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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

EL CUPO VASCO, CATALUÑA Y EL RESTO DE AUTONOMÍAS

AUTONOMÍAS Posted on Lun, diciembre 11, 2017 23:40:19

La semana pasada se aprobó en el Congreso, por tramitación directa y lectura única, el cupo vasco. Se comprende el malestar de Albert Rivera y de Ciudadanos, ya que el procedimiento impide a la oposición introducir enmiendas. El PNV ha señalado en alusión a Ciudadanos que “a algunos les sorprenden determinados mecanismos, pero están establecidos en las propias leyes. Es un sistema concertado, en el que las dos partes se tienen que poner de acuerdo”. Paradójicamente, esta argumentación -que es cierta- deja al descubierto el pecado mayor del concierto, el de configurarse como un acuerdo bilateral entre gobiernos, en el que el Parlamento español tiene muy poco que decir y, lo que resulta casi más injusto, el resto de las Comunidades, menos. De ahí también las reticencias lógicas de Compromís y de los barones socialistas.

La bilateralidad tiene una enorme fuerza de atracción para las formaciones nacionalistas no solo por una razón de preeminencia, la de considerar al resto de Comunidades en un estrato inferior, sino porque siempre es más fácil chantajear a un gobierno, sea cual sea, que enfrentarse al resto de las Autonomías. Eso explica también por qué los nacionalistas catalanes han planteado y plantean siempre el diálogo de forma bilateral, y por qué el presidente de la Generalitat ha eludido todo ámbito de negociación colectiva. Pero, quiérase o no, la financiación autonómica es un sistema de suma cero: el dinero que se destina al País Vasco o a Cataluña no va al resto de las Comunidades, bien porque se reduzcan sus recursos o los del Estado.

En la defensa del cupo, Margarita Robles ha declarado que el concierto es un hecho diferencial constitucionalmente reconocido. Tiene razón, pero también es verdad que, como todos los hechos diferenciales reclamados por los nacionalistas, pasan enseguida de hechos a privilegios. Lo ha dicho claramente el presidente del Principado de Asturias, Javier Fernández: “El País Vasco está sobrefinanciado”. La sobrefinanciación, tanto del País Vasco como de Navarra, es un hecho, además de diferencial, irrefutable.

Existe, como es lógico, una cierta correlación entre la renta per cápita de las Comunidades y el déficit o superávit de las llamadas balanzas fiscales, aun cuando el cálculo de estas mantenga siempre cierta relatividad. Es fruto de la política redistributiva del Estado, que debe concretarse también en el ámbito territorial. En la correlación de estas dos series, surge, sin embargo, una clara irregularidad, un hecho diferencial, podríamos afirmar. El del País Vasco y Navarra. Ocupan el segundo y tercer puesto en renta per cápita y, no obstante, ambos son receptores netos. Ciertamente en mucha mayor medida el País Vasco, que, según los últimos datos, presenta un saldo positivo superior al de Andalucía, Aragón, Cantabria, Castilla-La Mancha, Galicia, Murcia y La Rioja. ¿Cómo no hablar de injusticia?

La mayoría de los comentaristas y políticos son conscientes de esta realidad, pero la atribuyen no tanto a la existencia del concierto, sino al cálculo que se ha venido haciendo del cupo. Es indudable que la determinación periódica del cupo siempre se ha hecho en circunstancias tales que el Gobierno vasco ha tenido un trato sumamente beneficioso. Empezando por la propia metodología que margina la función redistributiva del Estado. Esta se negoció bajo la sombra de mayor actividad de ETA. Participé con la delegación del Estado en algunas reuniones de esa negociación. Recuerdo que en cierta ocasión en la que se produjo un desacuerdo, la parte vasca insinuó, como el que no quiere la cosa, que no sabían cómo le sentaría eso a ETA. Era la concreción de la frase de Arzalluz: “ETA agita el nogal y nosotros recogemos las nueces”.

Después, ha actuado el juego parlamentario, un tanto abusivo, que los nacionalistas bien sean catalanes o vascos han venido practicando todos estos años, siempre prestos a facilitar su apoyo a cualquiera de los dos grandes partidos que lo necesitasen para su investidura o en su acción de gobierno. Pero siempre vendiendo por un buen precio sus servicios, en detrimento, por supuesto, de las otras Comunidades Autónomas. En el caso del PNV, las mercedes se concretaban, entre otras, en el cálculo del cupo. Cuando el chantaje no era posible porque el gobierno de la nación disponía de mayoría absoluta y existían discrepancias, el PNV dejaba el acuerdo para tiempos mejores, en los que se precisasen sus servicios y entonces, en la nueva negociación, se introducían los desacuerdos anteriores, lográndose todas las reclamaciones atrasadas. Eso, ni más ni menos, es lo que ha ocurrido en esta ocasión.

La última vez que se aprobó el cupo fue en 2007, con Zapatero en minoría. Durante la etapa en la que el Gobierno del PP contó con mayoría absoluta no se llegó a ningún acuerdo. Se ha esperado hasta ahora, cuando Rajoy ha necesitado el apoyo del PNV, de cara a sacar adelante la Ley de presupuestos de 2017, para aprobar la ley del cupo, que no solo fija una cantidad claramente infravalorada para los próximos cinco años, sino que recoge las reivindicaciones acumuladas desde 2007. Por eso, Josu Erkoreka ha hablado de “15 años de paz fiscal”.

Resulta por tanto plenamente lógico que junto a Ciudadanos y a Compromís haya surgido la protesta de las voces socialistas que gobiernan distintas Comunidades Autónomas. La mayoría han tenido que disfrazar su crítica de reproche al Gobierno por no presentar al mismo tiempo un nuevo modelo de financiación autonómica. Su posición era ciertamente delicada por dos motivos. El primero es que el grupo socialista en el Congreso iba a votar a favor en la aprobación de la Ley.

El segundo es de más calado y supongo que en parte explica el primero. La negativa del PSOE de Pedro Sánchez a discutir y negociar los presupuestos de 2017 con el PP no dejó a Rajoy otra alternativa que echarse en los brazos del PNV y pagar el correspondiente peaje, que no soporta él, sino el resto de los españoles. Es más, a menudo los sanchistas, con la intención de librarse de la presión que podía ejercerse sobre ellos para que apoyasen al Gobierno, han empujado al PP a pactar con los nacionalistas. El 11 de mayo escribí en este mismo diario digital un artículo titulado “El coste del seudoizquierdismo de Pedro Sánchez”, en el que pretendía resaltar el precio que para los ciudadanos españoles iba a tener la negativa del PSOE a ni siquiera sentarse a discutir los presupuestos de 2017. En ese coste se incluía por supuesto el pacto con el PNV y en consecuencia la aprobación sesgada del cupo, pero también, al menos desde el punto de vista de la izquierda, las concesiones hechas a Ciudadanos y a los canarios y, sobre todo, las contrapartidas sociales que los socialistas hubiesen podido conseguir y no han conseguido. Nunca sabremos, afirmaba yo, hasta dónde hubiera estado dispuesto a ceder Rajoy en temas como pensiones, seguro de desempleo o impuestos.

En los momentos actuales retorna el problema. Están en perspectiva los presupuestos de 2018. A Pedro Sánchez se le presenta la alternativa de intentar, mediante la negociación, que determinadas medidas progresistas se incluyan en los presupuestos o bien, presa de una pureza ritual, permitir de nuevo que las cesiones al País Vasco vuelvan a incrementar las desigualdades territoriales y que las demandas de Ciudadanos deterioren aún más la economía del bienestar. Con toda razón y también con cierta habilidad, Montoro ha intentado unir la financiación autonómica con los presupuestos del año que viene. Existe el mantra de que la aprobación de los presupuestos le importa únicamente al Gobierno, cuando en realidad en una época de restricciones presupuestarias, el Ejecutivo se siente bastante cómodo con un presupuesto prorrogado. Serían otros, por ejemplo las Comunidades Autónomas o las formaciones políticas de izquierdas que consideran que las prestaciones sociales deben incrementarse, las que pueden verse más perjudicadas por la falta de presupuesto. Una formación política de izquierdas no solamente lo es porque enuncie medidas de izquierdas, sino porque las consigue, implantándolas cuando está en el gobierno y, cuando no, pactándolas desde la oposición.

El voto favorable de Podemos en la aprobación del cupo resulta aun más inexplicable, si no fuera porque en materia territorial nos tiene ya acostumbrados a las posturas más estrambóticas. Se supone que la igualdad se sitúa en la cúspide programática de las formaciones políticas que se definen de izquierdas. Igualdad que se debe traducir también en el orden territorial. Por eso se entiende tan mal que Podemos se sitúe siempre al lado de los intereses de las regiones ricas y las defienda en sus privilegios, o que respalde las fuerzas centrífugas que incrementan los desequilibrios y dañan las políticas redistributivas entre los territorios. Claro que ya al margen de izquierdas o derechas, solo la más total ignorancia y ceguera pueden motivar que se defienda la independencia de una Comunidad más bien pobre como Andalucía.

Es cierto que el cálculo del cupo ha colaborado sustancialmente a la situación de discriminación, pero el problema es más profundo, está en la raíz, se encuentra en la existencia del propio concierto. Es un régimen fiscal totalmente anómalo en la doctrina financiera del siglo XXI. Difícil de explicar en Europa, ante cuyas autoridades el Gobierno español ha tenido que comparecer a menudo para defenderlo. Es un régimen más propio de la Edad Media (aunque haya sido actualizado durante las guerras carlistas), en el que la realidad jurídica no se basaba en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley sino en las concesiones (libremente otorgadas o arrancadas) del monarca. Cada territorio tenía sus fueros (privilegios). No existía un sistema fiscal universal propiamente dicho, sino que la Corona obtenía los recursos de cada territorio o ciudad (cupo), siendo luego las instituciones locales las encargadas de recaudar el gravamen entre los ciudadanos.

Al margen de disquisiciones teóricas o históricas, el sistema presenta dos grandes defectos que lo hacen especialmente perverso. El primero, ya se ha citado, es el de la bilateralidad, que se quiera o no, incentiva la discriminación y dificulta la redistribución territorial. Es el propio sistema el que casi predestina a que el cálculo no se realice de manera objetiva, sino en función de vericuetos partidistas. El segundo es que, al contar el Gobierno vasco con plena capacidad normativa, se rompe la unidad fiscal propiciando la competencia desleal y el dumping fiscal. Bien es verdad que últimamente este problema se ha extendido también al modelo de financiación autonómica general, según se ha ido transfiriendo de forma parcial capacidad normativa a las otras Comunidades. A ello me refería en el artículo de la semana pasada, aplicado al impuesto de sucesiones. No obstante, el problema se hace infinitamente mayor con el concierto en el País Vasco y Navarra. Nada más aprobar el cupo, el Gobierno vasco acaba de aprobar una sustancial rebaja del impuesto de sociedades que va a colocar en graves apuros a las Comunidades limítrofes.

Podríamos afirmar incluso que existe un tercer factor que se ha puesto de manifiesto con el desafío soberanista catalán. El golpe de Estado hubiese sido mucho más difícil de controlar si Cataluña hubiese contado con un sistema fiscal similar al del País Vasco. Lo que ha ocurrido y está ocurriendo en Cataluña nos debe hacer reflexionar y replantearnos la estructura territorial, pero quizás las medidas que se precisan van en dirección contraria a las que se pretenden con la creación de la Comisión que se ha constituido en el Congreso a instancias de Pedro Sánchez y de la reforma de la Constitución que algunos están pensando.

