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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

LOS FONDOS DE LAS “NO PENSIONES”

ECONOMÍA DEL BIENESTAR Posted on Mar, febrero 27, 2018 10:03:56

El asunto de las pensiones está suscitando todo tipo de ocurrencias, son ruido en el sistema, sin que ningún partido sea capaz de coger el toro por los cuernos. En ese mar de confusión ha intervenido el Gobierno con una medida difícil de entender, abre la posibilidad de rescatar las participaciones de los fondos de pensiones a los diez años de haberlas realizado.

He defendido siempre la inutilidad de los llamados fondos de pensiones. Constituyen tan solo una forma de ahorro, y no de las mejores. El único nexo que hasta ahora, aparte del nombre, mantenían con las pensiones era que no podían rescatarse hasta la jubilación. Este lazo ya se había roto, aunque muy parcialmente, hace algún tiempo, al permitir el rescate en determinadas excepciones: desempleo de larga duración o enfermedad grave. Pero ahora se da un paso más al desaparecer por completo la relación con la jubilación en cuanto que se permiten, sin ninguna condición, los rescates a los diez años de realizar la aportación. Se han convertido más bien en depósitos a plazo. Fondos de “no pensiones” deberían denominarse.

El Gobierno justifica la medida en la conveniencia de incentivar los fondos privados. Dudo mucho que eso acreciente el atractivo de esta inversión, pero sí puede originar dentro de 10 años una desbandada de recursos. En realidad, racionalmente el interés de los fondos de pensiones es muy reducido. En España, el único aliciente que tienen es la desgravación fiscal en el impuesto sobre la renta. El beneficio, no obstante, no es tan grande como podría parecer a primera vista. Si bien las aportaciones se deducen de la base imponible del IRPF, cuando se rescata parcial o totalmente el fondo la cantidad correspondiente tiene que tributar en ese ejercicio. Desde esta óptica, el beneficio fiscal consiste tan solo en posponer el momento en que se hace efectivo el gravamen. La única ventaja hipotética radica en que el tipo marginal del impuesto pudiera ser menor en el momento del rescate que en el de las aportaciones.

Hasta el 31 de diciembre de 2006, fecha en la que se modificó la normativa, contaban con otro aliciente: llegada la jubilación, el fondo se podía rescatar de una sola vez, y su tratamiento fiscal comportaba que la incorporación a la base imponible era tan solo del 60 % de su cuantía. Esta ventaja desaparece para las nuevas aportaciones realizadas a partir de esa fecha. Si hasta ese momento era muy dudosa la conveniencia de realizar aportaciones a los fondos privados, a partir de entonces parece evidente que únicamente la ignorancia y el desconocimiento pueden conducir a querer invertir en esta modalidad. Ello es tanto más cierto si tenemos en cuenta que los posibles beneficios que puedan obtenerse, a diferencia de los de otras inversiones, tributan a un tipo más elevado, al hacerlo como rentas de trabajo en lugar de como rentas de capital.

Los fondos de pensiones no salen muy bien librados si se les compara con otras formas de ahorro. En primer lugar, participan de los mismos defectos que todos los fondos de inversión. El partícipe no controla el destino de la inversión y nunca estará seguro de si se realiza mirando a la rentabilidad o a la conveniencia de la gestora o depositaria, que normalmente pertenecerán a la misma entidad financiera., la rentabilidad, como es lógico, estará en correlación con el riesgo; pero, en cualquier caso, sea esta positiva o negativa, se verá minorada por las comisiones de gestión y de depósito. Además, los fondos de pensiones presentan un inconveniente adicional a los de los otros fondos y es que el dinero permanece cautivo, ahora al menos durante diez años, antes hasta la jubilación.

Los mal llamados fondos de pensiones solo benefician a las entidades financieras depositarias de las inversiones y que controlan a las gestoras. De hecho, dejarían de existir tan pronto como desapareciese la desgravación fiscal, tal como se han encargado de vocear sus propios defensores todas las veces que se ha extendido el rumor de que iban a perder las ayudas tributarias. ¿Pero cuál es entonces la razón de ser de un producto financiero que sin desgravación fiscal nadie, ni ricos ni pobres, estaría dispuesto a demandar? Para el participante carecen de todo aliciente: ausencia de liquidez, carencia de control de la inversión, pago de importantes comisiones, etc. Ahora bien, precisamente lo que son rémoras para el cliente se convierten en ventajas para las entidades financieras: fondos cautivos que manejan a su antojo a través de las gestoras y que les dotan de enorme poder económico, a la vez que les permiten apropiarse mediante distintas comisiones de la casi totalidad de la rentabilidad que tales recursos puedan generar.

La potenciación de los fondos de pensiones se fundamenta en una gran mentira: la inviabilidad del sistema público. Los interesados en que los fondos de pensiones se extiendan procuran que arraigue todo tipo de dudas acerca de la supervivencia de las pensiones públicas, en el convencimiento de que cuanto menos se proteja desde el sector público la contingencia de jubilación, más se expandirán los fondos privados. Muchos ciudadanos serán víctimas de un doble engaño. Primero, que el sistema público de pensiones es inviable. Segundo, que la forma de protegerse para la jubilación consiste en suscribir un fondo privado.

Entre todos los gastos del Estado, las pensiones públicas sufren una especial maldición: el haber ligado su financiación a las cotizaciones sociales. Eso es lo que origina que se hable de la viabilidad o inviabilidad del sistema, cosa que no se hace en relación con ninguna otra partida presupuestaria. Nadie se plantea la imposibilidad de afrontar los costes de la educación, la sanidad, la policía, la justicia, etc. No se duda de que se pagarán las deudas contraídas. Todos los ingresos del Estado responden de su financiación.

Es verdad que ya va calando la idea de que la financiación de las pensiones no puede depender exclusivamente de las cotizaciones sociales y de que se precisa la concurrencia del Estado. Concurrencia del Estado, pero no como prestamista, tal como ahora ocurre, sino con aportaciones a fondo perdido. Las ocurrencias que van desgranando los partidos, en buena medida para hacerse propaganda electoral, no llegan al fondo del problema. El partido socialista ha propuesto crear dos impuestos específicos a la banca para financiar las pensiones. La iniciativa tiene de positivo el hecho de que se acepta explícitamente que estas prestaciones también deben sostenerse con impuestos, pero se equivocan al no superar la concepción de la Seguridad Social como un apartado cerrado dentro del sector público y al pretender, en contra de los principios más elementales de la Hacienda Pública, crear impuestos afectados a determinados gastos.

Tampoco el Partido Popular está dispuesto a superar el esquema de la separación de fuentes de financiación, ya que afirma que la solución al problema de las pensiones radica en la creación de empleo y en todo caso en el traslado de determinadas prestaciones -como los complementos a mínimos- de la Seguridad Social al presupuesto del Estado.

En cualquier caso, la salvación no puede provenir de los fondos de pensiones. Supeditar la solución de la contingencia de vejez a la cantidad de ahorro que cada individuo haya podido acumular a lo largo de su vida activa es condenar a la pobreza en su ancianidad a la gran mayoría de la población. Es bien sabido que el 60 % de los ciudadanos carece de capacidad de ahorro (no llega a final de mes), y otro 30 %, si ahorra, lo hace en una cuantía a todas luces insuficiente para garantizar el mínimo vital en la jubilación.

republica.com 23-2-2018



LA OCDE Y DE NUEVO LOS SOFISMAS SOBRE LAS PENSIONES

ECONOMÍA DEL BIENESTAR Posted on Mar, diciembre 19, 2017 23:27:41

Me siento incómodo al escribir este artículo. Me resulta imposible decir nada nuevo sobre el tema de las pensiones. Nada que no haya escrito en otras muchas ocasiones. No obstante, el hecho de que por doquier se continúen repitiendo idénticas falacias me justifica de mis reiteraciones. Ante los mismos tópicos, no valen sino los mismos argumentos. Todos los medios de comunicación se han hecho eco la semana pasada de la publicación por parte de la OCDE de un informe acerca de las pensiones en los países que la integran. Es curioso que los organismos internacionales tengan una especial predilección por este asunto, revistiendo siempre sus informes de los tintes más catastrofistas. Digo que es curioso porque los funcionarios de todos estos organismos devengan espléndidas pensiones (esas sí que son generosas), sin que nadie se plantee si son o no sostenibles.

