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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

LA RENTA BÁSICA O EL REPARTO DEL TIEMPO DE TRABAJO

ECONOMÍA DEL BIENESTAR Posted on Mar, enero 10, 2017 09:51:29

Por primera vez en un país, Finlandia, se va a implantar la renta básica incondicional. Bien es verdad que se realiza a título de prueba durante dos años, afectando exclusivamente a 2.000 ciudadanos escogidos aleatoriamente entre los parados y en una nación, de las más ricas de Europa y con una población relativamente reducida. Sus promotores fundamentan la propuesta en los cambios tecnológicos que van a afectar a la producción, robotizando muchas de las actividades en las que la mano de obra no va a ser necesaria. Las maquinas sustituirán a los trabajadores, con lo que las cifras de desempleo serán insostenibles, y el Estado no tendrá más remedio que adoptar medidas para reducir los niveles de pobreza.

La mecanización progresiva de la actividad económica presenta dos fachadas, la eliminación de puestos de trabajo y el incremento de la productividad. Son cara y cruz de la misma moneda. Es decir, que aun cuando el número de asalariados sea menor la producción se incrementará, y la renta per cápita también. (Ver mi artículo del pasado 8 de diciembre en este mismo medio). El desempleo no es la consecuencia de una menor actividad o de una disminución de recursos. Si hay algún problema, no es de producción sino de distribución. Parece lógico por tanto que se quieran evitar las consecuencias negativas de los adelantos tecnológicos mediante una política redistributiva, de forma que lejos de haber ciudadanos perjudicados todos sean beneficiados por el incremento de productividad y el aumento de la riqueza.

Las razones, sí, son de justicia y de equidad, pero también de estabilidad política. No se puede condenar a una porción importante (y además creciente) de la población a la pobreza. Incluso hay una razón más y esta de orden económico: si la renta se concentra en pocas manos, se dañarán gravemente el consumo y la demanda, con lo que a medio plazo serán la producción y la propia renta las que sufran, produciéndose un colapso de la actividad económica. En este sentido resultan consecuentes los argumentos con los que se quiere defender la renta básica universal.

Otra cuestión es si esta medida es la más idónea para conseguir el objetivo perseguido o si, por el contrario, el camino mejor para compensar la reducción de empleos que puede derivarse de la robotización no es en primera instancia el reparto del trabajo existente, bien reduciendo la jornada laboral bien la vida activa. El problema desde luego no es nuevo. Desde la Revolución Industrial hasta los años ochenta del pasado siglo el incremento de la productividad ha permitido la disminución del tiempo de trabajo, compensando así, al menos en parte, la destrucción de puestos de trabajo que la mecanización de la actividad productiva origina. Es a partir de esta segunda fecha cuando el tiempo dedicado al trabajo no solo no se ha reducido, sino que para una buena parte de la población se ha incrementado. Incluso el único país que se había atrevido a adentrarse por este camino, Francia, con la semana de 35 horas, está a punto de dar marcha atrás en el proceso iniciado. Pero la excepcionalidad de los últimos treinta años no se encuentra en la falta de eficacia de esta medida en sí misma para evitar el desempleo, sino que encuentra su explicación en la globalización y en la Unión Europea, que estarán presentes y obstaculizarán con igual o más fuerza cualquier otra fórmula (incluyendo la renta básica) encaminada a disminuir la desigualdad.

Los apologetas de la renta básica, con una nomenclatura un tanto confusa acerca del republicanismo y conceptos parecidos, recurren a una realidad conocida desde hace bastante tiempo y sobre la que autores como Fichte, Herman Heller o Karl Popper habían insistido ya. Que la propiedad y la riqueza influyen sobre la libertad y la democracia, y que para que estas subsistan se precisa de cierto grado de igualdad. Sin Estado social, el Estado de derecho y democrático devienen conceptos vacíos y una farsa. Pero ello no quiere decir que haya que asumir la renta básica, y mucho menos de índole incondicional y sustituta de todos los otros mecanismos de solidaridad e igualdad.

El desarrollo doctrinal acerca del Estado social se ha perfeccionado lo suficiente como para presentar un conjunto de elementos coherentes que se complementan y forman un mapa completo de ayudas sociales (entre las cuales la renta básica incondicional es un concepto ajeno): el derecho al trabajo, que lleva implícito practicar una política de pleno empleo; derecho a una vivienda digna; sanidad y educación pública; y el derecho a recibir prestaciones económicas en todo tipo de contingencias (seguro de desempleo, ilimitado en el tiempo, seguro de enfermedad, de incapacidad laboral, en la vejez, ayuda familiar, etc.).

El objetivo principal es que todos los ciudadanos que lo deseen cuenten con un puesto de trabajo digno y adecuadamente remunerado, y solo cuando de forma excepcional la sociedad no pueda garantizar a un ciudadano un empleo o cuando alguna contingencia (enfermedad, accidente laboral, vejez) le impidan desarrollarlo, el Estado deberá dotarle de una prestación económica que le permita mantenerse durante el tiempo que dure la situación excepcional y le impida caer en la indigencia y en la exclusión social. Toda ayuda debe ser condicionada y obedecer a un motivo concreto; de lo contrario, no se sabrá si los recursos se gastan adecuadamente.

Lo que resulta difícil de entender es que el Estado tenga que asegurar una renta de forma indiscriminada, y mucho menos si tal prestación se hace compatible con un salario. En este último caso nos estaríamos acercando al complemento salarial propuesto por Ciudadanos y que en realidad constituye una ayuda no a los trabajadores sino a los empresarios. Lo lógico es que el Estado reconozca la prestación solo cuando la sociedad no puede facilitar un empleo, y solo durante el tiempo -pero todo el tiempo- que esta situación permanezca. Por otra parte, la consecución de la idoneidad de los salarios debe fundamentarse en una legislación laboral tuitiva y justa que, entre otras cosas, otorgue a los sindicatos un papel significativo en la negociación colectiva.

Se podrá objetar -y de hecho así lo hacen los defensores de la renta básica- que la teoría del Estado social nunca se ha practicado totalmente y de forma fiel en la práctica. Lo cual es cierto y mucho más desde que el neoliberalismo se ha hecho hegemónico y ha impuesto la globalización y los patrones de comportamiento económico que rigen en la Unión Europea. Pero estos mismos condicionantes e impedimentos juegan para cualquier fórmula de protección social que se quiera implementar. Desde luego, las dificultades y los obstáculos existirán en mayor medida para el establecimiento de la renta básica, a no ser que se trate de países de las características de Finlandia y siempre que sustituya a otra serie de prestaciones, de manera que no es fácil saber si se trata de un avance social o, por el contrario, de un retroceso. Es significativo que sea un gobierno de derechas el que haya decidido poner a prueba en Finlandia la renta básica y, por lo que hasta ahora se conoce, con características que presentan muchas dudas sobre la progresividad de la medida.

