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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

HABLEMOS EN SERIO DE IMPUESTOS

HACIENDA PÚBLICA Posted on Mié, julio 22, 2020 13:58:26

¿Qué tipo de Estado queremos? Esta es la pregunta que debe hacerse toda sociedad y también la española. ¿Un Estado liberal o un Estado social? Un Estado liberal precisa de un nivel reducido de gravámenes, aquellos imprescindibles para que se desarrollen las funciones que son esenciales a toda unidad política: justicia, policía, exteriores; en su caso, ejército, y poco más. A medida que la actividad económica y la sociedad en general se fueron haciendo más complejas, los propios Estados liberales tuvieron que asumir competencias de tipo económico, infraestructuras, transportes, comunicaciones etc., pretendiendo, eso sí, minimizar su cometido y dejar el protagonismo al sector privado. Se reservaron fundamentalmente el papel de árbitro y regulador. Todo ello implica ya un cierto aumento del tamaño de la Hacienda Pública, aun cuando el nivel de imposición continúe siendo relativamente reducido.

El Estado social representa un salto cualitativo. Parte de la convicción de que el Estado liberal se encuentra en un equilibrio inestable. Ni el derecho ni la democracia pueden ser auténticos sin unas condiciones mínimas de igualdad social. Condiciones que deberían surgir: primero, de que los gravámenes se adapten al principio de progresividad, es decir, que contribuya más quien más posea; segundo, de que, junto con los derechos políticos, las Constituciones garanticen derechos sociales, empleo, educación, sanidad, pensiones, vivienda, seguro de paro, etc. Es más, tras la Gran Depresión del año 29 se comprobó que la economía no es un sistema perfecto que se autorregula, sino que precisa de la intervención de los poderes públicos. Poco a poco surge un fenómeno nuevo, es la misma clase empresarial la que se dirige con frecuencia al Estado para pedir ayuda.

Cabe poca duda de que el Estado social resulta caro y exige un nivel considerable de imposición, por eso, desde principios de los ochenta los países occidentales viven en una especie de esquizofrenia. Por una parte, se produce lo que se puede llamar “la rebelión de los ricos”, se establece una fuerte ofensiva contra los sistemas fiscales, especialmente en lo que respeta a la progresividad; pero, al mismo tiempo, desde todos los sectores de la sociedad se reclama la actuación del Estado y se exige su intervención. En especial en los momentos de crisis, ciudadanos, empresas, organismos e instituciones privadas reclaman su ayuda como un derecho propio y una obligación del sector público. Este comportamiento apareció con claridad en la recesión de 2008, y desde luego se está haciendo patente de forma irrefutable en los momentos actuales con la crisis sanitaria. ¿Podemos imaginarnos los estragos que la pandemia hubiera hecho en la sociedad y en la economía manteniendo simplemente un Estado liberal? El Estado social es caro, pero más caro puede resultar no tenerlo.

España llegó tarde al Estado social, y aún no había terminado de consolidarlo cuando se inicia en Europa el proceso involutivo del que hemos hablado antes, y al que nuestro país se sumó con entusiasmo, al menos en materia impositiva. Desde finales de los años ochenta tanto los gobiernos de González como los de Aznar y como los de Zapatero entraron en un proceso desaforado de bajada de impuestos, con argumentos tan descabellados como los de la curva de Laffer, que ya había mostrado con Reagan su inconsistencia. No solo se dañó la progresividad del sistema sino también la suficiencia, lo que explica nuestra brecha recaudatoria respecto al resto de países europeos.

Se mire como se mire, España está muy por debajo de lo que debería ser su puesto en la Unión Europea, ordenados sus miembros por el nivel de presión fiscal que cada uno mantiene. Esta magnitud en España es inferior en seis puntos a la media de la Eurozona, y en cinco a la de la Unión Europea. Pero no es solo que sea menor que la de Francia, Italia, Alemania, Suecia, Dinamarca, Noruega, Bélgica, Holanda, Austria y Finlandia, lo que podría tener una justificación, sino que está por debajo de Portugal, Grecia, Polonia, Chequia, Hungría, Eslovenia y Croacia, lo que resulta difícil de explicar por mucho que se empeñen los enemigos de los impuestos en buscar argumentos.

No se puede argüir que los tipos impositivos son superiores. Ello resulta muy difícil de comprobar. Los sistemas fiscales son un entramado complejo y cada elemento se complementa con los restantes,  por lo que no tiene sentido fijarse en uno solo, por ejemplo, en el tipo del impuesto sobre sociedades, prescindiendo de las deducciones, exenciones y beneficios fiscales que rodean el tributo.

Tampoco tiene sentido recurrir a lo que llaman esfuerzo fiscal, variable predilecta de todos aquellos que pretenden defender que en nuestro país la tributación es muy elevada. Ningún organismo internacional serio la utiliza para hacer comparaciones. Su definición no tiene ningún significado y quizás tan solo constituya un índice de pobreza, ya que al dividir la presión fiscal por la renta per cápita son lógicamente aquellos países en los que esta última variable es menor los que se sitúan a la cabeza de la clasificación. Todos los que pretenden usar el esfuerzo fiscal se limitan a mostrar que su nivel en España es superior al de Alemania, al de Austria, al de Holanda, al de Bélgica, etc. Pero nadie cita que los valores más altos se encuentran en países como Bulgaria, Rumania, Letonia, Lituania, Grecia, Eslovaquia, Portugal, Chipre, etc., en general en todos los países económicamente más débiles. Tampoco añaden que la brecha de recaudación es tan considerable en España que, a pesar de tener una renta per cápita inferior a Francia e Italia, está situada por debajo de ellos en la clasificación.

Si de verdad se quiere mantener en nuestro país el Estado social, no queda más remedio que dejarse de demagogias y plantearse en serio la subida de la presión fiscal. Sin abordar una auténtica reforma que incremente la progresividad y suficiencia de nuestro sistema tributario, no es creíble ni lo del escudo social, ni lo de no dejar a nadie atrás, ni lo de un gobierno progresista. Una reforma fiscal que no puede quedar reducida a elevar la tributación de las grandes empresas, a crear dos impuestos de final dudoso, sobre todo si no se implementan a la vez en toda la Unión Europea y un gravamen a las grandes fortunas, todos ellos elementos que suenan muy bien porque en teoría no afectan al común de confesores, pero que carecen de la suficiente capacidad recaudatoria.

Llenar el país de mercedes sin querer subir de verdad los impuestos no es progresismo, sino puro populismo y demagogia con efectos seguramente muy graves para la economía. Lograr enderezar la Hacienda Pública (dejando aparte que lo primero sería colocar al frente del Ministerio un equipo que supiese algo de impuestos) pasaría en buena medida por desandar el camino andando desde finales de los ochenta y por enfrentarse con los cuatro grandes (al menos deberían ser grandes) tributos que dotan o deberían dotar de progresividad al sistema: IRPF, impuesto sobre renta de sociedades, patrimonio y sucesiones y donaciones.

Comencemos por el IRPF. Lo primero que hay que señalar es que cualquier reforma que se quiera acometer en este impuesto tiene que empezar por devolverle su carácter global, con una sola base imponible y una sola tarifa. Sin duda el ataque mayor que se infligió a la progresividad del gravamen fue separar las rentas de capital de la tarifa general y someterlas a una tarifa más reducida. Es verdad que ya con Solchaga y Solbes se había venido otorgando de forma progresiva un trato de favor a los dividendos, pero fueron los gobiernos de Aznar los que dieron la puntilla al sistema, al escindir en dos la base imponible, la primera constituida fundamentalmente por las rentas de trabajo (y en menor medida por las rentas de la propiedad inmobiliaria y las de los autónomos) y a la que se le aplica la llamada tarifa general, y otra base imponible en la que se engloban los ingresos financieros sometida a una tarifa que eufemísticamente se llama “del ahorro”, para ocultar su verdadero concepto, de rentas de capital.

El primer efecto de esta escisión lo constituye la radical injusticia de hacer tributar a las rentas del trabajo a un tipo muy superior al que se aplica a las rentas de capital. Pero hay un segundo efecto tan pernicioso como el primero y es que los ingresos no se acumulan en una única base imponible, con lo que la progresividad del impuesto se ve reducida, fenómeno que afecta lógicamente a los que tienen rentas de ambas fuentes.

Curiosamente, no he visto que nadie en ese gobierno «progresista» exija esta modificación, sin la cual los otros posibles cambios pierden gran parte de su razón de ser. Crear tramos adicionales en la parte alta de la tarifa general con tipos marginales elevados no deja de discriminar una vez más a las rentas de trabajo respecto a las de capital. No digo que esa medida carezca por completo de sentido, puesto que en los niveles elevados de la tarifa general se encuentran los ejecutivos de las grandes corporaciones con salarios realmente escandalosos. No es lógico que el último tramo termine en los 60.000 euros. A menudo desde la izquierda, incluso desde la misma Unión Europea, se plantean limitar las retribuciones de los grandes ejecutivos. La mejor forma para ello, incluso desde la óptica más liberal, no es la prohibición, sino introducir en la tarifa del impuesto tramos elevados y a unos tipos marginales tales que desincentiven cualquier subida de sueldo en esos niveles. Ahora bien, esta medida queda totalmente coja sin dar un tratamiento homogéneo a las rentas de capital.

El argumento de que son muy pocos los contribuyentes que están en los tramos altos no representa ninguna objeción seria. Hay medidas fiscales que tienen su razón de ser en la suficiencia del tributo, pero otras obedecen principalmente a la justicia, aunque indirectamente también afectan a la suficiencia, porque es difícil exigir a la totalidad de los contribuyentes un esfuerzo fiscal si no existe ejemplaridad en aquellos que más tienen. A los que se rasgan las vestiduras por el nivel que alcanza el tipo marginal máximo hay que recordarles (a veces parecen ignorarlo) que no es un tipo medio, sino marginal, es decir, el que se aplica a los ingresos percibidos a partir de ciertas cantidades, y además que la tarifa vigente a principios de los ochenta, y establecida por un gobierno de centro como UCD, estaba conformada por 32 tramos y un tipo marginal máximo del 65%.

A pesar del trato de favor que actualmente mantienen en el IRPF las rentas de capital, la cuantía declarada es muy reducida, inferior al 10%, de las que se hacen constar como rentas de trabajo, lo que nos conduce, por una parte, al impuesto sobre sociedades y, por otra, a los de patrimonio y sucesiones. Al impuesto sobre sociedades porque resulta vital que las rentas de capital no queden estancadas y ocultas en sociedades interpuestas e instrumentales que carecen de finalidad como  no sea la de esconder patrimonios y sus rentabilidades. Hay sin duda formas para evitarlo. Es verdad, no obstante, que, por muchos esfuerzos que se haga en esta dirección, las rentas de capital siempre tienen la capacidad de permanecer retenidas como mayor valor de los activos hasta el momento de su realización en el que lucirán como plusvalías. Ello permite en muchos casos retrasar indefinidamente su tributación. Es precisamente esta condición de los activos financieros la que hace, junto con otros motivos, necesarios los gravámenes sobre patrimonio y sucesiones.

Serán, quizás, estas dos figuras tributarias las más odiadas por los detractores de los impuestos, y objeto de toda clase de sofismas para condenar su existencia. Sin embargo, son dos complementos imprescindibles al impuesto sobre la renta y al de sociedades para construir un sistema fiscal justo y coherente. La imposibilidad de extenderme aquí en la justificación de su razón de ser y en desmontar las falacias que se han construido frente a ellos, me conduce a autocitarme por si algún lector quiere entrar más a fondo en el tema. Para ello pueden verse dos capítulos de mi libro «Economía, mentiras y trampas» (Editorial Península) y, entre otros, los artículos de este diario digital del 22-9-2011, y del 7-11-2018.

