“España consigue tres blindajes históricos”. Todo es histórico para el sanchismo, y es que ellos están siempre prestos a reescribir la historia, al convertir todo en postureo y propaganda. Presentan todas las cosas con enorme triunfalismo, no como son, sino como les conviene que sean. Bien es verdad que, antes o después, se termina desenmascarando la impostura. En el asunto de Gibraltar han transformado un intento a la desesperada de corregir un grave error y una imperdonable negligencia en una magna epopeya en la que Pedro Sánchez se enfrenta victorioso a la Unión Europea y a Gran Bretaña. Claro que no ha tardado mucho en descubrirse el pastel, y es que después de haber perdido la grande se han quedado con la pequeña. Se han contentado con unas cartas que, por cierto, aún no se conocen y que desde luego no vinculan jurídicamente.
No es la primera vez que se vende la piel del oso antes de haberlo cazado, e incluso cuando se sabe que no se va a cazar. Sánchez, cautivo en el laberinto que ha construido alrededor de la exhumación de Franco, mandó a su sagaz vicepresidenta a Roma con la finalidad de poner de su lado a la jerarquía eclesiástica. A la vuelta, Carmen Calvo, pretenciosa y triunfalista, anunció que había llegado a un pacto con el Secretario de Estado, Pietro Parolin, para que el dictador no fuese enterrado en la Almudena. El Vaticano -cosa totalmente insólita- se vio forzado a corregir al Gobierno español y a matizar que en ningún momento Parolin se pronunció sobre el lugar en el que habían de inhumarse los restos de Franco.
El 21 del mes pasado Sánchez sufrió un nuevo desmentido. En este caso ha sido la Comisión Europea, que ha puesto importantes objeciones al plan presupuestario presentado por el Gobierno y del que Pedro Sánchez en un twitter había asegurado que contaba ya con la aprobación de Europa, twitter que por supuesto ha desaparecido después del dictamen de la Comisión para evitar en lo posible el bochorno.
En realidad, el informe de la Comisión es bastante benigno, y no afirma nada que no fuese ya conocido, o al menos intuido. Cosa distinta son las advertencias del FMI y de la OCDE, pero de estas, en todo caso, hablaremos otro día. El documento que Pedro Sánchez presentó con Pablo Iglesias en un escenario de magnificencia y boato era todo menos un presupuesto en sentido estricto, sino más bien un cúmulo de medidas mal cuantificadas, y de las que, por lo tanto, resultaba difícil poder afirmar si cumplían o no los requisitos impuestos por Bruselas. El no haber presentado una ley sumía todo en una gran ambigüedad y ha hecho que la Comisión tuviese que pedir aclaraciones, aclaraciones que no se han hecho públicas.
Las objeciones finales de la Comisión se reducen principalmente a cuestionar las previsiones del impacto de los nuevos impuestos y del resto de medidas que proyectaban aprobar y, por lo tanto, dudan de que se vayan a cumplir los objetivos de déficit y deuda pública. De hecho, nada nuevo que no se sospechase y acerca de lo cual no hubiesen alertado ya distintos servicios de estudios. Parece claro que los ingresos están infravalorados.
El dictamen negativo de la Comisión no parece haber hecho mucha mella en Pedro Sánchez. Tal vez porque nunca había pensado en serio que se fuesen aprobar unos nuevos presupuestos, presupuestos que por eso mismo hasta ahora no han sido elaborados del todo, y mucho menos presentados. Lo importante para el presidente del Gobierno no son las realizaciones, sino los anuncios, el postureo y la propaganda, por lo que dice ahora que va a mandarlos en enero al congreso. Piensa que ello surtirá efecto electoralmente aun cuando no se lleve a la práctica, ya que si no se aprueban echara la culpa a los otros partidos.
Al que peor ha sentado el informe de la Comisión ha sido a Pablo Iglesias, que ha visto cómo se diluía la rentabilidad política que esperaba obtener de su pacto con Pedro Sánchez. Ha sido él quien ha reaccionado de forma más violenta y con un discurso antieuropeo al que no nos tenía acostumbrados. Que reaccione duramente contra la burocracia de Bruselas resulta bastante lógico del líder de un partido que se llama de izquierdas. Lo preocupante es que desconozca las coordenadas políticas y económicas en las que nos movemos. Su afirmación de que “El FMI y la Comisión Europea tienen que aprender a respetar que en los países, cuando las fuerzas políticas se ponen de acuerdo, tienen soberanía para decidir qué es lo que hay que hacer” resulta un tanto ingenua y desfasada. Hace tiempo que los Estados nacionales han perdido la capacidad de ser soberanos.
Más de veinte años hace ya, que en Davos, en el World Economic Forum, se escuchó por primera vez el enunciado inverso al que ahora pronuncia Iglesias. Allí fue donde el renacido capitalismo -actual hijo del capitalismo salvaje- se quitó la careta. Fue Tietmeyer, el entonces gobernador del todopoderoso Buba, el encargado de proclamar lo que tantos pensaban, pero entonces no se atrevían a explicitar: “Los gobiernos tienen que empezar a entender que los mercados serán los gendarmes de los poderes políticos”.
