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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

EL FONDO PÚBLICO DE PENSIONES DE ESCRIVA

ECONOMÍA DEL BIENESTAR, HACIENDA PÚBLICA, SISTEMA FINANCIERO Posted on Dom, mayo 29, 2022 21:38:23

José Luis Escrivá llegó al Gobierno con dos promesas: solucionar el problema de las pensiones y la creación de un sistema de renta mínima de reinserción. Hoy todo el mundo sabe que el ingreso mínimo vital ha sido un auténtico fracaso, siendo prácticamente ingestionable, lo que desde luego no se arregla con la subida del 15%. Con la tan cacareada reforma del sistema público de pensiones va a ocurrir lo mismo. Se está muy lejos de que desde el Gobierno se solucione la supuesta quiebra de la Seguridad Social, ya que mientras se mantengan las pensiones unidas a las cotizaciones sociales como única fuente de financiación la viabilidad del sistema estará en entredicho y será la primera diana, quizás por ser la más fácil, que considere la Unión Europea a la hora de hablar de la consolidación fiscal.

Parece ser que la Comisión nos ha obsequiado ya con el primer aviso ante los palos de ciego que viene dando el ministro corrigiéndose a sí mismo y sin que hasta ahora haya habido concreciones suficientes de sus propuestas. De momento, la única medida adoptada que reviste cierta entidad ha sido el compromiso de mantener el poder adquisitivo de las pensiones, actualizándolas anualmente por el IPC. A pesar de que la medida había sido consensuada por todos los partidos políticos en el Pacto de Toledo y por más que el Gobierno lanzase las campanas al vuelo y en tono triunfalista asegurase que por primera vez la actualización estaba para siempre garantizada por una ley, ha bastado que la inflación se disparase para que surgiesen desde todos los ángulos multitud de voces poniendo en duda la posibilidad de una actualización de tal cuantía.

Se dice una y otra vez que el presupuesto público no puede asumir un incremento del gasto de esa envergadura. Se silencia que la inflación produce en los ingresos públicos un aumento de igual o mayor cuantía que en los gastos, incluyendo las pensiones. El déficit o el superávit del sector público no tienen por qué modificarse en función de cuál sea el incremento de los precios, excepto que se quiera emplear el exceso de ingresos para otras finalidades. Estas ofensivas infundadas en contra de la actualización de las pensiones seguirán existiendo mientras las finanzas de la Seguridad Social se mantengan al margen de las del Estado. No habrá reforma verdadera en tanto en cuanto permanezca esta división. Y es claro que el Gobierno está lejos de superarla, puesto que cuando se producen déficits en la Seguridad Social se financian con préstamos en lugar de mediante aportaciones del Estado.

Entre las voces que en este momento se han levantado en contra de la actualización de las pensiones quizás la más preocupante sea la del Banco de España, porque no se puede olvidar que en nuestro país es la franquicia del Banco Central Europeo (BCE) y en buena medida su portavoz. Tras la Unión Monetaria, es en el BCE donde en realidad radica el poder y es esta institución la que tiene capacidad suficiente para forzar a los países a seguir sus indicaciones. El hecho de que la actualización se encuentre en una ley no constituye ninguna garantía, a pesar de lo mucho que de ello se ha vanagloriado el Gobierno. Una ley con otra ley se modifica.

Las múltiples ocurrencias que va desgranando el ministro del ramo desde luego no van a solucionar el problema, porque la cuestión radica precisamente en considerar las pensiones un problema al margen del problema general de la financiación del Estado. Incluso algunas de estas ocurrencias van a resultar negativas como esa idea de crear fondos de pensiones de empleo de promoción pública que, para mayor gloria y boato del ministro, ha merecido una ley que en este momento se encuentra en el Parlamento. Ley de contenido pobre, reducida a la creación de esta nueva figura de ahorro y de toda una estructura burocrática, innecesaria y que en realidad no va a controlar nada.

Los fondos de pensiones en general han sido los máximos enemigos  del sistema público. Siempre se han considerado un mecanismo complementario, pero en realidad ha pretendido ser sustitutivo. Es por eso por lo que desde hace más de treinta años las entidades financieras, principales beneficiarias de los fondos, se han dedicado con sus servicios de estudios a difundir la teoría de que el sistema público de pensiones es inviable económicamente, en la creencia de que cuanto más se deprimiese este, más se generalizarían y extenderían los fondos privados.

En nuestro país, los fondos privados de pensiones se encuentran con un obstáculo casi insalvable, la escasa capacidad de ahorro que tiene la mayoría de la sociedad española. Solo la clase media y media alta pueden acceder a ellos. Que lo hagan o no depende únicamente de los incentivos fiscales. En realidad, los fondos no son más que una forma de inversión, y no de las mejores. Los partícipes no conocen en qué activos se materializan y si la elección se hace pensando en la rentabilidad de los partícipes o en el interés de los depositarios o de las gestoras que normalmente están unidas a las entidades depositarias.

Los planes de pensiones se mueven en una encrucijada complicada. Sin desgravaciones fiscales no son interesantes y si se les dota de ellas se cae en la contradicción de que al tiempo que se admite que no hay dinero suficiente para mantener las pensiones públicas se dediquen importantes recursos a incentivar los fondos privados, cuyos beneficiarios, tal como hemos dicho, serían las rentas altas y media altas. De hecho, los incentivos fiscales se han ido reduciendo de manera significativa a lo largo del tiempo hasta llegar a la situación actual en la que los fondos de pensiones carecen de todo atractivo y únicamente son convenientes para las entidades financieras, ya que mediante ellos mantienen cautivas importantes cantidades de dinero.

El ministro Escrivá, como es su costumbre, nos obsequia con una ocurrencia. Lo suyo es inventar. En esta ocasión se saca de la manga un fondo de pensiones que llama público y además de empleo. La figura es un poco engendro, como ya ocurrió con el ingreso mínimo vital. Lo primero es que ya existe un sistema público, por lo que resulta inútil e incluso contraproducente colocar otros a su lado. La clásica distinción entre reparto y capitalización tiene mucho de ficción y asintóticamente se confunden, si consideramos que las cotizaciones del sistema público de pensiones son aportaciones que realizan los empresarios y los trabajadores a la Hacienda Pública que los invertirá en la economía nacional y se los devolverá en el momento de la jubilación en forma de pensiones. De alguna manera, se podría hablar de capitalización.

La única diferencia, pero diferencia muy importante, es que en el sistema público de pensiones no hay una correspondencia exacta, ni individualmente ni en su totalidad, entre aportaciones y retornos. Esta misma ausencia de identidad cuantitativa es la que le concede su carácter redistributivo y lo liga al mandato de la Constitución y por lo mismo lo diferencia también de la nueva ocurrencia del ministro que, aunque se presente como complementaria, en realidad pretende ser sustitutiva. Solo puede tener éxito a base de restar recursos que se podrían dedicar a las pensiones públicas.

La ley elaborada por el Ministerio de la Seguridad Social y que se está debatiendo en el Congreso crea un fondo de pensiones de empleo, pero de promoción pública. En la exposición de motivos aparece la queja de la escasa difusión que han tenido los fondos de pensiones de empleo en nuestro país, lo cual es cierto. Tan solo se han generalizado entre los grandes ejecutivos. Las compañías los han usado para que pasen más desapercibidas las astronómicas retribuciones que perciben, especialmente en el momento de las liquidaciones por finalización de su relación laboral. También han ocupado un lugar en las empresas públicas, y se han seguido manteniendo en ellas después de ser privatizadas. Por último, hay que considerar algún que otro sector económico muy consolidado, como la banca, y que durante la dictadura eran tenidos como pertenecientes a un estrato superior, los trabajadores de cuello blanco.