No obstante, sí añadiré el gran error que se cometió en los primeros años de la Transición al cederlos a las Comunidades Autónomas. Se permitió, así, la disparidad y casi la anarquía, y con ello el dumping fiscal entre las Autonomías. Se perdía también la función de control que poseen en una gestión integrada de los impuestos directos. Una reforma fiscal en profundidad debería pasar no tanto por homogenizar estos dos impuestos en las Comunidades como en retomar el carácter estatal de ambos tributos, compensando a las Autonomías si fuese necesario.

El impuesto sobre sociedades necesita una reforma amplia y a fondo, aunque sin chapuzas de tributaciones mínimas. El gravamen debe ser proporcional a los beneficios, pero examinando y eliminandocasi todas las deducciones y desgravaciones que ahora mantiene y que alejan el tipo efectivo del nominal y vacían casi por completo de contenido el tributo. Por otra parte, en este impuesto, a diferencia del de la renta personal, no tiene sentido discriminar por el tamaño, entre grandes y pequeñas empresas. Las primeras pueden tener muchísimos accionistas y las segundas un número reducido de socios, pero muy selectos. Las primeras pueden tener graves dificultades económicas, y las segundas notables beneficios y una situación muy saneada. Lo único que se logra al establecer estas distinciones es desincentivar las fusiones empresariales, y mantener nuestro país como una economía de PYMES.

Es verdad que,en los momentos actuales, a la hora de acometer una reforma fiscal no podemos prescindir del hecho de que impera la globalización y de que pertenecemos a la Unión Europea, institución que censura cualquier desviación en materia de déficit público, pero que es totalmente permisiva con los paraísos fiscales, y permite que países miembros como Irlanda, Holanda, Luxemburgo sean totalmente laxos en materia tributaria y que practiquen el dumping frente a otros Estados.

No es menos, cierto, sin embargo, que, si el capital es fácil de deslocalizar, las personas individuales que son las que reciben las rentas, tienen muchas más dificultades en hacerlo, a no ser que asuman el coste del exilio. De ahí la necesidad de imputar correctamente los patrimonios y sus ingresos, (bien estén o se produzcan en España o en el extranjero), a sus beneficiarios últimos, personas físicas. De ahí también la relevancia de la medida adoptada en 2013 por Montoro estableciendo la obligación, bajo elevadas sanciones, de declarar el patrimonio que se mantiene en el extranjero, lo que se recoge en el llamado modelo 720. Curiosamente, la Comisión, lejos de aplaudirlo, lo ha denunciado como norma abusiva al Tribunal de Justicia. ¿Nos puede quedar alguna duda de qué intereses defiende la Unión Europea? ¿Nos puede extrañar que elijan como presidente del Eurogrupo al ministro de Hacienda de un paraíso fiscal? Solo un gobierno imberbe, ansioso de apuntarse tantos, podría pensar otra cosa.

republica.com 17-7-2020



LAS DOS ETAPAS DE LA CRISIS

EUROPA Posted on Mar, julio 14, 2020 09:49:02

El 13 de enero de 1993 en un artículo en el periódico El Mundo me refería a una conferencia pronunciada por Milton Friedman en la Universidad de Londres, y que junto con otros trabajos había publicado en castellano la editorial Gedisa, en la que el premio Nobel relataba cómo al colaborar en un libro sobre la historia monetaria de los Estados Unidos se vio obligado a leer medio siglo de informes del Banco de la Reserva Federal. Afirmaba que el único elemento que hizo más liviana esa tarea ingrata y pesada fue la oscilación cíclica que estos informes atribuían a la importancia y efectividad de la política monetaria. En los años buenos se decía: «Gracias a la excelente política monetaria de la Reserva Federal…»; en los años malos, por el contrario, se afirmaba: «Pese a la excelente política de la Reserva Federal…». Y luego se insistía en las limitaciones de la política monetaria y en la influencia y potencialidad de otros factores, por supuesto negativos, y de otras políticas incompetentes.

Seguro -apostillaba yo en el citado artículo- que algo parecido le sucedería al estudioso español que quisiera bucear en los informes del Banco de España (BE) y consultar en las hemerotecas las declaraciones de sus responsables. La política monetaria ha funcionado siempre de manera perfecta, las culpas han debido buscarse en otras instancias: el déficit y el gasto público, los salarios, la actuación de los sindicatos, etcétera. La verdad -continuaba yo señalando entonces- es que soy de los que piensan que la política monetaria puede arreglar pocas cosas, pero puede destruir muchas. Es sumamente potente cuando se trata de restringir la demanda, desacelerar el crecimiento económico y sumir a la economía en la recesión y el desempleo; incluso puede conseguir, a base de matar al enfermo, un cierto alivio de dolencias tales como la inflación o el déficit comercial, pero resulta bastante inoperante cuando pretende reactivar la economía. «Se puede conducir al caballo al abrevadero, pero no se le puede obligar a que beba». «La política monetaria es como una soga, sirve para arrastrar, pero es incapaz de retornar el objeto al punto de partida». La historia económica de todos los países está plagada de situaciones en las que una política monetaria restrictiva -no sé por qué, pero las políticas monetarias siempre tienen una finalidad restrictiva- ha originado efectos desastrosos, y salir de la crisis solo ha sido posible tras muchos años de sacrificios y después de pagar un alto coste, tanto en forma de menor crecimiento como en aumento de desempleo. Es relativamente fácil deprimir una economía, pero mucho más difícil reactivarla.

Desde que escribí aquel artículo, no solo han transcurrido más de 25 años, sino que ha pasado mucha agua bajo el puente, como afirma el pianista de la película Casablanca. El BE acaba de presentar su informe económico anual referente al año 2019. Pero esta institución ya no maneja la política monetaria, puesto que España carece de moneda propia, y ahora paradójicamente los bancos centrales, incluyendo el Banco Central Europeo (BCE), no han tenido más remedio que pasarse a las políticas expansivas. Bien es verdad que en Europa continúa habiendo muchas reticencias tanto por parte del Bundesbank como por parte de los bancos centrales de otros países del Norte, ante esta forma de actuar de los institutos emisores.

Si hace 25 años, bajo el paraguas de los criterios de convergencia y la presión de Alemania, la tiranía de la política monetaria se imponía restringiendo el crecimiento económico, a partir de la crisis de 2008 las cosas cambian. El BCE, para salvar el euro, y ante la pasividad del resto de las instituciones, se ha visto forzado a practicar una política monetaria expansiva, y a terminar financiando a la mayoría de los Estados, rompiendo así, aun cuando no se quiera reconocer, las limitaciones de las que se le había revestido desde su creación.

La crisis del 2008 demostró el contrasentido que se escondía tras uno de los dogmas básicos en los que se había asentado la Unión Monetaria, el de la prohibición de que el BCE financiase a los Estados miembros. Muy pronto se hizo evidente que los Estados están indefensos ante unos mercados globalizados, si no tienen detrás un banco central que les respalde. La inestabilidad financiera de los países podría hacer tambalear la propia viabilidad de la Unión Monetaria.

La crisis del Covid-19 va a poner en solfa otro de los principios esenciales del credo comunitario: el rechazo a las ayudas de Estado, la prohibición de que los países puedan auxiliar a sus empresas, violando así la libre concurrencia. Alemania ha destinado ya más de un billón de euros a sanear sus corporaciones, y quizas aquí se encuentre el origen y el destino del fondo europeo de recuperación planteado por la Comisión. Origen porque, tal vez, surge de la convicción de que un mercado único no puede funcionar si unas empresas reciben dinero público porque pertenecen a países pudientes, y otras no porque están ligadas a naciones con dificultades presupuestarias. Y destino porque será seguramente a sanear empresas a lo que se dirija el dinero comunitario.

Pero volvamos al informe del BE de este año. Su importancia radica, a mi entender, en que su gobernador, Hernández de Cox, pertenece al consejo del BCE y sus palabras (al igual que las manifestaciones ocasionales de Guindos en la prensa) pueden darnos importantes pistas acerca de cuál va ser la postura del BCE en la crisis, postura que conviene tener muy en cuenta ya que la estabilidad económica de España -como la de casi todos los otros países del Sur- va a depender más que nada del comportamiento de dicha institución.

Si algo dejó claro el señor Hernández de Cox es que se prevé que las finanzas españolas acumulen un fuerte incremento del endeudamiento público, sin que de sus palabras parezca desprenderse que las ayudas europeas vayan a aliviar lo más mínimo la situación. Evidentemente, los recursos que provengan de Europa como préstamos se computarán como deuda pública. Pero y ¿las tan cacareadas transferencias a fondo perdido? Claramente no incrementarán la deuda, pero me temo que, sean muchas o pocas, van a orientarse a otros menesteres distintos de financiar los gastos de las administraciones públicas, y que en su mayoría se concederán condicionadas a las ayudas de Estado a las que me he referido antes.

Del informe y de las palabras del gobernador, se desprenden claramente también las dos etapas en las que pretenden dividir la crisis. Una primera época en la que el sector público tiene que asumir una política expansiva, más gasto, más subvenciones, más prestaciones, menos impuestos, etc. Se trata, según se dice, de salvar la economía, época durante la cual el endeudamiento público alcanzará, de acuerdo con distintas hipótesis, cuantías diferentes, pero todas ellas cifras astronómicas. Una segunda etapa que eufemísticamente se denomina de estabilización, consistirá en aplicar lisa y llanamente una política fiscal fuertemente restrictiva.

Que nadie se llame a engaño, ni piense que la política de austeridad es cosa del pasado. En realidad, el proceso que se planteó en la crisis de 2008 no difiere del planteamiento actual. También entonces se configuraron dos etapas (más que configurar o planificar, se produjeron de hecho), aunque los que han quedado marcados en el imaginario popular han sido únicamente los ajustes y los recortes de la segunda. Hay que recordar, no obstante, que estos no comenzaron hasta 2010 y que estuvieron precedidos durante dos años por de medidas expansivas de escaso éxito y que después todo el mundo ha afirmado que fueron contraproducentes.

Por recordar algunos hitos destacados. En agosto de 2008 el Gobierno de Zapatero aprueba 24 medidas aplicables a los sectores de la vivienda, el transporte, la energía, las telecomunicaciones, el medio ambiente y la financiación de las PYME. A finales de noviembre, se anuncia de nuevo un plan urgente para la reactivación de la economía dotado con 11.000 millones de euros, un 1,1 % del PIB, con el que se espera conseguir la creación de 300.000 puestos de trabajo durante 2009. En enero de 2009 se presenta el Plan Español para el Estímulo de la Economía y el Empleo, conocido como Plan E, por un coste del 2,3% del PIB. Todas estas iniciativas no tuvieron ningún rechazo en su momento en la Unión Europea; ni en el resto de organismos internacionales, más bien las aconsejaban. Sin embargo, sus resultados en el erario público sirvieron más tarde de argumento para imponer los ajustes de 2010 y años posteriores.

El Gobierno actual, oposición, representantes empresariales y sindicales no deberían desdeñar la enseñanza de la historia, ni olvidar que estamos en la Unión Monetaria y que nuestra soberanía está en extremo limitada, por una parte, por la libre circulación de mercancías y capitales y, por otra y principalmente, por la carencia de moneda propia. Queramos o no, nuestro nivel de endeudamiento nos va a dejar más que nunca en manos del BCE y conviene que no nos equivoquemos, los mandatarios de la Unión Europea y los halcones del Norte no se van a mover por fotos más o menos idílicas de concordia entre gobierno, patronal y sindicatos, sino por sus propios intereses. Nos ayudarán en la medida que sea imprescindible para la estabilidad de la Unión y, sin duda, estableciendo condiciones.

El Ejecutivo y los agentes sociales tendrían que ser por ello, en los momentos actuales, mucho más cautos a la hora de plantear los gastos o las rebajas de impuestos; no sea que comprobemos más tarde que, por intentar salvar lo insalvable, nos vemos obligados a acometer medidas muy punitivas tanto para la economía como para los ciudadanos. Con el argumento de que hay que ayudar a las empresas, son múltiples las actuaciones que el Gobierno está llevando a cabo que sin duda van a representar una enorme carga para el erario público. En economía nada es gratuito y todo tiene su coste de oportunidad. No sé si se están midiendo adecuadamente las necesidades y el coste beneficio.

