Nada como el fanatismo para ser eficaz. Los que lo practican prescinden de cualquier elemento que les desvíe del objetivo. No deben existir dudas; las dudas dificultan la acción. Por lo mismo, llevan siempre las de ganar, al menos a corto plazo; a largo, las cosas suelen ser diferentes, acaban siendo presa de la hibris, tan presente en la tragedia griega. Su falta de racionalidad puede propiciar la propia destrucción. El fanatismo ha anidado principalmente en la religión y en el patrioterismo. El nacionalismo catalán ha sucumbido al fanatismo y se ha dedicado en los últimos años a un solo objetivo, la independencia, empleando para ello todos los medios que han considerado necesarios, sin importarles en absoluto su probidad.

El pretendido referéndum del 1-0 era solo un instrumento con que revestir de cierta pseudojustificación la declaración unilateral de independencia. Para ello no han dudado en utilizar todo tipo de ilegalidades, trampas, mentiras y trucos. Ante la transgresión evidente y la carencia de casi todos los requisitos de imparcialidad en la consulta, no tuvieron el menor escrúpulo en sacar a la gente a la calle, en manipular niños y ancianos, utilizándolos como escudos frente a las fuerzas de seguridad del Estado, que tenían orden judicial de cerrar los colegios.

Poco importaban los resultados que se obtuviesen en el referéndum, fijados por otra parte a priori, ya que tenían en su mano todas las clavijas. Lo relevante para ellos era llegar a la declaración unilateral de independencia, que, en todo caso, no significa nada si no es reconocida internacionalmente. De ahí la trascendencia que los secesionistas han dado y la inmensidad de medios que la Generalitat ha dedicado a conseguir apoyos internacionales. A esos efectos han construido todo un gran aparato de publicidad y propaganda dirigido no solo al interior sino en tanta mayor medida al exterior. Hay que reconocer que hasta el 1-O los resultados obtenidos en los organismos internacionales a pesar de todos los esfuerzos realizados habían sido totalmente negativos. En la prensa, sin embargo, debido quizás a su carácter mercantil, alcanzaron algún pequeño éxito, logrando colocar sus tesis en algunos artículos. En general, muy poca cosa, nada relevante.

Esa es la razón por la que el domingo del referéndum ilegal los aparatos de propaganda de los secesionistas vieron una buena ocasión de lograr sus objetivos en las circunstancias críticas que se ocasionaron cuando la policía nacional y la guardia civil, ante la pasividad de los mossos -provocada por las propias autoridades de la Generalitat-, se vieron en la obligación de intentar desalojar los colegios. Fotos estratégicamente tomadas y divulgadas urbi et orbe, en una prensa dispuesta a comprar todo lo que sea llamativo y altisonante, dieron la imagen de una Cataluña en la que el Estado había pisoteado los derechos de los ciudadanos, y al mismo tiempo hacían pasar desapercibido el golpe de Estado en el cuarto país de la Eurozona.

Es posible que no todas las actuaciones policiales fuesen suficientemente contenidas, pero la violencia y los enfrentamientos constituyen un riesgo que surge cuando se mandan multitudes fanatizadas y no tan pacíficas para impedir que se cumplan los mandatos judiciales. Y, en cualquier caso, no creo que la violencia desatada haya sido mucho mayor que en otras ocasiones. En los enfrentamientos, por ejemplo, entre la policía y los movimientos antiglobalización acaecidos en la mayoría de los países cuyos diarios se han rasgado las vestiduras por el 1-O, se produjo con tanta o más contundencia que la empleada para impedir el referéndum ilegal en Cataluña.

No hay que remontarse mucho en el tiempo. En julio de este mismo año en Hamburgo con ocasión del G-20 la policía se dedicó con idéntica o mayor virulencia a reprimir las manifestaciones. Un diario, titulaba de esta forma: “Un centenar de policías y un número indeterminado de manifestantes han resultado heridos en los incidentes registrados y que han sido reprimidos con dureza”. En la mayoría de las movilizaciones los manifestantes heridos no tienen quien les cuente. Carecen de una enorme estructura política-económica (un cuasi Estado) que esté dispuesto a registrar el mínimo arañazo o incluso a inflar los números e intoxicar, tal como sí han tenido los independentistas catalanes el día del referéndum ilegal. Los heridos se multiplicaron a una velocidad vertiginosa, solo comparable a la que se produjeron milagrosamente las curaciones.

