Farsa, sainete, pantomima. Todos los sinónimos son insuficientes para calificar el espectáculo (formado recientemente alrededor de la determinación del sujeto pasivo del impuesto de actos jurídicos documentados (IAJD) en el supuesto de la suscrición de las hipotecas. Todos los actores se han precipitado en la mayor demagogia e hipocresía. La totalidad de los partidos políticos ha abrazado el populismo. Han intentado arrimar el ascua a su sardina. Todos se han guiado no por lo justo o injusto, ni siquiera por lo más eficaz, sino por lo que piensan que va a tener más aceptación entre su clientela.
El PP y Ciudadanos, con poca imaginación, entre la banca y los prestatarios, han tirado por elevación, han roto el nudo gordiano, recurriendo a su senda preferida, la de reducir la imposición y pedir la eliminación del gravamen. Que pierda la Hacienda Pública o, lo que es lo mismo, todos los españoles. Ni que decir tiene que la reivindicación ha sido muy bien acogida por una gran parte de los creadores de opinión, que en seguida la han coreado, haciendo comparaciones internacionales. Comparaciones que, por supuesto, se realizan siempre sin contemplar la totalidad del sistema fiscal, en las que España se situaría entre los Estados con menor presión fiscal, sino considerando tan solo una figura tributaria y eligiendo los países en los que no existe o cuyo tipo es más reducido. Entre la mayor parte de la sociedad, la supresión de los impuestos tiene siempre buena prensa, sobre todo cuando no se pone sobre la mesa el coste de oportunidad y, por lo tanto, los ciudadanos no son conscientes de a lo que tienen que renunciar a cambio. No es el momento de criticar a fondo esta forma de populismo de derechas. Creo que ya lo he hecho desde estas páginas otras muchas veces.
Pero hay otro populismo que padecen los partidos que se consideran de izquierdas. El presidente del Gobierno y Podemos, ante la alternativa, han optado por atacar a la banca, lo que también goza de asentimiento mayoritario, y constituye uno de los deportes favoritos de cierto progresismo. Conviene desmontar los tópicos y los anacronismos que están asentados en la opinión pública acerca de las entidades financieras. Se aprecia una cierta demagogia que considera rentable políticamente todo lo que sea lanzar anatemas sobre la banca, y convertirla en una especie de diana, sin considerar que, en la mayoría de las ocasiones, un ataque indiscriminado puede convertirse en un bumerán que a menudo se vuelve contra nosotros.
En cierta forma, aunque suene exótico, la banca terminamos siendo todos. Las entidades financieras son totalmente necesarias para el funcionamiento de la economía. Otra cosa distinta es si deben ser públicas o privadas y hasta qué punto deben ser controladas por el poder político. Por desgracia, los errores y problemas de las entidades financieras acaban afectando de manera muy importante a la economía nacional, y en consecuencia a casi todos los ciudadanos. Las crisis financieras terminan siendo también recesiones económicas que acarrean graves daños a la mayoría de sociedad. Por otra parte, todas las crisis bancarias que se han producido, al menos en nuestro país, han finalizado a base de sanear las entidades en pérdidas con dinero público.
Los bancos tienen una característica especial que los diferencia del resto de las empresas. El capital constituye una pequeña parte del pasivo, de manera que, en caso de quiebra, los perjudicados no son solo los accionistas sino en número mucho mayor los acreedores, entre los que se encontrarán también empresas que pueden verse obligadas a cerrar y, a su vez, pueden arrastrar a otras empresas al abismo. Esto es, una reacción en cadena. De manera que quizás no sea tan buena idea utilizar a la banca de diana de todos los posibles impuestos. A menudo, hay una confusión en el objetivo. Lo conveniente quizás no sea gravar a la banca, sino a los banqueros por los desproporcionados sueldos que cobran o a los accionistas por los dividendos percibidos. Desde el punto de vista del interés social, lo más importante tal vez consista en someter a las entidades financieras a una fuerte supervisión, de manera que no se puedan repetir las graves situaciones pasadas que hundieron la economía y costaron tantos recursos públicos. En ocasiones, incluso puede resultar conveniente prohibir el reparto de dividendos.
Concretamente en España los bancos (no los banqueros) quedaron en muy mala situación después de la crisis. Es cierto que no se hundieron como la mayoría de las Cajas, pero tuvieron graves dificultades y se vieron en la obligación de aprovisionar pérdidas por los activos tóxicos que mantenían en sus balances. Estas pérdidas no pudieron deducirse en su momento en el impuesto sobre sociedades, bien porque todavía no se habían realizado, bien porque en esos ejercicios no había saldos suficientes y quedaban pendientes de una compensación en los años posteriores. Es lo que se ha llamado activos fiscales diferidos (DTA). Sin entrar de lleno en su problemática, cosa imposible en estos momentos, hay que señalar que se produjeron dos efectos bastante negativos.