Hay quienes pueden llevarse una gran sorpresa si se abre el melón de la Constitución, porque tal vez en esta materia las posiciones de la dirección del PSOE y de Podemos están muy lejos de las de sus bases y votantes, que puede que estén ya bastante hartos de los planteamientos victimistas, insolidarios y supremacistas de los nacionalismos, e indignados de haber ido tan lejos en la descentralización posibilitando un golpe de Estado. Es muy posible que la mayoría de la población española no esté dispuesta a que se dé un paso más en esta dirección, sino que por el contrario la reforma se encamine hacia la igualdad de todos los españoles vivan donde vivan, y a fortalecer al Estado. Hay un antes y un después del órdago independentista de Cataluña. Jamas la aprobación del cupo vasco ha levantado tanta polvareda y generado tantas críticas.

republica.com 1-12-2017



LOS MILLONARIOS Y LA REFORMA FISCAL DE TRUMP

HACIENDA PÚBLICA Posted on Lun, noviembre 27, 2017 23:55:19

Hagamos un paréntesis. Al menos por una semana dejemos un poco al margen el problema catalán y abordemos un tema que en la sociedad española puede resultar muy insólito, pero por eso mismo es posible extraer de él conclusiones relevantes. Cuatrocientos millonarios americanos, miembros de la asociación Riqueza Responsable, con George Soros y Steven Rockefeller a la cabeza y con firmas tan notables como Bob Crandall, antiguo presidente de American Airlines, los fundadores de la marca de helados Ben & Jerry’s y la diseñadora Eileen Fischer, han enviado una carta al Congreso de los Estados Unidos pronunciándose en contra de la reforma fiscal propuesta por Trump. «Somos ricos a los que nos preocupa profundamente nuestra nación y su gente, y escribimos con una sola petición: no nos recorten los impuestos», comienza el escrito.

Sin duda, el hecho resulta chocante para una mentalidad española, acostumbrada a posturas muy diferentes de nuestra clase empresarial y pudiente, siempre ansiosa de rebajas impositivas; pero no es la primera vez que las elites privilegiadas americanas reaccionan de este modo. En 2011, Bill Gates y Warren Buffet, dos de los hombres más ricos del planeta, se dirigieron a Barack Obama, pidiéndole que los estratos sociales de mayores rentas pagasen más impuestos como compensación a los costes y calamidades que las clases populares habían tenido que soportar durante la crisis. Y en tiempos de Bush hijo, ciento veinte multimillonarios, a cuya cabeza figuraban Soros, Warren Buffet y William Gates, el padre del creador de Microsoft, firmaron una carta en la que pedían que no se eliminase el impuesto de sucesiones, tal como había prometido el presidente de EE. UU.

La reforma fiscal de Trump aún no está definida, se está negociando en el Congreso y es muy posible que la versión final sea más limitada que la propuesta por el presidente. El partido republicano tiene aversión al déficit y a todo lo que lo provoque, y sus miembros sospechan que este y la deuda pública se vayan a incrementar como consecuencia de la rebaja impositiva. En cualquier caso, aun cuando lo que al final se apruebe no sea la opción maximalista, sí va a representar una sustancial disminución de la presión fiscal para las clases adineradas.

Las medidas se orientan en la misma línea que todas las reformas fiscales instrumentadas en EE. UU. desde los tiempos de Reagan y que, a su vez, se han copiado en los países europeos: reducción del impuesto de sociedades; modificación de la tarifa en el gravamen sobre la renta, disminuyendo el número de tramos y los tipos marginales, especialmente los máximos, y eliminación del impuesto de sucesiones. Al ciudadano español le resultan bastante familiares, y han estado presentes en muchas de las reformas acometidas en nuestro país a lo largo de los últimos veinticinco años.

El Gobierno y los republicanos justifican la reforma con los argumentos clásicos que viene empleando el neoliberalismo económico. Sostienen que el recorte producirá una oleada de inversiones de una magnitud tal que acelerará el crecimiento y permitirá rápidamente compensar la pérdida fiscal. Trump, de manera no demasiado técnica, afirmaba que serviría “para que las empresas puedan crear más trabajo, elevar los salarios y dominar a sus competidores”; el consejero económico de la Casa Blanca, Gary Cohn, declaró: “Nuestro plan está diseñado para favorecer la inversión”: y Kevin Brady, autor de la propuesta en el Congreso, abandona la argumentación económica para adentrarse en una especie de individualismo político: “Es tu dinero, te lo ganaste y te lo mereces”.

El argumento en todo este tipo de reformas fiscales acostumbra a ser siempre el mismo. Se mantiene que hay que promocionar el ahorro de manera que se aumenten las inversiones y con ellas el crecimiento. Normalmente el razonamiento se lleva al extremo, y se asegura que la rebaja impositiva no va a dañar la recaudación ya que se compensará con los ingresos fiscales provenientes de la expansión de la economía creada con la rebaja. Se trata de la manida curva de Laffer, vulgarizada por Reagan para justificar su reforma y que fracasó estrepitosamente ya que entonces el déficit se desbocó. En realidad, nunca se han cumplido sus previsiones y, sin embargo, se continúa usando permanentemente ya que es muy útil siempre que se quiere bajar la imposición a los ricos. Es verdad que, en el fondo, ya nadie se cree la patraña de que la recaudación no se va a resentir. Esa es la razón por la que el partido republicano mantiene reticencias para aceptar la versión maximalista de Trump en la creencia de que el déficit se puede disparar. De hecho, la Oficina Presupuestaria del Congreso ha estimado ya en 1,8 billones de dólares el agujero fiscal que, en el mejor de los casos, provocaría la reforma en diez años.

El razonamiento de los defensores de la reforma se fundamenta en la necesidad de estimular el ahorro para conseguir el crecimiento, olvidando que a menudo lo que se precisa activar, por el contrario, es el consumo. Parten de una suposición falsa, la de que no existe ningún coste de oportunidad. Se presume que los recursos dedicados a la finalidad de disminuir los impuestos caen del cielo y que, además, no se pueden dedicar a ningún otro objetivo. Es decir, se considera solo la rebaja fiscal sin tener en cuenta la contrapartida. Supongamos que una reducción del gravamen provoque aumentos en la renta de los agraciados, pero ello será a condición de que se reduzcan determinadas partidas de gasto con la consiguiente disminución de las rentas de los que en caso alternativo fuesen a ser beneficiados o, en su caso, del consumo público.

El efecto neto sobre la renta, el consumo y la producción dependerá de las partidas de ingresos y de gastos considerados y de la propensión a consumir que tengan los respectivos colectivos. Grosso modo, se puede afirmar que las personas afectadas por la rebaja de los tributos progresivos pertenecen a grupos de ingresos elevados con una reducida propensión a consumir, de manera que el impacto positivo sobre la actividad que pudiera tener una reducción del gravamen quedaría compensado con creces por el efecto contractivo derivado de la minoración del gasto público al recaer sobre colectivos de mayor propensión al consumo. Como afirmó Keynes hace ya bastantes años, el ahorro de los ricos, lejos de ser un factor positivo para el crecimiento, se transforma a menudo en un obstáculo.

Y esa es la objeción principal a la reforma que se deduce de manera clara en la carta de los cuatrocientos millonarios: «Creemos que la clave para crear más y mejores empleos, así como una economía más fuerte, no pasa por dar un respiro impositivo a quienes tienen mucho, sino por invertir en los estadounidenses». Para los firmantes, las empresas ya han alcanzado beneficios récord y viven días de enorme bonanza. Consideran mucho más importante que los fondos públicos se destinen a la educación, la sanidad y la investigación. Uno de ellos, Crandall, lo ha manifestado claramente: “Yo gano mucho dinero. Si mi ingreso crece, no pienso invertir más, simplemente ahorraré más”.

No deja de ser llamativo que a los defensores de la teoría de que las rebajas impositivas no reducen la recaudación nunca se les haya ocurrido realizar el razonamiento a la inversa. ¿Por qué no incrementar las pensiones o las prestaciones de desempleo en el bien entendido de que su impacto positivo sobre la actividad conllevaría un incremento de la recaudación impositiva de manera que el déficit se mantendría constante? Se habría encontrado la piedra filosofal.

Lo que sí parece seguro es que la reforma incrementará la desigualdad, y contra ello se pronuncia la carta de los cuatrocientos millonarios: «Les pedimos que se opongan a cualquier legislación que exacerbe aún más la desigualdad». Son especialmente críticos en lo que se refiere a la eliminación del impuesto de sucesiones, ya que, de aprobarse, los millonarios podrían «transferir legados masivos a sus herederos» sin pagar impuestos, con lo que se incrementaría la acumulación de los bienes. Recuerdan que, en la actualidad, el 42 % de la riqueza del país recae en apenas un 1 % de sus hogares.

Al mismo ritmo que se ha ido afianzado el neoliberalismo económico, se ha generalizado una ofensiva en contra de este gravamen, lo cual no nos puede sorprender ya que esta figura tributaria posee una elevada potencialidad redistributiva. La herencia representa la mayor fuente de desigualdad, una desigualdad radicalmente injusta porque no parece equitativo que sea el nacimiento el que otorgue a algunos todas las oportunidades mientras que a otros les cierre todas las puertas. El impuesto sobre sucesiones se erige como uno de los principales instrumentos en la tarea de paliar esta injusticia radical, al tiempo que impide la acumulación progresiva de las riquezas en unas pocas manos.

Los que tachan de injusto este impuesto acuden a una teoría en boga, la de la doble imposición. En nuestro país es frecuente escuchar en las tertulias este reproche. Afirman que se tributa dos veces porque los recursos que se pretende gravar han tributado ya por el IRPF. Esta crítica es puramente ideológica, prescinde de toda técnica fiscal, ya que el sujeto pasivo del impuesto es el heredero y no el causante. Se grava el incremento patrimonial, aumento de renta de carácter gratuito, obtenido sin ningún esfuerzo, producido por la aceptación de una herencia. Para cuantificar la deuda tributaria, se tienen en cuenta circunstancias personales de los herederos (tales como el parentesco con el transmitente, su edad y su capacidad económica) y no del causante. Tan es así que un sector doctrinal (por ejemplo, Musgrave) ha señalado la conveniencia de considerar los recursos obtenidos por herencia o por donación como un incremento patrimonial más y someterlo a gravamen en el impuesto sobre la renta. Tal tratamiento sería más riguroso con el contribuyente que el de instrumentar un tributo independiente.

En España, en los últimos años, la situación de este tributo ha llegado a ser caótica. Contra toda razón, se incluyó, junto con el impuesto de patrimonio, entre los primeros tributos que se cedieron a las Comunidades. Al otorgar a estas por la Ley 21/2001, de 27 de diciembre, capacidad normativa sin más limitación que los principios de coordinación con la hacienda estatal previstos en el art. 2 de la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA), se ha generado una legislación dispersa y en muchos casos deficiente técnicamente, amén de una gran heterogeneidad, con la consiguiente desigualdad y falta de equidad, soportando los contribuyentes distintas cargas en función del territorio en el que residan.

Las Comunidades Autónomas han utilizado dicha capacidad normativa para disminuir la carga fiscal, escasamente para elevarla, produciéndose así una carrera competitiva para ver quién reducirá más el gravamen. Cuando el equipo de gobierno de la Comunidad de Madrid acometió la reforma, aseguró que la rebaja de este impuesto no repercutiría negativamente sobre las arcas públicas porque atraería negocios y contribuyentes, con lo que se incrementaría la recaudación por los otros impuestos. Sin duda, a corto plazo tenía razón. Pero ese incremento de recaudación se consigue tan solo quitándoselo a las otras Comunidades y, por esa razón, estas no podrán consentirlo y no tendrán más remedio que proceder de idéntica forma, con lo que el aumento de recaudación por otros impuestos será un espejismo. El resultado final es que todas las Comunidades perderán recaudación y el sistema fiscal se habrá hecho más injusto.

