El día 1 de este mes terminó el plazo para la presentación de la declaración del IRPF. Uno de los temas siempre presentes durante toda la campaña, aunque tangencial a ella, es el relativo a las casillas para la financiación de la iglesia católica y para la de las organizaciones no gubernamentales (ONG). En varias ocasiones, a lo largo de estos meses, he tenido la tentación de dedicar a este tema uno de mis artículos semanales. Pero la existencia de otros asuntos quizá de mayor actualidad me hacía desistir. Sin embargo, las declaraciones del nuncio y, en mayor medida, la rabieta de la señora vicepresidenta me han hecho decidirme por abordar la cuestión reiterando las ideas que había escrito en varias ocasiones, por ejemplo, en el artículo titulado “El impuesto religioso” y publicado el 4 de junio de 2008 (hace once años) en Estrella digital, cuando este diario era algo parecido a lo que ahora es República.
Calificaba yo el sistema de cruces en la declaración del impuesto sobre la renta como una gran trampa y una enorme farsa. La Transición heredó del franquismo un sistema de financiación de la iglesia, mediante aportaciones del Estado, que era difícil de mantener. Se modificó en tiempos de Felipe González, pero como en “El Gatopardo”, se cambió para que todo continuase igual. El método actual no es sustancialmente diferente del anterior, la financiación continúa haciéndose con cargo al erario público. La iglesia y los defensores del sistema alegan que la aportación la realizan los creyentes que de forma voluntaria colocan la cruz en la casilla correspondiente. Nada más inexacto, puesto que estos no contribuyen con un euro más de lo que lo harían si no marcasen la cruz.
La aportación a la iglesia sale del erario público. Sea por el procedimiento que sea, consume fondos que no podrán destinarse a otras aplicaciones. Al final, el Estado precisará crear nuevos impuestos o elevar los existentes si quiere acometer tales gastos. En definitiva, todos, hayamos o no hayamos marcado la cruz, terminaremos afrontando un mayor gravamen. Aquí precisamente se encuentra la trampa del actual procedimiento: en que no solo van a pagar más aquellos que señalen la casilla de la iglesia, sino todos los contribuyentes, ya sean católicos o no. Una minoría dispone de lo que es de la totalidad. Cosa muy distinta sería si la aportación, aun cuando el Estado hiciera de recaudador, fuese adicional a la cuota del impuesto, y recayese exclusivamente sobre los que la aceptasen voluntariamente.
Parece lógico que el sostenimiento de una confesión religiosa recaiga únicamente sobre sus fieles, y no sobre todos los ciudadanos. Además, se obtendría así un beneficio adicional, se sabría a ciencia cierta cuántos católicos hay en España, y quizás se terminaría con el tópico de que nuestro país es mayoritariamente católico. Los teóricos creyentes parecen no estar dispuestos a financiar los servicios de la iglesia, con lo que es preciso interrogarse acerca de si el número de fieles de verdad no es mucho más reducido que el de las estadísticas oficiales. La propia iglesia saldría favorecida, pues, prescindiendo de hábitos y convenciones sociales, podría saber cuántos feligreses tiene. La jerarquía eclesiástica, sin embargo, parece querer vivir en una ficción, la de que la mayoría de los españoles son católicos; son tan católicos, que los obispos son conscientes de que no están demasiado dispuestos a sostener económicamente a la iglesia, por eso recurren al Estado.
El mismo razonamiento se podría aplicar a la casilla de las ONG. La aportación tampoco es gratuita y los recursos canalizados hacia ellas no podrán utilizarse en aplicaciones alternativas. En realidad, la casilla de las ONG ha surgido para ocultar en parte el privilegio que se concedía a la iglesia y tuvo en un principio un carácter alternativo, los que no marcaban la cruz de la iglesia católica tenían la opción de elegir la de las ONG. Más tarde, las presiones de la una y de las otras han conseguido que se puedan marcar las dos casillas, con lo que aumentan sin duda los recursos que van a estos fines, pero disminuyen los del erario público.
Se argumenta que tanto la iglesia como las ONG acometen obras benéficas de gran valor social. Habría entonces que preguntarse por qué tareas sociales que van a financiarse por el Estado deben ser gestionadas por asociaciones y organizaciones privadas, entre ellas la iglesia, a las que se está concediendo un poder delegado difícil de controlar. Si los recursos son públicos, es el Estado el que debe determinar las tareas sociales que hay que acometer y debe también controlar después su realización, aun cuando se ejecuten por entidades privadas mediante el sistema de transferencias. El mecanismo de las casillas traspasa los fondos sin control público ninguno, como si desde el principio fuese dinero privado y perteneciese en origen a la iglesia y a las ONG.
