar de no contar con grandes diferencias en sus planes de gobierno, cuando no tenían mayoría absoluta preferían apoyarse en los independentistas, que lógicamente cobraban muy generosamente sus emolumentos por las ayudas ofrecidas.

Los hechos hablan por sí mismos acerca de adónde nos ha conducido esta línea de actuación. Hemos vuelto a tropezar en la misma piedra. Al menos, deberíamos espabilar para el futuro. Por ello es extraño que el buenismo haya concitado tantos adeptos. Bien es verdad que así en abstracto, ¿quién no va querer el diálogo y la negociación? Es fácil afirmar que los problemas se solucionan hablando, pero, por desgracia, en la vida y sobre todo en la vida social no todo es tan sencillo. Diálogo entre quiénes y, sobre todo, para qué.

En primer lugar, cuando se habla de diálogo hay que rechazar la equidistancia. No existe ni por asomo paralelismo en la responsabilidad del desencuentro, tal como algunos pretenden. En un lado se encuentra unos golpistas que se han levantado contra la Constitución y que han transgredido todo el ordenamiento jurídico; y en la otra parte, el Gobierno legítimo de España (también por tanto de Cataluña) que, hayan sido cuales hayan sido sus errores, se mantiene dentro de la ley y del Estado de derecho, y cuyas instituciones le respaldan. En cuanto a los errores respecto al crecimiento del independentismo, habría que repartir las culpas entre muchos actores y no creo que sea precisamente este Gobierno el máximo responsable.

No existe igualdad entre los interlocutores. En un extremo se encuentra el Estado y en el otro una Comunidad Autónoma. El diálogo no puede ser de igual a igual. Y no cabe, tal como pretenden los separatistas (y Podemos, que parece haberse convertido en acólito del independentismo), una mediación. No estamos ante dos Estados soberanos que discuten y negocian (eso es lo que ellos quieren dar a entender), sino entre una parte y el todo. Dentro de un Estado de derecho las mediaciones las realizan los tribunales y demás instituciones democráticas, por los canales establecidos.

Mientras que el Consejo de gobierno de la Generalitat permanezca en clara rebeldía frente a la Constitución y al Estado de derecho, el único diálogo posible es acerca del modo en que se va a restablecer la normalidad jurídica y constitucional. Bajo el chantaje de un golpe de Estado, no cabe negociación alguna. Pero, es más, aun cuando se restaure la normalidad, del resultado del diálogo no debe nunca poder inferirse que el golpismo y la sedición tienen premio.

En este tema del diálogo no solo hay que preguntarse “quiénes” sino también “para qué” o, lo que es lo mismo, qué es lo que se puede negociar. Rajoy y Puigdemont no pueden negociar nada que afecte a la integridad territorial de España o que vaya contra la Constitución. No les corresponde hacerlo en solitario. Cualquier modificación constitucional tiene diseñado en la propia Constitución el procedimiento y quiénes son los competentes para acordarla: las fuerzas políticas en su conjunto y los ciudadanos de todas las Comunidades Autónomas.

Por otra parte, a la hora de plantearse una modificación constitucional no sé si va a existir mucho consenso en lo referente a la estructura territorial de España. Frente a los que pretenden hacer concesiones a los independentistas, somos quizás muchos los que pensamos, y los hechos parecen avalarnos, que hemos ido demasiado lejos en materia de descentralización, hasta el extremo de hallarnos en los momentos presentes en una situación que nadie hubiese considerado posible tiempo atrás. Si queremos ser realistas y no enfrentarnos con otro golpe en fecha próxima, deberíamos revisar las competencias hasta ahora transferidas y limitar alguna de ellas. La Historia nos enseña que las cesiones no han servido para contentar a los independentistas; tan solo para dotarles de más instrumentos y medios para sus reivindicaciones y, si lo ven propicio como en este caso, para la insurrección y el golpe.

El diálogo entre el Estado y la Generalitat se ve limitado también por las necesidades y derechos de las otras Comunidades Autónomas, de manera que la negociación no puede ser exclusivamente bilateral como pretenden los independentistas, y a veces también el PSC, cuando hablan de un nuevo Pacto entre España y Cataluña. No se trata de un juego de suma cero. Lo que se da a una Comunidad Autónoma se quita a las demás. Cataluña es la cuarta Comunidad en renta per cápita de España. La segunda, si consideramos solo las de régimen común. No parece que sea precisamente la Comunidad que más necesita a la hora del reparto.

