En 2014, en las últimas elecciones al Parlamento europeo, la participación global en toda Europa fue tan solo del 42,6%, dato bastante expresivo del interés que suscitan estos comicios en la sociedad. De hecho, tal porcentaje no ha dejado de descender desde 1979, fecha en la que se situó en el 63%. En 2014 solo dos países mantienen una participación superior al 60%, Bélgica (89,64) y Luxemburgo (85,55), lo que obedece, tal vez, a que ambos viven -y viven bien- de la Unión. España ha seguido un proceso similar al total de Europa La participación en las últimas elecciones fue del 43,81%. Solo ha habido dos excepciones, en 1994 y en 1999, años en los que la cifras están distorsionadas por coincidir el primero de los procesos con las andaluzas y el segundo, con las municipales y autonómicas. Ocurrirá lo mismo el próximo domingo, la participación no será significativa. Habrá que preguntarse cuál sería el porcentaje de abstención si no coincidiesen con las municipales y con las autonómicas. Y es que es bastante evidente que el Parlamento europeo sirve para poco, aun cuando se pretenda rellenar la usencia real de competencias con discursos grandilocuentes y toda una serie de ritualismos y teatralidades que, a base de agitación, parece que tienen contenido. Pero el poder está en otra parte: en el Consejo, en la Comisión y en el Banco Central Europeo.
Los jefes de Estado y de gobierno se reunieron ya el jueves día 9 en Rumanía con la intención de comenzar un proceso complicado, el de repartirse el pastel, o más bien iniciar la lucha por el reparto. Han quedado de nuevo para el día 28, dos días después de las elecciones, para continuar con el mercadeo de cargos. No es que el resultado electoral vaya a servir para algo, pero hay que guardar las apariencias. Cada presidente de gobierno (importa poco a qué partido pertenezca) luchará por colocar en los puestos más relevantes a sus compatriotas, porque el juego es en clave nacional y no ideológica. Por mucho que se diga lo contrario y que el discurso oficial denigre al nacionalismo, en materia ideológica apenas existe diferencia (en realidad el diseño no lo permite) y todo se debate en el ámbito territorial.
Hay un mito acerca de la Unión Europea, que viene desde muy antiguo, y es el de situar su origen y razón en el deseo de construir una Unión Política que hiciera imposible la repetición de las contiendas que arrasaron Europa. Paradójicamente, ahora que Gran Bretaña abandona la Unión, se piensa que fue Winston Churchill quien el 19 de septiembre de 1946 en un discurso en la Universidad de Zúrich, basándose en estos motivos, lanzó la idea de construir los Estados Unidos de Europa.
El guante fue recogido por Robert Schumann, quien propuso administrar en común la producción franco-alemana del carbón y del acero. Sobre esta base, en 1951 se creaba entre Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). El acuerdo más que económica tenía una finalidad política. El Tratado hacía imposible que ninguno de los firmantes pudiera fabricar individualmente armas de guerra para utilizarlas contra los otros.
Pero ahí terminó todo. El fracaso en 1954 de la Comunidad Europea de Defensa (CED) propuesta por Francia hizo patentes ya las dificultades y la casi inviabilidad de cualquier avance en la unidad política. A partir de ese momento, el proyecto se encaminaría únicamente por la integración de ciertos aspectos de la realidad económica, más concretamente de la comercial. En 1958 los mismos países que habían firmado el CECA constituyeron el Mercado Común. En el fondo, lo que se creaba era exclusivamente una unión aduanera, con un periodo transitorio de doce años. El modelo había cambiado radicalmente. Los principios que lo informarían de ahí en adelante serían los del neoliberalismo económico, y los intereses, los del poder económico. Hubo quien justificó el giro producido acudiendo a la gradualidad, alegando que se comenzaba por los temas económicos, pero que detrás de estos vendrían los políticos. Lo que nunca ha ocurrido ni ocurrirá.
El proceso al principio fue muy lento y transcurrieron más de treinta años sin consecuencias notables. Al fin al cabo se trataba únicamente de una integración comercial y entre países bastante similares. Las contradicciones comenzaron a surgir a partir de 1989 con la implantación del Acta Única y más aún con la introducción a principios de siglo de la moneda única. Todo ello acompañado de un proceso de ampliación que convertía a la Unión en un conglomerado totalmente heterogéneo de 28 países.
La libre circulación de capitales se adoptó sin armonización fiscal, laboral ni social, lo que ha generado una competencia desleal entre los Estados a base de reducción de impuestos, deterioro de las condiciones laborales y recortes de los gastos sociales. La consecuencia era inevitable: incrementar la desigualdad entre los grupos sociales dentro de cada país. A su vez, la moneda única se constituyó sin integración fiscal ni presupuestaria, lo que ha agrandado brecha entre los distintos Estados. La Eurozona no cumple casi ninguna de las características de lo que la teoría económica señala como criterios necesarios de las zonas monetarias óptimas.
