En algún artículo anterior me he referido al libro de Piketty, “El capitalismo del siglo XXI”, con la intención de alabar lo que considero su principal mérito, el esfuerzo extraordinario realizado para recopilar y estructurar una cantidad ingente de información, remontándose largamente en el tiempo. Hace escasas fechas se ha publicado en España su nueva obra, “Capital e ideología”, un grueso volumen de 1.300 páginas. Y, en la creencia de que puede ser tan útil como el anterior, me he apresurado a adquirirlo. Hasta ahora no he tenido tiempo de adentrarme en él seriamente. Tan solo he podido leer la introducción, pero me ha resultado ya sumamente ilustrativa, porque viene a confirmar con muchos más datos de los que yo poseía una de las tesis que he mantenido en mi libro “La trastienda de la crisis” de Editorial Península.
Afirmaba yo entonces en la página 169 del citado libro que los últimos setenta y cinco años se dividen en dos etapas bastante bien definidas: “Desde la órbita neoliberal, o más bien neocon, se pretende distorsionar la historia considerando como un periodo único y homogéneo los años que trascurren desde la conferencia de Bretton Woods hasta el momento presente. Nos quieren hacer creer que toda esa etapa es uniforme y que está regida por las reglas del liberalismo económico, y a esa política atribuyen los logros económicos y la prosperidad acaecida a lo largo de este tiempo. La realidad es muy otra. Las economías de la mayoría de los países occidentales se adecuaron por lo menos hasta medidos de los setenta al sistema que se denominaba de economía mixta, próximo a la ideología socialdemócrata en lo político y al Keynesianismo en lo económico. Solo a partir de finales de la década de los setenta y principio de los ochenta comienza a imponerse de manera desigual la ideología neoliberal, que va ganando adeptos progresivamente hasta que en los noventa se puede empezar ya a hablar de globalización al compás de que la libre circulación de capitales vaya adoptándose en casi todos los países desarrollados. Son estos 16 o 17 últimos años cuando llega a su auge el proceso liberalizador”.
Es en esa segunda etapa cuando se produce la inestabilidad financiera, se incrementa la desigualdad, se reducen las tasas de crecimiento y aumenta la de desempleo, incluso se acentúan gravemente los desequilibrios en las balanzas por cuenta corriente, causantes, junto con la libre circulación de capitales, de las crisis financieras y, concretando aún más, de la gran recesión del 2008.
Todos los datos indican el incremento de la desigualdad en todos los países a partir de 1980. Piketty utiliza como medida la proporción de la renta nacional destinada a retribuir el decil (10%) de ciudadanos de mayores ingresos y compara su evolución a lo largo del tiempo desde 1980 hasta 2018. Pues bien, en Estados Unidos este porcentaje pasa del 35 al 48%, en Europa del 28 al 34%, en Rusia del 26 al 46%, en China del 27 al 41 y en India del 35 al 55%. Las cifras serían más escandalosas si considerásemos el 1% o incluso el 0,1% de mayor renta. En concreto, de 1980 a 2018, el percentil de mayores ingresos absorbe el 27% del incremento de la renta mundial, que contrasta con el 13% que recibe el 50% de los ciudadanos de menores rentas.
Los defensores de la desigualdad la justifican al considerarla una condición necesaria para la generación de riqueza y el crecimiento económico. Los datos no avalan desde luego esta tesis. A ello me refiero en la obra anteriormente citada, mostrando cómo en casi todos los países de la OCDE, las tasas de crecimiento, con abstracción de los ciclos económicos, se han ido reduciendo a medida que avanzaba la globalización. Y lo mismo ha ocurrido con el empleo, las tasas de paro se han ido incrementando progresivamente. Piketty llega a la misma conclusión comparando los países y comprobando que no son los que presentan una desigualdad mayor los que más crecen.
El incremento de la desigualdad ha sido una consecuencia lógica del libre comercio y de la libre circulación de capitales. En los momentos actuales, los mercados, incluyendo el financiero, han adquirido la condición de globales -o al menos internacionales-, mientras que el poder político democrático ha quedado recluido en el ámbito del Estado-Nación. Es esta desproporción la que imposibilita, o al menos coloca enormes obstáculos al mantenimiento del Estado social, al verse el poder político cada vez más impotente para controlar a las fuerzas económicas. A pesar de que continúe habiendo partidos que se llamen socialistas, la socialdemocracia como tal está muerta.