Me temo que Podemos y la Izquierda Unida de Garzón van a descubrir las limitaciones que impone pertenecer a la Unión Monetaria, y lo que significa gobernar en estas circunstancias. Casado, por su parte, debería olvidar ese latiguillo de que hay que bajar los impuestos, y acordarse de lo que tuvo que hacer Montoro, en contra de todas sus convicciones. Constatará que la cosa no va a ir de bajarlos sino de subirlos. Y nuestro ínclito presidente de Gobierno quizás se entere, aunque a lo mejor no, de que la reforma fiscal que se precisa para garantizar la economía del bienestar es algo más que subir la tributación a las grandes corporaciones. Esa reforma fiscal que tal vez sea imposible aplicar, dadas las condiciones actuales en la Unión Europea. Posiblemente, merezca la pena hablar de ella la próxima semana.  

republica.com 10-7-2020



LA DICTADURA DE LO POLÍTICAMENTE CORRECTO

APUNTES POLÍTICOS Posted on Lun, julio 06, 2020 19:15:03

La noticia ha saltado a la prensa. La cadena HBO Max ha retirado de su streaming la película «Lo que el viento se llevó», tachándola de racista. No es un film que precisamente me apasione, pero acusarle de racista me parece desproporcionado y excesivo. Sobre todo, me repele lo que la acción tiene de censura.

Hace año y medio en España, en Operación Triunfo, la concursante María Villar se negó a cantar un párrafo de la canción de Mecano «Quédate en Madrid» porque empleaba el término «mariconez». «Siempre los cariñitos me han parecido una mariconez y ahora hablo contigo en diminutivo con nombres de pastel». Los responsables televisivos habían accedido a cambiar el vocablo por el de estupidez, pero el autor, José María Cano, se negó en redondo. Mantuvo que la canción era suya, que nadie tenía derecho, salvo él, a modificar la letra, y que no estaba dispuesto a hacerlo por ese motivo que, precisamente, sí le parecía una estupidez.

La semana pasada la estatua del misionero español Junípero Serra, que se encuentra en el centro de Mallorca, sufrió una agresión, apareciendo por la mañana manchada con tinta roja, con la inscripción “racista”. El ataque obedecía, al parecer, a la consigna dada por la concejala de Justicia social, Feminismo y LGTBI, Sonia Vivas, para que la derribasen. Los seguidores de la orden no debían de disponer de suficientes medios y se contentaron con pintarrajearla. En realidad, la orden no era nada novedosa, se trataba de imitar lo acaecido días atrás en San Francisco, hecho inscrito en esa furia iconoclasta que se ha desatado en Estados Unidos y que ha tenido como víctimas también a las estatuas de Colón y Cervantes.

Tres hechos, y se podrían citar muchos más, en apariencia sin conexión, pero que obedecen a un mismo fenómeno, el de la tiranía de lo políticamente correcto, un nuevo fundamentalismo referente a determinadas materias, que pretende reescribir la historia y la cultura. Ante el piquete de esta nueva Inquisición no hay obra de arte que esté a salvo del furor revisionista. Si le hiciésemos caso, no se librarían de su anatema ni las tragedias griegas, ni las más sublimes óperas, ni las más excelsas pinturas, ni esos monumentos extraordinarios y sorprendentes (casi todos se hicieron con un tipo u otro de esclavismo) ni los personajes históricos más relevantes. La acusación de racistas, antifeministas,  homófobos,  etc., revolotearían sobre todos ellos. Su pasión iconoclasta parece no tener límites y estarían dispuestos a emular la destrucción de los budas de Bamiyán por los talibanes.

La entidad del fenómeno se agrava porque surge en los propios países occidentales, en aquellas sociedades que se consideran herederas de la Ilustración, en las culturas que alardean de abrazar el laicismo frente al integrismo religioso, que proclaman el libre pensamiento como motor del desarrollo y del progreso. Es un discurso sin duda reaccionario, pero paradójicamente no proviene de las esferas más conservadoras de la sociedad que pretendiesen retornar al antiguo régimen, no nace de los nostálgicos del absolutismo y del dogma, sino de un pseudoprogresismo que, habiendo renunciado a su propio discurso en materia social y económica, lo sustituye por una especie de mistura de feminismo, ecologismo, defensa de minorías raciales o de grupos como el de LGTBI, etc. Todas ellas batallas muy respetables, pero que se convierten en nocivas al transformarse en un cuerpo doctrinal, en un nuevo catecismo de fe, en el que no cabe el desacuerdo o la objeción, en el que no es posible ni siquiera la duda.

Si no fuese por su fundamentalismo, gran parte de este discurso provocaría simplemente hilaridad. Muchos de sus juicios y aseveraciones se precipitan en lo ridículo, causan risa. ¿Cómo no encontrar chuscos los destrozos que pretenden hacer a menudo en el idioma con eso que llaman lenguaje inclusivo? ¿Y acaso no hay cierta comicidad en los garrafales errores que cometen a menudo en sus análisis históricos y culturales, llenos de anacronismos y de prejuicios ideológicos? Todo su discurso no pasaría de anecdótico a no ser por su pretensión de transformar todas esas afirmaciones en pensamiento único, prohibiendo y anatematizando todo otro discurso alternativo.

Ante ese nuevo dogma eclesial, ante esa nueva ortodoxia, hay que reivindicar por fuerza la libertad de pensamiento, la libertad de expresión y el derecho de los ciudadanos a mantener las tesis contrarias. Derecho a calificar de ridículos muchos de los planteamientos de ese lenguaje inclusivo y considerar que la mayoría de las veces se convierten en toscas patadas al diccionario. Derecho a utilizar nuestro idioma en toda su amplitud, en toda su riqueza modal, e incluso en los términos malsonantes, sin por eso suponer que se odia o ataca a algún colectivo.

Derecho a que se respete la historia y a que sean los historiadores con el máximo grado de libertad investigadora, y sin anacronismos y prejuicios ideológicos, los que establezcan los hechos y dictaminen sobre ella manteniendo un estricto pluralismo. Hay que reivindicar la espontaneidad de los artistas en su actividad creadora, sin que se vean obligados a hacer de sus producciones obras apologéticas.

Hay que reclamar el derecho que tienen muchos españoles de creer que el mayor error de la Transición fue el establecimiento del Estado de las Autonomías, o que al menos se ha ido demasiado lejos en esa materia, y el derecho a defender, por tanto, la reforma de la Constitución para corregir los excesos. El mismo derecho del que se apropian otros para querer reformarla en sentido contrario.

Hay que demandar respeto para todos aquellos, hombres o mujeres, que se manifiestan en contra de forzar, tanto en las listas electorales como en la constitución de los gobiernos, la paridad de géneros. Tal vez piensan, primero, que de esta forma las mujeres que ostentan cargos públicos nunca sabrán si los ocupan gracias a sus méritos y capacidades o al hecho de ser mujeres. Segundo, que con este procedimiento se comienza la casa por el tejado porque, si de verdad se quiere la paridad en los puestos políticos hay que empezar por cambiar los hábitos sociales y la mentalidad de hombres y mujeres de manera que estas accedan a la actividad política en el mismo número y con la misma intensidad que lo hace el género masculino.

Hay quienes cuestionan -y tienen derecho a ello sin que se les califique de homófobos- que, en los países occidentales, el colectivo LGTBI sea una minoría perseguida, maltratada o discriminada, cuando sus manifestaciones paralizan varios días muchas ciudades y su bandera durante sus fiestas hondea en múltiples organismos oficiales e incluso ocupa el perfil en Twitter de la Guardia Civil. La misma palabra de «orgullo» se orienta más que a la postergación a la preeminencia. 

Hay quienes defienden, y tienen derecho a ello, sin que se les acuse de cómplices de la violencia machista, que todas las víctimas, sean hombres o mujeres, son iguales, y que no parece coherente que la ley penal castigue en distinta medida según que la agresión se produzca en un sentido o en el contrario. Tienen perfecto derecho a reclamar que en esta materia también se proteja la presunción de inocencia, y a suponer que, en ocasiones, solo en ocasiones, la mujer en un proceso de separación esté tentada a utilizar acusaciones falsas para obtener beneficios adicionales, especialmente en la custodia de los hijos.

Hay quienes piensan, y tienen derecho a defender sus planteamientos, que la mayor frecuencia colectiva en la comisión de una clase de delitos constituye un problema social y de orden público, y como tal tiene que ser abordado, pero en ningún caso debe incrementar por ello la gravedad desde el punto de vista penal de cada uno de los delitos, ni alterar sus garantías procesales.

En esta línea hay quienes señalan, y al menos deberían ser oídos en lugar de ser anatematizados, que el aumento de la dureza en las medidas penales no ha servido, por lo menos hasta ahora, para reducir los casos de violencia doméstica. Se preguntan, y tienen derecho a ello, si no se debería analizar más profundamente el fenómeno, escrutando la totalidad de las causas, de manera que no todo quedase reducido a una cuestión penal.

Hay incluso quienes cuestionan la existencia de una violencia de género, en cuanto tal, y tienen derecho a ello, sin que les acusen de ser cómplices de esos asesinatos. Creen que actualmente en los países occidentales no existe una violencia estructural frente a la mujer, ni todos los hombres son asesinos, ni todas las mujeres son víctimas. Es más, a pesar de todo el dramatismo del fenómeno, constituyen un porcentaje reducido. En España el 68% de los homicidios son de hombre a hombre, el 27% de hombre a mujer, el 7% de mujer a hombre y el 3% de mujer a mujer. Piensan, y tienen derecho a ello, que estos porcentajes no parecen confirmar el hecho de que se mate a las mujeres por el hecho de ser mujeres.

Se podrá afirmar que todas estas opiniones están equivocadas, que son erróneas, pero para demostrarlo deben emplearse argumentos. No valen las descalificaciones, y mucho menos las prohibiciones ni las condenas a priori. Equivocadas o no, todas ellas son merecedoras de ser escuchadas, de analizarse y, si se piensa lo contrario, de combatirlas dialécticamente, pero nunca de ser censuradas. Bajo ningún concepto se puede retornar a macarthismos ni a establecer sistemas represores de todo lo que se considera que se sale del discurso oficial.

Mal síntoma, en este sentido, que dentro del bloque que apoya al Gobierno, el fundamentalismo haya llegado tan lejos que un grupo feminista haya llamado homófobo a otro por el simple hecho de no defender la doctrina queer, es decir, por no admitir que la identidad sexual, lejos de estar inscrita en la naturaleza biológica humana, es una construcción social que varía en cada sociedad.

Mal síntoma también lo que ocurrió el otro día en el Congreso cuando el grupo parlamentario socialista, mediante una proposición no de ley instó al Gobierno (a su propio Gobierno) a tomar medidas contra el negacionismo de la violencia de género. Medidas ¿de qué tipo?, ¿represivas?, ¿penales? ¿Dónde queda la libertad de expresión? Lo malo es que fue votada por todos los partidos excepto por Vox.

Al dejar a Vox la exclusiva en el cuestionamiento de lo políticamente correcto, el resto de los partidos, también los de izquierdas, corren el peligro de que muchos de sus votantes, que pueden disentir de ese nuevo credo que se pretende imponer, se trasladen a lo que llaman extrema derecha, tanto más cuanto en materia social y económica no logran ver demasiada diferencia entre las formaciones políticas. En países como Francia o Italia esa extrema derecha también se nutre de los ex votantes de la izquierda.