Pero, al margen de estos ámbitos, los fondos de pensiones de empleo no han tenido éxito, como es lógico cuando existe un sistema público de pensiones. Si se niega la posibilidad de incrementar las cotizaciones será difícil que los empresarios y los trabajadores se encuentren en condiciones de contribuir a un sistema paralelo al de la Seguridad Social. Es por eso por lo que el invento del ministro está condenado al fracaso. Se afirma que se nutrirá de los convenios de empresa o sectoriales. Lo cierto es que los empresarios solo asumirán estas obligaciones siempre que se compensen con incrementos salariales más reducidos. Pero es de suponer que esta alternativa de ningún modo convencerá a los trabajadores, tanto más cuanto que los salarios en España no son nada elevados y muchos de ellos se encuentran en el nivel de mera subsistencia.

Escrivá confía en los autónomos y en los funcionarios. Como siempre, el ministro diseña la política al margen de la realidad. En nuestro país el colectivo de autónomos es muy heterogéneo. Muchos de ellos militan en el infraempleo o en el paro encubierto. Personas que, ante la dificultad de encontrar un puesto de trabajo, se lanzan a montar un negocio o a ejercer una profesión por su cuenta con futuro muy dudoso y con cierto empobrecimiento generalizado, ante el hecho de tener que repartir la demanda entre un número mayor de agentes productivos. Lo cierto es que la mayoría de los autónomos ponen dificultades para soportar cotizaciones sociales moderadas (lejos de las de los trabajadores dependientes). Luego no parece que haya muchas posibilidades de que en este ámbito se extienda el invento del ministro.

En cuanto a los funcionarios, el único experimento realizado ha sido un auténtico fracaso. A finales de 2002, siendo ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro pactó con los sindicatos de la función pública la constitución de un fondo de pensiones del 0,5% de la masa salarial de los 523.000 empleados públicos de la Administración central (54,65 millones de euros). El fondo fue constituido en el BBVA en 2004, ya con el PSOE en el gobierno y siendo ministro de Administraciones Públicas Jordi Sevilla. En realidad, constituía una retribución en especie y, como era lógico, iba en detrimento de las retribuciones en metálico.

A los funcionarios no se les dio a elegir. De lo contrario, casi todos se hubieran inclinado por el pago en efectivo. Podían, sí, rechazar el fondo, pero sin recibir a cambio contrapartida alguna. La razón del pacto hay que buscarla primero en el interés de Montoro en hacer propaganda de estos instrumentos financieros, y después en el poder que concedía a las organizaciones sindicales al controlar un fondo de pensiones de esa envergadura. No creo que desde 2004 hayan existido muchas aportaciones, con lo que el saldo se está consumiendo poco a poco, según se jubilan los funcionarios que se encontraban entonces en activo y van retirando las ridículas cantidades que les corresponden.

Todo lo dicho no parece pronosticar un buen futuro para el proyecto de Escrivá. Las ventajas que la ley considera son muy dudosas. El fondo diseñado es un engendro, un híbrido. Se define como público, pero la gestión será privada. Resultará difícil garantizar que las comisiones serán más pequeñas y que las inversiones serán las adecuadas. El bosquejo es espectacular, pura megalomanía por la extensión y amplitud que se piensa que alcance y por las potestades que concede a la Administración y el andamiaje de órganos de vigilancia que diseña, pero la gestión continúa siendo privada y de muy difícil control.

Nada hace pensar que este fondo vaya a ser atrayente. No creo que tenga mucha demanda, como no sea que al igual que en 2002 se obligue a los funcionarios a incorporarse sacrificando parte del incremento salarial al que tendrían derecho. Como el resto de los fondos, su único atractivo y medio para obtener clientes sería agrandar y extender considerablemente los beneficios fiscales. A eso juega ahora la CEOE. Pide exenciones y deducciones para los trabajadores en el impuesto sobre la renta y para los empresarios en el impuesto de sociedades y en las cotizaciones sociales. Ese es el peligro del invento del ministro, que termine por restar recursos al erario público y por lo tanto a las pensiones públicas y además sirva de coartada para reducirlas.

republica.com 25-5-2020



DE FÚTBOL, BANCOS E IMPUESTOS

HACIENDA PÚBLICA, SISTEMA FINANCIERO Posted on Lun, mayo 17, 2021 23:57:45

En plena campaña electoral de Madrid, un tema ajeno al debate político logró hacerse un hueco relevante en los medios de comunicación. Me refiero a la creación de la supercopa. No sé nada de fútbol y, si me apuran, tampoco de otros deportes. Me pierdo entre la FIFA, la UEFA, las ligas, el Comité Olímpico y otros chiringuitos, tanto en el orden nacional como internacional. Pero no se necesita saber mucho para llegar a la conclusión de que son organismos o sociedades privadas con muy poca transparencia, libres de todo control y carentes de cualquier mecanismo democrático, sin que se conozca muy bien mediante qué medios se designan sus órganos directivos y por qué los emolumentos y prebendas de sus miembros son tan desproporcionados, sin que los poderes públicos hayan puesto nunca orden dentro de este enjambre de oligarcas.

Así que cuando escuché la noticia de la creación de la supercopa realicé mi propia composición: unos aprovechados que pretendían dar un golpe de mano a otros aprovechados y que no han tenido éxito. No había que darle mayor importancia. Pero he aquí que escucho unas declaraciones de Florentino Pérez afirmando que el fútbol está en peligro, que muchos clubs pueden desaparecer porque tienen una deuda que no pueden soportar; y hay que suponer además que se refería principalmente a los equipos importantes.

Mi extrañeza fue enorme, porque casi todos nos hemos quedado estupefactos y un poco escandalizados cuando la prensa ha publicado las primas y las retribuciones de ciertos futbolistas. Incluso habrá quien haya pensado sobre lo rara que es esta sociedad que retribuye de forma tan desigual al que se dedica a dar patadas a un balón respecto a los que, por ejemplo, se juegan la vida salvando a otras personas en un hospital en tiempos de pandemia o a aquellos que tras años de investigación descubren algo que puede beneficiar considerablemente a la humanidad.

Pero, ante estas reflexiones, no faltará quien nos aleccione en tono didáctico acerca de que una cosa es el valor y otra el precio, que rara vez coinciden, como lo ilustra el clásico ejemplo del aire y el oro. El precio no depende del valor intrínseco de la cosa, sino del mercado, de lo que se esté dispuesto a pagar por ella, de su escasez. Pero ahí es donde cruje el discurso de Florentino, porque si los clubs están al borde de la quiebra solo puede ser porque han pagado mucho más por el fichaje de ciertos futbolistas que lo que van a percibir por ellos. La solución para no quebrar es relativamente sencilla, como en cualquier economía, no gastar más de lo que se puede.

En cuanto a las deudas contraídas por los equipos de fútbol, que serán principalmente ante las entidades financieras, surge alguna que otra pregunta. ¿Por qué los bancos han asumido estos riesgos? Tal vez porque intuyen que en caso de insolvencia las Administraciones públicas no van a dejar caer un equipo que tiene un valor emblemático para una ciudad, o para un determinado territorio. Terminarán saneándolos de una o de otra manera, directa o indirectamente mediante operaciones urbanísticas, con tal de que no desaparezcan. ¿No sería lógico entonces que el Estado tuviese algo que decir en todo este tinglado del fútbol, sobre todo en lo que se refiere a la vigilancia de las insolvencias?