Los independentistas plantean la cuestión como un enfrentamiento entre Cataluña y Rajoy. Ni ellos son toda Cataluña, ni Rajoy es el Estado español, aunque absurdamente otras formaciones políticas con sus inconsistencias y vaivenes estén dejando que el presidente del PP se apunte casi en exclusiva el mérito de salvar el Estado de derecho. Podemos y el PSOE deberían recapacitar sobre si con su empeño en echar a Rajoy, colocando este objetivo por encima de cualquier otro, lo que paradójicamente van a lograr es que en las próximas elecciones el PP obtenga en solitario o con Ciudadanos la mayoría absoluta.

Los independentistas tampoco son toda Cataluña, como se está apreciando últimamente. Así que el primer diálogo y la primera negociación deben producirse entre las dos partes en las que han dividido Cataluña. Parlem, sí, antes que en ningún otro sitio en el Parlamento catalán. Los independentistas malamente pueden dialogar con otras Comunidades Autónomas o con el Estado si son incapaces de llegar a acuerdos con esas otras formaciones políticas que representan a la mitad de Cataluña.

republica.com 13-10-2017



SECESIONISMO: JUEGO DE PALABRAS

CATALUÑA Posted on Lun, octubre 09, 2017 23:52:16

Son muchos los artículos que se han escrito sobre las mentiras manejadas y lanzadas tanto por Puigdemont como por los soberanistas. En unos se relatan las falacias que han construido acerca de la historia de Cataluña, en otros se denuncian las falsedades creadas sobre el supuesto expolio al que España somete a la sociedad catalana. Existen también los que intentan desenmascarar el mundo idílico que los nacionalistas pintan sobre la futura república independiente. Hay asimismo los que critican los sofismas que acompañan a ese discurso con el que pretenden fundamentar ética y jurídicamente sus posiciones, etc.

No pretendo repetir nada de todo esto. Persigo quizás algo aparentemente más simple. Intento fijarme en algunas identificaciones espurias, que son evidentemente tramposas, pero que sin embargo el independentismo usa con frecuencia y, lo que es peor, el resto asumimos de forma inconsciente, aun cuando sabemos que son falsas, que no son inocentes y que tienen consecuencias negativas.

1) Se identifica Cataluña con el nacionalismo.

Según los independentistas, sus propuestas y exigencias son los requerimientos de toda Cataluña. En sus manifestaciones se consideran los únicos representantes de los catalanes, olvidando que tanto en el Parlamento nacional como en el autonómico, existen otros muchos diputados que también representan a la sociedad catalana. Es frecuente escuchar frases como esta: “Es el clamor de un pueblo”, “Una nación que quiere votar”, “Se ignora la fuerza y la decisión de todo un país”. En el discurso independentista está generalizada la suposición de que los que no son soberanistas no son catalanes o, al menos, no buenos catalanes. En algunos casos, la desfachatez ha conducido a defenderlo explícitamente, como en el caso de la señora Forcadell cuando tildaba de no catalanes a los que votaban al PP o a Ciudadanos, y en el del señor Turull, portavoz y consejero de la Presidencia de la Generalitat, que negó el apelativo de ciudadanos para conceder el de súbditos a los que no fueran a votar el 1 de octubre.

Es de sobra conocido que tal identificación es un fraude. Según las encuestas elaboradas por las propias instituciones de la Generalitat, en la actualidad los partidarios de la independencia no llegan a la mitad, no pasan del 41% y eso que, según se afirma, nos encontramos en un momento de auge del soberanismo. Lo sabemos pero, a pesar de ello y al margen de porcentajes, caemos en la trampa del lenguaje. Es frecuente que en los titulares de los periódicos, en las tertulias o en los comentarios políticos, sin darnos cuenta, de forma inconsciente, aceptemos tal identificación, y así predicamos de Cataluña lo que solo es propio del movimiento secesionista; en consecuencia, hacemos el juego a los independentistas.

2) Hay un enfrentamiento entre Cataluña y España.

Es en buena medida efecto de la falacia anterior. Los independentistas, puesto que piensan que ellos son Cataluña, presentan el conflicto como un enfrentamiento entre Cataluña y España. Pero en realidad antes que nada la fractura social se produce entre catalanes: el secesionismo está dividiendo a la sociedad y a las familias y creando un clima tan asfixiante como el que los vascos padecieron durante mucho tiempo. La contienda con el resto de España constituye tan solo una segunda derivada. Pero dada la hegemonía que tiene el discurso independentista en Cataluña y el silencio que quizás por miedo guarda la mitad que no desea la independencia, es comprensible que surja fuera de Cataluña ese sentimiento de desafección que tanto utilizan pero en sentido inverso los independentistas. El desprecio de estos hacia el resto de españoles es difícil que no se traduzca en un sentimiento reciproco hacia ellos y que, por una extensión indebida, se dirija a todos los catalanes

3) El independentismo es transversal.