La globalización, el proyecto de Unión Europa y más concretamente el del Unión Monetaria, tal como se han construido, amenazan el Estado social. La dictadura de lo políticamente correcto puede terminar poniendo en cuestión el Estado democrático y de derecho.

republica.com 3-7-2020



LOS EMPRESARIOS NOS HABLAN DE SU LIBRO

HACIENDA PÚBLICA Posted on Mié, julio 01, 2020 19:20:05

Convocados por la CEOE, se han reunido los líderes de las grandes empresas del país. El Covid-19 ha cambiado muchos de nuestros conceptos. Por ejemplo, el de reunión. Las cumbres ahora son telemáticas, y telemática ha sido la del IBEX 35. Ello no ha impedido que cada uno haya ido, como Umbral, a hablar de su libro, es decir, a trasladar su rogativa particular a papá Estado. Resulta curiosa la contradicción del discurso. Por una parte, alardean de autosuficiencia, y piden al Gobierno que les deje actuar, que ellos son los que saben, en una palabra, que el Estado no intervenga; pero inmediatamente a continuación reclaman todo tipo de ayudas públicas. Todos, de repente, se vuelven keynesianos.

Hay un tópico mantenido por el mundo empresarial y difundido ampliamente por los voceros de la derecha. Repiten de forma machacona que los empresarios son los que crean empleo y riqueza. El relato, ciertamente, se podría hacer al revés. Son los consumidores y los trabajadores los que hacen posible la existencia de las empresas. El tópico anterior encierra, además, una segunda intención, la de contraponer sector público a sector privado. El segundo es el que hace que la economía crezca; el primero, no. Desde esta perspectiva se da por sentado que todo el empleo público es improductivo y que cuanto más reducido sea, mejor.

A menudo, se tiene la impresión, de que los gobiernos participan de esta creencia, al no dimensionar adecuadamente las plantillas de los empleados públicos o, al concederles, con la finalidad de obtener rentabilidad política y electoral, beneficios en los horarios o en los días festivos, sin la compensación correspondiente en el número de efectivos, como si el trabajo pudiera ser de chicle y adaptarse a todas las circunstancias. Buen ejemplo de esto es el acuerdo adoptado la semana pasada entre la ministra de la Función Pública y los sindicatos sobre el teletrabajo en la Administración central. Todo lo referente al Plan Concilia está muy bien, pero sin incremento de las plantillas termina influyendo negativamente en los otros trabajadores o en la eficacia de los servicios públicos.

Después de la pandemia, la tesis acerca de la inutilidad de los empleados públicos resulta difícil de mantener. ¿Cómo defender que el personal sanitario es improductivo cuando toda la riqueza del país, pública o privada, ha estado dependiendo de ellos? Digamos la verdad, lo que subyace detrás de esta postura no es la diferente valoración de los servicios o de los bienes que se producen, sino de la forma de financiarlos. Se prefiere el precio a los impuestos. Se tienen como productivos aquellos outputs que presta el mercado por una contraprestación económica y personal, e improductivos los que suministra el sector público, financiados de forma colectiva mediante tributos. En realidad, lo que se repudia es la función redistributiva del Estado.

Las crisis -y esta no es una excepción- demuestran, guste o no, el papel imprescindible del sector público. En estos meses ha sido el Estado el que ha mantenido el empleo, no solo público sino, también privado, a través de los ERTE y de los avales ICO. Es por eso por lo que los líderes de las grandes sociedades del país se han reunido y, según Garamendi, presidente de la patronal, para mostrar su compromiso con España y porque querían sumar en el proceso de reconstrucción. En realidad, lo que más bien parecen querer es que el Estado sume. Así que cada uno, como Umbral, ha venido a hablar de su libro.

La señora Botín ha reclamado protección para el sector turístico, pero sobre todo está interesada en un plan de ayuda para la compra de la vivienda para jóvenes menores de 35 años, muchos de ellos desempleados y con trabajos precarios, a los que se les facilitaría la adquisición de la primera vivienda mediante el aval del Estado. Según la presidenta del Banco Santander, se crearían 1.700.000 empleos. No dudo de que el plan sería muy beneficioso para la banca, al igual que lo están siendo los créditos del ICO al trasladar el riesgo al sector público. Pero no parece que lo más conveniente para la economía española, ni ahora ni nunca, sea acentuar esa tendencia de convertir a todos los ciudadanos, aun cuando no tengan medios económicos, en propietarios de un piso.

Cabría pensar que las entidades financieras no han aprendido nada de la crisis pasada, cuyo origen se encuentra en los años en los que la banca concedía préstamos hipotecarios a gogó; incluso en muchas ocasiones a quienes no iban a poder hacer frente a la deuda, en cuanto se presentase el menor problema económico. Aunque pensándolo bien, quizá sí tengan presente aquella crisis y por eso ahora piden que el riesgo de los insolventes lo asuma el Estado. Hay que esperar que por una vez el Gobierno tenga mejor criterio y los recursos destinados a este sector los destine a la rehabilitación y a la vivienda pública de alquiler.

Sin duda, ese es el camino para dar cumplimiento al mandato constitucional. Hay que incentivar el alquiler y no la compra, aunque las entidades financieras prefieran lo contrario. Y dentro del alquiler, para hacerlo asequible y moderar el precio, es preciso incrementar la oferta pública y desechar todas aquellas medidas como la de anatematizar los desahucios que pueden expulsar a los arrendatarios del mercado, con lo que se producirá el efecto contrario al deseado. Puestos a que el Estado avale no sería mala idea que lo hiciese, no a los que van a adquirir un piso, sino a aquellos que por estar en situación laboral precaria y no ofrecer garantías de solvencia no encuentran a nadie que esté dispuesto a alquilarles una vivienda. Esta medida tendría además el efecto positivo de incrementar la oferta al movilizar a muchos propietarios que hoy prefieren tener los pisos vacíos por miedo a los impagados.

A veces, los libros de los que han venido a hablar los líderes empresariales también son contradictorios entre sí, y es que los intereses de sus empresas son a menudo opuestos. La postura de Galán (Iberdrola) ha chocado con la de Brufau (Repsol). Galán, arrimando el ascua a su sardina, pide que se adelante a 2025 el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima previsto para el 2030, y que se establezcan impuestos para aquellos sectores que emiten CO2: transporte, calefacciones, etc. Los recursos obtenidos deberían servir para reducir la factura de la luz. A Brufau no le gusta la idea y defiende que se atienda a la neutralidad tecnológica, evitando medidas que alejen a la inversión. Para el presidente de Repsol hay que proteger a la industria, que ha demostrado durante la pandemia ser menos vulnerable que los servicios. En concreto, ha defendido al sector del automóvil, que en la actualidad genera el 10% del PIB.

El Gobierno ya ha anunciado un plan de ayuda al automóvil, pero como siempre epatando con cantidades ingentes, pero sin que esté claro el destino ni el modo en el que se van aplicar los recursos; en esto se parece a la Unión Europea. En todo caso, habría que tener en cuenta dos aspectos. El primero es que estamos en una economía abierta y que solo una parte limitada de la producción del sector se orienta al consumo interior, el resto va a la exportación, por lo que los incentivos a la demanda tienen un efecto muy reducido, tanto más cuanto que también se pueden diluir vía importaciones. El segundo es que creer que la salvación del planeta depende de nosotros puede tener consecuencias negativas para nuestra industria y para nuestra economía, cuando las grandes potencias se toman los problemas ecológicos con más parsimonia.

Tal vez el libro más interesante sea el de Jordi Gual, presidente de Caixabank, que echa en falta que la Unión Europea no sea como Estados Unidos y que no disponga de un Tesoro único. El problema es que la idea llega con treinta años de retraso. Algunos, desde el Tratado de Maastricht (1990), venimos señalando una y otra vez esta carencia, que creemos que es la que hace inviable el funcionamiento correcto de la Unión Monetaria, o al menos imposibilita que los gobiernos puedan instrumentar una política económica seria. En buena medida, el libro de Gual cuestiona y pone en cuarentena todos los otros libros que han venido a plantearse en la cumbre de empresarios. El presidente de Caixabank ha calificado de pequeño embrión de unión fiscal el plan de recuperación puesto sobre la mesa por la Comisión. Desde luego, embrión y muy embrión, pero es que además está en el aire y precisa de todo tipo de concreciones. Se cuenta con él de forma generalizada, se reparte la pieza antes de cazarla. Puede ocurrir como en la película «Bienvenido Mister Marshall», que después quedemos sumidos en el mayor de los chascos.

En los momentos actuales, todo el mundo incita al gasto, o a la reducción de impuestos que para el caso es lo mismo. Hasta Kristalina Georgieva, gerente del Fondo Monetario Internacional, invita a los gobiernos a gastar todo lo que puedan. Desde el Ejecutivo español se señala con cierto triunfalismo y jactancia la diferencia con la crisis pasada, y ciertamente la hay, pero conviene no olvidar que en los primeros años de aquella la propensión a incrementar el gasto público también estuvo muy presente y de forma generalizada en todos los países. En distintos artículos saludé con alborozo el hecho de que todos los organismos internacionales, hasta el mismo G20, se hubiesen vuelto keynesianos. Pero más tarde vinieron los ajustes, el llanto y el crujir de dientes. Entre las múltiples estupideces que dijo Zapatero el otro día en la COPE, manifestó una verdad irrebatible, que ni en 2008 ni en 2009 hubo recortes. Más bien lo que se aplicó en casi toda Europa fue una política expansiva. Los ajustes aparecieron más tarde, en 2010, cuando los mercados comenzaron a bramar y los políticos se asustaron.

Las diferencias entre ambas crisis son evidentes. No obstante, existen parecidos esenciales. El primero y más importante, y que distingue estas dos crisis de todas las anteriores, es la carencia de moneda propia en países como España, que quedan a merced de los mercados y del BCE. El segundo, y que acentúa y empeora esta debilidad y dependencia, es el fuerte endeudamiento exterior que estuvo en el origen de la crisis de 2008, y que, aunque en la crisis actual la causa sea diferente, puede crear múltiples problemas en los próximos años.

En bastantes ocasiones he defendido las políticas económicas expansivas y he censurado esa obsesión injustificada por el déficit público que a menudo tenían las autoridades fiscales y económicas en los años ochenta y noventa. Pero las circunstancias han cambiado sustancialmente con la entrada en la Unión Monetaria. Los gobiernos nacionales tienen atadas las manos, y poco se puede esperar de las instituciones europeas, al no existir, como afirma Gual, un Tesoro comunitario. El embrión será eso, como mucho embrión.  Sea cual sea la cantidad del fondo de recuperación y se instrumente como se instrumente, el endeudamiento público español va a crecer considerablemente y a partir de ahora, con más motivo que en 2008, estaremos a expensas del BCE.

Es cierto que el comportamiento actual del BCE es muy distinto al de entonces. De momento, parece comprometido con la finalidad de que no se disparen las primas de riesgo. Pero quién nos asegura que va a actuar de la misma manera en el futuro. La última sentencia del Tribunal Constitucional alemán revolotea como pájaro de mal agüero, y constituye un pésimo presagio de cara al futuro. Cuidado con los libros.

republica.com 26-6-2020



¿QUO VADIS, CIUDADANOS?

PARTIDOS POLÍTICOS Posted on Jue, junio 25, 2020 11:12:12

“Cuando un mortal se entrega a labrar su propia perdición, los dioses acuden a colaborar para que consiga su cometido”. No estaría mal que esta frase de Esquilo resonase en los oídos de la nueva dirección de Ciudadanos, porque parece que esta formación política está empeñada en caminar hacia su desaparición. Es cierto que la situación heredada por Arrimadas ha sido francamente mala, pero, siguiendo la ley de Murphy, si algo puede empeorar, empeorará. Pretender situarse en el centro no es garantía de supervivencia, en especial cuando el río baja revuelto. Que se lo digan si no al CDS.