Hablando de retribuciones astronómicas y escandalosas, también por esas fechas, en medio de la campaña electoral, varios ministros, entre ellos la de Economía, han denunciado el contraste que se da en los bancos entre las retribuciones de sus ejecutivos y los ERE que piensan acometer con miles de despidos. Calviño, sin duda, tiene razón excepto por un pequeño detalle: se le ha olvidado que ella es la ministra de Economía y vicepresidenta segunda del Gobierno y, por lo tanto, tiene mucho que decir -y más que decir, hacer- en estos asuntos.

Ciertamente, los sueldos que se han adjudicado los ejecutivos de las entidades financieras son obscenos, pero hay que añadir enseguida para ser justos que no son exclusivos de ellos y que afectan a la totalidad de las grandes compañías. El abanico de las retribuciones dentro de las empresas se ha ido ampliando a lo largo de los años hasta niveles que hoy parecen indecentes e inmorales, convirtiéndose en una de las principales causas (no la única) del incremento de la desigualdad en la sociedad.

Podríamos recurrir de nuevo a la diferencia entre valor y precio; pero tampoco parece que aquí sea el mercado el que determina la cuantía de las retribuciones. Por más que intenten justificar lo  contrario, en la mayoría de los casos no existe correlación entre las remuneraciones de los ejecutivos y los beneficios de las empresas. Llevándolo al extremo, solo tenemos que recordar los altos sueldos de algunos directivos que en la crisis pasada llevaron a sus entidades a la ruina, o el caso más reciente de Abengoa.

Ya sabemos cómo funcionan los consejos de administración de las grandes sociedades y el papel de los consejeros independientes. Conocemos de sobra la forma oscurantista en la que se adoptan los acuerdos y lo poco que pintan los accionistas. No es el mercado el que fija los sueldos, sino el juego de los distintos grupos de poder que dominan la empresa.

En cuanto a la multiplicación de los ERE, la razón habrá que buscarla en que las distintas reformas laborales han ido dando una definición cada vez más laxa de las causas objetivas, en la que cabe casi todo, y deja a las empresas un amplio margen de maniobra para realizar los ajustes que ansían, aunque no sean necesarios para la viabilidad de la compañía, solo para obtener mayores beneficios. En el caso de las entidades financieras, resulta muy dudoso que sea imprescindible el ajuste en la plantilla, al menos en la cantidad que están planteando los ERE.

Es cierto que los avances tecnológicos y la posibilidad de gestionar on line casi todos los productos financieros hacen menos necesarias las oficinas de los bancos, pero eso no quiere decir que tengan que desaparecer o reducirse de tal modo su número y su plantilla que se produzcan importantes insuficiencias en los servicios. Los usuarios tienen ya, y cada vez más, la sensación de que cuando se ven obligados a realizar en los bancos una gestión de manera personalizada se enfrentan a bastantes dificultades, y no digamos los problemas con los que chocan aquellos clientes que no cuentan con Internet o no se manejan con las nuevas tecnologías.

El BBVA acaba de anunciar un ERE de 3.800 de trabajadores y proyecta cerrar una de cada cuatro sucursales; pero las señales de alarma han sonado, sobre todo, cuando Caixa Bank, como consecuencia de la absorción de Bankia, ha hecho pública su intención de mandar al paro a 8.291 trabajadores provenientes solo de sucursales, sin contar los posibles despidos de servicios centrales. Ha sido principalmente este último anuncio, que además ha coincidido con una subida de sueldo sustancial de sus ejecutivos, el que ha originado las críticas de la ministra de Economía y de alguna otra ministra.

El hecho es curioso porque ha sido el Gobierno el que ha propiciado la fusión entregando Bankia a Caixa Bank, lo que ha debido de ser muy provechoso para la segunda entidad, pero no estoy nada seguro de que lo haya sido también para el Estado. En cualquier caso, el Gobierno podría haber introducido en el acuerdo de fusión la condición de que la nueva entidad no pudiese aprobar ningún ERE en un periodo determinado. Sin duda, la justificación de los despidos choca con la noticia de que el nuevo presidente de la entidad se ha triplicado el sueldo, y con él otros 26 ejecutivos van a ver incrementadas sustancialmente sus retribuciones.

El motivo aducido es la necesidad de equilibrar los sueldos de los directivos de las dos entidades fusionadas. Bankia, al estar intervenida por el FROB, los tenía congelados. En cierto modo, la dirección de Caixa Bank, puede estar en lo cierto cuando, como contestación a la ministra, ha afirmado que sus sueldos -los de Caixa, no los de Bankia- son los que están a nivel de mercado. Quieren decir que están en consonancia con el que pagan otras entidades financieras. Sin embargo, eso no significa que lo esté determinando el mercado, como lo prueba el hecho de que planteen al mismo tiempo la necesidad de aplicar un ERE. Lo que los fija son los chanchullos de los consejos de administración y la emulación de unos ejecutivos frente a otros.

Caixa Bank plantea además   que no sería correcto que el Gobierno interfiriese en este tema, a pesar de que el Estado mantiene a través del FROB el 17% de las acciones de la nueva entidad. Las cifras, pero no solo en la banca, son desde luego escandalosas. En algunos casos alcanzan, englobando todos los conceptos, varios millones de euros anuales. La parte socialista del Gobierno, que yo sepa, nunca había criticado esta situación ni había propuesto ningún mecanismo de limitación. Por el contrario, desde Podemos sí han planteado en algunas ocasiones poner un tope a las retribuciones, lo que desde el sector bancario se considera una injerencia inaceptable. No lo calificaría yo así, pero sí que es una medida que carece de finura y, por lo tanto, puede introducir en la economía distorsiones, al no poderse aplicar con la generalidad necesaria.

Al mismo resultado se llega por otro camino. Si se quiere, la solución existe desde hace mucho tiempo y no hay que inventar nada. Habrá que acudir al sistema fiscal, al IRPF y a la tarifa progresiva. Se trata de ampliar hacia arriba tantos tramos como sean necesarios, cada uno de ellos a un tipo marginal mayor, de manera que a determinados niveles se desincentive totalmente la subida de sueldos al quedarse Hacienda con la mayor parte del incremento. Los datos indican que, en Europa, hasta 1980, cuando existían tipos marginales máximos considerablemente altos (en algunos países del orden del 80 o 90%) los sueldos de los grandes ejecutivos se mantuvieron moderados; sin embargo, a partir de los ochenta, y a medida que se reducía la progresividad del impuesto de la renta, disminuyendo los tipos marginales máximos, las remuneraciones de los ejecutivos comenzaron a desbocarse hasta los niveles actuales.

En España, hoy, tocar el tema de los impuestos es meterse en un hormiguero. Los comentaristas políticos, tertulianos, articulistas y todos los que crean opinión, reaccionan de forma histérica y con total irritación. Lo cierto es que, con la coyuntura actual y el nivel que va alcanzar el endeudamiento público, la subida de impuestos es ineludible. Se va a producir sí o sí. La única duda es qué tributos van a incrementarse si los regresivos o los que son progresivos. Por lo que se ha publicado del Plan de Recuperación claramente los indirectos y regresivos.