El Gobierno finlandés, y en realidad todos los partidarios de la renta básica incondicional, insisten en el ahorro de gastos burocráticos que representaría. Subyace en estos planteamientos una cierta desconfianza hacia el Estado y la ambición de establecer en la protección social un cierto automatismo, similar al que ha aplicado el neoliberalismo a la política monetaria. Prescindir de la vigilancia y supervisión del Estado es perder el control de la adecuación y justicia de las prestaciones y dejar el campo libre a la casualidad o, lo que es peor a la arbitrariedad, y a los buscadores de rentas fáciles.

Los apologistas de la renta básica han insistido en el hecho de que su implantación es viable económicamente. Estoy de acuerdo. Otra cosa es que lo sea social y políticamente. Es viable económicamente siempre que se obtengan nuevos recursos a través de una reforma fiscal, especialmente en el impuesto sobre la renta, y siempre también que sustituya a otras prestaciones sociales. Surgen entonces una pregunta: ¿Cuál es el coste de oportunidad? ¿Si realmente contásemos con todos esos recursos no sería posible establecer una red de asistencia social más eficaz y justa que la renta básica?

La respuesta a la robotización de la actividad productiva no puede ser la de un mundo en el que unos pocos trabajen y el resto de la población se encuentre subsidiada por el Estado. No sería ni justo ni posible. Tendría que ser la de un mundo en el que mediante la reducción generalizada del tiempo de trabajo, derivada del incremento de la productividad, se consiguiese el pleno empleo, al que de ningún modo se debería renunciar.

Republica.com 6-1-2017



LOS EMPRESARIOS SE CABREAN

HACIENDA PÚBLICA Posted on Mar, enero 03, 2017 10:06:02

Anda el mundo empresarial un poco revuelto con la reforma del impuesto de sociedades aprobada en Consejo de Ministros el pasado 2 de diciembre. Desde los distintos estamentos y asociaciones se ha lanzado todo tipo de exabruptos y se ha anunciado toda clase de males. El presidente de la patronal ha llegado a calificar la medida de desprestigio total de la marca España, y ha pronosticado que sembrará la desconfianza y originará una huida de la inversión extranjera. En la misma línea se han pronunciado la asociación Fomento de Trabajo y Javier Vega de Seoane en nombre del Círculo de Empresarios. El Registro de Economistas Asesores Fiscales ha alertado de que exigir mayor esfuerzo fiscal a las empresas es poner en peligro muchas de ellas y, en definitiva, querer matar a la vaca con lo que ya no habrá leche en los próximos años; y José Luis Feito, desde el Instituto de Estudios Económicos, centro generador de ideología de los empresarios, ha advertido a su antecesor en el puesto y ahora ministro de que la medida reducirá la inversión, el crecimiento y el empleo.

Toda esta algarada lo único que demuestra es que las empresas se habían acostumbrado a no pagar impuestos y llevan muy mal el que, si bien de forma todavía muy moderada, se pretenda que el tipo efectivo del tributo, que había llegado a alcanzar cifras ridículas, se acerque aunque sea levemente al nominal. Determinadas deducciones han vaciado y vacían aún de contenido el gravamen. Especial importancia tiene lo referente a la inversión en el exterior, eximiendo de tributación todas las ganancias (bien sean plusvalías o dividendos) generadas en el extranjero. Los defensores de la exención se escudan en la necesidad de evitar la doble imposición, puesto que se supone -lo que es mucho suponer- que la empresa ya ha sido gravada en el país extranjero. Pero no se entiende entonces por qué no se admite el mismo criterio en el impuesto sobre la renta para los pequeños inversores, e incluso se entiende menos que, hasta ahora que se corrige, se pudieran deducir las minusvalías cuando no se computan los ingresos.

El trato de favor de que han gozado las empresas en lo relativo a la inversión en el extranjero se ha puesto estos días en evidencia con la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea que da la razón a la Comisión en contra del Estado español, al considerar ayudas de Estado (y que por lo tanto deben ser reembolsadas) la posibilidad concedida por la Hacienda española a las sociedades para amortizar durante veinte años (y deducir sus cuotas en el impuesto de sociedades) el Fondo de Comercio, diferencia entre el valor real y el de compra en la adquisición de empresas extranjeras o participaciones en ellas, siempre que su cuantía sea superior al 5% del capital.

Los empresarios se han mostrado especialmente sensibles a tener que incorporar a la base imponible durante cinco años (un 20% cada año) lo deducido con anterioridad a 2013 por minusvalías estimadas pero no realizadas. Argumentan que su aplicación tiene un cierto carácter retroactivo. La verdad es que este régimen fiscal vigente hasta 2013, pero cuyas consecuencias continúan en la actualidad, nunca se debería haber aplicado y, en todo caso conviene aclarar que la deducción ha tenido siempre un carácter provisional, ya que podía ser reversible en el momento de la realización del activo si la minusvalía contabilizada no coincidía, lo que sería bastante probable, con la real. En el fondo, supone un cierto préstamo que la Hacienda Pública ha realizado a las empresas (y ahora se le reclama) a expensas de una liquidación definitiva cuando se realizasen los activos.

Se da un cierto fariseísmo en el mundo empresarial y económico. Echan pestes contra el déficit público pero se encabritan en cuanto se incrementan los impuestos que les afectan. Y es que, en el fondo, lo que quieren reducir es tan solo el gasto. Construyen un relato absurdo y poco consecuente como el del señor Rosell afirmando que hay muchos ministerios en los que existe un gran número de funcionarios que no tienen ninguna competencia. Todo lo confían a recortes en las partidas de gasto, basándose, según dicen, en la reforma de la Administración pública.

Pero su concepto de la Administración es totalmente reduccionista, entendiendo por tal solamente los empleados públicos que trabajan en las oficinas de los ministerios, y aunque fuese verdad -que no lo es- que en estas áreas se pudiesen hacer algunos ahorros (ya me gustaría a mí que las empresas del Ibex y los bancos aplicasen la austeridad en la misma medida que se aplica en la función pública) su impacto en la totalidad del gasto público sería casi insignificante. Las grandes partidas de gasto son las pensiones, la sanidad, la educación, los intereses de la deuda, el seguro de desempleo, dependencia, policía, ejército, y tantos y tantos servicios más cuya reducción es ya casi imposible, como no sea dañando fuertemente el Estado del bienestar y los mandatos de nuestra propia Constitución. España se encuentra a la cola de los países de su entorno en el porcentaje del gasto público respecto al PIB y, en lógica correspondencia, mantiene las cifras más bajas de presión fiscal.

