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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

DELITO FISCAL

HACIENDA PÚBLICA Posted on Lun, julio 25, 2016 10:59:40

VIVAN LOS CHORIZOS, SI SON CULÉS

Estamos ya acostumbrados a que los delitos fiscales no tengan la correspondiente sanción penal y -lo que es aún peor- tampoco la social, sobre todo si se trata de un personaje famoso; pero la actitud adoptada en el caso Messi por el Fútbol Club Barcelona excede todos los límites de la indignidad. Tras la condena a veintiún meses de cárcel al futbolista por la Audiencia Provincial de Barcelona, el club azulgrana ha lanzado una campaña bajo el poco afortunado eslogan de “Messi somos todos”. La realidad es muy otra, ya que muy pocos son los que pueden ser Messi y cobrar esas cantidades astronómicas que percibe el futbolista y que le permiten robar al fisco, es decir a todos los españoles, 4,1 millones de euros.

Porque el quid de la cuestión se encuentra en que Messi, y otros muchos messis, están robando a todos los ciudadanos y ponen en peligro sus empleos, la salud de sus familias, la educación de sus hijos, el cuidado de sus ancianos y tantos y tantos servicios más que peligran por la insuficiencia de recaudación. Y frente a esto se alzan posturas como las del Barcelona, que pretende que esos mismos ciudadanos a los que el fraude fiscal de tantos messis está perjudicando gravemente salgan a la calle con pancartas en defensa de los que les atracan, y proclamen la injusticia de la sentencia por el único motivo de que el condenado es culé.

Lo grave es que puede que lo consigan, y que sean muchos los papanatas que se crean el infundio y que consideren al delincuente como víctima. Es de sobra conocido el elevado grado de sectarismo que a menudo se concentra en los clubs de futbol, en los que los seguidores se identifican con el equipo hasta extremos poco racionales. Se dice que el Barcelona es algo más que un club. Ese plus es el nacionalismo, de manera que se dobla el sectarismo, sectarismo al cuadrado. Solo ese duplo de fanatismo puede explicar -que no justificar- una postura tan ilógica, postura a la que por otra parte nos tienen tan acostumbrados los nacionalistas catalanes que pretenden ocultar la corrupción y esconder ciertos delitos bajo el falaz pretexto de que el resto de España ataca a Cataluña. La historia es antigua. Comenzó allí, en la plaza de Cataluña, cuando Jordi Pujol se envolvió en la señera para librarse de ser procesado por sus trapicheos en Banca Catalana, y ha continuado a lo largo de estos cuarenta años con la complicidad de todas las fuerzas políticas de Cataluña y del resto de España.

El Barça ha aprendido bien la lección y habla de la judicialización del deporte, al igual que otros se refieren a la judicialización de la política, pero lo cierto es que lo único que se somete a la acción de los tribunales es la delincuencia y la transgresión de la ley. La defensa de Messi por el Barcelona no es desde luego desinteresada, está conectada con la propia autodefensa del Club inmerso en no sé cuántos procesos judiciales, de los que se está librando en todos los casos a base de dinero. Y es aquí donde radica la auténtica vergüenza, en que los delitos económicos, y especialmente el delito fiscal, llamado ahora delito contra la Hacienda Pública, se terminen saldando simplemente con el pago de la cantidad defraudada y una pequeña multa, sin que los delincuentes pisen la cárcel.

El problema fiscal de nuestro país no está en la cuantía del gasto público, uno de los más reducidos de Europa, sino en el escaso nivel de ingresos, inferior también a la mayoría de los países europeos, y cuya causa hay que buscarla no exclusivamente pero sí de forma significativa en el fraude fiscal. Casi todas las formaciones políticas, a la hora de solucionar el problema de la recaudación, se centran en la defraudación fiscal. Este recurso, al menos como declaración, resulta más cómodo y conlleva un coste electoral menor para los partidos que plantear una reforma tributaria que, se mire como se mire, implicaría para muchos ciudadanos un incremento de la presión fiscal. Pero para erradicar el fraude no basta con decirlo y, desde luego, los distintos gobiernos no han mostrado hasta ahora demasiado interés en conseguirlo.

No es el momento de enunciar aquí un catálogo de medidas encaminadas a este fin, pero sí de citar dos fundamentales. La primera, incrementar la conciencia fiscal de la sociedad, haciendo conscientes a los ciudadanos de que el gran defraudador es un delincuente que atenta contra el bienestar social en mayor medida que otros muchos que se pudren años y años en la cárcel. El defraudador, y más si es famoso, debe sentir como cualquier delincuente la reprobación y el desprecio social sin que su popularidad, en el ámbito que sea, pueda servirle de coartada y de excusa, sino yo diría que más bien de agravante. De ahí que sean tan reprobables posturas como las del Fútbol Club Barcelona que pretende convertir un delincuente en héroe.

La segunda es garantizar la efectividad del delito fiscal, que se diferencia de la mera sanción administrativa en que conlleva penas de cárcel. Cuando el fraude se mueve en torno a cantidades elevadas, las sanciones administrativas, siempre pecuniarias y no demasiado altas, resultan inoperantes. La baja probabilidad de que la infracción sea detectada, contrapuesta a lo reducido de la multa, ofrece una esperanza matemática favorable a la defraudación. Casi siempre es rentable. Mientras todo se arregle con dinero la tentación de evadir de los grandes contribuyentes se mantendrá. Únicamente el miedo a ingresar en prisión, como cualquier otro ladrón, podrá actuar de elemento disuasorio.

El delito fiscal aparece en nuestro ordenamiento jurídico en 1977, como una de las contrapartidas de los Pactos de la Moncloa, pero lo cierto es que después de cincuenta años se encuentra casi por estrenar. Se pueden contar con los dedos de la mano los ciudadanos que han entrado en prisión por condenas derivadas exclusivamente de este tipo penal. En una sociedad garantista como la nuestra, en la que resulta difícil demostrar el dolo, siempre ha habido mil obstáculos e impedimentos, tanto más si el delito no está bien tipificado y si los jueces y fiscales participan de la permisividad de la sociedad a la hora de enjuiciar la gravedad del fraude.

A lo largo de estos casi cincuenta años muchas han sido las modificaciones que ha sufrido esta materia en el Código Penal. Sin duda, algunas de ellas tendentes a tapar agujeros que se habían venido detectando, pero, por una especie de maldición del destino, las propias medidas positivas se acompañaban siempre de otras que invalidaban el delito.

Así ocurrió en la reforma de 2012, que junto a aspectos claramente favorables, introdujo el punto 6 del artículo 305, que dispone que si el defraudador, en el plazo de dos meses desde su citación por el juez como imputado, reconoce judicialmente los hechos y paga la deuda tributaria verán reducidas las penas en uno o dos grados. Esto supone que aun tratándose del tipo agravado de fraude del artículo 305 bis y aunque la rebaja sea únicamente de un grado, la pena de prisión podría no superar los dos años (lo que implica que el delincuente no entra en la cárcel) y que la multa podría fijarse entre el 25 y el 50% de la cantidad defraudada, muy inferior a algunas de las sanciones señaladas por infracciones meramente administrativas en el artículo 191 de la Ley General Tributaria. Podría darse por tanto el caso de que alguien que solo hubiese cometido una infracción administrativa tuviese que hacer frente a una multa superior a la de un condenado por delito fiscal, que además no entra en prisión.

La guinda se ha producido en la reforma del mes de marzo del año pasado cuando mediante ley orgánica se introdujo en el Código Penal el artículo 308 bis que dispone que podrá suspenderse la ejecución de pena de prisión en los delitos contra la Hacienda Pública si se procede al abono de la deuda, añadiéndose que este requisito se “entenderá cumplido cuando el penado asuma el compromiso de satisfacer la deuda tributaria… y sea razonable esperar que el mismo será cumplido”.

Es decir, que los grandes defraudadores no deben preocuparse porque si tienen la mala suerte de ser detectados por la inspección de Hacienda (cosa nada probable) y ser acusados de delito fiscal, siempre pueden librarse de entrar en prisión, ingresando entonces lo defraudado o, incluso, si no les viene bien en ese momento, basta con que den su palabra de que, cuando tengan un rato, harán el pago correspondiente. Es más, siempre contarán con algún colectivo como el Club Barcelona y con algún medio de comunicación afín, que los convertirá en héroes y en contribuyentes modélicos.

