Hay que dar la enhorabuena al Partido Nacionalista Vasco (PNV) porque en esta nueva etapa en la que el Parlamento se encuentra fragmentado está sabiendo rentabilizar muy bien sus cinco diputados. Es llamativo el contraste con los partidos nacionalistas catalanes que, perdidos en el “procés”, se olvidan de lo que ha sido hasta hace algunos años su estrategia, estrategia que, al igual que al PNV, tan buenos resultados les ha proporcionado. Si yo fuese catalán, habría titulado el artículo “El coste del procés”, ya que los millones conseguidos por el PNV dejan en evidencia lo que podrían haber obtenido los catalanes.
Pero como ni he nacido ni vivo en Cataluña, veo el tema desde otra óptica, la del coste que vamos a soportar el resto de los españoles. He leído, no recuerdo en qué diario, la siguiente consideración: “El presidente del Gobierno ha pagado un precio muy alto para conseguir el apoyo del PNV en los presupuestos”. Lo cierto es que el precio no lo paga Rajoy, sino los ciudadanos de las demás Comunidades Autónomas. El dinero que mediante el acuerdo firmado se destina al País Vasco va en detrimento de otras aplicaciones de carácter general, que redundarían en beneficio de todos los españoles, con independencia de la Autonomía de pertenencia.
El País Vasco, al igual que Navarra, goza de una situación privilegiada que de forma un tanto inexplicable le fue concedida en la Constitución. Se trata de un régimen fiscal propio de la Edad Media en la que la justicia no se distribuía por igual para todos los ciudadanos y los derechos se consideraban privilegios (fueros) y debían ser arrancados a la corona por cada ciudad, región o territorio.
El concierto económico crea una situación anómala en un Estado moderno, ya que no son los ciudadanos vascos los que tributan directamente a la Hacienda Pública central sino las Haciendas forales (cupo) y tan solo como participación en los servicios que presta directamente el Estado. Es un “do ut des” en el que está ausente toda redistribución territorial. Eso explica que el País Vasco, a pesar de ser la Autonomía más rica -esto es, con mayor renta per cápita de España- mantenga un saldo fiscal positivo, es decir, reciba del Estado más de lo que aporta. El cupo, además, ha estado siempre sometido a una especie de chalaneo, en particular cuando como en esta ocasión el Gobierno central ha necesitado de los votos del PNV; invariablemente se ha calculado a la baja, no cubriendo siquiera el coste proporcional de las competencias no transferidas.
La intervención en el Parlamento nacional de partidos nacionalistas y regionalistas que tan solo contemplan los intereses de sus respectivos territorios crea en la política nacional importantes distorsiones y asimetrías, dejando en condición de inferioridad a aquellas Comunidades que carecen de ellos. La negociación entre los partidos nacionales y los nacionalistas no se realiza en términos de igualdad, en tanto que unos se ven constreñidos a defender los derechos de todos los españoles y los otros se cuidan exclusivamente de su provincia o región. No tiene nada de extraño que en aquellas Comunidades en las que han arraigado estas últimas formaciones políticas los partidos nacionales obtengan cada vez menor representación en un momento en el que prima más la territorialidad que la ideología. Algún día quizás haya que plantearse si no se debería exigir a los partidos políticos que para conseguir escaños en la Cortes Generales tengan que tener representación en varias Comunidades Autónomas.
La novedad de un Parlamento español fragmentado nos llevó al espejismo de creer que se habían superado las mayorías absolutas y el chantaje nacionalista. Se pensaba que en el futuro ningún partido podría imponer sus planteamientos al cien por cien y que en adelante todas las leyes y medidas que se adoptasen no serían propiedad de una única formación política, sino que tendrían un carácter híbrido, de mestizaje, siendo el resultado del concurso de varios partidos. Sin embargo, Pedro Sánchez con su “no es no” rompió enseguida tales expectativas, negándose a cualquier negociación con el partido que, gustase o no, más votos había conseguido y que tenía por tanto todas las probabilidades de gobernar.