El primero es que, debido a ellos, la banca apenas ha pagado impuestos todos estos años, puesto que los DTA se hicieron deducibles de cualquier tributo al que la entidad financiera estuviese obligada. El segundo es aún más grave. Para cumplir los niveles de solvencia exigidos por Basilea III, la banca española pretendió computar como capital los DTA. Para que Bruselas lo aceptase fue preciso que el Estado español avalase dichos activos. He aquí que el erario público se convirtió en fiador de todas las entidades financieras y, en caso de que estas incurran en concurso o quiebra, deberá responder ante los acreedores. Ya ha surgido el primer caso. El hundimiento del Popular y su adquisición por el Santander han llevado a este último banco a reclamar a la Agencia Tributaria 1.500 millones de euros, correspondientes a los DTA que el Popular mantenía en el balance.
Resulta, por tanto, bastante obvio que desde una óptica de izquierdas la actuación frente a las entidades financieras es mucho más compleja que la de simplemente gravarlas con un nuevo impuesto o, tal como ha hecho Pedro Sánchez, salir corriendo, aprovechando una actuación aciaga de los tribunales, a dar una rueda de prensa para vanagloriarse de modificar la ley y hacer recaer sobre la banca el IAJD en la subscrición de las hipotecas. La norma que Sánchez ha reformado llevaba en vigor más de veinte años, aprobada, por cierto, por un gobierno socialista, y hasta ahora nadie había propuesto el cambio. Una reacción tan atropellada no puede por menos que calificarse de mero oportunismo político, de pura demagogia. La precipitación del Gobierno ha sido tan grande que no se dieron cuenta de que dejaban exentas a todas las cajas rurales y cooperativas, de modo que, tal como ya nos tienen acostumbrados, tuvieron que corregirse posteriormente.
Que la postura adoptada por el Gobierno obedece a un simple postureo y a ganas de engañar al personal aparece de forma palmaria al considerar que el cambio acometido en la norma resulta totalmente inútil. Ni el Gobierno ni la ley ni los tribunales pueden dictaminar quién va a soportar el impuesto en una transacción económica. Establecen tan solo quién es el sujeto pasivo, pero no sobre quién va a recaer el gravamen efectivo. Esta decisión surge del mercado, del juego de la oferta y la demanda. El resultado es el mismo sea quien sea (banca o cliente) el sujeto pasivo. Nos guste o no, vivimos en una economía de mercado y por lo tanto resulta imprescindible conocer sus leyes, de lo contrario podemos obtener un efecto contrario al que pretendíamos o decíamos pretender. Bien es verdad que ello importa poco, cuando el único objetivo es la propaganda política.
En una transacción económica, todos los gastos y los impuestos forman parte del precio real, y así son considerados tanto por el oferente como por el demandante. En su actuación en el mercado tanto la oferta como la demanda tendrán en cuenta quién paga el gravamen para ajustar el precio. De manera que, sea quien sea el sujeto pasivo, el desenlace final será el mismo, normalmente un reparto del impuesto entre oferentes y demandantes que no tiene por qué ser de la misma cuantía. Todo dependerá de la fuerza de cada una de las partes.
La suscripción de una hipoteca constituye una transacción económica, en la que los prestatarios ajustarán su demanda de acuerdo con el coste de la operación, pero incluyendo en él no solo el tipo de interés sino todos los gastos y los impuestos, si son ellos -como hasta ahora- los obligados a pagarlos. Por el contrario, si, tal como va a ser a partir de este momento, la entidad financiera se convierte en el sujeto pasivo, pocas dudas caben que todos los bancos acomodarán el tipo de interés de manera que su rentabilidad continúe siendo la misma. Es posible que, dada la polémica suscitada, para no dar una mala imagen, no lo hagan de manera inmediata, pero en muy poco tiempo, de forma generalizada y sin que apenas nos demos cuenta, se habrá producido el ajuste. De poco vale que la Comisión Nacional de la Competencia afirme que va a vigilar para que las entidades financieras no se pongan de acuerdo. No hará falta ningún pacto. El nuevo equilibrio surgirá de manera natural y por las propias leyes del mercado.