República 22-7-2016



ANTAGONISMO

PARTIDOS POLÍTICOS Posted on Lun, julio 18, 2016 10:11:23

PSOE Y PP, FALSO ANTAGONISMO

Desde la Transición, el sistema electoral ha venido orientando la realidad política española al bipartidismo, lo que originó secuencialmente dos situaciones no se sabe a cuál más negativa. O bien un gobierno con mayoría absoluta, que da capacidad a un partido para actuar a sus anchas y de forma totalmente despótica, o bien un gobierno en minoría apalancado en el chantaje nacionalista, que impone los privilegios de determinadas regiones en detrimento del interés general. La crisis y la Unión Monetaria han roto el sortilegio incrementando el pluralismo político.

En principio, la nueva situación podría ser positiva si los políticos estuviesen dispuestos a plegarse a ella, aceptando que los pactos son absolutamente necesarios para la gobernabilidad, lo que pasa en primer lugar por abandonar todo antagonismo dogmático. Uno de los aspectos de nuestras formaciones políticas que más rechazo popular causan es su condición de secta. Acostumbrados al bipartidismo, sus miembros se ven en la obligación de defender contra viento y marea todo lo que el partido dice o hace por muy deplorable o irracional que sea, mientras que están dispuestos a condenar, o criticar, todo lo que afecta al partido contrario, por más lógica y beneficiosa que sea la medida. Buen ejemplo de ello es la crítica generalizada a la que se sometió al PP por aprobar los presupuestos del 2016, gracias a los cuales la situación actual es menos dramática.

En las nuevas coordenadas, para lograr la gobernabilidad se necesitan pactos o acuerdos entre las formaciones políticas, y que nadie se empeñe en imponer la totalidad de su programa. Por el contrario, cada uno tiene que asumir el lugar que le corresponde y moderar sus exigencias en función de los diputados con los que cuenta y del papel que va a ocupar respecto del futuro gobierno; lógicamente esas exigencias no pueden ser las mismas cuando se pretende entrar en el Ejecutivo que cuando se firma un pacto de legislatura, o cuando el acuerdo se reduce a la simple abstención para facilitar la investidura.

Lo cierto es que después de seis meses, las formaciones políticas no parece que hayan entendido nada de esto. Siguen planteando su discurso en términos de antagonismo y asegurando que sus programas son irreconciliables, lo que resulta realmente irónico cuando al mismo tiempo todos hacen promesa de adhesión a la Unión Monetaria, cuya permanencia deja un margen muy estrecho a cualquier acción de gobierno. Las instituciones europeas, y sobre todo Alemania, están prestas a cortocicuitar cualquier desviación que pueda presentarse. Lo está recordando la Comisión, que pretende sancionar a España y a Portugal por déficit excesivo, y también -y lo que es peor- Alemania y Holanda entre otros, que no están dispuestos a la menor concesión en un intento de ejemplaridad para el resto de los países.

La ironía se hace aún más pronunciada cuando el antagonismo se plantea entre el PSOE y el PP, que han gobernado alternativamente este país sin que apenas haya habido diferencias apreciables en la mayoría de las materias. Por ello se entiende tan mal la postura adoptada por el PSOE en la breve legislatura pasada, pero resulta totalmente incomprensible en los momentos actuales. Después del revolcón del 26 de junio, continúan instalados en la misma cantinela como si nada hubiese pasado. Al tiempo que afirman que no quieren terceras elecciones, se niegan a todo posible acuerdo con el PP, y se escudan en una alternativa irreal, la de que Rajoy busque apoyos en otras latitudes. Otras latitudes que, al margen de Ciudadanos, no pueden ser más que los partidos nacionalistas e independentistas. Alternativa que implicaría retornar a los chantajes tan dañinos de antaño.

Su pretensión es un tanto infantil: la de fastidiar a Rajoy, desgastarle y obligarle a hacer concesiones, pasando por alto que las concesiones frente a los nacionalistas las hace el candidato, pero suelen ir en perjuicio de toda la sociedad española. El famoso pacto del Majestic garantizó el gobierno a José María Aznar, pero a condición de ceder a la Generalitat de Cataluña múltiples competencias, que después, como es lógico, hubo que transferir también a otras Comunidades, incrementando más y más la desvertebración de España y el desconcierto de los ciudadanos. Aquel pacto en buena medida fue el principio de los problemas que hoy aquejan a Cataluña y a España. Tras él vinieron los múltiples desaciertos de Zapatero con el Estatuto; y como es bien es sabido que la postura de los nacionalistas es insaciable, únicamente les restaba la independencia.

Pero precisamente por la conversión del nacionalismo catalán al independentismo hoy resulta inviable la demanda del PSOE de que sea en este ámbito donde Rajoy busque los apoyos para su investidura. No se entiende esta exigencia, a no ser que esté cargada de malicia y constituya una trampa en la que Mariano Rajoy parece haber caído, al reunirse con Esquerra y con Convergencia. Entrevistas llevadas a cabo, según se afirma, por cortesía parlamentaria, y desde luego inútiles para la investidura, pero que pueden servir para legitimar los contactos acometidos en las pasadas legislaturas por Pedro Sánchez, quien nunca descartó del todo la posibilidad de apoyarse en estas formaciones, y sobre todo para justificar lo que pueda suceder en el futuro, si cuajan las ideas lanzadas por la presidenta del Gobierno balear y por el primer secretario del PSC (hay que suponer que sugeridas desde la Ejecutiva) de que Pedro Sánchez aspire de nuevo, con el apoyo de Podemos, a la investidura.

Los socialistas se empeñan en postularse como alternativa. Se olvidan de que para ser alternativa lo primero que se precisa es que haya gobierno, lo que parece imposible si se empecinan en bloquear la situación. Se olvidan de algo más, de que, dados los resultados, los españoles no los han reconocido como alternativa al PP, sino como partícipes de la misma política de continuidad. Por eso les han castigado incluso en mayor medida que al Partido Popular. Esas desgracias, sacrificios y desigualdades que han caído sobre la sociedad española, y que tan a menudo aducen los socialistas, no comenzaron con Rajoy, sino bastante antes y de las cuales el PSOE ha sido tan culpable como el PP.

No se entiende bien, por tanto, el cortejo de Unidos Podemos al partido socialista, ni en las anteriores elecciones ni en la actualidad. Podemos debe ser consciente de que su origen se encuentra en el movimiento 15-M y en la indignación popular que lo suscitó. Y hay que recordar que dicho movimiento surgió durante el Gobierno de Zapatero. La enmienda era a la totalidad de las políticas que venían de Europa y que eran secundadas y asumidas tanto por el Partido Popular como por los socialistas. La reforma laboral que acaba de aprobar Hollande no se diferencia mucho de la que efectuó Rajoy. La razón por la que IU no acabó de despegar se encuentra quizás en la complicidad que estableció con el gobierno en tiempos de Zapatero. La oligarquía económica y política, a la que Podemos se refería con el nombre de casta, no está integrada exclusivamente por políticos del PP, sino también del PSOE. El PSOE no es el cambio, es más de lo mismo. Situarse en un campo semejante al del partido socialista, aunque sea para gobernar, desnaturaliza a Podemos. Sus votantes no necesitan un PSOE bis, para eso ya tienen el original y, además, segundas partes nunca fueron buenas.



PACTOS

PARTIDOS POLÍTICOS Posted on Lun, julio 11, 2016 14:26:23

TRAS LAS ELECCIONES

Se ha convertido en costumbre que todos los partidos políticos, tras las elecciones, oculten de una u otra manera sus derrotas. Sin embargo, recientemente ha surgido una formación política que no solo no disfraza sus descalabros, sino que los magnifica. En las elecciones municipales y autonómicas, Podemos ya mostró su descontento por los resultados obtenidos, aun cuando objetivamente representaban un récord para un partido con un año escaso de vida. Ahora, en estos comicios han vuelto a tomar la misma postura. Han sido los únicos que se han presentado ante la opinión pública como claros perdedores, iniciando incluso un proceso colectivo de autocrítica que parece más bien una flagelación.

Los resultados de Podemos han sido bastante buenos para un partido que cuenta con poco más de dos años de vida; bien es verdad que por debajo de los que obtuvieron el 20 de diciembre y mucho peores de los que les auguraban las encuestas, y a mayor distancia aún de las expectativas que ellos mismos se habían fijado. Las encuestas solo son encuestas, y son muchas las ocasiones en las que han errado, por lo que no es oportuno confiar demasiado en ellas. Y las expectativas, convienen que se basen en hechos reales y no en meros deseos o en una autoestima exagerada. Podemos ha confiado excesivamente en la alianza con IU olvidando que está de sobra demostrado que en política dos más dos no suelen sumar cuatro, tanto más si se trata de un acuerdo tan apresuradamente hecho.