Las quejas empresariales tienen impacto en el mundo de la política a través de su principal correa de transmisión, el partido de Ciudadanos. No es casualidad que se rumoree que la formación de Rivera es la preferida del IBEX 35. Lo cierto es que este partido se ha opuesto también a la subida de los impuestos con el argumento de que los ajustes deberían hacerse en el gasto; eso sí, después de pedir de cara a la galería que se incremente el gasto social. Bien es verdad que al gasto social al que se refieren es a lo que han bautizado como complemento salarial, lisa y llanamente una subvención a los empresarios. Cuando no se gobierna se pueden mantener las opciones más contradictorias y salir después por el comodín de la reforma administrativa con ideas tan peregrinas y tan fuera de la realidad como la de eliminar las diputaciones. Los dirigentes de Ciudadanos desconocen totalmente la Administración y el sector público. Da lecciones a todo el mundo, pero a la hora de la verdad no quieren ni entrar en el gobierno ni comprometerse con aquellas medidas que son más incomodas como las de subir los impuestos. Habrá que aplicarles lo que Péguy dijo del kantismo, que conservaba las manos limpias porque no tenía manos.

En el culmen del despropósito, los empresarios pretenden insultar al Gobierno tildándole de socialdemócrata. El portavoz de Economía del PSOE, Pedro Saura, recogió en el Parlamento tales críticas para llevar el agua a su molino: “No es que hayamos convertido a Montoro en un rojo peligroso, es que el sello del socialismo español está en nuestros acuerdos con el PP”. La réplica surge de inmediato: es una pena que no pusieran el sello del socialismo español en las medidas fiscales que aprobaron durante ocho años los gobiernos de Zapatero.

Republica.com 30-12-2016



EL RESCATE DE LAS AUTOPISTAS

HACIENDA PÚBLICA Posted on Mar, enero 03, 2017 09:39:33

El nuevo ministro de Fomento ha reconocido algo que se sabía desde hace mucho tiempo, pero de lo que no se quería tomar conciencia, que ocho autopistas de peaje eran totalmente ruinosas y que sus concesionarios se encontraban al borde de la quiebra o de la liquidación. Consecuencia: que el Estado se tiene que hacer cargo de ellas y que la broma va a costar a la hacienda pública más de 5.000 millones de euros. Total, una bagatela. Ahora todos los partidos de la oposición se rasgan las vestiduras y critican con dureza la operación de rescate. Alguien podría decir que “a buenas horas, mangas verdes”.

Iñigo de la Serna va predicando por todas partes que no se trata de un rescate, puesto que no hay una decisión política, sino que constituye una necesidad, la de cumplir con lo pactado. Y en puridad tiene razón, porque el rescate estaba implícito desde el principio, desde el mismo momento en que se realizaron las concesiones y se aceptó en los contratos la cláusula de responsabilidad patrimonial del Estado. Ahora solo queda sufrir las consecuencias, con lo que una vez más se demuestra que en economía y en política, los resultados, buenos o malos, de las decisiones aparecen muchos años después de haberlas tomado.

En este caso fueron Aznar, Álvarez Cascos y Esperanza Aguirre los responsables y es el Gobierno de Rajoy (tras el tránsito de los de Zapatero sin querer afrontar la cuestión) el que tiene que asumir finalmente las consecuencias. En realidad, el trance actual constituye solo los coletazos de un macroproblema mucho más amplio, el de la crisis económica y de las políticas que la originaron. Rajoy y el segundo Zapatero (de 2008 en delante) han tenido que hacer frente, con mejor o peor acierto -más bien con peor- a las dificultades derivadas de las decisiones económicas tomadas en los años anteriores (Gobiernos de Aznar y primer Zapatero).

El asunto de las autopistas de peaje ha resultado de la conjunción de dos ideas disparatadas, ambas provenientes del credo neoliberal, y entroncadas con la Unión Europea. La primera es la creencia de que todo endeudamiento público es nefasto y que la maldad desaparece tan pronto como se convierte en privado. Esa ha sido la causa de uno de los principales errores cometidos en la Moneda Única, limitar e intentar controlar el déficit público en lugar del déficit exterior, bien fuese este público o privado. Tras los criterios de Convergencia y el Pacto de Estabilidad, todos los países se echaron en brazos de la ingeniería contable con el objetivo de manipular las cuentas públicas y engañar a Eurostat haciendo pasar por endeudamiento privado el que en realidad era público.

En plena fiebre del ladrillo el Gobierno de Aznar ideó la manera de compaginar su ansia faraónica de obras públicas con la disciplina en materia presupuestaria que imponía Bruselas. De ahí surgieron la creación del GIF (para la construcción del AVE a Barcelona), las autopistas con peaje en la sombra de Gallardón y la construcción de las autopistas que ahora quiebran. En realidad, estas autopistas siempre han sido públicas y el endeudamiento desde sus orígenes ha sido del Estado. Es muy posible que la iniciativa privada jamás hubiera entrado en ese negocio (para información de los liberales que lo quieren todo privado) si el Estado no hubiese asumido el riesgo. Todo era público, excepto los beneficios que, de haber existido, habrían sido privados.

Y con la socialización de pérdidas y la privatización de beneficios entramos en el segundo aspecto, el de la asociaciones público-privadas que tan de moda están no solo en España sino también en la Unión Europea, ¿Qué otra cosa más que eso es el plan Juncker, que prevé movilizar no sé cuántos millones en inversión sin gastar un solo euro nuevo del presupuesto de la Unión, lo que sin duda es cuadrar el círculo? En todas las áreas en las que coinciden la iniciativa pública y la privada, esta sale siempre beneficiada y perjudicado el erario público, bien sea directamente o bien indirectamente a causa de los ingresos que deja de percibir.

Las fuerzas políticas que tan indignadas se muestran ahora con la quiebra de las autopistas de peaje, cuando ya no existe solución, deberían tenerlo en cuenta en el momento de tomar decisiones en todos aquellos casos en los que se plantean -bien sea en el ámbito europeo, estatal, autonómico o local- asociaciones público-privadas, para huir de ellas y de todo lo que se les parezca.

El capital privado casi nunca suele perder. Tiene instrumentos eficaces para evitarlo. En el asunto que nos ocupa hay que considerar cómo ninguna de las concesiones de las autopistas recayó sobre un banco o una constructora, aunque la mayoría de unos y de otras están en el negocio, pero participan mediante consorcios que apenas disponen de recursos propios, y en caso de dificultades pueden quebrar o liquidarse sin demasiados problemas y sin que el capital privado sufra un gran deterioro. Comportamiento generalizado en el sistema capitalista. Ingenuamente podríamos preguntarnos cómo es posible que tras la crisis del ladrillo la mayoría de las constructoras hayan continuado tan campantes sin que se hayan producido apenas quiebras. La respuesta es obvia. Todas las constructoras tenían sus propias promotoras, sin apenas capital y a las que se podía dejar caer sin que ello afectase a la matriz.

