No era preciso tener dotes proféticas para adivinar la reacción que iba a tener el Banco Central Europeo (BCE) ante el impuesto que piensa imponer el Gobierno a la banca. Es curioso que a los que se les llena la boca de hablar de Europa después actúan como si la Unión Monetaria no existiese. Sobre todo, se olvidan de las grandes limitaciones que ello significa. Desde la crisis del 2008 la solvencia de las entidades financieras forma parte de las preocupaciones de las instituciones comunitarias y, entre ellas, en este cometido el BCE ocupa un puesto de preeminencia.

La creación de la unión bancaria aparecía como una necesidad. Bien es verdad que, a pesar de haberla establecido y hasta la fecha, tal unión no ha servido para socializar entre todos los países las pérdidas. Las insolvencias acaecidas últimamente han recaído sobre los propios accionistas de la entidad o sobre el erario público del respectivo Estado, y de ningún modo sobre Bruselas. Pero lo que sí se ha transferido a las autoridades comunitarias es la supervisión y vigilancia de las entidades financieras. Los bancos centrales de los distintos Estados han pasado en cierto modo a ser sucursales del BCE.

Tampoco era necesario afinar mucho para adelantar algunas de las objeciones que iba a poner Frankfurt (ver mi artículo en este periódico del 4 de agosto de 2022, titulado “Impuesto a los depósitos bancarios”). Mas allá de las deficiencias técnicas de la norma (cosa casi generalizada en las leyes de este Gobierno) y de la posibilidad de que la tumbe la justicia, el BCE coloca como una de las objeciones principales el hecho de que el gravamen gire sobre el margen de intereses y las comisiones, y no sobre los beneficios, con lo que se puede distorsionar el funcionamiento del mercado financiero y dañar la solvencia de los bancos, tanto más cuanto que el tributo no es generalizado.

Pero, sobre todo, Frankfurt destaca la prohibición que establece la norma de que las entidades financieras repercutan el gravamen sobre los clientes, cuyo cumplimiento resulta totalmente imposible de comprobar. Las entidades financieras tienen suficientes mecanismos para trasladar el impuesto, con lo que la prohibición se convierte en un brindis al sol.

Además, el BCE no ha visto con buenos ojos que se designe al Banco de España como cancerbero de la observancia de un mandato totalmente irrisorio, que cae fuera de sus funciones e incluso en cierto modo se opone a ellas, ya que el BCE ha establecido, nos guste o no, que las entidades financieras deben repercutir todos sus costes a los clientes.

Lo que sí nos debería haber sorprendido, aun cuando estemos curados de espanto, es la reacción tan visceral, zafia y fuera de tono que han tenido todos los miembros del Gobierno ante el informe del BCE. Quizás el mayor exabrupto, excluyendo el de Sánchez, haya sido el protagonizado por el ministro de Seguridad Social, y es que los conversos suelen llevar las cosas hasta el extremo para que se les perdonen los pecados pasados.

Lo único que se le ha ocurrido decir es que el informe es de corta y pega. Debe de conocer bien esa técnica, ya que su señorito la domina a la perfección, como demostró con su tesis doctoral, y él mismo la ha aplicado en la elaboración del ingreso mínimo vital y en su reforma de las pensiones, que son chapuzas de primer orden. Si el ministro no hubiese sido tan visceral, habría entendido que una cosa es el corta y pega y otra que una institución al elaborar un informe cite las tesis que ha mantenido en otros casos similares. En esta ocasión, transcribe lo dicho respecto de Lituania, Eslovenia y Polonia. Y ciertamente no dice mucho acerca de la salud de la democracia española que el BCE la tenga que comparar con la de estas naciones.

La traca final la protagonizó Sánchez con unas declaraciones muy a su estilo -estilo que ha transmitido a sus ministros-, la de sustituir los argumentos que no tiene por ataques personales, insultos e injurias.  Claro que primero tiene que identificar el objeto o el sujeto a quien echar las culpas y, por lo tanto, convertirlo en diana. Es una táctica muy vieja, quizás desde los sofistas. Schopenhauer la explicó de forma profusa en su obra “Parerga y Paralipómena”, cuyas conclusiones fueron recogidas por Alianza editorial en un librito titulado “El arte de insultar”.

