Las fiestas navideñas han finalizado, dejando en nuestra sociedad el eco de elocuentes acontecimientos políticos. Estos comenzaron antes de que los niños de San Ildefonso cantaran el gordo, con ocurrencias y sancheces. El presidente del Gobierno -en esa gesta de comprar a los secesionistas y en la creencia un tanto ingenua y fatua, como la de Zapatero en su momento, de que les iba a tener, por la sola virtud de su palabra, domesticados- había proyectado la celebración de un Consejo de Ministros en Cataluña, con reunión incluida de Pedro Sánchez con el xenófobo (Sánchez dixit) presidente de la Generalitat.
No merece la pena insistir en el desastre constituido tanto por la humillación de un Consejo de Ministros celebrado en estado de sitio, como por la imagen denigrante de una reunión bilateral con un comunicado más denigrante aún. De ello ya se ha dicho casi todo. Tan solo queda resaltar los recursos públicos derrochados por un capricho y el intento de blanquear la enorme equivocación, planificando la celebración en el futuro de consejos de ministros en todas las Autonomías, lo que es totalmente inútil y poco práctico.
El 24 de diciembre, a eso de las nueve de la noche, el rey se dirigió por televisión, según es tradición, a todos los españoles. Siempre me ha parecido una costumbre bastante vacua. Por principio, los discursos del rey, dado su carácter institucional de neutralidad, tienen que reducirse por fuerza (y malo sería lo contrario) a meras generalidades, que lógicamente han venido siendo aplaudidas y ponderadas por todos los partidos políticos, aunque, eso sí, cada uno de ellos acercando el ascua a su sardina, resaltando los aspectos que van más en consonancia con sus planteamientos, incluso dando en ocasiones una lectura torticera a las palabras del monarca. De ahí que, por ejemplo, los sanchistas se hayan apresurado este año a identificar la convivencia, situada por la Corona en el centro de su alocución, con el diálogo que propugna Pedro Sánchez, cuando se parece mucho más a la conllevanza que defendía Ortega.
Lo que no era normal en otros tiempos ha pasado a serlo ahora. Por eso, las palabras del rey se han convertido en polémicas. Para los golpistas catalanes todas las ocasiones son pocas para arremeter contra la Corona. Necesitan encarnar en algo o en alguien el origen de la supuesta e imaginaria opresión. Nadie puede creer que Extremadura, Andalucía, Galicia o Canarias, por ejemplo, puedan explotar a una de las regiones más ricas y que más ha intervenido en todas las épocas (Borbones, República, franquismo, democracia) en el gobierno de la nación. Necesitan fabricar un sujeto quimérico (del que predicar como soporte) al que atribuir todos los supuestos abusos e injusticias que dicen padecer: Estado español, Madrid, etc. Ahora que no está Rajoy, el rey ocupa su lugar (aun cuando sea contradictorio con el papel constitucional del monarca), puesto que hay que preservar a Pedro Sánchez, principal apoyo de los independentistas. ¿Nos hemos olvidado ya de que Torra era uno de los energúmenos que gritaban en la puerta de Ferraz la noche en la que el actual presidente del Gobierno tuvo que renunciar a la Secretaría General de su partido forzado por el Comité Federal?
Torra arremete contra el rey negando lo evidente. Según él, en Cataluña no hay un problema de convivencia, sino de injusticia y opresión. Las tres cosas se pueden dar al mismo tiempo. Es evidente que si en algún sitio la convivencia está en crisis es en Cataluña, como en su día estuvo, y en gran medida aún lo está, en el País Vasco. La población se encuentra fuertemente dividida en dos mitades, pero es esa misma división la que ha originado la injusticia y la opresión. La dictadura que una de las mitades intenta imponer a la otra, mediante la coacción y la fuerza que le proporciona el control de la Generalitat.
El rey en su discurso se refirió a la deuda que la sociedad tiene con los jóvenes. Tal afirmación solo se entiende desde el interés del propio monarca, ya que es consciente de que son esas generaciones las que ponen más en duda la utilidad de la monarquía. Puestos a considerar deudas, yo diría más bien que son los jóvenes actuales los que tienen una deuda con la sociedad y con las otras generaciones, especialmente con la de sus abuelos. Solo hay que contemplar el estado de la sociedad de hace 50 años y compararlo con el de la actual; contrastar los medios con que contaban y las condiciones en las que vivieron los jóvenes de entonces y los de ahora, desde la educación hasta el nivel de vida, incluyendo incluso la vivienda. El hecho de que la renta per cápita y la productividad actual sean más del doble que las de entonces, así como el progreso y el desarrollo, no ha caído del cielo, sino del esfuerzo, del trabajo y de los impuestos de las generaciones anteriores.