Puede pensarse que la modificación de la tarifa del IRPF anterior es un tema secundario, sin demasiado impacto en la recaudación. Quizás sea cierto que su capacidad recaudatoria es muy baja, pero afecta sin duda a la equidad en la distribución de la carga tributaria. Ver que las rentas altas tributan de acuerdo con sus ingresos parece una condición necesaria para que los ciudadanos asuman una mayor presión fiscal. No parece lógico que la escala progresiva del impuesto sobre la renta termine en 60.000 euros (el último añadido a 300.000 euros es un pastiche que eleva solo en dos puntos el tipo marginal máximo). Hay que recordar que a principio de los ochenta este tipo en España estaba fijado en el 65% y la tarifa tenía 36 tramos. No obstante, conviene añadir que el primer paso tendría que ser retornar a una tarifa única, es decir, que las rentas de capital vuelvan a unirse con las de trabajo.

republica.com 7-5-2021



LOS FONDOS DE PENSIONES DEL MINISTRO INDEPENDIENTE

SISTEMA FINANCIERO Posted on Lun, noviembre 23, 2020 19:46:20

Echémonos a temblar. El ministro Escrivá ha tenido una idea. Dicen que un francés con una idea en la cabeza arma más follón que un perro con una lata atada al rabo. El ministro independiente debe de ser francés. Ya tuvo una idea, la del ingreso mínimo vital, y menudo lío que ha armado. Lo diseñó como un impuesto negativo sobre la renta, imposible de gestionar y mucho menos de controlar. Si alguna vez llega a estar en funcionamiento, dará lugar a todo tipo de abusos, corruptelas y trampas.

Ahora idea incentivar los fondos de pensiones de empresa, lo cual, diga lo que diga, choca con el hecho de que el Gobierno reduzca en los presupuestos la cuantía que los contribuyentes pueden deducirse en el IRPF de los planes de pensiones individuales, que al fin y al cabo son voluntarios. No es que me parezca mal que se minore este gasto fiscal. Los fondos de pensiones son un mal invento, sin demasiado sentido. Solo benefician a las entidades financieras depositarias de las inversiones y que controlan a las gestoras.

Nacen -o al menos adquieren notoriedad- a mediados de los noventa, unidos a la campaña de desprestigio de las pensiones públicas. En 1994 el Banco Mundial difundió un informe en el que vaticinaba la quiebra de los sistemas públicos, informe inmediatamente secundado por los servicios de estudios de todas las entidades financieras, que sirvió para presionar a los gobiernos a que concediesen desgravaciones fiscales a los fondos de pensiones. Así, el periodo comprendido entre 1995 y 2000 se configuró como el de mayor expansión de los planes, pasando de 4,9 de billones de euros a 11,5. Más tarde llegó el estancamiento e incluso la minoración.

Lo primero que hay que poner en cuestión es que sea adecuado denominarlos “de pensiones”, porque en definitiva se trata únicamente de una forma más de ahorrar y no de las mejores. Como alternativa a las pensiones públicas, carecen de toda viabilidad, porque lo único que nos ofrecen es que cada uno se apañe, ahorrando lo que pueda en su vida laboral. Para ese viaje no hacían falta tales alforjas. Pero lo más indignante es que pretendan decidir por nosotros hacia dónde tenemos que dirigir el ahorro. ¿Por qué materializarlo en los llamados fondos de pensiones y no en la bolsa, en inmuebles, en obras de arte o en cualquier otro activo financiero? Dicho de otra forma, ¿por qué hay que primar fiscalmente una forma de ahorro en detrimento de las otras? Además, no hay ninguna certeza de que los fondos incrementen el volumen global del ahorro. Todo lo más, pueden cambiar su composición, orientándose hacia un lado o hacia otro dependiendo de los incentivos fiscales.

En realidad, los fondos y planes de pensiones no existirían sin la desgravación fiscal, tal como se encargan de recordar sus propios defensores todas las veces que corre el rumor de que esta va a desaparecer. Pero entonces, ¿cuál es la razón de la existencia de un producto financiero que nadie demandaría sin desgravación fiscal? Concretamente en España, según ha ido disminuyendo la cuantía de los beneficios fiscales los fondos de pensiones han ido perdiendo importancia relativa.

Existe, además, un cierto espejismo con el tratamiento fiscal de los fondos de pensiones. El beneficio que se obtiene no es tan grande como a primera vista podría parecer. Las aportaciones, al realizarlas, se deducen de la base imponible del IRPF, pero en contrapartida, cuando se rescata parcial o totalmente el fondo la cantidad correspondiente se debe incluir en la base imponible de ese ejercicio. Desde esta óptica, el beneficio fiscal consiste tan solo en posponer el momento en que se hace efectivo el gravamen. La única ventaja hipotética radica en que el tipo marginal del impuesto pudiera ser menor en el momento de la jubilación que durante la vida activa, pero aun así no es seguro que compense las comisiones de gestión y de depósito cobradas anualmente.

Hasta el 31 de diciembre de 2006, fecha en la que se modificó la ley, contaban con otro aliciente. Llegada la jubilación, el fondo se podía rescatar de una sola vez, y su tratamiento como renta irregular comportaba que la incorporación a la base imponible era tan solo del 60 % de su cuantía. Esta ventaja desaparece para las nuevas aportaciones realizadas a partir del 1 de enero de 2007. Si hasta ese momento era muy dudosa la conveniencia de realizar aportaciones a los fondos privados, a partir de entonces parece palmario que únicamente la ignorancia y el desconocimiento pueden conducir a que se quiera invertir en esta modalidad.

Todo esto es aplicable, por supuesto, a los fondos individuales, pero con tanto o mayor motivo a los de empresa, que parecen ser los preferidos por el señor ministro. Si los primeros han ido reduciendo su importancia, los segundos han quedado en un puesto casi residual -vestigios de otras épocas- y localizados en grandes empresas, muchas de ellas provenientes del sector público, privatizadas. A veces se limitan solo a parte de la plantilla, la más antigua y con derechos consolidados, y se han excluido a partir de una cierta fecha para las nuevas contrataciones laborales. Parece irrefutable que los fondos de empleo resultan inaplicables para la mayoría de las corporaciones de este país, que son pequeñas o medianas.

De ahí que sea bastante incomprensible que se quiera incentivar precisamente los planes de empresa que se dan solo en las grandes sociedades o entidades públicas, en las que los trabajadores están mejor organizados en sindicatos, y tienen más fuerza para presionar y conseguir acuerdos encaminados a la constitución de planes de pensiones; por el contrario, la posibilidad de conseguir fondos de empleo será nula para la gran mayoría de asalariados, con relaciones laborales más precarias y en sectores y explotaciones más frágiles, donde apenas existen las organizaciones sindicales o, si existen, carecen de fuerza.

Ahora bien, el ministro ha tenido “una idea grandiosa”, nada más y nada menos que constituir un gigantesco fondo de promoción pública y de gestión privada cuyo objetivo es conseguir -ahí es nada- que los fondos de pensiones de empleo se extiendan por lo menos a la mitad de la población ocupada. El señor ministro debe ignorar, por lo visto, que, según las encuestas, el 60% de la población española carece de capacidad de ahorrar (no llega a final de mes) y otro 30%, si lo hace, es en una cuantía mínima, con la única intención de poder hacer frente a los imprevistos que pudieran surgir y sin que sirva, desde luego, como aportación significativa a un plan de pensiones.

La ensoñación adquiere dimensiones ciclópeas cuando se añade que se dirige a las pymes, autónomos y empleados públicos. Se pretende, según dicen, facilitar la adhesión y articulación de las pymes y de sus trabajadores mediante planes colectivos sectoriales y altamente digitalizados (la digitalización que no falte); las empresas y los trabajadores se darían de alta desde el móvil, por un sistema muy simple, supongo que será tan simple como la gestión del ingreso mínimo vital. En cuanto a los autónomos, ¿nos podría explicar el señor ministro cómo lo va a conseguir, si aún no se ha logrado que funcione correctamente el régimen especial de autónomos de la Seguridad Social?; ¿si no pueden pagar, según dicen, unas cotizaciones adecuadas para mantener las pensiones públicas cómo van a acometer las aventuras esotéricas que ahora quiere crear el señor Escrivá?