Este proceso competitivo termina quitando la capacidad de decisión a las propias Autonomías, ya que se ven obligadas a eliminar, o al menos a rebajar, el impuesto para no quedar en una situación de indefensión frente al vecino. Los únicos que salen ganando son el capital y las grandes fortunas, que se ven exentos de tributación. En realidad, es el mismo proceso que se está desarrollando en la Unión Europea con la libre circulación de capitales ante la carencia de armonización fiscal. Pero si este proceso es grave entre países, cuánto más no lo será entre regiones, dado que en ellas resulta mucho más fácil la movilidad de empresas y de contribuyentes.

republica.com 24-11-2017



ELECCIONES REGIONALES NO PLEBISCITARIAS

CATALUÑA Posted on Mar, noviembre 21, 2017 09:50:34

De las pocas cosas en las que he estado de acuerdo con Zapatero es en aquello de que la nación es un concepto discutido y discutible. El contenido se hace tanto más confuso cuando nos movemos en la Europa actual, similar, por una parte, a un enorme puzle cuyos territorios se han barajado demasiadas veces para formar distintas unidades políticas y, por otra, a un extenso espacio de emigraciones y de mestizaje, en el que resulta difícil -por no decir imposible- encontrar unidades homogéneas y diferenciadas, sean cuales sean los criterios que se establezcan. No obstante, en esa búsqueda los nacionalismos grandes o pequeños han convertido a Europa, a menudo, en campo de desolación, muerte y miseria. En contra de lo que nos pueda parecer en este momento, España no ha ocupado un puesto aventajado en ese baile; sus contornos y fronteras desde hace siglos están bastante definidos y su presunta diversidad interna es inferior a la de otros muchos países.

Hoy se afirma continuamente que España es plural. Con tanta o mayor razón se podría decir lo mismo de cualquier otro Estado, y otras regiones europeas podrían aducir también iguales o mejores motivos para reclamar la independencia que Cataluña. Toda entidad es plural. Desde su inicio, desde los griegos, la filosofía planteó el problema de la unidad y la multiplicidad. Uno y múltiple son la cara y la cruz de una misma moneda. Cataluña es también plural. No solo porque en estos momentos el secesionismo haya dividido en dos a la sociedad catalana, sino porque Barcelona, por ejemplo, es muy distinta de Gerona. De hecho, como pone de manifiesto un interesante artículo en el diario El País de Santos Juliá, en la estructura administrativa de España no existían hasta 1906 las regiones, solo las provincias. Fue en esa fecha cuando varios diputados catalanes demandaron al gobierno la agrupación de las cuatro provincias en región, lo que no se consiguió hasta la República.

La defensa de la España plurinacional puede resultar una trampa de difícil salida que nos retrotraiga a estructuras de la Edad Media. Desde luego, la solución no pasa por contraponer la España grande y libre, tanto o más errónea y que incurre en el mismo vicio identitario. Archivemos el término nación, porque si se trata únicamente, como se afirma, de un concepto cultural, no tiene utilidad en la realidad política. Más bien lo contrario, puede ser un peligro, ya que induce a confusión, y nunca sabremos si nos estamos refiriendo a la cultura o a la política. Hablemos de Estado, de República, no en el sentido de forma de gobierno contrapuesto a Monarquía -que si se quiere, también-, sino como res pública (cosa pública). Estado compuesto, no de territorios ni de pueblos, sino de ciudadanos (citoyens), sin privilegios y con los mismos derechos. A los independentistas, y por contagio a los de Podemos, se les ha vuelto todo en hablar de los derechos civiles, pero los derechos civiles no son los derechos de los territorios, ni los fueros (privilegios) propios de una organización feudal, sino los derechos de los ciudadanos. El pensamiento nacido en la Ilustración supera las estructuras medievales, los reinos de taifas y por supuesto también los planteamientos imperiales, para situar el problema político en la igualdad ante la ley, e incluso, también y muy importante, en una cierta igualdad económica. Lo demás es retroceso y reacción.

Europa se compone de Estados democráticos. Con un dibujo invariable, al menos en la parte occidental, desde hace 75 años, desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Ha sido esa constancia de diseño la que ha permitido una época de paz y prosperidad. Desde luego, el mapa podía ser otro, pero es el que es, fruto si se quiere de guerras y tratados, pero cristalizado en constituciones que, con todos sus defectos, mantienen fundamentalmente los principios de la igualdad de todos ante la ley, el autogobierno (democracia) y en cierta medida los derechos sociales y económicos. Cualquier cambio del diseño que se pretenda hacer al margen o en contra de esas constituciones supone abrir la caja de Pandora, retornar a los nacionalismos y romper el equilibrio conseguido a lo largo de todos estos años.

La nación, para justificarse, recurre a realidades identitarias y a supuestas constantes históricas o más bien metahistóricas. Los secesionistas catalanes estarían encantados, a no ser por quien era el autor, de predicar de Cataluña la expresión que Primo de Rivera usaba para definir España, “una unidad de destino en lo universal”, y es que el nacionalismo sea del signo que sea hunde sus raíces en el romanticismo del siglo XIX y se acerca bastante al fascismo. Solo que en el siglo XXI ciertas cosas resultan ridículas y un poco paletas. “El destino en lo universal” se transforma en “hacer país” de tipo botiguer, al ritmo de tres por cientos y varas de alcaldes.

El Estado se conforma como algo mucho más humilde, no recurre a ideas grandilocuentes, solo se justifica por lo fáctico, simplemente por el hecho de existir. No es esencialista, sino funcionalista. Su razón de ser se encuentra exclusivamente en que realiza una función, pero función sustancial, organizar políticamente a la sociedad, y permitir por tanto su existencia. Aunque sea en sentido figurado hay que acercarse a la teoría del pacto social. Todos los ciudadanos renuncian a una parte de su libertad para poder conservar el resto. Mi derecho termina allí donde comienza el de los demás. El Estado de derecho es la salvaguarda de los más débiles frente a los fuertes, y el Estado social, el escudo de los más desprotegidos frente al poder económico. El Estado constituye también la defensa de las regiones menos desarrolladas frente a las prósperas. Allí donde no existe un Estado que vertebrador (en el orden internacional entre países), los desequilibrios económicos se tornan lacerantes y escandalosos.

Es verdad que en buena medida el pacto casi siempre se nos da hecho, pero en las sociedades democráticas todos tenemos la ocasión de modificarlo día a día mediante los procedimientos democráticos. De la ley a la ley, pero a través de los instrumentos que la propia ley prevé para cambiarla. Cuando se pretende alterar la constitución por otros caminos (caminos subversivos), si se hace desde abajo se llama revolución, pero si es desde el poder, con armas o sin ellas, constituye un golpe de Estado.

Y golpe de Estado está siendo la actuación que el secesionismo catalán ha denominado el procés. Se ha pretendido corregir la Constitución sin sometimiento a los mecanismos que la propia Constitución establece para reformarla. Una minoría, las autoridades e instituciones de una región, poder constituido, se han proclamado poder constituyente sin serlo. En aras de un imaginario e ilusorio derecho de autodeterminación, inexistente, se ha querido despojar a todos los ciudadanos españoles de su derecho, ese sí existente por la Constitución, a ser ellos en conjunto los que determinen la estructura territorial de España. Se ha pretendido usurpar la soberanía que pertenece en exclusiva a la sociedad española.

El discurso independentista muestra a menudo sus contradicciones. Entre las medidas que se contemplan para la futura república, figura el conseguir del Gobierno español que todos los catalanes que lo deseen pudiesen tener la doble nacionalidad. Aceptan de hecho que la nacionalidad española es un derecho de todos los catalanes. Lo que sin duda es cierto, pero entonces ¿cómo no asumir que habría que conceder la doble nacionalidad también a todos los españoles? La supuesta nacionalidad catalana sería también un derecho de la totalidad de los españoles, por lo que se supone que tendrían capacidad de votar. Carece de sentido que esta facultad se reconozca a posteriori y no previamente para decidir la propia independencia.

Entre las múltiples trampas tendidas por los secesionistas figura la pretensión de transformar el 27 de septiembre de 2015, unas elecciones a una cámara regional, en un plebiscito para la independencia. Plebiscito que en todo caso perdieron, pero, como ocurre siempre con el independentismo, no aceptaron el resultado tal como ellos mismos lo habían planteado (en un plebiscito lo sustancial es el número de votos) y se aferraron al número de escaños para iniciar lo que llamaron el procés, un camino hacia la independencia.

Una vez perdido este primer envite, es casi seguro que, de cara a las elecciones del 21 de diciembre, el secesionismo va a intentar plantear de nuevo las elecciones en términos plebiscitarios. Sin duda, ese es el sentido de las palabras que Puigdemont ha comenzado a repetir con cierta frecuencia -frecuencia que seguramente irá aumentando según nos vayamos acercando a los comicios- acerca de si el Estado español o incluso Europa respetarán el resultado de las urnas. Como siempre, son palabras saduceas, porque los resultados a los que se refiere no son los relativos a la conformación de un parlamento regional que es lo que se elige el 21 de diciembre, sino el resultado de un supuesto y falso referéndum que no se celebra y en el que pretenden transformar los comicios. Si alguien no ha respetado los resultados en el pasado, y es previsible que no los respete en el futuro, son los secesionistas que han querido transformar un poder constituido en un poder constituyente.

Lo peligroso en este debate es que, a menudo, desde fuera del secesionismo, bien sea en Cataluña o en el resto de España, se termina cayendo en la trampa de su discurso capcioso, y debatiendo en su terreno. Conviene tener muy claro que lo único que se elige en las próximas elecciones es un parlamento autonómico, con las competencias tasadas que le otorgan la Constitución y el Estatuto de autonomía, y que deberá elegir un gobierno regional con funciones y competencias también tasadas. Sea cual sea la cifra de secesionistas que en estas elecciones se pongan de manifiesto, no pueden usurpar los derechos de todos los catalanes, y mucho menos de todos los españoles.

Me da miedo cuando se habla de solución política o de salida negociada al conflicto catalán. Porque el primer y principal conflicto, no lo olvidemos, está planteado entre las dos partes en que hoy se divide la sociedad catalana. Ahí se encuentra quizás la primera tarea que debería acometer el nuevo Parlamento. La primera negociación debe darse en ese marco, pero conscientes siempre de cuáles son las limitaciones de un parlamento regional, de manera que la factura de la concordia y de la reconciliación en Cataluña no la terminen pagando otras regiones de condiciones económicas menos favorecidas. Como afirmó con cierta ironía un presidente de Extremadura, tener dos lenguas no significa tener dos bocas.

republica.com 17-11-2017



CATALUÑA: ¿CÓMO HEMOS LLEGADO A ESTO?

CATALUÑA Posted on Mié, noviembre 15, 2017 18:04:18

El juicio sobre las redes sociales está por hacer. Es un fenómeno demasiado nuevo para poder establecer definitivamente sus pros y sus contras. Entre los contras, sin embargo, pocas dudas hay de que habrá que situar el ascenso de lo que podríamos denominar el “pensamiento plebeyo”, la sustitución de los argumentos y el raciocinio, por el eslogan, cuando no por el exabrupto. Frente a esto, en el grupo de los pros, quizás pueda situarse la apertura de nuevos caminos para el chiste y la chirigota en cuyo uso el pueblo español ha dado siempre tanta muestra de ingenio y que a menudo sustituyen de forma muy certera todo un discurso político.

Recibí el otro día por medio de WhatsApp una ilustración firmada por Miky Duarte que en cuatro viñetas resumía de forma extraordinaria la evolución sufrida por el nacionalismo catalán. En la primera de ellas se visualiza a Felipe González alimentando a un dragón pequeñito con estelada incluida. En la segunda, Aznar repite la misma faena, solo que el dragón ha aumentado considerablemente de tamaño. La envergadura del monstruo adquiere dimensiones mucho más elevadas en la tercera viñeta hasta el punto de sobrepasar en gran medida la altura de Zapatero que, sin embargo, continúa empeñado en alimentarle. En la cuarta y última, el dragón ha crecido tanto que se sale de la viñeta y a su lado Rajoy se muestra diminuto e insignificante. A diferencia de sus antecesores no le da ya de comer, sino que vestido de paladín, mantiene en su brazo una lanza con la que parece enfrentarse a él, pero la desventaja para el presidente del Gobierno resulta más que evidente, y por eso los gritos de “venga, dale” que aparecen en la viñeta tienen algo de ternura y de ironía. Difícil explicar mejor y de forma más sintética lo que ha ocurrido con el nacionalismo.