El informe de la OCDE ha tenido la virtud de abrirse camino entre la espesa masa informativa que se ocupa del problema catalán y que cortocircuita cualquier otro asunto. No tuvo la misma suerte la llamada marcha de las pensiones que, saliendo de cinco puntos diferentes: Galicia, Asturias, Cantabria, Comunidad Valenciana y Andalucía (los catalanes estaban en otras ocupaciones), recorrió España y llegó a Madrid el 9 de octubre pasado para reclamar pensiones dignas y la abolición de la última reforma, que condena a los futuros jubilados a la pobreza. La marcha convocada por UGT y CCOO pasó casi desapercibida, sin pena ni gloria. La diferencia estriba en que mientras que el informe de la OCDE incide sobre los tópicos de siempre y pone en duda la sostenibilidad de las pensiones, mensaje siempre caro a la prensa, los sindicatos clamaban que no hay ninguna fatalidad que determine que España no pueda mantener un sistema de pensiones dignas.

Ante el ruido generado por el informe de la OCDE, pienso que quizás convenga recordar ciertas verdades y desmantelar de nuevo algunas falacias:

1) Desde mediados de los años ochenta los servicios de estudios de las entidades financieras, fundaciones y demás instituciones interesadas han ido elaborando múltiples documentos e informes con el fin de demostrar que el sistema público de pensiones resulta inviable. En todos ellos se anunciaba que el sistema entraría en quiebra a plazo fijo. El caso es que han ido llegando sucesivamente las fechas fijadas sin que se produzca la debacle anunciada.

2) La argumentación de todos esos informes es casi idéntica. Parten del hecho de que el incremento de la esperanza de vida y la baja tasa de natalidad configurarán una pirámide de población en la que la proporción entre trabajadores y pensionistas se inclinará a favor de estos últimos, en tal medida que hará insostenible el sistema. Se recurre a la tasa de dependencia citada, por ejemplo, en el reciente informe de la OCDE.

3) Esta forma de argumentar olvida la variable de la productividad. La cuestión no estriba en cuántos son los que producen, sino en cuánto es lo que se produce. Cien trabajadores pueden producir lo mismo que mil si su productividad es diez veces superior, de tal modo que, aun cuando esta proporción del número de trabajadores por pensionistas se reduzca en el futuro, lo producido por cada trabajador será mucho mayor. Quizá lo ocurrido con la agricultura pueda servir de ejemplo. Hace cincuenta años, el 30% de la población activa española trabajaba en el sector primario; hoy, únicamente lo hace el 4,5%, pero ese 4,5% produce más que el 30% anterior. En resumen, un número menor de trabajadores podrá mantener a un número mucho mayor de pensionistas.

4) En los últimos cuarenta años, gracias a los incrementos de la productividad, la renta per cápita en términos constantes casi se ha duplicado y es de esperar que en el futuro continúe una evolución similar. Mientras que la renta por habitante de una nación se mantenga constante o se incremente, ningún colectivo, bien sea de pensionistas, bomberos o empleados de banca, tiene por qué ver empeorada su situación económica. Si en un periodo de tiempo, un colectivo (por ejemplo los jubilados) ve cómo sus ingresos crecen menos que la renta por habitante es porque otras rentas, ya se trate de las salariales, de capital o empresariales, crecen más. Se produce por tanto una redistribución de la renta en contra de los pensionistas y a favor de los otros colectivos, que con toda probabilidad serán el de los dueños del capital o el de los empresarios. Y tales aseveraciones se cumplen siempre sea cual sea la pirámide de población, la esperanza de vida o la tasa de natalidad.

5) La viabilidad del Sistema Público de Pensiones está condicionada por la tasa de dependencia solo si su financiación se liga exclusivamente a las cotizaciones sociales. Pero no tiene, ni debe por qué ser así. En un Estado social, tal como define el nuestro la vigente Constitución, son todos los recursos del Estado los que tienen que hacer frente a la totalidad de los gastos de ese Estado, también a las pensiones. La separación entre Seguridad Social y Estado es meramente administrativa y contable, pero no económica, y mucho menos política.

6) Afirmar que son los trabajadores y los salarios los únicos que han de mantener las pensiones es un planteamiento incorrecto. No hay ninguna razón para eximir del gravamen a las rentas de capital y a las empresariales. El artículo 50 de la Constitución Española afirma: “Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad”. El Estado ha de concurrir con los recursos necesarios para asegurar el pago de las pensiones, sea con las cotizaciones o con cualquier otro impuesto. Y si las cotizaciones no son suficientes para financiar las prestaciones en una determinada coyuntura, el desfase ha de ser cubierto por las aportaciones del Estado.

7) Desde esta perspectiva, carece de todo sentido el llamado fondo de reserva creado por el Pacto de Toledo, que estipula que en las épocas en las que la recaudación por cotizaciones sociales exceda del gasto en pensiones se constituya un fondo para subvenir a financiar el déficit cuando los términos se inviertan. No es este fondo -al que vulgarmente se llama “hucha de las pensiones”- lo que puede ofrecer seguridad a los futuros pensionistas, sino la garantía de que detrás del derecho a la prestación se encuentra el Estado con todo su poder económico. En realidad, los incrementos o disminuciones del fondo de reserva son meros apuntes contables entre administraciones ya que, como es lógico, su importe se invierte en deuda pública. En este sentido resulta un dislate el comentario que parece haber hecho Zapatero al hilo de que el actual Gobierno haya consumido el fondo de reserva. “Si sé esto, no congelo las pensiones en 2011 y tiro del fondo de reserva”. Debería conocer que pagar las pensiones con cargo al fondo de reserva en ningún caso impide que se incremente el déficit de las Administraciones Públicas, que era lo que él parecía querer evitar.

8) De igual modo, no tiene sentido que el actual Gobierno pretenda enjugar el déficit de la Seguridad Social con préstamos en lugar de con transferencias a fondo perdido. Fue en 1994 cuando se introdujo este antecedente tan negativo, y se comenzaron a cubrir los desequilibrios entre cotizaciones y prestaciones por medio de préstamos, en vez de hacerlo con aportaciones estatales sin contrapartidas; se rompía así la norma anterior de que en los Presupuestos del Estado aparecían transferencias de recursos del Estado a la Seguridad Social.

9) El envejecimiento de la población de ninguna manera provoca la insostenibilidad del sistema público de pensiones, pero sí obliga a dedicar un mayor porcentaje del PIB no solo a financiar las pensiones, sino también a pagar el gasto sanitario y los servicios de atención a los ancianos y los dependientes. Detracción por una parte perfectamente factible y, por otra, inevitable si no queremos condenar a la marginalidad y a la miseria a buena parte de la población, precisamente a los ancianos, una especie de eutanasia colectiva. John Kenneth Galbraith anunció ya hace bastantes años que cambios como la incorporación de la mujer al mercado laboral y el aumento en la esperanza de vida exigían una redistribución de los bienes y servicios que deben ser producidos y, en consecuencia, consumidos, a favor de los llamados bienes públicos y en contra de los privados.

10) Habrá quien diga que estos bienes y servicios, incluidas las pensiones, los podría suministrar el mercado. Pero llevar a la práctica tal aseveración significaría en realidad privar a la mayoría de la población de ellos. Muy pocos ciudadanos en España podrían permitirse el lujo de costearse todos estos servicios, incluyendo la sanidad, con sus propios recursos. ¿Cuántos ciudadanos tienen la capacidad de ahorrar una cuantía suficiente para garantizarse una pensión de jubilación digna? La única dificultad es ideológica. El neoliberalismo económico pretende imponer la aversión a lo público y a los impuestos.