El ex secretario general sumió al partido socialista en una especie de pureza ritual, encerrándolo en una torre de cristal y condenándolo a la inoperancia en el ámbito de la política nacional. Renunció así a toda influencia en el Gobierno, teniendo como único objetivo no tanto impedir que Rajoy gobernase, cosa en extremo improbable dados los resultados, sino que no lo hiciese con los votos del PSOE, tal como proponían una y otra vez sus partidarios afirmando que había una mayoría alternativa, la formada por Ciudadanos y nacionalistas. Preferían de este modo que la política gubernamental girase claramente a la derecha y que se produjese una vez más el chantaje nacionalista con tal de no mancharse las manos. Alguien podía haberles dicho lo que Péguy predicaba del kantismo, que a fuer de querer conservar las manos limpias se había quedado sin manos. La postura no deja de ser chusca teniendo en cuenta que no se ha dado demasiada diferencia cuando ambos partidos han gobernado, y aun menos se puede dar desde el momento en que ambos defienden la pertenencia a la Eurozona.
La historia es de sobra conocida, y también se sabe cómo Pedro Sánchez en este aparente objetivo (aparente, porque en realidad tras este había otros menos confesables) estaba dispuesto a todo, a pasar por encima del Comité Federal y a dar un golpe de mano pretendiendo convocar unas primarias con quince días de plazo, a las que nadie excepto él hubiese podido presentarse. La situación fue tan crítica y la posibilidad de un enorme desastre del PSOE en unas terceras elecciones tan alta que obligó a reaccionar a una buena parte de los dirigentes regionales y nacionales del partido.
Hoy, Pedro Sánchez critica a la gestora por haber entregado a Rajoy el gobierno por nada. Pero lo cierto es que solo él ha sido el responsable, negándose a negociar cuando tenía ocasión y era tiempo para ello; y llevando a su partido a la división y a una encrucijada en la que toda negociación para la investidura resultaba ya imposible. La gestora, sin embargo, supo negociar más tarde -no sé si con acierto o no- el techo de gasto necesario para que funcionasen las Autonomías, obteniendo a cambio una subida sustancial del salario interprofesional y otras cesiones como mayores recursos para el seguro de desempleo y, sobre todo, impidiendo que otros partidos impusiesen sus condiciones, peores desde una óptica de izquierdas y sesgadas territorialmente.
Con los presupuestos ha ocurrido lo contrario. Inmersos en primarias y con un Pedro Sánchez vociferando como único discurso que el dialogo con Rajoy constituye desde la izquierda una herejía, se ha hecho imposible cualquier negociación con el Gobierno. El PSOE ha vuelto a sumirse en la irrelevancia desde el punto de vista práctico, obligando al PP a demandar el concurso del PNV y de los canarios, con lo que retornamos al chantaje regional. En esta ocasión Ciudadanos tiene razón al atribuir al partido socialista la responsabilidad de haber tenido que pagar al PNV un precio tan alto.
Al PSOE le cabe otra culpa. Desde una óptica de izquierdas, su negativa a negociar las cuentas públicas ha ocasionado dos costes añadidos. Uno, que Ciudadanos adquiera un importante protagonismo y haya sesgado el presupuesto hacia una política aun más liberal y conservadora, con medidas tales como el complemento salarial o la limitación a elevar los impuestos progresivos, lo que pronostica subidas de los indirectos o nuevos recortes. Dos, el coste de oportunidad, es decir, el sesgo a la izquierda que podría haberse introducido en una negociación con el PSOE, a la que se ha renunciado. Nunca sabremos hasta dónde hubiera estado dispuesto a ceder Rajoy en temas como pensiones, seguro de desempleo o impuestos. En todo caso, negociación no quiere decir acuerdo y el PSOE siempre podría haberse levantado de la mesa de no considerar satisfactorio el resultado, pero entonces la culpa hubiera sido del PP o al menos cabría la duda. Ahora, al haberse plegado al “no es no” de partida sanchista, la responsabilidad recae por completo en el partido socialista.
La irrelevancia no es de izquierdas y mucho menos puede ser de izquierdas renunciar de antemano a influir en la actividad política recluyéndose en una negativa hipostasiada, esperando tiempos mejores que nunca llegan. El supuesto izquierdismo que vende Sánchez está costando muy caro a su partido y a toda la izquierda.
republica.com 12-5-2017