Al Gobierno de Rajoy se le puede culpabilizar de muchas cosas, pero no de ser el causante del avance y crecimiento del independentismo catalán. Más bien ha heredado el monstruo que, como hemos visto, se ha ido conformando a lo largo de estos cuarenta años hasta llegar a adquirir tal magnitud que está resultando problemático y enormemente difícil de controlar en estos momentos, incluso para el propio Estado aun con todos los medios que cuenta, al tiempo que causa graves daños a la sociedad y a las economías catalana y española.

El origen de este despropósito se encuentra en gran parte, tal como expresa magníficamente la viñeta descrita, en las concesiones realizadas por los respectivos gobiernos españoles a las formaciones nacionalistas, en contrapartida a los apoyos que estas les han venido prestando en el Parlamento español, especialmente en aquellas ocasiones en las que no contaban con mayoría absoluta. El monstruo ha ido engordando poco a poco hasta adquirir dimensiones gigantescas. Se afirma de acuerdo con las encuestas, que el número de independentistas se ha incrementado sustancialmente en estos últimos años. Sin embargo, el voto nacionalista curiosamente ha permanecido constante en las distintas elecciones. ¿Cómo explicar esto? La razón es relativamente sencilla. Las formaciones nacionalistas se han encontrado con más medios y poder y se han lanzado a la ofensiva final del secesionismo. Han pasado de ser catalanistas a independentistas. Como es lógico, sus votantes también.

La existencia de partidos nacionalistas en las Cortes españolas genera injustas discriminaciones territoriales. Se supone que todo diputado, al margen de la provincia por la que haya sido elegido, debe defender los intereses generales de todos los españoles, lo que no ocurre con las formaciones nacionalistas que anteponen ante todo las conveniencias de una determinada región. De igual modo que se ha estipulado que para que un partido pueda acceder al Congreso debe obtener un porcentaje mínimo de votos a nivel nacional, habría que preguntarse si no habría que exigir también representación en un número mínimo de las Comunidades Autónomas; y garantizar así que las motivaciones de todos los diputados se adecúan a los planteamientos generales.

No obstante, la culpa del enorme monstruo creado no cabe imputarla en su totalidad a los gobiernos españoles. Han existido otros muchos elementos y actores que han intervenido en este proceso y a los que no se puede eximir de responsabilidad. Habrá que citar en primer lugar a los empresarios y al mundo económico. La estampida de empresas acaecida en Cataluña en el último periodo suscita dos cuestiones. La primera es que difícilmente podría pensarse que en un mundo globalizado las secuelas económicas pudieran ser otras, fuese cual fuese la ideología de los actores. Los que hemos considerado la creación de la Unión Monetaria como una grave equivocación y con efectos nefastos sobre la realidad social y económica para bastantes países, también hemos señalado las enormes dificultades y problemas a los que se vería sometido un país que quisiera abandonarla en solitario. Una cosa es entrar y otra salir cuando se está dentro. ¿Qué decir entonces de la viabilidad de que una región rompa política y económicamente con el Estado al que pertenece y en consecuencia con la Unión Europea y con la Moneda Única?

La segunda cuestión se centra en la pregunta que José Borrell se planteaba de manera retórica en la manifestación del 10 de octubre. ¿Acaso las empresas no podían haber avisado antes? Me atrevo a contestar que, sin duda, podían; pero no querían y no por esa pantomima de que ellos son empresarios y no entran en política. Bien que entran cuando les interesa. Y precisamente buena prueba de ello radica en la actitud cómplice que muchas de ellas han mantenido con el independentismo. No querían, en unos casos porque las buenas relaciones con las instituciones de la Generalitat les proporcionaban pingües beneficios. En otros, o en los mismos, han jugado motivos quizás más bastardos. Pensaban que el órdago de los independentistas beneficiaba sus intereses. Confiaban en que no se iba a llegar a una situación extrema, pero el conflicto conseguiría para Cataluña nuevas prebendas y ventajas frente a otras Comunidades, prebendas y ventajas que también redundarían indirectamente en su provecho y en el de sus empresas. Podría traerse aquí a colación aquella frase atribuida a Arzallus acerca de ETA: “Ellos mueven el árbol y nosotros recogemos las nueces”. Sería interesante conocer las cantidades aportadas por las fundaciones de las grandes compañías a la Asamblea Nacional Catalana, a Ómnium Cultural y a otras asociaciones del frente soberanista.

Pocas semanas antes del uno de octubre, cuando ya se veía que el conflicto iba a estallar, comenzaron a manifestarse la casi totalidad de las asociaciones empresariales en el sentido de oponerse a la independencia y a la ruptura de la Constitución. Les faltó tiempo, sin embargo, en la mayoría de los casos para proponer una “solución política” que se orientaba siempre hacia el mismo sitio, hacia las ventajas económicas. El 28 de septiembre pasado en este diario citaba yo dos ejemplos, de los muchos que se podían haber ofrecido, el de Joaquim Gay de Montellá, presidente de Fomento del Trabajo, que abogaba por celebrar en 2019 un referéndum legal para aprobar un nuevo estatuto que debería recoger el reconocimiento de la identidad nacional, más inversiones del Estado, el pacto fiscal y la representación de Cataluña en organismos internacionales y competiciones deportivas. A su vez, el presidente del Círculo de Empresarios, Javier Vega de Seoane, apostaba por una reforma de la financiación autonómica que acabase con las “transferencias indefinidas y sin condiciones” entre Comunidades.

No cabe duda de que en esta dinámica empresarial ocupan un papel relevante los medios de comunicación catalanes; por supuesto los públicos, pero también los privados, la mayoría de los cuales dependen de las ayudas de la Administración de la Generalitat y de instituciones y empresas próximas al soberanismo.

En el fortalecimiento del independentismo catalán tiene también mucho que ver lo que a veces he venido denominando como “el pecado original de la izquierda española”: su desconfianza hacia el Estado y, por lo tanto, su pretensión de debilitarlo por todos los medios posibles, entre otros, troceándolo y limitando sus competencias. El sistema político instaurado por la Restauración, marginaba totalmente a las clases populares y las expulsaba del juego político. Eso explica el auge que tuvo en nuestro país y especialmente en Cataluña el movimiento anarquista, y la consolidación de tendencias federalistas e incluso cantonalistas. Más tarde, tras el breve periodo de la Segunda República, el Estado se identificó con el franquismo, un régimen que se proclamaba adalid de la unidad de España. Es hasta cierto punto lógico que la izquierda, al combatir todo lo que se identificara con la dictadura, terminase asumiendo o al menos sintiendo simpatía por el nacionalismo.

En este contexto hay que integrar el sesgo nacionalista que en muchas ocasiones han presentado tanto Iniciativa per Cataluña, heredera del PSUC, como el PSC, que aglutinó los diferentes grupúsculos socialistas catalanes incluyendo la propia agrupación regional del PSOE. En ambos casos, su tendencia independentista aparece ya en la misma relación con su referente nacional, definiéndose como organizaciones independientes. Han venido repitiendo la problemática y el conflicto que se daba entre Cataluña y España. Ambas formaciones se han mostrado todos estos años muy celosas de su independencia y de su autonomía, no permitiendo que las direcciones centrales intervengan en sus organizaciones, aunque ellos sí se consideraban con derecho a interferir en la dirección estatal, eligiendo a sus órganos y conformando sus decisiones.

El papel de estas formaciones políticas ha sido fundamental en la configuración social y política de Cataluña y también del nacionalismo. Sirvieron para canalizar y aglutinar a las clases populares, obreras y en una buena proporción de emigrantes, que poco tenían que ver con el catalanismo. Sin embargo, sus direcciones, con arraigo en gran medida en la burguesía catalana, presentaban una tendencia clara hacia el catalanismo cuando no al nacionalismo o al independentismo. De esta manera, en Cataluña se obstaculizaba e impedía la existencia de una izquierda jacobina con vocación internacional, como existe en todas las otras Comunidades. Tanto IC como el PSC han mostrado a lo largo de todos estos años un comportamiento confuso y oscilante, sin saber muy bien dónde ubicarse, pero con un coqueteo constante, cuando no entrega, al nacionalismo.

Con esta situación ambas formaciones han venido creando en mayor o menor medida conflictos y dificultades a IU y al PSOE, al tiempo que han condicionado sus planteamientos ante el problema catalán. Especial relevancia ha tenido y tiene la influencia del PSC sobre el partido socialista, dado el protagonismo que esta formación política tiene en la política global española y en la respuesta que hay que dar a los partidos secesionistas.

Desde hace algunos años ha surgido un hecho nuevo que ha dado aire y fuerza al independentismo (ver mi artículo de 14 de septiembre en este mismo diario). La crisis que se inició con el euro en 2008 y las políticas mal llamadas de austeridad originaron con toda razón fuertes movimientos sociales de contestación, también en Cataluña, contra las múltiples medidas que se consideraban injustas y frente a las situaciones de pobreza y de desigualdad difíciles de aceptar. Se hacía de ello responsable a los partidos mayoritarios, y lo que eran al principio movimientos de protesta se convirtieron en formaciones políticas ansiosas de reclamar su cuota de poder a lo que consideraban vieja política.

Surgió así una nueva izquierda sin contornos muy definidos, y quizás distintos en cada una de las Comunidades Autónomas. En Cataluña, desde luego, muy próxima por no decir identificada con el nacionalismo. Lo que en sus inicios constituyó una protesta social y económica se ha transformado en una reyerta territorial. Ese fue el ardid de Artur Mas, trasladar de sitio la diana y conseguir que los ataques que se dirigían contra el Gobierno de la Generalitat se orientasen hacia Madrid y que lo que era una contienda de clases y de grupos sociales se transformase en una lucha entre territorios. Y aquí tenemos esa nueva izquierda situada en el mismo bando que aquellos que provienen del partido más reaccionario y corrupto de España, CiU, y defendiendo los intereses de una de las regiones más ricas y prósperas de la península frente a las más pobres y subdesarrolladas.

Esta mutación tan descorazonadora no ha quedado confinada en el ámbito de Cataluña, sino que se ha instalado en toda España. Esa nueva izquierda, que se ha comido casi en su totalidad a Izquierda Unida y que ha robado muchos votos al PSOE, ha sido incapaz de transformar el descontento y la indignación en un discurso coherente de izquierdas. La levedad del pensamiento de sus líderes ha reducido todo a una lucha maniquea y también nominalista frente a la derecha y al PP, pasando por completo de contenidos. En esa dinámica, ha abrazado contra toda lógica el discurso del soberanismo catalán. Afirman que no son independentistas, pero la aceptación del derecho a decidir (derecho de autodeterminación) de una parte de España es reconocer ya que la soberanía no está en el conjunto de la sociedad española, sino tan solo en una región, provincia o cantón, sea el que sea. Bien es verdad que siempre son las regiones ricas las que quieren la independencia.