11) En todos los informes de organismos o instituciones en los que se siembran dudas acerca de la viabilidad de las pensiones públicas se plantea al mismo tiempo la necesidad de completarlas con pensiones privadas. Surge la duda acerca de si el objetivo que se persigue no será potenciar los fondos privados de pensiones. De hecho, la única alternativa que se propone a las pensiones públicas es que cada persona de forma individual ahorre para la vejez. Los fondos de pensiones no son más que una forma de ahorrar y no precisamente de las más ventajosas para el inversor, aunque muy lucrativas para las entidades financieras depositarias de las inversiones y que controlan a las gestoras. No es de extrañar que los fondos estén de capa caída por más medidas que adopte el Gobierno para incentivarlos.

12) Supeditar la solución de la contingencia de vejez a la cantidad de ahorro que cada individuo haya podido acumular a lo largo de su vida activa es condenar a la pobreza en su ancianidad a la gran mayoría de la población. Es bien sabido que el 60% de los ciudadanos carecen de capacidad de ahorro (no llegan a final de mes) y otro 30%, si ahorra, lo hace en una cuantía a todas luces insuficiente para garantizar el mínimo vital en la jubilación.

13) La OCDE y otros organismos internacionales suelen afirmar que las pensiones en España son muy generosas. Lo fundamentan en lo que llaman tasa de reposición (pensión que se recibe como porcentaje del último salario) que, según dicen, está por encima de la de la mayoría de los países de la Organización. Pero ese porcentaje es teórico para un trabajador que hubiese cotizado el número mínimo de años para percibir la pensión máxima (en España, más de 35) y se jubilase a la edad legal (en nuestro país, 65 años, por ahora). No tiene en cuenta, por consiguiente, otros muchos factores: la dinámica del mercado de trabajo, la penalización de la jubilación anticipada, topes máximos, salario mínimo, bases sobre las que cotizan determinados regímenes, pensiones mínimas, sistema fiscal, etc., que hacen que la tasa real esté muy alejada de ese máximo y sea inferior a la de otros países. En 2016 la pensión media de los nuevos pensionistas ascendió a 1.087 euros al mes, mientras que el salario medio se situó en 2.226. No llega por tanto ni al 50%. El 72% de los jubilados cobran en la actualidad menos de 1.100 euros mensuales (el 49% no sobrepasa los 700 euros). El 20% de las pensiones contributivas y la totalidad de las no contributivas están por debajo del umbral de la pobreza. Como puede apreciarse, la generosidad es desbordante.

14) La ofensiva desatada desde mediados de los años 80 contra el sistema público de pensiones ha tenido sus frutos y, así, en distintas ocasiones se ha reformado el sistema y siempre en la misma dirección, la de empeorar las condiciones de la jubilación. Pero ha sido la reforma de 2013, aprobada por el PP, la que ha creado un panorama futuro más alarmante: la actualización anual de la prestación se desvincula del coste de la vida y se la hace depender de una fórmula alambicada y absurda que condena en el futuro a los pensionistas a ir perdiendo poder adquisitivo. España se ha convertido en el único país de toda Europa que desliga la actualización de las pensiones de la evolución de los precios y los salarios.

15) La recaudación fiscal se incrementa de forma automática con la inflación. ¿Por qué no incrementar, entonces, las prestaciones de los jubilados en la misma cuantía? La pretensión actual de no actualizar las pensiones con el índice del coste de la vida constituye un verdadero expolio, equivalente a gravar a los jubilados con un impuesto adicional progresivo sobre su pensión (progresivo no en el sentido de progresividad fiscal, sino porque el tipo va a incrementarse año a año). Suponiendo que la inflación sea del 2% anual, el impuesto será del 2% el primer año, del 4% el segundo, del 6% el tercero, del 10% a los cinco años, del 20% a los diez años. ¿No es este el gravamen más injusto de los que están vigor?

republica.com 15-12-2017



EL FMI Y LAS PENSIONES

ECONOMÍA DEL BIENESTAR Posted on Mar, agosto 01, 2017 09:13:59

Lo malo de los organismos internacionales es que pretenden pasar por técnicos cuando sus discursos son claramente políticos. No se limitan a elaborar un diagnóstico, a señalar las dificultades e incertidumbres, ni siquiera a indicar las posibles soluciones o posibilidades existentes a la hora de resolver un problema. Ofrecen de forma inequívoca una sola alternativa, aquella que mejor cuadra con la ideología que defienden, que es la de derechas o, para ser más concretos, la del neoliberalismo económico.

El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha sido siempre paradigma de este pensamiento único, y sus informes, más que estudios económicos, son manifiestos de guerra, panfletos propagandísticos de intereses concretos. Este Organismo acaba de publicar su análisis anual de la economía española (el llamado artículo IV). No ha traicionado su trayectoria, ya que en realidad el documento tiene poco de análisis y mucho de programa económico propio de una formación política reaccionaria. En esta tarea, no le importa demasiado incurrir en contradicciones o incoherencias.

Uno de los mensajes estrella en el denominado análisis es el clásico anatema sobre el sistema público de pensiones, recogiendo todos los tópicos propagados por las fuerzas económicas. Comienza aludiendo al envejecimiento de la población y, en base a él, arremete contra todo intento de modificar la actual Ley de pensiones. Considera muy acertado el incremento anual del 0,25%, ya que toda actualización por un porcentaje superior iría en detrimento de las generaciones futuras.

La incongruencia del discurso aparece cuando al mismo tiempo el FMI reconoce lo que llama “recuperación impresionante de la economía española” y modifica al alza sus previsiones de crecimiento para el año en curso del 2,6% al 3,1%, y también las del ejercicio próximo en tres décimas. Al margen de la mayor o menor exactitud y fortuna en el análisis que realiza de la economía española, lo cierto es que, a no ser que la política económica de España y de la UE incurra en algún desaguisado, no hay motivo alguno para dudar de que nuestro país continuará en el futuro creciendo por término medio, en una estimación por lo bajo, el 1 o el 1,5%. Así ha ocurrido en el pasado. Permaneciendo constante la población total (sea cual sea la relación entre activos y pasivos), la renta per cápita se incrementará también anualmente en el mismo porcentaje. Es decir, que los españoles somos y seremos cada año más ricos. Y siendo así, resulta difícil entender por qué un colectivo, el de los jubilados, (tanto los presentes como los futuros) no puede, sea cual sea la pirámide de población, ver incrementada su renta en esa misma cuantía cada año, o al menos mantener el poder adquisitivo sin tener que empobrecerse. De cara a la viabilidad de las pensiones, lo importante no es cuántos producen sino cuánto se produce y que el reparto sea el adecuado.

En realidad, el problema de las pensiones, como tantos otros, no es de producción sino de distribución. Es de sobra sabido que son tres los agentes que concurren en el reparto de la renta nacional: los trabajadores, mediante los salarios, los empresarios, a través del excedente empresarial, y el Estado, encargado de pagar, entre otros servicios y prestaciones, las pensiones. Simplificando podríamos calificar de reparto equitativo aquel en el que todas las rentas (las de los trabajadores, empresarios, pensionistas, etc.) se incrementan por igual (el aumento experimentado por la renta per cápita). Ello es perfectamente posible aun cuando la relación activos-pasivos haya evolucionado en contra de los primeros. La única condición es que la parte de la renta nacional que se destina a los empresarios y a los asalariados (activos) se reduzca (en la misma medida que lo hace el número de personas que componen estos colectivos), con respecto a la que va al Estado (pasivos).

Lo que quizás hasta la fecha esté ocurriendo es que la distribución de la renta nacional se esté modificando a favor del excedente empresarial y en contra de los trabajadores y del Estado. Es este reparto el que pone en peligro, entre otras cosas, la cuantía de las pensiones, tanto para los jubilados actuales como para los de futuras generaciones. El informe del FMI cae en la trampa de concebir la Seguridad Social como un sistema cerrado, independiente del Estado, y de creer que las pensiones deben financiarse exclusivamente con cotizaciones, con lo que la cuantía de estas limita en cada momento el importe de las prestaciones. Esta perspectiva olvida que, tal como mandata la Constitución, es el Estado con todos sus ingresos el obligado a sostener las pensiones y a actualizarlas periódicamente, impidiendo que pierdan poder adquisitivo.

