Entre las muchas cosas que han podido sorprendernos de la campaña electoral se encuentra la ausencia, a lo largo de toda ella, de uno de los dos grandes problemas que tiene nuestro país, la pertenencia a la Unión Europea (UE) y a la Moneda Única (el otro es, sin duda, el de las Autonomías y el peligro de desintegración territorial). Ninguna formación política se refirió en toda la campaña a la UE y a los retos que en todos los órdenes representa para nosotros. Tampoco se trató el tema en los dos debates mantenidos por los candidatos, ni siquiera en el segundo que tan manipulado estuvo por los presentadores y medios de comunicación anfitriones.
Pero en cuanto han terminado las elecciones, la prosa se ha impuesto a la poesía, y, al menos, el Gobierno no ha tenido más remedio que mirar a la Unión Europea, dada la necesidad de enviar a la Comisión el programa de estabilidad. Pero eso sí, lo ha hecho con un lenguaje muy alejado de la demagogia propia de una campaña electoral. Contrasta, sobre manera, con lo que se ha venido diciendo las semanas anteriores. ¿Cómo no extrañarse al observar al Gobierno de Pedro Sánchez encomiar la política económica del Ejecutivo anterior?
“…Tras cinco años de recesión, entre 2008 y 2013, el PIB recuperó el signo positivo en 2014, iniciando una fase expansiva que se mantiene hasta la actualidad… La evolución de la economía española en los últimos años refleja no solo una elevada resistencia y fuerte dinámica de recuperación de la crisis, sino también cambios estructurales importantes, que han reforzado su potencial de crecimiento a medio plazo al establecer un patrón de crecimiento más equilibrado y sostenible… En efecto, al contrario que en etapas anteriores, el crecimiento no se sustenta en fenómenos insostenibles (crecimiento excesivo del crédito, sobredimensionamiento del sector inmobiliario, déficit excesivo de balanza de pagos por cuenta corriente y necesidad de financiación frente al exterior…)”. Parece que se está refiriendo a la época de Zapatero.
“…Sino que cuenta con fundamentos más sólidos, que explican que el crecimiento esté siendo rápido, duradero y compatible con un cuadro macroeconómico equilibrado. Así, el crecimiento económico registrado desde 2014 ha permitido avanzar en la corrección de algunos desequilibrios heredados importantes: la tasa de desempleo se ha reducido en más de doce puntos, desde el máximo del 26,9% en el primer trimestre de 2013; el saldo por cuenta corriente tiene signo positivo desde entonces, incluso con tasas de crecimiento de la demanda interna elevadas; se ha reducido la posición deudora neta de la economía española frente al resto del mundo; y se ha redimensionado el sector de la construcción residencial…”.
…” El proceso de consolidación previsto ha de sumarse al significativo ajuste fiscal llevado a cabo en España durante los últimos años. En el periodo 2011-2018, el déficit público se ha reducido en más de siete puntos de PIB. Casi la mitad del ajuste fiscal realizado en este periodo ha sido estructural, situándose España entre los países europeos que mayor consolidación fiscal han realizado…”.
En el programa de estabilidad, el Gobierno de Sánchez, tras recordar el buen hacer del Ejecutivo de Rajoy en todas estas materias, parece que promete a las instituciones europeas continuar en la misma senda y manifiesta que “su compromiso con la disciplina fiscal es indudable”. Así, establece unos objetivos hasta el año 2022, acomodados y en consonancia con las exigencias comunitarias. Es verdad que el papel es muy sufrido y admite casi todo. No obstante, las cifras tienen que tener alguna coherencia y ahí es donde el programa anunciado presenta lagunas difíciles de justificar. La Comisión ha puesto ya en duda que las cifras de déficit se puedan cumplir para este año y el próximo. La incertidumbre sin embargo es mucho mayor para los ejercicios sucesivos.
Por una parte, Pedro Sánchez se ha llenado la boca, y no solo en la campaña electoral, afirmando la finalidad y el papel social de su Gobierno, y criticando duramente los ajustes que acometió el anterior. En el mismo plan de estabilidad se incide en la preocupación por el gasto social y los servicios públicos, así como en la dedicación especial que se va a dar a estos capítulos: sanidad, educación, etc. Pues bien, para medir adecuadamente este objetivo, al margen de las ocurrencias de los viernes sociales, hay que mirar a la evolución del consumo público (gasto en el consumo final de las administraciones públicas). Las previsiones que el Gobierno establece para esta magnitud en los años futuros no van precisamente por este camino.
Era de esperar que un gobierno que se jacta de ser social estableciese que el consumo público, después de los recortes sufridos, y de la continua pérdida de peso relativo en el PIB experimentada desde 2010, se recobrase y creciese a un ritmo mayor que esta última variable, aunque fuese tan solo para recuperar el porcentaje del que disfrutaba con anterioridad a la crisis. Pues nada de eso, los incrementos reales que se establecen para el periodo 2019-2022 son 1,9, 1,6, 1,5 y 1,4%. Todos ellos inferiores a los respectivos del PIB real: 2,2, 1,9, 1,8 y 1,8%.