Hoy, la vacuidad de contenidos ha conducido a los líderes de Podemos y sus adláteres a un discurso bronco, nihilista, anárquico, a veces hecho de exabruptos y bastante mentiroso, similar al que emplean los golpistas en contra del Estado, en el que todo es nefasto y debe destruirse. Han desaparecido las manifestaciones por las pensiones, por la reforma laboral, por los salarios, por la sanidad, por la educación y se han sustituido por las reivindicaciones de los independentistas, que si ya resultan contradictorias en un partido de izquierdas catalán, qué decir cuando se hacen desde Andalucía, Extremadura, Galicia o Castilla.

republica.com 10-11-2017



EL ARTÍCULO 155 Y LAS ELECCIONES ANTICIPADAS

CATALUÑA Posted on Lun, noviembre 06, 2017 10:20:22

Una semana más, y van ya muchas, dedico este artículo al tema de Cataluña. Es posible que los lectores estén un poco hartos; también los articulistas, y no es que no haya otros temas que tratar: informe del FMI sobre las pensiones, reforma laboral en Francia, política monetaria europea, condiciones laborales y fiscales de los autónomos, el Brexit y muchos más. Pero la insurrección en Cataluña es un problema de tal calibre y con tales repercusiones en toda la sociedad española que obliga a posponer cualquier otro asunto. Eso es lo malo del nacionalismo, que termina contaminando todo en términos de enfrentamientos territoriales, olvidando o tapando las auténticas cuestiones, las que realmente importan, que surgen de la desigualdad y de las distintas posiciones sociales.

Pocos artículos de la Constitución se habrán hecho tan populares como el 155. Desde hace algún tiempo se encuentra continuamente presente en los medios de comunicación y sobre él han vertido opiniones todos los comentaristas, tertulianos y políticos, ofreciendo las versiones más dispares. En un principio, se le atribuyó un carácter dramático, maximalista y extraordinario, identificándolo con la suspensión de la autonomía. Poco a poco se fue desechando esta perspectiva para considerar que se trataba de un artículo abierto, entre otras razones por su condición de inexplorado; y ello ha conducido a que durante las semanas previas a su aprobación se suscitase la discusión de si se iba a utilizar un artículo 155 blando o duro.

Es verdad que el artículo 155 está sin estrenar y que además no ha tenido desarrollo en una ley orgánica. En este sentido se trata de un artículo abierto y así figura en la literalidad del texto al indicar: “… el gobierno… podrá adoptar las medidas necesarias…”, pero no existe un artículo 155 benigno y otro riguroso. La severidad o lenidad no se encuentra en el artículo en sí mismo, sino en los incumplimientos de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico por parte de la respectiva Comunidad Autónoma, que debe tener su correlato en el rigor de las “medidas necesarias” que puede adoptar el Gobierno de España.

Resulta evidente que los incumplimientos o atentados al interés general previstos en el artículo 155 pueden abarcar un amplio espectro, por lo que, en conformidad con ello, las medidas a tomar, también. Desde luego, estas no pueden ser del mismo orden cuando se trata, como en Canarias en 1989, de solucionar un problema de aranceles que cuando el objetivo, como en estos momentos, es corregir el golpe de Estado ejecutado por el Gobierno y el Parlamento catalán. Quizás el error cometido por el Estado español consista en que, desde la aprobación de la Constitución, este artículo no se haya aplicado hasta ahora; en que no se haya activado en otras ocasiones en las que las Comunidades Autónomas (no solo la catalana) han incumplido la legalidad de forma contumaz y en que se haya esperado a que la violación de la ley adquiriera unas dimensiones gigantescas, difícilmente imaginables incluso por aquellos que redactaron la propia Constitución.

Es la pasividad del Estado, frente a los quebrantamientos legales y constitucionales de las Comunidades Autónomas durante estos cuarenta años, la que nos lleva a calificar de traumática la utilización del artículo 155. En esta ocasión, la posible amplitud y dureza en la forma de aplicarlo tienen una clara justificación: la gravedad de la insurrección que se ha planteado en Cataluña, y a las que las “medidas necesarias” tienen que acomodarse.

A pesar de la trascendencia del tema, las alegaciones que la Generalitat presentó no dejan de ser cómicas, porque el cinismo llevado al límite termina pareciendo ridículo. ¿Cómo se puede afirmar que el artículo 155 permite que el Gobierno español dé instrucciones al Consejo de Gobierno de la Generalitat, pero no permite cesarlo? ¿Que le dé instrucciones?, ¿para qué se ría de él y le tome el pelo? Durante tres años llevan haciendo caso omiso de toda clase de prohibiciones e instrucciones del Tribunal Constitucional y del resto de tribunales. El mismo artículo 155 estipula que, antes de su activación, tanto el Gobierno español como el mismo Senado requieran al presidente de la Comunidad. Sería absurdo pensar que toda la eficacia de ese artículo queda reducida a volver a requerir (dar instrucciones) a los que han despreciado cualquier requerimiento.

Los límites del artículo 155 los marca la expresión las medidas necesarias. Es posible que para eliminar un arancel en 1998 en Canarias no fuese necesario cesar al presidente de la Comunidad, pero para lograr que Cataluña retorne a la normalidad constitucional resulta totalmente imprescindible que los actuales miembros del govern no permanezcan en sus cargos. El punto número dos del artículo 155, “Para la ejecución de las medidas previstas en el apartado anterior, el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de las Comunidades Autónomas”, no es una limitación del punto uno, sino todo lo contrario, trata de dejar claro que en esa tarea de aplicar las medidas necesarias puede contar con toda la administración autonómica, y cesar lógicamente a los que se opongan a ellas.

La pregunta de que cómo se puede obligar a alguien a hacer algo, si se le cesa, tiene muy poco recorrido porque el artículo habla de obligar a la Comunidad Autónoma, no a tal o cual cargo. Además, se postula “el cumplimiento forzoso”. Se entiende que el empleo mínimo de fuerza lo constituye la destitución del cargo.

Sin embargo, la sola invocación del artículo 155 genera una especie de alergia y no tanto por la dificultad de aplicarlo, sino porque muchos consideran una herejía el hecho de que el Gobierno central intervenga en una Comunidad Autónoma (a ese punto hemos llegado). No solo entre los nacionalistas, sino entre otros que no se tienen por tales, como los miembros de Podemos o como una parte del PSC. Lo que subyace tras esa postura es la negativa a considerar al Gobierno de España como un gobierno propio (autogobierno). Ello es tan absurdo como si los habitantes de Barcelona creyesen que su gobierno radica exclusivamente en la corporación municipal y que las instituciones de la Generalitat son extrañas por el solo hecho de que no son exclusivas de Barcelona.

El lenguaje no es inocente. El nombre de «autónomo» añadido a los gobiernos regionales induce a la confusión. Primero, el de creer que siempre lo son cuando, como he repetido en algún que otro artículo, un poder es autónomo (como contraposición a heterónomo) cuando es democrático, y es evidente que el gobierno de una Comunidad también puede ejercerse de forma despótica y al margen de la voluntad de los ciudadanos. Segundo, porque por la misma razón la autonomía no es condición exclusiva ni mucho menos de los gobiernos regionales. Por mucho que se quiera, no resulta fácil justificar la actitud de Montilla porque si bien fue presidente de la Generalitat, también fue ministro del Gobierno de España.

Dado el grado de anarquía, desgobierno y transgresión de la legalidad que se había producido en Cataluña, la aplicación del artículo 155 debería verse tan solo como una defensa de la propia autonomía y de las instituciones democráticas. No obstante, el nivel de autarquía y enrocamiento que rige en el pensamiento de algunos les hace ver como un pecado, un escándalo y una invasión, la aplicación más que justificada de un artículo constitucional. Ello explica las reticencias y reservas que han presidido la postura del PSC (no así de Borrell) en toda esta materia, y que esta sea también la razón, al menos en buena medida, de que el 155 no se haya utilizado antes, dando lugar a que se celebrase el referéndum del 1 de octubre y que en estos momentos se aplique con tantos recelos y limitaciones.

Quizás haya que buscar en estos escrúpulos del PSC y en el oportunismo de Ciudadanos -formación que cree tener buenas expectativas electorales- la urgencia en convocar desde el primer momento elecciones autonómicas. Convocatoria a todas luces precipitada y a ciegas porque se desconoce la situación en la que la sociedad catalana puede encontrarse dentro de 54 días. Se supone que el objetivo del artículo 155 no es la convocatoria, de cualquier modo, de elecciones, sino el regreso a la legalidad. La convocatoria de elecciones es tan solo el final lógico de esa normalidad conseguida, pero no puede precederla.

De ahí el planteamiento radicalmente equivocado mantenido por el PSOE (con Margarita Robles a la cabeza, y con las presiones tal vez de Iceta entre bambalinas) de mantener en suspenso la aplicación del 155 si Puigdemont convocaba elecciones. Planteamiento que hacía felices a muchos, inconscientes tal vez de que de esta forma, tras todo lo sucedido, únicamente se retrasaba el problema. Alfonso Guerra estaba en lo cierto al afirmar que una cosa no tenía nada que ver con la otra.

La convocatoria de elecciones para una fecha tan próxima, el 21 de diciembre, plantea muchos interrogantes. Tras lo que ha costado llegar hasta aquí, no parece razonable quedarse a mitad del camino y encontrarnos con que a los tres meses estamos de nuevo en el inicio del problema. A estas alturas no se conoce el grado de dificultad que va a tener la aplicación del 155 y es muy dudoso que en tan poco tiempo la sociedad catalana haya vuelto a ese mínimo de neutralidad necesaria para celebrar unas elecciones con ciertas garantías. Son muchos años de errores, de cesiones y de inhibiciones del Gobierno español y de sectarismo de las instituciones catalanas. Sin duda, no es fácil invertir todo esto y menos a corto plazo, pero por eso mismo no se ve la necesidad de fijar desde el primer momento la fecha de las elecciones. Existe, desde luego, el peligro de que se quieran convertir estas elecciones de autonómicas en plebiscitarias, y si los resultados son los mismos retornemos al principio.

republica.com 3-11-2017



PRESOS POLÍTICOS Y PODER CONSTITUYENTE

CATALUÑA Posted on Lun, octubre 30, 2017 19:01:28

Creíamos que el relato nacionalista había llegado a su límite en cuanto a mentiras e hipocresías se refiere. Durante muchos años han venido retorciendo y falseando los hechos creando una historia paralela en la que todo parecido con la realidad es mera coincidencia. También se dotaron de un discurso económico tramposo y victimista según el cual España (ellos nunca hablan del resto de España, ya que no se sienten España) roba a Cataluña, aunque enseguida se demostró que quienes robaban a Cataluña eran los propios nacionalistas. El nacionalismo ha vendido gato por liebre identificándose y haciéndose portavoz de la totalidad de Cataluña. Cualquier crítica o censura al nacionalismo o a sus representantes se exhibe como un ataque a Cataluña, lo que se dejó muy claro desde el principio, en aquel discurso lanzado desde el balcón del Palau de la Generalitat en la Plaza de Sant Jaume en el que Jordi Pujol se escudó en la bandera y en la patria para evadir su responsabilidad en la estafa de Banca Catalana.

El nacionalismo catalán ha construido un imaginario económico en el que la Cataluña independiente aparecía como una tierra prometida que manaría leche y miel, la Arcadia feliz. En ella todo iba a ser abundancia y riqueza y la superioridad del pueblo catalán sería proclamada por todas las naciones. ¿A qué suena todo esto? Sin embargo, este engaño colectivo al que se ha venido sometiendo a los ciudadanos de Cataluña no es lo peor; ha sido ampliamente superado por la reacción que han mostrado cuando los hechos han ido dejando poco a poco claro el enorme contraste de lo prometido con la realidad. La huida de empresas, la caida del turismo, la reducción de las ventas en las grandes superficies, el estancamiento de la inversión, el declive del mercado inmobiliario, el descenso de las ventas de automóviles, etc., son datos enormemente alarmantes, presagio de los peores augurios. Debería ser suficiente para que los independentistas diesen marcha atrás y reconociesen lo equivocados que estaban. Pues bien, muy al contrario, se mantienen impasibles y dan las excusas más ridículas, de modo que si el problema no fuese tan grave serían objeto de la mayor hilaridad.