Con digitalización o sin digitalización, con móvil o sin móvil, en el caso de las pymes y en general en cualquier empresa las aportaciones van a recaer sobre los trabajadores y además obligatoriamente (no dejan de ser obligatorias porque lo hayan pactado los sindicatos). Resulta evidente que, aunque nominalmente se diga que una parte la soportará la empresa, lo cierto es que toda su cuantía (tanto la aportación del trabajador como la del empresario) va a ir en detrimento de los salarios, y no parece que estos, y especialmente en las pymes, estén para tales alegrías. Por otra parte, si lo que desea es subir las cotizaciones, hágase en el sistema público; bien es verdad que este no discrimina por empresas, pero esa es precisamente una de sus cualidades.

Lo que a menudo se olvida es que el fundamento y el sentido de la Seguridad Social radican precisamente en su carácter redistributivo y en la cobertura generalizada del riesgo de vejez. Es cierto que no nos movemos en un sistema por completo igualitario, y que las pensiones son diferentes en función de los años de cotización y de las bases sobre las que se ha cotizado; pero no es menos cierto también que no existe una proporcionalidad estricta entre cotización y prestación. Es este carácter universal y compensatorio, en el que se exige una caja única, lo que diferencia radicalmente el sistema público de los planes privados, y lo que impide que estos puedan constituirse en alternativa.

En cuanto a los empleados públicos, el señor Escrivá no es nada original. El disparate ya lo cometieron otros con anterioridad. Los sindicatos de la función pública firmaron un pacto con el último gobierno Aznar con el fin de que parte del incremento salarial que correspondía a los empleados públicos se abonase como aportación a un fondo de pensiones. Las cantidades eran ciertamente ridículas, pero se entiende mal el carácter de su obligatoriedad porque, aunque se hizo la pantomima de pedir aquiescencia al trabajador, la percepción de tal cantidad se encontraba condicionada a que fuese bajo la forma del fondo de pensiones. No había alternativa. La finalidad del Gobierno, y más concretamente del ministro de Hacienda, parecía estar bastante clara. Pretendía legitimar y publicitar los fondos privados. Tal vez lo mismo que ahora persigue Escrivá. ¿Pero cuál fue la motivación que impulsó a los sindicatos? Es difícil encontrar otra distinta que la del poder que les concede participar en su gestión. Esperemos que esta vez las organizaciones sindicales no se dejen deslumbrar por el oropel y hagan caso omiso de los cantos de sirena

Republica 20-11-2020



EL BITCOIN, HAYEK Y LA PRIVATIZACIÓN DE LA MONEDA

SISTEMA FINANCIERO Posted on Lun, enero 08, 2018 23:52:26

El mundo financiero es un cúmulo de sorpresas. No han desaparecido aún las secuelas ocasionadas por el estallido de la burbuja de las hipotecas subprime, cuando ya se está formando una nueva burbuja especulativa que, si tarda en explotar, tendrá efectos incluso más nocivos que las anteriores. Pocas dudas caben de que, antes o después, la catástrofe se cernirá sobre el mercado de los bitcoins y ese día con toda probabilidad los que hayan invertido en esta criptomoneda perderán todos sus ahorros. Lo que resulta realmente prodigioso es que haya alguien que pueda pensar lo contrario.

Desde el mismo instante de su creación -2009- el bitcoin ha venido revalorizándose en porcentajes cada vez mayores y totalmente desproporcionados. La especulación se ha hecho más evidente en los últimos tiempos. En 2017, la cotización se ha multiplicado por veinte, alcanzando un máximo de 19.000 dólares a mediados del mes de diciembre; sufre, no obstante, una gran volatilidad desde el momento en que se ha comenzado a cotizar a futuros en EE.UU. Múltiples analistas han advertido acerca de la inmensa burbuja especulativa que se está formando y del desastre que amenaza a los inversores. JP Morgan, el mayor banco de inversión de Estados Unidos, ha manifestado tajantemente que el bitcoin es un fraude.

El carácter falaz de esta criptomoneda y su vacuidad debe distinguirse de la tecnología que aplica, la llamada Blockchain, que se ha convertido en uno de los mayores focos de interés de la industria financiera, y de otros tantos sectores. Una nueva forma de registrar tanto transacciones como otras interacciones digitales de manera segura y transparente. Las posibilidades que ofrece son muchas. Las bondades de su tecnología y el hecho de que en el futuro pueda tener múltiples utilidades diferentes a la de soportar las operaciones de una criptomoneda no hacen, sin embargo, consistente al bitcoin, que continúa siendo humo, un dinero que intenta serlo sin tener nada que lo sustente.

El bitcoin nace de la pretensión un tanto ingenua de corregir una cierta contradicción en la que se ha venido moviendo a su pesar el liberalismo económico. Los intereses económicos que se sitúan detrás, si bien exigen la desregulación de todos los mercados, en especial del laboral, no están dispuestos a ceder al juego de la oferta y la demanda la creación del dinero. A largo de la Historia las constantes quiebras y crisis de las entidades que actuaban como bancos aconsejaban limitar la capacidad de emisión. No obstante, aunque en esta materia desconfían del mercado, tampoco están determinados a abandonarla en manos del Estado. La influencia que las clases populares tienen sobre los gobernantes a través de las consultas electorales hacía arriesgada tal cesión, y por eso pretenden que las decisiones monetarias sean tomadas por una entidad independiente y neutral.

De este modo, las fuerzas conservadoras y el neoliberalismo económico han logrado cuadrar el círculo en materia de política monetaria. La autonomía de esas instituciones llamadas bancos centrales les ha permitido hacer compatibles posiciones contradictorias en sí mismas. Han conseguido compaginar su aversión a lo público y a los mecanismos democráticos con la certeza de que algo tan delicado y sustancial para sus intereses como es el dinero no se podía dejar al albur de la «mano invisible». Se han inclinado abiertamente por la intervención, pero no por la del poder político democrático, sino por la de una institución que revisten de tecnicismo y profesionalidad, autonomía e independencia, para hacerla en realidad dependiente de los poderes económicos.

Un neoliberalismo económico consecuente debería inclinarse por la abolición del monopolio de emisión de dinero que hoy tienen los Estados y que han cedido a los bancos centrales. Tendrían que defender la libre creación de moneda por todo aquel que quiera realizarla y que disponga de suficiente credibilidad en el mercado para que el público acepte sus pasivos como medio general de pago. Sin embargo, esta postura es minoritaria; únicamente Friedrich Hayek ha defendido, y en época reciente (1976), la liberalización del mercado del dinero. Su obra «La desnacionalización del dinero» es un alegato a favor de la libre competencia en la emisión y circulación de los medios de pago. Considera el dinero como una mercancía más que, por lo tanto y de forma similar a cualquier otro bien, de acuerdo con su doctrina, puede ser suministrada por el sector privado con mayor eficiencia que por un monopolio estatal.

En el sistema diseñado por Hayek la creación de dinero sería libre. Toda aquella entidad financiera que lo desease podría crear su propio medio de pago, pero debería cuidar de la estabilidad de su valor, emitiendo tan solo aquella cantidad que fuese demandada por el público. Existirían, por tanto, diferentes monedas, con denominaciones distintas, una por cada uno de los bancos privados que quisieran emitir dinero. Toda entidad que en un exceso de avaricia pusiese en circulación más medios de pago que aquellos que el público deseara tener vería devaluarse su dinero con respecto a otras monedas y perder capacidad adquisitiva, con lo que el público huiría de esa moneda para refugiarse en otras más seguras. Es decir, cada banco o entidad financiera que emitiese dinero debería mantener constante su valor por el procedimiento de retirar del mercado la cantidad adecuada del mismo cuando se devaluase, y emitir la necesaria en el caso de que se apreciase por exceso de demanda. Abolido el principio de aceptación obligatoria -propiedad de la que goza en este momento el dinero legal y que lógicamente no sería aplicable a los medios de pago creados por los bancos privados- la ley de Gresham no se cumpliría, y se daría más bien la situación contraria, que la moneda buena desplazaría a la mala.

