Hay mantras que terminan configurando el pensamiento único. Uno de ellos lo constituye la afirmación de que existe una enorme desigualdad entre los géneros. No digo yo que no exista, sino que, por una parte, se le otorga una dimensión desproporcionada y, por otra, se equivoca la causa, que es más cultural que legal o económica. Por otra parte, no creo que esta sea la desigualdad más grave e hiriente que existe en nuestra sociedad. Eso sí, es la única que tiene ministerio propio.
No cabe punto de comparación con la que tradicionalmente se ha entendido como desigualdad social o económica, la que se da entre los grupos o clases sociales. Diferencias que suelen extenderse, como es bien sabido, a la cultura y al poder. Hay también otra desigualdad que va adquiriendo cada vez más importancia en nuestro país, la de los desequilibrios regionales. Estos, al amparo de la organización territorial de las Autonomías, se hacen más profundos y ostentosos. A lomos del nacionalismo y de los partidos regionalistas (estos últimos cada vez más abundantes), que cuando juegan en el tablero nacional se preocupan solo de los intereses de su demarcación, se generan injusticias y discriminaciones sin cuento. El hecho de que con frecuencia los partidos mayoritarios les hayan concedido el papel de bisagras ha colaborado a esta situación perversa.
El nacionalismo, tanto el catalán como el vasco, a pesar de pertenecer a las regiones más ricas y políticamente más privilegiadas, no abandona su victimismo. Se quejan de que el resto de España les maltrata. España nos roba. ¿Cómo no ver en esta postura el rechazo de los ricos a la política redistributiva del Estado? Es la negación a colaborar en la corrección de los desequilibrios regionales que genera el mercado.
Los nacionalistas vascos han conseguido escabullirse de la redistribución estatal mediante el mantenimiento de una antigualla medieval incompatible con una hacienda pública moderna; no obedece a los criterios que presiden un Estado democrático, sino que es propia de una monarquía feudal regida por fueros y privilegios. Lo cierto es que, gracias al cupo y a los chantajes a los respectivos gobiernos a la hora de calcularlo, el País Vasco y Navarra se acogen en el Estado Español a todo lo que creen que les beneficia, y eluden todo lo que les puede representar un coste. Se crea un proceso redistributivo a la inversa, de las regiones más pobres a dos de las más ricas de España.
El nacionalismo catalán se ha venido rebelando también contra la función redistributiva del Estado. Tal pretensión estuvo presente en la negociación del último estatuto. ¿Qué es si no ese planteamiento de proporcionalidad que exige que la inversión estatal en Cataluña represente respecto de la total un porcentaje equivalente a la participación del PIB catalán en el de la nación? ¿Acaso el tan reivindicado principio de ordinalidad no es la negación de todo proceso tendente a la corrección de las desigualdades?, ¿qué pensaríamos si esas mismas exigencias se plasmasen en el plano personal por los mayores contribuyentes de España?
Quiérase o no, el proceso de rebeldía que estos últimos años ha sacudido a la sociedad catalana tiene su origen cronológico y etiológico en el intento de alcanzar la misma situación privilegiada en el orden fiscal que poseen el País Vasco y Navarra. Cronológicamente, porque la sedición se inició cuando Rajoy negó a Mas el pacto fiscal, sistema similar al del cupo. Fue el mismo presidente de la Generalitat el que dejó perfectamente claro que o se le concedía ese régimen de excepción o pondría en marcha el proceso hacia la independencia. No deja de ser significativo que la visita de Mas a la Moncloa se efectuase después de que la enorme manifestación de descontentos obligase al presidente de la Generalitat a entrar en helicóptero al Parlament. A partir de entonces, el Gobern se las ingenió para lavarse las manos y echar todas las culpas al Estado, que “robaba a los catalanes”, y para presentar como única solución caminar hacia la tierra prometida, la independencia.
Etiologicamente porque la razón última del procés se encuentra en el anhelo de la burguesía y de las elites catalanas de librarse de las transferencias que Cataluña como región rica debe hacer a los territorios menos afortunados en compensación al flujo de dinero que se produce en sentido contrario a través del mercado, por el hecho de pertenecer todos a la misma unidad económica. Esa causa última, sin embargo, se envuelve y se esconde en un discurso más ideologizado y romántico, capaz de agitar las pasiones y pulsiones de una parte de la sociedad. Se explotan los sentimientos identitarios o supremacistas, pero detrás de todo ello se vislumbra la repulsa a una hacienda pública estatal.