De todos modos, sin esa coalición es muy posible que Podemos hubiera perdido muchos más escaños, tal como les ha ocurrido al PSOE y a Ciudadanos. Razones hay para suponerlo. La defensa del derecho de autodeterminación puede ser rentable en el País Vasco o en Cataluña (en cuanto a los buenos resultados en esta región conviene no olvidar que la CUP no se presentaba), pero puede tener efectos muy negativos en otras muchas Autonomías (véase mi artículo “Podemos y el derecho a decidir”, del 21 de enero pasado). Resulta difícil jugar a todas las barajas. El error cometido por Unidos Podemos ha sido la impaciencia, situar como su único objetivo llegar al gobierno, al creer que solo desde ahí se puede modificar la sociedad, y para ello no han tenido reparo en aglutinar a unos y a otros, pero al precio de diluir el mensaje hasta el extremo de no saberse en qué espacio estaban situados. Afirmaciones como la de que la unidad monetaria no constituye ningún problema o la de poner de ejemplo a Zapatero no han ayudado, por supuesto, a delimitar campos. Desde luego, lo que no tiene ningún sentido es achacar el empeoramiento de los resultados a la negativa de dar un cheque en blanco en la investidura del PSOE en la legislatura pasada.

La política de la transversalidad, aglutinando a todos los descontentos, sean por el motivo que sean, puede ser aceptable cuando se trata de un movimiento social como el 15-M, pero resulta improcedente cuando se aplica a una formación política, aun más si aspira a ser gobierno. La transversalidad se convierte entonces en frivolidad y los electores lo captan, y desconfían. Las encuestas anunciando el sorpasso les han podido jugar una mala pasada, porque muchos ciudadanos estaban dispuestos a votarles para que fuesen efectivos en la oposición, pero no les consideraban maduros para gobernar. Quizás es a eso a lo que se llama “voto del miedo”.

En estos momentos, la entrada de Podemos en el gobierno hubiese sido contraproducente incluso para esa misma formación política. En primer lugar, tendría que haber pactado con el PSOE. Su aproximación al PSOE a lo largo de toda la campaña también ha podido perjudicarles. En segundo lugar, no se puede prescindir del corsé de la Unión Monetaria. Con toda probabilidad, se habría quemado al igual que le está ocurriendo a Syriza en Grecia. Lo más conveniente para Podemos es consolidarse y organizarse en la oposición, definiendo su ideología y su espacio, que hoy están totalmente borrosos, y trazando unos límites claros con respecto al PSOE, lo que no es nada difícil. El mayor peligro que les acecha es la desvertebración, dada su creación rápida y por aluvión.

La Ejecutiva del partido socialista ha reaccionado de forma totalmente diversa. No han llegado a lanzar aquella afirmación de diciembre de que se había hecho historia, pero han intentado ocultar de nuevo la catástrofe electoral, escudándose en el hecho de que no se había producido el sorpasso. Para comprender la magnitud del descalabro de Pedro Sánchez hay que considerar de dónde partía. El 20 de diciembre obtuvo ya los peores resultados de la historia, sin ser capaz de rentabilizar el desgaste que había sufrido el Partido Popular tras la corrupción y una legislatura muy complicada. Había ya motivos suficientes para que aquella misma noche electoral Pedro Sánchez hubiese dimitido. Pero es que el 26 de junio los resultados han sido aún peores, perdiendo cinco escaños, y si el deterioro no ha sido todavía mayor se debe seguramente al patriotismo de siglas que conservan los partidos históricos.

Era del todo previsible que el PSOE iba a pagar en las urnas el espectáculo montado por Pedro Sánchez y el mareo al que este sometió a los ciudadanos en la pasada legislatura, dando la impresión de que lo único que le interesaba era llegar a presidente de Gobierno. Su programa tanto servía para pactar con Ciudadanos como con Podemos, incluso, aunque nunca lo explicitó claramente, con independentistas, puesto que su actitud ante ellos no daba ninguna seguridad de que en el último momento no estuviese dispuesto a dejarse querer. A pesar de los malos resultados obtenidos, el capricho de la aritmética parlamentaria situó al PSOE en el centro de cualquier posible pacto, de manera que los electores han responsabilizado al partido socialista de la repetición de las elecciones.

Las elecciones del 26 de junio han modificado los resultados pero no el papel crucial del PSOE, mal que le pese, para que pueda celebrarse la investidura; ni parece que, por desgracia, tampoco la actitud de bloqueo de su Ejecutiva. Los datos le obligan, al menos por ahora, a reconocer que tiene que ir a la oposición, pero se olvida de que para ello antes hay que permitir la formación de gobierno. Continúa encastillada en su negativa a facilitar -bien sea por activa o por pasiva- la investidura del PP; lo que, de mantenerse el veto, conduciría irremisiblemente a unas terceras elecciones, de las cuales sin duda el PSOE sería el único responsable. Ha vuelto al discurso de que ahora es el tiempo del PP y de que negocie con sus afines ideológicos. De nuevo se marea la perdiz porque a ciencia cierta se sabe que sin la abstención de al menos un diputado de la lista socialista no salen las cuentas. Hay que suponer que entre los afines ideológicos no contará a los independentistas, que desde luego se sienten mucho más cómodos con el PSOE, como muestra la última propuesta realizada por el PSC.

La quiebra del bipartidismo podría tener de bueno al menos librarnos del chantaje permanente que el nacionalismo ha venido practicando en detrimento de todas las demás regiones. Obligar al PP a negociar con el PNV y con Coalición Canaria es retornar a situaciones que creíamos pasadas y conceder al País Vasco más privilegios de los que ya tiene. Por otra parte, habría mucho que matizar sobre las afinidades ideológicas. No creo yo que sea precisamente la ideología la que separa radicalmente al PSOE del PP, sino la mutua ambición de gobierno. Pedro Sánchez no tuvo ningún reparo en unirse con Ciudadanos en ese pacto que Rajoy tituló con cierta ironía “de Guisando”, aun cuando en muchos aspectos Ciudadanos pasa al PP por la derecha.

Ciudadanos también ha intentado disimular su fracaso el 26 de junio. En este caso, aludiendo al sistema electoral. Los defectos de las reglas que este sistema aplica son conocidos desde hace muchos años y hemos sido también muchos los que hemos alertado sobre la necesidad de su reforma. Castiga a los partidos pequeños y tanto más cuanto menor sea el número de votos obtenidos, a no ser que estén concentrados en una o en un número reducido de circunscripciones como en el caso de los nacionalistas. No obstante, con la misma ley electoral en las pasadas elecciones obtuvieron ocho escaños más.

El problema de Ciudadanos ha sido, por una parte, su acercamiento al partido socialista y su participación en un espectáculo que a nada conducía, incrementando aun más su ambigüedad acerca del espacio ideológico que pretende ocupar. Por otra, la misma vacuidad de su discurso, centrado exclusivamente en la denuncia, a veces con cierto fanatismo, de la corrupción de las otras fuerzas políticas, hasta el punto de que parece la única justificación de su existencia, sin que además las medidas que propone para combatirla dejen de ser meras ocurrencias sin consistencia ni efectividad. Al margen de ello, su programa se reduce a unas pocas propuestas poco fundamentadas y con un contenido más conservador que las del PP, tales como la del contrato único, o la del complemento salarial, tan beneficiosa para los empresarios.

El relativo triunfo de Rajoy solo se explica por la poca fiabilidad y seguridad que presentaban los candidatos alternativos. A pesar del enorme castigo sufrido por la sociedad española, la situación actual no es tan grave, al menos para una gran parte de la población, como para lanzarse al riesgo y al aventurerismo. Tal vez podían querer el cambio, pero no a cualquier precio. En el caso de PSOE y Ciudadanos, porque no había ninguna garantía de que el cambio fuese tal, sino más de lo mismo, solo que con menos profesionalidad, con mayor improvisación y bastante superficialidad. Resulta difícil creer en la solidez del discurso de las tres fuerzas que se presentaban como alternativa cuando todas ellas eludieron el tema de la Unión Monetaria que, se quiera o no, constituye un corsé enormemente fuerte para cualquier acción de gobierno. PSOE y Ciudadanos, porque la defienden ardientemente, pero prescinden de ella a la hora de hacer promesas, y Unidos Podemos porque sospechaban que encarar ese debate podía restarles votos.

Es de suponer que tanto el PSOE como Ciudadanos salgan de su torre de cristal, dejen la escena y faciliten la investidura, si no quieren ir a unas terceras elecciones que serían letales para ambas formaciones. Es comprensible que el PSOE se oponga a la gran coalición, lo que implicaría dejar la oposición en manos de Unidos Podemos, pero cosa muy distinta es la abstención en la sesión de investidura. Es claro que tanto el partido socialista como Ciudadanos pueden imponer condiciones, desde luego de forma muy distinta si se implican en el gobierno o si se comprometen a la abstención; pero en cualquier caso siendo conscientes del número de diputados de que disponen, y de que ellos están tan necesitados de que se forme gobierno como el PP.



