Las medidas proteccionistas de Trump frente a determinados países han hecho saltar las alarmas y tanto políticos como comentaristas avisan sobre el peligro de una guerra comercial entre naciones. Lo cierto es que la batalla comercial se ha producido siempre desde que existe el mercado. Desde que el mercado adquirió una dimensión internacional, por pequeña que fuese, el aumento de las exportaciones y la reducción de las importaciones se convirtió en un objetivo de todos los Estados.
El mercantilismo inició su andadura allá por el siglo XVI y mantuvo su hegemonía al menos hasta el final del siglo XVIII. Parte del hecho de que el enriquecimiento de una nación se encuentra en el ahorro, en la acumulación de metales preciosos (dinero) mediante el saldo positivo del comercio exterior, por lo que pretende incentivar las exportaciones y limitar, a través de contingentes o aranceles, las importaciones.
Con Adam Smith y David Ricardo se cambia radicalmente la óptica. Se establece el libre cambio, que sostiene que la mejor política en el campo del comercio internacional es la de la absoluta libertad, evitando cualquier tipo de restricciones gubernamentales, de manera que cada país se especialice en aquellas actividades para las que disponga de «ventajas comparativas» con respecto al resto. Este punto de vista tiene una aparente lógica que no es otra que la aplicación de la división del trabajo al comercio internacional. La desigualdad de los países en el punto de partida no constituye, según esa teoría, una objeción seria, no invalida sus conclusiones. El equilibrio se produciría de igual modo a través de la apreciación o devaluación de las divisas, dando lugar a nuevas relaciones de intercambio. Se establece así una nueva estructura de costes en la que todos los Estados presentarían ventajas comparativas.
Lo sorprendente de esta teoría es su defensa de que la mejor política posible para un país es la del libre comercio, no solo cuando es generalizada y todos los países se atienen a sus exigencias, sino aun en el caso de que otro u otros países practiquen una política proteccionista. Estarían así injustificadas las actuaciones tendentes a empobrecer al vecino mediante el uso de aranceles y contingentes a la importación. La verdad es que estas aseveraciones son bastante difíciles de creer; y, de hecho, en la práctica, ningún país las acepta y solo están dispuestos a desarmarse comercialmente a condición de que otros hagan lo mismo. Es más, los distintos acuerdos de comercio internacional son siempre extrañas mezclas de proteccionismo y de libre cambio, en los que cada nación intenta obtener la mayor libertad posible de exportación para sus productos, a la vez que busca un alto grado de protección para sus mercados frente a los artículos extranjeros. La misma existencia de la OMC es prueba de que ningún Estado es capaz de desarmarse respecto del comercio de algunos bienes si no obtiene contrapartidas en otros productos.
Los defensores del libre cambio mantienen que los desequilibrios en las balanzas de pagos, generados por la libertad de comercio, se corregirán automáticamente mediante ajustes en los tipos de cambio, cuya flotación modificará la estructura de costes y precios frente al exterior. Se transmuta así la competitividad de los respectivos países. El problema es que los gobiernos pueden intervenir en las cotizaciones de la moneda -la flotación de las divisas en la mayoría de los casos es sucia- y que el control sobre el tipo de cambio es muchas veces tan eficaz o más que los aranceles, los contingentes u otras medidas proteccionistas para robar parte del mercado y defenderse de la competencia.
Si fuese cierto el razonamiento de los partidarios del libre cambio, los países no mantendrían déficits o superávits cuantiosos en sus balanzas de pago durante mucho tiempo sin que fuesen corregidos por la variación de los tipos de cambio, pero la verdad es que los mantienen y el endeudamiento exterior que generan está en el origen de muchas crisis. Concretamente, se encuentra detrás de la gran recesión que sacudió a la economía mundial en 2008. Esta es la tesis que mantuve en el libro “La trastienda de la crisis” publicado en la editorial Península.
La libre circulación de capitales, unida a la asunción de la teoría del libre cambio, originó enormes desajustes en los saldos de las balanzas de pagos de los principales países, importantes déficits en unos y superávits en otros. Tales desequilibrios solo fueron posibles porque la libertad en los flujos de capitales permitía financiarlos, pero a condición de crear situaciones de extrema inestabilidad que provocaron a la larga una gigantesca crisis económica. Sería engañarse seguir pensando que la causa de la crisis fueron las hipotecas subprime o la avaricia de unos desaprensivos financieros. En todo caso, serían la consecuencia -si se quiere, el detonante-, de un fenómeno más profundo, unos desajustes en la economía mundial.
Si en 1980 los distintos países presentaban con pequeñas diferencias balanzas de pagos más o menos equilibradas, los saldos positivos y negativos fueron incrementándose, sobre todo a partir de finales de los noventa, y abriéndose ampliamente el abanico entre países deudores y acreedores, generando una situación inestable y explosiva que por fuerza tenía que estallar. Los países asiáticos: China, Hong Kong, Japón, Indonesia, Malasia, Singapur, Tailandia y Taiwán, financiaban a los países occidentales: EEUU, Australia, Canadá, etc. Año tras año la necesidad de financiación de unos y el excedente de los otros era cada vez mayor. El endeudamiento de un país, al igual que el de una familia, tiene un límite, más pronto o más tarde hay que pagar. El dinero caliente a la misma velocidad que entra se retira, causando graves daños en la economía y en las condiciones de vida del país en cuestión.