Republica.com 23-12-2016



Derrotismo en Pensiones

ECONOMÍA DEL BIENESTAR Posted on Mié, diciembre 21, 2016 09:21:21

SÍNDROME DE ESTOCOLMO EN PENSIONES

Lo he afirmado tres veces, luego es verdad. Las mayores mentiras se pueden trasformar en dogmas, o los errores en aciertos, a base de repetir un mismo mensaje de forma continuada. Esto es lo que ha ocurrido con las pensiones. Desde hace más de treinta años todos los cañones informativos de las entidades financieras, de las fundaciones ligadas a ellas o a los poderes económicos, e incluso muchos políticos, han venido martilleando a la opinión pública con el soniquete de que el sistema público de pensiones no es viable, o de que en cualquier caso necesita una profunda reforma (léase reducción) para su sostenibilidad y de que se hace preciso, por tanto, que los ciudadanos comiencen a ahorrar, es decir, a suscribir fondos, planes de pensiones o instrumentos similares, finalidad última del mensaje.

Tanta fuerza ha tenido la ofensiva, que ha terminado calando profundamente en la sociedad. De ahí que no haya que sorprenderse de los datos que ofrece la encuesta realizada por la fundación Mapfre en la que, por ejemplo, más del cuarenta por ciento de los españoles piensan que cuando se jubilen no van a cobrar pensión. Estoy seguro, sin embargo, de que esas mismas personas no dudan de que va a seguir habiendo sanidad pública y educación pública; no cuestionan que se vaya a poder pagar a los policías, a los jueces y a los demás funcionarios o que los poseedores de títulos de deuda pública vayan a cobrar los intereses.

Sin motivo fundado, el pesimismo existente con respecto a las pensiones es radical. Una buena parte del otro sesenta por ciento considera que una vez jubilados no podrán mantener el mismo poder adquisitivo y que la cuantía de su pensión no sobrepasará los 900 euros mensuales; 150 euros menos que la pensión media actual, que ya es suficientemente baja. Se produce una especie de síndrome de Estocolmo en virtud del cual los ciudadanos han terminado asumiendo los sofismas y falacias construidos con la pirámide demográfica, con el incremento de esperanza de vida y, sobre todo, al ligar la suerte de las pensiones a la evolución de las cotizaciones, sin que nadie por el contrario repare en el incremento de la productividad y de la renta per cápita. Es una especie de promesa autocumplida, porque es precisamente el derrotismo en esta materia el que puede hacer posible que el sistema público de pensiones se deteriore, al tirar la toalla antes de comenzar el combate.

La encuesta se adentra también en el tema del ahorro que los ciudadanos guardan para la jubilación. No es de extrañar. Mapfre es una empresa de seguros y esta ha sido siempre la finalidad de la ofensiva: promocionar los fondos privados de pensiones o figuras análogas. La contestación de los encuestados es bastante lógica, el setenta por ciento no ahorra porque no puede, pero del 30% restante muy pocos serían, aunque no lo digan, los que podrían con su ahorro mantener una pensión. Por otra parte, la contestación de todos ellos con carácter general debería haber sido que de hecho ya están ahorrando todos los meses, puesto que las cotizaciones (incluyendo las empresariales) forman parte de su retribución, se pagan mes a mes durante toda su vida laboral.

Por mucho que se empeñen las entidades financieras y por mucha propaganda que hagan de los fondos y de los planes de pensiones, la mayoría de los ciudadanos no tienen apenas capacidad de ahorro. Deteriorar el sistema público de pensiones y confiar la supervivencia en la jubilación al ahorro privado es condenar a amplias capas de la población a la pobreza o a la beneficencia. Aparte de las pensiones públicas, tan solo la casa en propiedad puede tener cierta importancia en la riqueza de la casi totalidad de jubilados (presentes y futuros). Por eso se entiende mal que la vivienda se haya convertido en diana de los distintos impuestos.

El día 2 del presente mes, el Consejo de Ministros aprobó (al mismo tiempo que endurecía el impuesto de sociedades e incrementaba los gravámenes al tabaco, al alcohol, etc.) los coeficientes de actualización de los valores catastrales que subirán en 1.895 localidades de toda España, y que derivará en una subida de impuestos tales como el IBI o la plusvalía municipal. Lo cierto es que desde el comienzo de la crisis, de una u otra forma, los ayuntamientos no han dejado de subir el IBI. Pese a que el valor de mercado de los inmuebles se ha desplomado un 30%, la recaudación del impuesto ha crecido un 76%.

El hecho es tanto más injusto en cuanto que la vivienda representa el único patrimonio y la única reserva de cara a complementar la pensión de las clases bajas y medias. Resulta significativo que mientras el impuesto de patrimonio es objeto de toda clase de improperios y críticas, el IBI apenas recibe censuras cuando es en el fondo un impuesto de patrimonio, solo que parcial y no progresivo, y recae exclusivamente sobre aquella parte de la riqueza nacional que es propiedad de las capas sociales modestas.



Productividad

ECONOMÍA DEL BIENESTAR Posted on Lun, diciembre 12, 2016 10:19:40

TRABAJAR MENOS, GANAR MÁS

Entre las múltiples leyendas acerca del origen del ajedrez se cuenta aquella que atribuye su creación al brahmán Sessa Ibn Daher como respuesta al encargo de un rajá indio. El rajá quedó tan encantado con el invento que prometió conceder al brahmán como recompensa lo que le pidiese. Al principio la demanda parecía muy modesta, tan solo que colocase un grano en el primer cuadrado del tablero, dos en el segundo, cuatro en el tercero, ocho en el cuarto y así sucesivamente en las restantes casillas. Cuál no sería la sorpresa del rajá y de los que le rodeaban al comprobar que le resultaba imposible cumplir su promesa porque la cantidad de grano a entregar era de 18.446.073.709.551.615, suma que no estaba a su alcance conceder.

La leyenda, desde luego, es de dudosa veracidad, pero tiene la virtud de poner el acento en el cambio profundo que experimenta cualquier cantidad por pequeña que sea cuando se la somete a un proceso acumulativo de un número suficiente de términos. Somos poco conscientes de las transformaciones sociales y económicas que acaecen a medio y a largo plazo debidas a los incrementos de la productividad, aun cuando las tasas anuales promedios sean relativamente reducidas (1; 1,5; 2%). Ciertamente estos incrementos son fruto del desarrollo de la técnica, de la ordenación del trabajo e incluso de las condiciones sociales e institucionales, y diferentes, por tanto, en las distintas épocas y sociedades.

Uno de los aspectos más interesantes del libro de Thomas Piketty, “El capital en el siglo XXI” -pero también quizás uno de los que menos se han resaltado- es el esfuerzo que realiza para obtener series históricas de determinadas magnitudes remontándose de manera estimable en el tiempo. Entre las variables que estudia se encuentra la elevación de la renta per cápita como resultado del incremento de la productividad, análisis del que se deducen importantes conclusiones.