Los secesionistas están obligados a retirar de su imagen cualquier atisbo o apariencia de racismo y de xenofobia, tan difícil por otra parte de borrar de la faz de todo movimiento nacionalista. De ahí que se esfuercen en mostrar que dentro de sus filas hay emigrantes y que bajo su bandera caben todos los que viven en Cataluña. Para lograr este objetivo se han servido de una debilidad muy humana, el ansia de integración de aquellos que del resto de España han emigrado a Cataluña y que se sienten desarraigados. Con mucha frecuencia, al ser discriminados o tratados socialmente como inferiores vieron la solución a sus problemas en el intento de hacerse pasar por los independentistas más entusiastas. Es un fenómeno curioso, pero no tan infrecuente. Algo similar está ocurriendo últimamente con los emigrantes extranjeros. Los partidos secesionistas tienen, por tanto, material suficiente para el escaparate y para cubrir el expediente y las apariencias. Cataluña, no se cansan de decir, es una sociedad abierta.

La realidad es, sin embargo, muy distinta, el independentismo es mucho menos transversal de lo que nos quieren hacer creer. El otro día el diario El País publicó, con datos del Centre d’Estudis d’Opinió (CEO) de la Generalitat, un reportaje que muestra la dispersión del independentismo en la sociedad catalana y cómo existe una relación entre el nivel de ingresos, el enraizamiento familiar en Cataluña (generación de origen catalán) y la adhesión al independentismo. A más apellidos catalanes, más ingresos mensuales y mayor tendencia al secesionismo.

Lo que indican los datos es que los que ansían masivamente la independencia son los catalanes, nietos de catalanes y de ingresos económicos elevados; por el contrario, el rechazo a la secesión está generalizado en el grupo de los nacidos (ellos o sus padres) fuera de Cataluña y de bajos ingresos. Entre aquellos que son naturales de otras Comunidades Autónomas solo el 12% se manifiestan favorables a la independencia, y este porcentaje se eleva al 29% en el grupo de aquellos que aunque hayan nacido en Cataluña sus padres son de fuera. Por el contrario, en el conjunto de los que tienen ocho apellidos catalanes(los abuelos han nacido en Cataluña) el 75% son independentistas.

Algo parecido ocurre en lo relativo al nivel económico. Solo en el grupo de los que contestan que “viven cómodamente” la proporción de los que están a favor de la independencia sobrepasa el 50%. El porcentaje va disminuyendo progresivamente según se van recorriendo los grupos con situaciones económicas más débiles: “Nos llega para vivir”, “Tenemos dificultades”, hasta el último “Tenemos muchas dificultades”, cuyo porcentaje de independentistas es del 29%.

La distribución con respecto a la situación laboral tiene menos relevancia: tan solo hay un detalle tal vez interesante y es que el colectivo con mayor aceptación de la independencia (49%) es el de los empleados públicos, lo que puede ser significativo de algo que siempre se ha sospechado: la forma poco objetiva en la que se han reclutado los funcionarios de la Generalitat en la época de Pujol, centrando el proceso de selección mucho más en las predilecciones políticas que en los criterios de mérito y capacidad que estipula la Constitución.

4) Cataluña se identifica con la Generalitat.

Desde luego, los dirigentes y portavoces de la Generalitat cuando hablan identifican esta institución con Cataluña. Pero no son solo ellos. Con mucha frecuencia, en los periódicos, en las tertulias y en los mismos discursos políticos se comete ese quid pro quo. Así, se escucha afirmar a menudo que Cataluña está quebrada, cuando en realidad lo que se quiere afirmar es que la Generalitat es insolvente. Se dice también a menudo que el Estado ha prestado tanto o cuanto a Cataluña, cuando el préstamo se ha dirigido a la Generalitat.

La Generalitat es tan solo la administración autonómica de los catalanes, una de las tres que todo ciudadano posee, siendo la municipal y la estatal las otras dos. Y conviene que desde el primer momento pongamos en claro que en las tres administraciones, si son democráticas, se da el autogobierno (no es exclusivo de la Generalitat). Todo gobierno democrático es autónomo como antítesis de heterónomo (gobierno por otros). No sería extraño que en ocasiones los ciudadanos se sintiesen más implicados y considerasen más propio el gobierno central que el gobierno de su comunidad que puede actuar de forma despótica y por lo tanto heterónoma.