La trayectoria de Ciudadanos ha sido un tanto ambigua. Fue meritorio su comportamiento casi en solitario en contra del nacionalismo, cuando su acción se reducía exclusivamente a Cataluña. Sin embargo, tras su salto al ámbito nacional, no ha sabido encontrar ni su sitio ni su papel. Hasta ahora sus planteamientos han sido impecables en lo referente a la política territorial, pero en el resto de los asuntos ha dado tumbos sin mostrar un perfil coherente. Comenzaron reduciendo su discurso a una especie de rigorismo, según el cual solo ellos eran los cátaros, los puros. Pretendieron instaurar un cierto código ético, un catecismo de la democracia, pero reducido a meros aspectos formales, muchos de ellos discutibles e incluso algunos contraproducentes como el de las primarias.

Más tarde, entraron en una carrera desenfrenada por arrebatar al PP el liderazgo de la derecha, presentando en el ámbito económico un programa muy similar al de esta formación política, incluso más reaccionario. Fue elaborado por un grupo de profesores que, en su momento y para medrar, habían rondando sin demasiado éxito al Gobierno de Rajoy, y que también se acercaron, con mejor resultado en esta ocasión, a las proximidades del Ibex 35. De ahí la simpatía que los dirigentes de las grandes sociedades mostraron en un principio por la formación naranja, en detrimento incluso de los populares.

En su andadura por la política nacional, Ciudadanos ha cometido una serie de equivocaciones que los condujeron muchas veces a obtener todo lo contrario de lo que, al menos en teoría, era su objetivo y que constituía su mayor activo, la firmeza frente al nacionalismo. La primera fue ya en 2015 cuando, basándose en una supuesta corrupción generalizada del PP y personalizándola en Rajoy, Rivera aseguró que bajo ningún pretexto estaba dispuesto a pactar o a votar al entonces líder del PP, insinuando que la postura sería distinta si los populares presentaban otro candidato. Esa pretensión sin duda era un brindis al sol, y se fundamentaba en el desconocimiento de cómo funciona un partido ya consolidado como el PP. Era impensable que después de haber ganado las elecciones, aunque fuese por un escaso margen, los populares iban a descabalgar a su candidato.

El error de Rivera fue aún mayor cuando, tras los comicios de diciembre de 2015, se dejó arrastrar por Sánchez a ese vodevil del pacto, puro teatro, que realizaron en el Congreso y con gran dosis de parafernalia y de boato, bajo el cuadro de Genovés. Era evidente que no conducía a nada que Ciudadanos pudiera aceptar y que para lo único que servía era para que el líder del partido socialista ganase tiempo de cara a torear al Comité Federal, en ese objetivo ya acariciado de pactar con los independentistas.

Ciudadanos erró también cuando se mostraron contrarios y se opusieron durante largo tiempo a la aplicación en Cataluña del artículo 155 de la Constitución, y aún más cuando, al ser ya la medida ineludible, la terminaron aceptando, pero condicionándola a la celebración inmediata de elecciones. El motivo, la creencia de que los comicios les iban a ser propicios, como así ocurrió en realidad, pero sin obtener de ello demasiados frutos políticos. Más bien al contrario, consiguieron que el independentismo volviese a gobernar, sin que hubiese habido tiempo para desarticular la estructura que había posibilitado el golpe de Estado.

Es muy posible, sin embargo, que la equivocación mayor la cometiese Ciudadanos en 2018 con su reacción desproporcionada y desmedida ante la sentencia sobre la Gürtel, pensando que así provocaban unas elecciones generales. Creían que iban a obtener mejores resultados de los que entonces tenían, e incluso que podían dar el sorpasso al PP. De nuevo, el efecto conseguido fue el contrario del que buscaban. Sánchez utilizó la sentencia y la reacción de Ciudadanos como coartada para la moción de censura, que le posibilitó hacerse con el gobierno con 85 diputados y conseguir lo que parecía imposible, ese proyecto ansiado desde tiempo atrás.

Ciudadanos, y en particular Rivera, se sintieron burlados por Sánchez, quien en ningún caso tras la moción de censura quiso convocar elecciones generales. No era para menos. Fueron conscientes de que su aireada y teatralizada ruptura con el PP, lejos de acercarles a su objetivo, les dejaba en mucha peor situación que antes. Perdían la capacidad de presión que hasta el momento habían mantenido frente al Ejecutivo, y se constituía un gobierno Frankenstein, que era todo lo contrario de lo que defendían. Se concedía así una buena dosis de poder a los golpistas. Eso explica, quizás, la tajante negativa que Rivera mantuvo a lo largo de toda la campaña electoral de abril de 2019 a pactar con Pedro Sánchez.

Se ha generalizado una especie de mantra que da por cierto que la mayor equivocación de Rivera se produjo cuando, tras las primeras elecciones de 2019 y teniendo 57 diputados, no quiso negociar con el PSOE y que esa fue la causa de la debacle que experimentó en noviembre de ese mismo año. Discrepo de tal aseveración. Si hubo error, sería tal vez en la campaña de abril momento en el que, de forma gratuita y sin que nadie se lo exigiese, reiteró con frecuencia la negativa a prestar su apoyo a Sánchez. Esa postura le proporcionaría votos provenientes de la derecha, pero le alejó del centro.

Es razonable pensar, sin embargo, que, tras las elecciones, pocos serían los electores que, habiendo apoyado a Ciudadanos bajo ese supuesto, querrían el pacto, que representaba en realidad un incumplimiento de la promesa electoral. La prueba es que los votos perdidos por la formación naranja no se orientaron (como hubiera sido lo lógico, si este hubiera sido el motivo del abandono) hacia la izquierda, ya que el bloque PSOE-Podemos obtuvo cerca de un millón de votos menos (diez diputados). Por el contrario, parece que se dirigieron hacia el PP motivados por el llamado voto útil, y en el intento de desalojar a Sánchez de la Moncloa. Por otra parte, no conviene engañarse, el líder del partido socialista en ningún caso pensó seriamente pactar con Ciudadanos. Lo único que pretendía era su apoyo incondicional. De lo contrario, hubiese aceptado la oferta que Rivera le hizo en el último momento.

Los únicos que estaban totalmente a favor del pacto se encontraban dentro de la propia formación. Era el grupo que después se denominarían “críticos” y que curiosamente en buena medida coincidían con los que habían elaborado el programa económico, profundamente neoliberal, pero tal vez también los que tenían prisa por ocupar puestos de responsabilidad y de poder en la Administración. Serían también los que de forma más o menos velada se enfrentaron con Arrimadas tras la dimisión de Rivera. Ha sido este grupo, junto con los cañones mediáticos del sanchismo, los que crearon el mantra de que el desastre electoral de Ciudadanos en noviembre de 2019 se debió a no pactar con el PSOE. En buena medida son las mismas voces que mantienen ahora la conveniencia para Ciudadanos de ayudar a Sánchez. Da la impresión de que Arrimadas, que tan firme se mostró en Cataluña frente al golpismo, se ha dejado arrastrar por los vientos que vienen del grupo parlamentario europeo y que están conduciendo a Ciudadanos a representar un triste papel, el de comparsa del Gobierno Frankenstein.

El sanchismo ha sabido poner en circulación un discurso un tanto artero, el de la crispación, que afirma que en la situación difícil por la que atraviesa España, tanto desde el punto de vista sanitario como económico, toda crítica al Gobierno es dañina, puesto que convulsiona la vida política. Los partidos lo único que deben hacer es plegarse a la voluntad del Ejecutivo (según dicen, arrimar el hombro). Las formaciones políticas, los medios de comunicación social, los periodistas, las personas en general, se dividen en dos categorías: los que crispan y los que ayudan. Premio para los segundos y anatema para los primeros. Según este discurso, Ciudadanos se ha encaminado ahora por el camino correcto, merece todos los parabienes.

El buenismo se ha adueñado también de muchos de los altavoces mediáticos que repiten con frecuencia que los españoles lo que quieren es que los políticos se entiendan. Sin duda y planteado así, ¿quién va a decir que no en las encuestas? El problema como siempre está en el qué, en el contenido. Es el eterno dilema. En Cataluña hay que dialogar. Sí, pero ¿de qué? Hay que reformar la Constitución, sí, pero ¿qué aspectos y con qué orientación? Las formulaciones vacías de contenido no conducen a ninguna parte. Son meros tópicos para encubrir la incompetencia o la imposibilidad de gobernar. Sánchez, en enero pasado, creó una alianza política monstruosa, contra natura, que le sirvió para ser investido presidente de gobierno, pero que difícilmente le permite gobernar, y mucho menos en la situación crítica actual (véase mi artículo de la pasada semana). De ahí su llamada al entendimiento. Pretende ahora que las fuerzas políticas que no le apoyaron en la investidura y que se opusieron radicalmente a la formación del gobierno Frankenstein le ayuden; dice que por el bien de España.

Ciudadanos parece haber caído en la trampa, comenzando por esa absurda propuesta de recrear los Pactos de la Moncloa (véase mi artículo de 23 de abril de este año), que fue cogida al vuelo por el PSOE. Pero no nos engañemos, en la situación actual Sánchez necesita repartir culpas y responsabilidades, pero de ninguna manera está dispuesto a dar participación en el gobierno y en las decisiones más allá de lo que se vio obligado con Podemos para conseguir la investidura. Lo que pide son votos y adhesiones en blanco. Eso sí, concede dádivas a los independentistas y regionalistas con aquello que no es suyo. Pero más allá y como mucho, a todo lo que está dispuesto es a realizar gestos y teatro, como con Ciudadanos, haciendo ver que le han arrancado tales o cuales medidas, que carecen totalmente de importancia. Resulta patético contemplar al portavoz de Ciudadanos justificarse en el Congreso por votar a favor del Gobierno Frankenstein, haciendo ver que lo hacen por el bien de los españoles. Al tiempo Sánchez pacta con Bildu y otorga prebendas a independentistas vascos y catalanes.

Hay una argumentación que resulta inocente o interesada, según como se mire. Mantiene algo así: la postura de Ciudadanos es muy conveniente porque libera a Sánchez de la dependencia de los nacionalistas. Es una forma curiosa de verlo. La dependencia de los golpistas y demás secesionistas no es algo sobrevenido como un fenómeno atmosférico, sino algo libremente asumido y querido por el sanchismo, que en ningún momento se ha planteado pactar con los constitucionalistas y que tampoco está dispuesto a hacerlo ahora. Es evidente que el bloque de la moción de censura y el de la investidura, continúa perfectamente vivo y es el que concede la mayoría al PSOE. Ciudadanos no puede proporcionársela y, desde luego, Sánchez no quiere aproximarse al PP pues sabe que tendría que pactar y compartir poder.

Ciudadanos, con sus diez diputados, no sirve de alternativa a la alianza de la investidura, solo de muleta a Sánchez para afianzar su poder dentro de ese grupo, que es el mismo que el de la moción de censura y, cuya fidelidad le reclaman continuamente, y que desde luego nunca va abandonar, porque con Ciudadanos o sin Ciudadanos la necesita forzosamente para continuar en el poder. Su alianza y sus intereses van mucho más allá del Gobierno central, se extiende por Comunidades y Ayuntamientos: Cataluña, País Vasco, Navarra, Baleares, Valencia, etc. Ciudadanos, una vez más, va a protagonizar un penoso papel. Quiéralo o no, se va a convertir en un apéndice del bloque Frankenstein. Si deseaba girar a la izquierda, tenía un camino sencillo, ir rectificando poco a poco su programa económico hacia el espacio socialdemócrata que está casi vacío, pero sin corregir un ápice su discurso territorial, aun cuando tuviese que coincidir en esa materia con la derecha, incluso con la extrema. Lo de Agamenón y su porquero.

republica.com 19-6-2020



DOS AÑOS DE GOBIERNO FRANKENSTEIN

PARTIDOS POLÍTICOS Posted on Lun, junio 15, 2020 14:45:20

Ideologías aparte, hay que reconocer que Pérez Rubalcaba ha sido uno de los políticos más hábiles surgidos en España desde la Transición. De una perspicacia y sagacidad nada comunes. Pocas metáforas podrían haber sido más elocuentes que la de gobierno Frankenstein para describir el proyecto que, en su ambición desenfrenada, Pedro Sánchez estaba ya acariciando en 2016, y que llevaría a cabo en el 2018 con 85 diputados y tras una moción de censura deshonesta.