La postura de Hayek es, como ya hemos dicho, consecuente, pero apenas ha encontrado eco entre sus correligionarios, y por supuesto nadie hasta ahora había pretendido llevar a la práctica sus conclusiones. La razón resulta bastante evidente cuando se intuyen los graves problemas que acarrearía y los absurdos a los que nos conduciría su aplicación.

En el fondo, la teoría no es tan original como a primera vista pudiera parecer. Si nos remontamos en la Historia, comprobaremos que en el origen del dinero hay situaciones que guardan una gran similitud con el sistema propuesto, y que la intervención pública -en esto como en otras muchas situaciones económicas- surge de una necesidad. Si la acuñación de moneda se reserva a los poderes públicos es en un principio para garantizar su valor. De hecho, desde los primeros momentos de la actividad bancaria, las quiebras y las insolvencias acompañaron la vida de las instituciones financieras. En la época actual, a pesar de la especial vigilancia de los poderes públicos y de que los bancos no gozan de la facultad de emitir dinero primario, las crisis bancarias acaecen con mayor frecuencia de lo que sería deseable, y su coste lo asume el erario público. ¿Podemos imaginarnos lo que ocurriría si cada banco pudiese emitir su propio dinero, distinto del de otras instituciones financieras? ¿Hasta dónde alcanzarían los fraudes y los timos bancarios?

El modelo de Hayek solo puede funcionar sobre el papel, y ni los más ardientes defensores del libre mercado han abogado por un sistema de tales características. ¿Qué grado de complejidad tendría la realidad económica si para cada transacción hubiera de escogerse una clase distinta de dinero? ¿Es posible exigir a todos los ciudadanos la condición de financieros, a efectos de disponer y saber utilizar una información tan compleja como la de conocer cuál es el dinero más estable y cuál el que más se deprecia? Ni siquiera las personas más expertas podrían afirmar con certeza qué moneda es la más conveniente, al estar cada una de ellas definida por cestas diferentes de distintos bienes.

Por otra parte, nada impediría la especulación. ¿Cómo podría un banco privado hacer frente a fuertes operaciones especulativas realizadas contra su moneda, cuando hoy en día ni siquiera los Estados -incluso a veces aunando sus esfuerzos- son capaces de librar a sus divisas de los implacables ataques a los que se ven sometidas? Si ya en las actuales coordenadas del sistema capitalista existe una inflación desmedida del mundo financiero, en el que sus operaciones multiplican con creces las transacciones reales, hasta el extremo de convertir los mercados en grandes casinos, ¿podemos imaginarnos el incentivo adicional que significaría para la especulación financiera la existencia de un número indefinido de monedas, tantas como bancos, y la posibilidad de tomar posiciones instantáneamente en una u otra voluta?

Es en este contexto donde hay que situar el juicio acerca del bitcoin. Las críticas vertidas sobre el sistema de Hayek son aplicables en su totalidad a las criptomonedas, amén de otras que le son propias. El bitcoin se inserta en el deseo de dotar de total automatismo a la creación de dinero, prescindiendo de toda discrecionalidad y sustrayendo a los Estados, e incluso a los bancos centrales, la política monetaria. Lo que llaman minería, es decir, el proceso de creación de los nuevos bitcoin, se diseña a semejanza de la extracción de metales preciosos, con lo que se pretende dar idéntico automatismo que el que ofrecía el patrón oro. De sobra son conocidos, y Keynes ya los anunció, los resultados negativos que algunos países, por ejemplo, Inglaterra, cosecharon tras la Primera Guerra Mundial por el empecinamiento de mantener la moneda anclada en el oro. Los bitcoins presentan la misma rigidez, con el agravante de que no se identifican con ningún metal precioso, por lo que carecen de valor intrínseco, no son nada, puro aire.

El bitcoin se define como dinero, pero está muy lejos de cumplir todas las condiciones necesarias para ser tenido como tal. El dinero surge como la superación de la economía de trueque, y es de aceptación común que debe ser capaz de cumplir tres funciones básicas: unidad de cuenta, medio de pago y, por último, depósito de valor. El bitcoin no cumple la condición primera ya que no constituye una unidad de cuenta propia, sino que se expresa con respecto a las otras divisas. En todo caso sería dinero secundario al estilo de los depósitos bancarios u otros activos financieros. No tiene, por tanto, la pretensión al menos por ahora, de desplazar y sustituir a las divisas emitidas por los bancos centrales. En este sentido se diferencia del dinero propuesto por Hayek, porque en su sistema los bancos centrales desaparecerían.

Sí hay similitud, sin embargo, en los defectos que las dos monedas presentan como medio de pago. En ambos casos la volatilidad, la falta de concreción y la dificultad en la instrumentación los invalidan para este objetivo. En el caso del bitcoin lo paradójico es que en un principio se diseñó principalmente con esta finalidad para hacer más fáciles las transacciones, y reducir su coste eliminando intermediarios, pero lo cierto es que la tercera función, la de depósito de valor se ha desarrollado de tal forma y ha creado tal ola especulativa que hace imposibles las otras dos funciones. Si hoy tuviéramos que definirlo, más que de dinero tendríamos que hablar de activo financiero, pero con el agravante de que no se corresponde con ningún pasivo, no hay deudor al que reclamar nuestro derecho. Tampoco constituye una cosa (oro, obra de arte, etc.) con un valor intrínseco independientemente del precio del mercado. No es nada. Pura especulación. Mera expectativa de que un segundo inversor pague más dinero que el primero por la expectativa a su vez de que un tercero pague más que el segundo. La hecatombe se produce cuando la tendencia se invierte y sin saber muy bien por qué la fiebre de vender se apodera del mercado.

Buscando comparaciones, quizás el caso más similar sería el de los tulipanes de Holanda del siglo XVII. Hace ya bastantes años que John Kenneth Galbraith escribió un librito realmente sugerente, “Breve historia de la euforia financiera”. Narra diversos acontecimientos en los que la estulticia humana ha creado burbujas especulativas difícilmente explicables. La primera que cita es la de la tulipanmanía. Cuesta creer que pudiera pagarse por un bulbo de tulipán cifras astronómicas y que su precio pudiera subir ininterrumpidamente hasta poder intercambiarse en algunos casos por una mansión de lujo. El final de este sinsentido llegó en 1637 cuando los más inquietos comenzaron a abandonar el mercado, y de forma rápida se generó la estampida. Muchos de los inversores perdieron todos sus ahorros, pero el coste no recayó exclusivamente sobre ellos, sino sobre toda la sociedad holandesa que entró en lo que llamaríamos hoy una depresión económica. Hay que temer que la historia se repita y pase lo mismo con los bitcoins, si los Estados no adoptan ahora las medidas adecuadas.

republica.com 5-1-2017



DEVALUACIÓN MONETARIA, DEVALUACIÓN INTERNA

SISTEMA FINANCIERO Posted on Mar, marzo 21, 2017 23:57:31

El Banco de España ha publicado recientemente un dato de sumo interés que, sin embargo, ha pasado desapercibido. El saldo de la balanza por cuenta corriente en 2016 ha tenido signo positivo, casi el 2% del PIB. Su relevancia se encuentra en que ha sido precisamente el comportamiento negativo de esta variable el que nos ha precipitado a la crisis. Nuestro déficit exterior fue creciendo progresivamente de 2000 a 2008 hasta alcanzar en este último año cerca del 10% del PIB, cifra a todas luces temerario. La acumulación durante este periodo de saldos negativos se tradujo en un desorbitado endeudamiento exterior, haciendo extremadamente vulnerable nuestra economía a los movimientos de los mercados.