Estado Social

ECONOMÍA DEL BIENESTAR Posted on Mié, julio 06, 2016 00:45:43

LA SOCIALDEMOCRACIA: DEL ÉXITO A LA MUERTE

En marzo de este año el profesor Gabriel Tortella declaraba a un diario digital: “La izquierda ha muerto de éxito en todo el mundo. La socialdemocracia ha vencido en toda línea. Todos los países modernos son socialdemócratas, aunque estén gobernados por partidos conservadores”. Esta aseveración, que se ha repetido en distintos ámbitos, habría tenido pleno sentido de haberse pronunciado en los años setenta, pero resulta absolutamente falsa en los momentos actuales.

La socialdemocracia se configuró como sistema intermedio entre el llamado socialismo real y el capitalismo salvaje del siglo XIX, contraponiendo el Estado social al Estado liberal. El liberalismo, partiendo de Montesquieu y de Rousseau, había establecido frente al Antiguo Régimen los derechos civiles y políticos, la división de poderes, el sometimiento por igual de todos ante la ley y el derecho de todos los ciudadanos a participar en los asuntos públicos; pero las condiciones económicas creadas con la división del trabajo y la Revolución industrial habían convertido todos estos derechos en papel mojado para la mayoría de los ciudadanos. La misma democracia estaba en peligro, porque la acumulación del poder económico en pocas manos concedía a una minoría suficientes medios y facilidades para falsear el juego político de manera que, tal como escribió Hermann Heller, bajo una máscara democrática, se establecía la más terrible de las dictaduras, la del dinero. Fueron muchas las voces que se levantaron frente a esta situación, proponiendo que el Estado liberal debería ser superado por un nuevo concepto político, el Estado social.

Si el Estado quería ser verdaderamente un Estado de derecho y democrático no tenía más remedio que ser también social, renegar del laissez faire e intervenir en el ámbito económico. Asumir, sí, la libre empresa y la economía de mercado, pero supeditarlas al interés general. El Estado social parte del hecho de que la economía no es un sistema espontáneo, perfecto y autorregulado, sino que necesita de la constante intervención, control y dirección estatales. Consiste, en definitiva, en aceptar el especial protagonismo de los poderes públicos en el proceso económico. En palabras de Karl Popper “El poder público es fundamental y debe controlar al poder económico”. Para ejercer su función, debe contar con todo tipo de instrumentos, incluyendo la intervención directa como empresario e incluso la reserva de sectores o recursos estratégicos. Es lo que en sus tiempos se denominó economía mixta, es decir, la existencia de un fuerte sector público empresarial capaz de servir de contrapunto al privado.

El Estado social asume también la necesidad de una función redistributiva que corrija el injusto reparto de la renta que realiza el mercado. Función redistributiva llevada a cabo mediante las prestaciones sociales y un sistema fiscal altamente progresivo. Keynes, desde la economía, vino a respaldar las tesis del Estado social, destruyendo el manido argumento de que la igualdad se opone al crecimiento. Más bien lo que demostraba la teoría económica es que el aumento de las desigualdades sociales, la acumulación del dinero y el funcionamiento desordenado de la economía y los mercados conducen a las crisis. Estaba muy cerca el ejemplo de 1929.

El Estado social fue el núcleo del discurso socialdemócrata, pero el miedo al comunismo, la lucha de las clases trabajadoras y las propias contradicciones del sistema liberal, hicieron que poco a poco fuera asumido también por las fuerzas conservadoras y que sus principios se incorporasen a todas las constituciones de los países capitalistas de Europa. La realidad económica y social en los países occidentales se modificó sustancialmente con respecto al escenario que imperaba en el siglo XIX. A principios de los años setenta se podía afirmar que gobernase quien gobernase el discurso socialdemócrata había triunfado en todos los países occidentales.

Pero, a partir de ese momento, la situación cambia y comienza un retroceso en ese proceso democratizador. Esa regresión tiene principalmente un origen político, ideológico. No obedece a ninguna causa objetiva o necesaria de devenir científico, tecnológico o económico, como a veces se nos quiere hacer ver, sino a la decisión tomada por las clases altas y los grupos sociales privilegiados de que se había ido demasiado lejos en el proceso de igualdad y democratización. El poder económico se subleva contra el poder político y el poder político abdica de sus competencias y funciones, y las transfiere al poder económico.

En los últimos cuarenta años, el capital ha dado jaque mate a los Estados nacionales, único ámbito en el que, mejor o peor, se habían establecido mecanismos medianamente democráticos, y en el que el poder político había impuesto límites y reglas a las desmedidas ambiciones del poder económico. Al renunciar los Estados a esos mecanismos de control, han renunciado al mismo tiempo a su soberanía y a las cotas de democracia alcanzadas, por pequeñas que fuesen. La desregulación de la economía y la eliminación de todo tipo de reglas, de manera que el capital funcione internacionalmente con total libertad, trasladan el verdadero poder más allá de las fronteras nacionales, a ámbitos carentes de cualquier responsabilidad política y democrática. Hace ya más de quince años que el renacido capitalismo -hijo del capitalismo liberal- se quitó la careta. En Davos, en el World Economic Forum, Tietmeyer, gobernador del todopoderoso Buba (banco central de Alemania), proclamó: “Los mercados serán los gendarmes de los poderes políticos”. Pero ¿dónde queda entonces la soberanía popular?

Será quizás en el proyecto de Unión Europea donde aparezca de forma más clara el intento de insurrección del capital de los lazos democráticos. Los mercados, tanto los de mercancías como los de capital, son supranacionales, mientras los aspectos políticos quedan confinados en los Estados nacionales. A lo largo de todos estos años los distintos tratados han ido configurando un espacio mercantil y financiero único, sin que apenas hayan existido avances en la unidad social, laboral, fiscal y política. La libre circulación de capitales establecida en el Acta Única, en ausencia de armonización social, fiscal y laboral, colocaba ya contra las cuerdas al Estado social y a la socialdemocracia, pero ha sido la Unión Monetaria la que los condena a muerte y hace imposible su ejercicio. Al entregar la moneda propia, los Estados nacionales ceden también su soberanía sin que haya una unidad política democrática a nivel supranacional que la asuma.

Las negativas consecuencias que para el Estado social y la democracia iba a tener la Unión Monetaria resultaban evidentes, para cualquiera que estuviese dispuesto a verlo, desde el mismo momento de su diseño en Maastricht; pero si existía alguna duda ha desaparecido tras estos años de crisis, en los que se ha demostrado fehacientemente dónde radica la soberanía y cómo se tuerce la voluntad popular. Poco importa cuál sea el partido que gobierne, puesto que la política viene marcada desde Franfurkt o desde Bruselas. Por otra parte, la incapacidad de devaluar el tipo de cambio fuerza a los países a llevar los ajustes a los salarios. Unión Monetaria y libre circulación de capitales crean un espacio en el que, gobierne quien gobierne, resulta inviable la aplicación de la política socialdemócrata.

Si en el pasado fue la derecha la que siguió el camino de la socialdemocracia, en los últimos cuarenta años han sido los partidos socialistas los que han acompañado a los conservadores y a los poderes económicos en este camino de retroceso. Han aceptado presupuestos y asumido principios que entran en total contradicción con lo que fue el discurso socialdemócrata. Ellos mismos han cavado su propia tumba. Tony Blair en Gran Bretaña, Schröder en Alemania, Felipe González en España y tantos otros, han sido los causantes de la muerte de la socialdemocracia, aceptando un campo de juego en el que no puede funcionar.

La deserción de los partidos socialistas y los obstáculos para aplicar una política socialdemócrata han dejado un gran vacío en todos los países europeos. Las clases bajas y medias se resisten a aceptar el nuevo orden que las empobrece y las retrotrae a situaciones que creían felizmente olvidadas. Surgen movimientos y formaciones políticas que el stablishment engloba bajo una misma etiqueta: “populismo”. Aun cuando tienen características muy distintas, proponen soluciones diferentes y se encuadran en lugares antitéticos en el espacio político clásico de izquierdas- derechas, tienen un denominador común: reaccionar con fuerza en contra del nuevo marco económico creado, que pretenden romper. Frente a la presión obrera, la socialdemocracia sirvió en buena medida como instrumento para que el sistema capitalista (el liberal del siglo XIX y principios del XX) se adaptase y evitase su destrucción. ¿Sabrá reaccionar de la misma manera el actual capitalismo liberal depredador?