El personaje Frankenstein, sin nombre propio pero que adopta el nombre de su creador, es, según la novela de Mary Shelley, un monstruo construido a base de retazos de cadáveres, piltrafas humanas diseccionadas en la sala de autopsias de un hospital por la demencia y loca ambición de un doctor, que pretende construir clínicamente la vida. El resultado del experimento es sin duda trágico. No solo es que su apariencia y su constitución interna, elaborada con despojos y partes de individuos diversos y por lo tanto totalmente heterogéneos, sean repelentes y deformes, hasta el punto de que su creador reniegue de él y lo abandone, sino que a lo largo de toda la novela resulta palpable que la criatura artificialmente construida no es funcionalmente apta para la vida humana e integrarse en la sociedad.

Lo acertado de la metáfora radica ciertamente en que lo que salió de aquella moción de censura de mayo de 2018, y lo que se ha vuelto a repetir en enero de este año, con la investidura de Pedro Sánchez, aunque legal, es algo, desde el punto de vista democrático, contra natura, repulsivo, un engendro, un monstruo fruto de los intereses más dispares, muchos de ellos bastardos. Golpistas, independentistas, herederos de terroristas, regionalistas, populistas, etc., aunados con objetivos diversos, y a menudo contradictorios y contrarios al interés general. Pero la metáfora va más alla y es que este engendro, al igual que el monstruo de Mary Shelley, no es funcionalmente viable, no es operativo, no sirve para moverse en un sistema democrático. De ahí las rectificaciones, los desmentidos, las falsedades e incluso las contradicciones de los que está enlosada todas sus actuaciones.

Después de dos años se está poniendo en evidencia que Pedro Sánchez no puede gobernar, al menos democráticamente. Que este periodo está lleno de irregularidades y desvaríos. Ha estado siete meses en funciones. Continúa con los presupuestos de Montoro, que en otro momento tanto criticó, sin que hasta ahora haya podido aprobar unos nuevos. Para aplicar los ERTE ha tenido que utilizar la reforma laboral de Rajoy que prometió derogar. Del mismo modo, se ha visto obligado a utilizar la denostada ley mordaza, para mantener el orden durante los estados de alarma. En todo este tiempo apenas ha sido capaz de aprobar una ley en el Parlamento. Ha tenido que instrumentar toda la actividad legislativa mediante decretos leyes, que constitucionalmente están reservados para los asuntos de urgente y grave necesidad.

Pero quizás donde mejor se hace presente la debilidad del Gobierno y de su presidente es en los apuros en los que se ve envuelto y en las múltiples concesiones que debe hacer cuando tiene que aprobar cualquier asunto en el Congreso. Algún periodista, de manera un tanto acertada, le ha calificado de “Pedro el de las mercedes”, basándose en el título que la historia otorgó al primer Trastamara por la cantidad de dádivas y favores que se vio obligado a conceder para que los nobles le coronasen rey (Enrique II), en detrimento de su hermano Pedro el cruel o el justiciero. También Sánchez se ha visto forzado a otorgar toda clase de mercedes para ser elegido tanto en la moción de censura como en la investidura, pero es que además se ve en la tesitura de continuar concediéndolas para poder dar cualquier paso en la gobernanza.

Lo grave de tal situación es que estas cesiones están insertas en un sistema de suma cero, de modo que lo que se otorga a unos se les quita a los demás, y se crea todo tipo de injusticias y de diferencias entre las Comunidades Autónomas. En muchas ocasiones, se llega aún más lejos, pues se entra en un claro compadreo con aquellos que han dado un golpe de Estado o continúan amenazando con darlo, o incluso con quienes no condenan la violencia de una banda terrorista por sentirse sus herederos. La situación en Cataluña sigue siendo esperpéntica, y causa rubor y vergüenza ajena ver al Gobierno de la nación tratando con algodones por miedo a ofenderles -al tiempo que acceden a todas sus peticiones- a los que afirman claramente que pretenden destruir el Estado.

El culmen de la farsa es cuando el reparto de las mercedes llega incluso antes de haber cazado la pieza. Así, Pedro Sánchez ha tenido que prometer al golpismo catalán que le permitirá participar en la gestión de ese fondo de recuperación, quimera que está pendiente de aprobarse en Europa y que no se conoce todavía, de forma definitiva, ni la cuantía, ni las condiciones, ni la forma en que se va a recibir.

En esta subasta de sinecuras en que se ha convertido cada votación parlamentaria tiene un puesto preeminente el PNV, de rancia tradición mercantil, dispuesto siempre a venderse al mejor postor, y a traicionar al anterior si le conviene, tal como demostró en la moción de censura. Estos tiempos convulsos son ideales para los mercenarios, y el PNV está sabiendo explotarlos sacando tajada de cada sesión parlamentaria. Su virtualidad petitoria la ha extendido últimamente sobre Navarra en un gesto simbólico de enorme trascendencia, aparentar que existe un protectorado de Euskadi sobre esa Comunidad, con el silencio cómplice del PSOE y de la señora Chivite, que gobiernan también, en una especie de entramado Frankenstein, la Autonomía.

La última canonjía conseguida es el privilegio de que los gobiernos del País Vasco y Navarra puedan manejar a su antojo en el ámbito de sus respectivas Autonomías el recientemente aprobado ingreso mínimo vital (IMV). Es comprensible que el resto de las Comunidades solicitasen inmediatamente la misma prerrogativa, a lo que el Gobierno central se ha negado. Como colofón, el ministro que se jactaba de ser independiente (y ahora, como el resto del gabinete, es dependiente de los golpistas), para justificar la negativa de su señorito dependiente del PNV, no ha tenido ningún reparo en insultar y menospreciar al resto de las Comunidades, afirmando que la razón de la diferencia se encuentra en que las únicas que saben gestionar adecuadamente esa renta mínima (o como se llame en cada sitio) son Navarra y el País Vasco. Tendría que haber dicho más bien que son las únicas que han tenido dinero para hacerlo, ya que cuentan con un sistema de financiación privilegiado, anacrónico, y que crea una situación de clara iniquidad entre Autonomías.

La dependencia de los nacionalistas ha influido también en el diseño del IMV. El ministro independiente, en sus peroratas triunfalistas, ha citado a menudo la referencia que los organismos internacionales habían hecho acerca de la pobreza en España. Lo que quizás no ha señalado suficientemente es que todos ellos indicaban la situación de injusticia que se produce al ser las prestaciones de carácter autonómico y muy diferentes en la cuantía y en el diseño. Se echaba en falta una prestación nacional que terminase unificando la ayuda. La fórmula adoptada, sin embargo, y sin duda por presión de los nacionalistas e independentistas, no corrige en absoluto la disparidad ya que, en lugar de completar las prestaciones autonómicas igualando todas en el nivel estatal, crean una ayuda de tipo general compatible con las de las Autonomías, subsistiendo por la tanto la misma disparidad territorial.

La decisión de Pedro Sánchez de gobernar a cualquier precio y la imposibilidad de hacerlo, con 120 diputados y un gobierno Frankenstein, según los cauces normales, le ha conducido a saltarse, allí donde ha podido, los diques democráticos. Ha pretendido acallar toda crítica. Anatematiza cualquier censura con el argumento de que se crispa la vida política. Intenta por todos los medios controlar los medios de comunicación. Somete a TVE a un régimen sectario y partidista, olvidándose de todas las exigencias y requerimientos que hacía en la oposición. Igual ha hecho con puestos que tradicionalmente habían gozado de cierta profesionalidad como por ejemplo la presidencia del Centro de Investigaciones Sociológicas, nombrando a uno de los militantes más sectarios del PSOE, que ha terminado por convertir este organismo en el hazmerreir de toda la ciudadanía, pues ya nadie se cree sus estudios y sus encuestas.

Las exigencias de sus socios golpistas le han hecho intervenir descaradamente en la Abogacía del Estado con la finalidad de que los informes jurídicos se hiciesen a su dictado y, sobre todo, que se modificasen de acuerdo con sus conveniencias las calificaciones penales que se debían mantener ante los tribunales, removiendo incluso de sus puestos de trabajo a los funcionarios que se negaban a cumplir sus indicaciones sectarias. Algo similar intentó con el Ministerio Fiscal, aunque hasta ahora le ha resultado más difícil de conseguir, pero por eso mismo ha situado al frente de la Fiscalía General del Estado, a quien de ministra de Justicia había dado ya suficientes muestras de parcialidad y de no tener ningún reparo en torcer la legalidad para conseguir los intereses políticos del Gobierno.

La última hazaña en ese querer utilizar las instituciones estatales para su propia pervivencia ha sido la obstrucción de la labor de la policía judicial, con cese incluido del funcionario que se negó a cometer una ilegalidad, descubriendo el contenido de la investigación que estaba bajo secreto sumarial. A los sanchistas, con tal de solventar sus problemas, no les ha importado originar toda una crisis en la cúpula de la Guardia Civil, que veía con escándalo cómo se pretendía utilizar la institución como jamás se había hecho.

No es la primera vez que este Gobierno recurre a la pérdida de confianza y a la libre designación. Pero la libre designación no es la libre remoción. Es ya doctrina del Tribunal Supremo que los ceses en los puestos de los empleados públicos de cierto nivel deben ser motivados. Actualmente en la Administración abundan los puestos de libre designación afectando a los niveles de responsabilidad. Permitir arbitrariamente la libre remoción por el poder político es deteriorar de forma grave la ecuanimidad  de la que debe estar dotada la Administración.

En esta misma línea de patrimonialización de la función pública, el Gobierno Frankenstein está multiplicando los puestos de alto nivel, todos ellos clasificados como de confianza, carentes de contenido y de competencias, y orientados a colocar a amigos o a miembros de los respectivos partidos sin conexión alguna con la Administración. Una de las garantías de la imparcialidad y objetividad de la función pública radica en que los puestos de trabajo sean ocupados por funcionarios públicos, reclutados según procedimientos reglados en los que se puedan determinar los méritos y la capacidad. Está establecido que la provisión de las direcciones generales se realice entre funcionarios y solo cuando el puesto sea tan específico que no haya ningún empleado público capacitado se permite nombrar a alguien ajeno a la Administración.

El Gobierno Frankenstein está convirtiendo la excepción en la regla y, a veces, de la forma más descarada, pueblerina y cutre posible. Un presidente de gobierno que crea una dirección general sin contenido para hacer un huequito profesional a su amigo de la infancia. Encima quieren justificarlo por eso del currículum. Los currículos son todos excelentes. El papel lo aguanta todo. Menos mal que a la Administración no se entra por el currículum, sino por las oposiciones. En cualquier caso, no se trata de demostrar que Iñaki Carnicero puede desempeñar muy bien el puesto (seguro que sí, no tiene contenido), sino que no había ningún funcionario capacitado para ocuparlo, tal como indica la norma.

