Seguramente habrá sido Nietzsche quien más nos habrá hecho dudar a los hombres del siglo XX de la verdad y objetividad de los sistemas filosóficos. Todos ellos, según el pensador alemán, son más bien un resumen de la autobiografía de sus autores, es decir, un compendio, aunque sea inconsciente, de sus deseos, intereses y pulsiones de todo tipo. Esto mismo también sería plenamente aplicable a la economía y a los economistas. Detrás de toda teoría económica es muy posible que se encuentre un sistema de fuerzas constituido ,por una parte, por las aspiraciones y objetivos personales y, por otra, por el beneficio de la institución o de la empresa que paga.
Dentro de la ciencia económica se encuentra una materia especialmente proclive a la sustitución de la verdad por las conveniencias. Me refiero al mundo de la fiscalidad y los impuestos. Toda persona está implicada personalmente en el nivel y en la estructura tributaria. A nadie le gusta pagar impuestos y por eso la tendencia mayoritaria consiste en defender que los gravámenes se reduzcan lo más posible sin tener en cuenta el coste de oportunidad, esto es, los bienes y servicios públicos a los que habría que renunciar como contrapartida.
En los medios de comunicación la opinión es bastante unánime. Casi todos abogan por la bajada de impuestos o, al menos, por la no subida. Cada persona tiene derecho a defender la opinión que crea conveniente, pero no a presentar como verdad científica determinadas teorías que solo obedecen a sus intereses o a los de la entidad que los subvenciona.
Todas las fuentes estadísticas, sean del organismo internacional que sean, nos dicen que la presión fiscal en España es inferior en siete puntos a la media de la Europa de los 27 y a la de la Eurozona. Estos datos son un hecho, no una especulación; pero un hecho que no gusta. No tiene nada de extraño que para combatirlo se forjen las teorías más descabelladas. Se afirma que las presiones fiscales de los distintos países no se pueden comparar. Por ejemplo, la nuestra con la de Alemania, dado que los salarios en el país germánico son mucho más altos que en España. Proponen utilizar otro índice que se sacan de la manga y que proporciona unos resultados más acordes con los intereses que defienden. Lo llaman “esfuerzo fiscal”.
La presión fiscal -para quien no lo sepa, aunque tampoco está de más por lo visto recordárselo a quien debería saberlo- consiste en un cociente en el que el nominador es la recaudación impositiva global de un país y el denominador, el Producto Interior Bruto (PIB) de ese mismo Estado. Ciertamente, las recaudaciones tributarias sin más no podrían confrontarse, pero por eso cada una de ellas se divide por el respectivo PIB, magnitud en la que se incluyen los salarios y otras variables más, como el excedente empresarial. Es esto lo que permite la comparación. En realidad, la presión fiscal puede definirse como el porcentaje de toda la producción del país que se destina al sector público. Parte de ella retorna en efectivo a la ciudadanía en forma de prestaciones sociales y subvenciones de todo tipo, y la otra se convierte en bienes y servicios públicos.
Todos los organismos internacionales emplean la presión fiscal para hacer comparaciones. No hay ninguno que ofrezca cifras de eso que llaman esfuerzo fiscal. Ello es lógico si consideramos la falta de significación que presenta el concepto. Se define como una fracción en la que el numerador lo ocupa la presión fiscal y en el denominador la renta per cápita. Conceptualmente resulta difícil de entender. Es una reiteración innecesaria, puesto que en la presión fiscal la recaudación ya se homogeniza a efectos comparativos al dividirla por el PIB.
Para comprender lo ilógico del tema y las distorsiones a que puede dar lugar, basta transformar la fracción de fracciones en una única fracción en la que en el numerador se encuentra la recaudación total multiplicada por el número de habitantes y en el denominador el PIB al cuadrado. El numerador tiene difícil significación y el denominador concede una influencia decisiva al PIB, de manera que el esfuerzo fiscal se termina trasformando en un indicador del nivel económico del país respectivo, más que mostrar la magnitud del gravamen. Existe una correlación casi perfecta entre el esfuerzo fiscal y la riqueza del país. Cuanto más opulento sea el Estado en cuestión, menor será el esfuerzo fiscal, sin que importe demasiado la carga tributaria que mantiene.