Ante lo que considera el gran problema de las pensiones, El FMI con suma agudeza plantea como posible solución (o al menos parte de ella) retrasar la edad de jubilación, lo que podría tener un cierto sentido en una economía con pleno empleo, pero no en un país que tiene la mayor tasa de paro, después de Grecia, de toda la UE. En estas circunstancias lo que se ahorraría en pensiones tendría que gastarse en seguro de desempleo, a no ser que la pretensión sea dejar a una buena parte de la población en pobreza severa.

La otra vía de solución que sugiere el informe del FMI consiste en los llamados fondos privados de pensiones. Esta propuesta resulta un tanto simplista, porque en realidad a lo que se reduce es a expresar que en esta materia el Estado y la sociedad no pueden, más bien no quieren, dar ninguna solución y sálvese quien pueda, es decir, cada persona debe individualmente ahorrar para la jubilación. Para tal viaje no hacen falta alforjas. Y, además, si cada uno debe solucionar el problema por su cuenta no es necesario tampoco que nos digan de qué modo debe materializarse nuestro ahorro. Lo que no se entiende muy bien es por qué a esos fondos se les llama de pensiones a diferencia de otras maneras de inversión que se pueden emplear para la misma finalidad.

La única conexión que los fondos de pensiones tienen con las pensiones, además del nombre, es que no se pueden hacer efectivos hasta la jubilación, pero incluso esta relación se ha debilitado últimamente puesto que se han establecido otros supuestos, como el desempleo, para poder disponer de los recursos acumulados en ellos. En múltiples ocasiones he manifestado que, a mi entender, los fondos de pensiones no son los mejores instrumentos para materializar el ahorro de cara a la jubilación. Se pierde el control sobre la inversión y se desconoce el destino de los recursos, que puede estar mucho más motivado por los intereses de la gestora y de la depositaria que por los de los partícipes. En caso de que se produzcan beneficios, serán absorbidos casi en su totalidad por las comisiones de depósito y gestión.

Ahora bien, lo que son inconvenientes para el ahorrador se convierten en ventajas para las entidades financieras, que disponen mediante estos instrumentos financieros de importantes recursos cautivos. De ahí el interés que su promoción tiene para las fuerzas económicas y para todos aquellos -incluyendo políticos y organismos internacionales- que defienden los mismos intereses. Propugnar el ahorro privado como alternativa al sistema público de pensiones es condenar a buena parte de la población a la indigencia más absoluta en la jubilación, ya que solo una porción muy reducida de las familias tiene capacidad de ahorro.

Lo que resulta evidente es que garantizar pensiones públicas adecuadas, al igual que una correcta asistencia sanitaria, un eficiente sistema educativo u otros muchos servicios públicos, precisa de una presión fiscal adecuada, lo que no ocurre en España donde esta variable se encuentra a la cola de la casi totalidad de los países europeos. De ello no dice ni una palabra el FMI. No existe en el informe ninguna recomendación para elevar la presión fiscal, con la excepción de la propuesta de subir el IVA, impuesto regresivo, tanto más si lo que se aconseja incrementar es el tipo reducido.

El FMI en su tarea de defender los postulados del neoliberalismo económico, cae -como no puede ser menos- en incoherencias económicas. Por una parte, con cierta lógica considera conveniente la subida de los salarios, pero al mismo tiempo, no solo defiende la última reforma laboral, sino que propone en esta materia una nueva vuelta de tuerca, origen de la precariedad del empleo. Constata el riesgo de mantener una tasa tan elevada de paro, pero a continuación afirma que hay que abaratar aun más el despido. Perlas para la historia. La misma paradoja que cuando se asegura que la economía va muy bien y que seguirá así en el futuro, pero a la vez se concluye que no hay dinero para mantener el nivel de las pensiones.

republica.com 28-7-2017



LA RENTA BÁSICA O EL REPARTO DEL TIEMPO DE TRABAJO

ECONOMÍA DEL BIENESTAR Posted on Mar, enero 10, 2017 09:51:29

Por primera vez en un país, Finlandia, se va a implantar la renta básica incondicional. Bien es verdad que se realiza a título de prueba durante dos años, afectando exclusivamente a 2.000 ciudadanos escogidos aleatoriamente entre los parados y en una nación, de las más ricas de Europa y con una población relativamente reducida. Sus promotores fundamentan la propuesta en los cambios tecnológicos que van a afectar a la producción, robotizando muchas de las actividades en las que la mano de obra no va a ser necesaria. Las maquinas sustituirán a los trabajadores, con lo que las cifras de desempleo serán insostenibles, y el Estado no tendrá más remedio que adoptar medidas para reducir los niveles de pobreza.

La mecanización progresiva de la actividad económica presenta dos fachadas, la eliminación de puestos de trabajo y el incremento de la productividad. Son cara y cruz de la misma moneda. Es decir, que aun cuando el número de asalariados sea menor la producción se incrementará, y la renta per cápita también. (Ver mi artículo del pasado 8 de diciembre en este mismo medio). El desempleo no es la consecuencia de una menor actividad o de una disminución de recursos. Si hay algún problema, no es de producción sino de distribución. Parece lógico por tanto que se quieran evitar las consecuencias negativas de los adelantos tecnológicos mediante una política redistributiva, de forma que lejos de haber ciudadanos perjudicados todos sean beneficiados por el incremento de productividad y el aumento de la riqueza.

Las razones, sí, son de justicia y de equidad, pero también de estabilidad política. No se puede condenar a una porción importante (y además creciente) de la población a la pobreza. Incluso hay una razón más y esta de orden económico: si la renta se concentra en pocas manos, se dañarán gravemente el consumo y la demanda, con lo que a medio plazo serán la producción y la propia renta las que sufran, produciéndose un colapso de la actividad económica. En este sentido resultan consecuentes los argumentos con los que se quiere defender la renta básica universal.

Otra cuestión es si esta medida es la más idónea para conseguir el objetivo perseguido o si, por el contrario, el camino mejor para compensar la reducción de empleos que puede derivarse de la robotización no es en primera instancia el reparto del trabajo existente, bien reduciendo la jornada laboral bien la vida activa. El problema desde luego no es nuevo. Desde la Revolución Industrial hasta los años ochenta del pasado siglo el incremento de la productividad ha permitido la disminución del tiempo de trabajo, compensando así, al menos en parte, la destrucción de puestos de trabajo que la mecanización de la actividad productiva origina. Es a partir de esta segunda fecha cuando el tiempo dedicado al trabajo no solo no se ha reducido, sino que para una buena parte de la población se ha incrementado. Incluso el único país que se había atrevido a adentrarse por este camino, Francia, con la semana de 35 horas, está a punto de dar marcha atrás en el proceso iniciado. Pero la excepcionalidad de los últimos treinta años no se encuentra en la falta de eficacia de esta medida en sí misma para evitar el desempleo, sino que encuentra su explicación en la globalización y en la Unión Europea, que estarán presentes y obstaculizarán con igual o más fuerza cualquier otra fórmula (incluyendo la renta básica) encaminada a disminuir la desigualdad.

Los apologetas de la renta básica, con una nomenclatura un tanto confusa acerca del republicanismo y conceptos parecidos, recurren a una realidad conocida desde hace bastante tiempo y sobre la que autores como Fichte, Herman Heller o Karl Popper habían insistido ya. Que la propiedad y la riqueza influyen sobre la libertad y la democracia, y que para que estas subsistan se precisa de cierto grado de igualdad. Sin Estado social, el Estado de derecho y democrático devienen conceptos vacíos y una farsa. Pero ello no quiere decir que haya que asumir la renta básica, y mucho menos de índole incondicional y sustituta de todos los otros mecanismos de solidaridad e igualdad.