Caben pocas dudas de que el sistema de financiación de la iglesia debe cambiarse; es más, debería haberse cambiado ya. Del mismo modo tendría que haberse modificado el sistema fiscal de la iglesia, por ejemplo, la exención del IBI, que puede tener un sentido en aquellos edificios con valor cultural e histórico, pero no en otros, que incluso tienen una finalidad crematística, como los dedicados a la enseñanza. No vale argüir que los ayuntamientos no lo pagan. Los ayuntamientos son precisamente los beneficiarios del impuesto. No tiene sentido que paguen aquellos a quienes se les paga.
Pero las modificaciones que haya que realizar bien en el asunto mayor (la financiación) bien en el menor (las exenciones fiscales) no pueden ser el resultado de la pataleta de la vicepresidenta del Gobierno ante unas declaraciones más o menos afortunadas del nuncio. Quizás estas no fuesen muy diplomáticas, pero se explican y se comprenden por lo muy harto que debía de estar de aguantar a la ínclita Carmen Calvo, a la que el propio Vaticano tuvo que desmentir por la versión que ofreció de su encuentro con el secretario de Estado. Al dejar ya el cargo se ha permitido un pequeño desahogo. Es posible también que el nuncio no estuviese muy acertado al enunciar cierta observación ambigua como la de “que algunos tenían a Franco como un dictador”, observación que podía entenderse como que existiesen dudas de que lo fuera. Pero, prescindiendo de lo anterior, las observaciones del representante del Vaticano dieron en la diana al afirmar que este Gobierno había resucitado a Franco.
Son muchos los que piensan lo mismo. La gran mayoría, por no decir la totalidad de los que sufrimos a Franco, nos habíamos olvidado ya de él. Estaba enterrado y bien enterrado. Pero curiosamente son los que no le han conocido los que están empeñados en resucitarlo. Los números indican que nunca habían sido tantas las visitas al Valle de los Caídos. El otro día quedé tremendamente sorprendido al explorar el anaquel de novedades en la librería de unos grandes almacenes. Jamás había visto la publicación simultánea de tantos libros sobre Franco y el franquismo.
Lo anterior de ninguna manera quiere decir que no haya que exhumar a Franco del Valle de los Caídos. Es más, tal vez se debía haber hecho antes. Pero, antes o después, se tendría que haber llevado a cabo sin concederle ninguna importancia, como algo natural y lógico después de tantos años de democracia, casi como un mero trámite, y desde luego negociando con la familia antes de anunciarlo. El problema es que se ha proyectado con una clara finalidad electoral y política, como propaganda gubernamental, que se pregonó a bombo y plantillo, como un enorme éxito y triunfo del Ejecutivo, Se ha hecho de ello una epopeya, un grito de guerra, un desafío, un artefacto para lanzar a la cara del contrario. Y ahí están las consecuencias. Por otra parte, cuidado con andar moviendo los cadáveres de todos los tiranos de la historia. ¿Qué hacemos con Fernando VII? Todo el panteón del Escorial podría peligrar.
Ya apenas existían franquistas. Como mucho, un pequeño grupo de nostálgicos que no constituían ningún peligro. Había conservadores, reaccionarios, retrógrados, católicos fundamentalistas y neoliberales económicos -los más peligrosos-, pero ni fascistas ni franquistas. Pues bien, ahora han resucitado con Franco, y su número crece como el de las setas. Al menos en esto el hasta ahora nuncio tiene razón. Tal vez por ello la elocuente Carmen Calvo ha saltado como una pantera. Ha amenazado al nuncio, al Vaticano y a toda la iglesia con quitarles las exenciones y los beneficios fiscales.
Y aquí está el quid de la cuestión, porque la señora vicepresidenta actúa como si el sistema fiscal fuese suyo y pudiese diseñarlo a su antojo en función de sus caprichos. Cree poder utilizarlo como arma arrojadiza contra todos aquellos que critican al Gobierno. El tema es tan grave que linda con el Código Penal, con la prevaricación y la apropiación indebida de las instituciones públicas. Las palabras de Carmen Calvo en su rabieta y enojo le salieron espontáneas. Pero he ahí precisamente el peligro. Porque indican la mentalidad del Gobierno, o al menos de su vicepresidenta, de adueñarse del Estado y de emplear para sus particulares fines todas sus instituciones. Hoy es al nuncio y a la iglesia a los que se amenaza, mañana puede ser a cualquier institución o ciudadano.
Si hay que quitar a la iglesia sus beneficios fiscales o, lo que es más importante, su sistema privilegiado de financiación, no puede ser porque el nuncio haya criticado al gobierno de turno, sino porque se considere justo y conveniente para el interés general.
republica.com 11-7-2019