A falta de una publicación fiable de la cuantía de esta variable por países, me he tomado el trabajo de calcularla partiendo de los cuadros 8 y 72 del «Statistical Annex of European Economy», publicado por la Comisión de la UE. El cuadro 72 viene a ser la presión fiscal por naciones, y el 72 es la renta per cápita de cada Estado en relación a la de la Europa de los 15, a la que se ha identificado previamente con 100. Se han elegido los datos referidos a 2019, dado que el año 2020 es un ejercicio atípico afectado por la pandemia.
Los resultados son muy expresivos y dejan al descubierto la inutilidad de esta variable, al menos a la hora de medir el grado de imposición de un país. Ciertamente, el esfuerzo fiscal de España (54) es superior al de Alemania (41) y también al de Holanda (34,2) o al de Francia (53,39); en general a casi todos aquellos que presentan una renta per cápita superior a la española. Pero lo que no dicen los defensores de este índice es que todos estos países, incluyendo a España, tienen datos inferiores a todos aquellos con una renta per cápita más reducida, por ejemplo, Portugal (73,5), Rumania (100,3), Grecia (104,3), Polonia (108,9), Bulgaria (158,5), etc. Cuanto más pobre el país, mayor es el esfuerzo fiscal, sin que apenas importe la cuantía de la imposición.
Conviene resaltar el caso de Italia (57,7) y el de Francia (53,3). Este último país presenta un esfuerzo fiscal similar al de España a pesar de que su renta per cápita es muy superior a la nuestra, pero lo compensa la diferencia de presión fiscal (nada menos que 13 puntos). Algo similar ocurre con Italia. En este caso la diferencia en la renta per cápita es inferior que con Francia, por ello la distancia en los valores de presión fiscal (ocho puntos) origina que el esfuerzo fiscal de Italia se mantenga superior al nuestro.
Todos estos datos son suficientemente elocuentes acerca de que si el esfuerzo fiscal indican algo es la capacidad económica del país en cuestión, sin que sirvan en absoluto para revelar el nivel de tributación. Para este último cometido, hay que acudir a la presión fiscal y, por más que lo intentemos disfrazar, la diferencia con el resto de Europa es evidente. No es que la nuestra sea menor que la de Francia, Italia, Alemania, Holanda, etc., es que también es inferior a la de Portugal, Grecia, Polonia, Chipre, Eslovenia, Eslovaquia, países con una renta y un nivel económico muy inferiores a los de España. En realidad, no podría ser de otra manera, puesto que desde finales de los ochenta el sistema fiscal español ha estado sometido a toda una serie de reformas que no solamente han dañado la progresividad, sino también la suficiencia.
Nos guste o no, estamos abocados a realizar una reforma fiscal en profundidad, que no puede quedar reducida a lo que llaman “fiscalidad verde”, que casi en su totalidad se compone de impuestos regresivos. Negar la realidad no conduce a nada y menos, recurrir a mentiras o a teorías construidas para ocultar los hechos o las verdades económicas más evidentes. No dudo de que muchos periodistas o tertulianos, quizás por falta de conocimientos, defiendan estos discursos con cierta buena voluntad o al menos sin tener conciencia de faltar a la verdad, sobre todo cuando repiten lo que ha dicho o escrito algún sabio economista o asesor fiscal o inspector de tributos o incluso algún antiguo alto cargo. Pero estos últimos sí que no pueden escudarse en la ignorancia. No es posible que se crean estas milongas. Lo del esfuerzo fiscal es una de ellas, pero existen otras de las que hablaremos algún otro día.
republica.com 15-8-2021