El desarrollo doctrinal acerca del Estado social se ha perfeccionado lo suficiente como para presentar un conjunto de elementos coherentes que se complementan y forman un mapa completo de ayudas sociales (entre las cuales la renta básica incondicional es un concepto ajeno): el derecho al trabajo, que lleva implícito practicar una política de pleno empleo; derecho a una vivienda digna; sanidad y educación pública; y el derecho a recibir prestaciones económicas en todo tipo de contingencias (seguro de desempleo, ilimitado en el tiempo, seguro de enfermedad, de incapacidad laboral, en la vejez, ayuda familiar, etc.).

El objetivo principal es que todos los ciudadanos que lo deseen cuenten con un puesto de trabajo digno y adecuadamente remunerado, y solo cuando de forma excepcional la sociedad no pueda garantizar a un ciudadano un empleo o cuando alguna contingencia (enfermedad, accidente laboral, vejez) le impidan desarrollarlo, el Estado deberá dotarle de una prestación económica que le permita mantenerse durante el tiempo que dure la situación excepcional y le impida caer en la indigencia y en la exclusión social. Toda ayuda debe ser condicionada y obedecer a un motivo concreto; de lo contrario, no se sabrá si los recursos se gastan adecuadamente.

Lo que resulta difícil de entender es que el Estado tenga que asegurar una renta de forma indiscriminada, y mucho menos si tal prestación se hace compatible con un salario. En este último caso nos estaríamos acercando al complemento salarial propuesto por Ciudadanos y que en realidad constituye una ayuda no a los trabajadores sino a los empresarios. Lo lógico es que el Estado reconozca la prestación solo cuando la sociedad no puede facilitar un empleo, y solo durante el tiempo -pero todo el tiempo- que esta situación permanezca. Por otra parte, la consecución de la idoneidad de los salarios debe fundamentarse en una legislación laboral tuitiva y justa que, entre otras cosas, otorgue a los sindicatos un papel significativo en la negociación colectiva.

Se podrá objetar -y de hecho así lo hacen los defensores de la renta básica- que la teoría del Estado social nunca se ha practicado totalmente y de forma fiel en la práctica. Lo cual es cierto y mucho más desde que el neoliberalismo se ha hecho hegemónico y ha impuesto la globalización y los patrones de comportamiento económico que rigen en la Unión Europea. Pero estos mismos condicionantes e impedimentos juegan para cualquier fórmula de protección social que se quiera implementar. Desde luego, las dificultades y los obstáculos existirán en mayor medida para el establecimiento de la renta básica, a no ser que se trate de países de las características de Finlandia y siempre que sustituya a otra serie de prestaciones, de manera que no es fácil saber si se trata de un avance social o, por el contrario, de un retroceso. Es significativo que sea un gobierno de derechas el que haya decidido poner a prueba en Finlandia la renta básica y, por lo que hasta ahora se conoce, con características que presentan muchas dudas sobre la progresividad de la medida.

El Gobierno finlandés, y en realidad todos los partidarios de la renta básica incondicional, insisten en el ahorro de gastos burocráticos que representaría. Subyace en estos planteamientos una cierta desconfianza hacia el Estado y la ambición de establecer en la protección social un cierto automatismo, similar al que ha aplicado el neoliberalismo a la política monetaria. Prescindir de la vigilancia y supervisión del Estado es perder el control de la adecuación y justicia de las prestaciones y dejar el campo libre a la casualidad o, lo que es peor a la arbitrariedad, y a los buscadores de rentas fáciles.

Los apologistas de la renta básica han insistido en el hecho de que su implantación es viable económicamente. Estoy de acuerdo. Otra cosa es que lo sea social y políticamente. Es viable económicamente siempre que se obtengan nuevos recursos a través de una reforma fiscal, especialmente en el impuesto sobre la renta, y siempre también que sustituya a otras prestaciones sociales. Surgen entonces una pregunta: ¿Cuál es el coste de oportunidad? ¿Si realmente contásemos con todos esos recursos no sería posible establecer una red de asistencia social más eficaz y justa que la renta básica?

La respuesta a la robotización de la actividad productiva no puede ser la de un mundo en el que unos pocos trabajen y el resto de la población se encuentre subsidiada por el Estado. No sería ni justo ni posible. Tendría que ser la de un mundo en el que mediante la reducción generalizada del tiempo de trabajo, derivada del incremento de la productividad, se consiguiese el pleno empleo, al que de ningún modo se debería renunciar.

Republica.com 6-1-2017



Derrotismo en Pensiones

ECONOMÍA DEL BIENESTAR Posted on Mié, diciembre 21, 2016 09:21:21

SÍNDROME DE ESTOCOLMO EN PENSIONES

Lo he afirmado tres veces, luego es verdad. Las mayores mentiras se pueden trasformar en dogmas, o los errores en aciertos, a base de repetir un mismo mensaje de forma continuada. Esto es lo que ha ocurrido con las pensiones. Desde hace más de treinta años todos los cañones informativos de las entidades financieras, de las fundaciones ligadas a ellas o a los poderes económicos, e incluso muchos políticos, han venido martilleando a la opinión pública con el soniquete de que el sistema público de pensiones no es viable, o de que en cualquier caso necesita una profunda reforma (léase reducción) para su sostenibilidad y de que se hace preciso, por tanto, que los ciudadanos comiencen a ahorrar, es decir, a suscribir fondos, planes de pensiones o instrumentos similares, finalidad última del mensaje.

Tanta fuerza ha tenido la ofensiva, que ha terminado calando profundamente en la sociedad. De ahí que no haya que sorprenderse de los datos que ofrece la encuesta realizada por la fundación Mapfre en la que, por ejemplo, más del cuarenta por ciento de los españoles piensan que cuando se jubilen no van a cobrar pensión. Estoy seguro, sin embargo, de que esas mismas personas no dudan de que va a seguir habiendo sanidad pública y educación pública; no cuestionan que se vaya a poder pagar a los policías, a los jueces y a los demás funcionarios o que los poseedores de títulos de deuda pública vayan a cobrar los intereses.

Sin motivo fundado, el pesimismo existente con respecto a las pensiones es radical. Una buena parte del otro sesenta por ciento considera que una vez jubilados no podrán mantener el mismo poder adquisitivo y que la cuantía de su pensión no sobrepasará los 900 euros mensuales; 150 euros menos que la pensión media actual, que ya es suficientemente baja. Se produce una especie de síndrome de Estocolmo en virtud del cual los ciudadanos han terminado asumiendo los sofismas y falacias construidos con la pirámide demográfica, con el incremento de esperanza de vida y, sobre todo, al ligar la suerte de las pensiones a la evolución de las cotizaciones, sin que nadie por el contrario repare en el incremento de la productividad y de la renta per cápita. Es una especie de promesa autocumplida, porque es precisamente el derrotismo en esta materia el que puede hacer posible que el sistema público de pensiones se deteriore, al tirar la toalla antes de comenzar el combate.

La encuesta se adentra también en el tema del ahorro que los ciudadanos guardan para la jubilación. No es de extrañar. Mapfre es una empresa de seguros y esta ha sido siempre la finalidad de la ofensiva: promocionar los fondos privados de pensiones o figuras análogas. La contestación de los encuestados es bastante lógica, el setenta por ciento no ahorra porque no puede, pero del 30% restante muy pocos serían, aunque no lo digan, los que podrían con su ahorro mantener una pensión. Por otra parte, la contestación de todos ellos con carácter general debería haber sido que de hecho ya están ahorrando todos los meses, puesto que las cotizaciones (incluyendo las empresariales) forman parte de su retribución, se pagan mes a mes durante toda su vida laboral.

Por mucho que se empeñen las entidades financieras y por mucha propaganda que hagan de los fondos y de los planes de pensiones, la mayoría de los ciudadanos no tienen apenas capacidad de ahorro. Deteriorar el sistema público de pensiones y confiar la supervivencia en la jubilación al ahorro privado es condenar a amplias capas de la población a la pobreza o a la beneficencia. Aparte de las pensiones públicas, tan solo la casa en propiedad puede tener cierta importancia en la riqueza de la casi totalidad de jubilados (presentes y futuros). Por eso se entiende mal que la vivienda se haya convertido en diana de los distintos impuestos.