La obra de Mary Shelley tiene un subtítulo que casi nadie cita, “El nuevo Prometeo». La autora pretende relacionar a su protagonista con el titán de la mitología griega que, arrastrado por su ambición, lleva su osadía al extremo de retar a los dioses y es torturado por ellos. La soberbia del doctor Frankenstein le conduce a desafiar las leyes de la naturaleza y es castigado por su propia obra, ese engendro grotesco e incontrolable que se vuelve contra su creador. Pedro Sánchez, llevado por su orgullo y ambición, violentando el orden lógico de la política y de la ética y en contra de lo que era la voluntad de su propio partido, ha creado también un monstruo patético y deforme difícil dominar, el gobierno Frankenstein. La obra de Mary Shelley tiene una moraleja: el castigo que acarrea a quien, en función de la soberbia y el orgullo, traspasa los límites éticos y del orden natural. Dudo mucho de que eso se aplique al pie de la letra a la política. No sé cuál será el final de Pedro Sánchez, pero me temo y creo intuir que las consecuencias negativas serán para los españoles.

republica.com 12-6-2020



NISSAN Y LAS NACIONALIZACIONES

PARTIDOS POLÍTICOS Posted on Lun, junio 08, 2020 20:23:26

El independentismo catalán y el Gobierno Frankenstein nos tienen acostumbrados a lo insólito. Pues he aquí que, a pesar de ello, siempre logran sorprendernos, porque cada disparate es mayor que el que le precede. La última ocurrencia consiste en requerir la nacionalización de Nissan. Nada más y nada menos que una multinacional japonesa. El primero en lanzarse a la piscina parece haber sido el portavoz de Esquerra Republicana y, como se trata de nacionalizar, habría que preguntarle a cuál de las naciones se refiere, si a la española o a la catalana. Puestos a soñar empresas imperiales es posible que esté dispuesto a proponer también la invasión por la grandiosa nación catalana de Japón y su anexión posterior como colonia. Reinventando la historia, puede llegar a descubrir que, en algún momento, el imperio del sol naciente y otros similares pertenecieron al condado de Barcelona.

Rufián quiere ceder la fábrica en régimen de cooperativa a los trabajadores. Menudo regalo. Debe de pensar que las multinacionales del sector de la automoción se reproducen, como las estrellas de mar, por arquitomía. De un solo brazo fragmentado puede salir un individuo completo. Rufián cree que de una fábrica abandonada podemos extraer por la fuerza y la virtualidad del independentismo una Nissan pequeñita lista para mantener el empleo de 23.000 trabajadores, producir los coches más ecológicos del mundo y al precio más atractivo. Por supuesto, sin que importen el capital del que se disponga, las patentes, las marcas y la tecnología con la que se cuenta, el nicho que se posee en el mercado y los canales de distribución, y todo ello en uno de los sectores más competitivos del mundo, aunque al mismo tiempo de los más concentrados y en el que las economías de escala son fundamentales. Las limitaciones de la Unión Europea tampoco existen; en todo caso, carecen de importancia. ¿Pero en qué país viven?

El señor Rufián es muy joven para poder recordar, y por lo visto no ha tenido demasiado tiempo para documentarse, pero el sector público español ya tuvo una empresa de automoción, SEAT, reliquia del franquismo, nacida a la sombra de FIAT e incardinada en el holding INI. Dado que carecía de la tecnología y de los canales adecuados de distribución, y teniendo en cuenta la progresiva internacionalización del mercado del automóvil, SEAT resultó inviable en cuanto España se abrió a los mercados extranjeros. Su privatización, sin entrar a valorar la forma en que se llevó a cabo, fue inevitable. Se vendió a Volkswagenen 1986. ¿Qué decir después de 34 años, en los que la globalización se ha impuesto, el mercado del automóvil se ha integrado totalmente y nosotros pertenecemos a la Unión Europea?

El portavoz de Esquerra Republicana en el Congreso, muy seguro de sí mismo y cargado de razón, ha lanzado un tuit en el que afirma que «Nacionalizar Bankia para salvar un banco es de estadista; nacionalizar Nissan para salvar a 23.000 trabajadores es de comunista». Si yo fuese comunista me sentiría ofendido porque proponer nacionalizar Nissan no es de comunistas, sino de berzotas e ignorantes, eso sí con mucha prepotencia, y sin ser conscientes de su condición. Pero, de verdad, ¿son estos los que quieren crear el estado catalán? Lo malo es que no solo rigen la Generalitat, sino que están condicionando el gobierno de España.

Por otra parte, es difícil de entender el problema que algunos tienen con las entidades financieras. Rufián afirma con cierta ignorancia que Bankia se nacionalizó para salvar un banco. Por lo visto, los bancos no tienen trabajadores a los que rescatar. Pero es que, además, Bankia nunca se nacionalizó, se creó ya con carácter estatal y no para salvar un banco sino a una serie de cajas de ahorro que se encontraban prácticamente en quiebra. No tenían detrás a accionistas, asquerosos capitalistas, indignos de merecer el auxilio público, sino a trabajadores, a depositantes y demás acreedores, en muchos casos empresas, que a su vez se hubiesen visto arrastradas por la caída de las cajas y dejado en el paro a multitud detrabajadores. Eso es lo delicado y específico de las entidades financieras, que su quiebra conlleva la de otras muchas corporaciones y, en ocasiones, la de otras entidades financieras, transmitiéndose a toda la economía nacional en forma de dominó. Al final, no queda otro remedio más que socializar pérdidas. Por ello, su vigilancia resulta trascendental, ya que cuando se hunden terminan costando el dinero a todos los ciudadanos. Y entonces ya no tiene sentido llorar por la leche derramada.

Detrás de la crisis de las cajas de ahorro no ha habido banqueros, sino políticos, políticos de todos los signos. Constituye un triste legado para la izquierda, que vio diluirse la posibilidad de contar con una banca estatal. Fue mi primera desilusión respecto al partido socialista recién llegado al gobierno y también mi primera discrepancia, el tratamiento dado a las cajas de ahorro al poco tiempo de ganar las elecciones en 1982. Renunciaron a crear con ellas una potente banca pública. Mediante la Ley de órganos rectores de 1985, las dejaron en manos de las Comunidades Autónomas, corporaciones locales, sindicatos e impositores, con lo que se las configuró como presas fáciles del caciquismo local y se las privó de los mecanismos de control de las entidades públicas. Esa ambigüedad en su naturaleza -ni públicas ni privadas- las hizo totalmente vulnerables ante la recesión de 2008, en curioso contraste con la crisis bancaria de los años ochenta, en la que sufrieron mucho menos que los bancos, ya que fueron estos los que necesitaron en mayor medida la ayuda estatal.

Es posible que la razón por la que al portavoz de Esquerra Republicana no le guste el rescate de Bankia se encuentre en que los trabajadores y depositantes no eran catalanes, sino principalmente madrileños y valencianos. Pero habrá que recordarle que, en términos relativos, el mayor agujero al erario público no lo ha causado Bankia sino Caixa de Cataluña. Esta entidad, ahora en manos del BBVA, costó al Estado alrededor de 12.000 millones de euros, seguramente más en términos absolutos que la aportación a Bankia, si descontamos su valor actual. Pero, en cualquier caso, teniendo en cuenta el volumen de ambas entidades, el pufo de la Caixa fue al menos cuatro veces mayor que el que puede resultar de Bankia. La diferencia, para que el portavoz de Esquerra no haya reparado en ella, puede estar en que era catalana y al frente de la entidad no estaba ningún gánster de la derecha, sino un prohombre del PSC como Narcis Serra.

Lo mejor que el independentismo catalán puede hacer en el tema de Nissan es examen de conciencia y procurar enmendarse de cara al futuro. No digo yo que la causa única de la marcha de Nissan estribe en el procés. Son, sin duda, muchas las variables que han podido influir en una decisión tan complicada como esta, e inserta en una estrategia de mercado de una multinacional de tales dimensiones. Habría que preguntarse incluso si la política medioambiental de la Unión Europea, comparativamente mucho más rígida que la de otras latitudes, no tiene su influencia. Pero, en cualquier caso, la inseguridad que la presión independentista ha instalado en Cataluña no ayuda precisamente.

El referéndum del uno de octubre y sus secuelas expulsaron de Cataluña a una parte considerable de su tejido empresarial, no solo por el número sino por la relevancia de muchas de las compañías que modificaron al menos su domicilio social. Otras, como las del sector de la automoción, de más difícil deslocalización, no tuvieron más remedio que quedarse, pero eso no quiere decir que permanezcan impasibles e indiferentes ante las pérdidas que sufren cada vez que a unos niñatos se les ocurre cortar las carreteras y las autopistas o cuando el muy honorable decide encabezar una marcha por la libertad. El “apreteu, apreteu” estará anotado en la memoria de sus responsables, y la amenaza de inestabilidad se encontrará presente cada vez que una multinacional tenga que tomar una decisión acerca de la localización de sus empresas.

La estulticia de la izquierda catalana ha llegado hasta el extremo de que hace tan solo unos días la teniente de alcalde del ayuntamiento de Barcelona, en un coloquio organizado por el periódico digital Cicloesfera, manifestó que había que aprovechar la caída de la actividad por el coronavirus y evitar que se reactivase la industria del automóvil. Ahora o nunca, exclamó. Hay que trasladar a los trabajadores a sectores más limpios. Pues bien, ahora. Solo para empezar, va a tener 23.000 parados que reciclar. A ver cómo limpia los puestos de trabajo. Digo que para empezar porque este sector representa en Cataluña el 10% de su valor añadido, y si ella y otros como ella continúan por esa senda los candidatos al desempleo van a ser innumerables.

La estulticia no es privativa de Cataluña, o al menos se contagia al resto de España. Las pláticas de la vicepresidenta cuarta (hay que llevar la cuenta con tantas vicepresidencias para no perderse) tampoco deben ayudar mucho a que la industria del automóvil permanezca en España. Claro que, tal como propone el niño Errejón respecto de Nissan, siempre nos quedarán las nacionalizaciones para reorientar la producción hacia la movilidad sostenible fabricando autobuses verdes o paneles solares. Ale, a llenar Españade autobuses verdes y paneles solares.

El vicepresidente segundo (creo que es el segundo) afirma que, de acuerdo con la Constitución española, las nacionalizaciones son perfectamente posibles. No cabe ninguna duda, pero lo que hace falta es que sean también posibles desde el punto de vista económico y, sobre todo, que sean convenientes. También acierta cuando añade que no son de izquierdas o de derechas. El franquismo fue adalid en esto de nacionalizar. Convirtió al sector público en la cloaca del sector privado. Como buena dictadura populista, se hacía cargo de empresas en pérdidas para evitar la quiebra y la consiguiente conflictividad laboral. En los años que llevamos de democracia tanto el PSOE como el PP, si se exceptúa el caso de las entidades financieras, se han dedicado más a privatizar que a nacionalizar. Así nos hemos quedado sin todas aquellas empresas públicas que eran rentables (algunas de ellas muy rentables). Las nacionalizaciones, por el contrario, cuando han existido, siempre han estado orientadas a asumir pérdidas. Un caso que sin duda viene a cuento señalar por la semejanza que guarda con la actual situación de Nissan fue la nacionalización en 1994 por la Junta de Andalucía de la factoría de Linares, tras su abandono por la multinacional Suzuki. Constituyó un agujero sin fondo en el que enterrar dinero público tanto de la Junta como del Estado, hasta que se terminó cerrando en 2011.

En principio, no solo las nacionalizaciones, sino en general todo lo que se denomina ayudas de Estado, están proscritas en la Unión Europea. Aunque siempre ha habido excepciones, como por ejemplo la de las entidades financieras, y sobre todo si afecta a los países miembros más importantes, como Alemania. En este momento, con la crisis del coronavirus se ha abierto la veda. La Comisión lleva ya autorizadas toda clase de ayudas por importe de dos billones de euros, de los que más de la mitad corresponden al país germánico. Me temo que ese plan de reactivación pendiente de aprobar que tanto ruido ha hecho vaya dirigido principalmente a este cometido (véase mi artículo de la semana pasada).

