CATALUÑA, ENTRE ESPAÑA Y EUROPA

Es curioso que el nacionalismo catalán reniegue de la pertenencia a España, pero no de la integración en la Unión Europea. Es más, que intente por todos los medios convencerse, y convencernos, de que la independencia de Cataluña del Estado español no tendría que conllevar la salida de la Eurozona. Digo que resulta curioso porque si algo amenaza hoy la soberanía de los ciudadanos es el proyecto europeo. Es la Unión Monetaria la que coarta el derecho a decidir.

Hoy, los ciudadanos catalanes son tan soberanos como los extremeños, los murcianos o los castellanos. Su capacidad de decidir, su autogobierno, no queda reducido al ámbito de la Generalitat. El habitante de Barcelona decide en su ayuntamiento con otros barceloneses, en su comunidad con otros catalanes y en el Estado español con otros españoles. Es soberano en cada una de las administraciones según las respectivas competencias, ya que se puede afirmar que, dentro de las imperfecciones connaturales a todas las instituciones, en las tres se dan estructuras democráticas.

La situación cambia radicalmente cuando se trata de la Unión Europea y en particular de la moneda única. La pertenencia a ella destruye en buena medida la soberanía de los pueblos, ya que se transfieren múltiples competencias de las unidades políticas de inferior rango (Estado, Autonomía, Municipio) que, mejor o peor, cuentan con sistemas representativos, a las instituciones europeas configuradas con enormes déficits democráticos. No parece que sea necesario insistir mucho en ello. Baste citar los casos de Monti en Italia; Papandreu defenestrado de primer ministro de Grecia por la simple insinuación de convocar una consulta popular; el revolcón de Tsipras y la rectificación del referéndum en el país heleno; la imposición por la Troika de las medidas más duras -en contra, en la mayoría de las ocasiones, de la voluntad de las sociedades y de los gobiernos- a Grecia, Irlanda, Portugal, Chipre, España e incluso a Italia y a Francia. O el estatuto del BCE.

Los recortes y ajustes que la Generalitat predica del Estado español y le censura, no están dictados tanto por el Gobierno central como impuestos por la Comisión y el BCE. No se entiende, por tanto, que el nacionalismo catalán sienta la unidad de España como una atadura y la integración europea como una liberación, y menos se entiende aún que la izquierda nacionalista sea tan crítica con el Estado, único instrumento capaz de compensar la injusta distribución del mercado, y se sienta a gusto con un modelo neoliberal como el de la Unión Europea. La óptica se modifica cuando se trata de la derecha; parece lógico que se encuentre confortable en un ambiente de libertad económica como el de la Unión Monetaria y le incomode el Estado español, no tanto por español como por Estado y por la función redistributiva que ejerce.

Tradicionalmente, el Estado social y de derecho se ha basado, con mayor o menor intensidad, sobre una cuádruple unidad: comercial, monetaria, fiscal y política. Es sabido que las dos primeras generan desequilibrios regionales, tanto en tasas de crecimiento como en paro, desequilibrios que son paliados al menos parcialmente mediante las otras dos uniones, la fiscal y la política. La unión política implica que todos los ciudadanos tienen los mismos derechos y obligaciones independientemente de su lugar de residencia, y que por lo tanto pueden moverse con libertad por el territorio nacional y buscar un puesto de trabajo allí donde haya oferta. La unión fiscal, como consecuencia de la unión política y de la actuación redistributiva del Estado a nivel personal (el que más tiene más paga y menos recibe), realiza también una función redistributiva a nivel regional, que compensa en parte los desequilibrios creados por el mercado.

La Unión Monetaria Europea ha roto este equilibrio creando una unidad comercial y monetaria pero sin que se produzca, ni se busque, la unidad fiscal y política, lo que genera una situación económica anómala que beneficia a los países ricos y perjudica gravemente a los más débiles, ya que la unidad de mercados y la igualdad de tipos de cambios traslada recursos de los segundos a los primeros sin que esta transferencia sea compensada por otra en sentido contrario, mediante un presupuesto comunitario de cuantía significativa.

Esta situación anómala que crea la Unión Monetaria es la que ansían los soberanistas surgidos en las regiones ricas. No se puede negar que tras el nacionalismo se encuentran pulsiones irracionales, sentimientos, emociones, afectos, recuerdos que en principio pueden ser totalmente lícitos. Pero, en la actualidad, cuando se trata de países occidentales y de territorios prósperos, el principal motivo, al menos de las elites que se encuentran al frente del independentismo, es el rechazo a la política presupuestaria y fiscal del Estado, que transfiere recursos entre los ciudadanos, pero también entre las regiones. Recordemos que la deriva secesionista de la antigua Convergencia se inicia con el órdago acerca del pacto fiscal que Artur Mas dirige al Presidente del Gobierno y de la negativa de este a romper la unidad fiscal y presupuestaria de España.

Resulta ya evidente que, paradójicamente, la Unión Monetaria Europea, lejos de constituirse en un instrumento de integración y convergencia, se ha convertido en un mecanismo de desunión y enfrentamiento, incrementando la desigualdad entre los países. Pero es que, además, comienza a vislumbrarse que propicia también las fuerzas centrífugas dentro de los Estados entre las regiones ricas y las pobres. Cataluña o la Italia del Norte pueden preguntarse por qué tienen que financiar a Andalucía o a la Italia del Sur, si Alemania u Holanda no lo hacen, obteniendo beneficios similares o mayores de la unión mercantil, monetaria y financiera.

Lo más contradictorio entre los nacionalistas de izquierdas, o de los que desde la izquierda coquetean con el nacionalismo, es su defensa en el ámbito nacional de lo que critican a la Unión Europea: la carencia de una unión fiscal y política. La izquierda consciente que se opuso al Tratado de Maastricht fundamentaba su rechazo en los desastres que se derivarían de una moneda única sin integración fiscal y política. La izquierda inconsciente o acomodaticia basó su “sí crítico” en la esperanza un tanto ingenua de que con el tiempo tal convergencia se produciría. Pero en ambos casos censuraban la ausencia en Europa de un presupuesto comunitario de cuantía similar al que mantenían los Estados, capaz de corregir los desequilibrios que el euro y el mercado único iban a producir entre los países. Por eso se entiende con dificultad que aquello que se exige a Europa se pretenda destruir en España o en Italia.