El mundo 05-07-2016



POPULISMO

EUROPA Posted on Lun, julio 04, 2016 09:13:51

UN ESPECTRO SE CIERNE SOBRE EUROPA

«Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo. Contra este espectro se han conjurado en santa jauría todas las potencias de la vieja Europa, el Papa y el Zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes». Así comienza el Manifiesto Comunista. Pero fueron otros dos fantasmas, surgidos con posterioridad, el fascismo y el nazismo, los que casi destruyen Europa. La historia nunca se repite, pero resulta evidente que un nuevo espectro recorre en la actualidad la Unión Europea: el descontento social y político que en los distintos países se ha configurado de manera diversa y estructurado en organizaciones aparentemente muy alejadas ideológicamente, pero que las nuevas potencias ahora dominantes han englobado bajo el nombre genérico de populismo.

Todas esas organizaciones, aunque dispares, tienen ciertamente un denominador común: la crítica más radical al statu quo y el propósito de modificarlo sustancialmente. El euroescepticismo, desde ángulos muy distintos, se ha ido adueñado con mayor o menor intensidad de casi todos los países y ha sembrado la intranquilidad en los poderes dominantes, que han reaccionado con la coacción, el discurso del miedo y el catastrofismo, cuando no les servía ya ese mensaje pietista y azul pastel sobre los grandes ideales en los que se funda la Unión Europea.

Lo cierto es que esta ha sido obra exclusivamente de las elites económicas y políticas, dejando al margen a los pueblos. Se eludieron las consultas siempre que fue posible, y en las escasas ocasiones en que se celebraron referéndums estos iban precedidos invariablemente de una campaña de intoxicación y, si así y todo el resultado era negativo, se estaba siempre presto a burlarlo repitiendo la consulta tantas veces como fuesen necesarias para conseguir la aquiescencia. El caso más evidente lo configura la non nata Constitución Europea. El resultado negativo de Francia y Holanda (dos de los seis miembros fundadores), el desistimiento de algunos países de someterla a consulta popular ante el miedo de que pudiese triunfar el no y la enorme abstención en aquellos Estados que tuvieron un resultado positivo, condujeron a su abandono y a que las instituciones y los gobiernos tirasen por la calle de en medio y trasladasen a un Tratado todo lo esencial de la Constitución, burlando así la exigencia de someterlo al veredicto de las urnas.

La ampliación al Este y la Unión Monetaria han complicado gravemente la situación. Las sociedades empezaron a comprobar que la prosperidad y los beneficios prometidos no llegaban -por lo menos a la mayoría de la población-, sino que más bien los derechos y conquistas del pasado se diluían por decisiones tomadas más allá de las respectivas fronteras. Poco a poco, el malestar se ha ido extendido por toda Europa y eran muchos los avisos que desde las distintas sociedades se enviaban a las elites políticas y económicas: huelgas generales y protestas multitudinarias; elecciones tras elecciones, los partidos gobernantes fuesen del signo que fuesen iban perdiendo el poder, al tiempo que surgían y adquirían cada vez más fuerza movimientos y partidos políticos en otros tiempos marginales, y que no se conformaban a lo políticamente correcto. Su gran heterogeneidad ideológica no debe llevar a engaño en cuanto a la coincidencia en la causa que los genera y a la identidad de las capas de población que los apoya.

Es este escenario en el que hay que situar lo ocurrido el pasado jueves, en el que, contra la mayoría de los pronósticos, los británicos se mostraron a favor de abandonar la Unión Europea. El hecho en sí no debería haber causado mayor estupor ni tampoco ser objeto de especial preocupación. Por una parte, se conocía desde siempre la fuerte reticencia de la sociedad inglesa a la Unión Europea; su permanencia ha estado siempre llena de excepciones y vetos y no pertenecía a la Eurozona en la que toda escisión puede ser más problemática. Por otra parte, dos años es tiempo más que suficiente para que la desconexión se realice de una manera suave y progresiva que evite todo traumatismo, tanto más cuanto que parece totalmente probable que los futuros acuerdos de tipo comercial y financiero sustituyan en buena medida la integración actual, sin que el tránsito tenga que representar ningún revés grave ni para Gran Bretaña ni para el resto de los países europeos. ¿De dónde proviene entonces la alarma y el carácter catastrófico con los que se ha revestido el acontecimiento?

Es sabido que los mercados sobreactúan y, ante cualquier incertidumbre, sufren movimientos espasmódicos desproporcionados que ellos mismos terminan corrigiendo a medio y a largo plazo, pero en esta ocasión el temor de los mercados y la tragicomedia representada por gobiernos e instituciones europeas iba mucho más allá que el acontecimiento concreto del referéndum votado por el Reino Unido. Lo que realmente preocupaba era el contagio, que el Brexit se terminase convirtiendo en el principio del fin. A pesar de sus proclamas, todos son conscientes, o deberían serlo al menos, de que la Unión Europea (y especialmente dentro de ella, la Unión Monetaria) es un gigante con los pies de barro. Es más, sus cimientos son contradictorios y se encuentra en un equilibrio altamente inestable. El movimiento de cualquiera de sus piezas puede hacer que el edificio se venga abajo.

Las reacciones de las instituciones europeas y de los principales mandatarios nacionales, entre la sorpresa, el miedo y la indignación, obedece al intento de atajar cualquier posibilidad de contagio. De ahí la premura que quieren imprimir a la desconexión y también la dureza con la que han reaccionado frente a Gran Bretaña, prescindiendo de cualquier lenguaje diplomático. Por un lado, pretenden cerrar cuanto antes la herida, y por otro dar un escarmiento a los ingleses haciéndoles pagar su osadía, como aviso a navegantes para todos aquellos que ambicionen emprender el mismo camino. Es la misma táctica que aplicaron con Grecia ante la rebelión de Syriza. Pero Gran Bretaña no es Grecia, ni cometió la locura de entrar en la Unión Monetaria, por lo que no se encuentra en las manos del Banco Central Europeo. Lo más probable es que los futuros acuerdos y tratados dejen a Gran Bretaña en una situación igual o mejor que la que ya tenía, a no ser por el daño colateral que se puede producir a causa de su desmembración territorial.

Los mandatarios europeos han adaptado su discurso a la nueva situación, afirmando que la Unión Europa debe sacar bien del mal, extraer conclusiones, corregir sus defectos y reformarse para que un acontecimiento similar no vuelva a ocurrir. Palabras que suenan muy bien en teoría, pero que son totalmente inaplicables en la práctica ya que las necesidades y los intereses de los distintos países son opuestos y contradictorios entre sí. Han sido muchas las voces que se han pronunciado por la obligación de avanzar hacia más Europa, reforzando los lazos de unión y tendentes a una entidad federal. Puro ensueño. Ha faltado tiempo para que apareciese en escena el ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, para rebatir la tesis, argumentando que tal camino lo único que produciría sería acelerar las fuerzas centrífugas que abogan por abandonar la Unión.

El problema se plantea especialmente en la Eurozona, donde los intereses son muy contradictorios entre los países del Norte y del Sur, como contradictorio es constituir una unión monetaria sin integrar al mismo tiempo las haciendas públicas, integración a la que se opondrán radicalmente países como Alemania, Austria, Holanda o Finlandia. Es más, todo nuevo paso que se dé en esta dirección, por pequeño que sea, sus sociedades lo entenderán como pérdida de soberanía y un expolio orientado a beneficiar a los países del Sur, sin ser conscientes de que la unión comercial y monetaria crea un flujo de recursos en sentido contrario. El problema no tiene solución y antes o después el edificio se desmoronará y lo mejor que podrían hacer los gobiernos sería prepararse para ello, creando las condiciones para que cuando se produzca sea lo menos penoso posible.

Si bien el fenómeno aparece con toda su crudeza en la Unión Europea, no queda recluido en sus fronteras. La fulgurante ascensión de Donald Trump en EE. UU. es un buen ejemplo de ello. En primer lugar, porque las contradicciones europeas se transmiten al resto del mundo. Ese ocho por ciento de superávit continuo en la balanza corriente de Alemania es un problema para la economía internacional. Y, en segundo lugar, porque si bien es verdad que la Unión Europea ha querido llevar la integración económica supranacional a su máxima expresión, liberándola de los Estados-nación y de la soberanía popular, no es menos cierto que la globalización económica y la libre circulación de capitales hacen participar a todos los países de esta aberración.

Los gobiernos mienten cuando reniegan del proteccionismo porque a pesar de que han eliminado la mayoría de las trabas en el orden comercial y todas ellas para la libre circulación de capitales, intentan por todos los medios proteger sus economías mediante lo que denominan deflación competitiva, es decir, reduciendo los salarios y los gastos sociales y laborales. Es ahí donde se refugia el nuevo proteccionismo. El poder económico se encuentra satisfecho en el nuevo orden. No se da cuenta de que resulta insostenible en el medio plazo. Económicamente, porque la economía de mercado se fundamenta en la identidad entre oferta y demanda, y no es verdad que se cumpla la ley de Say de que la oferta crea su propia demanda. Machacar la demanda siempre termina dañando con fuerza el crecimiento. Políticamente, porque deprimir a partir de cierto límite las condiciones sociales y laborales solo es posible en las dictaduras.