El nacionalismo usa la artimaña de presentar a la Generalitat como el único gobierno de Cataluña, y al Gobierno central como extranjero, aunque lo cierto es que la situación puede ser más bien la contraria que la Generalitat en manos de los independentistas gobierne exclusivamente para la mitad de la población y sea la administración central el gobierno “autónomo” (democrático) de todos los catalanes. Algo parecido puede suceder con las fuerzas de seguridad, que los mossos sean una policía partidista, política, al servicio exclusivamente de una parte de la población, y la Policía nacional y la Guardia civil, lejos de ser una fuerza extranjera, estén al servicio y defiendan los derechos de toda la sociedad catalana. No siempre la cesión de competencias significa incremento de democracia y, por lo tanto, de autogobierno.

Es evidente que los independentistas actúan ya como si la administración estatal no existiese en Cataluña y por ello tienden a hablar del presidente del gobierno de la Generalitat como del presidente del gobierno de Cataluña. Y esa es también la razón que se encuentra detrás de todos los malos entendidos que se lanzan sobre las relaciones de las finanzas del Estado en relación a Cataluña. Son los catalanes y no la Generalitat quienes pagan impuestos al Estado y este el que transfiere recursos no solo a la Generalitat sino también directamente a los ciudadanos, bien mediante prestaciones, bien mediante servicios. En consecuencia, carece de todo sentido cifrar el déficit o superávit por la diferencia entre lo que contribuyen los catalanes y lo que recibe la Generalitat, ya que Cataluña no es la Generalitat y recibe directamente recursos del Estado. Por poner algún ejemplo, Cataluña se encuentra a la cabeza de todas las otras Autonomías en el monto de inversión (casi 8.000 millones de euros) recibido del Ministerio de Fomento en el periodo 2006-2015.

Lo anterior no debe ocultar el hecho de que la política fiscal del Estado (a través del gasto y del ingreso) tiene una función redistributiva que se concreta en primera instancia en el reparto personal de la renta, pero como consecuencia de ello también en el reparto territorial. De forma automática, por este mecanismo se establece una transferencia de recursos de las regiones ricas a las más desfavorecidas. Cataluña, al igual que Madrid, posee una renta per cápita muy superior a la media, luego es justo que se convierta en contribuyente neto. No se trata de solidaridad, sino de la equidad que se deriva de la Hacienda Pública de un Estado social.

Es por ello por lo que no tiene ninguna lógica el llamado principio de ordinalidad, que consiste en garantizar que en las aportaciones del Estado a las correspondientes Comunidades Autónomas se mantendrá el mismo orden que el que se da en las recaudaciones fiscales de esas regiones. Y no tiene lógica alguna porque contradice la esencia de una política redistributiva. Es como si dijésemos que los ciudadanos que contribuyen más al fisco tuvieran que recibir mayores prestaciones y mejores servicios del Estado; cuando normalmente sucede al revés, aquellos contribuyentes con más rentas pagan más impuestos (los tributos son progresivos) y reciben menores prestaciones, ya que la mayoría de los gastos públicos se orientan, o deberían al menos orientarse, principalmente a las clases bajas. Pero es que, además, de nuevo se comete una identificación falsa entre la administración autonómica y la sociedad de la región correspondiente.

Cataluña es de las regiones más ricas de España, la Generalitat, a pesar de ello, se encuentra con graves dificultades económicas, mayores que las de otras muchas Comunidades; pero, por más que los independentistas pretendan lo contrario, la razón principal no se encuentra en un deficiente sistema de financiación (todos se han diseñado con su aquiescencia), sino en la deficiente gestión presupuestaria y financiera de la propia Generalitat. Aunque parezca anecdótico, por si fuese bajo el sueldo del presidente del Gobierno de la Generalitat, Puigdemont lo ha elevado en 8.600 euros, con lo que sus emolumentos anuales se eleva a 145.000 €, casi el doble que los del presidente del Gobierno, por encima del sueldo de muchos mandatarios europeos y por supuesto que el de los presidentes de las restantes Comunidades Autónomas. No es difícil suponer que ese nivel de sueldos se traslada por toda la pirámide, partiendo del sueldo de todos los consejeros hasta los mozos de escuadra cuya retribución es un 30% superior a la de los guardias civiles. Los ejemplos que se podrían añadir serían innumerables, pero baste señalar uno más: los numerosos recursos dedicados a propagar por todos los medios, cuesten lo que cuesten, la independencia. No es de extrañar que falte después dinero para servicios que sí prestan las otras Comunidades.

republica.com 6-10-2017



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