El PIB por habitante apenas creció hasta 1700, con lo que tampoco se modificó sustancialmente el nivel económico y el género de vida de las sociedades. La realidad económica comienza a modificarse de forma notable a partir de la Revolución Industrial. En la Europa occidental la renta per cápita pasó de 100 euros mensuales en 1700 a más de 2.500 euros en 2012, con un crecimiento anual promedio del 1%. Por supuesto, la evolución no ha sido homogénea a lo largo de todo este tiempo. En el siglo XVIII el crecimiento fue tan solo del 0,2% anual, elevándose al 1,1% en el siglo XIX y al 1,9% en el siglo XX. El poder adquisitivo promedio en Europa se incrementó escasamente entre 1700 y 1820, sin embargo se multiplicó por dos entre 1820 y 1913, y por seis entre 1913 y 2010.

Las cifras señaladas en el párrafo anterior son inferiores en realidad a los aumentos en todos estos años de la productividad (producción por hora trabajada), ya que los trabajadores a la vez que conseguían retribuciones mayores se mostraban dispuestos a sacrificar una parte de ellas a condición de trabajar menos horas (jornadas más cortas, más festivos, fines de semana más largos y mayores vacaciones). Es decir, compraban ocio, cambiaban dinero por poder disponer de más tiempo libre.

Centrándonos en la segunda mitad del siglo XX, en Europa la producción por habitante creció anualmente como media el 3,4% en el periodo 1950-1980, mientras que entre 1980 y 2012 lo hizo a una tasa promedio de 1,8%. Hay quien interpreta, comenzando por el mismo Piketty, que esta desaceleración obedece a la incapacidad de la economía para mantener el incremento de la productividad a una tasa elevada, de modo que con el tiempo esta termina ralentizándose. No parece que haya nada en la Historia que rubrique tal pretensión. Más bien los incrementos de la renta per cápita han sido por término medio cada vez más elevados, lo cual parece lógico si se observa que la velocidad a la que se producen los cambios científicos y tecnológicos es en cada época mayor que en la anterior.

El periodo 1980-2013 es, muy posiblemente, una excepción que tiene su causa no tanto en las condiciones científicas y tecnológicas, sino en el modelo de organización económica, basado en la globalización y en la deflación competitiva. No es el objetivo del presente artículo ahondar sobre este tema, aun cuando puede ser interesante hacerlo en el futuro. Ahora se trata más bien de tomar conciencia de que a lo largo del tiempo, con tasas más o menos elevadas, la productividad se incrementa y en consecuencia la producción por habitante también. A una tasa de crecimiento del 1,5% la renta per cápita casi se duplica en 40 años, y en ese mismo periodo si el incremento promedio es más modesto, el 1%, esta última variable crece un 50%. En cualquier caso la conclusión es que los incrementos de productividad elevan sustancialmente el nivel de vida de las sociedades y de sus habitantes. Podemos afirmar que por término medio somos cada vez más ricos, por lo que se viene abajo el famoso discurso de la austeridad y ese intento de convencernos de que ahora no es posible lo que ayer sí lo era.

El quid de la cuestión se sitúa en el término promedio, ya que no asegura que todos vayan a beneficiarse del incremento en la misma cuantía: lo lógico sería que si en un determinado periodo la renta media ha crecido el 50%, todas las rentas, incluyendo los ingresos del Estado, se elevasen en ese mismo porcentaje. No ha sido así. En los 35 últimos años el excedente empresarial se ha incrementado bastante más que la media, en detrimento de las rentas del trabajo. El mejor modo de comprobarlo es constatar la evolución de los costes laborales unitarios en términos reales (salarios reales divididos por la productividad) que desde el año 1980 se han reducido en 15 puntos en la Europa de los 15, y en 19 en España. Esta magnitud disminuye cuando los salarios reales crecen menos que la productividad, es decir, la distribución de la renta se modifica a favor de los ingresos empresariales y de capital.

Hay un segundo factor a considerar: históricamente los trabajadores se han apropiado del aumento de productividad a través de un aumento de retribuciones, pero también mediante una reducción de las horas trabajadas: disminución de jornada, más fiestas, fines de semana más largos, mayores vacaciones, incluso por un adelanto de la edad de jubilación. Tampoco esto ha ocurrido en los últimos 35 últimos años, durante los cuales en muchos casos las horas de trabajo más bien se han incrementado.

El aumento de la producción por hora trabajada debería permitir que todos los trabajadores cobrasen más y trabajasen menos. Lo contrario de lo que afirmaba un malogrado presidente de la patronal. Que trabajasen menos, bien en cada jornada bien a lo largo de toda la vida, con una jubilación digna. Pero todo esto es posible tan solo si la renta se distribuye adecuadamente y nadie se apropia en exclusiva del incremento de la productividad. Cuando se produce lo contrario y va a engordar únicamente a las rentas de capital y empresariales, los trabajadores por término medio trabajan más cobran menos y disfrutan de peores y más reducidas prestaciones públicas.



Nacionalismo

AUTONOMÍAS Posted on Lun, diciembre 05, 2016 23:37:37

LA DESINTEGRACIÓN DE LA IZQUIERDA

El Partido Socialista de Euskadi ha firmado un acuerdo con el PNV para conformar un gobierno de coalición. Al margen de su contenido, el simple hecho de su firma ya produce cierta extrañeza, puesto que la federación del País Vasco ha sido una de las más firmes seguidoras del sanchismo y defensora del “no es no” y de “¿qué parte del no no se ha entendido?”. Los escrúpulos a la abstención mostrados en la investidura de Rajoy han desaparecido para pactar con Urkullu no ya una abstención ni un voto a favor, sino nada menos que un gobierno de coalición. Parece que los reparos a pactar con los partidos de derechas pierden toda virtualidad en cuanto esas formaciones llevan además el apelativo de nacionalistas. Lo mismo le ocurrió al PSC en la investidura de Mas. Cabría preguntarse dónde quedan ahora las afinidades que tanto repetía Pedro Sánchez. ¿De quién son afines el PNV y la antigua Convergencia?, ¿del PP o del PSOE?

El PSOE ha renunciado a influir activamente en el Gobierno central mediante la coalición a la que le invitaba el PP. Tenía sus razones. Pensaba que esta alianza devendría en abrazo del oso y que el electorado le pasaría factura. Tal vez sí, tal vez no, porque también sus seguidores podrían pensar que gracias a su participación en el Gobierno habría conseguido forzar la mano al PP, haciéndole girar hacia políticas más progresistas. En cualquier caso, lo que no se entiende bien es que se aplique distinto criterio en el Gobierno central que en los del País Vasco o Cataluña, porque, puestos a temer el abrazo del oso, deberían ser el PSC o el Partido Socialista de Euskadi los que más lo tuvieran en cuenta. Solo hay que ver los buenos resultados que han obtenido.