El filosofo alemán se expresaba de este tenor: “Cuando se advierte que el adversario es superior y que uno no conseguirá llevar razón, personalícese, séase ofensivo, grosero. Personalizar consiste en que uno se aparta del objeto de la discusión (porque es una partida perdida) y ataca de algún modo al contendiente y a su persona: esto podría denominarse argumentum ad personam, a diferencia de argumentum ad hominem”.

Sánchez se ha hecho un maestro en esa táctica del argumentum ad personam. La ha practicado desde hace mucho, desde antes de ser presidente del gobierno. Todos recordamos aquel debate electoral del 13 de diciembre de 2015 en el que espetó a Rajoy aquello de “Usted no es una persona decente”. Sonó como un trallazo que dejó desconcertado incluso al propio presidente del gobierno, ya que hasta entonces nadie estaba acostumbrado a este tipo de enfrentamientos personales.

Ahora ha dado órdenes a sus ministros de que lo utilicen. Buen ejemplo de ello es la ofensiva emprendida contra Núñez Feijóo. Causa risa de lo burda que es y de lo obvia y evidente que aparece. Incluso le han acusado de no saber inglés. Si el presidente del PP hubiese sido ducho en argumentos ad personam habría podido contestar que peor que no saber inglés es saber solo inglés, que es lo que le pasa a Sánchez.

Esa misma táctica es la seguida contra el informe del BCE que tan mal ha sentado en el Gobierno. La reacción no se ha basado en ningún argumento racional, sino en ataques personales. Para ello ha escogido como objetivo al vicepresidente de la institución, Luis de Guindos, basándose en que fue ministro de Economía de Rajoy. El plan ha resultado ingenuo. Es difícil de creer que un informe del BCE firmado por su presidenta obedezca únicamente a la animadversión de un miembro del Consejo.

Este menosprecio de Sánchez, dados sus antecedentes, no debería sorprendernos. No obstante, en esta ocasión sí hay un motivo para el asombro, el hecho de que el contrincante sea el BCE, entidad que mantiene en su balance más del 30% de la deuda española y que es la única institución europea realmente con poder. Colocó a la economía griega al borde del abismo hasta que hizo rectificar al entonces Gobierno de Tsipras. Fue el que tuvo que salvar a España e Italia del acoso de los mercados, pero, en contrapartida, les obligó a duras medidas y ajustes.

Ciertamente sería ingenuo pensar que por este enfrentamiento el BCE vaya a tomar represalias vendiendo la deuda pública española. Pero la situación actual es sumamente crítica. Ante la desmedida inflación, el BCE debe cambiar de política. Por lo pronto ha tenido que subir los tipos de interés, pero todo hace pensar que tendrá que pasar de comprar bonos a desprenderse de ellos en el mercado para drenar liquidez y reducir así la demanda. En esto no se distingue de otro banco central cualquiera, como la Reserva Federal de EE. UU. o el Banco de Inglaterra. No obstante, sí existe una notable diferencia, la Unión Europea ni es un Estado ni constituye una única economía; por el contrario, se compone de veintisiete países muy heterogéneos y con un stock de deuda pública enormemente dispar.

El BCE prevé que no podrá vender títulos de algunos países, y que incluso tendrá que continuar comprándolos si no quiere que los mercados apuesten contra ellos y que su prima de riesgo se dispare, tal como ocurrió en 2012. Es decir, que se va a producir la fragmentación del mercado, deberá vender títulos de la mayoría de los países, pero se verá obligado a comprar de algunos otros como Italia, España y, por supuesto, Grecia.

Ha habido que crear un nuevo instrumento mediante el cual se comprará los títulos de aquellos países que lo necesiten, pero con requisitos y obligaciones que forzosamente habrá que cumplir. Es decir, que dentro de muy poco parece que vamos a depender del BCE más de lo que querríamos, y que estaremos sometidos a su dictamen y a sus condiciones. No me parece que sea el momento para la petulancia, la soberbia y el desplante. En estas circunstancias la altivez se convierte en imprudencia.

republica.com 17- 11-2022