Dado el volumen de EE.UU. y de China, las relaciones entre ellos pueden ser representativas del conjunto. Antes de la crisis, el elevado consumo en la sociedad americana se mantuvo a base de importar productos a precios muy reducidos, y el crecimiento de China se basó fundamentalmente en las exportaciones. El resultado es de sobra conocido: un cuantioso déficit en EE.UU., que se correspondía con el consiguiente superávit en la república comunista. Aunque, como ya se ha dicho, los desequilibrios en el comercio exterior no son privativos ni exclusivos de EE.UU. y de China, lo cierto es que conforman un binomio que sirve para explicar a donde nos conduce el actual sistema y en buena medida la causa última de la crisis. China ahorraba para prestarle a EE.UU., que así compraba sus productos.
En todo lo anterior no se ha citado a la Unión Europea. La razón es que en conjunto presentaba un saldo próximo a cero en su balanza por cuenta corriente, pero ello no quiere decir que en el interior no existiesen también profundos desequilibrios entre los países miembros. Mientras que en 2007 había países que tenían elevados superávits: Alemania (6,8% del PIB), Holanda (7,4%) Suecia (8,5%), Luxemburgo (10%), otros alcanzaban déficits desorbitados: España (-9,6%), Grecia (-15,6%), Portugal (-10,0), Irlanda (-6,5%), Chipre (-11,1%). En consecuencia, la crisis afectó también de lleno a Europa, con el agravante de que dentro de la Eurozona no se podía acudir a la realineación de las monedas.
Carece de fundamento afirmar que a lo largo de todos los años anteriores a la crisis no existiese una guerra comercial. Los fuertes desequilibrios no cayeron del cielo, sino de la política proteccionista propiciada por los países, ciertamente no con aranceles y contingentes, sino con otras medidas seguramente más efectivas como la manipulación del tipo de cambio. China, a pesar de proclamarse defensora de la globalización y de confesarse devota del libre comercio, constituye una economía fuertemente intervenida y el gobierno durante muchos años se ha dedicado a controlar la cotización del Yuan, basando todo el crecimiento económico en las exportaciones. En la Eurozona ni ha hecho falta violentar el tipo de cambio, el hecho de que países como Alemania mantengan la misma moneda que Grecia, España o Portugal constituye ya una medida proteccionista del comercio del país germánico, no solo respecto a los países del Sur de la Eurozona, sino también frente a terceros países. De no existir la Unión Monetaria el previsible tipo de cambio del marco sería bastante mayor que el que ahora alcanza el euro.
Tras la crisis, los desequilibrios se han moderado, pero ni lo han hecho de manera uniforme ni han desaparecido por completo. EE. UU. mantiene aún un déficit exterior muy elevado, que ha persuadido a Trump de adoptar medidas proteccionistas. Bien es verdad que el presidente de EE.UU. dirá que no es él quien comienza la guerra comercial, sino simplemente se defiende de una situación anormal en el comercio exterior y que las únicas medidas proteccionistas no son los aranceles o los contingentes.
Trump ha comenzado su ofensiva centrándose en China. Es comprensible porque en las relaciones bilaterales el mayor déficit que presenta el comercio del país americano es frente el país asiático. Pero, si consideramos la economía internacional en su conjunto, China después de la crisis ha modificado fuertemente su estrategia y ha corregido el elevado déficit de su balanza por cuenta corriente que mantenía con anterioridad, aunque es cierto que dada la opacidad del monstruo asiático es difícil estar seguro de algo. Ahora bien, al margen de todo, lo que sí es de prever es que antes o después el presidente americano tomará conciencia de que donde se encuentra ahora el verdadero problema es en la Eurozona.
Los países del Sur de Europa, aun a costa de tener que someter sus economías a los duros ajustes de una devaluación interna, han corregido sus déficits exteriores. Por el contrario, Alemania y Holanda no solo no han reducido sus superávits, sino que los han incrementado sustancialmente. Ambos hechos (la rectificación de unos y la perseverancia de otros) han originado un fenómeno nuevo y es que el saldo de la balanza por cuenta corriente de la Eurozona en su conjunto, que antes de la crisis se mantenía alrededor de cero, alcanza en estos momentos un superávit del 4%. Teniendo en cuenta la envergadura de su PIB, un 4% de excedente exterior constituye un nivel elevadísimo y se ha convertido en el máximo problema, mucho más que el de China, del comercio y de la economía mundial. El tipo de cambio del euro no es el adecuado, pero ¿cuál es el correcto? Si miramos a Alemania o a Holanda debería revalorizarse, pero si lo que contemplamos son las condiciones de España, Grecia, Portugal, e incluso Francia e Italia, tendría que depreciarse. Contradicciones de adoptar una única moneda con países tan diversos y sin realizar antes la unión política.
republica.com 18-7-2019