El día 2 del presente mes, el Consejo de Ministros aprobó (al mismo tiempo que endurecía el impuesto de sociedades e incrementaba los gravámenes al tabaco, al alcohol, etc.) los coeficientes de actualización de los valores catastrales que subirán en 1.895 localidades de toda España, y que derivará en una subida de impuestos tales como el IBI o la plusvalía municipal. Lo cierto es que desde el comienzo de la crisis, de una u otra forma, los ayuntamientos no han dejado de subir el IBI. Pese a que el valor de mercado de los inmuebles se ha desplomado un 30%, la recaudación del impuesto ha crecido un 76%.

El hecho es tanto más injusto en cuanto que la vivienda representa el único patrimonio y la única reserva de cara a complementar la pensión de las clases bajas y medias. Resulta significativo que mientras el impuesto de patrimonio es objeto de toda clase de improperios y críticas, el IBI apenas recibe censuras cuando es en el fondo un impuesto de patrimonio, solo que parcial y no progresivo, y recae exclusivamente sobre aquella parte de la riqueza nacional que es propiedad de las capas sociales modestas.



Productividad

ECONOMÍA DEL BIENESTAR Posted on Lun, diciembre 12, 2016 10:19:40

TRABAJAR MENOS, GANAR MÁS

Entre las múltiples leyendas acerca del origen del ajedrez se cuenta aquella que atribuye su creación al brahmán Sessa Ibn Daher como respuesta al encargo de un rajá indio. El rajá quedó tan encantado con el invento que prometió conceder al brahmán como recompensa lo que le pidiese. Al principio la demanda parecía muy modesta, tan solo que colocase un grano en el primer cuadrado del tablero, dos en el segundo, cuatro en el tercero, ocho en el cuarto y así sucesivamente en las restantes casillas. Cuál no sería la sorpresa del rajá y de los que le rodeaban al comprobar que le resultaba imposible cumplir su promesa porque la cantidad de grano a entregar era de 18.446.073.709.551.615, suma que no estaba a su alcance conceder.

La leyenda, desde luego, es de dudosa veracidad, pero tiene la virtud de poner el acento en el cambio profundo que experimenta cualquier cantidad por pequeña que sea cuando se la somete a un proceso acumulativo de un número suficiente de términos. Somos poco conscientes de las transformaciones sociales y económicas que acaecen a medio y a largo plazo debidas a los incrementos de la productividad, aun cuando las tasas anuales promedios sean relativamente reducidas (1; 1,5; 2%). Ciertamente estos incrementos son fruto del desarrollo de la técnica, de la ordenación del trabajo e incluso de las condiciones sociales e institucionales, y diferentes, por tanto, en las distintas épocas y sociedades.

Uno de los aspectos más interesantes del libro de Thomas Piketty, “El capital en el siglo XXI” -pero también quizás uno de los que menos se han resaltado- es el esfuerzo que realiza para obtener series históricas de determinadas magnitudes remontándose de manera estimable en el tiempo. Entre las variables que estudia se encuentra la elevación de la renta per cápita como resultado del incremento de la productividad, análisis del que se deducen importantes conclusiones.

El PIB por habitante apenas creció hasta 1700, con lo que tampoco se modificó sustancialmente el nivel económico y el género de vida de las sociedades. La realidad económica comienza a modificarse de forma notable a partir de la Revolución Industrial. En la Europa occidental la renta per cápita pasó de 100 euros mensuales en 1700 a más de 2.500 euros en 2012, con un crecimiento anual promedio del 1%. Por supuesto, la evolución no ha sido homogénea a lo largo de todo este tiempo. En el siglo XVIII el crecimiento fue tan solo del 0,2% anual, elevándose al 1,1% en el siglo XIX y al 1,9% en el siglo XX. El poder adquisitivo promedio en Europa se incrementó escasamente entre 1700 y 1820, sin embargo se multiplicó por dos entre 1820 y 1913, y por seis entre 1913 y 2010.

Las cifras señaladas en el párrafo anterior son inferiores en realidad a los aumentos en todos estos años de la productividad (producción por hora trabajada), ya que los trabajadores a la vez que conseguían retribuciones mayores se mostraban dispuestos a sacrificar una parte de ellas a condición de trabajar menos horas (jornadas más cortas, más festivos, fines de semana más largos y mayores vacaciones). Es decir, compraban ocio, cambiaban dinero por poder disponer de más tiempo libre.

Centrándonos en la segunda mitad del siglo XX, en Europa la producción por habitante creció anualmente como media el 3,4% en el periodo 1950-1980, mientras que entre 1980 y 2012 lo hizo a una tasa promedio de 1,8%. Hay quien interpreta, comenzando por el mismo Piketty, que esta desaceleración obedece a la incapacidad de la economía para mantener el incremento de la productividad a una tasa elevada, de modo que con el tiempo esta termina ralentizándose. No parece que haya nada en la Historia que rubrique tal pretensión. Más bien los incrementos de la renta per cápita han sido por término medio cada vez más elevados, lo cual parece lógico si se observa que la velocidad a la que se producen los cambios científicos y tecnológicos es en cada época mayor que en la anterior.

El periodo 1980-2013 es, muy posiblemente, una excepción que tiene su causa no tanto en las condiciones científicas y tecnológicas, sino en el modelo de organización económica, basado en la globalización y en la deflación competitiva. No es el objetivo del presente artículo ahondar sobre este tema, aun cuando puede ser interesante hacerlo en el futuro. Ahora se trata más bien de tomar conciencia de que a lo largo del tiempo, con tasas más o menos elevadas, la productividad se incrementa y en consecuencia la producción por habitante también. A una tasa de crecimiento del 1,5% la renta per cápita casi se duplica en 40 años, y en ese mismo periodo si el incremento promedio es más modesto, el 1%, esta última variable crece un 50%. En cualquier caso la conclusión es que los incrementos de productividad elevan sustancialmente el nivel de vida de las sociedades y de sus habitantes. Podemos afirmar que por término medio somos cada vez más ricos, por lo que se viene abajo el famoso discurso de la austeridad y ese intento de convencernos de que ahora no es posible lo que ayer sí lo era.

El quid de la cuestión se sitúa en el término promedio, ya que no asegura que todos vayan a beneficiarse del incremento en la misma cuantía: lo lógico sería que si en un determinado periodo la renta media ha crecido el 50%, todas las rentas, incluyendo los ingresos del Estado, se elevasen en ese mismo porcentaje. No ha sido así. En los 35 últimos años el excedente empresarial se ha incrementado bastante más que la media, en detrimento de las rentas del trabajo. El mejor modo de comprobarlo es constatar la evolución de los costes laborales unitarios en términos reales (salarios reales divididos por la productividad) que desde el año 1980 se han reducido en 15 puntos en la Europa de los 15, y en 19 en España. Esta magnitud disminuye cuando los salarios reales crecen menos que la productividad, es decir, la distribución de la renta se modifica a favor de los ingresos empresariales y de capital.

Hay un segundo factor a considerar: históricamente los trabajadores se han apropiado del aumento de productividad a través de un aumento de retribuciones, pero también mediante una reducción de las horas trabajadas: disminución de jornada, más fiestas, fines de semana más largos, mayores vacaciones, incluso por un adelanto de la edad de jubilación. Tampoco esto ha ocurrido en los últimos 35 últimos años, durante los cuales en muchos casos las horas de trabajo más bien se han incrementado.

El aumento de la producción por hora trabajada debería permitir que todos los trabajadores cobrasen más y trabajasen menos. Lo contrario de lo que afirmaba un malogrado presidente de la patronal. Que trabajasen menos, bien en cada jornada bien a lo largo de toda la vida, con una jubilación digna. Pero todo esto es posible tan solo si la renta se distribuye adecuadamente y nadie se apropia en exclusiva del incremento de la productividad. Cuando se produce lo contrario y va a engordar únicamente a las rentas de capital y empresariales, los trabajadores por término medio trabajan más cobran menos y disfrutan de peores y más reducidas prestaciones públicas.