La cosa cambia cuando hablamos de retroactividad, puesto que en ese caso los prestatarios sí se pueden encontrar con un beneficio inesperado, extraordinario, en cierta forma podríamos hablar de un enriquecimiento injusto, ya que en su momento suscribieron el préstamo con unas condiciones estipuladas y fijadas de acuerdo con el hecho de que eran ellos los sujetos pasivos del impuesto, y no las entidades financieras. Si la situación hubiera sido la contraria, las condiciones también habrían sido distintas.
Todo enriquecimiento injusto conlleva el injusto empobrecimiento de alguna otra parte. Desde la exaltación populista se podría alegar que en este caso tiene poca importancia, ya que la otra parte es la banca. No corramos tanto. Si las entidades financieras sufren una importante pérdida extraordinaria, con toda probabilidad la repercutirán en los futuros clientes y serán estos los que acaben asumiendo el empobrecimiento. Pero es que, incluso, puede ocurrir que el coste de la devolución del impuesto no alcance, ni siquiera como intermediarias, a las entidades financieras, y sea asumido directa y definitivamente por el erario público. Desde luego, la reclamación de los prestatarios debería dirigirse a las haciendas autonómicas que son las que en primera instancia tendrían que hacer frente al reembolso y es muy dudoso que legalmente pudieran más tarde cargar el impuesto atrasado sobre la banca. Una sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, basándose en el principio de confianza legítima con la Administración, rechaza un recurso de la hacienda del País Vasco, con el argumento de que empresas y particulares no deben hacer frente retroactivamente a tributos vencidos cuando se reclaman por un cambio de criterio de la Administración.
Es muy posible, por tanto, que el quebranto recayese sobre la Hacienda Pública y, en consecuencia, el perjuicio sobre todos los contribuyentes. Tal vez esto no tenga demasiada importancia para la vicepresidenta del Gobierno actual, que pensaba cuando era ministra de Zapatero que el dinero público no es de nadie, pero sí la tiene y mucha para todos aquellos que de verdad crean que la Hacienda Pública somos todos. Es por ello por lo que se entiende mal que los líderes de Podemos convoquen una manifestación para defender el enriquecimiento injusto de un colectivo con el consiguiente empobrecimiento también injusto de otros colectivos o de la totalidad de los ciudadanos.
También algunos jueces del Supremo se cubrieron de gloria. En primer lugar, la Sección Segunda de la Sala Tercera (de lo Contencioso-Administrativo) del Tribunal Supremo, que en sentencia de 10 de 0ctubre, con cierta pedantería y autosuficiencia, declara nulo el art. 68.2 del Reglamento del ITPAJD que había sido aprobado en 1995 con Pedro Solbes en el Ministerio de Hacienda, y que establecía que el sujeto pasivo en los créditos hipotecarios era el prestatario. La sentencia contradecía así el criterio que hasta entonces y durante veinte años venía manteniendo el Tribunal Supremo, con argumentos tanto o más fundados que los que se exponían en la sentencia citada. Lo lógico hubiera sido que esta sección, antes de pronunciarse, hubiera consultado con el presidente de la Sala y con los miembros de la sala primera (de lo civil) del alto tribunal, que en el mes de marzo de este mismo año se habían manifestado en la línea tradicional y aceptada hasta entonces, y a la que venía a contradecir la nueva sentencia.
Tampoco estuvo muy fino el presidente de la sala tercera del Tribunal Supremo quien, pretendiendo arreglar el lío creado por la última sentencia, forzó a que esta quedase en suspenso y fuese revisada por el pleno de toda la sala, a efectos de uniformar la doctrina. Pero el remedio fue peor que la enfermedad, porque dio lugar a toda clase de sospechas acerca de las presiones de la banca, hizo revisable una sentencia que no lo era y violentó el principio de juez natural que se identificaba con la sección segunda.
En fin, unos y otros dieron un espectáculo lamentable, precisamente en un momento en el que el Tribunal Supremo es objeto de una ofensiva interesada y deleznable con la intención de exhibir que España no es un Estado democrático y europeo, y que en él no se respetan los derechos humanos. No puede extrañar, por tanto, que desde el ámbito del independentismo se aprovechase la ocasión para salir en tropel con la pretensión de descalificar al Tribunal Supremo, y minar así su autoridad de cara al proceso contra los golpistas. Mucho menos explicable es aún que los líderes de Podemos asumiesen una tarea parecida, y no digamos que sea el presidente del Gobierno el que utilice el desliz del alto tribunal para desacreditarlo y menoscabar su objetividad y competencia. Ya no se trata de populismo y de demagogia, sino de hacer el juego a los golpistas, pagarles quizás sus servicios y sus favores.
republica.com 23-11-2018