Anda el mundo empresarial un poco revuelto con la reforma del impuesto de sociedades aprobada en Consejo de Ministros el pasado 2 de diciembre. Desde los distintos estamentos y asociaciones se ha lanzado todo tipo de exabruptos y se ha anunciado toda clase de males. El presidente de la patronal ha llegado a calificar la medida de desprestigio total de la marca España, y ha pronosticado que sembrará la desconfianza y originará una huida de la inversión extranjera. En la misma línea se han pronunciado la asociación Fomento de Trabajo y Javier Vega de Seoane en nombre del Círculo de Empresarios. El Registro de Economistas Asesores Fiscales ha alertado de que exigir mayor esfuerzo fiscal a las empresas es poner en peligro muchas de ellas y, en definitiva, querer matar a la vaca con lo que ya no habrá leche en los próximos años; y José Luis Feito, desde el Instituto de Estudios Económicos, centro generador de ideología de los empresarios, ha advertido a su antecesor en el puesto y ahora ministro de que la medida reducirá la inversión, el crecimiento y el empleo.

Toda esta algarada lo único que demuestra es que las empresas se habían acostumbrado a no pagar impuestos y llevan muy mal el que, si bien de forma todavía muy moderada, se pretenda que el tipo efectivo del tributo, que había llegado a alcanzar cifras ridículas, se acerque aunque sea levemente al nominal. Determinadas deducciones han vaciado y vacían aún de contenido el gravamen. Especial importancia tiene lo referente a la inversión en el exterior, eximiendo de tributación todas las ganancias (bien sean plusvalías o dividendos) generadas en el extranjero. Los defensores de la exención se escudan en la necesidad de evitar la doble imposición, puesto que se supone -lo que es mucho suponer- que la empresa ya ha sido gravada en el país extranjero. Pero no se entiende entonces por qué no se admite el mismo criterio en el impuesto sobre la renta para los pequeños inversores, e incluso se entiende menos que, hasta ahora que se corrige, se pudieran deducir las minusvalías cuando no se computan los ingresos.

El trato de favor de que han gozado las empresas en lo relativo a la inversión en el extranjero se ha puesto estos días en evidencia con la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea que da la razón a la Comisión en contra del Estado español, al considerar ayudas de Estado (y que por lo tanto deben ser reembolsadas) la posibilidad concedida por la Hacienda española a las sociedades para amortizar durante veinte años (y deducir sus cuotas en el impuesto de sociedades) el Fondo de Comercio, diferencia entre el valor real y el de compra en la adquisición de empresas extranjeras o participaciones en ellas, siempre que su cuantía sea superior al 5% del capital.

Los empresarios se han mostrado especialmente sensibles a tener que incorporar a la base imponible durante cinco años (un 20% cada año) lo deducido con anterioridad a 2013 por minusvalías estimadas pero no realizadas. Argumentan que su aplicación tiene un cierto carácter retroactivo. La verdad es que este régimen fiscal vigente hasta 2013, pero cuyas consecuencias continúan en la actualidad, nunca se debería haber aplicado y, en todo caso conviene aclarar que la deducción ha tenido siempre un carácter provisional, ya que podía ser reversible en el momento de la realización del activo si la minusvalía contabilizada no coincidía, lo que sería bastante probable, con la real. En el fondo, supone un cierto préstamo que la Hacienda Pública ha realizado a las empresas (y ahora se le reclama) a expensas de una liquidación definitiva cuando se realizasen los activos.

Se da un cierto fariseísmo en el mundo empresarial y económico. Echan pestes contra el déficit público pero se encabritan en cuanto se incrementan los impuestos que les afectan. Y es que, en el fondo, lo que quieren reducir es tan solo el gasto. Construyen un relato absurdo y poco consecuente como el del señor Rosell afirmando que hay muchos ministerios en los que existe un gran número de funcionarios que no tienen ninguna competencia. Todo lo confían a recortes en las partidas de gasto, basándose, según dicen, en la reforma de la Administración pública.

Pero su concepto de la Administración es totalmente reduccionista, entendiendo por tal solamente los empleados públicos que trabajan en las oficinas de los ministerios, y aunque fuese verdad -que no lo es- que en estas áreas se pudiesen hacer algunos ahorros (ya me gustaría a mí que las empresas del Ibex y los bancos aplicasen la austeridad en la misma medida que se aplica en la función pública) su impacto en la totalidad del gasto público sería casi insignificante. Las grandes partidas de gasto son las pensiones, la sanidad, la educación, los intereses de la deuda, el seguro de desempleo, dependencia, policía, ejército, y tantos y tantos servicios más cuya reducción es ya casi imposible, como no sea dañando fuertemente el Estado del bienestar y los mandatos de nuestra propia Constitución. España se encuentra a la cola de los países de su entorno en el porcentaje del gasto público respecto al PIB y, en lógica correspondencia, mantiene las cifras más bajas de presión fiscal.

Las quejas empresariales tienen impacto en el mundo de la política a través de su principal correa de transmisión, el partido de Ciudadanos. No es casualidad que se rumoree que la formación de Rivera es la preferida del IBEX 35. Lo cierto es que este partido se ha opuesto también a la subida de los impuestos con el argumento de que los ajustes deberían hacerse en el gasto; eso sí, después de pedir de cara a la galería que se incremente el gasto social. Bien es verdad que al gasto social al que se refieren es a lo que han bautizado como complemento salarial, lisa y llanamente una subvención a los empresarios. Cuando no se gobierna se pueden mantener las opciones más contradictorias y salir después por el comodín de la reforma administrativa con ideas tan peregrinas y tan fuera de la realidad como la de eliminar las diputaciones. Los dirigentes de Ciudadanos desconocen totalmente la Administración y el sector público. Da lecciones a todo el mundo, pero a la hora de la verdad no quieren ni entrar en el gobierno ni comprometerse con aquellas medidas que son más incomodas como las de subir los impuestos. Habrá que aplicarles lo que Péguy dijo del kantismo, que conservaba las manos limpias porque no tenía manos.

En el culmen del despropósito, los empresarios pretenden insultar al Gobierno tildándole de socialdemócrata. El portavoz de Economía del PSOE, Pedro Saura, recogió en el Parlamento tales críticas para llevar el agua a su molino: “No es que hayamos convertido a Montoro en un rojo peligroso, es que el sello del socialismo español está en nuestros acuerdos con el PP”. La réplica surge de inmediato: es una pena que no pusieran el sello del socialismo español en las medidas fiscales que aprobaron durante ocho años los gobiernos de Zapatero.

Republica.com 30-12-2016