Pensiones

ECONOMÍA DEL BIENESTAR Posted on Mar, noviembre 01, 2016 00:15:04

LA FALACIA DE LA HUCHA DE LAS PENSIONES

En fecha reciente el Gobierno ha remitido a Bruselas el plan presupuestario para 2017. De su lectura y de acuerdo con las previsiones establecidas para este año y el próximo, se deduce que el llamado Fondo de Reserva de la Seguridad Social desaparecerá a finales de 2017. Tal noticia ha llenado las primeras páginas de los periódicos como si se hubiese descubierto el Mediterráneo o fuese el anuncio de un gran cataclismo. Que las pensiones constituyen un problema nadie lo duda, pero un problema político, no económico. Desde hace muchos años, el sistema público de pensiones es objeto de una dura ofensiva por parte del neoliberalismo económico, que ha logrado trasladar a la opinión pública el mensaje de que es insostenible económicamente. Todo este discurso está fundamentado en un enorme cúmulo de falacias.

Es en este esquema donde se incardina el fondo de reserva, llamado de manera pretenciosa hucha de las pensiones, y al que se ha concedido la naturaleza de garantía del sistema. Se comprende entonces la alarma que ha despertado en la opinión pública saber que en 2017 el fondo quedará vacío. Lo cierto es que la famosa hucha de las pensiones es un concepto irrelevante, casi un mero apunte contable. El déficit de la Seguridad Social (SS) tiene el mismo efecto con fondo que sin fondo. En ambos casos se incrementará la deuda pública que se encuentra en el mercado. En el primer caso, porque para enjugar el déficit habría que vender deuda pública del fondo; en el segundo, porque el Tesoro tendría que emitir deuda por la misma cantidad. En realidad, los movimientos del fondo de reserva son operaciones “intra sistema”, dentro de las administraciones públicas, que no afectan ni al déficit total ni al stock de deuda pública en circulación fuera del sector público.

La existencia del fondo de reserva es el resultado de una concepción espuria, la del Pacto de Toledo, que pretende separar claramente la economía de la SS de la del Estado y establece fuentes de financiación diferentes, condenando a las pensiones a ser sostenidas exclusivamente por las cotizaciones sociales. He aquí la auténtica amenaza sobre la SS. El divorcio solo es posible desde una concepción liberal, pero no desde los principios del Estado social. En su virtud, la protección social no es algo accidental al Estado, sino una propiedad de este en el sentido aristotélico del término, algo que sigue a su esencia necesariamente.

La separación de fuentes no se ha entendido como algo convencional, un mero instrumento para la transparencia y la buena administración, sino como un elemento sustancial, de forma que, lejos de garantizar las futuras pensiones, ha dado ocasión a que algunos conciban de manera abusiva la SS como un sistema cerrado que debe autofinanciarse y aislado económicamente de la Hacienda Pública, con lo que queda en una situación de mayor riesgo y dificulta toda mejora en las prestaciones.

En el marco del Estado social, de ninguna manera se puede aceptar que las pensiones deban ser financiadas exclusivamente con cotizaciones sociales. Son todos los recursos del Estado los que tienen que hacer frente a la totalidad de los gastos de ese Estado, también a las pensiones. La separación entre SS y Estado es meramente administrativa y contable pero no económica, y mucho menos política; es más, tiene mucho de convencional, como lo prueba el hecho de que la sanidad y otros tipos de prestaciones que antes se imputaban a la SS hoy se encuentren en los presupuestos del Estado o de las Comunidades Autónomas.

Esta óptica libra a la SS de la permanente presión de la bajada de las cotizaciones sociales, reclamada de forma reiterada por los empresarios y acometida con frecuencia por el Gobierno con la excusa de realizar políticas activas de empleo. En los últimos años la creación de empleo no incrementa en la misma medida los ingresos de la SS, entre otras razones por las reducciones y exenciones concedidas en las cotizaciones a los empresarios y autónomos.

Pero, sobre todo, al librar a las pensiones de la atadura en exclusiva de las cotizaciones sociales, deja en papel mojado todos los argumentos que tan fácilmente se han manejado acerca de que la baja tasa de natalidad y el incremento de la esperanza de vida conforman una pirámide de población que hace inviable el sistema. Esta argumentación, en todo caso, no afectará más a las pensiones que a la sanidad, a la educación o a cualquier otro gasto del Estado.

Pero es que, además, estos argumentos se basan en una premisa falsa. Contemplan exclusivamente el número de trabajadores. La cuestión, sin embargo, debemos situarla no en la consideración de cuántos son los que producen, sino en cuánto es lo que se produce, porque cien trabajadores pueden producir igual que mil si la productividad es diez veces superior. Es lo que ha ocurrido en la agricultura. Hace cincuenta años el 30% de la población activa trabajaba en el sector primario; hoy solo lo hace el 4,5%, pero ese 4,5% produce más que el anterior 30%. La variable esencial a la hora de plantear la viabilidad o inviabilidad de mantener el Estado del bienestar (y dentro de él, las pensiones) no es otra que la evolución de la renta per cápita. Esta se ha incrementado progresivamente hasta casi duplicarse en los últimos treinta años, y es de suponer que se duplicará también en los próximos treinta o cuarenta años si el euro y la denominada política de austeridad no lo impiden.

Si la renta per cápita crece, no hay ninguna razón para que no se puedan mantener e incluso incrementar las prestaciones sociales y tampoco para que un grupo de ciudadanos (por ejemplo los pensionistas) no puedan seguir percibiendo la misma renta en términos reales, es decir, no hay motivo para que tengan que perder poder adquisitivo. Es más, de hecho no debería haber ningún impedimento para que su pensión evolucionase a medio plazo al mismo ritmo que evoluciona la renta per cápita, esto es, por encima del coste de la vida. El Estado es el primer socio, mediante impuestos, de la actividad económica y si esta se incrementa, la recaudación fiscal también debería aumentar.

La cuestión de las pensiones (al igual que con la sanidad, el seguro de desempleo o cualquier otra prestación social) hay que contemplarla en términos de distribución y no de carencia de recursos. El problema surge cuando la sociedad repudia los impuestos y las formaciones políticas son incapaces de combatir el fraude y acometer una verdadera reforma fiscal. Por una parte, el gasto público en pensiones en porcentaje del PIB se mantiene en España muy por debajo del de la mayoría de los países de la UE de los quince y, por otra, la presión fiscal de nuestro país es por lo menos seis puntos inferior a la media de la UE. No hay ninguna razón, por tanto, que justifique la afirmación de que el sistema público no se puede mantener o la pretensión de jibarizarlo eliminando la actualización anual de las pensiones al menos en el porcentaje al que se incrementa anualmente el IPC.

Prueba del desconcierto que rodea hoy el tema de las pensiones es la idea tan luminosa que, en su línea de despropósitos, acaba de poner sobre la mesa la ministra de Trabajo y Seguridad Social. Pretende que se pueda cobrar la pensión completa y continuar trabajando con el mismo sueldo. Ha logrado aunar las protestas tanto de los empresarios como de los sindicatos. Es fruto de esa concepción que separa el gasto en pensiones del resto de las obligaciones del Estado. En un país con el mayor índice de paro de la Unión Europea se incentiva que se continúe trabajando una vez cumplida la edad de jubilación. Lo que se ahorra en pensiones habrá que gastarlo en seguro de desempleo. Pero es que, además, la medida propuesta tampoco ahorra en pensiones. En fin, un auténtico despropósito. La única lógica posible radica en que se esté pensando en reducir de tal modo las prestaciones por jubilación que todo el mundo por fuerza se vea obligado a continuar trabajando.



Estado Social

ECONOMÍA DEL BIENESTAR Posted on Mié, julio 06, 2016 00:45:43

LA SOCIALDEMOCRACIA: DEL ÉXITO A LA MUERTE

En marzo de este año el profesor Gabriel Tortella declaraba a un diario digital: “La izquierda ha muerto de éxito en todo el mundo. La socialdemocracia ha vencido en toda línea. Todos los países modernos son socialdemócratas, aunque estén gobernados por partidos conservadores”. Esta aseveración, que se ha repetido en distintos ámbitos, habría tenido pleno sentido de haberse pronunciado en los años setenta, pero resulta absolutamente falsa en los momentos actuales.