Los jóvenes actuales (al igual que los mayores) de las clases bajas y trabajadoras podrán tener sus lógicas y justas exigencias y reivindicaciones frente a los gobernantes y frente a las oligarquías económicas y financieras. Pero no es lícito, ni conveniente, plantear el conflicto en términos generacionales porque, en todo caso, serían las generaciones jóvenes las que tendrían una deuda contraída frente a los jubilados y los pensionistas actuales, que en su gran mayoría carecieron de la posibilidad de estudiar, que en términos generales afrontaron una vida mucho más dura que la de ahora, que padecieron una dictadura y tuvieron que inventarse cómo se salía de ella, y que gracias a su trabajo y esfuerzo hicieron que la sociedad evolucionara hasta el grado de desarrollo que ahora disfrutamos.
Es por todo ello por lo que resulta un tanto indignante que se dude de su legitimidad a cobrar unas pensiones dignas y de su derecho a no perder año tras año poder adquisitivo. Resulta insultante que se considere injusto para las próximas generaciones el mantenimiento de las pensiones, basándose en que el número de activos por pasivos se reducirá, sin considerar que la productividad de los activos será mucho mayor gracias precisamente al esfuerzo de los propios jubilados en el pasado.
Es posible que fuese casualidad, pero el día no pudo resultar más a propósito para la comparecencia del presidente del Gobierno: 28 de diciembre, día de los inocentes, porque inocentada fue toda su comparecencia orientada a cantar las bondades y méritos de su corta estancia en la Moncloa. “En siete meses, el Gobierno ha hecho más por la justicia social, la regeneración y la concordia que el anterior en siete años”. Nos tomó a todos por inocentes. Cantó las excelencias de la economía española, en claro contraste con lo que opinaba cuando estaba en la oposición. En realidad, eso no constituyó ninguna novedad, ya que sabemos por la elocuente Carmen Calvo que uno es el Pedro Sánchez presidente del Gobierno, y otro el Pedro Sánchez anterior a la moción de censura.
Más chusca aún si cabe es su pretensión de que esas virtudes que pondera de la economía española se deban a su buen hacer en sus siete meses en el gobierno. Curiosamente, la economía se está desacelerando y, por tanto, los datos de los últimos meses son peores que los de los anteriores, deterioro que, para ser honestos, no se puede achacar al Gobierno Sánchez, pero lógicamente tampoco lo bueno o lo malo de la situación económica actual, que, para bien o para mal, hay que predicar del anterior Ejecutivo. En Economía, los efectos se producen con desfases de varios años. Eso hace que a menudo los resultados positivos o negativos de las medidas económicas recaigan sobre un gobierno distinto del que las adoptó.
En materia política, el discurso del presidente del Gobierno fue algo más que una inocentada, constituyó un alarde de cinismo e hipocresía. Valga como muestra su pretensión de convencernos de que era una indignidad alcanzar el gobierno de Andalucía con el apoyo de Vox, y que tal hecho no es comparable con conseguir la presidencia del Gobierno mediante los votos de los secesionistas y antiguos terroristas. Ciertamente no son hechos comparables. El primero es perfectamente lícito, como lo es el acuerdo de Pedro Sánchez con Podemos, sean cuales sean las opiniones que se tengan de estas y de las otras formaciones políticas. La cosa cambia radicalmente cuando entran en juego partidos golpistas cuya finalidad es rebelarse contra la Constitución y quebrar el Estado. Puede ser legal, pero resulta reprobable ética y políticamente. Su intento de distinguir entre investidura y moción de censura no se sostiene, en el entendido de que en España la moción de censura tiene que ser siempre constructiva. En su cinismo se atrevió a mantener que él gobierna con el Parlamento, cuando los únicos que le sostienen en el Parlamento son golpistas, antiguos terroristas o formaciones políticas que viven en el filo de la inconstitucionalidad.