Una condición imprescindible para que España saliese de la recesión era cerrar esta brecha que estaba en el origen del problema. Lo primero era evitar que el endeudamiento continuase creciendo. La tarea no se presentaba fácil, puesto que la pertenencia a la Unión Monetaria (UM) nos impedía devaluar la moneda, que es la forma normal de equilibrar la balanza de pagos. Este camino estaba cerrado, por lo que las autoridades europeas y el Gobierno español dirigieron la mirada a la única vía posible en esas circunstancias, la de la devaluación interna.

Tengo que reconocer que era bastante pesimista sobre la eficacia de esta política y la posibilidad de equilibrar la balanza de pagos acudiendo únicamente a dicho procedimiento. Pero lo cierto es que ha funcionado; otra cosa muy distinta es el coste que ha habido que pagar por ello. Hay que admitir que un superávit en la balanza por cuenta corriente del 2% del PIB es un dato positivo desde el punto de vista macroeconómico, ya que asegura que al menos a corto plazo el sector exterior no va ser un factor de distorsión que estrangule el posible crecimiento.

Pero la corrección no ha sido gratuita. Como ya se ha señalado, no se ha conseguido por devaluación del tipo de cambio sino por devaluación interna, y esta tiene efectos infinitamente más negativos que la primera. Aun cuando se suele afirmar que consiste en la deflación de precios y salarios, lo cierto es en la práctica, dado que nos movemos en una economía de mercado -en la que, por supuesto, los precios no pueden ser intervenidos ni limitados los beneficios empresariales- todo se reduce a disminuir salarios. El planteamiento era de esperar. Fue uno de los motivos por los que algunos estuvimos en contra de la UM desde sus inicios. Preveíamos que en cuanto comenzasen las dificultades, que sin duda iban a surgir, el ajuste recaería principalmente sobre los trabajadores, y que la imposibilidad de devaluar la divisa, unida a la libre circulación de capitales, constituiría un arma letal en contra del Estado social y de los derechos laborales.

La ventaja de la devaluación de la moneda es que perjudica a todos por igual y modifica únicamente la relación de precios interiores frente a los exteriores, pero deja intactos los precios relativos (incluyendo los salarios) en el interior. Todos se empobrecen en la misma medida frente al extranjero, pero no experimentan ningún cambio relativo en su capacidad económica respecto a los otros agentes internos.

La deflación competitiva, por el contrario, resulta totalmente injusta, ya que distribuye el coste de una manera desigual y caótica: afectará exclusivamente a los salarios y a aquellos empresarios, principalmente los pequeños y que carezcan de defensa, mientras que las grandes empresas que actúan en sectores donde la competencia no existe no solo no asumirán coste alguno, sino que incluso verán incrementar sus beneficios. Tampoco todos los salarios se comportarán de la misma manera ni se reducirán en la misma cuantía.

La comprobación empírica de lo dicho anteriormente la encontramos al ver cómo el coste de la actual crisis, por ejemplo en España, se ha repartido de manera asimétrica y desigual. La reducción de precios se ha conseguido a base de rebajar los salarios en un porcentaje mucho mayor. Los costes laborales unitarios en términos reales han descendido de forma continua, de manera que la distribución de la renta ha evolucionado en contra de la remuneración de los asalariados y a favor del excedente empresarial.

Paradójicamente, fue Milton Friedman el que ya en un texto escrito en el año 1958 y citado por Paul Krugman recientemente explicaba con una comparación curiosa lo difícil que resulta sustituir la devaluación de las divisas por la deflación de precios y salarios: “La defensa de los tipos de cambio flexibles es, por curioso que parezca, casi idéntica a la del cambio de hora en verano. ¿No resulta absurdo cambiar el reloj en verano cuando se podría conseguir exactamente lo mismo si cada persona cambiase sus costumbres? Lo único que se precisa es que cada persona decida llegar a la oficina una hora antes, comer una hora antes, etc. Pero, obviamente, es mucho más sencillo cambiar el reloj que guía a todas estas personas, en lugar de pretender que cada individuo por separado cambie sus costumbres de reacción ante el reloj, por más que todos quieran hacerlo. La situación es exactamente igual a la del mercado de divisas. Es mucho más simple permitir que un precio cambie —el precio de una divisa extranjera— que confiar en que se modifique una multitud de precios que constituyen, todos juntos, la estructura interna del precio.”

El ejemplo es, desde luego, pertinente. Nadie estaría dispuesto a cambiar su horario, al menos si no está seguro de que todos los demás lo harán en la misma medida. Ningún trabajador aceptará de buen grado una bajada de salario si piensa que los precios y los otros salarios no se van a reducir en idéntica medida; y ningún empresario reducirá sus precios si puede no hacerlo. No hay certeza de que la devaluación interior consiga siempre el objetivo perseguido de modificar la relación de precios internos-externos, al menos en la cuantía necesaria, pero lo que parece seguro es que modifica los precios relativos interiores, incluyendo los salarios, y que cambia la redistribución de la renta de una manera caótica, injusta y regresiva.

Además, la deflación competitiva, a diferencia de la devaluación, no afecta a los activos ni a los pasivos. Estos no sufren ninguna modificación. Así que todos aquellos que poseen deudas ven cómo se incrementan respecto a sus salarios. Por el contrario, todos los que acumulan riquezas serán más ricos en términos relativos. El monto de la deuda frente al exterior no se reducirá (cosa que sí ocurre en la devaluación monetaria), lo que resulta muy relevante para los países del sur de Europa, incluyendo España, enormemente endeudados.

El hecho de que España haya conseguido equilibrar la balanza de pagos por cuenta corriente es una buena noticia, pero que lo haya tenido que hacer mediante la deflación interna implica el haber pagado un alto precio por ello en términos de equidad y dejar casi intacto el endeudamiento exterior, lo que alimenta la incertidumbre frente al futuro. La demanda interna, además, se puede resentir al haber deprimido los salarios y mantener casi constante el endeudamiento de las familias mediante tasas negativas de inflación.

republica.com 17-3-2017



Al Banco de España tampoco le habló nadie del endeudamiento privado

SISTEMA FINANCIERO Posted on Lun, febrero 20, 2017 23:33:18

Varios acontecimientos concatenados han puesto nuevamente de plena actualidad al Banco de España (BE) y al papel que ha representado en la crisis financiera. Por una parte, la cuantificación provisional realizada por el Tribunal de Cuentas del coste que para el erario público ha significado el saneamiento (hasta la fecha) de las entidades financieras, seguido de un editorial del diario El País de 4 de febrero pasado en el que se preocupaba por el prestigio de nuestro banco central. Los editoriales del diario El País siempre tienen impacto (antes más que ahora), especialmente en el stablishment político, económico y financiero. Tan es así que el editorial al que nos referimos ha originado que el actual gobernador del BE se viese obligado a salir a la palestra el pasado 10 de febrero con un artículo en ese mismo diario ofreciendo unas vagas aclaraciones, pero reconociendo sobre todo que se cometieron errores y que quizás haya llegado el momento de ofrecer una explicación de conjunto.