Lo mismo cabe decir referente al gasto total, que descenderá desde el 41,3% PIB al 40,7% del 2019 al 2022. El Gobierno se apresura a decir que ello no representa ningún recorte, sino simplemente que esta partida crece menos que el PIB real. Pues ese es el problema, que constituye una minoración de la importancia que dentro de la economía nacional va a tener el sector público y, desde luego, lo que no se va a conseguir es una recuperación de los muchos recortes que se han dado a lo largo de estos años a los bienes y servicios públicos.
Dentro de las razones dadas por el Gobierno para explicar el escaso incremento del gasto público se encuentra el recurso a los ahorros que se van a generar por las reformas derivadas de la auditoría que está realizando la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF). Todo menos independiente. La aseveración resulta un tanto risible. Primero por la escasa capacidad que puede tener la AIReF para realizar un trabajo de tal envergadura, y segundo porque casi todos los gobiernos se han propuesto lo mismo sin que se llegase a buen puerto y es que, a pesar de la mucha demagogia existente sobre todo entre los periodistas y los medios de comunicación, no es fácil podar de forma significativa el sector público.
El consumo público se compone fundamentalmente de sueldos y salarios, pero las cuantías importantes y representativas a nivel macroeconómico no están en los costes de la burocracia -que es lo que todo el mundo piensa de inmediato y donde supone que se encuentra el despilfarro-, sino en la educación, en la sanidad, en la policía, en la justicia, etc. La reducción del gasto implica menos personal o sueldos más reducidos. En ambos casos se produce un deterioro del servicio, aulas saturadas, enormes listas de espera en la sanidad, retrasos excesivos en los juzgados, etc.
Tampoco por el lado de los ingresos parece que las cuentas cuadren demasiado bien. Según el plan de estabilidad, el Gobierno prevé elevar la presión fiscal del 35,1% en 2018 al 37,3% en el 2022, lo que va representar un incremento en la recaudación de más de 26.000 millones de euros. En principio, no habría nada que objetar. Es totalmente cierto que en nuestro país se ha venido desarbolando, reforma tras reforma, el sistema tributario, de manera que la presión fiscal en España se sitúa varios puntos por debajo de la media de la Unión Europea. Todo aquel que examine objetivamente el presupuesto tiene que llegar a la conclusión de que, si se quiere mantener la economía del bienestar, se precisa una reforma en profundidad del sistema fiscal, lo que ningún partido se atreve a defender, excepto Podemos, y eso de una manera un tanto chapucera y desorganizada.
¿Dónde radica entonces el problema? En que el Gobierno en el pacto de estabilidad no concreta de dónde va a sacar el dinero. Los sanchistas tenían razón cuando durante la campaña electoral exigían a aquellos partidos que de forma un tanto osada y delirante proponían rebajas impositivas a gogó que explicasen qué gastos iban a recortar como contrapartida. Pues por el mismo motivo habría que exigirle al Gobierno que especifique qué tributos piensa elevar.
El pacto de estabilidad únicamente concreta la subida de impuestos respecto al año 2020, en el que se espera que entren en vigor las medidas fiscales establecidas en los presupuestos de 2019, que no pudieron aprobarse y cuya contribución cifra el Gobierno en 5.654 millones de euros. Resulta dudoso que esta cifra se alcance, ya que, al ser en parte el resultado de gravámenes nuevos y un tanto novedosos, se desconoce cómo van a funcionar y cuál va a ser su capacidad recaudatoria, pero en cualquier caso estarán muy lejos de los 26.000 millones en los que se cifra la recaudación para el año 2022, a efectos de elevar la presión fiscal 2,2 puntos y cumplir así las previsiones de déficit establecidas en el plan de estabilidad.
El Gobierno pretende engañar al personal cuando afirma que la diferencia entre los 26.000 millones de euros y los 5.654 se recaudará como consecuencia del incremento de la actividad y empleo. Y desde el diario El País, siempre presto a ayudar a Pedro Sánchez, se pretende explicarlo con gran paciencia y pedagogía. Pero también se equivocan, porque el impacto que puede tener el incremento de la actividad y el empleo está ya contemplado en el simple hecho de mantener la presión fiscal. Esta variable es un cociente entre la recaudación y el PIB, luego para que se mantenga constante el numerador debe incrementarse en la misma medida que el denominador. El incremento de presión fiscal no puede deberse al aumento de la actividad y el empleo a no ser que supongamos que la elasticidad de la recaudación sobre el PIB es muy superior a la unidad, lo que es mucho suponer.
Una vez más, el Gobierno pretende engañarnos y, de paso, engañar a la Comisión. No tiene ninguna intención de acometer una reforma en profundidad del sistema fiscal. Se contenta con unos cuantos parches, ya diseñados en el presupuesto no nato de 2019. Todo se reduce a crear algunas figuras tributarias desconocidas que no se sabe muy bien cómo van a funcionar ni sobre quiénes va recaer finalmente el gravamen, aunque en algunos casos como en el impuesto sobre el gasóleo sí se conoce: sobre los ciudadanos de menores rentas que son los que no pueden cambiar de coche de un día para otro. El Gobierno no piensa, en realidad, elevar la presión fiscal y por lo tanto cumplir los objetivos de déficit, pero si no tuviese más obligación que cumplirlos por estar en la Unión Monetaria, se vería abocado a tener que hacer importantes recortes en el gasto público, que es lo que hoy por hoy no quiere confesar.
republica.com 10-5-2019