Hace dos décadas las palabras de Tietmeyer resultaban novedosas y se podía debatir hasta qué punto eran ciertas. Hoy, tras la hegemonía del libre comercio y de la libre circulación de capitales, pocas dudas caben de que los poderes políticos han renunciado en parte a sus competencias y las han entregado a los mercados. A partir de ahí, son estos los que en gran medida mandan e imponen sus exigencias a los gobiernos, que ante ellos, se sienten impotentes. El resultado, grandes déficits democráticos generados en los actuales sistemas políticos. La globalización es la forma que adopta el actual sistema capitalista, un retorno al capitalismo del siglo XIX.
La globalización ha sido asumida de forma desigual y en distinto grado por los diferentes países, pero ha sido dentro del ámbito de la Unión Europea donde han tomado realidad de la forma más perfecta los principios de la mundialización. Los mercados se han hecho supranacionales, mientras el poder político democrático queda preso dentro de los Estados nacionales. Los gobiernos democráticos han renunciado a establecer medidas de control sobre los mercados y han cedido soberanía a instituciones no democráticas.
Pero lo que ha hecho que los Estados perdiesen absolutamente su autonomía e independencia ha sido la constitución de la Unión Monetaria. Desistir de la propia moneda es renunciar a la soberanía, y quedar al albur de los mercados o del BCE. Muchas de las actuaciones y medidas que podían ser tomadas por los gobiernos nacionales, hoy son imposibles, al menos sin tener la conformidad de las autoridades europeas, especialmente del BCE. Es más, en muchas ocasiones no es ni siquiera necesaria la presión de las instituciones comunitarias. Es la propia realidad económica creada por la moneda única la que fuerza a los gobiernos a tomar medidas que de otra manera no adoptarían y la que les impide en buena parte aplicar una política económica de izquierdas.
Existe en Europa una facción de la izquierda que después de estar a favor de la Unión Monetaria se ha olvidado de ella en la práctica, y pretende actuar como si esta no existiese y no comportase ninguna limitación; y otra que cree que el simple hecho de estar en desacuerdo con ella e ignorarla les libra de sus obstáculos y condicionantes. Unos y otros echan todas las culpas a la Comisión o al BCE de las trabas y restricciones impuestas a una política progresista, como si no fuese el propio diseño de la Unión, carente de integración política y fiscal el que lo impide, y las actuaciones de las instituciones comunitarias, la mayoría de las veces regresivas, una consecuencia de ello.
En España, en las recientes negociaciones presupuestarias llevadas a cabo en el ámbito de la izquierda, para justificar una política expansiva y eludir las limitaciones financieras se ha defendido que los Estados no pueden quebrar. Yo también lo he sostenido a veces, pero siempre he mantenido una excepción: que estén endeudados en una moneda que no es la suya, o bien que siendo la suya no la controlen, como es el caso de los países miembros de la Eurozona. Es claro que entonces sí pueden quebrar. Son muchos los Estados que, forzados por los mercados, se han tenido que echar en manos del FMI o del BCE para no hundirse económicamente.
Pocas dudas caben de que la Unión Europea en su conjunto debería instrumentar (y haber instrumentado estos años de atrás) una política expansiva, pero eso no quiere decir que todos y cada uno de los países puedan seguir actualmente este tipo de política. Ciertamente Alemania con un déficit exterior del 8% del PIB y un stock reducido de deuda pública podría permitírselo, al igual que gran parte de los países del Norte y sería positivo para el conjunto de la Unión, para ellos mismos, e incluso para los países del Sur, que verían su demanda incentivada por el exterior. Pero está claro que no están dispuestos a ello y no hay nada que les obligue. Existe en los tratados una clara asimetría: mientras se sancionan los déficits excesivos, apenas se dice nada de los superávits.
Muy distinto es el caso de los países del Sur. Concretamente España, con un nivel de deuda pública alrededor del 100% del PIB y un endeudamiento exterior muy elevado, no se puede permitir muchas alegrías. Si ahora presenta un superávit en su balanza por cuenta corriente y ha superado los enormes déficits exteriores de los años anteriores a la crisis, ha sido a base de durísimos recortes y sacrificios, ya que no podía devaluar la moneda. Incurrir de nuevo en ese error nos colocaría en una situación muy delicada y dudo de que la sociedad estuviese dispuesta a soportar un ajuste como el realizado en estos últimos años.
La izquierda en los países del Sur debe ser realista. Especialmente aquella que se pronunció a favor de la Unión Monetaria tiene que ser consciente de las esclavitudes a que somete su permanencia en ella. Por eso algunos estuvimos en contra de su constitución. Ahora no vale lamentarse y mucho menos dar coces contra el aguijón. Los que lo han intentado no han salido demasiado bien parados. Que se lo pregunten a Alexis Tsipras y a Syriza. Por supuesto, habrá que aprovechar al máximo el margen que nos permite cada situación, pero sin demagogias e identificando bien dónde se encuentra el problema.
En estos momentos, en España, el margen posible para mantener los gastos sociales y el Estado de bienestar hay que buscarlo mucho más en la elevación de la presión fiscal, muy distante de la de otros países europeos, que en el aumento del déficit. Bien es verdad que lo primero es mucho más desagradable e impopular que lo segundo, especialmente si el incremento del desequilibrio presupuestario se disfraza tras una falsificación de las previsiones.
republica.com 7-12-2018