Podemos

HACIENDA PÚBLICA Posted on Lun, junio 27, 2016 10:00:03

EL PROGRAMA FISCAL DE UNIDOS PODEMOS

No deja de ser curioso que en un mundo en el que la socialdemocracia casi ha desaparecido (la aceptación de la globalización le propició, de hecho, un golpe de muerte) se suscite una disputa para reclamar su propiedad intelectual y política. No entiendo el ataque de cuernos que ha sufrido el PSOE ante la insinuación de Podemos acerca de su pretensión de ocupar un espacio socialdemócrata, cuando (al igual que sus homólogos en Alemania, Italia, Francia, Gran Bretaña, etc.) hace ya muchos años que abandonó de manera voluntaria este campo, convirtiéndose a eso que llaman “socialiberalismo”, que no es más que un liberalismo económico vergonzante y encubierto.

No está en mi intención dedicar este artículo a describir las características que identificaron en el pasado a la socialdemocracia, y mucho menos analizar la totalidad del programa de Unidos Podemos para ver si se adecua a lo que ha sido el pensamiento socialdemócrata. Es posible que difiera en muchas cosas, al menos desde luego en la aceptación de la desintegración de España, por esa idea tan sui generis de conceder el derecho a la autodeterminación de los pudientes. Mi propósito es bastante más modesto, fijarme exclusivamente en las propuestas fiscales, factor sin duda fundamental en cualquier ideología socialdemócrata que se precie. Y aquí sí tengo que afirmar que el único programa que se aproxima (solo se aproxima) a la socialdemocracia es el programa del partido morado.

Las medidas fiscales de Unidos Podemos han levantado una ola de indignación y repulsa no solo en las otras formaciones políticas, sino en toda clase de comentaristas y tertulianos. Debían de estar pensando en sus bolsillos. Al mismo tiempo, estas voces de condena lo único que demuestran es la ignorancia supina que en materia fiscal caracteriza a los que con una osadía temeraria pontifican a diario en nuestras radios, televisiones o periódicos. Por poner algún ejemplo, confunden el tipo medio con el tipo marginal y la renta del contribuyente con la base liquidable, la cual suele ser mucho más reducida, tanto más cuanto que la gran lacra que arrastra el IRPF es haber sido desnaturalizado, excluyendo las rentas de capital de la tarifa general.

Y aquí es donde el programa de Podemos se queda muy corto, puesto que señala tan solo que corregirán “progresivamente” la dualidad de tarifas, cuando lo primero que precisa este tributo para restaurar la equidad y que toda otra medida adquiera sentido, es el retorno inmediato a un impuesto personal con una única base liquidable en la que se incluyan todos los ingresos del contribuyente, y a la que se aplique una sola tarifa, tal y como esta figura tributaria fue creada en España y se mantiene hoy en día en la mayoría de los países europeos. Resulta paradójico que los que se oponen a la subida de los tipos, afirmando que solo afecta a las rentas del trabajo, estén también radicalmente en contra de que las rentas del capital se incluyan en la tarifa general.

La subida del tipo marginal ha causado auténtica indignación entre los que hablan de la clase media, pero que están en cotas muy superiores de ingresos. Recordemos que el salario medio en España se encuentra en 1.634 euros mensuales. Les parece vejatorio que el tipo marginal máximo pueda subir desde el 45% a partir de 60.000 euros de base liquidable (que no es exactamente la renta) en varios tramos hasta alcanzar el 55% para aquellas superiores a 300.000 euros. Antes que nada conviene indicar que un tipo marginal del 55% para una base liquidable de 300.000 euros significa tan solo que este tipo se aplicará a todo euro adicional en que esta cantidad se incremente. No parece excesivo, sino más bien tibio, si recordamos que un gobierno que no era bolchevique ni bolivariano, ni siquiera socialdemócrata, como el de la UCD, lo situó en el 65% y para unos niveles mucho más reducidos de renta de los que ahora propone Podemos, tanto más cuanto que entones era obligatorio la acumulación de la renta de la unidad familiar.

El argumento en contra, tal como Pedro Sánchez lo formula, de que es reducido el número de contribuyentes que se encuentran en estos tramos, no es consistente. De un lado, porque la equidad vertical y la justicia en la imposición no deben estar supeditadas al número y a que la medida repercuta significativamente en la recaudación. Todo el mundo está de acuerdo en que ciertos sueldos son escandalosos y que solo se explican por el control abusivo que los consejeros suelen poseer sobre las corporaciones actuales. ¿Qué problema existe en que contribuyentes con estas remuneraciones (incluyendo sus fondos de pensiones e indemnizaciones) colaboren con cantidades importantes en el mantenimiento de los servicios públicos?

Por otra parte, si en los momentos actuales el número es tan reducido se debe a que de forma voluntaria se ha elaborado una legislación que permite la exención, la elusión y la defraudación de determinadas rentas. Como se ha señalado más arriba, hace casi veinte años, sin que ningún gobierno, tampoco los del PSOE, hayan tenido ninguna voluntad de corregirlo, el impuesto se desnaturalizó, excluyendo de la tarifa general las rentas de capital. Además, se permite que estas se embalsen indefinidamente en sociedades, tales como falsas SICAV o sociedades patrimoniales, sin imputación directa a los socios, tal como sería lógico. Al igual que en los últimos tiempos se está persiguiendo el fraude de ley que representan aquellos autónomos que se disfrazan de sociedades con la única finalidad de cotizar por el impuesto de sociedades y no por el de renta, cuya tarifa es más elevada, parece lógico que no se permita la existencia de sociedades, y mucho menos si se domicilian en el extranjero, cuya única finalidad sea la de administrar capitales. O, de permitirse, que tributen tal como se hacía en los inicios de la implantación del impuesto en régimen de transparencia, es decir, con aplicación directa de los beneficios a los socios.

Hay que aceptar, no obstante, que, a pesar de todo lo señalado, los ingresos provenientes del capital son mucho más difíciles de periodificar que los del trabajo y siempre será posible posponer su imputación, al menos parcialmente, a la renta del sujeto. Pero ello constituye precisamente una de las razones, no la única, que justifican los impuestos de patrimonio y de sucesiones a modo de cierre del sistema. Mediante ambos tributos las rentas embalsadas terminan por ser gravadas, bien de forma periódica, bien al final de la vida del sujeto.

Nada de lo que Unidos Podemos establece sobre estos impuestos (IRPF, patrimonio, sucesiones o sociedades) se sale lo más mínimo de la moderación y de lo que ha sido durante muchos años, antes de que comenzase la ofensiva neoliberal, una teoría fiscal pacíficamente aceptada. Solo la contrarrevolución llevada a cabo en materia impositiva en los últimos veinticinco años y que ha convertido a todos los partidos, incluyendo al PSOE, al neoliberalismo económico, puede hacer que las propuestas se consideren abusivas y desproporcionadas. De hecho, en todos los casos los gravámenes son menos exigentes que los que regían en los primeros años ochenta.

Desde luego, el lenguaje no es neutral y por eso los críticos hablan de tributación del ahorro para referirse a la imposición sobre las rentas de capital, y de este modo hacer a continuación un panegírico sobre los pobres ahorradores, ocultando que no se trata de gravar el ahorro, sino las rentas que producen los capitales acumulados. Tampoco tiene sentido, por tanto, hablar de doble imposición. Por otro lado, antes de continuar con una demagogia simplona hay que recordar el muy reducido porcentaje de familias que en este país tienen capacidad de ahorro, la mayoría de él canalizado a la vivienda habitual, que normalmente está exenta de tributación.

Tampoco se puede, en sentido estricto, argumentar doble imposición en el impuesto de sucesiones y en el de patrimonio. De lo contrario, dado el proceso circular de la renta, todos los impuestos estarían inmersos en este concepto. De acuerdo con esta visión tan estrecha solo debería existir un único tributo. ¿Acaso no tendríamos que hablar de doble imposición en el IVA o en los impuestos especiales, ya que los recursos que dedicamos al consumo han sido previamente gravados en el impuesto sobre la renta? En el impuesto de transmisiones, ¿no son los mismos bienes los que se gravan en una serie indefinida de transacciones? ¿Y qué decir del impuesto sobre bienes inmuebles? Este sí que es un impuesto sobre el patrimonio, aunque no generalizado, ni progresivo, que recae exclusivamente sobre los bienes inmuebles, con lo que afecta principalmente a las rentas medias y bajas. Nadie ha pedido, sin embargo, su supresión; todo lo contrario, se está incrementando de forma espectacular, entre otros motivos para compensar la reducción del Impuesto de Actividades Empresariales.