La rebelión continúa y por si a Pedro Sánchez se le había olvidado se lo recordaba dos días más tarde, el 30 de diciembre, el xenófobo presidente de la Generalitat llamando a sus huestes a sublevarse. Para que no quedase duda de a qué se refería, lo rubricó con una frase de Kennedy, sacada por supuesto de contexto, “Solo los que se atreven a arriesgar mucho pueden conseguir mucho”. Anunció que se proponía poner de nuevo en vigor las leyes suspendidas por el Tribunal Constitucional. En cualquiera de esos países que se llaman democráticos y que pretenden dar lecciones de libertad al nuestro es inimaginable que el gobernador de una región o de un estado federado se declarase en rebeldía, incitase a violar la Constitución y continuase en el cargo.
En España no solo continúan en el cargo, sino que, además, se les premia. Así, las Navidades acababan con la comparecencia del vicepresidente de la Generalitat, Pere Aragonés, anunciando que en 2019 la Comunidad Autonómica de Cataluña no acudirá al Fondo de Liquidez Autonómico (FLA). Por la solemnidad con la que se hizo el anuncio parecería que la Generalitat tiene ya capacidad para financiarse en los mercados, pero no es así. Las principales agencias de calificación continúan dando a sus títulos la condición de bonos basura, por lo que tendrá que seguir dependiendo de los préstamos del Estado, solo que por otro mecanismo más cómodo, el Fondo de Flexibilidad Financiera (FFF) y en el que el control del Estado es mucho más laxo. El tránsito de uno a otro fondo no depende de la voluntad de quienes perciben el préstamo, sino de la autorización del Ministerio de Hacienda, condicionada al cumplimiento de determinados requisitos: déficit, endeudamiento y pago a proveedores.
No deja de ser sorprendente que este año, aun cuando la Generalitat carece de presupuesto y el Parlamento se encuentra casi paralizado, coincidiendo con el ascenso de Sánchez a la Moncloa, el Ministerio de Hacienda, ¡oh, portento! de por buena la observancia de los requisitos anteriores, que desde 2006 no cumplía. Milagros de la contabilidad creativa. Pero todo tiene un límite y hay cosas que son imposibles de esconder, por ejemplo, la indemnización de más de 1.037 millones de euros que la Generalitat tiene que pagar a Acciona por haberle rescindido el contrato adjudicado en 2012 para la gestión de Aguas del Ter-Llobregat (ATLL), con la finalidad, según dicen, de crear estructuras de Estado.
La Generalitat pretende que el Ministerio de Hacienda le permita imputar este gasto a 2019 porque, de lo contrario, el déficit de 2018 se duplicaría y no podría cumplir el objetivo, en el caso de que previamente lo cumpliese. La cuestión radica en que Hacienda no puede cambiar la naturaleza de los hechos y de las operaciones financieras. El pago se puede efectuar cuando se quiera, pero el gasto se había realizado con anterioridad al 31 de diciembre, puesto que la Generalitat había contraído ya la obligación frente a un tercero, luego la imputación a 2018 no es discrecional, a no ser que la ministra licenciada en Medicina esté dispuesta a cualquier cacicada con tal de contentar al jefe. Abandonar el FLA no tiene tanto una finalidad económica como política; lo dijo el secretario general de Economía del Govern, la Generalitat tendría un grado de soberanía económica mayor, y ahí es donde radica el peligro.
Después de un golpe de Estado que continúa latente, y presto a repetirse en cualquier momento, lo correcto no parece ser conceder más cotas de autonomía e independencia a la Comunidad Autónoma catalana. El Gobierno no se cansa de repetir que fuera de la ley, nada, pero es que dentro de la ley hay muchas cosas que no son justas, ni políticamente convenientes. No es justo que el Gobierno se niegue a reformar el sistema de financiación autonómica a efectos de tener las manos libres y poder beneficiar a una de las regiones más ricas de España en detrimento de las otras Autonomías y precisamente como premio a una intentona golpista. No es conveniente desde un punto de vista político proporcionar más medios a los que no se privan de manifestar reiteradamente que están dispuestos a sublevarse de nuevo. Solo las ansias de permanecer en el poder a cualquier precio pueden explicar tamaños desatinos.
republica.com 11-1-2019