Pero, con todo, lo más peligroso es el contenido del pacto. Se mueve en la misma ambigüedad con la que en los últimos diez años se ha comportado el PSOE con respecto al nacionalismo, que se ha acentuado con Pedro Sánchez y que ha sido la causa fundamental de la crisis en esta formación. Es por ello por lo que el desarrollo del pacto se ha llevado con el mayor sigilo y de espaldas a la gestora, aun cuando esta haya tenido públicamente que dar su aquiescencia al acuerdo por no ahondar la división. Coquetear con el término, nación o derecho de autodeterminación, acaba siendo peligroso porque inmediatamente los nacionalistas llevan el agua a su molino, y se termina por consagrar privilegios o por reclamar la independencia.

Se engañan quienes piensan que el problema nacionalista se soluciona a bases de concesiones. Desde la Transición las concesiones han sido permanentes y constantes sin que por eso se haya alcanzado una situación de estabilidad. Cada meta obtenida por los nacionalistas constituye tan solo un nuevo escalón para continuar con nuevas exigencias. Las cesiones no solucionan el problema sino que lo empeoran, al conceder más armas al secesionismo. El nacionalismo, como afirmó Ortega aplicándolo a Cataluña, no tiene solución, no cabe más que sobrellevarlo.

Un sistema electoral no demasiado justo y unos partidos mayoritarios más preocupados por sus propias conveniencias que por el bien general han concedido, cuando no se daba mayoría absoluta, el papel de árbitro al nacionalismo que han ido acentuando la divergencia entre las distintas regiones de España en un proceso sin fin. Con la ruptura del bipartidismo creíamos que al menos se iba a detener el proceso, pero la cerrazón de la izquierda en esta materia está confirmando los peores augurios. La postura de Pedro Sánchez al frente del PSOE se ha orientado a conferir más protagonismo si cabe a los partidos nacionalistas. Bien forzando al PP a negociar con ellos bajo el pretexto de que eran sus fuerzas afines, bien intentando pactar él mismo. Es en este contexto en el que se incluyen sus declaraciones a la Sexta sobre la “nación de naciones” y el acuerdo que ahora sus seguidores en el País Vasco firman con el PNV.

El acuerdo incluye un nuevo estatuto de autonomía, y hay que preguntarse si es que queda alguna competencia por descentralizar, como no sea la independencia. Los comentaristas políticos señalan la diferencia entre los planteamientos de Urkullu y los de Mas y Puigdemont. Es cierto, pero no es menos cierto que el País Vasco, al igual que Navarra, goza ya de una situación de privilegio con el Concierto, sistema que rompe la unión fiscal del Estado. Conviene recordar que la deriva secesionista de Convergencia comenzó cuando se les negó lo que denominaron el Pacto fiscal, que en el fondo era colocarse en la misma situación fiscal que Euskadi, es decir, la total y definitiva quiebra de la equidad fiscal y presupuestaria entre regiones.

El PSOE se está adentrando por una senda en extremo peligrosa, la de dejar de ser un partido nacional para convertirse en un haz de fuerzas regionalistas. Es la misma trampa a la que ha sucumbido Izquierda Unida. En el declive de esta formación política ha tenido mucho que ver su previa conversión en un reino de taifas. Iniciativa en Cataluña, la Ezker Batua de Madrazo en el País Vasco, Esquerra Unida del País Valencià en esta comunidad, generaron fuerzas centrífugas dentro de la Coalición que se fueron contagiando al resto de federaciones y que sin duda colaboraron en buena medida al debilitamiento de IU. El PSOE, si no pone remedio, lleva el mismo camino. Detrás de esta tendencia se encuentra la posición puramente electoralista de las agrupaciones o federaciones que conviven con partidos nacionalistas y creen que asimilándose más a ellos obtendrán mejores resultados.

Quizás en este dislate ideológico y organizativo se lleve la palma Podemos. Desde su mismo nacimiento ha mantenido una postura harto ambigua en sus planteamientos territoriales, hasta el punto de metamorfosearse en cada región en una naturaleza e incluso en unas siglas distintas. Esta postura camaleónica le ha podido producir réditos electorales a corto plazo, especialmente en las Comunidades con fuerzas nacionalistas, pero a largo plazo les adentrará en muchas contradicciones. Es difícil no quedarse pasmado al contemplar a toda la plana mayor de una formación política que pretende situarse en el extremo de las izquierdas y que ha criticado reiteradamente los aforamientos manifestándose a la puerta del Congreso porque se va a conceder el suplicatorio a un diputado de la antigua Convergencia, partido muy progresista, acusado de prevaricación.

Las primeras víctimas de este proceso disgregador pueden ser los propios partidos que lo están propiciando. Los electorados terminan castigando en las urnas a aquellas formaciones políticas que tienen discursos diferentes según las regiones. Además, la existencia de fuerzas anarquizantes en cualquier organización termina descomponiéndola y asolándola. Pero también el Estado puede salir gravemente perjudicado. Y se entiende mal que la causante de este proceso vaya a ser la izquierda, cuando la única arma con la que cuenta para luchar contras las fuerzas económicas es precisamente el propio Estado.



LAFFER

HACIENDA PÚBLICA Posted on Lun, noviembre 28, 2016 23:44:21

ALQUIMIA EN LAS FINANZAS PÚBLICAS

En noviembre de 1980, durante la campaña de las elecciones presidenciales estadounidenses, Ronald Reagan prometió bajar los impuestos, reducir el déficit fiscal e incrementar sustancialmente los gastos militares para combatir el imperio del mal, todo a la vez. Como se puede apreciar, la cuadratura del círculo, lo que ponía en un serio aprieto a sus asesores.

La iluminación llegó de un encuentro en un restaurante chino. Jack Kemp, director de la campaña, se reunió con un profesor de Economía en la Universidad de Stanford en California, Arthur Laffer, entonces sin demasiado renombre, y que de no haber sido por esta coincidencia hubiera pasado a la historia sin pena ni gloria. Laffer, según parece, le dibujó sobre una servilleta la famosa curva que llevaría en adelante su nombre. La curva relaciona niveles de recaudación fiscal (ordenadas) con tipos impositivos (abscisas). En una primera parte es ascendente pero, llegada a un determinado punto, se convierte en descendente. La tesis de Laffer se enunciaba así: aun cuando en un principio los ingresos fiscales crecen según se incrementan los tipos del impuesto, una vez alcanzado un determinado nivel, la recaudación comienza a disminuir.

Se había dado solución al dilema. Desde ese momento parecía posible bajar los impuestos, gastar más y al mismo tiempo reducir el déficit. Kemp le mostró el hallazgo a Reagan, que le creyó y, nada más ganar las elecciones, se puso manos a la obra tratando de hacer posible el milagro.