Pensábamos que ya habíamos presenciado el máximo grado de hipocresía en el lenguaje y en el comportamiento del nacionalismo catalán. Pero no es así. Según han ido cosechando fracasos y vislumbrándose lo disparatado de su proyecto se han refugiado en el principio de “cuanto peor, mejor” y han basado sus expectativas de éxito en generar una situación de caos en la que pueda enraizar una vez más el victimismo. Ahora trasforman el eslogan de España nos roba por el de España nos tiraniza y avasalla, es un Estado fascista que violenta los derechos humanos y civiles, y reprime la libertad y la democracia. Se trata de lanzar al exterior la imagen de una sociedad oprimida en sus libertades para forzar así la intervención exterior, única baza que suponen que les queda.

Con tal finalidad utilizan la provocación continua al Gobierno y a las instituciones estatales, empleando especialmente la calle, a efectos de forzar la reacción del Estado y encontrar en esa reacción, convenientemente deformada y falseada, el pretexto para el victimismo, mostrando en el interior y al exterior una imagen adulterada de la realidad. En el culmen de la demencia vocean el término de presos políticos y lo aplican a aquellas personas que están acusadas nada más ni nada menos que de insurrección, orientada a la secesión de una parte de España.

Esta postura contrasta con la actitud adoptada por la Generalitat y por CiU con ocasión del ataque que algunos energúmenos de ultraderecha realizaron en 2013 en la librería Blanquerna durante los actos de la Diada. Pidieron entonces para ellos nada más y nada menos que 16 años de prisión. No debían de considerarlos presos políticos. Como resultado de ello, en estos momentos se encuentran en la cárcel con una condena de cuatro años dictada por el Tribunal Supremo. Algo parecido ocurrió tiempo atrás cuando el 15 de junio de 2011 una manifestación de indignados rodeó el Parlamento de Cataluña y obligó al presidente de la Generalitat y a algunos consejeros a entrar en helicóptero por el tejado. El Parlament y la Generalitat pidieron entonces como acusación particular tres años de cárcel para varios de los manifestantes que participaron en el asedio. Tampoco parece que los considerasen presos políticos. Quizás uno esté equivocado, pero supongo que lo que está ocurriendo en Cataluña es bastante más grave que lo de los indignados de 2011 o los destrozos ejecutados en 2013 en Blanquerna.

En España desde hace muchos años no existen los presos políticos, únicamente tenemos políticos presos en buen número y de todas las categorías e ideologías lo que, al margen de otras disquisiciones, dice bastante de la separación de poderes que, con defectos similares a los de los otros países, existe en España. En las condiciones actuales, la utilización superficial y frívola del término preso político es una grave ofensa a los que en otras épocas sufrieron en España cárcel y tortura por sus ideas o los que en los momentos presentes las padecen en otras partes del mundo.

El victimismo del nacionalismo catalán es tan poco creíble que precisa crear un fantoche, al que llaman Estado español, del que predican toda suerte de males y aberraciones. Construyen un ente abstracto, sin contornos definidos y como si se tratase de algo totalmente ajeno a Cataluña. Esta entelequia no tiene nada que ver con la realidad del verdadero Estado español, con sus luces y sus sombras, y compuesto por todas las Comunidades, también Cataluña, y del que son responsables, para lo bueno y para lo malo, todos los españoles, también los catalanes. Un Estado fundamentado en una Constitución en cuya elaboración y aprobación Cataluña intervino como ninguna otra región de España. De las siete personas designadas para su redacción dos eran catalanas, una de CiU y otra del PSUC, partido integrado hoy en Iniciativa per Catalunya. La Constitución fue aprobada en las Cortes con la aquiescencia de Convergencia. En el referéndum para ratificarla, Cataluña ocupó el cuarto lugar en el porcentaje de votos positivos (90,46%), solo superada por Canarias, Andalucía y Murcia (91,89, 91,85 y 90,77%, respectivamente), por encima incluso de Madrid, y con una participación también bastante elevada (70%).

Esa Constitución que determina que la soberanía reside en el conjunto del pueblo español, que crea el Tribunal Constitucional, y que determina el procedimiento a través del cual se puede reformar la propia Constitución (es decir, todo aquello de lo que ahora reniega el nacionalismo), no es una norma impuesta desde el exterior y (por) mediante la fuerza por un ejército de ocupación, sino el marco de convivencia que se dieron todos los ciudadanos españoles, entre ellos los catalanes, y que estos últimos aprobaron con mayor apoyo que, por ejemplo, el último Estatuto y, desde luego, mucho más que los votos que hoy sostienen a las posiciones soberanistas.

Los nacionalistas en su paranoia y en su afán de revestir ese muñeco al que llaman Estado español se remontan en la historia y predican del resto de España los desafueros que con Cataluña hayan podido cometer los borbones y el franquismo, como si el resto de los españoles no hubieran soportado abusos e injusticias de esos regímenes, al menos en la misma proporción que los catalanes. Y refiriéndonos a épocas más recientes, a los gobiernos democráticos, no creo que sus aciertos y equivocaciones hayan incidido de distinta manera en Cataluña que en el resto de España. Pero, sobre todo, hay que hacer notar que la participación de los catalanes en la monarquía, en la dictadura y en la democracia no ha sido diferente de la de los extremeños, castellanos o andaluces. Todos víctimas y culpables, porque los desafueros e injusticias no se han manifestado entre regiones, sino entre clases.

Hay que convenir, además, en que pocas Comunidades habrán tenido más protagonismo en el autogobierno del Estado español que Cataluña; no solo porque muchos catalanes hayan ocupado ministerios y otros cargos de relevancia en la Administración española -en la misma proporción cuando no mayor que los naturales de otras regiones-, sino también porque los partidos nacionalistas, en su papel de bisagra, han condicionado con mucha frecuencia al gobierno de turno de España.

Los intereses de Cataluña han estado más presentes en las Cortes Generales que los de cualquier otro territorio español. Sería muy ilustrativo estudiar en las actas del Congreso las veces que aparecen las palabras Cataluña y catalanes, y compararlas con las relativas a otras latitudes; el número de las primeras ganaría por goleada. La diferencia sería tan abultada que un extranjero que no conociese bien la estructura territorial del país pensaría que España se reduce a Cataluña y poco más. Resulta complicado entender cómo se puede decir desde Cataluña que el Gobierno español los explota si ellos han sido, en mayor medida que ninguna otra Comunidad, el Gobierno español, y cómo comprender que el independentismo grite ahora libertad cuando durante cuarenta años ha coaccionado a la otra mitad de Cataluña y cuando recientemente ha sido el Gobierno de la Generalitat el que se he rebelado contra la ley y la Constitución.

Resulta bastante difícil también entender la postura de Joan Majó, quien, tras ser ministro del Gobierno español, ahora se rasga las vestiduras porque el Estado, ante la sedición que representa la ofensiva soberanista, tenga que intervenir en la autonomía catalana para restaurar la legalidad. Bien es verdad que Majó pasó por el gobierno sin pena ni gloria, tan es así que casi se queda sin ministerio porque no le encontraban para ofrecérselo. Es posible que casi nadie se acuerde de él como ministro de Industria, excepto tal vez Pujol que celebró su nombramiento con regocijo. Será por eso por lo que desde que le cesaron de ministro (enseguida) se ha movido con soltura por las puertas giratorias.

El colmo del cinismo es querer tildar de golpe de Estado la aplicación por parte del Gobierno del art. 155 de la Constitución, cuando han sido ellos, los soberanistas, los que cometieron claramente un golpe de Estado el 6 y el 7 de septiembre al pretender sustituir la legalidad derivada de la Constitución por una legalidad nueva que pretendían hacer emanar exclusivamente del Parlamento de Cataluña. Ahí se encuentra precisamente la trampa, en considerar que el Parlamento de Cataluña es un poder constituyente, cuando tan solo es un poder constituido, constituido por el único poder constituyente legítimo que es el pueblo español en su conjunto. El Parlamento catalán tiene sin duda una legitimidad de origen, pero perdió la legitimidad de ejercicio desde el mismo momento en el que se rebeló contra el orden constitucional. En realidad, no es la aplicación del artículo 155 de la Constitución lo que deslegitima al Gobierno y al Parlamento de la Generalitat, sino el golpe de Estado que cometieron al querer transformarse de poder constituido en poder constituyente.

Se ha especulado mucho estos días acerca de si el 10 de octubre Carles Puigdemont había hecho o no una declaración unilateral de independencia (DUI). Lo cierto es que la independencia estaba proclamada bastante tiempo atrás, al menos desde el 6 o el 7 de septiembre, desde el mismo instante en que los independentistas, violando todos los procedimientos establecidos, aprobaron en el Parlamento Catalán una ley a la que consideraron suprema y por encima de todas las otras leyes, incluyendo el Estatuto y la propia Constitución. Se declararon poder constituyente. Se consumó el golpe de Estado, la insurrección y la sedición. ¿Qué otro camino le quedaba al Estado sino reaccionar ante el desafío?

Lo más sorprendente de todo esto es la actitud que están adoptando formaciones que se denominan de izquierdas, y no solo las pertenecientes al ámbito de la Comunidad Autónoma de Cataluña -lo que quizás podría explicarse por la carga emotiva e irracional que todo nacionalismo comporta-, sino por partidos que pretenden extender su influencia al conjunto del Estado español y que lógicamente deberían defender la unidad y fuerza de ese Estado como única garantía de una política progresista y contrapeso del liberalismo económico. Se han convertido en los hooligans del soberanismo, con un discurso más estridente que el de los propios nacionalistas. Por una vez, tengo que estar de acuerdo con Pedro Sánchez, no veo ninguna bandera de izquierdas entre los secesionistas.

republica.com 27-10-2017



CATALUÑA Y EUROPA

CATALUÑA Posted on Lun, octubre 23, 2017 23:27:32

Entre los objetivos de los independentistas ocupa un puesto preeminente lo que denominan “internacionalización del conflicto” y, para ello, no han escatimado esfuerzos y medios, principalmente públicos. Artur Mas lo acaba de declarar: el reconocimiento internacional es esencial para proclamar una república. Con este propósito están peleando por implicar a Europa en el problema. La misma pasión y entusiasmo que ponen para atacar y separarse de España la usan en manifestar que son europeístas y, lo que resulta más incongruente, se empecinan en sostener, contra lo que afirman los tratados y frente a todas las declaraciones de los mandatarios europeos, que la ruptura con España no implicaría la salida de Europa.

Esta fobia a España y filia a Europa resulta, por lo menos a primera vista, paradójica, porque si algo amenaza hoy la soberanía de los ciudadanos es el proyecto europeo. Es la Unión Monetaria la que coarta el derecho a decidir. Hoy en España, los ciudadanos catalanes son tan soberanos como los extremeños, los murcianos o los castellanos. Su capacidad de decidir, su autogobierno, no queda reducido al ámbito de la Generalitat. El habitante de Barcelona decide en su ayuntamiento con otros barceloneses, en su comunidad con otros catalanes y en el Estado español con otros españoles. Es soberano en cada una de las administraciones según las respectivas competencias, ya que se puede afirmar que, dentro de las imperfecciones connaturales a todas las instituciones, en las tres se dan estructuras democráticas. En las tres, por lo tanto, existe autogobierno.

La situación cambia radicalmente cuando se trata de la Unión Europea y en particular de la moneda única. La pertenencia a ella destruye en buena medida la soberanía de los pueblos, ya que se transfieren múltiples competencias de las unidades políticas de inferior rango (Estado, Autonomía, Municipio) que, mejor o peor, cuentan con sistemas representativos, a las instituciones europeas configuradas con enormes déficits democráticos. Sin embargo, parece que esta verdadera pérdida de autonomía, de democracia, no inquieta en absoluto a los secesionistas catalanes.