En los momentos actuales, la dispersión entre los países es tan grande que es imposible hablar de Unión o de establecer una política económica común, y mucho menos soñar con una Europa federal. La renta per cápita de Luxemburgo es más de cinco veces la de Bulgaria. Y sin irnos a los extremos, la renta per cápita de Austria, Holanda, Alemania, Suecia, etc., casi duplica a la de Grecia, Hungría, Polonia y Portugal, todos ellos países de la UE. La misma dispersión se encuentra en los salarios. La media se sitúa cerca de los 2.000 euros mensuales, pero hay países que, como Dinamarca y Luxemburgo, exceden ampliamente los 3.000 euros, mientras todos los del Este no llegan a los mil, y otros como Portugal y Grecia que apenas los sobrepasan.
Tales diferencias situadas en un mercado común con libre circulación de capitales tienen por fuerza que generar un sinfín de contradicciones, y lanzar a los países a una carrera orientada a ganar competitividad frente a terceros, a través de la bajada de impuestos, y el deterioro de las condiciones laborales y sociales. La situación se complica aún más dentro de la Unión Monetaria. Sin moneda propia, los países, ante posibles desequilibrios, no pueden acudir a la devaluación y el ajuste se realiza en el sector real bien mediante paro o bien mediante deflaciones internas que castigan gravemente a las clases bajas. No puede extrañarnos por tanto que la desigualdad se haya incrementado en todos los países. Los sistemas fiscales se han hecho más regresivos, los costes laborales reales han crecido menos que la productividad, con lo que la distribución de la renta ha evolucionado en contra de los salarios y a favor del excedente empresarial.
No solo es que la Unión Monetaria haya incrementado la desigualdad dentro de los Estados, sino que se han ampliado todavía más las divergencias entre ellos. La brecha entre los países del Norte y los del Sur se ha agudizado. Las diferencias en los saldos de la balanza por cuenta corriente crean empleo en unos y lo destruyen en otros, lo que se traduce en tasas de paro muy distintas: Grecia (18%) y España (15%) encabezan el ranking; les siguen Italia (10%), Francia (9%) y Chipre (8%). En el otro extremo se encuentran Alemania (3,5%), Holanda (3,99%) y Austria (4,8%). La misma existencia de la prima de riesgo contradice la homogeneidad precisa en una unión monetaria. Indica la diferencia del tipo de interés de cada país con el de Alemania, y por lo tanto entre todos ellos. La diversidad en el coste de financiación crea una situación de partida dispar entre los miembros, que por fuerza falsea la competencia.
El centro de reflexión Bruegel acaba de publicar un estudio que señala cómo la Unión Monetaria ha incrementado la brecha entre el Norte y el Sur. La tasa media anual de crecimiento de la renta per cápita en el periodo 2003-2017 señala de forma clara la distinta evolución seguida por los dos bloques de países. Los países más perjudicados han sido Grecia (-0,74%) e Italia(-0,24) con tasas negativas. Otros países del Sur como Portugal (0,63%), España (0,64%)y Francia (0,75), aunque presentan tasas positivas son muy inferiores a las de la mayoría de los Estados del Norte: Finlandia (0,84%), Bélgica (0,87%), Austria (1,05%), Holanda (1,08%), Suecia (1,33%) y Alemania (1,39%). Existe en algunos casos tales como los de España e Italia un agravante, el hecho de que se hayan potenciado las divergencias económicas internas entre las distintas regiones, lo que incentiva movimientos independentistas en las más pudientes que, dado el ejemplo del modelo europeo, quieren librarse de los mecanismos redistributivos.
Todos esos datos son totalmente lógicos y de alguna manera constituyen el resultado que cabría esperar cuando se ha negado toda viabilidad a una unión fiscal y presupuestaria. El presupuesto comunitario (1,2%) es radicalmente incapaz de compensar los desequilibrios territoriales que surgen de cualquier unión económica. Es más, se ha desechado todo procedimiento de mutualización de deuda y de compartir riesgos.
Las enormes discrepancias entre los países miembros exigirían fuertes mecanismos de cohesión y redistribución, pero paradójicamente la misma importancia de esas diferencias hace imposible una unión fiscal y presupuestaria; jamás los países ricos aceptarán una transferencia a los países menos desarrollados de recursos tan cuantiosos como los que se producirían. ¿Puede extrañarnos que cada vez sean más los ciudadanos de todos los países que desconfíen de la Unión Europea y que se pregunten (teniendo en cuenta que la unión política no es posible,) si no habrá que dar marcha atrás en esta integración que es meramente comercial, financiera y monetaria?
Las oligarquías europeas, con intereses personales en el proyecto, arremeten contra lo que califican de retroceso nacionalista. Pero lo único que se ha internacionalizado hasta ahora son los mercados, el capital y las monedas, y aparece como imposible internacionalizar la fiscalidad, las condiciones laborales, las prestaciones sociales, las finanzas públicas, los gobiernos y en general el poder político. En estas condiciones y ya que no existen en la Unión Europea mecanismos democráticos para controlar a los mercados y a los poderes económicos, habrá que preguntarse si no sería lógico someterlos de nuevo a los Estados nacionales. En fin, por lo menos parece bastante coherente que los europeos se interroguen con cierto escepticismo acerca de si sirven para algo las elecciones al Parlamento europeo.
republica.com 24-5-2019