No hubo que esperar mucho tiempo para comprobar los errores que encerraban las teorías de Laffer y cómo podían conducir a la debacle más absoluta de la economía. El primero en tomar conciencia de ello fue David A. Stockman, director de la Oficina del Presupuesto. Las reducciones fiscales sin recorte en las partidas presupuestarias acarreaban inevitablemente un crecimiento explosivo del déficit. Stockman discrepó abiertamente de la política de Reagan y presentó la dimisión, explicándola en un libro de sumo interés, “El triunfo de la Política”, que constituye el mejor alegato contra la curva de Laffer. El argumento fundamental era que no funcionaba; se trataba, según él, de una ilusión. Y el nuevo presidente, que había hecho campaña en contra del 2 % del PIB que alcanzaba el déficit público en tiempos de Carter, lo incrementó de tal manera que en 1986 se situaba en el 6 %.

Lo que también aumentó notablemente fue la desigualdad social y económica. Pero tal vez fuese esta el objetivo último de la reforma, y de esta teoría, que colma de satisfacción a los políticos y, en mayor medida, a las clases altas de la sociedad, que encuentran en sus enunciados la justificación perfecta para desarmar la progresividad de los sistemas fiscales. Ello explica que a pesar de no haber funcionado nunca y de los desastres a los que siempre ha conducido a las finanzas públicas se haya seguido manteniendo y se continúe defendiendo en todas las reformas fiscales.

Los asesores de Trump se encuentran en una encrucijada parecida a la que hallaban los de Reagan hace 35 años. Durante la campaña electoral el presidente electo ha prometido una bajada generalizada de impuestos, siguiendo para ello los patrones más clásicos de disminución de la progresividad. Eliminación del impuesto sobre sucesiones; en el gravamen sobre la renta personal, reducción de tramos, de los siete actuales a tres y una rebaja del tipo marginal máximo; ha prometido minorar el tipo del impuesto de sociedades del 35% al 15%; incluso al 10% para aquellos beneficios obtenidos en el extranjero y que se repatríen. Esto último no puede extrañarnos mucho a los españoles ya que nuestro fisco es más generoso y no grava a las empresas por los beneficios obtenidos en el extranjero.

Al mismo tiempo, Trump ha ofrecido incrementar los gastos en infraestructura nada menos que en un billón de dólares y los gastos militares en unos 300.000 millones. El dilema vuelve a plantearse, porque ante los ojos vigilantes de sus compañeros de partido que desconfían de cualquier política fiscal expansiva, no ha tenido más remedio que afirmar que su plan será neutral en términos fiscales o, lo que es lo mismo, que no incrementará la deuda. Aun cuando pensase, tal como alguna vez ha dejado entrever, que eliminará o al menos reducirá el Obamacare, programa de ayuda sanitaria que da cobertura a más de 20 millones de personas al año, en ningún caso se compensarían los desequilibrios anteriores. En el mejor de los casos, el ahorro sería de 110.000 millones de dólares.

Una vez más, para huir de la cuadratura del círculo se recurre a la curva de Laffer, pero esta tesis se encuentra ya muy desprestigiada. Por ello, los asesores de Trump precisan sacar otro conejo de la chistera. En este caso son el economista Peter Navarro y el inversor Wilbur Ross los que han diseñado el plan de infraestructuras del próximo gobierno y lo hacen pivotar sobre la cooperación del sector privado. La clave se encuentra en que Trump no ha hablado de aumentar el gasto público en un millón de dólares sino en incrementar la inversión en infraestructuras en esa cantidad, pero apoyándose en la empresa privada. Ahora bien, para que la empresa privada se implique será preciso incentivarla con deducciones, deducciones que prevén que costarán al fisco americano 167.000 millones de dólares.

El truco no es nuevo ni original. Son muchos los países (sin ir más lejos, España y la mayoría de los de la Unión Europea) que se han lanzado por esta vía de la cooperación público-privada. El resultado siempre ha sido negativo, porque o bien no ha funcionado y no ha se ha producido inversión, o bien en el caso de que esta se realice, los beneficios, si los hay, terminan siempre en manos privadas y las pérdidas se adjudican al sector público. Buena prueba de lo último la constituyen por ejemplo las autopistas radiales de peaje en España que están a punto de ser un coste extremadamente oneroso al erario público.

Desde la curva de Laffer hasta las asociaciones público-privadas son muchas las fórmulas que los políticos han querido utilizar para cuadrar el círculo. Bajar los impuestos, subir el gasto y no incrementar el déficit. Se transforman en chamanes dispuestos a practicar la alquimia de convertir el hiero en oro.

En Europa hace tiempo que hizo presa la alquimia financiera, no solo porque los distintos gobiernos hayan utilizado frecuentemente la curva de Laffer para justificar reformas fiscales regresivas (caso de España) sino porque Junker se apuntó a la tesis de la asociación público-privada, en un intento absurdo de realizar una política fiscal expansiva sin emplear fondos públicos. En los momentos actuales el relevo ha sido asumido por Pierre Moscovici, Comisario de Asuntos Económicos de la Unión Europea, que acaba de recomendar un estímulo adicional de 50.000 millones de euros, se desconoce si por miedo al posible triunfo de Le Pen en Francia o porque realmente comienzan a ser conscientes en la Comisión de que la Eurozona se encuentra condenada, de no tomar medidas, al estancamiento y a la baja inflación y de que la política monetaria resulta insuficiente para rescatarla.

El planteamiento, sin embargo, es ingenuo no solo por la cuantía del estímulo requerido, también por no querer aceptar que la verdadera trampa es la propia unión monetaria. Los estímulos se reclaman una vez más a los Estados individuales, ya que el presupuesto de la Unión (dado su escaso montante y la carencia de gravámenes propios) resulta radicalmente impotente para acometer cualquier política fiscal. Pero los países se encuentran en situaciones muy diferentes, los que quieren no pueden dado el nivel de endeudamiento que acumulan y los que pueden -como Alemania y Holanda- no quieren y lo que es peor no hay nada en los Tratados que les obligue a hacerlo. Tanto el ministro alemán de economía, Wolfgang Schäuble, como el holandés Jeroen Dijsselbloem, presidente del Eurogrupo, ya se han posicionado abiertamente en contra de la recomendación.

En nuestro país la alquimia financiera está tentando también a los partidos políticos a la hora de aprobar los presupuestos. Ciudadanos acepta obedientemente el mandato de Bruselas de reducir el déficit, pero se niega a que se suban los impuestos, a pesar de que pretende incrementar el gasto, especialmente eso que llaman complemento salarial y que califica falazmente dentro del gasto social cuando constituye simple y llanamente subvenciones a los empresarios. En España, a estas alturas, dado el volumen alcanzado por el stock de la deuda, la contención del déficit público no es ya una imposición de Bruselas sino una necesidad económica. Todo aquel que afirma que quiere incrementar el gasto social pero al mismo tiempo se niega a subir los impuestos miente, o nos quiere hacer creer que es capaz de convertir el hierro en oro. Pura alquimia en las finanzas públicas.