Tal vez esta paradoja no lo sea tanto y tenga su explicación. Más tarde volveremos sobre ello. Centrémonos ahora en el hecho de que esa devoción europeísta de los secesionistas no tiene correspondencia, ni puede tenerla, de las instituciones europeas. Ha sido Juncker -siempre tan explícito, hasta el punto de salirse a menudo de lo políticamente correcto- quien ha dado, cuestiones jurídicas aparte, la auténtica razón: el efecto contagio. «Si Cataluña se convierte en (un Estado) independiente, otros harían lo mismo. Eso no me gusta». No quiero, añadió, que dentro de quince años se configure una Europa de noventa y ocho países. Sería imposible de manejar.

Si los secesionistas no estuviesen tan ciegos, se darían cuenta de que las instituciones europeas y muchos países como Francia, Italia, Alemania, etc., son los primeros interesados en que no se consume la independencia de Cataluña. Si algo teme hoy la Unión Europea son los nacionalismos, ya que pueden abrir de nuevo la caja de Pandora que precisamente el proyecto europeo ha pretendido cerrar. Si no reconstruyesen la Historia a su antojo, serían conscientes de que todos los Estados actuales se han formado tras muchas penalidades, contiendas y tratados, la mayoría de las veces por la unión de otras entidades políticas más pequeñas y deberían considerar que en la Europa de hoy habrá cerca de noventa regiones -o como se las quiera llamar- con los mismos derechos o más que Cataluña para optar a la independencia.

No, el secesionismo no puede esperar ninguna ayuda de la Unión Europea, y sin embargo es en la Unión Europea y en la moneda única donde se encuentra en gran medida el origen y la causa de ese recrudecimiento e intensificación del independentismo en Cataluña. Para analizar esta inferencia será preciso que antes nos desprendamos de toda esa hojarasca que el relato secesionista ha vertido sobre la génesis de la ofensiva, culpabilizando de la misma al Gobierno de España y al Partido Popular. Relato que, por otra parte, ha sido comprado por otros que en teoría no son nacionalistas, como Podemos o incluso el partido socialista.

Los independentistas han construido una explicación que nada tiene que ver con la realidad. Afirman que el pacto firmado en la Transición se rompió en 2010 cuando el Tribunal Constitucional tumbó algunos artículos del Estatuto que previamente había votado el pueblo catalán en referéndum. Nada de todo esto es cierto. En la Transición no se firmó ningún pacto bilateral entre España y Cataluña, luego difícilmente se ha podido romper ahora. Si hubo acuerdo, fue entre todos los ciudadanos (también los catalanes) y las fuerzas políticas que los representaban, redactando y aprobando una Constitución común para todos. Por lo tanto, se rompe el contrato cuando desde algún ángulo, sea partido o territorio, se pretende cambiar la Constitución por la puerta de atrás, es decir, sin seguir los procedimientos marcados por la propia Carta Magna. Eso fue lo que ocurrió con el Estatuto catalán. Fue el PSC de Pasqual Maragall, con la complicidad del PSOE de Zapatero, los que pretendieron dar gato por liebre y aprobaron un Estatuto que contravenía la Carta Magna. Los que recurrieron al Tribunal Constitucional lo único que hicieron fue ejercer un derecho, y el Tribunal ejercer sus competencias para hacer que las aguas volviesen a su cauce.

Los secesionistas catalanes han mitificado el enorme agravio que, según ellos, se infligió al pueblo catalán cuando se modificó el Estatuto que previamente había sancionado en referéndum. La verdad es que la sociedad catalana no demostró demasiado entusiasmo por la aprobación de ese Estatuto, ya que la participación fue únicamente del 48,85%, con el 73,90 de votos positivos. En resumen, tan solo el 36% de los catalanes con derecho a voto dieron su aquiescencia al nuevo Estatuto. Nada que ver con la adhesión que suscitó en su día la Constitución.

El discurso nacionalista parte además de un error que es crónico en todos sus razonamientos, el de creer que la soberanía radica en la sociedad catalana cuando, por el contario, se encuentra en todo el pueblo español en su conjunto; y el de pensar que la norma suprema se halla en el Estatuto aprobado en referéndum y no en la Constitución a la que el propio Estatuto se tiene que conformar. En la Segunda República el Estatuto que se discutió en las Cortes también había sido aprobado en referéndum por el pueblo catalán y todo el mundo, comenzando por el propio Azaña, su máximo valedor, defendió que debía ser modificado para adaptarlo a la Constitución que acababa de ser sancionada. Si hubo algún ultraje a los catalanes no fue en 2010 sino en 2006, el cometido por aquellos que presentaron un texto a referéndum que era anticonstitucional.

El nacionalismo pretende explicar la deriva independentista con este relato mítico que oculta las verdaderas razones, pero que quedan al descubierto tan pronto se examinan las fechas y los acontecimientos. En 2010, tras la sentencia del Constitucional, ni CiU ni Artur Mas parecían especialmente molestos con el PP, ya que, tras derrotar en las elecciones al tripartito, gobernaron durante dos años con el apoyo de los populares y gracias a ellos aprobaron los presupuestos. Presupuestos que al igual que en el resto de España contenían fuertes recortes. Y aquí es donde de nuevo entran en juego la Unión Europa y la Unión Monetaria. La crisis económica y la política impuestas desde Franfurkt, Berlín y Bruselas caen como una losa sobre España y en toda ella surgen amplios movimientos de protesta cuyo paradigma más claro lo constituye el 15-M.

Cataluña no es una excepción, más bien todo lo contrario. El Gobierno de Mas asumió de forma muy clara esa política llamada de austeridad y Barcelona fue uno de los lugares en los que la protesta y la contestación adquirió más virulencia. Quizá ya no nos acordemos de cómo los mozos de escuadra retiraban las urnas que se habían colocado para censurar la política que aplicaba la Generalitat, ni de la contundencia con la que la policía catalana cargaba contra los manifestantes, y cómo estos pusieron cerco al Parlamento catalán hasta el extremo de que el presidente de la Generalitat tuvo que entrar en helicóptero.

Artur Mas, situado contra las cuerdas por la contestación popular, tuvo la habilidad de esconderse tras el nacionalismo al igual que Pujol lo supo hacer cuando lo acusaron en su día por el caso de Banca Catalana. Desvió hacia Madrid las protestas que se dirigían hacia el Gobierno catalán. Eran España y el gobierno del PP los causantes de las medidas regresivas que se adoptaban y del dolor y la pobreza que causaban. España nos roba. (Ahora afirman que España nos tiraniza). Curiosamente, tanto la Unión Monetaria como la prodigalidad del Gobierno catalán quedaban exoneradas de toda responsabilidad. La crisis del euro y las injustas políticas aplicadas han originado reacciones en todos los países que, si bien podían ser dispares, tenían idéntico origen. En Cataluña el descontento se transformó en buena medida en fuerte incremento del independentismo. Pero hay además otra forma tal vez más profunda y permanente en que la Unión Monetaria ha podido influir en el secesionismo: con el ejemplo.

Tradicionalmente, el Estado social y de derecho se ha basado, con mayor o menor intensidad, sobre una cuádruple unidad: comercial, monetaria, fiscal y política. Es sabido que las dos primeras generan desequilibrios regionales, tanto en tasas de crecimiento como en paro, desequilibrios que son paliados, al menos parcialmente, mediante las otras dos uniones, la fiscal y la política. La unión política implica que todos los ciudadanos tienen los mismos derechos y obligaciones independientemente de su lugar de residencia, y que por lo tanto pueden moverse con libertad por el territorio nacional y buscar un puesto de trabajo allí donde haya oferta. La unión fiscal, como consecuencia de la unión política y de la actuación redistributiva del Estado a nivel personal (el que más tiene más paga y menos recibe), realiza también una función redistributiva a nivel regional, que compensa en parte los desequilibrios creados por el mercado.

La Unión Monetaria Europea ha roto este equilibrio creando una unidad comercial y monetaria, pero sin que se produzca, ni se busque, la unidad fiscal y política, lo que genera una situación económica anómala que beneficia a los países ricos y perjudica gravemente a los más débiles, ya que la unidad de mercados y la igualdad de tipos de cambios traslada recursos de los segundos a los primeros sin que esta transferencia sea compensada por otra en sentido contrario, mediante un presupuesto comunitario de cuantía significativa.

Esta situación anómala que crea la Unión Monetaria es la que ansían para sí los soberanistas surgidos en las regiones ricas. No se puede negar que tras el nacionalismo se encuentran pulsiones irracionales, sentimientos, emociones, afectos, recuerdos que en principio pueden ser totalmente lícitos. Pero, en la actualidad, cuando se trata de países occidentales y de territorios prósperos, el principal motivo, al menos de las elites que se encuentran al frente del independentismo, es el rechazo a la política presupuestaria y fiscal del Estado, que transfiere recursos entre los ciudadanos, pero también entre las regiones. Recordemos que la deriva secesionista de la antigua Convergencia se inicia no en 2010 con la sentencia del Tribunal Constitucional como quieren hacernos creer, sino en 2012 con el órdago acerca del pacto fiscal que Artur Mas dirige al presidente del Gobierno y de la negativa de este a romper la unidad fiscal y presupuestaria de España.

Y de esta manera retornamos al principio del artículo y comprobamos que la paradoja que nos planteábamos no es tal, ya que se explica el motivo inconfesado que al menos las elites y dirigentes del independentismo tienen para querer romper con España y que sin embargo no tengan ningún problema, todo lo contrario, para admitir la pérdida de soberanía que representa la Unión Europea. Se encuentran confortables en un ambiente de total libertad económica como el de la Unión Monetaria y les incomoda el Estado español, no tanto por español como por Estado y por la función redistributiva que ejerce. De ahí la contradicción en que caen los nacionalistas de izquierdas, o aquellos que desde la izquierda coquetean con el nacionalismo, defienden en el ámbito nacional lo que critican a la Unión Europea: la carencia de una unión fiscal y política.

republica.com 20-Octubre-2017



PARLEM, ¿DE QUÉ?

CATALUÑA Posted on Mar, octubre 17, 2017 20:29:48

Nada como el fanatismo para ser eficaz. Los que lo practican prescinden de cualquier elemento que les desvíe del objetivo. No deben existir dudas; las dudas dificultan la acción. Por lo mismo, llevan siempre las de ganar, al menos a corto plazo; a largo, las cosas suelen ser diferentes, acaban siendo presa de la hibris, tan presente en la tragedia griega. Su falta de racionalidad puede propiciar la propia destrucción. El fanatismo ha anidado principalmente en la religión y en el patrioterismo. El nacionalismo catalán ha sucumbido al fanatismo y se ha dedicado en los últimos años a un solo objetivo, la independencia, empleando para ello todos los medios que han considerado necesarios, sin importarles en absoluto su probidad.

El pretendido referéndum del 1-0 era solo un instrumento con que revestir de cierta pseudojustificación la declaración unilateral de independencia. Para ello no han dudado en utilizar todo tipo de ilegalidades, trampas, mentiras y trucos. Ante la transgresión evidente y la carencia de casi todos los requisitos de imparcialidad en la consulta, no tuvieron el menor escrúpulo en sacar a la gente a la calle, en manipular niños y ancianos, utilizándolos como escudos frente a las fuerzas de seguridad del Estado, que tenían orden judicial de cerrar los colegios.

Poco importaban los resultados que se obtuviesen en el referéndum, fijados por otra parte a priori, ya que tenían en su mano todas las clavijas. Lo relevante para ellos era llegar a la declaración unilateral de independencia, que, en todo caso, no significa nada si no es reconocida internacionalmente. De ahí la trascendencia que los secesionistas han dado y la inmensidad de medios que la Generalitat ha dedicado a conseguir apoyos internacionales. A esos efectos han construido todo un gran aparato de publicidad y propaganda dirigido no solo al interior sino en tanta mayor medida al exterior. Hay que reconocer que hasta el 1-O los resultados obtenidos en los organismos internacionales a pesar de todos los esfuerzos realizados habían sido totalmente negativos. En la prensa, sin embargo, debido quizás a su carácter mercantil, alcanzaron algún pequeño éxito, logrando colocar sus tesis en algunos artículos. En general, muy poca cosa, nada relevante.