Es seguro que las prestaciones a fondo perdido, desmesuradamente esperadas, no se orientarán ni a pagar ese ingreso mínimo vital del que el Gobierno alardea ni a incrementar las prestaciones de desempleo a los parados (el SURE concede simplemente préstamos). Tampoco se encaminarán a potenciar y aumentar el equipamiento sanitario; las ayudas a esta finalidad se van a instrumentar mediante el MEDE cuya finalidad consiste exclusivamente en conceder créditos. El incremento de todos estos gastos, junto con el inevitable descenso de la recaudación fiscal, va a incidir sobre el ya abultado nivel de nuestro endeudamiento público, aumentando aún más nuestra vulnerabilidad financiera y fiscal sin que podamos esperar nada de la Unión Europea. Es muy probable, sin embargo, que las presuntas prestaciones a fondo perdido, sean muchas o pocas -que también costeará España como un país miembro más-, se dirijan principalmente a reflotar empresas en pérdidas (nunca mejor dicho lo de a fondo perdido), sea cual sea la modalidad de ayuda de Estado que en cada caso se elija, muy posiblemente también la de nacionalizaciones.

republica.com 5-6-2020



COVID-19, MERKEL, MACRON Y LAS AYUDAS DE ESTADO

EUROPA Posted on Mar, junio 02, 2020 19:27:37

Hace unos días, Macron y Merkel nos sorprendieron firmando un documento por el que proponían al resto de los países miembros constituir un fondo de 500.000 millones de euros de cara a solucionar los problemas derivados de la pandemia en Europa. Aun cuando el escrito mantiene abierto todo tipo de interrogantes, ambos mandatarios han tenido buen cuidado de que quedasen claros dos aspectos que preveían que iban a impactar considerablemente en la opinión pública europea. El primero, que optaban, al menos parcialmente, por el modelo de transferencias a fondo perdido frente al régimen de créditos. El segundo es consecuencia del primero. Puesto que no se va a pedir el reembolso a los países beneficiarios, la financiación tiene que ser comunitaria mediante bonos europeos. Ni que decir tiene que todos los medios de comunicación, por supuesto los de España, han saludado la medida como un gran avance. Yo, desde luego, sería mucho más cauto.

La UE y las fuerzas políticas y económicas que se mueven tras bambalinas tienen un enorme poder de comunicación y propaganda, y los ciudadanos, especialmente los de los países del Sur, una capacidad ingente de credulidad. La Unión Monetaria nació perniquebrada en el Tratado de Maastricht, sin integración fiscal y con medios redistributivos totalmente insuficientes. Desde entonces hay quien pretende convencernos de que después de la moneda única se producirá la unificación de todos los otros aspectos, especialmente los presupuestarios, que compensen las desigualdades y los desequilibrios creados por el mercado único y la unión financiera y monetaria. Lo cierto es que, en treinta años y digan lo que digan, no se ha producido ni un solo avance en la materia.

En muchas ocasiones se han hecho grandes proclamas vendiendo tales y cuales hechos como pasos de gigante hacia esa constitución de los Estados unidos de Europa. Pero a la larga todo queda en farfolla, en hojarasca, abortado por el camino. Pasan los años sin llegar a nada consistente. Los países del Norte no ceden ni un ápice, y en cierta forma es comprensible, si no se les exigió en su momento al constituirse la Unión Monetaria, ¿por qué iban a ceder ahora?

Alemania -léase Merkel- es una artista en el enredo. Cuando se encuentra contra las cuerdas parece que asiente, pero se las agencia para que sean sus socios más duros (Holanda, Austria, Finlandia, etc.) los que torpedeen la propuesta o la aminoren hasta hacerla inofensiva. En todo caso, los temas se van posponiendo, y quedan en punto muerto. En esta ocasión, Austria, Holanda, Suecia y Dinamarca se han posicionado ya en contra. Cabe la duda de si Merkel contaba con ello, y una vez más juega al policía malo y policía bueno. La canciller alemana ha dado muestras de tener una gran cintura. Sabe que, en determinados momentos, si se quiere salvar la Unión Monetaria -y no tiene dudas de que es muy beneficiosa para Alemania-, hay que dar al menos la apariencia de que se cede, y ganar tiempo. Ya lo ha hecho en otras ocasiones.

En la Cumbre de junio del 2012, el ortodoxo Monti, que había sido impuesto por Bruselas y Berlín al frente del Gobierno italiano, se rebeló y amenazó con vetar el comunicado final si no se aceptaba que fuese la Unión Monetaria la que asumiese el coste del saneamiento de los bancos con problemas. Rajoy se adhirió al instante, al estar España inmersa en una crisis bancaria de envergadura, y Hollande, aunque de forma más tibia, se sumó también a la iniciativa. Merkel tuvo que recular y aceptar en principio la propuesta, pero la condicionó a que antes Bruselas asumiese las funciones de supervisión, liquidación y resolución de las entidades financieras. La canciller alemana ganaba astutamente tiempo. Con el paso del tiempo las cosas siempre se desdibujan.

Se creaba así lo que se conoce como la Unión Bancaria. Pero ello no impedía que las haciendas tanto de España como de Irlanda tuvieran que hacerse cargo del saneamiento de sus propios bancos. La Unión Europea se arrogó las competencias señaladas anteriormente, pero el gasto no se socializó, ni siquiera mediante un fondo de garantía de depósitos comunitario. Las quiebras de los dos últimos bancos, el Popular y el Veneto, lo indican claramente. Fueron los españoles y los italianos (respectivamente) los que corrieron con el coste de la juerga y, además, con soluciones distintas, los accionistas, en el caso de España; los contribuyentes, en el caso de Italia (ver mi artículo del 6 de julio de 2017).  

En junio de 2018, Merkel y Macron, reunidos en Meseberg, Alemania, pactan la creación de un presupuesto de la Eurozona. En apariencia, el acuerdo era totalmente revolucionario. Daba la impresión que corregía el error de fondo de Maastricht. Completar la Unión Monetaria con la Unión Presupuestaria. Todo ha sido teatro. Brindis a la galería. Merkel se ha llevado a Macron al huerto y el resultado ha consistido en un fondo (más bien fondillo) que no soluciona nada. No se le dota de recursos nuevos, sino que se incorpora al Marco Financiero Plurianual 2021-2027, y por una cuantía ridícula, 13.000 millones de euros, el 0,01 del PIB de la Eurozona (ver mi artículo del 27 de junio de 2019). Ni siquiera se establece un seguro de desempleo comunitario. El SURE creado por la Comisión posteriormente no tiene nada que ver con ello, puesto que no se produce ninguna socialización del gasto. Se reduce a ser un simple mecanismo prestamista para conceder créditos a los países que tienen problemas con el paro.

En los momentos actuales, la presión sobre Alemania y demás países del Norte es fuerte. La crisis sanitaria va a afectar, en mayor o menor medida, a todos los Estados. Tres de los cuatro más grandes de la Eurozona (Italia, España y Francia), seguidos de otros de menor tamaño, se han pronunciado a favor de los eurobonos y de las transferencias a fondo perdido. Hace aproximadamente quince días el Parlamento europeo aprobó de forma casi unánime una declaración elaborada con mucha firmeza acerca de la necesidad de que la Unión Europea diese una respuesta adecuada a los problemas económicos derivados de la pandemia. Llegó a fijar la cantidad en dos billones de euros, y además dio un cachete a la Comisión, rechazando el uso de trucos contables y, más concretamente, la multiplicación de las cantidades por medio del apalancamiento en la inversión privada. Una crítica velada (y no tan velada) al plan de inversiones de Juncker que, en buena medida, quedó reducido a humo. Las cantidades se multiplican por obra y gracia de la ingeniería financiera.

El acuerdo del 18 de mayo pasado de Macron y Merkel deja muchos interrogantes sobre la mesa, pero la canciller alemana ha hecho algunas precisiones que inducen a la sospecha de si, dadas las presiones existentes, no ha considerado conveniente ponerse al frente de la manifestación para conducirla por donde le interesa. Ha dejado claro que todo este fondo deberá incardinarse dentro de la estructura presupuestaria de la UE y modificando los reglamentos que sea preciso. A nadie se le oculta que, vista su insignificante cuantía, el presupuesto se convierte en un traje excesivamente estrecho y elevar su monto, un camino intrincado y proclive a que los países del Norte pongan toda clase de impedimentos. A su vez, la modificación de los tratados con 27 miembros supone adentrarnos en un laberinto de difícil salida.

Alemania en estos momentos presenta además un flaco débil frente a los otros países: las ayudas de Estado concedidas a sus empresas con motivo de la crisis sanitaria. Uno de los principios que parecían inamovibles en Europa era la condena de toda actuación de los gobiernos tendente a intervenir económicamente en las empresas nacionales. La Comisión ha tenido sumo cuidado en perseguir cualquier práctica en este sentido. La razón es clara, violenta el mercado único, distorsionando la competencia, ya que prima a unas empresas frente a otras. Curiosamente, nunca se ha prestado la misma diligencia en perseguir la falsificación de la concurrencia introducida por las ventajas fiscales concedidas por los distintos países.

Los principios europeos duran en tanto en cuanto no afecten negativamente a los intereses de Alemania o Francia; por eso este dogma se ha venido al suelo en cuanto que, como consecuencia de la crisis económica que sigue a la sanitaria, estos países se han visto en la tesitura de auxiliar a sus empresas y evitar que puedan ser compradas a precios de ganga por sociedades extranjeras. Con este motivo, la Comisión ha aprobado hasta ahora alrededor de ciento veinte solicitudes gubernamentales de ayudas de Estado: subvenciones, préstamos, avales, etc., por importe de dos billones de euros. Lo de aprobar es en cierto modo un eufemismo, porque tanto Alemania como Francia ya se habían tomado la justicia por su mano y no habían esperado a tener la aprobación de Bruselas para intervenir económicamente en las empresas.

Las ayudas de Estado aprobadas se han distribuido de forma totalmente desigual. Alemania, con el 25% de la renta de la UE, ha concedido el 52% del total, seguida a mucha distancia por Francia e Italia (con el 17 y el 15%, respectivamente). El resto de los países han participado en porcentajes muy reducidos. Es palmario que tal situación constituye un torpedo bajo la línea de flotación del mercado único. Se rompe uno de los dogmas que se consideraban intocables y sobre los que se había basado la construcción europea, esto es, la libre competencia y el rechazo de cualquier intervención estatal que pudiera distorsionar el mercado. El hecho de que unos países tengan capacidad para intervenir en sus empresas, y otros no, crea una situación difícil de justificar, tanto más cuanto que la causa de esa desigualdad radica en la moneda única y el mantenimiento obligatorio de todos los países en el mismo tipo de cambio.   

No es de extrañar, por tanto, que todo esto haya influido en la canciller alemana y le haya hecho ver que no es buena táctica mantener una postura de cierre total frente a las peticiones de los países del Sur; que resulta más político, como otras veces, aparentar que se cede en algo y reconducir esas reclamaciones a un pantano sin salida. Se intuye que las ayudas de Estado estaban presentes tanto en la mente de Macron como en la de Merkel  a partir de ciertas insinuaciones que se hacen en el acuerdo acerca de la finalidad de los recursos: mantenimiento de la soberanía económica e industrial, reserva común de productos estratégicos a efectos de reducir la dependencia exterior, control de la inversión en las empresas europeas, etc. Todo ello apunta a las ayudas de Estado y a la intervención económica en las empresas nacionales. Merkel no da puntada sin hilo. Pronto descubriremos qué se esconde tras ese giro tan espectacular de Alemania.

La Comisión, a su vez, ha presentado este miércoles pasado su plan. Como no podía ser de otra manera, en la misma línea del acuerdo de Merkel y Macron. Con una cifra global un poco más abultada (750.000 millones de euros); supongo que con la intención de dar ocasión a los halcones del Norte para rebajarla. De nuevo, la prensa nacional ha acogido el anuncio con inmenso júbilo, pero, también como siempre, de forma un tanto cándida. El camino que queda por delante es arduo e incierto. Ha de recibir el visto bueno del Consejo, que debe aprobarlo por unanimidad. Y, como se ha indicado más arriba, tenemos la experiencia de otras muchas veces en las que, tras anuncios efectistas, solo hemos encontrado aire.

republica.com 29-5-2020



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