Trump

GLOBALIZACIÓN Posted on Lun, noviembre 21, 2016 10:10:04

TODOS SOMOS PROTECCIONISTAS

La presentación de Donald Trump a las elecciones presidenciales de EE. UU. y su posterior triunfo han puesto sobre la mesa de nuevo el problema de la globalización y del proteccionismo. Entre los muchos reproches que ha recibido Trump está el de que su discurso pone en peligro el comercio internacional. Una vez más, el stablishment político y económico internacional continúa sin entender nada por más señales que la realidad le mande. Todo lo reducen a descalificar con el apelativo de populista al que ose poner en duda el sistema económico creado a partir de los años ochenta.

Los profetas pueden ser falsos, las recetas erróneas, pero la realidad que denuncian no lo es. Por ello tienen éxito en sus críticas y logran tantos seguidores. A las sociedades desarrolladas se les presentó la globalización como portadora de toda clase de bienes, pero poco a poco han ido constatando que los resultados eran totalmente distintos de los prometidos. El crecimiento se modera, el paro se incrementa, la desigualdad aumenta, los puestos de trabajo se degradan, los salarios reales se reducen, y se les dice a los ciudadanos que el Estado del bienestar, tal como hasta ahora lo han conocido, no es sostenible y que hay que someterlo a profundas trasformaciones (léase recortes) para que sea viable. Además, por poco avispados que sean, contemplan que la globalización, lejos de ofrecer estabilidad económica, es una fuente continua de turbulencias financieras que condenan a los países a crisis periódicas cada vez de mayor intensidad y en las que los paganos acaban siendo siempre las clases bajas y los trabajadores.

¿Tiene algo de extraño que cada día sean más los ciudadanos que quieran retornar a los parámetros económicos que regían antes de los años ochenta, y más numerosas las voces que cuestionen el tópico de la globalización? Antes que nada, conviene aclarar que una política de control de cambios de ninguna manera significa eliminar los flujos internacionales de capitales, sino simplemente poner un cierto orden en ellos. No se abandona el ámbito de la libertad, pero una libertad ordenada, sin que devenga en caos. Poner restricciones al libre cambio no tiene por qué conducir a la autarquía ni a la desaparición del comercio exterior; solamente se trata de regularlo de manera que no se produzcan los desequilibrios actuales entre unos países con enormes déficits en sus balanzas de pagos y otros con ingentes superávits.

Déficits y superávits comerciales desproporcionados son los causantes en buena medida de las crisis actuales. A todo déficit le corresponde siempre un superávit. Un país no puede mantener indefinidamente déficit en su balanza de pagos. El discurso político actual es muy celoso en lanzar, aplicada al sector público, la consigna de que nadie puede gastar más de lo que ingresa, pero no se sabe por qué motivo no lo aplica a la totalidad de la economía nacional. Es cierto que durante un periodo de tiempo un país puede gastar en importaciones más de lo que ingresa por exportaciones y endeudarse en el exterior, pero el proceso no puede ser indefinido, porque antes o después los acreedores empiezan a desconfiar, niegan la financiación e incluso huyen del país en cuestión arrojándole a una crisis gravísima. Toda economía nacional se ve obligada en algún momento a emplear políticas proteccionistas.

El discurso oficial practica un lenguaje tramposo, pretende anatematizar el proteccionismo, pero lo único que hace es cambiar una clase de proteccionismo por otra. Es imposible que un país que mantiene permanentemente un déficit en su balanza de pagos no termine adoptando medidas defensivas en su comercio exterior. Otra cosa es qué tipo de medidas se adopten. Las más inmediatas y directas radican en el establecimiento de barreras aduaneras con contingentes o aranceles a la importación y ayudas económicas a la exportación, que a veces se disfrazan de prescripciones sanitarias o medioambientales. Todas estas medidas son tabú para los amantes de la globalización, que profesan como un dogma el libre comercio.

Pero existe un segundo frente defensivo constituido por la variación en los tipos de cambio. La depreciación de la propia moneda respecto a las otras divisas sirve de contención a la competencia exterior. Según la teoría del libre comercio, los cambios en las cotizaciones de las divisas constituyen el elemento de ajuste de los desequilibrios de la balanza de pagos. Pero ello es en teoría porque la mayoría de los países practican una flotación sucia, es decir, emplean el tipo de cambio como medida proteccionista, bien con carácter defensivo bien con carácter ofensivo. La crisis del 2008 tuvo como causa los fuertes desajustes en las balanzas de pagos, con enorme déficits y superávits comerciales causados por unas relaciones de intercambio totalmente incorrectas que algunos países propiciaban para, contra toda lógica, mantener el superávit exterior.

La política monetaria expansiva de EE.UU. ha tenido entre otras finalidades la de reducir el tipo de cambio del dólar para defenderse así de las políticas comerciales agresivas de otros países como China o Alemania. En las reuniones internacionales del G-20 o de otros foros se adoptan declaraciones solemnes condenando la guerra de divisas, sin embargo, lo cierto es que todos los Estados acaban utilizando en la medida de lo posible el tipo de cambio como instrumento proteccionista, lo que resulta lógico cuando dogmáticamente se asume el libre comercio.

Los acuerdos de libre comercio y las dificultades para depreciar la moneda, al menos en la cuantía que se considera suficiente, trasladan las medidas proteccionistas al campo de lo que se la llama la devaluación interna, que fundamenta la competitividad en la reducción de los salarios, de las cargas sociales o de los impuestos. Este tipo de proteccionismo domina sin duda el ámbito de la Unidad Monetaria en Europa. No puede ser de otro modo, el libre cambio y la existencia de una moneda común cierran cualquier otro camino que no sea la deflación competitiva. No obstante, estas medidas se han impuesto también en otros muchos países aun cuando no pertenezcan a ninguna Unión Monetaria.

Las elites políticas y económicas insisten en que el abandono de la globalización es una vuelta al proteccionismo de resultados muy negativos. El discurso es tremendamente falaz porque la llamada globalización no renuncia a todo proteccionismo. Condena, sí, las barreras arancelarias e incluso la guerra de divisas, pero se ve obligada a practicar otro tipo de proteccionismo, el basado en el dumping laboral, social y fiscal; critica la política de empobrecer al vecino mediante las limitaciones al comercio internacional o mediante la devaluación de la moneda, pero propicia y defiende esa misma política cuando se basa en el deterioro de las condiciones laborales.

Se afirma que la globalización genera perjudicados y beneficiados, y entre estos últimos sitúan a las poblaciones de las regiones pobres, lo cual no es cierto. Puede serlo en el plazo corto, pero a medio plazo basar la competitividad en la reducción de los salarios y de los gastos sociales por fuerza tiene que perjudicar, sea cual sea el país, a los trabajadores y beneficiar a los capitalistas y a los empresarios. Los perjudicados por la globalización son cada vez más numerosos y no se creen ya las milongas acerca de lo malo que es el proteccionismo. Piensan que para ellos el único proteccionismo nefasto es el que se fundamenta en el aumento de la pobreza de las clases bajas.



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