Esa es la razón por la que el domingo del referéndum ilegal los aparatos de propaganda de los secesionistas vieron una buena ocasión de lograr sus objetivos en las circunstancias críticas que se ocasionaron cuando la policía nacional y la guardia civil, ante la pasividad de los mossos -provocada por las propias autoridades de la Generalitat-, se vieron en la obligación de intentar desalojar los colegios. Fotos estratégicamente tomadas y divulgadas urbi et orbe, en una prensa dispuesta a comprar todo lo que sea llamativo y altisonante, dieron la imagen de una Cataluña en la que el Estado había pisoteado los derechos de los ciudadanos, y al mismo tiempo hacían pasar desapercibido el golpe de Estado en el cuarto país de la Eurozona.

Es posible que no todas las actuaciones policiales fuesen suficientemente contenidas, pero la violencia y los enfrentamientos constituyen un riesgo que surge cuando se mandan multitudes fanatizadas y no tan pacíficas para impedir que se cumplan los mandatos judiciales. Y, en cualquier caso, no creo que la violencia desatada haya sido mucho mayor que en otras ocasiones. En los enfrentamientos, por ejemplo, entre la policía y los movimientos antiglobalización acaecidos en la mayoría de los países cuyos diarios se han rasgado las vestiduras por el 1-O, se produjo con tanta o más contundencia que la empleada para impedir el referéndum ilegal en Cataluña.

No hay que remontarse mucho en el tiempo. En julio de este mismo año en Hamburgo con ocasión del G-20 la policía se dedicó con idéntica o mayor virulencia a reprimir las manifestaciones. Un diario, titulaba de esta forma: “Un centenar de policías y un número indeterminado de manifestantes han resultado heridos en los incidentes registrados y que han sido reprimidos con dureza”. En la mayoría de las movilizaciones los manifestantes heridos no tienen quien les cuente. Carecen de una enorme estructura política-económica (un cuasi Estado) que esté dispuesto a registrar el mínimo arañazo o incluso a inflar los números e intoxicar, tal como sí han tenido los independentistas catalanes el día del referéndum ilegal. Los heridos se multiplicaron a una velocidad vertiginosa, solo comparable a la que se produjeron milagrosamente las curaciones.

La actuación trapacera del Gobierno de la Generalitat a lo largo de eso que han llamado el procés ha tenido su culminación en el juego de trileros en que se convirtió la sesión del Parlament la tarde noche del martes pasado. En ella Puigdemont interpretó la danza de los tramposos con la finalidad de engañar a la opinión pública extranjera haciéndoles ver que es el Estado español el intransigente y el que no quiere dialogar. Lo cierto es que han confundido a todo el mundo. Solo hay que comparar las distintas y las contradictorias versiones e interpretaciones que se han manifestado en la prensa no solo nacional sino también extranjera. Nadie tiene claro lo que se aprobó o no se aprobó en el Parlament. Se ha creado en Cataluña la peor situación para la economía y las empresas, la inseguridad jurídica y el hecho de no saber a qué carta quedarse.

No obstante, buceando debajo de las argucias y enredos de los independentistas, encontramos algunos hechos ciertos. Primero, Puigdemont declaró en el Parlament la república catalana, aunque de forma un tanto alambicada. “Llegados a este momento histórico, y como presidente de la Generalitat, asumo al presentar los resultados del referéndum ante el Parlamento y nuestros conciudadanos, el mandato del pueblo de que Cataluña se convierta en un Estado independiente en forma de república”. Lo que se plasmó de manera más explícita pero oficiosa en ese papel que en un salón aparte firmaron los 72 diputados independentistas.

Segundo, a pesar de lo que muchas voces han dado por cierto, esa declaración no ha quedado suspendida. Las palabras de Puigdemont “proponemos que el Parlamento suspenda los efectos de la declaración de independencia” no suspenden nada, solo propone que lo haga el Parlament y no vimos que el Parlament lo hiciese en ningún momento. Por otra parte, lo que se propone suspender no es la declaración sino sus efectos. A la fuerza ahorcan. En realidad, lo que paraliza los efectos de la declaración es la incapacidad que tiene la Generalitat para aplicarlos. Quizás el único que les era posible activar era el abandono de los diputados de Esquerra y PDeCAT de las Cortes españolas, pero, claro, eso no les interesa.

Si algo resulta evidente desde el 1-0 es la indefensión en la que está quedando el Estado tras la configuración de las Autonomías y las múltiples transferencias y cesiones que se han realizado durante todos estos años. El hecho de que en Cataluña el Gobierno de la Generalitat haya podido dar un golpe de Estado y que esté costando tanto reprimirlo es señal de que se ha ido mucho más lejos en la descentralización política de lo que es razonable. La actuación de los mossos es buena prueba de ello. En algún momento será oportuno recopilar y analizar cómo hemos podido llegar hasta aquí en el desarme estatal, y en el entreguismo mantenido frente a los nacionalistas. Estos lodos provienen de aquellos polvos. Cuando se olvida la Historia, en especial los errores cometidos, se ve obligado uno a repetirlos. Con los nacionalismos a lo largo de la Historia hemos tropezado siempre en la misma piedra. Una vez tras otra, el Estado ha escuchado sus peroratas identitarias y diferenciadoras del resto, y ha pretendido darles respuesta cambiando sus estructuras. La contestación ha sido siempre la misma: la deslealtad, la traición y el aprovechar los momentos de crisis del Estado para la rebeldía y la algarada. Leer a Azaña resulta bastante ilustrativo a estos efectos.

Como la memoria es quebradiza, este mismo objetivo fue el que presidió la elaboración de la Constitución, adoptando una forma de Estado ajena a las preferencias de la mayoría de la población española. Se trataba de acomodar a los independentistas. Como se dice ahora, que estuviesen cómodos, y bajo este principio y también -por qué no decirlo- por la ceguera de los dos partidos mayoritarios, se fueron realizando cesiones y transferencias hasta llegar a la situación actual. Ceguera de los dos partidos mayoritarios porque, a pesar de no contar con grandes diferencias en sus planes de gobierno, cuando no tenían mayoría absoluta preferían apoyarse en los independentistas, que lógicamente cobraban muy generosamente sus emolumentos por las ayudas ofrecidas.

Los hechos hablan por sí mismos acerca de adónde nos ha conducido esta línea de actuación. Hemos vuelto a tropezar en la misma piedra. Al menos, deberíamos espabilar para el futuro. Por ello es extraño que el buenismo haya concitado tantos adeptos. Bien es verdad que así en abstracto, ¿quién no va querer el diálogo y la negociación? Es fácil afirmar que los problemas se solucionan hablando, pero, por desgracia, en la vida y sobre todo en la vida social no todo es tan sencillo. Diálogo entre quiénes y, sobre todo, para qué.

En primer lugar, cuando se habla de diálogo hay que rechazar la equidistancia. No existe ni por asomo paralelismo en la responsabilidad del desencuentro, tal como algunos pretenden. En un lado se encuentra unos golpistas que se han levantado contra la Constitución y que han transgredido todo el ordenamiento jurídico; y en la otra parte, el Gobierno legítimo de España (también por tanto de Cataluña) que, hayan sido cuales hayan sido sus errores, se mantiene dentro de la ley y del Estado de derecho, y cuyas instituciones le respaldan. En cuanto a los errores respecto al crecimiento del independentismo, habría que repartir las culpas entre muchos actores y no creo que sea precisamente este Gobierno el máximo responsable.

No existe igualdad entre los interlocutores. En un extremo se encuentra el Estado y en el otro una Comunidad Autónoma. El diálogo no puede ser de igual a igual. Y no cabe, tal como pretenden los separatistas (y Podemos, que parece haberse convertido en acólito del independentismo), una mediación. No estamos ante dos Estados soberanos que discuten y negocian (eso es lo que ellos quieren dar a entender), sino entre una parte y el todo. Dentro de un Estado de derecho las mediaciones las realizan los tribunales y demás instituciones democráticas, por los canales establecidos.

Mientras que el Consejo de gobierno de la Generalitat permanezca en clara rebeldía frente a la Constitución y al Estado de derecho, el único diálogo posible es acerca del modo en que se va a restablecer la normalidad jurídica y constitucional. Bajo el chantaje de un golpe de Estado, no cabe negociación alguna. Pero, es más, aun cuando se restaure la normalidad, del resultado del diálogo no debe nunca poder inferirse que el golpismo y la sedición tienen premio.

En este tema del diálogo no solo hay que preguntarse “quiénes” sino también “para qué” o, lo que es lo mismo, qué es lo que se puede negociar. Rajoy y Puigdemont no pueden negociar nada que afecte a la integridad territorial de España o que vaya contra la Constitución. No les corresponde hacerlo en solitario. Cualquier modificación constitucional tiene diseñado en la propia Constitución el procedimiento y quiénes son los competentes para acordarla: las fuerzas políticas en su conjunto y los ciudadanos de todas las Comunidades Autónomas.

Por otra parte, a la hora de plantearse una modificación constitucional no sé si va a existir mucho consenso en lo referente a la estructura territorial de España. Frente a los que pretenden hacer concesiones a los independentistas, somos quizás muchos los que pensamos, y los hechos parecen avalarnos, que hemos ido demasiado lejos en materia de descentralización, hasta el extremo de hallarnos en los momentos presentes en una situación que nadie hubiese considerado posible tiempo atrás. Si queremos ser realistas y no enfrentarnos con otro golpe en fecha próxima, deberíamos revisar las competencias hasta ahora transferidas y limitar alguna de ellas. La Historia nos enseña que las cesiones no han servido para contentar a los independentistas; tan solo para dotarles de más instrumentos y medios para sus reivindicaciones y, si lo ven propicio como en este caso, para la insurrección y el golpe.

El diálogo entre el Estado y la Generalitat se ve limitado también por las necesidades y derechos de las otras Comunidades Autónomas, de manera que la negociación no puede ser exclusivamente bilateral como pretenden los independentistas, y a veces también el PSC, cuando hablan de un nuevo Pacto entre España y Cataluña. No se trata de un juego de suma cero. Lo que se da a una Comunidad Autónoma se quita a las demás. Cataluña es la cuarta Comunidad en renta per cápita de España. La segunda, si consideramos solo las de régimen común. No parece que sea precisamente la Comunidad que más necesita a la hora del reparto.

Los independentistas plantean la cuestión como un enfrentamiento entre Cataluña y Rajoy. Ni ellos son toda Cataluña, ni Rajoy es el Estado español, aunque absurdamente otras formaciones políticas con sus inconsistencias y vaivenes estén dejando que el presidente del PP se apunte casi en exclusiva el mérito de salvar el Estado de derecho. Podemos y el PSOE deberían recapacitar sobre si con su empeño en echar a Rajoy, colocando este objetivo por encima de cualquier otro, lo que paradójicamente van a lograr es que en las próximas elecciones el PP obtenga en solitario o con Ciudadanos la mayoría absoluta.

Los independentistas tampoco son toda Cataluña, como se está apreciando últimamente. Así que el primer diálogo y la primera negociación deben producirse entre las dos partes en las que han dividido Cataluña. Parlem, sí, antes que en ningún otro sitio en el Parlamento catalán. Los independentistas malamente pueden dialogar con otras Comunidades Autónomas o con el Estado si son incapaces de llegar a acuerdos con esas otras formaciones políticas que representan a la mitad de Cataluña.

republica.com 13-10-2017



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