Entre los muchos tópicos que el neoliberalismo ha impuesto se encuentra el de hacer creer que los tributos dañan el crecimiento económico. Pero la teoría keynesiana, fundamentación económica de la socialdemocracia, sostiene precisamente lo contrario. Keynes en su “Teoría general” afirmaba: «De este modo nuestro razonamiento lleva a la conclusión de que, en las condiciones contemporáneas, el crecimiento de la riqueza, lejos de depender del ahorro de los ricos, como generalmente se supone, tiene más probabilidades de encontrar en él un impedimento. Queda, pues, eliminada una de la principales justificaciones sociales de la gran desigualdad de la riqueza». En los momentos actuales de deflación, si se quiere crecer lo que hay que incentivar no es el ahorro sino la demanda. Y nada mejor para ello que transferir mediante imposición y prestaciones sociales recursos de las rentas altas a las bajas, ya que estas tienen una propensión al consumo mucho mayor que las primeras. La función redistributiva del Estado se convierte no solo una cuestión de justicia, sino de eficacia.

Las voces críticas también blanden la amenaza de la posible fuga de capitales. Hay que reconocer que la libre circulación de capitales y la Unión Monetaria complican e incluso imposibilitan toda política económica progresista y socialdemócrata, lo que nos debería quizás llevar a plantear si no es suficiente motivo para dar marcha atrás en este proceso, ya que a lo que se pretende que renunciemos es nada menos que a la democracia y al Estado social. No obstante, en nuestro país en el ámbito fiscal hay bastante margen para avanzar sin tener miedo al dumping fiscal. Más bien somos nosotros los que lo estamos realizando y convirtiéndonos, como con las entidades de tenencia de valores extranjeros (ETVE), en un cuasi paraíso fiscal, que ha tenido que ser denunciado por la Unión Europea. Según la OCDE, en 2014 la presión fiscal de España era siete puntos inferior a la de la media de la Eurozona y se situaba por debajo de las de Grecia y Portugal. Parece ser que si hay margen.



Pensiones

ECONOMÍA DEL BIENESTAR Posted on Lun, junio 20, 2016 09:51:25

LAS PENSIONES Y LA CAMPAÑA ELECTORAL

Hubo un tiempo en el que las pensiones se convirtieron en una de las principales armas electorales. Los dos partidos mayoritarios, PP y PSOE, se acusaban mutuamente de poner en peligro el sistema público de pensiones. Corría el año 1995. El PSOE, desde el Gobierno, se había apropiado el mérito de pagar a los pensionistas y, ante el peligro de perder las elecciones -como así ocurriría en 1996-, advertía de que la llegada de la derecha al poder suponía una amenaza para esta prestación social. Al mismo tiempo, dado el déficit que en aquel momento arrojaban las cuentas de la Seguridad Social, el Estado, lejos de compensarlo con transferencias a fondo perdido, lo enjugaba mediante préstamos. Esto, por una parte, lanzaba ya un mensaje negativo, al presentar la Seguridad Social como una realidad distinta del Estado y, por otra, la colocaba en una situación financieramente crítica de cara al futuro, lo que daba ocasión al PP para acusar al Gobierno de ponerla en riesgo.

Esta similitud de comportamientos entre los dos partidos mayoritarios resultaba preocupante porque sembraba la sospecha de que tanto uno como otro consideraban las pensiones públicas como algo graciable de lo que se puede prescindir o, al menos, reducir. Cuando pensaban que estaban perjudicando a la otra formación política, en realidad lo que hacían era descubrir su concepción espuria sobre el tema. El mero hecho de dar como posible la quiebra de la Seguridad Social suponía ya un atentado al Estado social que consagra la Constitución.

Así nació el Pacto de Toledo. Un documento aprobado solemnemente por el Parlamento en abril de 1995, por el que todos los partidos se comprometían a no utilizar las pensiones como arma electoral y a mantener el poder adquisitivo de esta prestación social mediante su actualización anual, teniendo en cuenta el incremento del índice del coste de la vida. Tal compromiso se quebró, sin embargo, en 2011, cuando Zapatero congeló las pensiones y especialmente en 2013 con la ley aprobada por el PP, en la que la actualización anual se desvincula del coste de la vida y la hace depender de una fórmula alambicada y absurda que condena en el futuro a los pensionistas a ir perdiendo poder adquisitivo.

En estos años en los que la inflación fluctúa alrededor de cero, el posible impacto de la medida ha quedado oculto, pero aparecerá con toda su gravedad tan pronto como el incremento de precios se normalice a tasas más elevadas. A pesar de ello, el debate electoral no está dando a este tema la importancia que tiene, y todos los partidos, excepto Podemos, se resisten a comprometerse para actualizar las pensiones de acuerdo con el índice de precios al consumo. La razón se encuentra en que gran parte de la sociedad ha terminado por dar por bueno el discurso oficial y se han introyectado como ciertos los sofismas y las falacias que de forma reiterada han venido lanzando durante treinta años los servicios de estudios, las fundaciones y demás instituciones interesadas.

Fue esta concepción liberal la que se coló de rondón en el Pacto de Toledo. En él se realiza una segregación entre Estado y Seguridad Social, estableciendo la separación de fuentes de financiación. Mientras determinadas prestaciones, como las no contributivas, pasan a ser responsabilidad del Estado y a financiarse con impuestos, otras, las contributivas, quedan confinadas en el ámbito de la Seguridad Social y financiadas mediante cotizaciones sociales.

La separación de fuentes no se ha entendido como algo convencional, un mero instrumento para la transparencia y la buena administración, sino como algo esencial, de forma que, lejos de garantizar las futuras pensiones, ha dado ocasión a que algunos conciban de manera abusiva la Seguridad Social como un sistema cerrado que debe autofinanciarse, y aislado económicamente de la Hacienda Pública, con lo que queda en una situación de mayor riesgo y dificulta cualquier mejora en las prestaciones.

Esta concepción de sistema cerrado de la Seguridad Social tiene su contrapartida en el establecimiento por el Pacto de Toledo del fondo de reserva. Se estipula que en las épocas en las que la recaudación por cotizaciones sociales exceda del gasto en pensiones se constituya un fondo para subvenir a financiar el déficit cuando los términos se inviertan. No es este fondo al que vulgarmente se llama hucha de las pensiones –inconsistente en teoría y ridículo por su montante en la práctica—, lo que puede ofrecer seguridad a los futuros pensionistas, sino la garantía de que detrás del derecho a la prestación se encuentra el Estado con todo su poder económico. Es por eso por lo que resulta tan grotesco que el principal reproche que desde la izquierda se hace al PP es que se esté gastando el fondo de reserva, entre otras cosas porque para eso se creó, para utilizarlo en momentos de crisis. Cosa distinta es que se critique su política, también seguida antaño por el PSOE, de multiplicar las exenciones y deducciones a las cotizaciones sociales.

La auténtica amenaza sobre las pensiones se cierne cuando se considera la Seguridad Social como algo distinto del Estado y su financiación se hace depender únicamente de las cotizaciones sociales y no de todos los ingresos de la Hacienda Pública. Solo así la argumentación en contra de la viabilidad del sistema público tiene algún sentido; esta parte del hecho de que el incremento de la esperanza de vida y la baja tasa de natalidad configurarán una pirámide de población en la que la proporción entre trabajadores y pensionistas se inclinará a favor de estos últimos, con lo que sin reforma, afirman, el sistema sería imposible de sostener.

Tal planteamiento incurre en múltiples falsedades, olvida en primer lugar variables tales como la tasa de actividad, y cómo esta puede incrementarse con la incorporación de la mujer al mercado laboral, o con la emigración; tampoco considera el empleo, porque de nada vale que la evolución demográfica sea la correcta si el desempleo es cuantioso. Con cuatro millones de parados no tiene sentido incrementar la edad de jubilación ni incentivar la prolongación de la vida laboral, tal como ha hecho el PSOE y el PP. Pero, sobre todo, se prescinde de la productividad. La cuestión debemos situarla no en la consideración de cuántos son los que producen, sino en cuánto es lo que se produce, porque cien trabajadores pueden producir igual que mil si la productividad es diez veces superior. Es lo que ha ocurrido en la agricultura. Hace cincuenta años el 30% de la población activa trabajaba en el sector primario; hoy solo lo hace el 4,5%, pero ese 4,5% produce más que el anterior 30%.