La socialdemocracia se configuró como sistema intermedio entre el llamado socialismo real y el capitalismo salvaje del siglo XIX, contraponiendo el Estado social al Estado liberal. El liberalismo, partiendo de Montesquieu y de Rousseau, había establecido frente al Antiguo Régimen los derechos civiles y políticos, la división de poderes, el sometimiento por igual de todos ante la ley y el derecho de todos los ciudadanos a participar en los asuntos públicos; pero las condiciones económicas creadas con la división del trabajo y la Revolución industrial habían convertido todos estos derechos en papel mojado para la mayoría de los ciudadanos. La misma democracia estaba en peligro, porque la acumulación del poder económico en pocas manos concedía a una minoría suficientes medios y facilidades para falsear el juego político de manera que, tal como escribió Hermann Heller, bajo una máscara democrática, se establecía la más terrible de las dictaduras, la del dinero. Fueron muchas las voces que se levantaron frente a esta situación, proponiendo que el Estado liberal debería ser superado por un nuevo concepto político, el Estado social.

Si el Estado quería ser verdaderamente un Estado de derecho y democrático no tenía más remedio que ser también social, renegar del laissez faire e intervenir en el ámbito económico. Asumir, sí, la libre empresa y la economía de mercado, pero supeditarlas al interés general. El Estado social parte del hecho de que la economía no es un sistema espontáneo, perfecto y autorregulado, sino que necesita de la constante intervención, control y dirección estatales. Consiste, en definitiva, en aceptar el especial protagonismo de los poderes públicos en el proceso económico. En palabras de Karl Popper “El poder público es fundamental y debe controlar al poder económico”. Para ejercer su función, debe contar con todo tipo de instrumentos, incluyendo la intervención directa como empresario e incluso la reserva de sectores o recursos estratégicos. Es lo que en sus tiempos se denominó economía mixta, es decir, la existencia de un fuerte sector público empresarial capaz de servir de contrapunto al privado.

El Estado social asume también la necesidad de una función redistributiva que corrija el injusto reparto de la renta que realiza el mercado. Función redistributiva llevada a cabo mediante las prestaciones sociales y un sistema fiscal altamente progresivo. Keynes, desde la economía, vino a respaldar las tesis del Estado social, destruyendo el manido argumento de que la igualdad se opone al crecimiento. Más bien lo que demostraba la teoría económica es que el aumento de las desigualdades sociales, la acumulación del dinero y el funcionamiento desordenado de la economía y los mercados conducen a las crisis. Estaba muy cerca el ejemplo de 1929.

El Estado social fue el núcleo del discurso socialdemócrata, pero el miedo al comunismo, la lucha de las clases trabajadoras y las propias contradicciones del sistema liberal, hicieron que poco a poco fuera asumido también por las fuerzas conservadoras y que sus principios se incorporasen a todas las constituciones de los países capitalistas de Europa. La realidad económica y social en los países occidentales se modificó sustancialmente con respecto al escenario que imperaba en el siglo XIX. A principios de los años setenta se podía afirmar que gobernase quien gobernase el discurso socialdemócrata había triunfado en todos los países occidentales.

Pero, a partir de ese momento, la situación cambia y comienza un retroceso en ese proceso democratizador. Esa regresión tiene principalmente un origen político, ideológico. No obedece a ninguna causa objetiva o necesaria de devenir científico, tecnológico o económico, como a veces se nos quiere hacer ver, sino a la decisión tomada por las clases altas y los grupos sociales privilegiados de que se había ido demasiado lejos en el proceso de igualdad y democratización. El poder económico se subleva contra el poder político y el poder político abdica de sus competencias y funciones, y las transfiere al poder económico.

En los últimos cuarenta años, el capital ha dado jaque mate a los Estados nacionales, único ámbito en el que, mejor o peor, se habían establecido mecanismos medianamente democráticos, y en el que el poder político había impuesto límites y reglas a las desmedidas ambiciones del poder económico. Al renunciar los Estados a esos mecanismos de control, han renunciado al mismo tiempo a su soberanía y a las cotas de democracia alcanzadas, por pequeñas que fuesen. La desregulación de la economía y la eliminación de todo tipo de reglas, de manera que el capital funcione internacionalmente con total libertad, trasladan el verdadero poder más allá de las fronteras nacionales, a ámbitos carentes de cualquier responsabilidad política y democrática. Hace ya más de quince años que el renacido capitalismo -hijo del capitalismo liberal- se quitó la careta. En Davos, en el World Economic Forum, Tietmeyer, gobernador del todopoderoso Buba (banco central de Alemania), proclamó: “Los mercados serán los gendarmes de los poderes políticos”. Pero ¿dónde queda entonces la soberanía popular?

Será quizás en el proyecto de Unión Europea donde aparezca de forma más clara el intento de insurrección del capital de los lazos democráticos. Los mercados, tanto los de mercancías como los de capital, son supranacionales, mientras los aspectos políticos quedan confinados en los Estados nacionales. A lo largo de todos estos años los distintos tratados han ido configurando un espacio mercantil y financiero único, sin que apenas hayan existido avances en la unidad social, laboral, fiscal y política. La libre circulación de capitales establecida en el Acta Única, en ausencia de armonización social, fiscal y laboral, colocaba ya contra las cuerdas al Estado social y a la socialdemocracia, pero ha sido la Unión Monetaria la que los condena a muerte y hace imposible su ejercicio. Al entregar la moneda propia, los Estados nacionales ceden también su soberanía sin que haya una unidad política democrática a nivel supranacional que la asuma.

Las negativas consecuencias que para el Estado social y la democracia iba a tener la Unión Monetaria resultaban evidentes, para cualquiera que estuviese dispuesto a verlo, desde el mismo momento de su diseño en Maastricht; pero si existía alguna duda ha desaparecido tras estos años de crisis, en los que se ha demostrado fehacientemente dónde radica la soberanía y cómo se tuerce la voluntad popular. Poco importa cuál sea el partido que gobierne, puesto que la política viene marcada desde Franfurkt o desde Bruselas. Por otra parte, la incapacidad de devaluar el tipo de cambio fuerza a los países a llevar los ajustes a los salarios. Unión Monetaria y libre circulación de capitales crean un espacio en el que, gobierne quien gobierne, resulta inviable la aplicación de la política socialdemócrata.

Si en el pasado fue la derecha la que siguió el camino de la socialdemocracia, en los últimos cuarenta años han sido los partidos socialistas los que han acompañado a los conservadores y a los poderes económicos en este camino de retroceso. Han aceptado presupuestos y asumido principios que entran en total contradicción con lo que fue el discurso socialdemócrata. Ellos mismos han cavado su propia tumba. Tony Blair en Gran Bretaña, Schröder en Alemania, Felipe González en España y tantos otros, han sido los causantes de la muerte de la socialdemocracia, aceptando un campo de juego en el que no puede funcionar.

La deserción de los partidos socialistas y los obstáculos para aplicar una política socialdemócrata han dejado un gran vacío en todos los países europeos. Las clases bajas y medias se resisten a aceptar el nuevo orden que las empobrece y las retrotrae a situaciones que creían felizmente olvidadas. Surgen movimientos y formaciones políticas que el stablishment engloba bajo una misma etiqueta: “populismo”. Aun cuando tienen características muy distintas, proponen soluciones diferentes y se encuadran en lugares antitéticos en el espacio político clásico de izquierdas- derechas, tienen un denominador común: reaccionar con fuerza en contra del nuevo marco económico creado, que pretenden romper. Frente a la presión obrera, la socialdemocracia sirvió en buena medida como instrumento para que el sistema capitalista (el liberal del siglo XIX y principios del XX) se adaptase y evitase su destrucción. ¿Sabrá reaccionar de la misma manera el actual capitalismo liberal depredador?

El mundo 05-07-2016



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