La actuación trapacera del Gobierno de la Generalitat a lo largo de eso que han llamado el procés ha tenido su culminación en el juego de trileros en que se convirtió la sesión del Parlament la tarde noche del martes pasado. En ella Puigdemont interpretó la danza de los tramposos con la finalidad de engañar a la opinión pública extranjera haciéndoles ver que es el Estado español el intransigente y el que no quiere dialogar. Lo cierto es que han confundido a todo el mundo. Solo hay que comparar las distintas y las contradictorias versiones e interpretaciones que se han manifestado en la prensa no solo nacional sino también extranjera. Nadie tiene claro lo que se aprobó o no se aprobó en el Parlament. Se ha creado en Cataluña la peor situación para la economía y las empresas, la inseguridad jurídica y el hecho de no saber a qué carta quedarse.

No obstante, buceando debajo de las argucias y enredos de los independentistas, encontramos algunos hechos ciertos. Primero, Puigdemont declaró en el Parlament la república catalana, aunque de forma un tanto alambicada. “Llegados a este momento histórico, y como presidente de la Generalitat, asumo al presentar los resultados del referéndum ante el Parlamento y nuestros conciudadanos, el mandato del pueblo de que Cataluña se convierta en un Estado independiente en forma de república”. Lo que se plasmó de manera más explícita pero oficiosa en ese papel que en un salón aparte firmaron los 72 diputados independentistas.

Segundo, a pesar de lo que muchas voces han dado por cierto, esa declaración no ha quedado suspendida. Las palabras de Puigdemont “proponemos que el Parlamento suspenda los efectos de la declaración de independencia” no suspenden nada, solo propone que lo haga el Parlament y no vimos que el Parlament lo hiciese en ningún momento. Por otra parte, lo que se propone suspender no es la declaración sino sus efectos. A la fuerza ahorcan. En realidad, lo que paraliza los efectos de la declaración es la incapacidad que tiene la Generalitat para aplicarlos. Quizás el único que les era posible activar era el abandono de los diputados de Esquerra y PDeCAT de las Cortes españolas, pero, claro, eso no les interesa.

Si algo resulta evidente desde el 1-0 es la indefensión en la que está quedando el Estado tras la configuración de las Autonomías y las múltiples transferencias y cesiones que se han realizado durante todos estos años. El hecho de que en Cataluña el Gobierno de la Generalitat haya podido dar un golpe de Estado y que esté costando tanto reprimirlo es señal de que se ha ido mucho más lejos en la descentralización política de lo que es razonable. La actuación de los mossos es buena prueba de ello. En algún momento será oportuno recopilar y analizar cómo hemos podido llegar hasta aquí en el desarme estatal, y en el entreguismo mantenido frente a los nacionalistas. Estos lodos provienen de aquellos polvos. Cuando se olvida la Historia, en especial los errores cometidos, se ve obligado uno a repetirlos. Con los nacionalismos a lo largo de la Historia hemos tropezado siempre en la misma piedra. Una vez tras otra, el Estado ha escuchado sus peroratas identitarias y diferenciadoras del resto, y ha pretendido darles respuesta cambiando sus estructuras. La contestación ha sido siempre la misma: la deslealtad, la traición y el aprovechar los momentos de crisis del Estado para la rebeldía y la algarada. Leer a Azaña resulta bastante ilustrativo a estos efectos.

Como la memoria es quebradiza, este mismo objetivo fue el que presidió la elaboración de la Constitución, adoptando una forma de Estado ajena a las preferencias de la mayoría de la población española. Se trataba de acomodar a los independentistas. Como se dice ahora, que estuviesen cómodos, y bajo este principio y también -por qué no decirlo- por la ceguera de los dos partidos mayoritarios, se fueron realizando cesiones y transferencias hasta llegar a la situación actual. Ceguera de los dos partidos mayoritarios porque, a pesar de no contar con grandes diferencias en sus planes de gobierno, cuando no tenían mayoría absoluta preferían apoyarse en los independentistas, que lógicamente cobraban muy generosamente sus emolumentos por las ayudas ofrecidas.

Los hechos hablan por sí mismos acerca de adónde nos ha conducido esta línea de actuación. Hemos vuelto a tropezar en la misma piedra. Al menos, deberíamos espabilar para el futuro. Por ello es extraño que el buenismo haya concitado tantos adeptos. Bien es verdad que así en abstracto, ¿quién no va querer el diálogo y la negociación? Es fácil afirmar que los problemas se solucionan hablando, pero, por desgracia, en la vida y sobre todo en la vida social no todo es tan sencillo. Diálogo entre quiénes y, sobre todo, para qué.