Esta ultima variable es la que explica un fenómeno extraordinariamente importante, aunque nos hayamos acostumbrado a él, como es el de que la renta per cápita se haya incrementado progresivamente, hasta casi duplicarse en los últimos treinta años, y es de suponer que se duplicará también en los próximos treinta o cuarenta años si el euro y la denominada política de austeridad no lo impiden.

La variable esencial a la hora de plantear la viabilidad o inviabilidad del sistema público de pensiones (siempre que su financiación no la hagamos depender exclusivamente de las cotizaciones sociales) no es otra que la evolución de la renta per cápita. Si la renta per cápita crece, no hay ninguna razón para afirmar que un grupo de ciudadanos (los pensionistas) no puedan seguir percibiendo la misma renta en términos reales, es decir, no hay motivo para que tengan que perder poder adquisitivo. Es más, de hecho no debería haber ningún impedimento para que su pensión evolucionase a medio plazo al mismo ritmo que evoluciona la renta per cápita, esto es, por encima del coste de la vida. El Estado es el primer socio, mediante impuestos, de la actividad económica y si esta se incrementa, la recaudación fiscal también debería aumentar.

La cuestión de las pensiones hay que contemplarla en términos de distribución y no de carencia de recursos. Si en un periodo de tiempo un colectivo (por ejemplo, los jubilados) ve cómo sus ingresos crecen menos que la renta por habitante es porque otras rentas, ya se trate de las salariales, de capital o empresariales, crecen más. Se produce por tanto una redistribución de la renta en contra de los pensionistas y a favor de los otros colectivos, que con toda probabilidad será el de los dueños del capital o el de los empresarios. Y tales aseveraciones se cumplen siempre, sean cuales sean la pirámide de población, la esperanza de vida y la tasa de natalidad.

El problema surge (al igual que con la sanidad, el seguro de desempleo o cualquier otra prestación social) cuando la sociedad repudia los impuestos y las formaciones políticas son incapaces de afrontar una verdadera reforma fiscal. La solución no pasa por crear un nuevo impuesto especifico, tal como propone el PSOE, para la financiación del sistema público de pensiones, (que por otra parte no ha concretado sobre quienes va recaer) y que a cuya evolución se condicionaría de nuevo esta prestación social, sino en modificar la progresividad y suficiencia de todo el sistema tributario, elevando la presión fiscal al menos a la media de nuestros socios europeos, de la que nos separan nada menos que siete puntos del PIB.



Los ere de Andalucia

CORRUPCIÓN Posted on Lun, junio 13, 2016 10:29:12

LOS ERE DE ANDALUCÍA, ¿IRREGULARIDAD ADMINISTRATIVA O RED CLIENTELAR?

La pasada semana se hizo público el auto del juez Álvaro Martín, referente al caso conocido como de los ERE de Andalucía, por el que se cierra provisionalmente el periodo de diligencias previas y se da traslado de las mismas a las partes. El auto, que no es precisamente de la juez Alaya, a la que desde la Junta y de los aledaños socialistas se había acusado de parcialidad y se la había sometido a todo tipo de presiones, ha sido rotundo. Los hechos narrados y demostrados son sumamente elocuentes y no dejan lugar a dudas acerca de su gravedad.

Su publicación ha cogido con el paso cambiado a Pedro Sánchez y al PSOE. Después de basar la pasada campaña electoral en la corrupción del PP, se encuentran con que a pocos días de unas nuevas elecciones les rebosan los cadáveres del armario. Los prohombres socialistas se han visto obligados a salir todos en tromba intentando justificar lo injustificable, especialmente en lo referente a Chávez y a Griñán, ya que consideran que en este caso se toca la línea de flotación del propio partido (Chávez incluso pertenecía al famoso clan de la tortilla). El primer bastión de defensa pasa por negar que se trate de un caso de corrupción y por considerar que son simples irregularidades en el procedimiento administrativo.

Sin embargo, lo que se deduce del auto es algo muy distinto. Durante 10 años se saqueó el erario público de la Junta de Andalucía desviando 854 millones de euros (142.000 millones de las antiguas pesetas) del presupuesto para dedicarlo a finalidades espurias, construyendo una red clientelar que sirviese de soporte y apoyo al Gobierno y al Partido Socialista en Andalucía y en el resto de España. Para ello fue preciso confeccionar un procedimiento torticero que eludiese todos los controles establecidos en la Ley de subvenciones y en la propia normativa fiscal y presupuestaria de la Junta.

Se ha esquivado la fiscalización previa de la Intervención delegada de la Consejería de Empleo, sin que se produjese tampoco la de la IFA-IDEA (instituto público que finalmente abonaba las subvenciones). Se prescindió de las bases reguladoras al igual que de la convocatoria pública. Ausencia de todo control sobre si el beneficiario cumplía las condiciones y requisitos precisos para percibir la ayuda. Se prescindió también de cualquier seguimiento a posteriori acerca de si la subvención se había dedicado a la finalidad propuesta por el beneficiario. En fin, se incumplieron todos los principios de publicidad, concurrencia, objetividad, transparencia, igualdad y no discriminación, que deben regir en todo proceso de concesión de subvenciones.

La conclusión parece obvia. No se trata de una serie de errores administrativos o de irregularidades procedimentales fruto de una mala gestión, sino de la decisión conscientemente tomada para mantener y administrar una cuantía sumamente elevada de recursos públicos al margen de los cauces legales. Una decisión así no la adopta un director general, tanto más cuanto que la situación se prolonga durante diez años y precisa de toda una ingeniería presupuestaria y contable, y del concurso de múltiples actores. A lo largo del tiempo fueron necesarias veintidós modificaciones presupuestarias, de las que dieciséis fueron aprobadas por el Consejo de Gobierno y seis por la Consejería de Economía y Hacienda. Parece evidente que el procedimiento tuvo que ser elaborado y aprobado en las más altas instancias de la Junta, y conocido y ejecutado por infinidad de altos cargos. No se puede hablar de responsabilidad in vigilando, sino de algo mucho más directo. En todos los casos hay que suponer que al menos se sabía y se consentía. Todo ello con una finalidad clara, la de aprovechar los recursos públicos para sus propios fines.

Y con esto entramos en la siguiente línea de defensa que los portavoces del PSOE y algunos de sus periodistas adláteres no han parado de repetir: “No se han llevado un euro para su bolsillo”. La malversación de fondos exige el enriquecimiento, pero existen muchas formas de enriquecimiento y muchas maneras de aprovecharse de los recursos públicos, y es evidente que la finalidad de la trama era usar ingentes fondos del presupuesto de la Junta para crear una red caciquil que beneficiase a su partido y por ende a ellos mismos.

Es más, sería conveniente distinguir entre actos corruptos y corrupción del sistema. Me parece mucho más grave este segundo caso, porque, además, casi siempre los actos corruptos tienen lugar y posibilidades cuando previamente se ha corrompido el sistema. La ruptura de las reglas de juego, concediendo más posibilidades a unas formaciones políticas que a otras, mediante la financiación ilegal de los partidos o mediante el uso indebido del poder aprovechando la inmensa capacidad que conceden los medios públicos para, de forma clientelar, entretejer una trama de intereses que les perpetúe en el gobierno, es, a mi entender, mucho más grave que las corruptelas más o menos indignas de las singularidades individuales.

Existe una constante tentación entre los políticos de saltarse las normas y los procedimientos, incluso de crear mecanismos e instituciones donde aquellos no tengan que cumplirse de manera que los recursos públicos puedan utilizarse libremente, con total arbitrariedad a favor de sus amistades y de sus afines. En los primeros años de la Transición, ante una Administración que provenía del franquismo, se solía afirmar que existía el peligro de que los grandes cuerpos de funcionarios patrimonializasen la función pública. Hace ya mucho tiempo que el peligro estriba más bien en que esta patrimonialización la lleven a cabo las formaciones políticas.

La lucha contra la corrupción no exige de grandes novedades, ni de nuevas normas, ni muchos menos de la creación de nuevas instituciones. Es suficiente con que se cumplan los procedimientos actuales, y que se concedan los medios, el poder y la independencia necesarios a los organismos encargados de controlarlos. En mi artículo del 4 de abril pasado, indicaba que resultaba interesante constatar cómo la corrupción había anidado principalmente en aquellos ámbitos en los que los mecanismos de control se habían debilitado, administraciones locales y autonómicas, donde la autonomía de las intervenciones es muy reducida.

El grado de ilegalidad del procedimiento acuñado por las más altas instancias de la Junta de Andalucía para manejar a su antojo una cantidad tan exorbitante de recursos lo manifiesta el hecho de que el Interventor General de la Junta se atreviese a emitir varios informes denunciando la anomalía de la situación, cuando se supone, y no creo que sea mucho suponer, que era una persona de confianza del Gobierno de la Junta y del PSOE.



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