Dos son las vías por las que la globalización actúa acentuando la desigualdad. En primer lugar, en el sistema de producción, a través del mercado laboral, que se desregulariza y por lo tanto se pierde ese carácter tuitivo del Derecho del trabajo. El capital y las empresas tienen la capacidad de chantajear al poder político y conseguir que las condiciones de trabajo vayan empeorando y los gastos laborales en términos reales crezcan menos que la productividad, con lo que el reparto de la renta se inclina a favor del excedente empresarial y en contra de los trabajadores y del Estado. Eso es lo que se observa al contemplar para la mayoría de los países europeos y para EE.UU. la evolución de los costes unitarios laborales en términos reales (deflactados). En todos los casos se constata que, por término medio, se han ido reduciendo, de modo que los beneficios empresariales se han apropiado de parte del incremento de la productividad que correspondería a los trabajadores. El problema se agudiza cuando como en los momentos actuales la productividad en la mayoría de los países europeos se encuentra próxima a cero, porque entonces los salarios reales (deflactados) pueden llegar a ser negativos.
La globalización incrementa la desigualdad no solo en el momento de la distribución de la renta, sino también por una segunda vía: debilitando y anulando los mecanismos redistributivos del Estado, en concreto el sistema fiscal y, como consecuencia, la amplitud y la cuantía de la protección y los servicios sociales. Desde 1980, los sistemas tributarios se han hecho mucho más regresivos en todos los países, incrementándose los impuestos indirectos y reduciendo al menos la progresividad de los impuestos directos. Especialmente los impuestos sobre la renta tanto de personas físicas como jurídicas, el de sucesiones y el de patrimonio han sufrido una fuerte ofensiva.
Pikkety ofrece también ejemplos muy ilustrativos: el tipo marginal máximo del impuesto sobre la renta en EE.UU. pasa del 81% en 1980 al 39% en la actualidad; en el Reino Unido, del 89 al 46%; del 58 al 50% en Alemania; del 60 al 57% en Francia y del 65 al 45% en España. ¿Qué diría hoy la prensa de un partido que propusiese el 65% como tipo marginal máximo en el impuesto sobre la renta? Como contraste, en nuestro país los tipos del IVA, un tributo indirecto, han pasado desde su creación, 12 y 6%, al momento actual con un 21 y 10%. El impuesto de sucesiones, por el contrario, casi ha desaparecido, siendo, sin embargo, esta figura vital para impedir la acumulación de la riqueza. Alguien tan poco sospechoso como Alexis de Tocqueville señalaba la importancia que las leyes sobre la herencia tienen a la hora de hacer una sociedad más igualitaria y justa. El impuesto de patrimonio, a su vez, fue suspendido –oh, paradoja- por un gobierno socialista y aunque tiempo después se elimino la suspensión, el restablecimiento se hizo en condiciones mucho más restrictivas, de manera que su eficacia ha quedado reducida enormemente.
La globalización no solo ha minorado las tasas de crecimiento y aumentado la desigualdad, sino que ha acentuado la inestabilidad financiera y multiplicado considerablemente el número y la gravedad de las crisis económicas. Estas se hacen mucho más frecuentes en la segunda etapa que en la primera, en la que casi no existieron. La adopción del libre cambio y de la libre circulación de capitales ha generado graves desequilibrios en las balanzas por cuenta corriente de los países, déficits en unos y superávits en otros. Ciertamente esos desequilibrios solo pueden subsistir gracias a las ingentes transferencias de recursos de los países excedentarios a los deficitarios, orientados a financiar los saldos negativos, pero que están prestos a huir tan pronto como intuye que puede haber dificultades.
Elegí el título “La trastienda de la crisis” para el libro con anterioridad citado en la creencia precisamente de que en el origen de la fuerte recesión de 2008 se encuentran los serios desequilibrios originados desde 1980 hasta 2007 en las balanzas por cuenta corriente de casi todos los países. Tal como aparece en los gráficos mostrados en el libro, en 1980 los déficits y los superávits son de escasa cuantía, casi inexistentes, pero van incrementándose progresivamente en el tiempo hasta el año 2007, en el que llegan a niveles desproporcionados e insostenibles. Los países se escinden en dos grupos opuestos, los acreedores y los deudores, prefigurados respectivamente, en China y en EE.UU., en el ámbito mundial, y en Alemania y los países europeos del Sur en la Eurozona. Antes o después, los desequilibrios acumulados y los flujos anárquicos de capitales que de ellos se derivaron tenían que originar la crisis. Y eso fue lo que ocurrió en 2008.
Hay que temer, por desgracia, que mientras la globalización continúe y se mantengan el libre cambio y la libre circulación de capitales aparezcan o se mantengan desequilibrios en las balanzas de pago y que la recesión pasada o alguna parecida se repitan.
republica.com 3-1-2020