En primer lugar, cuando se habla de diálogo hay que rechazar la equidistancia. No existe ni por asomo paralelismo en la responsabilidad del desencuentro, tal como algunos pretenden. En un lado se encuentra unos golpistas que se han levantado contra la Constitución y que han transgredido todo el ordenamiento jurídico; y en la otra parte, el Gobierno legítimo de España (también por tanto de Cataluña) que, hayan sido cuales hayan sido sus errores, se mantiene dentro de la ley y del Estado de derecho, y cuyas instituciones le respaldan. En cuanto a los errores respecto al crecimiento del independentismo, habría que repartir las culpas entre muchos actores y no creo que sea precisamente este Gobierno el máximo responsable.

No existe igualdad entre los interlocutores. En un extremo se encuentra el Estado y en el otro una Comunidad Autónoma. El diálogo no puede ser de igual a igual. Y no cabe, tal como pretenden los separatistas (y Podemos, que parece haberse convertido en acólito del independentismo), una mediación. No estamos ante dos Estados soberanos que discuten y negocian (eso es lo que ellos quieren dar a entender), sino entre una parte y el todo. Dentro de un Estado de derecho las mediaciones las realizan los tribunales y demás instituciones democráticas, por los canales establecidos.

Mientras que el Consejo de gobierno de la Generalitat permanezca en clara rebeldía frente a la Constitución y al Estado de derecho, el único diálogo posible es acerca del modo en que se va a restablecer la normalidad jurídica y constitucional. Bajo el chantaje de un golpe de Estado, no cabe negociación alguna. Pero, es más, aun cuando se restaure la normalidad, del resultado del diálogo no debe nunca poder inferirse que el golpismo y la sedición tienen premio.

En este tema del diálogo no solo hay que preguntarse “quiénes” sino también “para qué” o, lo que es lo mismo, qué es lo que se puede negociar. Rajoy y Puigdemont no pueden negociar nada que afecte a la integridad territorial de España o que vaya contra la Constitución. No les corresponde hacerlo en solitario. Cualquier modificación constitucional tiene diseñado en la propia Constitución el procedimiento y quiénes son los competentes para acordarla: las fuerzas políticas en su conjunto y los ciudadanos de todas las Comunidades Autónomas.

Por otra parte, a la hora de plantearse una modificación constitucional no sé si va a existir mucho consenso en lo referente a la estructura territorial de España. Frente a los que pretenden hacer concesiones a los independentistas, somos quizás muchos los que pensamos, y los hechos parecen avalarnos, que hemos ido demasiado lejos en materia de descentralización, hasta el extremo de hallarnos en los momentos presentes en una situación que nadie hubiese considerado posible tiempo atrás. Si queremos ser realistas y no enfrentarnos con otro golpe en fecha próxima, deberíamos revisar las competencias hasta ahora transferidas y limitar alguna de ellas. La Historia nos enseña que las cesiones no han servido para contentar a los independentistas; tan solo para dotarles de más instrumentos y medios para sus reivindicaciones y, si lo ven propicio como en este caso, para la insurrección y el golpe.

El diálogo entre el Estado y la Generalitat se ve limitado también por las necesidades y derechos de las otras Comunidades Autónomas, de manera que la negociación no puede ser exclusivamente bilateral como pretenden los independentistas, y a veces también el PSC, cuando hablan de un nuevo Pacto entre España y Cataluña. No se trata de un juego de suma cero. Lo que se da a una Comunidad Autónoma se quita a las demás. Cataluña es la cuarta Comunidad en renta per cápita de España. La segunda, si consideramos solo las de régimen común. No parece que sea precisamente la Comunidad que más necesita a la hora del reparto.

Los independentistas plantean la cuestión como un enfrentamiento entre Cataluña y Rajoy. Ni ellos son toda Cataluña, ni Rajoy es el Estado español, aunque absurdamente otras formaciones políticas con sus inconsistencias y vaivenes estén dejando que el presidente del PP se apunte casi en exclusiva el mérito de salvar el Estado de derecho. Podemos y el PSOE deberían recapacitar sobre si con su empeño en echar a Rajoy, colocando este objetivo por encima de cualquier otro, lo que paradójicamente van a lograr es que en las próximas elecciones el PP obtenga en solitario o con Ciudadanos la mayoría absoluta.

Los independentistas tampoco son toda Cataluña, como se está apreciando últimamente. Así que el primer diálogo y la primera negociación deben producirse entre las dos partes en las que han dividido Cataluña. Parlem, sí, antes que en ningún otro sitio en el Parlamento catalán. Los independentistas malamente pueden dialogar con otras Comunidades Autónomas o con el Estado si son incapaces de llegar a acuerdos con esas otras formaciones políticas que representan a la mitad de Cataluña.

republica.com 13-10-2017