Esta realidad aparece de forma clara en el comportamiento de los empresarios catalanes que -encelados con la idea de una hacienda pública propia, en la que no tuvieran que contribuir al bienestar de otras regiones- colaboraron, al menos con el silencio, al procés, en la creencia de que la sangre no llegaría al río, y ellos sacarían tajada; pero se asustaron, y muchos de ellos salieron corriendo cuando el proceso se convirtió en un golpe de Estado difícil de asimilar. Ahora quieren que retorne la normalidad, su normalidad, porque demandan de Torra, sí, que acate la ley, pero al mismo tiempo andan apremiando al presidente del Gobierno e insinuándole que la forma de solucionar el conflicto es concediendo a Cataluña el pacto fiscal y la condición de nación.
Pero ahí está precisamente el peligro porque, definida Cataluña como nación (no solo en el sentido cultural, sino también en el legal y constitucional), el nacionalismo no tardaría en reclamar de nuevo y con más argumentos la independencia, aunque en realidad con el pacto fiscal la habría conseguido ya en el aspecto más importante, el fiscal y presupuestario. Trocear la hacienda pública sería agrandar enormemente las desigualdades entre los distintos territorios. Si en las cuatro últimas décadas estas se han incrementado, la situación se haría claramente insostenible sin el paraguas fiscal del Estado. Ello aparece de forma palmaria al contemplar el reparto regional de la renta, en dos supuestos distintos, lo que llamamos los economistas antes de impuestos y después de impuestos, es decir, antes y después de la acción redistributiva del Estado. En el segundo caso las desigualdades no desaparecen pero sí se reducen notablemente. Por esto resulta tan incompresible que partidos o personas que se consideran de izquierdas asuman y defiendan los planteamientos de los secesionistas.
Pedro Sánchez ha dado pruebas suficientes de que para mantenerse en el gobierno no le importa pactar con los independentistas y ceder en lo que sea necesario. Bien es verdad que es difícil de creer que pueda concederles su pretensión máxima, la de convocar un referéndum, pero sí el pacto fiscal con las perversas consecuencias que se seguirían de ello. No es extraño por tanto que muchos miren a Ciudadanos en actitud si no suplicante al menos expectante (y algunos de forma crítica y de censura) para que se abstenga, tanto más cuanto Pedro Sánchez de una manera muy hábil ha echado sobre ellos la carga de la prueba. Si pacta con los independentistas, es porque no le dejan otro remedio.
Pues bien, no parece que la abstención pueda ser la solución; más bien se configura como una trampa. Una vez en el gobierno, nadie garantiza que Pedro Sánchez no pacte con los golpistas siempre que le venga bien a sus intereses y necesite sus votos para gobernar. El gran triunfo del que se jacta Sánchez se reduce a 123 diputados, el mismo número que obtuvo Pérez Rubalcaba, y que le llevó a dimitir, y también los mismos que logró Rajoy en el 2015, y menos de los que este alcanzó en 2016. Número, en suma, que resulta a todas luces insuficiente para gobernar en solitario. Precisarán continuamente el apoyo de otras fuerzas. La simple abstención sin contrapartidas resulta inútil para asegurar que los independentistas no condicionen la gobernabilidad de España y que no consiguen sus objetivos.
Sería muy distinto si, tal como hizo Rajoy en el 2015 con el PSOE y Ciudadanos, Sánchez hubiera ofrecido a Rivera formar un gobierno de coalición, que comprometiese al primero y diese garantía al segundo. Nada de eso plantea ni planteará. Está muy lejos de sus intenciones. Además, Sánchez ha demostrado sobradamente que no es de fiar. Desde el minuto uno, después de las elecciones, ya en la composición de las mesas, ha exteriorizado de forma clara cuál es el camino que se ha trazado. Su petición de abstención sin contrapartida constituye tan solo una excusa, una coartada, para justificar su pacto con los golpistas y alegar después que no le han dejado otro camino.
republica.com 21-6-2019