El BE ha gozado siempre de un gran prestigio, prestigio en mi opinión inmerecido pero elaborado en razón de los intereses que defendía. Durante muchos años ha sido el centro más importante de emisión de pensamiento neoliberal. Se ha comportado de manera permanente como patronal bancaria y como sindicato orientado a la defensa de las entidades financieras y del poder económico. No se le puede negar el mérito de haber colaborado de manera sustancial en el establecimiento en España de un sistema estadístico de primer orden, especialmente en el área financiera, pero el juicio tiene que ser muy diferente en lo referente a sus dos principales funciones, la instrumentación de la política monetaria y el control de los bancos.

Hasta el establecimiento del euro, la política monetaria practicada por el BE se orientó siempre en la línea más restrictiva, lo que condenó a menudo a la economía española a un crecimiento inferior al potencial y a que las tasas de desempleo fueran más elevadas de lo que era previsible. Esa fuerte disciplina, tan dañina para la economía real, venía marcada con frecuencia por errores y fallos en las estimaciones y en los instrumentos de la propia política monetaria, y en la actuación deficiente de la institución. Los días 10 y 11 de febrero de 1988 publiqué dos artículos en el diario El País titulados “Nos perdimos en los ALPES”. Los activos líquidos en manos del público (ALPs) constituían la variable utilizada por el BE para controlar la política monetaria. Pues bien, en los artículos señalaba cómo el BE no había dado ni una, y las muchas equivocaciones y desviaciones sobre las que se había asentado su actuación. Y, lo que es aún peor, el enorme margen de inseguridad que presidía toda la política monetaria. Ello, sin embargo, no era óbice para que se sometiera la economía a rígidos ajustes enormemente perjudiciales.

Tampoco su actuación como supervisor de las entidades financieras a lo largo del tiempo ha sido excesivamente brillante. Desde principios de los ochenta las crisis bancarias se han sucedido periódicamente sin que el BE haya hecho nada para evitarlas; tan solo intervenía una vez que el problema se había presentado y siempre para solucionarlo con dinero público. La responsabilidad no puede, desde luego, predicarse de los funcionarios, cuya preparación y competencia está fuera de toda duda, sino del régimen autocrático de la institución y del sistema de supervisión, cuyas decisiones se tomaban con fuerte sentido jerárquico obviando a menudo la opinión de los inspectores.

El editorial de El País señalaba con razón las dudas que crea el comportamiento practicado por el BE a lo largo de la crisis. En 2008 modificó las normas contables con el objetivo más que probable de disfrazar el grado excesivo de morosidad que iba surgiendo. El cambio de criterio, especialmente en el caso de la refinanciación de los créditos, colaboró sustancialmente a que los balances ocultasen el estado de deterioro que presentaban las entidades. Todo ello explica cuál fue el discurso oficial en aquellos instantes. Desde todos los ángulos se afirmaba que, a diferencia de las extranjeras, nuestras entidades financieras gozaban de muy buena salud, y precisamente gracias a la pericia y buen hacer de nuestro banco emisor, que supo adelantarse -de acuerdo siempre con la posición oficial- a la crisis y obligar a los bancos a realizar la provisiones adecuadas.

El discurso era tanto más extraño cuanto que había múltiples señales que indicaban precisamente lo contrario. Linde las indica ahora con acierto en su artículo: “El crédito a hogares y empresas había pasado de representar el 81% del PIB a finales de 1999 a suponer el 166% al cierre de 2008. Algunas partidas crediticias, como la hipotecaria o la destinada a la promoción inmobiliaria aumentaron su peso durante ese periodo desde el 35% del PIB, en el primer caso, hasta el 95%; y desde el 4% hasta el 28%, en el caso del crédito a promotor”. Lo curioso es que estos datos no los quisiera ver nadie entonces y que el BE los ignorase.

En aquellos momentos, con cierta modestia, escribí varios artículos en los que señalaba mi sorpresa por la visión tan optimista que mostraban las autoridades económicas y el propio BE. Porque si bien era evidente que nuestras entidades financieras no podían estar contaminadas por las hipotecas subprime, que provenían del otro lado del Atlántico -mal que infectaba a muchos de los bancos europeos (nuestras entidades financieras no habían salido al extranjero a invertir sino a endeudarse)- no era menos cierto que la banca española tenía sus propias hipotecas basura. Eran esos créditos fáciles conseguidos en el extranjero al amparo del euro los que se canalizaron a nuestra economía de forma irresponsable y amenazaban en esos momentos como impagados.

El BE estaba demasiado ocupado pontificando acerca de la reforma laboral, del incremento de los salarios y del déficit público como para percatarse de lo que estaba ocurriendo. Según parece, Zapatero afirmó años después que nadie le había hablado del endeudamiento privado. Pues bien, al BE tampoco le debió de hablar nadie del endeudamiento privado, de que este era tanto o más importante que el público y de que ambos eran peligrosos si se realizaban en el exterior y en cantidades desorbitadas. Bien es verdad que esta amnesia se extendía a toda la UE, que solo se preocupó del déficit público (Pacto de Estabilidad) y descuidó el déficit exterior.

Podemos y Ciudadanos exigen ahora la constitución de una comisión parlamentaria para analizar las responsabilidades en la crisis financiera. Comisión que difícilmente se va a constituir ya que los dos partidos mayoritarios se sienten implicados en los errores cometidos. No es demasiado arriesgado suponer que en la presunta ocultación en que se quisieron mantener los problemas por los que pasaban nuestras entidades financieras no era ajeno el hecho de que las cajas de ahorro estuviesen controladas por representantes de los dos principales partidos. En el mundo financiero no era ningún secreto desde el principio que el mayor problema estaba situado en Caixa Cataluña, cuyo saneamiento ha sido hasta ahora el más gravoso para el erario público y cuya presidencia ocupaba Narcis Serra, a la sazón prohombre del PSC, ministro de defensa y vicepresidente con Felipe González.

Tiene razón Pedro Saura, portavoz de Economía del Grupo Socialista, al discrepar de la etapa elegida por Linde para la investigación, 2008-2012, que coincide básicamente con la segunda legislatura de Zapatero. “Para analizar con profundidad lo que ha ocurrido -señala- hay que ir a la génesis de la burbuja y, por lo tanto, el período a considerar debe ir entre el 2000 y el 2016”. Está en lo cierto, porque nada de lo que ha ocurrido puede explicarse sin tener en cuenta la creación de la moneda única.

Fue el euro el que hizo perder competitividad a unos países (entre ellos España) al no poder compensar las diferencias en las tasas de inflación con ajustes en los tipos de cambio. Fue el euro el que permitió que algunos Estados (por ejemplo, Alemania) incrementasen enormemente su excedente comercial mientras que otros (por ejemplo, España) incurrían en déficits exteriores gigantescos. Fue el euro el que en primer lugar puso en manos de los banqueros alemanes ingentes cantidades de recursos y les lanzó, en segundo lugar, a prestar a los bancos de los países deficitarios de forma irresponsable. Creyeron ingenuamente que la ausencia de riesgo cambiario convertía estos créditos en inversiones seguras. Fue esta misma creencia la que alentó a los bancos españoles a endeudarse en el exterior de manera imprudente y a prestar los recursos obtenidos a las familias y empresas sin medir mínimamente el riesgo. Cuando el endeudamiento alcanzó niveles desmesurados y estalló el pánico fue el euro el que no permitió que el ajuste se realizase mediante un realineamiento de los tipos de cambio, forzando a nuestro país a una devaluación interna extremadamente dolorosa. Y es el euro en definitiva el que mantiene a la economía española en una ratonera de difícil salida. Pero es precisamente por ello por lo que el análisis no debería partir del año 2000, tal como afirma Pedro Saura, sino que en sentido riguroso hay que remontarse a los orígenes, al año 1992, cuando se firmó el Tratado de Maastricht.

Republica.com 17-2-2017